Arkady regresó en moto a Tver, y Sofia Andreyeva y Zhenya lo hicieron en el coche. El chico había sufrido una fuerte conmoción cuando Urman lo golpeó, y estaba consciente pero silencioso. El muchacho se había visto obligado a buscar las llaves de las esposas entre los restos de Urman. Una mina saltadora provocaba un estallido lateral, y a corta distancia podía partir a un hombre por la mitad. Cuando la temperatura comenzó a descender, la lluvia se convirtió en nieve. Zhenya se aferró a su mochila y miró a través de la ventanilla el paso de las farolas, los copos que bailaban junto al cristal, cualquier cosa en lugar de las imágenes que tenía en la cabeza.
Arkady y Sofia Andreyeva convinieron en mantener la versión sencilla de la historia: el detective Marat Urman se dirigió solo y de forma imprudente a una zona peligrosa en medio de la oscuridad, clavó una pala en la tierra y golpeó una mina terrestre. La evidencia de que cualquier otra persona hubiese estado allí había sido convertida en un millón de pedazos.
El plan de Arkady también era muy sencillo. Había llegado el momento de que Zhenya y él redujeran las pérdidas y trataran la experiencia vivida en Tver como una fiebre alta o una pesadilla. Renko hizo el equipaje en un minuto, y el chico llevaba todo lo que tenía en la mochila. Haciendo un balance de la situación, Arkady había perdido a Eva, traumatizado a Zhenya y acabado con su menos que ilustre carrera. ¿Cuánto más daño podía causar un hombre?
El investigador giró en la calle Sovietskaya, la arteria principal de Tver. La nieve se fundía al tocar el suelo y la calle presentaba una quietud fotográfica, un contraste de raíles de tranvía plateados, el brillo del asfalto húmedo y una pareja que caminaba junto a una verja de hierro forjado.
Una manzana más adelante, al llegar al teatro, Arkady hizo señas en dirección al Lada para que se detuviera junto al bordillo y se dirigió a Sofia Andreyeva mientras ella bajaba el cristal de la ventanilla.
—¿Usted escupe habitualmente en público?
—Por supuesto que no, ¡qué pregunta!
—Hace un momento hemos pasado por delante de un edificio. Cada vez que pasa por ahí, escupe.
—Eso no es escupir, es una protección contra el diablo.
—¿El diablo vive en la calle Sovietskaya?
—Por supuesto.
—Pues creo que acabo de verlo. —Arkady le dio a Sofia la llave del apartamento—. Y no está solo.
La pareja caminaba junto a la verja de hierro forjado; Eva con abrigo y un pañuelo, las manos de Isakov hundidas en los bolsillos de un gabán del OMON. Ninguno de los dos pareció sorprenderse cuando Renko se colocó a la par de ambos, aunque observaron detenidamente la magulladura que coloreaba la mitad de su rostro.
Arkady se lo explicó con una sola palabra:
—Urman.
—¿Y cómo está Marat? —quiso saber Isakov.
—Estaba cavando un agujero cuando se topó con una mina. Era una mina saltadora. Está muerto.
—¿Dónde estabas tú? —preguntó Eva.
—Yo estaba dentro del agujero. Zhenya también. Él está bien.
Nadie estaba de guardia en la garita de vigilancia del número 6, aunque a través de los barrotes de la valla Arkady vio que había un BMW negro aparcado en el patio con un chófer dormitando al volante. En el interior de la entrada había cámaras de circuito cerrado, y el investigador creyó ver reflectores en el borde del tejado.
—¿Tú mataste a Marat? —dijo Isakov—. Me resulta difícil de creer.
—A mí también —respondió Arkady—. ¿Qué es este edificio?
—Era el cuartel general de la seguridad durante la guerra.
—Aquí trabajaba el padre de Nikolai —explicó Eva—. Era la Lubianka de Tver.
