Durante unos días volví a tener fiebre alta y mis padres vinieron apuradísimos, como si tuviesen remordimientos. Desde que me llevaron a casa de los abuelos sólo pudieron ir dos días a verme, de modo que, si me hubiera dado un colapso y me hubiera muerto, se les habría quedado un cargo de conciencia para toda la vida. A lo mejor mi madre, por el luto, hasta tenía que dejar de ir a jugar a la canasta a casa de las Caballero, y ésa sí que hubiera sido una penitencia por haberme tenido tan abandonado.
Menos mal que José Joaquín García Vela tranquilizó a todo el mundo diciendo que era una cosa pasajera y sin importancia. Yo ya me barruntaba que José Joaquín García Vela era un médico muy churri, pero además de sicología no tenía ni idea. Por supuesto, no le dije nada de aquellos desarreglos que había sentido en el corazón, y es que estaba seguro de que aquel medicucho de tres al cuarto no sabía nada de corazones. Luego, cuando se presentó en la casa tía Victoria para pasar el verano, me di cuenta de que algo sí que sabía José Joaquín García Vela de los males del corazón, pero si no podía curarse los suyos mal podía ponerles remedio a los de los demás. Así que lo del corazón, por el momento, a mí se me curó solo y la Mary, cuando vio que ya me encontraba bien —o por lo menos eso parecía—, me dijo que menos mal que no me había chivado.
—Si te llegas a chivar, te corto las castañuelas.
Luego me contó la noticia del día, y el alboroto que se había armado:
—Tu tía Victoria ha mandado un telegrama diciendo que viene. Cualquiera sabe, picha, lo que ha pasado. Todo el mundo anda revuelto.
Si la Mary no me lo hubiese dicho, yo no habría tardado ni una hora en darme cuenta. Porque cuando llegó el telegrama de tía Victoria, mi corazón había dejado ya de pegar saltos, pero empezaron a darlos los de los demás. La noticia causó verdadera conmoción. Tía Victoria había mandado un telegrama medio estrafalario, porque, según la Mary, los telegramas son para decir cuatro palabras a palo seco, sólo lo justo, y tía Victoria, en cambio, si se descuida un poco, escribe el pregón de la Fiesta de la Vendimia. Cosas de artista, dijo la Mary.
La noticia sirvió por lo menos para que mi madre me hiciera otra visita, sin quejarse por haberse perdido otra partida de canasta con las Caballero. Tía Blanca y mi madre mantuvieron con la abuela una reunión extraordinaria para comentar la novedad y tratar de averiguar lo que podía haber ocurrido, sobre todo porque no era corriente que tía Victoria advirtiera de su intención de aparecer por allí, siempre lo hacía por las buenas y sin pararse a pensar que en algún momento pudiera ser inoportuna. La reunión la tuvieron, ellas solas, a las tres de la tarde, cuando en aquella casa todo el mundo dormía la siesta. Pero como la hicieron en el gabinete y tuvieron que dejar las puertas abiertas por el calor, yo pude escucharlo todo.
—¿Qué querrá decir —preguntó mi madre— con esto de que en Viena ya no quedan húsares?
—Será alguna picardía de las suyas —dijo tía Blanca, que era con mucho la más excitada por la noticia—. Lo que no entiendo es qué está haciendo en Viena. ¿No son comunistas allí?
Ni mi madre ni mi abuela tenían la menor idea de si en Viena la gente era comunista o no, aunque mi madre decía que tía Blanca veía comunistas por todas partes y que no había que hacerle caso. De cualquier manera —y, sobre todo, teniendo en cuenta que entre las tres decidieron que Viena estaba probablemente a un paso de Rusia—, lo más prudente era no mentar ese detalle a las amistades, porque ya lo único que les faltaba a los Calderón Lebert era una roja en la familia.
—El telegrama no se le enseña a nadie —decidió tía Blanca.
De lo que decía exactamente el telegrama yo no había conseguido enterarme. La Mary me juró que ella lo había leído, pero que era larguísimo y parecía un discurso, y que lo único que estaba claro era que el día 30 de junio llegaban. Porque no venía sola, el telegrama eso también lo decía.
—¿Con quién vendrá? —tía Blanca parecía que iba a explotar de impaciencia en cualquier momento—. Aquí no se anda con rodeos: «Llegaremos a la estación de Jerez el día 30 a las nueve y media de la noche». Llegaremos. No se habrá casado, ¿verdad?
—Si viene con un hombre —observó mi abuela pacíficamente—, será mejor que se haya casado, niña.
