Yo no veía a la bisabuela Carmen desde que hice la primera comunión. Aquel día, después del convite y de que nos hicieran las fotos, vestidos de marinerito, delante de la historiadísima puerta —tenía montones de floripondios y clavos de bronce— del salón del piso bajo de mi casa, a Manolín y a mí, que hicimos la comunión juntos, nos llevaron a casa de los abuelos. El abuelo nos regaló a cada uno, después de besarnos en la cabeza y decir que yo era clavado a tío Ricardo cuando era chico, una medalla de oro de la Virgen de la Caridad y una alcancía con doscientas pesetas dentro, para que nos fuéramos acostumbrando a ahorrar nuestro dinerito. La abuela nos tenía preparada una bandeja grandísima de bizcotelas y tocinos de cielo y nos pusimos como el quico, y eso que durante el convite también habíamos comido una barbaridad. Luego nos llevaron al cuarto de la bisabuela Carmen. Estaba en la cama, apoyada en un millón de almohadones, cubierta del cuello para abajo por un peinador limpio como una patena y replanchado —mi madre decía que había una mujer dedicada exclusivamente, las veinticuatro horas del día, a lavarle y plancharle los peinadores a la bisabuela Carmen, pero yo creo que era una exageración—, con la melena suelta —unos pelajos delgaduchos y amarillentos que parecían gusanas con tuberculosis, según había dicho mi hermano Manolín, que juraba que se le había ocurrido a él solo, aunque la verdad es que Manolín nunca juraba, sólo decía palabrita del Niño Jesús—, y tan chiquituja que yo no sabía si estaba de pie o sentada. Tenía la cara arrugada como una cotufa, pero como si fuera de algodón, sin una pupa ni una vena saltada, no como la abuela, que era mucho más joven, claro, pero que a veces tenía en la cara postillas que se pintaba con mercurio cromo para secárselas y que se le cayeran. La bisabuela Carmen le pidió a mi madre que abriera la alacena que había detrás de las cortinas del cierro y que sacara para nosotros dos papelones de bizcochos; eran hojas grandes de papel de estraza, y en cada una de ellas había pegados doce bizcochos del tamaño de una caja de mixtos y que sabían a gloria, unos bizcochos que no se encontraban en ninguna otra parte, que no se podían comprar en las tiendas, en ninguna confitería, porque se los hacían exclusivamente a la bisabuela Carmen en el horno de Madre de Dios. La bisabuela Carmen se los comía por docenas, pero a la hora de convidar a los demás era muy agarrada, a las visitas sólo les daba uno por cabeza, que a las pobres no les llegaría ni a la punta de los dientes, y a mí y a mis hermanos y a Rocío y a los otros primos, el día del santo de cada uno, sólo nos daba una tira de la hoja de papel de estraza con tres bizcochos pegados. Así que cuando, por nuestra primera comunión, a Manolín y a mí nos dio un papelón entero ni él ni yo nos lo podíamos creer y, de lo nerviosos que nos pusimos, nos zampamos todos los bizcochos en un periquete mientras mi madre hacía un esportón de aspavientos y decía que allá nosotros, que nos iba a entrar un cólico miserere. La bisabuela Carmen parecía la mar de contenta, como si acabara de hacer una grandísima obra de caridad y ya tuviera asegurado el cielo. De manera que, la última vez que vi a la bisabuela Carmen, ella estaba ya hecha un muergo engurruñido, pero se reía como si estuvieran haciéndole cosquillas. Y así la recordaba.
Por eso me quedé alelado al volver a verla, aquel verano, después de que a la señorita Adoración le hicieran la cuenta y tía Victoria dijera que ella se iba a encargar de que la bisabuela Carmen estuviera cuidada como es debido. La señorita Adoración se fue un viernes por la mañana temprano —y me acuerdo del día que era porque, todos los viernes, venían las monjas de la Divina Pastora a dejar la capillita de la Milagrosa, que recogían los lunes, y aquel día a las monjas les abrió la señorita Adoración cuando se iba, y la retorcida de la gachí, según me contó la Mary, hizo una cosa muy arremangada y muy suya: les cerró la puerta en las narices y les dijo vuelvan ustedes a llamar que ya no soy quién para abrirle a nadie la puerta de esta casa—, se fue como Victoria Eugenia al destierro, que era una cosa que mi tía Blanca decía mucho, y según la Mary iba muy arreglada, eso sí, con su vestido de los domingos y una rebeca por los hombros, tiesa como un alambre de rueda de bicicleta, con su maleta de cartón, una maleta muy estropeada que, me dijo la Mary, le colgaba de la mano derecha como un ataúd de pobre, y, en la mano izquierda, a la altura de la pechera, bien agarradito pero bien a la vista de todo el mundo, el cuaderno de pastas de hule granate donde había ido apuntando las horas de visita de todas las señoras que, primero, querían ver a Carmen Lebert y, luego, cuando la señorita Adoración les prohibió entrar en el cuarto, se reunían en el descansillo de la escalera por turno riguroso y se pasaban la tarde poniendo del revés a todo bicho viviente. Aquel cuaderno era suyo y ella se lo llevaba, y a lo mejor se pensaba la pamplinera guardia de asalto, como dijo tía Victoria, que, sin sus apuntes, en el recibidor del tercer piso, con todas las señoras amontonadas sin orden ni concierto, se iba a armar la de Brunete. Como si tía Victoria no supiera organizar un jubileo y, si hacía falta, animar un poco una novena y hasta unos funerales. De algo le tenía que servir su experiencia de rapsoda y los éxitos que había tenido, como artista, en todo el mundo.