La prisión de la plaza Lubianka de Moscú era la boca del infierno, un monolito del color de la sangre seca. En comparación, el edificio del número 6 era un pastel glaseado.
—¿Era agente del NKVD? —preguntó Arkady.
—Hizo su papel.
—Cuéntaselo —pidió Eva.
Isakov dudó un momento.
—Eva es una fanática de la verdad. Muy bien, mi padre… Siempre me pregunté cómo podía estar en el NKVD y ser tratado con tanto desprecio por sus colegas. Él ya era mayor cuando yo nací, y para entonces también era un alcohólico. Pero al menos había sido espía durante la guerra, pensaba yo, y actuaba como si hubiese guardado secretos de Estado. Tenía una afección en la piel por lavarse las manos y, cuanto más bebía, más a menudo se levantaba de la mesa para lavarse y secarse los dedos. En su lecho de muerte mi padre dijo que había otra tumba polaca. Cuando le pregunté de qué estaba hablando, me contestó que era un verdugo. Nunca había actuado como espía; él simplemente ejecutaba a la gente. No sólo les disparaba, sino que les seguía la pista hasta el lugar donde eran enterrados. Ése fue su regalo de despedida para mí: una tumba polaca más. Dos regalos —se corrigió—. También me dejó su arma. La encontré esta mañana en un saco de terciopelo, todavía cargada.
—¿Por qué me cuentas todo esto? —le preguntó Arkady a Isakov.
—Porque creo que contigo el secreto está a salvo.
—Tengo frío —dijo Eva—. Caminemos.
Un paseo civilizado bajo una suave nevada en mitad de la noche. Con cordialidad Isakov rodeó los hombros de Arkady con el brazo.
—Marat te habría comido vivo. No pareces muy fuerte y, francamente, no pareces tan afortunado.
—No fui yo; ya te he dicho que desenterró una mina.
—Marat era demasiado experto para caer en eso. Era un Boina Negra.
—¿La élite?
—¿Quién, si no? Nos enviaron a Chechenia para poner orden entre las tropas. Los oficiales del ejército estaban demasiado borrachos para abandonar sus tiendas, y los soldados estaban demasiado asustados. Pedían un ataque aéreo si veían un ratón. Si alguna vez salían era para dedicarse al saqueo.
—¿Qué se puede saquear en Chechenia?
—No mucho, pero tenemos mentalidad de saqueadores. Por eso yo era candidato. Quiero que Rusia reviva.
—¿Tenías planes políticos? —preguntó Arkady—. Aparte de la inmunidad, quiero decir. ¿Tú admirabas a Lenin, Gandhi, Mussolini?
Cuando Eva cruzó hacia el teatro, cantaba una vieja melodía: «Stalin vuela más alto que nadie, derrota a todos nuestros enemigos y brilla más que el sol».
Renko no sabía de quién se estaba mofando. Los copos que había en su pañuelo le hicieron tomar conciencia de que estaba nevando con más intensidad, lo que representaba una vuelta a la normalidad. Al diablo con el buen tiempo.
Eva regresó a su lugar entre los dos hombres y enlazó sus brazos con los de ambos, conformando una troica.
—Dos hombres dispuestos a morir por mí. ¿Cuántas mujeres pueden decir eso? ¿Cada uno de vosotros reclamará una mitad o lo haréis por turnos?
—Me temo que el ganador se lo lleva todo —dijo Isakov. Vio la moto aparcada delante del pórtico del teatro y apoyó la mano sobre el motor—. Aún está caliente. Me preguntaba cómo te las ingeniabas para recorrer la ciudad sin ser visto. Muy listo.
El barrio no era residencial; a esa hora de la noche sólo había unos pocos coches aparcados en Sovietskaya y nadie más caminaba junto a las oficinas y las tiendas oscuras. Una fantástica galería de tiro.
La mente de Isakov debía de estar funcionando en la misma dirección, porque miró a Arkady y le preguntó con una nota de ociosa curiosidad:
—¿Llevas una arma?
