La mejor casa del Barrio Alto

La casa de mis abuelos era grandísima y de mucho postín. Estaba en el Barrio Alto, al final de la Cuesta Belén, y desde la última azotea se veía el pueblo entero, los campanarios de todas las iglesias, los tejados de todas las bodegas, con los nombres de las buenas familias pintados en letras grandísimas; si tu apellido no aparecía en ninguna tapia ni en ningún tejado de alguna bodega, entonces tú no eras de familia bien, eso seguro. También se veía el Castillo de Santiago y, al fondo, entre las casas del Barrio Bajo, la desembocadura del Guadalquivir y el mar como un bizcocho azul que se esponjaba o se afilaba según iban y venían las mareas.

Justo enfrente de la casa de mis abuelos estaba el palacio de los infantes de Orleans, que no aparecían por allí casi nunca, al menos que yo recuerde; al final parece que preferían El Botánico, otro palacio con un parque inmenso, a la entrada del pueblo, y que todo el mundo decía que era precioso. Mi tía Emilia, la hermana de mi padre, antes iba muchísimo a las fiestas de la infanta doña Beatriz, porque mi tía Emilia siempre fue la mar de elegante, una cosa mala, y yo creo que con eso compensaba un poquito el que su primer apellido, que es el mío, aunque sonoro y original, no apareciera ni por casualidad pintado en la tapia o en el tejado de ninguna bodega. Luego, doña Beatriz se murió y en el pueblo le hicieron unos funerales divinos, muchísimo mejores que los que por lo visto le hicieron en Madrid, y desde entonces ya casi no había fiestas en El Botánico ni en el palacio del Barrio Alto y, si las daban, porque alguno de los hijos de la infanta se empeñase, ya no eran como en los buenos tiempos. Eso decía mi tía Emilia, con muchísima tristeza.

Cuando mi padre y mi madre se casaron —antes de que fueran mi padre y mi madre, claro—, mi tía Emilia consiguió que los infantes los invitaran una tarde a merendar, y mi madre siempre que lo contaba ponía cara de mucho pitorreo. Yo creo que, en el fondo, mi madre siempre ha pensado que una Calderón es por lo menos tanto como una Orleans, sobre todo desde que en España se proclamó la república y más en el pueblo, donde los Calderón Lebert siempre tuvieron mucha categoría. Cuando era joven, a mi madre le encantaba bromear con esas cosas y mi tía Emilia se horrorizaba, decía que era como un sacrilegio.

—A Emilia lo que le pasa —decía mi madre, chufleándose— es que tiene complejo porque ha vivido siempre en el Barrio Bajo. Yo comprendo que es una cosa que no se puede remediar.

A cuenta de eso, mi tía Emilia se llevaba unos sofocones espantosos. Mi tío Ramón, el hermano más joven de mi madre y el balarrasa de la familia, también se metía con la pobre tía Emilia en cuanto se encartaba y le decía que en aquel pueblo la gente bien había vivido siempre en el Barrio Alto, que el Barrio Bajo era para gente de medio pelo, por mucho pisto que se diera, y para los marineros de la calle Barrameda. Tía Emilia entonces se ponía hasta colorada y decía que tío Ramón era un cafre y un balaperdida, pero que tenía mucho encanto y mucho caché.

Toda la familia Calderón Lebert tenía un caché despampanante, según mi tía Emilia, y estaba en la gloria de haber emparentado con ella. Se pasaba media vida de visiteo en casa de mis abuelos, una casa que, como ya he dicho, además de estar en el Barrio Alto, era enorme y de mucha categoría, aunque por fuera no lo pareciese tanto; en realidad, los Calderón Lebert siempre han sido muy especiales y nunca se han dedicado a presumir de lo que hayan podido tener ni de llevar un apellido con mucha solera, un apellido pintado con letras gigantes en las tapias de todas las bodegas de la familia. Nunca han presumido de nada de eso, excepto, quizás, mi madre y mi tía Blanca cuando eran jóvenes y se ajumaban un poco en el Chin-Pún.