—Anda, pasa —me dijo—, no te quedes ahí como una Flagelación.
Y es que yo me había quedado en la puerta, como pasmado, incapaz de moverme, con las manos cogidas por delante del cuerpo y la cabeza gacha, pero no tanto como para no ver a la bisabuela Carmen, y la verdad es que tía Victoria tenía razón: era como si estuviese amarrado a una columna, igual que un Cristo de Semana Santa, y alguien fuera a pegarme latigazos. Tía Victoria, cinco minutos antes, se había presentado en mi cuarto, muy contenta, y me había dicho vamos ahora mismo al cuarto de la bisabuela que ahora da gloria verla y a lo mejor hasta se acuerda de ti, pero a mí me dio como una parálisis nada más asomarme a la alcoba y de lo único que tenía ganas era de salir corriendo.
Yo no me podía creer que aquel tolondrón enmorecido y desparramado como una lombriz con calambres —eso dijo la Mary cuando la vio— fuera la bisabuela Carmen. Dijo tía Victoria que lo del color amoratado era culpa de la sofocación, que entre el calor y las mortificaciones que había tenido que sufrir en los últimos meses estaba la pobre congestionada, y que la señorita Adoración, con sus manías y sus martirios, la había puesto como un timbre. Yo no sé qué clase de perrerías le haría la señorita Adoración a la bisabuela Carmen, aunque por lo que decía tía Victoria tenían que haber sido horrorosas, pero la verdad era que la bisabuela Carmen tenía el color del hábito de la cofradía de la Soledad y no paraba de moverse ni de hablar, como si se le hubiera metido en el cuerpo el mal de sanvito. Y no es que gritara ni pegara saltos como un enano en una charlotada, lo que hacía era un runrún sin descanso y lleno de tiritonas que a mí me recordó, en seguida, el murmullo de las palomas de tío Ricardo, pero como si las palomas, además de murmurear, estuvieran pegándose, a escondidas, picotazos. A mí me pareció que había un zumbido como un cuchicheo en todo el cuarto, que toda la habitación se había contagiado del parloteo apagadito pero incansable de la bisabuela Carmen, que el aire respingaba de vez en cuando como si alguien le diera pellizcos y que si yo me atrevía a entrar en la habitación me iba a dar corriente. Me pareció, de pronto, que otra vez tenía destemplanza, y hasta me llevé la mano a la frente para convencerme de que era verdad, pero entonces llegó la Mary como un avión y me dijo ¿qué haces aquí plantado como un sombrajo?, parece que estás despidiendo un duelo. La Mary, sin ningún escrúpulo, lo dispuso todo en un kirieleisón, tres sillas y un velador junto a la cama de la bisabuela Carmen, y me agarró del brazo y me metió en el cuarto sin ningún miramiento, me dejó junto a la silla que estaba a los pies de la cama y me mandó tú te sientas aquí, y entonces fue cuando se quedó mirando a la bisabuela Carmen y dijo aquello de que parecía, la pobre, una lombriz con calambres. Tía Victoria, que estaba ordenando un poco todos los tarros de medicinas que había encima de la cómoda y que según ella no servían para nada, se volvió muy seria a decirle a la Mary que no hablara así de la señora, que bastante había tenido la criatura con los maltratos de la señorita Adoración, pero la Mary le dijo que ella hablaba en plan cariñoso y que le daba muchísima pena. Luego la Mary se fue a la cocina a por una jarra de limonada y tía Victoria me dijo enseguidita vuelvo con las revistas, así que me dejaron solo, asustado, con escalofríos por culpa de la fiebre que yo sabía que me estaba subiendo, y sin poder dejar de mirar a la bisabuela Carmen que se quejaba, tenía temblores —pero no temblores fuertes, sino como si estuviera amarrada— y decía cosas que yo no le podía entender.
Menos mal que la bisabuela Carmen no me miró. Yo creo que ni se daba cuenta de que yo estaba allí. A lo mejor ni siquiera veía, o lo veía todo borroso, o pensaba que veía lo que era imposible que viese, cosas y gente de otro tiempo, qué sé yo, los montes de Sierra Morena y las partidas de bandoleros que se peleaban por ser sus pretendientes, aquellos disparates que, según tía Blanca, le había dado por contar sin pararse nunca. Yo, aunque no quería, no dejaba de mirarle la cara y lo mismo me parecía que estaba sonriendo como que estaba a punto de echarse a llorar. Claro que si, además de mirarla, me empeñaba en entender algo de aquella monserga estropajosa que ella soltaba sin cansarse, había momentos en que se me antojaba que se estaba riendo por lo bajinis, chufleándose como una bruja piruja de todos nosotros, pero otras veces pensaba que la bisabuela Carmen estaba lloriqueando, pero no lo hacía muy fuerte para que no le pegasen. Entonces, también a mí me entraban ganas de llorar.
