Si José Joaquín García Vela te ha dicho que puedes levantarte, ni se te ocurra moverte de la cama, dijo tía Victoria, y se echó a reír como se reía siempre el capitán Valiente cuando le metía al enemigo una estocada. Pero tía Victoria decía, sin dejar de hacer cucamonas, que José Joaquín no era su enemigo, por Dios, qué ocurrencia, pero que ella no podía dejar de candonguearse de él en cuanto se lo echaba a la cara, no lo podía remediar, era como un disloque que se le ponía en la lengua y se liaba sin parar a chuflearse del pobre médico, pero que él sabía perfectamente que ella no lo hacía con mala intención, que lo hacía hasta con cariño. Entonces fue cuando yo empecé a comprender que hay cariños que fastidian mucho.
—Pero también hay fastidios que dan mucho gusto —me dijo la Mary poniendo cara de santa Cecilia, con los ojitos vueltos para arriba, cuando hablamos de la manera que tenía tía Victoria de tratar al pánfilo de José Joaquín.
Y la Mary tenía que llevar razón, porque, desde que llegó tía Victoria, José Joaquín García Vela se pasaba por la casa un montón de veces todos los días. La Mary y yo nos dimos cuenta de que se había comprado ropa nueva y de que seguramente se estaba gastando todos sus ahorros en colonia, a veces tía Victoria hasta le decía anda, José Joaquín, quédate al lado del cierro que nos atufas, y el pobre José Joaquín obedecía como un corderito.
En los primeros días después de la llegada de tía Victoria, cada vez que José Joaquín García Vela aparecía por la casa subía a mi habitación, a preocuparse por mi salud —que era la excusa que ponía siempre, porque le daba achare confesar la verdad—, pero se quedaba con dos palmos de narices, porque tía Victoria estaba en su habitación, en la otra punta de la casa, despachando con su secretario, como decía la Mary con mucho retintineo. Y es que la tía Victoria se había traído un secretario con el que despachaba a diario como una fanática, según la Mary, y cuando la Mary se lo decía al médico, con muy mala idea, a José Joaquín parecía que le daba el beriberi y hasta se le saltaban las lágrimas. Pero José Joaquín no escarmentaba, estaba clarísimo que se calentaba con el sufrimiento, eso decía la Mary, que también decía que ella procuraba no fijarse mucho porque le entraba fatiga sólo con pensar que aquel camastrón se ponía verriondo con el maltrato. Luego, poco a poco, José Joaquín empezó a calcular con bastante buen tino el poco tiempo que tía Victoria pasaba conmigo, bien en mi habitación, bien en la salita que ella tenía junto a su cuarto y a la que nos trasladábamos cuando yo me ponía muy jartible y convencía a la abuela de que me dejara levantarme un poco, que no tenía décimas y no había que preocuparse por que me volviera la destemplanza. Allí, en la salita de tía Victoria, mirábamos juntos montones de revistas que ella se había traído en una maleta, mientras el secretario hacía gimnasia y posturitas en la azotea, y allí se dedicaba José Joaquín a tomarme el pulso, hacerme respirar como si acabara de echarme una carrera desde el Barrio Bajo y ponerse carabreca mirando a tía Victoria y aguantando con la paciencia de un santojob el pitorreo tan horroroso que tía Victoria se traía con él.
—Por Dios, José Joaquín, abróchate la portañuela que no respondo de mi reputación —decía de pronto tía Victoria, haciendo como que también ella se estaba recalentando. A José Joaquín le entraba un apuro grandísimo y se volvía de espaldas para mirarse la bragueta, que ni estaba desabrochada ni nada, y todos nos reíamos un montón. Algunas noches, cuando yo volvía a mi cama y me quedaba solo en mi habitación, pensaba que a mí me daría mucho coraje que se rieran en mi cara por culpa de un enamoramiento. Claro que eso era antes de que, por culpa de un enamoramiento, primero se rieran de mí y después me echaran una maldición.