A tía Blanca, al parecer, ni se le había pasado por la cabeza el que tía Victoria se presentase con un querido y se puso a dar chillidos para demostrar que estaba escandalizadísima. Mi madre intentó tranquilizarla un poco:
—Mujer, a lo mejor es sólo una manera de hablar. Ya sabes cómo es, se muere por llamar la atención. Seguro que se refiere a su equipaje, por ejemplo. Después de todo, le salía por lo mismo.
Yo la última frase de mi madre no la entendí muy bien, pero más tarde la Mary me explicó que los telegramas los cobran por palabras, sin que importe que estén en masculino o en femenino, en singular o en plural, o como sea, siempre que se ponga todo junto.
Por supuesto, tía Blanca no se tranquilizó en absoluto y en seguida pasó a compadecer a la bisabuela Carmen por aquella hija que le había salido tan ligera de cascos y que iba a darle los disgustos más grandes a la vejez —para mí no quedó muy claro si se refería a la vejez de la tía Victoria, de la bisabuela Carmen o de las dos—. Además, y según me contó la Mary, tía Victoria había mandado el telegrama a nombre de la bisabuela Carmen —y, al parecer, mi madre había comentado que eso era lo que establecía el protocolo—, pero la bisabuela Carmen, gracias a Dios, ya no estaba para telegramas ni para películas de suspense, y aunque la señorita Adoración se lo leyó, la mar de ceremoniosa, ella despachó el asunto con una pedorreta. A mi madre eso le hacía una gracia horrorosa.
—Pues no tiene ninguna gracia —dijo tía Blanca, sofocadísima—. Ya era lo único que nos faltaba.
Definitivamente, tía Blanca no tenía su tarde. Era imposible saber si lo único que nos faltaba era el chufleo de mi madre, la pedorreta de la bisabuela Carmen o el hecho de que tía Victoria apareciera de pronto con uno de aquellos pretendientes de quienes toda la familia conocía cartas y postales y aquellos nombres tan complicadísimos, pero jamás una foto. Por eso tía Blanca, que no paraba de mirar por el buen nombre de la familia, sugirió una vez que todo era un invento de tía Victoria para armar un poco de bulla, pero que ella misma lo escribía todo o se lo daba a escribir a cualquiera. Mi madre decía que aquello era una mentira piadosa que tía Blanca se contaba a sí misma para no ponerse frenética.
—Lo mejor —recomendó mi abuela, muy sensata— es decirle a la gente, simplemente, que Victoria viene a pasar unos días y, si alguien quiere saber detalles, se le dice que no sabemos nada. A lo mejor después resulta que no es para tanto.
Mi madre estuvo de acuerdo con la abuela, pero tía Blanca no estaba dispuesta a dejar de dar la murga y no paraba de decir puede ser horroroso, horroroso, horroroso; cualquiera diría que estaba decidida a irse a Viena inmediatamente, aunque aquello estuviera lleno de comunistas y de herejes, a enterarse de todo antes que nadie.
Yo no comprendía por qué tía Blanca, por muy decente que fuese, se descomponía tanto. Tía Victoria podía estar un poco desquiciada, pero era la mar de divertida y contaba los embustes más exagerados como una artista de cine o como si estuviera leyendo por la radio un serial. Cuando ella estaba en la casa, había tardes en que la tertulia de la abuela parecía el Teatro Principal, el gabinete se ponía de bote en bote y había que traer sillas hasta de los cuartos de las criadas. ¿Y qué había de malo en que viniese con un novio? La Mary también pensaba que iba a ser un escandalazo, pero si tía Victoria llegaba con un novio sería porque le hacía falta para algo, y la Mary me dijo con mucha guasa que eso era verdad y que cada una podía hacer con su dinero lo que le saliera del chocho.
—¿Qué tiene que ver una cosa con otra?
—¿Qué tiene que ver el qué?
—El dinero con el noviazgo.
—Picha, no preguntes tanto que después te sube la fiebre.
La Mary muchas veces era así, me dejaba con la palabra en la boca, pero cuando tenía ganas de potrear un poco, bien que se echaba conmigo en la cama y se ponía morada de hacerme cosquillas y manosearme.
—A ti lo que te pasa —le dije una vez, mientras me retorcía debajo de ella, que era mucho más fuerte que yo— es que te pica la permanente.
Eso se lo escuché yo un día a Antonia, hablando con mucha tirria de otra que por lo visto iba detrás de su marinerito de San Fernando, y me hizo un montón de gracia.