Por suerte, la Mary y tía Victoria tardaron poco en volver, porque si no a lo mejor me habría dado un ataque.
—¿Qué? —dijo tía Victoria—. ¿Te ha reconocido?
Yo le dije que no, y que además no se le entendía nada.
—Seguro que es cosa de acostumbrarse —dijo la Mary—. Loli, la enfermera, me ha dicho que ella ya le entiende mucho.
Tía Victoria había dicho que no quería que la enfermera estuviese todo el día en la habitación, que no hacía ninguna falta, aunque la enfermera de noche era distinto. Loli, la enfermera de día, era joven y fuertota y empezó a ir sólo hasta media mañana, el tiempo justo para hacer el cuarto y arreglar a la bisabuela Carmen. A la enfermera de noche no la vi nunca, aunque sabía que se llamaba Luisa y que tenía la desgracia de no poder dormir, era como una enfermedad, por eso hacía aquel trabajo. La tía Victoria estaba empeñada en ocuparse ella sola de todo lo que le hiciera falta a la bisabuela Carmen, la Mary me dijo que a lo mejor había hecho una promesa porque si no aquello no se entendía, pero de noche decidió dejarlo todo en manos de la enfermera, y es que de noche, según la Mary, tía Victoria tenía que despachar con Luiyi. Tía Victoria llevaba sólo cuatro o cinco días dedicada con muchísimo entusiasmo a sus nuevas ocupaciones y se pasaba todo el rato diciendo que estaba encantada, y según la Mary eso daba por fuerza muy mala espina porque seguramente quería decir que lo estaba pasando fatal pero no le daba la gana reconocerlo. Menos mal que mi abuela, por lo que me dijo la Mary, también se imaginaba que a tía Victoria le iba a entrar la jartura en seguida, que iba a aburrirse y mandarlo todo a la porra en cuanto pasara la novedad, así que mi abuela le seguía pagando a Loli todo el sueldo para que estuviera disponible, porque la Mary, desde luego, había dicho que cuando tía Victoria diese la espantada, ella no pensaba poner los pies en aquel cuarto, que ella no tenía caprichos de sepulturera. Sin embargo, eso no era del todo verdad, porque por aquellos días, hacia mediados de julio, no había quien le descolgara de la boca los dimes y diretes de un crimen, unos muertos y un asesino, guapísimo según la Mary, que se llamaba Jarabo.
Aquella tarde, con la limonada, la Mary trajo El Caso, donde venía todo lo del crimen.
—Dicen que el muchacho hasta se drogaba, fíjese que lástima, señorita Victoria.
Tía Victoria había puesto una pila de revistas encima del velador y le estaba arremetiendo un poco las sábanas a la bisabuela Carmen.
—Qué horror, Mary, por favor —dijo tía Victoria—. Ya te he dicho que no hables de eso delante del niño. Hay que hablar sólo de cosas bonitas. Ahora mismo buscamos la revista donde estoy yo con el príncipe Michovsky en el baile del Aga Khan y ya veréis qué preciosidad.
A la Mary le chiflaban todos los detalles del crimen de Jarabo, pero también la volvían loca los bailes principescos de tía Victoria, que sabía contarlos maravillosamente. Y la verdad es que a mí me pasaba lo mismo. Tía Victoria, por supuesto, ni se figuraba que lo del crimen me lo sabía yo de carrerilla. La Mary me había puesto al tanto de todos los pormenores, me había ido contando, cada vez que tenía un momento para charlar conmigo, dónde, cuándo y cómo había asesinado Jarabo a cada una de las víctimas, y cómo se había manchado la ropa de sangre, de manera que tuvo que llevarla a la tintorería, y los de la tintorería se chivaron y por eso le echaron el guante. La Mary decía que ella se imaginaba a Jarabo, tan requeteguapo, quitándose la ropa y lavándose completamente en cueros, restregándose fuerte con una manopla y jabón Lagarto, desesperadito para no dejarse encima ni una gota de sangre, enjabonándose bien, despacio, hasta con regusto, desde la raíz del pelo hasta el dedo gordo del pie, pasando por todo lo demás, y ella no podía remediarlo, a ella empezaba en seguida a rechinarle la bisagra. O sea que la Mary se moría de ganas de tener un interludio con el tal Jarabo. Algunas noches, yo me imaginaba que Jarabo entraba medio desnudo por el cierro de mi habitación, me decía que le ayudara, que se había escapado de la cárcel, que se tenía que bañar para que no pudieran seguirle el rastro, y yo entonces le dejaba pasar al cuarto de baño y me quedaba mirando, por la rendija de la puerta, cómo se quedaba completamente desnudo y se miraba en el espejo mientras la bañera se llenaba de agua, y me parecía que él sabía que yo lo estaba mirando, y era verdad, porque de pronto él se volvía y sonreía y me guiñaba un ojo, y yo no sabía si era para darme las gracias o para decirme que entrase y me bañara con él, allí, los dos juntos, los dos desnudos, en la bañera llena de agua fresquita, con el calor que hacía. Ese sueño no se lo conté a la Mary, para que no se pusiera celosa.