La mayoría de las noches, sin embargo, antes de dormirme, mientras daba vueltas en la cama por culpa del calor tan exagerado que llegó de golpe aquel verano, a principios de julio, yo en lo que más pensaba era en la vida tan estupenda que se pegaba tía Victoria. Siempre de viaje, siempre parando en hoteles elegantísimos de ciudades preciosas, siempre con un secretario muy llamativote con el que despachaba de miedo, según la Mary, y siempre con un equipo sensacional, todo a la última moda, que aquel año por lo visto era la italiana, telas muy alegres y muy ligeritas, faldas de mucho vuelo, escotes exageradísimos para cualquiera, pero más para una señora de su edad, como decía tía Blanca, medio descompuesta; siempre de punta en blanco y con ganas de pasárselo bien, tía Victoria era diferente a todas las señoras, mujeres o gachises que había conocido en mi vida, y muchas noches, en la cama, pensaba cuánto me gustaría ser como ella.
Me imaginaba como tía Victoria, haciendo una entrada tan sensacional como la que ella hizo cuando llegó a casa de mis abuelos, que en realidad era también su casa, y me sentía en la gloria. Me sentía como cuando tía Blanca se ajumaba un poquito y se ponía muy contenta y parecía otra, parecía una mujer de mundo, como decía tía Victoria que ella era. El vino a veces tiene eso, decía la Mary, que a la gente un poco cenizo la hace parecer mejor de lo que es. Y eso fue lo que pasó con la llegada de tía Victoria, que fue como una borrachera, en el patio se formó un gentío para recibirla y todo el mundo parecía medio piripi, y el que más José Joaquín García Vela, que ése hasta daba camballadas, él se había inventado una patulea de chilindrinas para quedarse en el escritorio con el abuelo hasta las tantas, y a lo mejor hasta era verdad que se había puesto de grana y oro con la manzanilla, a cuenta de los nervios que se le habían metido en el estómago, y lo de la curda no era una figuración mía, era un amenjesús. Pero los demás también parecían todos con el vinito subido. Reglita Martínez y la tía Emilia y otras tres o cuatro señoras de la tertulia de la abuela, que se habían dado maña para quedarse porque por nada del mundo querían perderse la novedad, charlaban como cotorras en arrebato, que era una cosa que la Mary decía mucho y a mí me hacía la mar de gracia, y se reían una barbaridad, apalancándose las unas en las otras, como si se les hubiera ido la mano con el amontillado, mientras hacían tiempo, y hasta mi abuela parecía en tenguerengue, claro que la pobre a lo mejor lo que tenía era un mareo de concurso, con tanta bulla. Todo el mundo parecía un poco bebido, hasta yo, que aproveché el pandemonium que se había liado para agarrar corriendo el permiso del médico y bajarme también al patio, sin que nadie me dijera ni que sí ni que no. Con el gloriamundi que le había entrado a todo el mundo, nadie tenía ganas de ponerse aguafiestas. Sólo la tata Caridad estaba un poco rara, sentada en una de las mecedoras de rejilla que había en el fondo del patio, nerviosa como una lagartija, como todo el mundo, pero con cara de estar tramando algo. La tata Caridad parecía dispuesta a hacer algo importante. Al resto, lo único que nos importaba era que tía Victoria llegase de una vez. Así que cuando la Mary, que se había quedado de imaginaria en el cierro del gabinete, bajó las escaleras chillando ya están aquí, ya están aquí, todo el mundo corrió a la casapuerta como si fuera domingo de ramos, sólo nos faltó cantar el hosana. Desde luego, tía Victoria se lo hubiera merecido. El Hispano del abuelo, conducido por Manolo el chófer, que siempre parecía un marqués, se detuvo frente a la puerta de la casa y al principio yo pensé que de allí no iba a bajarse nadie, las puertas del coche no se abrían y tampoco era cosa de echarse encima del Hispano como chiquillos callejeros en un bautizo. Sólo al cabo de un buen rato Manolo el chófer se bajó, muy tieso pero con cara de malas pulgas, yo en seguida lo noté, y abrió con mucha ceremonia la puerta de atrás para que saliese tía Victoria como una reina. Tía Blanca llevaba una temporada diciendo que Manolo el chófer era medio