La tata Caridad dijo que a mí lo que me pasaba era que tenía el olor del vino metido en los huesos. Otra vez tenía destemplanza y no podía levantarme porque me daban mareos, y mi abuela dijo que habría que llamar a José Joaquín García Vela, que a lo mejor por tratarse de mí hacía una excepción y consentía en poner de nuevo los pies en aquella casa. Yo no sé si le avisaron, pero desde luego no apareció. Mi madre y mi padre vinieron juntos, los dos con muchas prisas, y le dijeron a la abuela que no se preocupara, que era sólo un arrechucho sin importancia de la enfermedad tan latosa que había pasado y que la culpa a lo mejor era de alguna comida no demasiado católica que me había sentado mal. Pero la tata Caridad no paraba de decir que no, que la culpa era del olor del vino que se me había pegado al esqueleto como un reuma.
Durante dos o tres días tuve que quedarme en cama y tía Victoria estaba tan ocupada con la bisabuela Carmen y con los ensayos de las poesías de Federico que no encontraba tiempo para venir a mi dormitorio a ver las revistas y a presumir de éxitos apoteósicos, como ella decía, y novios despampanantes. La Mary sí que se vino una tarde a planchar al cierro de mi habitación, pero se pasó todo el tiempo hablando de la sortija de tía Victoria, de lo preciosa que era, de lo bien que tenía que sentirse cualquier señora, y no digamos cualquier gachí, si llevaba puesta una alhaja como aquélla. La Mary hablaba con tantas ganas de la sortija que cualquiera diría que, con tal de tenerla, era capaz de cometer un crimen como el de Jarabo. También me dijo la Mary, sin muchas aclaraciones, que algo raro pasaba entre tía Victoria y Luiyi, que ella los veía disgustados el uno con el otro, y que una noche incluso los había oído discutir y la Mary estaba segura de que era, también, por la sortija.
Reglita Martínez pasó a verme antes de meterse en el gabinete para hacer la tertulia con las visitas de la abuela, y nos contó a la Mary y a mí que a un cuñado de una hija de la planchadora que ella había tenido mucho tiempo en su casa le había tocado un millón de pesetas en la lotería. Reglita Martínez estaba horrorizada, porque el pobre hombre era un obrero corriente y moliente, ¿y qué podía hacer un obrero con un millón de pesetas? Pobrecito, seguro que se condena, dijo Reglita Martínez. Y se santiguaba con mucha devoción, como si a fuerza de santiguarse estuviera haciendo una pared para que el obrero al que le había tocado un millón de pesetas en la lotería no cayera derecho al infierno. Luego, en la tertulia, Reglita Martínez volvió a contarlo y todas las señoras estaban de acuerdo en que aquel obrero, con un millón, se condenaba seguro, porque el dinero hay que saber usarlo y para eso hace falta una educación y una clase. Si yo fuera Papa, dijo Reglita Martínez, excomulgaba a la lotería por hacer que se condenen los obreros.
La Mary, como es natural, me dijo que ella estaba dispuesta a condenarse por un millón y, desde luego, por la sortija de tía Victoria, que si no valía el millón le faltaba poco.
Las señoras de la tertulia de la abuela, por cierto, estaban muy extrañadas y disgustadísimas porque tía Victoria ya no se iba con ellas a cotorrear, con lo animada y lo entretenida que tía Victoria había sido siempre, y no hacían más que preguntarle a la abuela que por qué Victoria no se dignaba ya hacerles un poquito de compañía, ¿es que le da miedo que le contagiemos algo, Magdalena?, ¿es que tanto tiene que despachar con su secretario?, ¿es que ya no le parecemos gente bien y por eso no quiere saber nada de nosotras? Lo decían con tanto retintín que se notaba a la legua que estaban muertas de envidia.