La Mary, en cambio, estaba deseando contarme lo que traía El Caso y lo que, por lo visto, había escuchado por la radio en el escritorio, mientras lo adecentaba un poco, que era una leonera y ella no comprendía cómo el abuelo podía hacer tan buenos negocios con tantísimo barullo de papeles. Tía Victoria, naturalmente, no le dejó decir ni una palabra más sobre el dichoso Jarabo, no estaba dispuesta a perder ni un minuto en aquella historia tan desagradable, como si no tuviéramos suficientes crímenes en esta casa, dijo, y la Mary y yo nos quedamos de piedra. Tía Victoria dijo que sí, que a ver si no era un crimen lo que habían estado haciendo con la bisabuela Carmen, que si no lo era lo que pasaba con el tío Ricardo —y es que tío Ricardo seguía con sus horarios estrafalarios y sus palomas amaestradas y destrozonas, y desde luego nadie había intentado convencerle de que le hiciera una visita a la bisabuela Carmen, que era su madre, al fin y al cabo— y que si no era un crimen, decía tía Victoria, tener a la tata Caridad en aquellas condiciones, con aquel plañiderío que la pobre se traía por estar desbaratándose como una figurita de arena. La Mary dijo que no era para tanto, por Dios, que no se pusiera tía Victoria tan trágica, que, después de todo, aquella casa siempre había sido un loquerío de mucho cuidado, un sitio poco corriente, con gente rarita, rara y rarísima, pero que a ella le hacía hasta gracia.
—A mí también me hacía gracia, niña —dijo tía Victoria—, pero ya ves, de pronto no me hace ninguna.
A tía Victoria tenía que pasarle algo, porque ya no parecía la misma de antes.
Sólo volvía a ser como siempre cuando se metía en sus revistas y recordaba en voz alta para la Mary y para mí, para que se nos pusieran los dientes largos, todas sus fiestas, todos sus modelos exclusivos y elegantísimos, todas sus joyas —antes de que llegara la moda italiana—, todos sus triunfos y todos sus novios.
Aquella tarde, sin embargo, y por más que revolvió en la pila de revistas, no encontró ella el reportaje en el que salía bailando un vals con el príncipe Michovsky, en una fiesta del Aga Khan. Cuando se cansó de buscar, cogió una cualquiera, una revista grandísima que se llamaba Karussell y estaba toda escrita en alemán, y se fue derecha a la página donde salía su foto. Por regla general, tía Victoria, según la Mary, hacía mucho el paripé, se entretenía un ratito haciendo como que buscaba en las revistas las páginas en las que estaba ella, como si no las viera desde hacía un montón de años y se le hubiera olvidado casi por completo. Pero de vez en cuando, si estaba nerviosa o a punto de enfadarse, no tardaba ni un minuto en encontrar, en la revista que fuese, la foto donde ella aparecía o el párrafo en el que la nombraban, así que la Mary seguramente tenía razón cuando decía que tía Victoria se sabía todos los reportajes de carrerilla, del millón de veces que los había leído, releído y remirado, pero que le gustaba hacerse la desmemoriada y aparentar que de pronto se acordaba de lo guapísima que estaba, del éxito que tuvo o de lo bien que se lo pasó en una fiesta, porque se le antojaría más interesante y no querría hacer el ridículo como mi tía Emilia, la hermana de mi padre, que estaba todo el rato dando la matraca con las meriendas que daba la infanta doña Beatriz y a las que ella iba siempre invitada. La pobre tía Emilia, claro, es que no podía presumir de otra cosa. Tía Victoria, en cambio, podía darse pisto por haber sido una belleza y conservarse todavía divinamente, por haberse tratado en un montón de países con lo mejor de lo mejor, por haber tenido pretendientes despampanantes y, además, por haber recitado en todo el mundo, en los mejores salones, con un éxito fenomenal. En la revista Karussell, precisamente, había una foto de tía Victoria declamando con tantísimas ganas que parecía que acababa de darle un telele.
—Un triunfo inolvidable —dijo tía Victoria, la mar de emocionada—. Fue en Viena, en el Havelka. Un recital dedicado por entero a Federico.
¿Qué Federico? A lo mejor era el mismo que le había mandado a tío Ramón aquella postal que yo me había guardado, aquella postal en la que se veía un perro callejero mirando embobadito perdido a un palomo precioso, aunque con pinta de ser muy litri y muy doñamajestad, como decía la Mary, un palomo que parecía estar disfrutando muchísimo al ver cómo al pobre perro se le caía la baba de sólo mirarlo, porque atraparlo no lo atraparía jamás, que estaba el palomo en la punta de un árbol como una reina. A lo mejor era el mismo Federico, y tía Victoria lo conocía.