En casa de mis abuelos había un patio grande y húmedo, todo de mármol, con un pozo en el centro, también de mármol, precioso, y helechos gigantes en grandes macetones junto a las columnas. El patio tenía eco y una luz rara; si uno se quedaba allí un ratito, a la hora que fuese, y se paraba a pensarlo, siempre parecía que estaba a punto de anochecer. A mí no me gustaba mucho el patio, sin saber muy bien por qué, a lo mejor por culpa de aquel eco y de aquella penumbra perpetua que hacía que uno se sintiera como mareado, y prefería mil veces cualquiera de las azoteas de la casa, desde las que se podía ver todo el pueblo y donde uno no podía comprender, con aquella luz tan rabiosa y tan tirante, que alguna vez pudiera hacerse de noche. Sobre todo en verano. En invierno, cuando íbamos a ver a los abuelos, casi siempre los domingos por la tarde, volvíamos pronto a casa y mi prima Rocío aprovechaba para presumir porque a ella la dejaban siempre quedarse hasta las tantas. Mi prima Rocío era hija única de mi tío Esteban, el hermano mayor de mi madre, y nació el mismo día que yo pero cuatro horas antes, lo que le servía para mortificarme continuamente. Era una redicha y presumía sin ningún fundamento de montones de cosas, aunque tengo que reconocer que lo del mirador era algo que me traía por la calle de la amargura. El mirador era una habitación enorme y destartalada que había junto a la azotea del último piso y, en invierno, algunas tardes de domingo, cuando llovía, nos dejaban meternos allí porque era donde dábamos menos lata. En el mirador se amontonaban muebles viejísimos, cacharros que no se sabía bien qué eran ni para qué servían, baúles llenos de ropa de los tiempos de maricastaña y una misteriosa colección de polvorientos retratos al óleo, retratos que a mí me parecían de mucha alcurnia —tía Emilia me había enseñado esa palabra que me encantaba— y yo no acababa de entender por qué todas las habitaciones y galerías de la casa no tenían las paredes llenas de aquellos señores y señoras tan aparentes. Alguna vez se lo pregunté a mi madre y ella entonces sólo sabía decir ay por Dios con muchos aspavientos, como si le diesen grima los retratos. Mi prima Rocío, que siempre fue muy novelera, me juró que ella conocía el secreto, porque de algo tenía que servir el poder quedarse en casa de los abuelos, en invierno, cuando se hacía de noche. Rocío me explicó que todos aquellos hombres y mujeres de los cuadros eran antepasados nuestros y que se pasaban las noches gimiendo y charlando entre ellos como descosidos.

—Se quejan de las penas del purgatorio —me dijo—, y piden oraciones y misas en tal cantidad que toda nuestra familia junta no podría encargarlas porque nos arruinaríamos. Así que no hubo más remedio que encerrarlos en el mirador. Pero si te quedaras aquí alguna noche, ya verías cómo se escuchan sus súplicas y lamentos por toda la casa.

De modo que, cuando mi madre se puso farruca y me dijo mañana te llevaremos a casa de los abuelos para que pases allí el verano, yo lo primero que pensé, la verdad, fue que por fin iba a poder oír a aquellas almas del purgatorio pidiendo misas, poniendo como un trapo a toda la familia Calderón Lebert, que no estaba dispuesta a gastarse un real en la salvación eterna de sus antepasados, y a lo mejor hasta diciendo palabrotas. A Rocío le iban a dar las siete cosas cuando lo supiera, porque yo podría escucharlo todo durante toda la noche, y no como ella, sólo durante un rato.