Pero yo estaba cancamurrio, como decía la Mary, y me daba lo mismo que las señoras de la tertulia de la abuela pusieran a tía Victoria de vuelta y media. Le pedí a la Mary que abriera un poco el cierro, que me estaba asfixiando por el calor que hacía dentro del dormitorio y por aquel olor del vino, un olor que se había extendido ya por toda la casa como un pariente aprovechado —o sea, como Reglita Martínez, que no había llegado a ser pariente nuestra por el plantón que le dio tío Ricardo, pero ella no echaba cuenta de eso y se presentaba siempre en la casa a las horas en que había algo de comer—, un olor que a mí, según la tata Caridad, se me había metido en los huesos y me tenía más desangelado y más triste que una cena de cuaresma. La Mary, que estaba sudando como un botijo y tenía una mancha grandísima en el uniforme, debajo del sobaco, no quiso abrir el cierro, la abuela había dicho que ni se le ocurriera. La Mary dijo que nos tocaba padecer como ánimas del purgatorio, y yo pensé de pronto que a lo mejor aquellas almas que estaban en el mirador, metidas en los cuadros, también se ahogaban con el olor del vino y estaban echándole maldiciones al abuelo por haber mandado en aquellos días encalar la bodega y abrirla de par en par. El olor del vino era tan espeso que a mí me parecía que se podía agarrar y que dejaba los dedos un poco pringosos. Y no dejaba sitio a ningún otro olor. De pronto, toda la casa no olía más que a vino y la tata Caridad decía que a las personas mayores no les llegaba tan adentro, pero que a un niño de diez años como yo se le metía hasta el tuétano y podía llegar a derretirle los huesos.
Claro que a lo mejor la tata Caridad decía eso porque estaba deseando que a alguien le ocurriera algo parecido a lo que a ella le estaba pasando. Y es que la pobre iba de mal en peor. Ya no sólo había perdido por completo el perfil derecho, sino que estaba empezando a perder también el izquierdo y andaba por toda la casa dando trompicones, y por supuesto en sus bajos no sentía absolutamente nada porque se le habían descolgado del todo, y según ella las piernas ya muchas veces le desaparecían las dos de golpe —de repente, se caía de culo en medio de la galería y allí se quedaba sentada, lloriqueando, hasta que a la Mary le salía de los tirabuzones del zepelín, como ella me decía, ir a recogerla y llevarla a su cuarto y dejarla encima de la cama hasta que se le pasara lo que mi tía Blanca llamaba el maniqueísmo; cuando a la tata Caridad le da el maniqueísmo, decía tía Blanca, no hay quien la soporte.
Lo último del maniqueísmo de la tata Caridad era vendarse los brazos como si fueran los de una momia, algunas veces el brazo derecho y otras el izquierdo —y seguro que cualquier día empezaba a vendarse los dos a la vez, ya se daría maña para hacerlo—, porque decía que se le soltaban cada dos por tres y le entraba la porciúncula solamente de pensar que, de pronto, cuando estuviera fregando, un brazo entero se le soltara y se le fuera por la cañería del fregadero. Por eso se andaba con un trapajerío que a la Mary le daba hasta asco, aunque según la tata Caridad, aquel olor del vino, que a mí podía derretirme los huesos, a ella podía aliviarle un poco los achaques, porque era tan espeso que se lo sujetaba todo y corría menos peligro de quedarse como el busto del Generalísimo.
Y a lo mejor era verdad. A lo mejor aquel olor era bueno para las personas mayores y veneno para un niño como yo. A mí me hacía sentirme desganado, pero al mismo tiempo nervioso, y la nariz la tenía reseca y la saliva me sabía como si acabara de devolver. La Mary me puso el termómetro y sólo tenía treinta y siete tres, pero cuando me levantó un poco para darme la merienda sentí unas punzadas como alfilerazos al lado de los ojos y que la cabeza se me iba. Yo ya estaba convencido de que aquel olor me estaba destrozando por dentro. La tata Caridad, en cambio, parecía muy mejorada, tanto que fue la primera, a pesar de sus achaques, en presentarse en mi habitación para darnos la noticia.
—A Luisa —dijo— le ha dado un dolor y no puede levantarse de la cama. Ha mandado a una sobrinilla con el recado.
—O sea —dijo la Mary, con aquel pronto farruco que ella tenía—, que hay que buscar a alguien que se quede por la noche con la señora duquesa de Benamejí. Pues conmigo que no cuenten.