Casi no me di cuenta de que se lo preguntaba.
—¿Conoces tú a Federico?
La Mary dio un respingo, como si yo la fuera a traicionar a pesar de haber jurado por mis muertos que no lo haría nunca, pero tía Victoria se echó a reír con una risa que parecía de pena y dijo:
—¡Hubiera dado cualquier cosa por conocerle!
—Pues tío Ramón lo conoce —dije yo, y vi que la Mary apretaba la boca como si acabaran de entrarle retortijones y estuviera a punto de darle un gorigori.
—Eso es imposible, corazón —dijo tía Victoria, y me revolvió el pelo, que era una cosa que a mí me daba mucha rabia que me hicieran—. Al pobre Federico lo mató Franco hace mucho tiempo.
En aquel momento, la bisabuela Carmen, como si fuera una espía de Franco, dio un chillido que no es que fuera muy fuerte, pero sí afilado como un pincho y largo, aunque cada vez más flojo, pero como si no fuera a terminar nunca, como si se le hubiera encasquillado en la garganta. Tía Victoria se puso muy nerviosa y no sabía qué hacer para quitarle a la bisabuela Carmen aquel chillido. La Mary dijo que seguro que se le quitaba tapándole la nariz y la boca al mismo tiempo y contando hasta treinta, que aquello era como un hipo —aunque la Mary no decía nunca hipo, sino jipo, pero yo una vez le dije a Antonia, la niñera de mi casa, un día que fue a hacerme una visita, que tenía jipo y ella me mandó que no dijera eso, que no copiara tanto a la Mary, que la Mary era una fresca callejera, y que los niños de buena familia no podían tener jipo, sino hipo, que quien tenía jipo era la gente pobre y sin educación—. Tía Victoria se sofocó muchísimo, le dijo a la Mary quita, niña, por Dios, tú lo que quieres es ahogarla. Le dio a la bisabuela Carmen unos cuantos achuchones para ver si, variando de postura, se le acababa el chillido, pero no había manera. Aquel chillido era como si alguien estuviese raspando un cristal con una cuchilla. Y todo, a lo mejor, porque tía Victoria había acusado a Franco de haber matado a Federico. Claro que si, en lugar de la bisabuela Carmen, hubiera sido tía Blanca quien hubiese escuchado a tía Victoria faltarle al respeto al Caudillo, lo mismo tía Victoria habría terminado sin un rizo en la permanente y con la cara llena de arañazos y a lo mejor en el cuartelillo de la Guardia Civil, porque tía Blanca se ponía muy fanática y si le daba el jipijerpe era capaz de denunciar a cualquiera. La bisabuela Carmen ya no era capaz de tirar de los pelos ni de arañar ni de poner denuncias, así que hacía lo único que podía: chillar.
—A lo mejor es que has dicho una calumnia, tía Victoria —dije yo, un poco acobardado.
—No es una calumnia, corazón. El hijoputa de Franco mandó que fusilaran a Federico.
Yo me quedé sin respiración. La Mary abrió muchísimo los ojos y cruzó las manos con tanta fuerza que parecía que quería pegárselas, para que, si venían los guardias civiles, vieran que ella no tenía nada que ver y que estaba rezando. Y la bisabuela Carmen volvió a chillar, y esta vez el chillido fue mucho más fuerte, aunque la verdad es que duró poco, la bisabuela Carmen ya no tenía fuerzas para nada. Pero a tía Victoria parecía que, de pronto, todo le daba igual. Yo pensé que a lo mejor había estado muy enamorada de Federico, que había tenido con él un interludio y era como su viuda. Volvió a sentarse en la silla y apoyó los codos en el velador, sin importarle que la bisabuela Carmen chillara o dejase de chillar, y dejó caer la cabeza entre las manos, juntas por las muñecas, y la verdad es que no parecía triste ni cansada, sólo embebida en algo que estaba recordando y que debía de ser precioso. Sonreía un poco y miraba como si fuera una estampa milagrosa la foto de Karussell donde estaba ella declamando como una descosida. Debajo de la foto había escrita, en letra cursiva, una frase de la que sólo se entendía el nombre de tía Victoria —Victoria Calderón Lebert— y otro nombre español: Federico García Lorca.
—Este año no me voy de aquí sin dar un recital de Federico —dijo tía Victoria—. Aunque me metan en la cárcel.
El chillido de la bisabuela Carmen, que se le había vuelto a atrancar en la garganta, era como el sonido de un cerrojo mohoso que alguien estuviera empujando para dejarnos encerrados en aquella habitación.
—Hay que reconocer que es usted un pedazo de artista —dijo la Mary con un poco de atolondramiento, como si quisiera sacudirse la descomposición que le había entrado—. Cualquiera que la vea en esta foto se da cuenta del pedazo de artista que es usted. Parece hasta extranjera.