Como cualquiera puede comprender por lo que llevo dicho, la casa de mis abuelos no era una casa corriente, y eso que no he hecho más que empezar. La Mary, la muchacha del cuerpo de casa, me dijo que aquello era un pangelingua con tomate. Yo le pregunté qué significaba pangelingua y ella me dijo que ni idea y que además le sudaba el chocho lo que significase, pero que a ella le sonaba a barullo del copón y que por eso lo decía. La Mary hablaba así todo el tiempo. Ella decía que aquella casa la estaba poniendo mal de los nervios y que con los nervios desatados se le iba la lengua, y yo no sé si sería para tanto, pero la verdad es que lo que pasaba allí seguro que no pasaba en ningún otro sitio.

Estaba, por ejemplo, aquel olor, un olor que yo no he vuelto a encontrar en ningún lado. Era un olor espeso, dulzón y un poquito empalagoso; un olor que te acompañaba a todas partes, pero que no era igual en unos cuartos que en otros, era más fuerte o más suave según en qué habitaciones, como si fuera un olor inteligente y bien educado y supiera lo que convenía a cada lugar y en cada momento. Muchas tardes de las que íbamos a visitar a los abuelos me entretenía descubriendo el olor de cada cuarto, de cada mueble, de las cortinas del comedor o de los cojines de las butacas y mecedoras del gabinete donde mi abuela, mi madre, mis tías y las señoras que iban a diario merendaban, hacían punto o crochet y jugaban a las cartas. Para mí era como descubrirle el alma a cada habitación, y hasta tocársela un poco y hundir en ella los dedos suavemente, como en el vientre de la perra Yoli cuando estaba esperando crías.

También la luz en aquella casa era algo especial, sin comparación con la que había en nuestro piso o en otras casas que yo conocía. La luz era medio verdosa y parecía que uno se podía acostar en ella. Era más clara la que entraba por los cierros que daban a la calle Caballero y al palacio de los infantes, más amarilla y como rizándose un poco la que venía de la callejuela del Monte de Piedad, más de color naranja la que iba metiéndose en las alcobas desde las azoteas del primer piso, deslizándose como una gran serpiente adormilada entre las enredaderas y las persianas de color marfil. Era una luz que, misteriosamente, siempre dejaba un poco de resplandor, hasta cuando se hacía de noche, como si comprendiera que, aunque el mundo esté hecho como está, en aquella casa hacía falta un poquito de claridad de madrugada.

Y es que de noche, en casa de mis abuelos, seguían pasando cosas como si nada, como si fuera peligroso el que todo se quedara quietecito y en silencio. Por una parte, estaba aquella cháchara de nuestros antepasados del mirador y, por otra, el trajín interminable de tío Ricardo. Tío Ricardo era el hijo menor de la bisabuela Carmen, mucho más joven que mi abuelo y que tío Antonio y tía Victoria. Tío Ricardo estuvo siempre como una cabra, pero llevaba todas sus manías con mucha dignidad y desenvoltura. Sólo salía de noche de sus habitaciones del piso bajo, siempre llevaba el pijama puesto y nunca comprendía cómo los demás podían hacer tantas cosas seguidas sin aturrullarse. Él tenía que hacerlo todo con una grandísima parsimonia, de manera que se le echaba el tiempo encima y no había forma de que viviese al ritmo de todo el mundo. Así que, por ejemplo, desayunaba a las siete de la tarde, almorzaba —con un poco de suerte— a media noche, tocaba la campanilla pidiendo la merienda justo con el amanecer y cenaba rayando el mediodía; a partir de ahí, empezaba de nuevo a acumular retrasos y a encajar en horas rarísimas las comidas, el churreteo de su aseo personal —mucha gárgara y mucho purgante para estar impecable por dentro, pero de lo de fuera se olvidaba durante meses y daba penita verlo—, los intentos inútiles de las criadas por arreglar un poco su alcoba, su vestidor y su gabinete, y sus paseos perfectamente cronometrados hasta la playa de Valdelagrana, en El Puerto, siempre en coches de alquiler con chófer que se pasaban horas aparcados frente a la casa y salían por un dineral.