En seguida apareció tía Victoria, descompuesta. Aquello sí que era un desavío, con lo cansadísima que ella estaba por culpa de los ensayos de las poesías de Federico, con la tranquilidad que necesita una artista para dar lo mejor de sí, y ahora aquella repentina preocupación, ¿dónde podía ella encontrar a una enfermera para que se quedara de noche con la bisabuela Carmen? En el gabinete, todas las señoras de la tertulia se pusieron a cacarear como papagayos cuando entró tía Victoria y a hacerle muchas zamemas, todas la encontraban mejor que nunca, pero lo decían con tanta exageración que se notaba que mentían como almaceneras, y además tía Victoria no estaba para contemplaciones. Había que buscar una solución. A la bisabuela Carmen —a quien la Mary llamaba señora duquesa de Benamejí, por aquello de que andaba siempre enredada con sus bandoleros, como Amparito Rivelles en la película— no se la podía dejar sola de noche, por lo que pudiera ocurrir, y no había tiempo para buscar a una enfermera, porque Loli, la de la mañana, se estaba yendo a dormir todos los días a Cádiz para estar con una hermana suya que acababa de tener un niño. La abuela, entonces, llamó a la Mary, pero ella dijo con mucho descaro que ni hablar, y fue cuando soltó sin ningún empacho que ella no tenía caprichos de sepulturera. Y entonces —la Mary me lo contó después—, tía Victoria miró de pronto a Reglita Martínez, y puso aquella cara que sabía poner para engatusar a quien fuera, a un mojamé rabioso que se le pusiera delante, como decía la Mary, y se fue como una abadesa empalagosa a besuquear a la pobre Reglita, ay, Reglita, tú vas a echarme una mano, ¿verdad?, si es que tú eres de la familia, eres como mi cuñada, no quiero que Magdalena se me enfade pero tú eres casi más cuñada mía que ella, figúrate, siempre que te veo digo ahí está mi cuñada Reglita, es como si estuvieras todo el tiempo a punto de casarte con el pobre Ricardo, como si vinieras a probarte el traje de novia, mira qué bonito, así que ¿en qué mejores manos que las tuyas puedo yo dejar a Carmen Lebert?, no me digas que no es un honor, y además seguro que mañana nuestra cuñada Magdalena tiene una atención contigo, ¿verdad que sí, Magdalena? La abuela, claro, dijo que sí, y Reglita, medio embarullada por el zalamerío de tía Victoria dijo que también, y así fue como se arregló el desavío que había organizado Luisa, la enfermera de noche, al ponerse mala.
Cuando llegó de verdad la noche, sin embargo, a mí me pareció que aquella casa no era la misma. No podía dormirme, el olor del vino iba quedándose quieto conforme todo el mundo se marchaba a su cuarto a acostarse y a mí, de pronto, se me antojó que la casa había cambiado. Y la verdad es que no lo pensé hasta que no me di cuenta de que toda la casa se había quedado a oscuras. Antes, ni se me había ocurrido. Las visitas de la abuela se fueron marchando como todas las tardes, después de que la abuela sirviera la copita de moscatel y llamara a la Mary para que retirara el servicio de café y fuera ya preparando las cosas para la cena. Ese día, como se había hecho un poquito tarde, porque la tertulia se animó mucho con la llegada de tía Victoria y se alargó más de la cuenta, todas las señoras salieron del gabinete por la galería, que era el camino más corto, menos Reglita Martínez que entró en mi cuarto, sin poder disimular lo nerviosa que estaba, para contarme que aquella noche se quedaba a dormir allí. Y fue luego, cuando se hizo oscuro, y al acordarme de que Reglita estaba en la alcoba de la bisabuela Carmen, cuando pensé que la casa ya no era la misma. Que con todos aquellos jaleos y con el olor del vino por todas partes en la casa habían entrado desconocidos y aprovechaban la noche para ponerlo todo manga por hombro, aunque no hacían ruido porque se movían como fantasmas. Bueno, un poco de ruido no tenían más remedio que hacer. Escuchaba yo como un murmullo que iba acercándose poco a poco a mi cuarto, por la galería, por la habitación de tía Blanca en la que ya no dormía nadie, por el gabinete, por el cuarto de baño, pero se paraba de pronto y se hacía un silencio que daba miedo. Yo me acordé del que se hizo una vez, en clase, cuando el hermano Gerardo nos pidió a todos que cerrásemos los ojos y aguantáramos la respiración para que comprendiéramos lo que se sentía cuando a uno lo enterraban vivo, que fue lo que hicieron con san Celedonio o no sé qué otro santo. Al poco rato el ruido se escuchaba de nuevo, pero lejos, a mí me parecía que en la azotea a la que daba el dormitorio de tía Victoria, o subiendo las escaleras del tercer piso, como si algunos de aquellos desconocidos también quisieran hacerle una visita a la bisabuela Carmen, claro que a saber con qué intención, o en el palomar, junto a la puerta del cuarto de la Mary, aunque por allí arriba a lo mejor las únicas que andaban eran las almas del purgatorio de nuestros parientes, quejándose sin parar porque la familia no decía misas por ellos. Y a mí también se me ocurrió que, si los ruidos no se escuchaban un poco mejor, la culpa lo mismo era del olor del vino, tan mazacote como una papilla, y que los pasos de los desconocidos se los tragaba aquel olor, como cuando, en la playa, uno anda descalzo por la arena. Y de pronto se me ocurrió que yo tenía que saber lo que estaba pasando, tenía que enterarme, aunque sólo fuera para avisar al abuelo y a Manolo el chófer, porque lo mismo yo era el único de la familia que estaba despierto porque a todos les habían echado algún narcótico en el caldo de la cena, aprovechando cualquier descuido de la Mary. Y por eso me levanté. Muy despacio, procurando que el somier no hiciera ruido. Intentando ver algo en medio de la oscuridad. Sin acordarme de la destemplanza que había tenido durante toda la tarde. Sin ponerme las babuchas, porque tenía la mala costumbre de arrastrar los pies con las babuchas puestas y podían descubrirme en seguida.