—Pues ya ves —dijo tía Victoria, muy animada de repente—, en el extranjero me tienen por el ejemplo máximo de española. Un volcán, me tienen por un volcán. Sobre todo, cuando recito a Federico. Es lo mío. Es como si Federico hubiera escrito sus versos tan maravillosos expresamente para mí. Y acabo de tener una idea magnífica: este verano, en el Teatro Municipal, y si no me dejan el Teatro Municipal pues aquí mismo, en esta casa, a lo mejor en el patio, de noche, qué maravilla… este verano no me voy sin dar un recital de Federico que va a dejar bizcos a todos los pazguatos del pueblo. Ya veréis qué escándalo.
De pronto, tía Victoria volvía a ser la tía Victoria de siempre, muñéndose por armar alguna escandalera.
Tía Victoria se levantó la mar de entusiasmada —parecía que acababan de ponerle una inyección de bourvil en el zipizape, como decía la Mary—, se dedicó durante un momento a menear un poco a la bisabuela Carmen, le pidió por la Macarena bendita que dejara de gruñir como la pata de Melitón —Melitón era un almacenero del Barrio Alto que tenía una pata de palo que le crujía una barbaridad y daba muchísimo repelús escucharlo—, le dijo que si no paraba a ella le daba lo mismo, que el arte no podía esperar, que iba a empezar inmediatamente los ensayos y que si seguía poniéndose impertinente a lo mejor no había más remedio que llamar otra vez a la señorita Adoración, la jaraba ésa. La Mary y yo nos miramos y ella me guiñó un ojo: seguro que tía Victoria también estaba siguiendo como una fanática lo del crimen de Jarabo. Aunque no lo quisiera reconocer. Aunque le pareciera un entretenimiento de criadas. Aunque fuera una artista como una catedral. Que seguro que lo era. No había nada más que ver cómo se puso a ensayar allí mismo, en la alcoba de la bisabuela Carmen, sin importarle lo más mínimo que a la bisabuela Carmen no le saliera del tentempié dejar de chillar como una lechuza con almorranas —eso dijo la Mary, con muy poquísimo respeto, cuando le dijo a mi abuela, unos días después, que ella no pensaba quedarse a cuidar de noche a la bisabuela Carmen, por más que a Luisa, la enfermera de noche, le hubiera dado un dolor y estuviera en la cama sin poder moverse—, sin importarle que aquello pudiera parecer un escarnio. Empezó a declamar cosas rarísimas —algo así como que quería que lo verde fuera verde— y a coger unas posturas que era como para que se descoyuntara. Repetía algunos versos hasta dos o tres veces, cambiando la voz, variando la postura, haciendo pausas de vez en cuando para reconcentrarse y exprimirle, como ella nos dijo, el tuétano a Federico. Pues, a pesar de todo, seguro que también a tía Victoria se le desliaba un poco, y a lo mejor hasta un mucho, la bobina de la satisfacción cuando pensaba en Jarabo, como me dijo luego la Mary.
Claro que tía Victoria tenía a Luiyi para rebobinar todo lo que quisiera. Pero también la Mary tenía cuatro novios con los que pelaba la pava en la casapuerta, con lo que además de ocupación tenía variedad, como a ella le gustaba, y no por eso dejaba de tener derrames cuando veía la foto de Jarabo. La Mary lo decía tal cual: no hago más que verle en la foto y me da un derrame. Yo nunca me atreví a decirle que algo parecido me pasaba a mí.
Por supuesto, en aquel momento tía Victoria no estaba ni para Jarabo ni para nadie. Se quedó muy quieta, como en un trance, durante un rato en el que en la habitación sólo se escuchó el chillido de la bisabuela Carmen como el zumbido de un tábano venenoso, y de pronto se lió a recitar como si estuviera en el Teatro Villamarta de Jerez, como si tuviera delante mucho público, fotógrafos, reporteros de La Voz del Sur y de revistas como Karussell. Declamó una poesía de un tirón, y a mí se me pusieron los pelos de punta de lo bien que lo hizo. Me dio un escalofrío y pensé: me está subiendo la fiebre. Hasta me picaban los ojos y de pronto me di cuenta de que tenía seca la boca y no podía tragar nada porque estaba sin saliva. Y cuando tía Victoria terminó la poesía y se quedó como una estatua, con las manos juntas a la altura del buche pero separadas del cuerpo, y con los ojos cerrados, y respirando como si acabara de subir corriendo la Cuesta Belén, la Mary y yo nos quedamos un momento como pasmados, pero de pronto nos pusimos a aplaudir como si estuviera desfilando la Legión y a tía Victoria se le fue poniendo cara de marquesa después de haberle dado a un pobre una limosna. Pero no éramos la Mary y yo los únicos que aplaudíamos.
—¡Caro Luiyi! —dijo con muchísima mandanga tía Victoria, y se fue hacia la puerta con un brazo estirado y haciendo como que flotaba.