comunistón, y que por eso a veces le daba la revolera y no quería hacer ningún favor y ponía cara de querer cortarnos a todos el pescuezo. Y la verdad es que por un momento miró a tía Victoria como si quisiera guillotinarla allí mismo, pero tía Victoria le puso una mano en la mejilla mientras le sonreía como una artista de cine y a Manolo el chófer se le acabó en un momento la mala idea, se le puso cara de tocino de cielo. En realidad, cara de tocino de cielo, o por lo menos de bizcotela, se nos puso a todos cuando tía Victoria apareció parando el aire, maqueadísima, pero sin ninguna exageración, con un traje de chaqueta de color vainilla y que daba la impresión de ser muy fresquito, un conjunto que no tenía nada, que hasta podía parecer corriente si no fuera porque bastaba con fijarse un poco para ver que el corte era estupendo y, la tela, una divinidad, seguro que costaba una fortuna. Cuando, al día siguiente, le pregunté a la Mary si se había dado cuenta de eso me contestó que ella sí, pero que los hombres no se fijan en esas cosas. La verdad es que yo me había fijado porque se lo escuché decir a una de las señoras de la tertulia de la abuela, que también estaba admiradísima del peinado de tía Victoria, una permanente flojita en la que se notaba la mano de un artista, y con un tinte tan maravilloso que nadie diría que era tinte, si no fuera porque, a su edad, era imposible que tía Victoria tuviera ese color de pelo. La Mary me dijo que los hombres no ponen la oreja cuando las señoras hablan de sus intimidades. De todas maneras, aquello fue todo lo que escuché, porque en seguida se armó un guirigay rociero, todas las señoras querían saludar a la vez a tía Victoria y le decían piropos de carrerilla, parecía que los habían estado ensayando el día entero. Que qué guapísima estaba, que tan elegante como siempre, y qué sencilla al mismo tiempo, sólo una vuelta de perlas al cuello y otras dos perlas pequeñas pero finísimas en las orejas, y un maquillaje alegre pero sin estridencias, que lo de estridencias lo dijo Reglita Martínez y yo creo que era la primera vez que lo decía en toda su vida, a mí me parece que hasta se le subió el pavo, y tía Victoria eso era lo que tenía, que llegaba y todo el mundo perdía un poco los estribos. Hasta tía Blanca, a pesar de lo volada que se ponía por lo locatis que era tía Victoria, le hizo un randevú que ni los de la tía Emilia a la infanta doña Beatriz, le dio la bienvenida con mucho zalamelé y, además, fue la primera en darse cuenta de que tía Victoria traía en brazos un perrillo de una cuarta de grande, como mucho, de color canela y de pelo corto y reluciente. Uy, qué bicho tan mono, dijo tía Blanca, siguiendo con sus garatusas, pero el perro puso cara de pensar quién será esta mamona que me llama bicho. Tía Victoria dejó de dar besos a tutiplén y levantó el perro para que todos lo viéramos, este es Garibaldi, anunció, Gari para los íntimos, antes se llamaba Degol, pero hoy en día lo que está de moda es lo italiano, así que se llama Garibaldi. Todas las señoras se dedicaron a decir qué gracioso, es una preciosidad, pero Garibaldi empezó a ponerse histérico y tía Victoria volvió a apoyárselo en la pechera, para que se tranquilizara. Anda, cariño, no seas tonto, estamos en casa, le dijo tía Victoria a Garibaldi, pero Garibaldi tenía pinta de ser un perro muy pejiguera. Tía Victoria, sin dejar de acariciar la cabeza del perro con aquellas manos tan bonitas y delicadas que ella tenía, dio un pequeño sorbete de nariz, se quedó por un instante como traspuesta y dijo: «Huele, Garibaldi, huele». Luego, aspiró hondo y añadió: «Es el olor de los míos». Claro que, en todo aquel barullo, las únicas personas verdaderamente suyas éramos la tía Blanca y yo, porque la abuela había preferido meterse en el escritorio, donde también estaban el abuelo y tío Antonio esperando a que tía Victoria entrara a saludarles, el abuelo seguramente de muy mal humor por aquella verbena que se había organizado en el patio, y donde tía Victoria tendría que confesar toda la verdad de aquel viaje tan repentino y misterioso. Tía Victoria, por supuesto, sabía que aquello