Fui tan despacio hasta la puerta que daba a la galería que era como si alguien me estuviera agarrando por el pijama. Pero no di ningún tropezón, y cuando llegué la puerta estaba abierta, y eso que mi abuela siempre le advertía a la Mary que de noche la cerrara bien porque por allí, hasta en pleno verano, podía entrar una corriente muy traicionera. En la galería el olor del vino era todavía más fuerte y más espeso y me costaba trabajo moverme, como cuando uno anda dentro del agua. No se veía nada, pero en seguida adiviné que había alguien cerca de la puerta del comedor. Me paré y me puse a escuchar, y era como si un niño chico estuviera lloriqueando. A lo mejor era una trampa, pero yo quería a toda costa saber lo que pasaba y me encogí y me fui acercando muy despacio, como los perros que llevábamos cuando iba con mi padre y Eligio Nieto a los eucaliptos de La Jara, a cazar tórtolas. Y de repente vi que quien estaba allí, junto a la puerta del comedor, sentada en el suelo, quejándose pero sin moverse, como si se hubiera quedado dormida pidiendo socorro, era la tata Caridad. Yo no le vi las piernas, así que a lo mejor era verdad que le desaparecían cuando menos se lo esperaba y se caía de culo pegándose un jardazo horroroso, porque además no podía agarrarse a ningún sitio, que se le soltaban los brazos por menos de nada y así los llevaba de vendados, como una momia. Por lo visto aquella noche a la Mary no le había salido de los tirabuzones del zepelín cargar con la tata Caridad y llevársela a su cuarto y la había dejado allí, en el corredor, como un desperdicio. O a lo mejor a la tata Caridad le habían desaparecido las piernas cuando iba camino de la cocina para prepararle el almuerzo a tío Ricardo, que tenía aquellas horas tan rarísimas de comer, y se había dado el zarpajazo sin que nadie pudiera ayudarle. Yo pasé por su lado y ella ni se movió, y entonces me pareció oír a alguien cuchicheando al otro lado de la galería, donde estaba el oratorio. Y no sé si el olor del vino se había ido aflojando, pero podía moverme mejor y andar más deprisa, como si hasta aquel momento hubiera estado amarrado a un poste pero ya me fuera desatando poco a poco. Antes de llegar al oratorio me volvió a entrar el miedo, porque en aquella habitación tan pequeña sí que no había ni una gota de luz ni una rendija para la ventilación, aquella noche no estaba ni la lamparilla de la capillita de la Milagrosa, que en casa de mis abuelos sólo tocaba tenerla los fines de semana, y a mí me entró de pronto la obcecación —que era algo que a la Mary, según ella, le entraba muchísimo— de que allí dentro había desconocidos hablando en susurros, como si estuvieran confesándose. Durante todo el verano, el padre Vicente no había ido a confesarnos porque estaba de viaje y a la abuela y a la tía Blanca no les gustaba nada que otro capuchino, y mucho menos cualquier otro cura, empezara a meterse en casa y a coger confianzas y prerrogativas, que era una palabra que a tía Blanca le encantaba decir, de modo que todos los sábados se iban a la parroquia a confesarse y a mí me decían que rezase un padrenuestro, porque seguro que mis pecados eran todos veniales. Yo la verdad es que no estaba seguro, pero me daba un achare espantoso decir que quería ir a la parroquia a confesarme y que todo el mundo supiera que a lo mejor estaba en pecado mortal. A mí me asustaba pensar que en el oratorio, ya que no había quien lo ventilase como Dios manda, estaban los pecados mortales de toda mi familia y andaban retorciéndose allí como ponía en el catecismo que se retorcían los réprobos en el infierno —yo el catecismo me lo sabía de memoria. Claro que a lo mejor, pensé, también había un cura que iba a las tantas de la noche a confesar a tío Ricardo, porque tío Ricardo sí que tenía prerrogativas con el cuento de lo trastornado que estaba. Pero no era verdad. No había nadie en el oratorio. Yo estaba con el corazón encogido, pero me atreví a dar un paso dentro de la habitación, sólo uno, y el cuchicheo seguía, o al menos eso me parecía a mí, pero no salía de ninguna parte, sonaba más fuerte o más bajito, frente