Mientras conducía hacia el apartamento, Arkady se sentía exultante y al mismo tiempo agotado, como si Eva y él hubiesen logrado sobrevivir tras cruzar un páramo de traición y equívocos. Sabía que más tarde hablarían de ello y las palabras atenuarían la experiencia, pero por el momento viajaban en la motocicleta en un estupor de felicidad.
Ella habló una sola vez por encima del ruido de la moto.
—Tengo un regalo para ti. —Sacó una casete del interior del abrigo—. La cinta auténtica.
—Eres una mujer maravillosa.
—No, soy una mujer horrible, pero es a eso a lo que estás unido.
Mientras esperaban a que el ascensor se cerrara, hablaron de trivialidades, preservando la burbuja del momento.
—¿Sigues siendo investigador?
—Lo dudo.
—Bien, entonces podemos viajar a alguna parte donde haya una playa soleada y palmeras.
Cuando las puertas del ascensor comenzaron a cerrarse, un gato con la piel erizada subió a bordo, arqueó el lomo por la sorpresa y salió disparado.
—¿Y Zhenya? —preguntó Arkady.
—Deberíamos llevarlo con nosotros —dijo Eva.
«¿Por qué no?», se dijo Renko. Arena dorada, agua azul y derrotas regulares en un tablero de ajedrez. Si eso no eran unas vacaciones, entonces no sabía lo que era. Eva se quitó el pañuelo y sacudió la nieve mientras salía del ascensor en el piso de Arkady. Ser feliz era como estar borracho. El investigador sentía que no llevaba a cuestas el lastre de costumbre.
Al llegar a la puerta del apartamento, preguntó:
—¿Te gustaría ver un dragón?
—Busquemos a Zhenya y larguémonos —susurró ella.
Eva entró primero. Cuando encendió la luz, Bora salió del baño. Arkady reconoció el mismo puñal que no había conseguido encontrar en el hielo de Chistye Prudy. Tenía doble filo, tan cortante como una navaja de afeitar, y Arkady lo asió sólo para hacerse un profundo corte en la palma de la mano. Bora se volvió entonces, clavó el puñal en el costado de Eva y la llevó hacia atrás sobre el cuerpo de Sofia Andreyeva. La mujer tenía el cuello rajado, y su rostro aparecía blanco bajo el llamativo maquillaje y el colorete. Las paredes y los pósters estaban salpicados con las señales de la lucha. Zhenya estaba parapetado detrás de una mesa baja en una esquina de la habitación, con un gran cuchillo en la mano. En la mesa descansaba parcialmente montado la Tokarev, a la espera del muelle de retroceso y el cojinete.
Bora llevaba guantes de látex y un chándal fácil de lavar.
—¿Por qué no te ríes ahora? —le preguntó a Arkady.
Cuando extrajo el puñal del costado de ella, Eva cayó al suelo tratando de recuperar el aliento.
En la esquina, Zhenya intentó coger el muelle y rodó lejos de la mesa. No era justo, pensó Arkady. Habían sido tan inteligentes, Eva sobre todo.
Bora mostraba el enfoque confiado de un carnicero, dispuesto a abrir el vientre pero con la intención de comenzar a tallar un brazo o una pierna. En las películas, ése era el momento en que el héroe se envolvía una capa alrededor del brazo a modo de escudo, pensó Arkady. Pero allí no parecía haber ninguna capa disponible. En cambio, Renko tropezó con la alfombra y cayó al suelo. Bora se echó sobre él de inmediato, presionando contra el suelo la parte herida de la cara de Arkady.
El aliento de Bora era caliente y húmedo.
—En el patio de tu edificio hay un gimnasio. Estaba saliendo de allí y, ¿a quién veo quitándose un casco de moto sino al hombre de Chistye Prudy? ¿Recuerdas cómo te divertiste en el hielo? Pero te reíste del hombre equivocado.
Bora era todo músculo, mientras que Arkady se quedaba sin resuello tan sólo de subir la escalera del estadio. Además, sólo disponía de una mano sana para defenderse de él. Todo marchaba mal. El anillo rojo alrededor del cuello de Sofia Andreyeva. La desesperación de Zhenya cuando el muelle del retroceso saltó y quedó fuera de su alcance. Los roncos esfuerzos de Eva para poder respirar.