era lo que le esperaba, sin que pudiera dejarlo para el día siguiente, ya se había encargado de comunicárselo tía Blanca por encargo de la abuela y entre cucamona y cucamona, ya sabes cómo es papá, quiere poner las cosas claras en seguida, y había que tener en cuenta que era tardísimo. Pero tía Victoria no tenía ninguna prisa. Cuando tía Blanca le presentó a su marido recién pescado, Paco Galván, que no había podido resistir la tentación de añadirse al jubileo, tía Victoria puso cara de muchísima felicidad, se le echó encima a tío Paco de un modo la mar de insinuante, le dijo qué alegría me llevé cuando me enteré de la boda, ahora que ya eres de la familia tendremos tiempo para conocernos mejor, si Blanca nos deja, claro. Todo el mundo se rió, incluso tía Blanca, aunque se veía que le costaba trabajo, pero la risa de tía Victoria era la más atrevida de todas, el resto de las señoras empezó a decir por Dios, Victoria, cómo eres, no cambiarás nunca, y se veía que tía Victoria estaba encantada de haber armado tan pronto un poquito de escándalo. Por cierto, qué horror, dijo de repente, como si con la bulla se le hubiera ido el santo al cielo, yo también tengo que presentaros a alguien. Y entonces fue cuando todos nos enteramos de que tía Victoria no había llegado sólo con su equipaje —siete maletas que Manolo el chófer había ido poniendo al pie de la escalera— y con su perro. En realidad, era extrañísimo que nadie se hubiera fijado hasta entonces en aquel muchacho, porque la verdad es que era un rato grande y llamativo. Y joven. Por lo menos cuarenta años más joven que tía Victoria, según los cálculos de la Mary. Tía Victoria nos engatusó a todos con una sonrisa deslumbrante y dijo: «Éste es mi secretario. Se llama Luiyi». Al día siguiente, la Mary y yo discutimos un montón sobre cómo se escribiría el nombre de aquel chico, un nombre que sólo había que oírlo para saber que era también italiano, aunque la Mary decía que ella estaba dispuesta a jugarse el pirindolo de la pascua florida a que el tal Luiyi ni era italiano ni nada, hablando tenía todo el acento de la gente de Badajoz. Seguramente tía Victoria le había cambiado el nombre, por aquello de la moda, y a lo mejor al pobre muchacho le pasaba como al perro, que todavía no estaba acostumbrado a que le llamaran Garibaldi y tenía un lío de personalidad, y quizás por eso a Luiyi se le ponía a veces aquella cara bobalicona de no saber por dónde se andaba. Eso sí, fueraparte la cara de pazguato que se le quedaba de vez en cuando, y que le venía de pronto y sin mayor motivo, Luiyi era un pedazo de tío que a más de una y de dos, y a más de cien, le entrarían tiritonas sólo de mirarlo, como decía la Mary, porque hasta la Mary tenía que reconocerlo. Era alto, rubio pero tirando una pizquita de nada al azafrán, con unas manos como serones y cualquiera podía pensar que estaba gordo si no fuera porque bastaba con que moviera la cabeza, o un brazo, o diera un paso para comprender que era puro músculo. Las señoras de la tertulia de la abuela estaban embobadas mirándolo de punta a punta, y tía Victoria, empavonada como una faraona, pero con mucha clase, se lo fue presentando a todo el mundo, y para todo el mundo sin distinción tenía ella una frase cariñosa, hasta para José Joaquín García Vela, que hasta aquel momento había estado calladito y nervioso como un gorrión. Tía Victoria le dijo a José Joaquín que estaba guapísimo y que iba muy elegante, que por él no pasaba el tiempo, que seguía exactamente igual, tan apocadito como siempre. José Joaquín ni siquiera fue capaz de echarle un piropo a tía Victoria. Yo pensé que estaba a punto de echarse a llorar y me acordé de lo contento que estaba por la mañana, cuando me dijo machote, esto va mucho mejor, te sentará bien levantarte un poquito todos los días, y es que se había puesto como unas castañuelas al saber que llegaba tía Victoria, pero cuando la tenía delante se le caía el alma a los pies y no le salía ni una palabra. Cuando, a los pocos días, después de ver cómo trataba tía Victoria a José Joaquín, lo hablé con la Mary, ella me explicó que en este mundo hay gente a quien le toca