En la puerta del dormitorio de la bisabuela Carmen estaba Luiyi, en bañador y descalzo, con el perro Garibaldi medio asfixiado entre los músculos de los brazos y las medias sandías de los pechos —que los pechos de Luiyi eran muchísimo más grandes que los de muchas mujeres— y aplaudiendo como si estuviera en una función de cristobitas. Tía Victoria puso la mano floja para que Luiyi se la besara y cuando el secretario se la besó a mí me pareció que lo hacía como si le diera grima. A mí me daba una grima espantosa cuando, el Viernes Santo, tenía que besar los pies de un crucifijo que antes había besado un montón de gente y que tenían que estar llenos de microbios, por mucho que los monaguillos pasaran un trapito después de cada beso. Había gachises que, al besar, hacían hasta ruido y después dejaban todo el pie del crucifijo lleno de saliva. Y yo pensé que Luiyi le besaba la mano a tía Victoria como si antes se la hubiera chupeteado una gachí babosa. Tía Victoria, por un momento, se acurrucó junto a Garibaldi entre los brazos de aquel tarzán, y luego dio dos pasos al frente y se quedó de nuevo como una escultura, exactamente igual que como aparecía en la foto de Karussell, como si aquella postura tan artística se la supiera de memoria.
La Mary y yo volvimos a aplaudir, aunque sin tanto entusiasmo como antes, la verdad.
—Lo único que le faltan son las joyas —dijo de pronto la Mary, y cuando le miré la cara me di cuenta perfectamente de que lo había dicho con muy mala intención.
Tía Victoria dio un pequeño respingo, como hacen todas las mujeres en el circo cuando un mago las hipnotiza y, para que se despierten, les hace un chasquido con los dedos delante de la cara; todas dan un saltito y luego, durante unos segundos, parecen sonámbulas. Pues eso fue lo que hizo tía Victoria, como si acabara de salir de un éxtasis —el hermano Gerardo nos explicó una vez lo que era un éxtasis, cruzó los brazos sobre el pecho y ladeó un poco la cabeza, igual que la Inmaculada de Murillo, aunque Gurrea, uno de la clase que era muy lagartija, dijo que tenía cara de pánfilo y todos nos echamos a reír y el hermano Gerardo salió del éxtasis en un santiamén y con muy malas pulgas—. Tía Victoria, en cambio, dejó de estar extasiada y parecía que se había quedado medio carajota y que no se había enterado de lo que la Mary había dicho. Pero la Mary no se engurruñía por eso.
—Decía, señorita Victoria, que sin joyas no es lo mismo, las cosas como son.
Tía Victoria, como si se hubiera quedado sorda. Por lo visto, aquello de tener un éxtasis era una ruina.
Y la Mary, erre que erre.
—Digo, señorita Victoria, que aquí, en la foto, se ve que llevaba usted unas alhajas divinas. Esa mano, con esos brillos, tenía que valer un imperio.
Yo me fijé y vi que era verdad. En la foto de Karussell tía Victoria llevaba las manos llenas de sortijas que brillaban como las bombillas de la feria. Pero tía Victoria seguía en babia, o eso era lo que quería aparentar, como si las musarañas le estuvieran contando la Biblia desde Adán y Eva.
—Da hasta fatiga pensar que un joyerío tan precioso tenga que quedarse en un cajón por culpa de una moda zarrapastrosa. De verdad, señorita Victoria.
Estaba claro que la Mary no pensaba salir de aquella habitación sin que tía Victoria le contase qué había pasado con todas aquellas alhajas, dónde las guardaba, cuánto podían valer, cuándo nos las iba a enseñar. La Mary me lo venía diciendo desde hacía la mar de tiempo: Tu tía Victoria nos enseña esas joyas como me llamo Mary y como que mi madre me parió con la raja de arriba abajo. Claro que también decía que tía Victoria había tenido que venderlo todo y se había inventado lo de la moda italiana para disimular. A mí me daba rabia pensar que tía Victoria estuviese tan pobre, pero había una cosa clara: si la moda italiana, tan chuchurría, prohibía llevar joyas, ¿por qué se había presentado tía Victoria, tan chic, el día en que llegó, con un collar de perlas? La Mary en ese detalle no se había fijado, porque me lo habría dicho, pero yo sí que me fijé porque todo el mundo decía que yo era un niño muy detallista. Seguramente, aquel collar de perlas y aquellos zarcillitos que a lo mejor le regalaron cuando la confirmación era lo único que a tía Victoria le quedaba. Eso lo había pensado yo desde el primer momento, pero no quise decírselo a la Mary para que no me dijera que en esas cosas no se fijan los niños y que yo era tirando a rarito.
Por eso me callé, por eso me callaba a veces muchas cosas, porque me daba miedo que dijeran que era rarito. Rarito había sido tío Ricardo cuando era niño, y ya se veía cómo había terminado el pobre. Rarito fue siempre, según tía Victoria, José Joaquín García Vela, y muchas veces me acordaba de pronto de la cara de lástima que tenía la última vez que le vi, en mi dormitorio, cuando salió del gabinete después de que tía Victoria lo mangoneara a su antojo, y por nada del mundo quería ser como él. Rarito era Federico, el que le había escrito la postal a tío Ramón, que la Mary me dijo que tenía que serlo para escribirle a otro hombre una cosa así y que a ella no le parecía trigo limpio. Y rarito había empezado siendo Cigala, el manicura, según él mismo decía, rarito desde chavea, y había acabado siendo maricón. Así que yo procuraba no hacer ni decir nada por lo que la Mary pudiera decirme ay, picha, qué rarito me estás saliendo, pero a veces tenía un descuido y la Mary o Antonia o hasta mi madre, sobre todo si estaba nerviosa porque yo me ponía pejiguera y a ella se le hacía tarde para ir a casa de las Caballero, me lo decían. Y me aguantaba, pero siempre me entraban ganas de llorar.