Bora apretó el cuchillo con más fuerza.
—¿Te ríes ahora?
Luego introdujo la punta del cuchillo en la oreja de Arkady, haciéndole cosquillas en los finos pelillos del pabellón.
Lentamente, a regañadientes, el brazo de Arkady cedió. Recordó entonces un sueño en el que había decepcionado a todo el mundo. No recordaba los detalles, pero la sensación era la misma.
En ese instante, un tablero de ajedrez rebotó en la cabeza de Bora. El tipo alzó la vista y Zhenya disparó.
No habría un segundo disparo, porque el chico había apretado el gatillo sin el muelle de retroceso.
Sin embargo, tampoco habría necesidad de un segundo disparo. Bora estaba tendido en el suelo con un orificio negro del tamaño de una quemadura de cigarrillo en la cabeza.
Con el viento y la nieve cambiando constantemente de dirección, resultaba difícil decir si la ambulancia avanzaba.
Arkady y Zhenya viajaban con Eva y una paramédica, una chica con una lista de comprobación. Eva estaba sujeta con correas a la camilla, cubierta con mantas hasta la barbilla, una máscara de oxígeno en el rostro y cables que la conectaban a varios monitores que controlaban sus constantes vitales. Sentado en un asiento plegable, Zhenya se abrazaba las rodillas.
—Su respiración es poco profunda —comentó Arkady.
La paramédica le aseguró que mientras que las víctimas que han sido apuñaladas pueden morir a causa del shock y la pérdida de sangre en cuestión de segundos, veinte minutos después de haber sido atacada, Eva seguía consciente, con la mirada enfocada en Arkady, y apenas si había sangrado. El investigador trató de mostrarse tranquilo, pero la experiencia era similar a encontrarse en un ascensor en caída libre: veía pasar un piso tras otro pero no podía bajarse.
Eva se quitó la máscara de oxígeno.
—Tengo frío —dijo.
Arkady apartó la manta de Eva y desgarró el vestido para examinar más detenidamente la herida, una ranura bordeada de morado entre las costillas. No había hemorragia externa desde el corte a menos que se aplicase presión en la herida; entonces brotaba sangre del color del vino tinto.
Esperando.
Arkady y Zhenya permanecían sentados en un banco de la sala de urgencias, tratando de ver fugazmente a Eva cada vez que se abría la puerta del quirófano adonde la habían llevado. Arkady medía el corredor en pasos una y otra vez, miraba los carteles de «No fumar» y «Prohibido el uso de teléfonos móviles» que había en las paredes. En un extremo del pasillo, una puerta en la que se leía «Salida de emergencia» franqueaba el acceso a la terraza; fuera, la nieve cubría el suelo y empujaba las colillas y los paquetes de cigarrillos vacíos. Arkady se dedicó a ojear unos folletos comerciales que había sobre una mesa sin leerlos realmente. «Qué hacer en Tver», «Las tiendas de lujo en Sovietskaya» o «Cómo ganar en la ruleta». Se sentía petrificado. Zhenya se escondía en el abrigo de Eva, dos piernas sobresaliendo de la tela, hasta que Renko lo abrazó y le dio las gracias por haberlos salvado. En esos momentos estarían todos muertos si no hubiese sido por el muchacho.
—Creo que eres el chico más valiente que he conocido. El mejor de todos.
El llanto de Zhenya debajo del abrigo sonaba parecido al de la madera al desgarrarse.
Elena Ilyichnina salió del quirófano vestida con ropa de hospital morada, húmeda por la transpiración, y le habló a Arkady en un tono suave y especial que no daba pie a falsas esperanzas.
—Hemos conseguido drenar una cantidad considerable de sangre. La doctora Kazka presentaba un escaso sangrado externo, pero por dentro se estaba ahogando. Hay tantos órganos que un cuchillo puede herir dependiendo de la longitud de la hoja: los pulmones, el hígado, el bazo, el diafragma y, por supuesto, el corazón… Una laparoscopia y una reparación completa podría llevar horas. Le sugiero que vaya a la sala de urgencias a que le echen un vistazo a esa mano.