esa desgracia y que le pusiera velas a todos los santos para no ser yo uno de ellos. Ni la Mary ni yo nos figurábamos entonces lo que iba a pasar. Después de todo, cuando uno tiene diez años, se asusta si se imagina cosas, así que mejor ni pensarlas, claro que uno ve cosas que le hacen pensar, aunque la Mary decía que eso era por fijarme en lo que no debía o por estar donde no deben estar los niños. Pero yo no tenía la culpa de eso. Yo no tenía la culpa de haberme puesto malo y de que mi madre, para quitarse un engorro de encima, me llevara a casa de mis abuelos, donde pasaban todas aquellas curiosidades. Tía Victoria, desde luego, se extrañó mucho de verme allí, entre las personas mayores, a aquellas horas, y me dijo ¿tú quién eres?, y yo le dije quién era y entonces ella me preguntó por mamá, qué barbaridad, no sabía que Mercedes tuviera un niño tan alto y tan guapo, ¿y dónde está tu madre? Yo le dije que estaría en casa de las Caballero, jugando a la canasta. Tía Victoria se echó a reír, pero de pronto se le paró la risa y abrió mucho los ojos, dijo pero tata Caridad, por Dios, qué te ha pasado, y es que la tata Caridad por fin había decidido entrar en acción, hacer que tía Victoria se fijase en ella, que ya eran ganas de estropearme el encuentro con tía Victoria, se había levantado de la mecedora de rejilla y había echado a andar hacia donde estábamos todos, pero a la pata coja, una cosa rarísima. Tía Victoria corrió a ayudarla y la tata Caridad empezó en seguida a contarle sus achaques: que si primero había perdido el perfil, que se fijara bien —y volvía la cabeza mirando de reojo para no perderse la reacción de tía Victoria—, que si no era una desgracia grandísima, y luego se le habían descolgado los bajos, que ya podía figurarse tía Victoria el trastorno que eso era para una mujer, y ahora, lo último, era que le desaparecía de vez en cuando una pierna, le iba y le venía, a veces tenía las dos y podía andar como todo el mundo, pero otras veces perdía una y tenía que andar así, en pedicoj, a sus años y con lo gruesa que estaba, un martirio, señorita Victoria. La tata Caridad se puso a llorar como una niña y tía Victoria estaba horrorizada, hasta que la Mary se llevó a la tata Caridad a su habitación —aunque al día siguiente me dijo que a esa mujer adonde había que llevarla era al manicomio—, y tía Blanca le dijo a tía Victoria que en el escritorio la estaban esperando el abuelo y la abuela y tío Antonio y que ya era hora de que todo el mundo se tranquilizara un poco. La verdad, dijo tía Victoria, tragando saliva y tratando de hacer de tripas corazón, es que ésta es una casa fantástica; por cierto, Blanquita, y hablando de rarezas, ¿cómo está mi hermano Ricardo? Tía Blanca le dijo que bien, como siempre, con sus manías, y tía Victoria levantó la vista hacia los ventanales de la galería, porque estaba segura de que tío Ricardo había estado espiándolo todo desde allí. Luego, tía Victoria se despidió de todo el mundo con besitos al aire y se fue del bracete de tía Blanca hacia el escritorio. A su secretario le dijo espérame aquí, y le dejó a Garibaldi para que se entretuviera. Pero antes de entrar en el escritorio, antes de cerrar la puerta, tía Victoria se detuvo un instante, cerró los ojos, aspiró hondo y dijo: «Huele, Victoria, huele. Éste es el olor de los tuyos».
Ya he dicho que, gracias a la historia de san Francisco de Borja que nos había contado el hermano Gerardo, yo había descubierto que las personas mayores huelen, poco a poco, como la comida cuando se estropea, que durante algún tiempo a lo mejor no se nota, pero llega el día en que te da el tufillo y mejor que lo tires. Claro, a la gente no se la puede tirar a la basura, pero oler, huele una barbaridad. Lo que no sabía, hasta que no se lo escuché decir por dos veces a tía Victoria la noche de su llegada, era que cada familia tiene su propio olor; bueno, me entró la duda de si a las familias pobres también les pasa, pero a las familias bien como la nuestra, seguro. Y en el cuarto de tía Victoria, el olor de nuestra familia —un olor muy limpio y de gran solera, como decía tía Blanca— se notaba muchísimo.