a mí o a los lados o arriba o a mis espaldas sin que nada se moviera, y me di cuenta de que eran susurros que estaban sueltos y volando como pitijopos cuando hay levante, y a lo mejor eran las confesiones de todos los de la casa que se habían ido amontonando allí dentro y por el día estaban quietecitas y calladas, pero de noche les entraba la piquina y se ponían a zascandilear. Cerré los ojos y, aunque me dio un poquito de vértigo, sonreí, me sentía bien, y me imaginé que las confesiones de mi familia se me posaban en la cabeza y en los hombros como si fueran palomillas de la luz, que se atolondraban en un sitio tan oscuro. De no ser porque de pronto escuché unos pasos de verdad, en el corredor, detrás de mí, estoy seguro de que me hubiera dado un éxtasis.
Y supe que aquellos pasos eran de verdad porque pisaban los baldosines que estaban sueltos en el suelo de la galería y un espíritu, claro, no hace eso. Vi que alguien, como una aparición, iba camino del descansillo de la escalera. Sólo era un bulto oscuro, pero cuando pasó por mi lado dijo ojú qué lío, ojú qué lío. Era tío Ricardo. Me fui detrás de él porque a lo mejor hacía cosas que ni la abuela, ni tía Blanca, ni la Mary sabían, y yo iba a verlo con mis propios ojos. Tío Ricardo iba a lo suyo, cavilando sus cosas, y a lo mejor estaba hecho un lío porque la tata Caridad, que andaba tirada en medio del pasillo como una canasta vieja, no le había puesto el almuerzo a su hora y así, como es natural, no hay forma de organizarse. Otra cosa que seguro que lo tenía sin saber por dónde se andaba era el olor del vino, sobre todo si no sabía que el abuelo había mandado abrir la bodega para poder encalarla. Él andaba como un penitente, como si aquel olor fuera una cadena enganchada al tobillo. Se metió por la puerta que llevaba al cuarto de baño grande, a los lavaderos y a la azotea de detrás. A aquella azotea era a la que daba el dormitorio de tía Victoria, y por aquella parte de la casa no estaba tan oscuro, se veía la luna como un gajo de limón y el olor del vino no se notaba tanto. Me acordé otra vez de cuando mi padre y Eligio Nieto me llevaban de cacería y llegábamos a los puestos muy temprano, todavía de noche, y esperábamos casi sin hablar a que entrasen las tórtolas, con los perros olisqueándolo todo con mucho cuidado, y cuando entraba la primera tórtola y mi padre o Eligio disparaba y el pájaro caía lejos, entre la retama, yo corría con los perros a recogerlo, y si la tórtola, aunque chorreara sangre, estaba viva, yo no quería que la cogiesen los perros, y cuando llegaba al puesto con la tórtola tiritando en mis manos y mi padre o Eligio decían tírala fuerte contra el suelo, así el animalito deja de sufrir, yo no era capaz y tenían que hacerlo ellos, uno de los dos, el que fuera, y a mí se me saltaban las lágrimas y se me ponía la piel de gallina y Eligio siempre decía este niño, Felipe, te está saliendo rarito, me parece a mí. Rarito, a lo mejor, como tío Ricardo. Y a punto estuve de echarlo todo a perder, porque, por culpa de la distracción, no me di cuenta de que tío Ricardo se paraba en seco al salir a la azotea y se quedaba mirando, como un perro de caza, a alguien que había, echado en una tumbona, frente a la puerta del dormitorio de tía Victoria. Por poco tropiezo con tío Ricardo, pero él ni lo notó. Estaba embobado. En la tumbona, en cueros vivos, con todos los músculos brillando como la carrocería del Hispano del abuelo cuando a Manolo el chófer le daba por esmerarse, Luiyi se había quedado dormido de cara a la luna y con esa postura que tienen las señoras cuando toman el sol, como si con la luna también uno pudiera broncearse. A Luiyi no se le veía el perejil, como decía la Mary, porque se lo tapaba una revista, y eso que la revista, que no parecía de las que veíamos con tía Victoria, no era más grande que un libro corriente; la Mary siempre había dicho que a ella Luiyi le parecía de los de mucho envoltorio y poquito perejil. A mí me hubiera gustado un montón acercarme a ver qué revista era aquélla, pero tío Ricardo de pronto dio media vuelta y tuve que irme detrás de él.