Arkady pudo imaginarse la sala de urgencias y su población nocturna de borrachos y drogadictos compitiendo para ser atendidos. Cualquier cosa menos vampiros.
—Nos quedaremos aquí.
—Por supuesto. He sido una estúpida al sugerir atención médica.
Arkady no entendía por qué la mujer se mostraba tan brusca.
—¿Podría decirme, por favor, dónde puedo utilizar un teléfono móvil?
—No en esta planta. A nuestros instrumentos no les gustan los móviles.
—¿Dónde, pues?
—Fuera. —Ella lo sorprendió entonces mirando la salida de emergencia—. Ni se le ocurra.
Harto de mirar el suelo, Arkady volvió su atención a los folletos que había encima de la mesa. Eran desplegables satinados que ofrecían apartamentos, manicuras, restaurantes íntimos, la posibilidad de conocer hombres extranjeros. Uno decía: «Alfombras Sarkisian. ¡Una fina alfombra persa, turca, oriental es una gran inversión! Las alfombras con dragones aumentan su valor. ¡En las casas de subastas de París y Londres, las alfombras con dragones están valoradas en cien mil dólares, más incluso!». En la foto que acompañaba el texto, un hombre elegante con el pelo blanco señalaba un dragón rojo que se movía subrepticiamente en el intrincado diseño de una alfombra. Arkady pintó el pelo del hombre con un bolígrafo y el parecido familiar con el fiscal Sarkisian fue completo.
Victor y Platonov llegaron al cabo de un rato de Moscú con sendos vasos de cartón llenos de té.
—Tu médico me llamó. Yo llamé a Platonov.
—Zhenya y usted no habrían pensado que los amigos iban a abandonarlos, ¿verdad? —dijo Platonov.
—¿Tienes una relación con Elena Ilyichnina? —le preguntó Arkady a Victor.
—Algo por el estilo. Estuvimos sentados juntos cuando estabas en el hospital. Compartimos la vigilia.
—Estabas borracho.
—Ése es un pequeño detalle sin importancia. Bebe tu té.
El té parecía malo y estaba frío. Arkady bebió un pequeño trago y estuvo a punto de escupirlo.
—Un toque de etanol. —Victor se encogió de hombros—. Hay tés y tés.
—Es horrible.
—De nada.
Le ofreció a Arkady una pistola y un cargador extra, que el investigador rechazó.
—No creo que Elena Ilyichnina te haya llamado para que mantuviésemos un tiroteo en su hospital.
—Nos haríamos famosos. Apareceríamos en el telediario de la noche.
Zhenya y Platonov jugaban partidas a ciegas, exactamente lo que el chico necesitaba para mantener la mente ocupada. Un catálogo de lencería femenina tenía a Victor totalmente absorto.
Arkady se quedó dormido y, en su sueño, fue a por cigarrillos. Había una máquina en el sótano junto a la cafetería, que estaba cerrada, y una exposición de arte escolar. Había muchos dibujos de princesas y skaters, jugadores de hockey sobre hielo y Boinas Negras.
Al regresar se confundió de camino, no giró en el lugar indicado y cogió el ascensor equivocado, que lo llevó a otra zona del hospital. Ahora tenía más calor, estaba sudado y era el mediodía. Oyó el sonido de motores fueraborda, remos que goteaban, el chapoteo de los peces, la lasitud de un bote metálico a la deriva. Los mosquitos empollaban en el agua, las libélulas se comían a los mosquitos, las golondrinas se alimentaban de las libélulas y los tábanos se cebaban en Platonov. El viejo llevaba una gorra estilo Afrika Korps para protegerse el cuello y, cada cinco minutos, entraba en una vorágine de palmetazos que sacudía el bote.
—¡Sanguijuelas! Probablemente ésta es la razón por la que la criatura se queda en sus lóbregas profundidades.