—Vámonos a mi cuarto a ver revistas, que allí se está más fresquito —decía muchas tardes tía Victoria—. Si las visitas preguntan por mí, Magdalena, les dices que estoy ensayando mi nuevo repertorio.
Porque tía Victoria era rapsoda. Yo sabía que ella iba por esos mundos de Dios recitando versos, que la contrataban como a una artista y tenía un éxito fenomenal, pero cuando tía Victoria me explicó que a las personas que hacen eso se las llama rapsodas a mí me pareció mucho más importante. Por supuesto, todas las visitas de mi abuela se ponían como locas a preguntar por tía Victoria si no la encontraban en el gabinete, dispuesta a la cháchara, pero mi abuela se sabía la lección de maravilla y les pedía por favor un poquito de consideración, Victoria está ocupadísima con su nuevo repertorio y a lo mejor lo estrena aquí este verano. Así las señoras se controlaban un poco y dejaban de dar la murga para que tía Victoria fuera a hacerles compañía. Tía Victoria, mientras tanto, iba repasando con la Mary y conmigo revista por revista y no perdía de vista a Luiyi, su secretario, que se ponía en la azotea a hacer gimnasia en taparrabos y estaba tan pendiente de sus músculos —que eran de verdad un espectáculo, como los de los artistas de las películas de gladiadores—, que no se daba cuenta de que las señoras se salían del gabinete, con la excusa de ir a hacer un pipí, y se asomaban por la ventana de la cocina para ver a Luiyi casi en cueros vivos. Tía Victoria sí que se daba cuenta, claro, la mar de bien, y yo creo que se ponía negra, pero ella disimulaba y se lo tomaba a chufleo, aunque la Mary y yo llegamos a la conclusión de que si tía Victoria ponía tanto interés en enseñarnos las revistas y en hacerlo en su cuarto era sólo para poder vigilar a su secretario, porque el cuarto de tía Victoria daba directamente a la azotea y así no se le escapaba a ella ni un detalle.
La mayoría de las revistas, todas estupendas, eran extranjeras y estaban escritas en inglés o en francés o en idiomas todavía peores, muchas en italiano, claro, porque era la última moda. Estaban además llenas de fotografías, de modo que no había mucho que leer. Tía Victoria, que hablaba, o por lo menos comprendía, cuatro lenguajes, nos hacía un resumen de lo que trataba cada reportaje y la Mary y yo nos pasábamos un montón de tiempo fijándonos en todos los detalles de cada foto, así podía tía Victoria mirar lo que hacía Luiyi y la cara de pelanduscas que, según ella, se les ponía a las señoras que se asomaban a la ventana de la cocina a ponerse moradas de pestañear. A la Mary le chiflaban los reportajes de artistas de cine, pero tía Victoria sentía predilección por los ecos de sociedad, que así nos enseñó ella que se llamaban, aquellas fotografías de fiestas donde todo el mundo salía elegantísimo. En aquellas fotos, tía Victoria señalaba de pronto a un señor con una pinta estupenda y decía éste es el príncipe fulano de nosequé, siempre unos nombres rebuscadísimos, y añadía, coquetona:
—Con él tuve yo un interludio.
Tía Victoria, por lo visto, había tenido montones de interludios, tantos que a mí me parecía que era imposible que los hubiera tenido uno detrás de otro, así que pensé que seguramente los había tenido de tres en tres o de cuatro en cuatro, como la Mary, que cada noche tenía un interludio en la casapuerta con un novio diferente. Una tarde le pregunté a tía Victoria si todos aquellos príncipes con los que ella había tenido interludios tenían también un olor particular, un olor de familia, y de familia de postín —como aquel olor de los Calderón Lebert que tanto se notaba en el cuarto de tía Victoria— y ella me dijo que por supuesto, que de oler no se libra nadie. Lo que ocurre es que cuando se tiene un interludio el olor es siempre maravilloso, y cuando no se tiene, el olor es a veces un pestazo que no se puede aguantar. Eso me dijo.