—Pero el dinero es suyo y se lo gasta como le sale del regaliz —decía la Mary—. Bien que hace.

De todas formas, cualquiera podía comprender que organizarse todo aquel jubileo, y encima cuidar a sus palomas —porque tío Ricardo criaba palomas y hacía con ellas cosas de mucho mérito—, tenía que resultar espantoso, y así se pasaba el pobre todo el rato diciendo ojú qué lío, ojú qué lío.

La verdad es que yo no veía mucho a tío Ricardo atareado con las palomas y haciendo con ellas las habilidades tan increíbles que la Mary me juraba que le había visto hacer. Decía la Mary que tío Ricardo ponía a las palomas de lado, pero siempre mirando hacia el mismo sitio, hacia el campanario de la Parroquial, y que les enseñaba fotos, dibujos, les hacía morisquetas, les hablaba con los dedos como si fueran sordomudas y estuviera amaestrándolas. Las palomas más espabiladas eran capaces, según la Mary, de reconocer a una persona si tío Ricardo antes les había enseñado su foto con la suficiente paciencia y cabezonería, pero yo nunca me lo creí del todo. En realidad, ya digo, a tío Ricardo era difícil encontrarle dos días en el mismo sitio a la misma hora, y, pensándolo bien, era rarísimo que las palomas pudieran seguirle y obedecerle, por poco que fuera, en aquel desbarajuste. La Mary, como estaba todo el día zascandileando, andaba más al tanto de los progresos asombrosos de tío Ricardo con las palomas y decía que a veces se tenía que pellizcar para creer lo que estaba viendo, porque se quedaba zurumbática perdida. Yo sólo veía las palomas revoloteando por el patio y las azoteas y escuchaba, eso sí, aquel zureo que llenaba la casa de un runrún como un hervor de murmuraciones.

Una tarde, poco antes de aquel verano que pasé convaleciente y medio tarumba por culpa de la destemplanza y de las cosas que me pasaron en casa de mis abuelos, me fijé en una paloma que se paseaba, con un movimiento raro y como melindroso, por el pretil de la azotea chica y no sé por qué —a lo mejor porque había hecho uno de aquellos días nublados que ya de chinarri, como decía la Mary, me ponían medio mustio— en seguida pensé que era una paloma tristona y solitaria y que lo estaba pasando mal. Cosas así se me ocurrían a mí de vez en cuando. Desde aquella tarde, empecé a ver aquella paloma casi todos los días que íbamos a casa de mis abuelos, y en cuanto pude se la señalé a la Mary. Ella se rió de mis ocurrencias y me explicó después, dándose muchos aires de enterada, que no era paloma sino palomo y que lo único que le pasaba era que había salido cojo y que ya sabía yo lo que se decía de los palomos rengos. La Mary dijo que era una lástima, porque era un palomo bonito, pintado de negro, o sea zarandalí, y además zumbón, con aquel buche pequeño y alto que le daba un aire un poquito litri y peripuesto. Nadie tenía la culpa de que cojease y no le hicieran tilín las palomas.

—Uno menos para traer palomas al mundo —dijo la Mary—, con lo jartibles que son.

No sé por qué yo me acordé de pronto de cuando tuve que probarme el traje de primera comunión, que la hice de marinero y de pantalón largo, y el sastre, al probarme la primera vez, dijo uy este niño tiene una pierna más corta que otra, y era verdad porque el pernil izquierdo se me quedaba un poco respingón. Mi madre me dijo que no me preocupase, que era una tontería y le pasaba a casi todo el mundo, pero yo me pasé un montón de días mirándome en el espejo del armario de su dormitorio y, aunque poco a poco se me fue olvidando, tardó mucho en quitárseme el comecome de saberme cojo, por poquito que fuera y por mucho que me dijese a mí mismo que no se me notaba nada.