—No.
De hecho, por una vez, llevar una arma no le parecía tan mala idea. Una Tokarev sería suficiente, pero estaba desmontada dentro de la mochila de Zhenya.
—De todos modos, ninguna arma puede compararse con la tuya —añadió Arkady—. Cuando piensas en ello, el arma de tu padre debe de tener el récord de la pistola que ha matado a un mayor número de gente. ¿Cien? ¿Doscientos? ¿Quinientos? Eso la convierte en una reliquia de familia.
—¿De verdad?
—Lo siento por él. Imagina matar a las personas una tras otra, cabeza tras cabeza, hora tras hora. La pistola se calienta como un hierro y se vuelve mucho más pesada y, seguramente, hay víctimas que no se muestran muy colaboradoras. Debía de ser un verdadero asco; él seguramente llevaba ropa de trabajo. Y el sonido…
—De hecho, mi padre llevaba tapones en los oídos y, a pesar de eso, se quedó sordo —replicó Isakov—. A veces trataba de abandonar la habitación, pero le hacían tragar y lo empujaban otra vez dentro. Estaba sólo lo bastante sobrio como para apretar el gatillo y volver a cargar la pistola.
—Entregó sus tímpanos por la causa. ¿Falló la pistola alguna vez?
—No.
—Deja que lo adivine. ¿Una Walther?
—Bravo. —Isakov sacó una pistola de cañón largo del interior de un saco—. A mi padre le gustaba la ingeniería alemana.
Incluso bajo la luz de las farolas, la pistola mostraba sus muescas. También parecía ansiosa.
Una camioneta azul y blanca de la milicia patrullaba por Sovietskaya y aminoró la marcha junto a Arkady, quien esperaba al menos una comprobación de su identidad. Isakov metió la Walther en el cinturón, mostró el OMON que llevaba impreso en el gabán y dobló el codo en un saludo de bebedor. La camioneta lanzó unos destellos intermitentes con sus faros delanteros y se alejó.
—Ese policía te ha reconocido —dijo Eva—. Le has alegrado el día. Eres un héroe ante sus ojos.
«Por no decir un asesino», pensó Arkady. La gente era complicada. ¿Quién podía decir, por ejemplo, de qué lado se inclinaría Eva? Era como jugar al ajedrez y no saber de qué lado estaba su reina.
—El combate del puente Sunzha debió de ser una gran victoria —señaló Arkady.
—Supongo que sí. El enemigo perdió catorce hombres y nosotros sólo tuvimos un herido. Ese mismo día, más temprano, los rebeldes hicieron una incursión en un hospital de campaña del ejército. Gracias a Dios, recibimos el mensaje a tiempo.
—¿Tú estabas en el puente cuando comenzó el ataque?
—Por supuesto.
Una respuesta impregnada de humildad. «Elección equivocada», pensó Arkady. Un arranque de ira y un golpe en la boca era siempre una respuesta más segura. Isakov, naturalmente, se estaba mostrando como un hombre racional en consideración a Eva. Igual que Arkady. Ellos eran actores y Eva era el único público presente. Todo era para ella.
Para cuando regresaron nuevamente a la verja de hierro forjado, la nieve había comenzado a adherirse y engrosar los barrotes.
—Hablé con Ginsberg —dijo Arkady.
—¿Ginsberg? —Isakov aminoró el paso por el esfuerzo que le suponía recordar.
—El periodista.
—He hablado con un montón de periodistas.
—El jorobado.
—¿Cómo puedes olvidar a un jorobado? —inquirió Eva.
—Ahora lo recuerdo —dijo Isakov—. Ginsberg estaba decepcionado porque no le permití que aterrizara en medio de una operación militar. No parecía entender que un helicóptero en tierra es un blanco perfecto.
—La operación militar era el combate en el puente —dijo Arkady.
—Esta conversación es muy aburrida para la pobre Eva. Ha oído esta historia un centenar de veces. Hablemos de la reconstrucción de Rusia.