—No seas borde, niño. ¿A ti quién te enseña esas cosas?
Yo le dije que no me las enseñaba nadie y que se me ocurrían a mí solo, y ella dijo joé con el niño y me miró como si acabara de hacer algo importante.
Pero yo lo que quería era que me contase lo que se decía por ahí, porque yo sólo podía enterarme de lo que se hablaba en el gabinete, y ella si estaba de buenas me lo contaba todo, pero, de lo contrario, me decía que no fuera tan cocinilla y tan sarasa.
—Y mi abuelo ¿qué dice? ¿Sabe ya que viene tía Victoria?
—Niño, que me dejes en paz.
Yo creo, claro, que ella no tenía ni idea, porque el abuelo siempre fue muy reservado y muy especial para todas sus cosas. Uno nunca sabía lo que estaba pensando de verdad y en las tertulias del escritorio también él era el que menos hablaba. Claro que yo no sé si los hombres llegaron a comentar lo de tía Victoria, pero desde luego entre las visitas de mi abuela la noticia fue el motivo casi único de conversación durante toda la semana anterior al 30 de junio, y conforme se iba acercando la fecha el entusiasmo de todas las señoras era cada vez mayor, cada vez se ponían más pesadas preguntando cosas. Que de dónde venía esta vez. Que si ya había terminado con el conde ruso que la obligaba a desayunar a diario huevos pasados por agua con caviar y champán. Que si era cierto lo que alguien había contado en La Ibense —la cafetería, en la Plaza Cabildo, donde se pasaba revista al dedillo a todo el pueblo— de que Victoria Calderón Lebert había abierto un merendero cerca de Estoril donde se reunían todos los partidarios de don Juan cuando se acercaban por allí en peregrinación, desde Pemán hasta Cigala el manicura que siempre era más monárquico que nadie. Que cómo serían los modelos de la última moda de París que traería esta vez, tan elegante como era y con tantísimo caché como tenía. Que si José Joaquín García Vela conocía ya la noticia.
La Mary me dijo que ella ya había oído rumores de que José Joaquín García Vela, el médico, había estado siempre enamoradísimo de tía Victoria. La gente decía que por eso se había quedado soltero y andaba el pobre siempre tan desastrado, porque la tía Victoria le había dado calabazas cuando eran jovencillos y le había prohibido, además, que volviera a pedirle relaciones en toda su vida. José Joaquín García Vela no tenía a nadie que le cuidase y andaba por ahí hecho un adefesio, vestido como un espantapájaros y con unos lamparones en la ropa que nadie comprendía cómo no le daba vergüenza ir así.
—El amor… —decía tía Blanca, poniendo cara de verdadera experta.
Yo ahora sé, después de lo que pasó en aquel verano, que eso es verdad. Quiero decir, que el amor puede dejar a un hombre —y mucho más a un chiquillo de diez años— hecho una aljofifa, sin ganas de nada, hasta sin conocimiento, y mucho peor todavía si uno quiere y no le hacen caso. Antes, cuando se lo escuchaba decir a tía Blanca con aquella cara que ponía de pánfila con sofocos, me parecía una exageración.
Estuve a punto de preguntárselo a José Joaquín cuando fue a verme —porque subía siempre a mi habitación dos veces por semana, me tomaba el pulso y me ponía el termómetro y, en el pecho y en la espalda, ese aparato que está muy frío y que tiene unos cordones o unas gomas por donde el médico escucha mientras te hace respirar y decir treinta y tres—, me faltó un pelo para preguntarle si era verdad que él había sido pretendiente de la tía Victoria, y entonces ni se me ocurrió que con eso pudiera achararlo.
Menos mal que me arrepentí a tiempo.
Y me arrepentí porque de pronto me di cuenta de que se había vestido de domingo, con un traje raro porque parecía de otros tiempos, pero muy planchado y sin un roce, igual que la camisa, que tenía el cuello y los puños tiesos de almidón, y una corbata negra con un nudo perfecto, y se había cortado el pelo y seguro que se había echado por lo menos medio litro de colonia, sólo había que ver cómo olía. Estaba la mar de nervioso. Tan nervioso que me dijo:
—Machote, esto va mucho mejor. Te sentará bien el levantarte un poquito todos los días.
Casi le doy un beso de lo contento que me puse. Él también parecía contento, como si se hubiera ajumado un poquito.
—No hay nada mejor que dar buenas noticias —le dijo a la abuela alegremente.
Aquella misma noche llegaba tía Victoria.