A mi prima Rocío, desde luego, no se lo conté, con lo repajolera que sabía ser para mortificarme, pero a Antonia, la niñera, sí se lo confesé y ella me dijo no seas tan novelero que empiezas imaginándote que eres cojo y acabas creyéndote el conde Drácula. A la Mary nunca se lo dije.

La Mary decía que las palomas eran unas jartibles porque lo ensuciaban todo una barbaridad, y mi madre y tía Blanca también rajaban mucho contra las palomas de tío Ricardo porque destrozaban los tejados y, como siguieran multiplicándose de aquella forma, acabarían con toda la casa. Y cuando la casa fuera una ruina —o, simplemente, cuando desaparecieran los abuelos, por ley de vida— ¿quién iba a cuidar de tío Ricardo? Ésa era una de las grandes preocupaciones de la familia desde que tío Ricardo empezó a volverse chaveta y rompió su noviazgo con Reglita Martínez, una medio pariente nuestra con la que tío Ricardo llevaba más de diez años de relaciones.

Desde entonces —o sea, desde hacía siglos—, la encargada de atender a tío Ricardo era la vieja tata Caridad. Como decía tía Blanca poniendo una cara horrible de resignación, la tata Caridad era una verdadera reliquia en casa de los Calderón Lebert. Ya era viejísima cuando yo tenía diez años, y llevaba en casa de mis abuelos desde que era mocita, a poco de casarse mi bisabuela, y ella había criado a mi abuelo y a todos sus hermanos y por eso mi abuelo la quería una barbaridad y mi abuela, que era una bendita, se lo consentía todo. Yo creo que mi madre y tía Blanca le tenían bastante tirria a la tata Caridad, pero como hacía un avío tremendo ocupándose de tío Ricardo procuraban disimularlo todo lo posible. A la tata Caridad, además, le pasaba una cosa muy misteriosa e interesante, yo no he vuelto a encontrar en mi vida a otra persona a quien le ocurriera lo mismo. La tata Caridad no tenía una cosa que todo el mundo tiene. A mí me tenía fascinado. La tata Caridad, por decirlo de una vez, no tenía perfil. Bueno, lo que no tenía era perfil derecho. Ella misma se lo contaba a todo el mundo. Te estaba mirando de frente y de pronto giraba la cabeza a la izquierda y decía, sin la menor vacilación, ahora no veo lo que se dice nada, una nube, es que no tengo perfil. Las personas mayores decían siempre uy Caridad, por Dios, de verdad qué raro, no me lo puedo ni creer; se les notaba muchísimo que estaban haciendo el paripé para quitársela de encima. La verdad es que yo, al principio, sí que le veía el perfil, pero parece que era el perfil izquierdo que se transparentaba, según ella me explicó. Luego, poco a poco, fui dándome cuenta de que era cierto, que conforme ella giraba la cabeza a la izquierda se le iban borrando la nariz, la barbilla, el perfil entero, pero la Mary me dijo que a la tata Caridad sólo le pasaba que era tuerta, tuerta perdida, y mi madre también quiso quitármelo de la cabeza y me explicó que la tata Caridad tenía cataratas en el ojo derecho, y eso sí que tenía que ser imposible. Alguna vez soñé con el ojo de la tata Caridad y, dentro, unas cataratas como las del Niágara o las del Iguazú, pero después me despertaba y estaba clarísimo que mi madre me había contado una majadería. No podía comprender por qué. No había nada malo en que la tata Caridad no tuviera perfil. Y es cierto que la pobre se ponía pesadísima haciéndose la mártir —porque si la cara se le siguiera borrando acabaría quedándose sin ella— y contándote su vida de cabo a rabo, pero, si uno la dejaba hablar, aunque no le hiciera el menor caso, ella se quedaba tan contenta. Por la noche, cuando andaba fisgoneando por toda la casa con la excusa de atender a tío Ricardo, se largaba ella sola, en voz alta, unas peroratas interminables, pero ya a nadie le llamaba la atención ni parecía importarle lo más mínimo.