Platonov volvió a hundir los remos en el agua y consiguió dar una palada. El anciano se encargaba de remar porque colocar su pesada humanidad a proa o a popa hacía que el bote fuese inestable. Zhenya estaba sentado a proa, vestido con una camiseta y unos pantalones cortos, y rebuscaba en una caja de fuegos artificiales. Estaba ligeramente bronceado, e incluso había ganado un poco de peso. Alrededor del cuello llevaba colgada una cámara.
—Sólo nos queda una bomba —anunció el muchacho.
—¿Cómo andamos de bocadillos? —preguntó Platonov.
Arkady miró en la cesta.
—Tenemos muchos, pero algunos están un poco húmedos.
—No existen los bocadillos que sólo están un poco húmedos —dijo Platonov.
Zhenya examinaba el agua a través de la cámara.
—¿Sabíais que algunos cadáveres no se hunden ni flotan en la superficie, sino que simplemente están suspendidos en el agua?
—Eso suena delicioso.
Platonov hundió la gorra en el agua y volvió a ponérsela en la cabeza, disfrutando de la partida de desempate.
—Explícame nuevamente el plan —dijo Arkady.
—Hacemos estallar una bomba —dijo Zhenya—, en realidad, un petardo gigante. El monstruo siente curiosidad, sale a la superficie y yo le hago una fotografía.
—Buen plan.
—Aparecerá en la portada de todas las revistas científicas —dijo Platonov.
Una libélula comenzó a volar entonces alrededor del bote, describiendo figuras en ocho y bucles tan cerca de Platonov que éste perdió el equilibrio. Cuando la barca se sacudió, Zhenya y Platonov permanecieron a bordo, pero Arkady cayó al agua y se hundió. Se sintió cómodo debajo de la superficie, flotando a la deriva debajo del bote cuando una gran sombra cruzó por su línea de visión. Un esturión de cien años de edad, con percebes y costillas blindadas, nadaba arrastrando un velo blanco con las mandíbulas. El gigantesco pez era de color gris metálico, y cada uno de sus ojos era grande como una bandeja. Arkady siguió el velo hasta el fondo oscuro del lago, donde encontró a Eva atrapada debajo de una enorme roca que no podía mover. Luego alzó la vista hacia el bote y vio que Zhenya arrojaba algo al agua. ¡La bomba! Entonces se produjo una enorme burbuja y ésta creó una onda expansiva que sembró de peces la superficie del lago y, debajo, desplazó la roca. Arkady cogió la mano de Eva y ambos ascendieron sin esfuerzo hasta que Victor lo sacudió para despertarlo.
—Eva está saliendo ahora.
Eva salió del quirófano siendo una versión reducida de sí misma, empapada en sudor, anestesiada y sorda al traqueteo del gotero que rodaba junto a la camilla. Luego los médicos de la unidad de recuperación cerraron las puertas tras ella.
—La doctora Kazka lo ha pasado mal —dijo Elena Ilyichnina. Ella también parecía agotada; tenía unas profundas ojeras y la marca de una mascarilla quirúrgica como una costura a través del rostro—. La hoja se movió describiendo un arco después de haber penetrado en su cuerpo, de modo que tuvimos que atender varios sitios afectados. Un pulmón estaba raspado y el diafragma perforado. El corazón, sin embargo, no estaba dañado. Habitualmente insistiría en que permaneciese ingresada para su observación, pero entiendo vuestra necesidad de regresar a Moscú y he organizado un traslado en ambulancia. Puede pactar el precio con el conductor.
—Pero ¿está fuera de peligro? —quiso saber Arkady.
—No mientras esté con usted —repuso Elena Ilyichnina, observando el rostro amoratado del investigador—. ¿Cuido usted bien de mi delicado trabajo artesanal? ¿Es prudente al cruzar la calle?
—Lo intento.
—¿Sabe?, se supone que debemos informar a la milicia de cualquier delito violento. No me gustaría presentar un informe acerca de un hombre que vivió un milagro y lo echó por la borda —dijo Elena Ilyichnina, y atravesó la puerta de la unidad de recuperación, dejando a Arkady con la sensación de que su cabeza estaba ensartada en una lanza.