—¿La operación era el combate en el puente?
—Hablemos del lugar que ocupa Rusia en el mundo.
—Ginsberg tomó fotografías.
—¿Sí?
Arkady se detuvo justo debajo de una farola y abrió su chaquetón. Dentro llevaba un sobre del que sacó dos instantáneas, una detrás de la otra.
—Ambas tomadas desde el aire: del puente, cuerpos tendidos junto a una hoguera y Boinas Negras caminando alrededor con armas en las manos.
—No hay nada inusual en eso —dijo Isakov.
Arkady alzó la otra fotografía para compararlas.
—La segunda imagen muestra la misma escena, tomada cuatro minutos más tarde, según el reloj de la cámara. Hay dos cambios importantes: Urman dirige su arma hacia el helicóptero y todos los cuerpos alrededor de la hoguera han sido colocados más adelante o hacia un costado. En esos cuatro minutos, el objetivo más importante para ti y tus hombres era alejar el helicóptero y sacar algo de debajo de los cuerpos de los chechenos.
—¿Sacar qué? —preguntó Eva.
—Dragones.
—Este hombre ha perdido el juicio —replicó Isakov.
—Cuando la esposa de Kuznetsov dijo que os habíais llevado su dragón no entendí de qué estaba hablando.
—Era una borracha que asesinó a su marido con una cuchilla de carnicero. ¿Es ésa tu fuente de información?
—No estaba pensando en Chechenia.
—Lo de Chechenia es un asunto concluido. Nosotros ganamos.
—No ha terminado —dijo Eva.
—Bueno, ya he oído suficiente —replicó Isakov.
—¿Por qué? ¿Es que hay más? —preguntó ella.
—El resto del mundo guarda su dinero en bancos —dijo Arkady—. Esta parte del mundo invierte su dinero en alfombras, y las alfombras más caras son aquéllas que llevan dragones rojos tejidos en su diseño. En Occidente, una alfombra con dragones clásica vale una pequeña fortuna. No es conveniente derramar sangre sobre ella y, como has dicho, en Chechenia no hay muchas otras cosas de valor que merezcan robarse.
—¿Los hombres muertos eran ladrones? —preguntó Eva.
—Socios. Isakov y Urman estaban en el negocio de las alfombras. Ellos desplegaban las alfombras para sus socios y luego volvían a enrollarlas.
Los copos de nieve nadaban a través de la brillante superficie de las fotografías, sobre las ascuas de la hoguera, a través de las zancadas decididas de Urman, alrededor de los cuerpos esparcidos sobre la arena empapada de sangre.
—Ahora lo entiendo —dijo Eva.
Isakov tenía oído para los matices.
—¿Habías visto antes estas fotografías?
—Anoche.
—Me dijiste que ibas al hospital. Vi cuando recogías las cintas de casete.
—Mentí.
—¿Renko estaba contigo?
—Sí.
—¿Y?
Eva respondió a Nikolai con un enfático y contundente «Sí». Isakov se echó a reír.
—Marat me lo advirtió: «Mira a Renko, míralo, parece un tipo al que hayan desenterrado».
—Teniendo en cuenta las circunstancias, me siento sorprendentemente bien —declaró Arkady.
—¿No te preocupa si estás vivo o muerto? —preguntó Isakov.
—De alguna manera siento que he estado ambas cosas.
La Walther reapareció entonces en la mano del detective.
—De acuerdo, comportémonos como adultos. Marat y yo traficábamos con alfombras, ¿y qué? En Chechenia todo el mundo hacía algo extra, sobre todo drogas y armas. Dudo de que salvar una preciosa obra de arte de una casa en llamas vaya contra la ley. Los traficantes y los coleccionistas no hacen preguntas, y los chechenos, si los tratabas con respeto, eran socios en los que se podía confiar. Pero ese día, cuando recibí un mensaje de un convoy del ejército ruso diciendo que se encontraban a un minuto del puente, no había tiempo material para terminar de almorzar, enrollar las alfombras y despedirnos como buenos amigos. A veces hay que sacar lo mejor de una mala situación.