—Tus abuelos —me dijo con mucho misterio, una vez que la sorprendí hablando como una cotorra de un pretendiente que ella tuvo de chiquilla, antes incluso de entrar a servir, sentada junto a mi abuela que dormía como una santa en la mecedora del comedor— necesitan distraerse un poco, pobrecitos.

Yo no comprendía, la verdad, que a nadie pudiera faltarle distracción en aquella casa.

Mis abuelos hacían una pareja muy apacible y silenciosa, se lo tomaban todo con mucha tranquilidad y, desde luego, comprendían perfectamente que tío Ricardo necesitara tener preparado el almuerzo —sopa de maizena, jamón de york, un tocino de cielo y una copita de Quo Vadis, el amontillado de la familia— a las cuatro y diez de la madrugada, o que la tata Caridad exhibiera sus fantásticos achaques ante cualquiera que se pusiese a tiro, desde el aguador que entraba por el patio falso todas las mañanas con su burro lleno de tinajas que siempre iban chorreando, hasta el presidente del Ateneo, muy amigo de mi abuelo, o las Hermanitas de los Pobres, que iban a pedir cada jueves, sin fallar uno, a la hora sonámbula de la siesta. Mi abuela recibía muchas visitas y formaba cada tarde, en el gabinete, unas tertulias muy animadas, con tazas minúsculas de café, docena y media de tortas de aceite recién traídas de Casa Guerrero y un vasito de moscatel a última hora, que ésa era la consigna para que las señoras empezasen a desfilar cuando mi abuela ya iba sintiéndose cansada. Todas las señoras que estaban de visita hablaban muchísimo, aunque a media voz, y el gabinete se llenaba entonces de un murmullo que parecía lleno de espuma. Mi abuela se pasaba callada casi todo el rato, sonriendo. Mi abuelo, mientras tanto, se reunía en el escritorio, para hablar de negocios y de las noticias que llegaban de Madrid, con el tío Antonio, don Sixto el del Ateneo, José Javier García Vela —que era el médico de mi familia y de toda la gente bien de la ciudad— y el padre Vicente, un cura capuchino que olía a incienso viejo y nos confesaba a todos el sábado a mediodía, en el oratorio que había junto a la alcoba de la abuela. Yo espiaba también aquellas conversaciones de los hombres, aunque lo que más recuerdo de ellas era el aroma del tabaco y el olor inconfundible que salía del escritorio.

En ocasiones, aquellas tertulias de mis abuelos, siempre estrictamente separadas, se sobresaltaban un poco, sobre todo cuando llegaba tía Victoria, la artista de la familia, «a pasar unos días». Tía Victoria se presentaba de improviso y casi siempre venía del extranjero, porque se pasaba la vida viajando, gastándose su parte del negocio, dando recitales en los sitios más extraños, mandando postales desde ciudades increíbles y recibiendo —durante todo el año y en casa de los abuelos, porque ésa era la dirección que siempre daba como fija— cartas de pretendientes que parecían todos polacos o neozelandeses, por la cantidad de consonantes que usaban en los apellidos. Nada más llegar, se reunía con mi abuelo y con tío Antonio para tratar de la venta de otro paquete de acciones —porque el arte, cuando es serio, no da para nada, decía— con el consiguiente desconsuelo de sus hermanos, que trataban de explicarle en vano que el negocio ya no era lo que había sido. Ella se hacía la sorda y se montaba un chorro de zalamerías y luego se iba, radiante, a la reunión de las señoras, a alborotar. Tía Victoria contaba siempre montones de historias llenas de lujo y atrevimiento, decía muchas picardías y todas las señoras se ponían medio frenéticas y se divertían horrores. Mi abuela —que siempre fue un poquito cuajona, la verdad sea dicha— se animaba una barbaridad con aquella cabraloca de su cuñada, y yo, desde el pasillo, por su manera de hablar —lo poquito que hablaba— y de reírse, me daba cuenta de que se lo pasaba divinamente.