Lo curioso era que tía Victoria, conforme había ido cumpliendo añitos —siempre lo decía en diminutivo, como dando a entender que los años que ella cumplía eran más pequeños y envejecían menos que los que cumplía el resto de las señoras y gachises del mundo—, había ido eligiendo para sus interludios a señores más jóvenes y con menos empaque, pero con menos olor también, seguramente. La Mary me decía que no fuera panoli, que si tía Victoria los prefería cada vez más tiernos no era porque oliesen menos, sino porque empujaban mejor. Yo no sabía qué tenían que ver los empujones con una cosa tan fina como los interludios de tía Victoria, y además la Mary no decía empujar sino rempujar, que aún sonaba peor y más ordinario. Pero estaba clarísimo, de todos modos, que tía Victoria, en los últimos años, había tenido interludios con muchachos que podrían haber sido, según la Mary, sus nietos. El que salía retratado con ella en la última revista —que era de diciembre del año anterior—, tenía la planta de un guardiamarina y la carita de un querubín, por lo menos eso fue lo que nos dijo tía Victoria cuando nos lo señaló, y también nos dijo que era muy educado y cariñoso y que tenía un talento natural para alternar en sociedad, porque no era príncipe ni nada, ni siquiera de buena familia, sólo un muchacho de origen humilde que había salido guapo y con maneras de marqués, aunque al final lo tuvo que dejar porque ella le encontraba un defecto horroroso.
—¿Qué defecto, tía Victoria? —le pregunté yo, muy excitado, pensando que tendría un ojo de cristal, o una pata de palo, o algo así.
Tía Victoria me dijo:
—Tenía opiniones.
Yo sabía ya perfectamente lo que son opiniones, pero no que eso pudiera ser un defecto, aunque por lo visto, para tía Victoria, tener un novio con opiniones era tan malo como tenerlo con granos, piojos, legañas, boqueras y cosas por el estilo. Desde luego, el mazacote de Luiyi no tenía opiniones o, si las tenía, se las callaba como un muerto, el muy vivales, por la cuenta que le traía. Luiyi se limitaba a hacer ejercicios y posturitas para que las señoras de la tertulia de mi abuela se pusieran frenéticas y a endurecer los músculos para tener contenta a tía Victoria a la hora de rempujar, como decía la Mary.
Luiyi aún no había salido en ninguna revista, porque en las que tía Victoria había traído de aquel mismo año sólo aparecía ella dando recitales, siempre muy elegante, eso sí, pero muy sobria, casi tan sobria como la tía Blanca, que según mi madre siempre había sido un desastre a la hora de arreglarse, siempre había tenido un gusto fatal y además era de las del puño cerrado. Naturalmente, tía Victoria, en aquellas fotos tan cultísimas de los recitales, iba sobria pero arreglada que era un primor —cuando a la Mary le daba por la palabra primor, que debía parecerle el colmo de la finura, no la soltaba ni a tiros—, lo único que ocurría era que no llevaba floripondios ni joyas de ninguna clase.
—Ay, señorita Victoria —decía la Mary, con mucha retranca—, ¿qué ha hecho usted con las alhajas tan preciosísimas que tenía?
—Las tengo, niña, las tengo —protestaba tía Victoria—. Están guardadas en la caja de mi banco de París. Es que ahora no se llevan nada las joyas.