—¿Nuestra «necesidad»? —dijo Victor—. Nuestra necesidad es largarnos cuanto antes de esta mierda de ciudad. En lugares como éste podrías estar en cualquier parte. En Rusia hay ciudades como Tver por todos lados, como mil hijas feas. Los mismos edificios horribles, las mismas plazas vacías, incluso las mismas estatuas, porque ya no reparamos en lo feas que son. ¿Qué opináis, caballeros?
—Opino que has bebido demasiado té —dijo Arkady.
—Debemos llevar a Zhenya a un lugar seguro. —Platonov se había convertido de pronto en una madraza.
—Id al patio de ambulancias —dijo Arkady—. Llegad a un acuerdo con el conductor.
—¿Tú no vienes? —preguntó Victor.
Arkady observó a la última enfermera que abandonaba el quirófano.
—Dame cinco minutos.
El investigador salió por la puerta de emergencia a la terraza del quinto piso y subió a la azotea por una escalera metálica.
Se encontró en una isla oscura rodeada por un débil resplandor de los reflectores y poblada de conductos de ventilación cubiertos de nieve. Los sombreretes espiralados de uno de los conductos giraba como un derviche. Los ventiladores zumbaban. Uno de los conductos tenía una veleta que cambiaba nerviosamente de lugar a causa del viento. Terreno elevado, perfecto para los teléfonos móviles.
Llamó a Moscú.
Cuando el teléfono hubo sonado once veces, una voz contestó:
—¿Quién demonios es?
—Fiscal Zurin, soy Renko.
—¡Santo Dios!
—Regreso a Moscú. En mi apartamento de Tver hay dos cadáveres. Una mujer mayor con el cuello rajado, una mujer muy agradable llamada Sofia Andreyeva Poninski, y su atacante, Bora Bogolovo, a quien maté de un disparo.
A continuación le proporcionó a Zurin la dirección del apartamento.
—Espere, espere. ¿Por qué me llama a mí? Usted trabaja en Tver, en la oficina del fiscal Sarkisian.
—Sarkisian estaba implicado con Bogolovo, así como con los detectives Isakov y Urman, en asesinatos, crímenes de guerra y recepción de bienes robados. Tengo grabada en una cinta la confesión de Isakov.
—¡Dios mío!
—Es increíble. ¿Quién sabe adónde puede conducir todo esto?
—¿Qué es lo que está insinuando?
—Sólo que la investigación no puede quedarse en Tver. Debe ser llevada por un fiscal de fuera cuya reputación esté por encima de toda sospecha. Le he dejado una llave encima de la puerta del apartamento.
—Hijo de puta, ¿está usted grabando esta conversación? ¿Dónde se encuentra?
Arkady cortó la comunicación. Era suficiente para empezar.
Se sintió reanimado por la llamada. Apoyó los brazos contra el parapeto, respiró profundamente y dejó que un estremecimiento de alivio le recorriese el cuerpo.
Desde la azotea del hospital podía ver el curso negro del Volga y la luz sinuosa del tráfico a lo largo de la carretera que bordeaba el río. La plaza Lenin era una charca de luz, pero lejos de las farolas centrales estaba suavemente brumosa. A medida que nevaba, la ciudad se hundía y se alzaba. En la nieve había ritmo, del mismo modo que había olas en el mar, y la ilusión, mientras nevaba, de que Tver se estaba alzando.
—No está tan mal —dijo Arkady.
La nieve se asentaba. Se asentaba sobre un héroe en la calle Sovietskaya, inmovilizado, pensando aún en cuál sería su próximo movimiento. La nieve se asentaba sobre los huesos que habían salido de su escondite. Se asentaba sobre Tanya y las novias rusas. Se asentaba sobre la gracia de Sofia Andreyeva.
Pensó que Elena Ilyichnina se había equivocado en cuanto al milagro. El verdadero milagro era que la gente de Tver despertaría para encontrar que su ciudad se había transformado en un lugar blanco y puro.
En cuanto a los fantasmas, las calles estaban llenos de ellos.