Aquel año, poco antes de que mi madre me llevara con los abuelos para tener ella las tardes libres, y por si en aquella casa faltase animación, la bisabuela Carmen empezó a ponerse rara. Las habitaciones de la bisabuela Carmen, la madre de mi abuelo, estaban en el segundo piso y a ella la cuidaban dos mujeres que se turnaban para no dejarla sola por las noches, más una señorita de compañía la mar de dispuesta, Adoración, que se ocupaba de que todo estuviese en orden. La bisabuela Carmen siempre fue la mar de pejiguera para todas sus cosas, de manera que la señorita Adoración tenía su mérito, aunque también es verdad que lo cobraba a precio de oro, como decía mi madre. La bisabuela Carmen, por señalar sólo una de sus rarezas, no recibía visitas —ni siquiera la de sus hijos o la de su nuera Magdalena, mi abuela, que desde que se casó con mi abuelo había pasado a ser la señora de la casa y a ocupar con su marido, sus hijos y su servicio las habitaciones del principal— más que los sábados y domingos de cuatro a seis de la tarde. Sólo de cuatro a seis. Jamás hacía excepciones y nunca recibía a más de dos personas al mismo tiempo, de forma que la señorita Adoración llevaba un cuaderno muy pulcro donde anotaba los nombres de los visitantes y el horario que les correspondía, a veces con semanas de antelación. Por raro que parezca, las amistades de la familia no habían terminado por aburrirse y las citas con Carmen Lebert se habían convertido en el pueblo en una tradición muy distinguida que, al menos las señoras de familia bien, no podían dejar de cumplir regularmente. Pero en el verano del 58, Carmen Lebert —que con sus casi noventa años había conservado una salud y una lucidez, según mi madre, inaguantables— empezó a sufrir una serie de achaques galopantes que obligaron a la señorita Adoración a cancelar todas las visitas, excepto las del médico —quien aseguraba sin ningún apuro que no entendía nada de lo que le ocurría a aquella señora— y las de mi abuelo y tío Antonio. Por lo visto, empezó a perder el control y al cabo de unas semanas se pasaba todo el tiempo pidiendo de comer y de beber y queriendo ir al retrete sin ninguna necesidad. Empezó a decir que no reconocía a nadie, aunque, para compensar, se puso a recordar a todas horas unos amoríos que, según ella, tuvo de joven con una cuadrilla entera de bandoleros; mientras tía Blanca aseguraba voladísima que todo aquello era una insensatez, mi madre decía entre muchas risas que a ella no le habría extrañado lo más mínimo que fuese verdad. La señorita Adoración se tiraba todo el día santiguándose y mi abuela encargó en la Parroquial una docena de misas por su suegra.

En contra de lo que pueda parecer, aquella manera de desvariar que le entró a la bisabuela Carmen no le quitó a la casa nada de ajetreo. Las visitas ya no entraban en el dormitorio, pero no por eso se acabó todo aquel trajín de señoras que venían siempre de dos en dos, con tiempo de sobra para subir con una parsimonia de campeonato los dos larguísimos tramos de escalera que llevaban al segundo piso, entre gemiditos de cansancio y cotilleos de todos los colores. Con frecuencia, las que volvían de pelearse con la señorita Adoración —que en ningún momento se dejó ablandar o sobornar para franquear la entrada del dormitorio a ninguno de aquellos loros— se encontraban con las que iban a ello e improvisaban en el descansillo, en unas butacas que mi abuela ordenó poner allí y que acabaron por convertir el descansillo en una verdadera salita de estar, unas tertulias muy entretenidas. Tío Ricardo las odiaba a todas con verdadera pasión —la Mary decía que por culpa de ellas tío Ricardo no visitaba a su madre, la bisabuela Carmen, desde hacía años—, pero yo creo que si aquellas señoras hubieran dejado de ir de visita, habría sido como si todas las paredes de la casa de pronto empezaran a desconcharse.