—Es que la moda italiana tiene mucha guasa, ¿verdad, tía Victoria?
Cuando dije eso, más que nada porque me daba pena saber que tía Victoria estaba tan pobre y no quería que la Mary siguiera siendo con ella tan campanera —Antonia me había explicado que Campanera, la madre del actor Joselito en una canción, era una mujer mala—, tía Victoria sonrió como si comprendiera que tenía que bajarse del guindo, pero la Mary me miró como si quisiera decirme ay qué rarito eres, renacuajo. La Mary, cuando se emperraba en algo, era capaz hasta de pegar mordiscos.
Claro que ni la Mary ni yo, ni Luiyi, ni por supuesto la bisabuela Carmen —que ya no gritaba, la pobre, pero seguía chirriando como la radio cuando se encajaba en una interferencia, y pegando por debajo de las sábanas brinquitos de cigarrón— podíamos ni figurarnos lo que iba a hacer tía Victoria. Y es que de pronto se llevó la mano a la pechera, se rebuscó en el canalillo, se sacó de allí una sortija que de momento ni la Mary ni yo pudimos ver cómo era, se la puso en el dedo meñique de la mano derecha y volvió a estirar el brazo como si fuera el cardenal Bueno Monreal el domingo de Pascua.
Era una sortija muy pequeña, pero preciosa. Tenía la forma de una serpiente enroscada y terminaba como la bicha del Paraíso: una cabeza dé serpiente con la boca abierta y, dentro, como una manzana, un rubí tan colorado que parecía, como dijo la Mary, un goterón de sangre. Y es que la Mary se quedó embobada. Dijo que no había visto una cosa tan bonita y tan fina en toda su vida. A pesar de lo chica que era, la sortija tenía un labrado que era una obra de arte y la Mary dijo, muy novelera, que seguro que tenía historia.
—¿Verdad que tiene historia, señorita? Se ve a la legua.
Pero tía Victoria no se daba por aludida. Era como si acabara de resucitar, pero estuvieran todavía desembalsamándola. Sólo dejaba volar su mano por delante de nuestras narices como un murciélago presumido. El oro de la sortija, pero sobre todo el rubí, brillaban como si quisieran decir algo. Luiyi dijo que también era la primera vez que él veía aquel anillo y que seguro que, cuando lo usaba, tía Victoria era capaz de declamar mejor que nadie en el mundo. Parecía, dijo la Mary, un talismán. Y era un crimen que tía Victoria lo tuviese guardado en la pechera, como si fuera el cambio de la plaza. Un crimen casi tan grande como el de Jarabo. Un crimen que no tenía perdón de Dios. Si ella fuera tía Victoria, no se quitaría esa sortija ni para dormir.
—Y a la moda italiana —dijo—, que la zurzan.
Pero a tía Victoria el éxtasis le había sentado como un litro de Barbiana. De repente, le dieron como unos espasmos. Se encogió igual que si acabara de darle un cólico y escondió entre los rebujos de la blusa la mano en la que tenía la sortija. A lo mejor tenía miedo de pronto de que alguien se la robara. Se la sacó del dedo con muchas precauciones y se la volvió a guardar en el canalillo de la pechera. Después se quedó como en trance, como si de nuevo la hubiera cogido el éxtasis. Pero en seguida se enderezó. Tan campante. Sonriendo como una trapecista después de haber hecho de dulce un salto mortal. Tan contenta, tan coquetona y tan dispuesta como siempre. Miró a Luiyi como si estuviera deseando despachar con él. Me revolvió el pelo. Le riñó medio en broma a la Mary por tener encima del velador El Caso con las últimas noticias sobre el crimen de Jarabo. Le tocó la frente a la bisabuela Carmen y le hizo una morisqueta que quería decir que estaba de perlas. Y, de pronto, dijo que allí dentro hacía muchísimo calor, y abrió de par en par la ventana que daba al patinillo, y de golpe se coló en la alcoba todo el olor de la bodega, que estaba abierta porque había hombres encalando, y aquel olor era como un puré de uva, y yo sentí un escalofrío y que me mareaba, y a la bisabuela Carmen le dio una tos que sonó como si alguien acabara de darle un puntapié a un vaso de latón, y la Mary se levantó corriendo y dijo por Dios, señorita Victoria, tenga cuidado, y cerró la ventana, porque, aunque era julio y hacía un calor espantoso, estábamos teniendo un verano rarito, cuando menos se pensaba se levantaba un aire y se formaba una corriente criminal.