Por la casa, el olor del vino era como una señora gorda atrancada en una butaca de la que no podía levantarse. Y el calor daba fatiga. Tío Ricardo abrió el portón del principal, empezó a subir la escalera y yo me dije: o va al cuarto de la Mary, o va al dormitorio de la bisabuela Carmen. Claro que también podía ir al mirador, a hacer tertulia con las ánimas del purgatorio. Pero no. Subió algunos escalones de los que llevaban al palomar, pero se quedó parado en el tercero. Desde allí, y desde donde yo estaba, se escuchaban risas en el cuarto de la Mary. Luego, tío Ricardo bajó los escalones, muy despacio, pasó por mi lado sin darse cuenta de que yo estaba allí, sin dejar de repetir como una letanía ojú qué lío, ojú qué lío, y se fue para la alcoba de la bisabuela Carmen, aunque yo pensé que no llegaría nunca.
La puerta estaba medio abierta. Tío Ricardo la fue empujando poco a poco, procurando no hacer ni pizca de ruido. Cuando, desde el pasillo, ya se podía ver toda la habitación, a mí me pareció que a tío Ricardo le daba de pronto como un sobresalto. Empezó a temblarle todo. En la alcoba de la bisabuela Carmen siempre dejaban una luz encendida encima de la cómoda, y tía Victoria decía que menos mal, que así se sentía ella mucho más tranquila. Se veía muy bien a Reglita Martínez, sentada en la mecedora, dormida como una alpargata. Tenía las manos cruzadas sobre el estómago, la boca abierta y parecía una lambreta por la manera de roncar. Seguro que tío Ricardo no se esperaba encontrarla allí. Y seguro que por eso se puso tan nervioso. Porque a lo mejor llevaba años esperando que pasara algo por el estilo, queriendo entrar en el dormitorio de la bisabuela Carmen, pero siempre se encontraba a la señorita Adoración, o a Luisa, la enfermera de noche, que no dormía nunca. Ahora, Reglita Martínez estaba estroncada. Por eso tío Ricardo pudo entrar en la alcoba. Y parecía que estaba metiéndose en un pantano, como en una película de Gary Cooper que nos echaron en el colegio. Se lo pensaba un montón antes de dar un paso. Hasta que fue cogiendo confianza. La bisabuela Carmen seguía con su cantinela llena de bandoleros, con sus respingos de cigarrón, y de vez en cuando tosía con aquella tos que le dio la tarde en que tía Victoria abrió la ventana que daba al patinillo. Tío Ricardo pasó junto a Reglita Martínez y sólo se paró un momento. La miró como a mí me miraba Antonia cuando por fin daba conmigo, después de buscarme por toda la playa. Y le acercó una mano llena de temblequeos a la cara, y yo creí que iba a acariciarla, pero no llegó ni a tocarla. Luego, se acercó a la cabecera de la bisabuela Carmen y se la quedó mirando como si no pudiera reconocerla. Como si no supiera qué hacer. Hasta que puso las dos manos encima de la cama, y se fue arrodillando muy despacio, y puso la cabeza entre las manos, casi pegada a la cara de la bisabuela Carmen. Y pasó tanto tiempo sin que ocurriese nada que yo pensé que lo mejor era que me volviese a mi cuarto, porque a lo mejor estaba a punto de amanecer. A lo mejor llegaba Loli en cualquier momento. Pero la bisabuela Carmen, de pronto, se calló. Y luego tosió un poquito. Y de repente empezó a mover una mano, la derecha, y se la iba acercando a tío Ricardo de una manera muy dificultosa. Y tío Ricardo no se movía. Y yo noté que algo sí que se movía junto a mis piernas y empezaba a darme lengüetazos en los pies descalzos. Y era Garibaldi, el perro de tía Victoria, y lo cogí para que no entrase en la habitación y para que no se pusiera a ladrar. Y Reglita Martínez dormía tan ricamente. Y la mano de la bisabuela Carmen tocaba ya la cabeza de tío Ricardo, y yo vi que se la acariciaba.