A cambio del vacío que dejaron en su dormitorio todas aquellas brujas, la bisabuela Carmen decidió contar, a veces a gritos e incluyendo viejísimas canciones verdusconas, sus aventuras con aquellos bandoleros que la trataron como a una reina y se fueron matando los unos a los otros o suicidándose por su amor. Era como una película y la bisabuela Carmen se inspiraba mucho mejor por la noche, de manera que, entre unas cosas y otras, en casa de mis abuelos por la noche sí que había bulla y no en la Feria de Sevilla.

Mi madre, tan mona como siempre, debió de pensar que, puesto que yo estaba medio chuchurrío y desganado, no iba a echar cuenta de nada y dormiría tan ricamente.

La Mary, en cambio, mientras colocaba mi ropa en el armario de la habitación de tío Ramón, el hermano balarrasa de mi madre, que fue donde me pusieron, me miró con mucha guasa y me preguntó:

—Niño, ¿tú hablas en alto cuando duermes?

Le dije que no.

—¿Y roncas?

Le dije que tampoco.

—¿Y no te tiras peditos?

Me acharé y me encogí de hombros, porque yo sabía que algunos sí que me tiraba, pero me daba vergüenza decirlo.

—Qué barbaridad. ¿Estornudas? ¿Sabes hacer algo con las orejas?

Yo me eché a reír.

—Picha, no te rías que esto es la mar de serio. Aquí, si por la noche no haces algo, por la mañana no te dan de desayunar. Así que ya puedes ir ensayando lo que sea.

Yo me imaginaba que estaba de pitorreo, pero por si acaso le dije:

—Algunas veces toso…

—Uy, guapo, ni hablar. Ésa es mi especialidad.

La Mary se puso a toser como si fuera a echar los pulmones.

—Es lo que mejor me sale —dijo—. Vete pensando en otra cosa.

Me dio el pijama y se me quedó mirando a ver lo que hacía.

—Niño, si te da vergüenza, espera a que termine de hacerte la cama y me voy corriendo.

A mí me daba una vergüenza horrorosa desnudarme delante de la Mary.

—Para lo que habrá que ver… —dijo ella—. Seguro que tienes una pichita como un altramuz.

La Mary, como ya he dicho, era la criada del cuerpo de casa, y tía Blanca la ajustó cuando ella se casó; según mi madre, en nada de tiempo se había hecho la dueña de todo. Tenía ya veinte años y era rubia, bajita y ni gorda ni delgada. Mi madre, la primera vez que la vio, dijo que era muy ordinaria hablando y moviéndose, pero a mí me pareció bastante guapa y graciosa, aunque en seguida me di cuenta de que era una fresca. La Mary y yo desde el principio hicimos muy buenas migas.

—Dime, ¿la tienes chiquitita como un altramuz?

Eso desde luego no era verdad.

—Antonia me dijo una vez que ya quisieran tenerla como yo muchos hombres hechos y derechos.

—¿Y quién es Antonia?

—La niñera que tenemos ahora en mi casa.

—¿Y de verdad te dijo eso?

Ella preguntaba y seguía haciendo la cama, sólo me miraba de refilón.

—De verdad que me lo dijo. Un día que me estaba bañando.

—Pues si eso es verdad —dijo la Mary, mirándome de pronto a la cara y mientras se recogía bien con una horquilla los pelos del rodete—, ya se me ocurre lo que puedes hacer tú por la noche. Niño, «eso» es lo que aquí no hace nadie.

Y cuando dijo «eso» puso una cara que parecía que estaba hablando de lo mejor del mundo.