Al parecer, eso también era culpa de la moda italiana. Pero la Mary me dijo que ella se olía que por culpa de las deudas y de los secretarios y de los interludios, por empeñarse en vivir como la Begum y ser tan manirrota, tía Victoria había tenido que empeñar, o a lo mejor vender, todas sus alhajas y ya no le quedaba ni una sortija. Y la verdad es que en las fotos de las revistas más antiguas, en las que aparecía con aquellos caballeros tan imponentes, tía Victoria llevaba siempre unas joyas de quedarse bizcos, pero en las revistas más nuevas, donde salía con los pretendientes que, aparte de planta de guardiamarinas y carita de querubín, sólo tenían opiniones, las joyas de tía Victoria eran cada vez más escasas y más chicas. Por eso los interludios a tía Victoria le duraban cada vez menos, según la Mary, y por eso no tendría nada de raro que Luiyi cogiera las de villamanrique en cualquier momento. Y tía Victoria seguro que lo sabía, pero no lo podía remediar, tenía que estar a la última moda, porque si no a ver qué iban a decir las señoras de la tertulia de mi abuela, y las que visitaban a la bisabuela Carmen, y el resto de las señoras del pueblo, si es que quedaba alguna, y hasta las gachises y las mujeres corrientes y molientes; todas dirían: Victoria Calderón Lebert ya no es lo que era. Y eso sí que no. Si la moda italiana prohibía las joyas, pues fuera joyas, y si el adoquín de Luiyi se percataba del chasco —porque de joyas guardadas en un banco de París, nada de nada— y levantaba el vuelo, mala suerte. Tía Victoria lo más que podía hacer era estar encima de él todo el tiempo posible. Por eso no quería juntarse con las visitas en el gabinete y nos pedía a la Mary y a mí que fuéramos a su habitación a ver revistas, mientras ella estaba atenta por si Luiyi de pronto, en un sopetón que le diera, como a las palomas de tío Ricardo, echaba a volar.
Las palomas de tío Ricardo tenían la virtud de poner muy nerviosa a tía Victoria. La verdad es que aquellas palomas volaban como a acelerones, como si de pronto les diese un sacudimiento, cambiaban de repente de dirección, o se posaban con unas prisas que daban fatiga, o echaban a volar de repente, como si acabaran de oír un disparo. Era como si tío Ricardo les hubiera contagiado el majareteo. Bien mirado, el único que todavía se lo tomaba con calma era aquel palomo zumbón y zarandalí, que cojeaba el pobre con mucha resignación y se paseaba mucho por delante de la puerta de cristales de la habitación de tía Victoria, la que daba a la azotea, como si estuviera buscando a alguien que le hiciera un poquito de caso.
—Qué palomo más triste —dijo, una tarde, tía Victoria.
—Ya ve usted que cojea —se burló la Mary.
Pero tía Victoria dijo que eso de cojear, si no es muchísimo, no tiene nada de malo, que hay muchos hombres que cojean y son muy sensibles y muy elegantes. Dijo que ella conocía a algunos que eran verdaderos genios.
—Por ejemplo, Visconti.
Ni la Mary ni yo sabíamos quién era Visconti y la tía Victoria nos explicó que era un italiano guapísimo y que sabía una barbaridad y hacía unas películas preciosas. La Mary le preguntó que de qué pie cojeaba el tal Visconti y tía Victoria, riendo, dijo que de los dos. Aquello sí que era raro. Pero tía Victoria sabía de lo que hablaba, porque conocía al cojo Visconti la mar de bien y había pasado con él ratos estupendos. A lo mejor incluso habían tenido un interludio. Y me apostaría un ojo de la cara a que a Visconti nunca se le escaparía un badulaque como Luiyi, por mucho que a la moda italiana le repugnasen las joyas. O sea que aquello de cojear no era tan malo, podía incluso ser magnífico, y por eso estuve de acuerdo cuando tía Victoria dijo, mirando con mucha atención al palomo cojo:
—Se parece muchísimo a él. Desde hoy, se llamará Visconti.
Y luego se puso a contar historias maravillosas de Visconti, y no se preocupaba de Luiyi más que para mirarlo de vez en cuando por el rabillo del ojo, como si de pronto no le importase mucho que en cualquier momento Luiyi echase a volar, como si le diera igual que se esfumase de repente en uno de los revuelos chiflados de las palomas de tío Ricardo, sobre todo cuando Garibaldi se ponía a corretear detrás de ellas pegando unos ladridos que parecían pellizquitos de monja, y era como si de nuevo tía Victoria tuviese el mundo a sus pies, como si otra vez estuviera cargada de joyas, como si volviera a oler igual que una muchacha de veinte años —aquel olor que yo le notaba a la Mary cuando se echaba encima de mí para comprobar si por fin se me había puesto contento el alfajor— y tuviera ganas de bulla y de chuflearse del pobre José Joaquín García Vela. Aquella noche, cuando me llevó a la cama el vaso de leche, la Mary me dijo que le encantaba tía Victoria, que daba gusto ver cómo seguía siendo —a pesar de los añitos, y a pesar de lo sosa que era la moda italiana— una zangarilleja de cuidado.