Eva se echó a reír. Cuando quería mostrar desprecio lo hacía de maravilla.
—¿Eres un comerciante de alfombras? ¿Catorce hombres muertos por unas alfombras?
—Y en Moscú incluso asesinó a miembros de su propio grupo —añadió Arkady.
—Cabos sueltos. —Isakov le indicó a Renko que se quedase quieto y lo cacheó—. Realmente no llevas ninguna arma. No hay arma, no hay caso, no hay evidencia.
—Tiene las fotografías —le recordó Eva.
—El fiscal Sarkisian las rompería. Zurin haría lo mismo. —Isakov apuntó a Arkady con la Walther; era evidente que habían cruzado un determinado umbral—. Ellos probablemente me encarguen que lleve a cabo la investigación. ¿No tienes una arma? Tal vez ésta te sirva. Quizá encontraste esta vieja pistola en la excavación. En principio, no tenías ningún plan. Viste a Eva en la calle y saltaste de tu motocicleta. ¿Merecía la pena sólo para recuperarla?
—Sí.
En ese momento Arkady se dio cuenta de que ella era lo que había ido a buscar al salir de ese pozo negro en el que se había hundido cuando recibió el disparo en la cabeza. Pero una parte de él estaba pensando de una manera profesional. Isakov le dispararía primero a él, luego a Eva, y después sujetaría la pistola contra la cabeza de Arkady para simular un asesinato-suicidio, todo ello ejecutado en plena calle, a corta distancia y con rapidez. La Walther era una pistola pesada de doble acción con un gatillo de largo recorrido y un fuerte retroceso. Llenaba la mano de Isakov, sin precipitarse pero también sin vacilar. Arkady recordó la admiración que Ginsberg sentía por la calma de Isakov bajo el fuego.
¿Habría alguien despierto ante los monitores de seguridad?, se preguntó Renko. ¿Y en el BMW? Oyó ruido de maquinaria en la distancia. ¿Dónde estaba la camioneta blanca de la milicia? ¿No salían a esa hora los panaderos de camino hacia sus hornos? La calle Sovietskaya estaba silenciosa como una tumba.
—No hay arma, no hay fiscal, no hay caso, no hay evidencia. —Isakov no retrocedió para dispararle a Arkady, sino que apoyó el cañón bajo su barbilla, a una distancia desde la que sería imposible fallar—. Y después tu amante te abandona. No es extraño que estés deprimido.
«No es extraño que estés deprimido», repitió la voz de Isakov desde el bolsillo del abrigo de Eva.
La joven sacó su grabadora del interior del abrigo, abrió el compartimento donde se alojaba la pequeña cinta y la cogió. Isakov observó con incredulidad cómo Eva la lanzaba por encima de la valla. La casete era blanca y desapareció bajo el manto de nieve. Las brillantes luces de un detector de movimiento se encendieron y se apagaron.
Isakov mantuvo la pistola apretada contra el rostro de Arkady.
—Ve a buscarla.
—Hay una cámara en la entrada.
—No me importa si pasas por encima, por debajo o a través de la valla. —Isakov se apartó de Arkady y le dio un empellón—. Búscala.
—¿O qué? No creo que sea fácil dar con esa cinta. Nunca tendrás tiempo de hallarla una vez que hayas disparado ese viejo cañón, y tienes que encontrarla porque es una confesión completa. En ajedrez a eso se le llama hacer una pinza.
Un sonido chirriante anunció la proximidad de máquinas quitanieve rascando la calzada. Los camiones avanzaban lenta pero majestuosamente envueltos en un intenso resplandor junto al cual comenzaron a caminar Eva y Arkady. Desde la motocicleta vieron a Isakov inmóvil delante de la entrada del edificio.