24

La llovizna persistente que caía no influía en lo más mínimo en el estado de ánimo que reinaba en el campamento. Aunque las tareas de excavación habían sido suspendidas para el resto del día, nadie se marchó porque cada cuadrilla había traído vodka y cerveza, salchichas y pan, tocino y queso. Además de ello, se había conseguido trasladar con éxito veinte restos para ser examinados, una cantidad suficiente para que, una vez que hubiera terminado su trabajo, la patóloga declarase que todas las víctimas eran rusas.

En la tienda de visitantes, Arkady escuchaba a Wiley mientras alababa a Isakov.

—¿Un oficial que lleva a casa a sus hombres heridos? Ésa es exactamente la imagen a la que responde la gente. Esa cinta se está editando en el estudio mientras hablamos. Apenas son las cuatro de la tarde. Si la patóloga hace su trabajo al mismo tiempo, tendremos dos nuevos ciclos como historia principal.

—¿Qué pasa si los cuerpos no son rusos? —preguntó Isakov.

—Han encontrado cascos rusos.

—¿Qué pasa si no lo son?

Wiley miró a Lydia, quien estaba ocupada firmando autógrafos para sus admiradores delante de la tienda. Yura, el otro cámara, estaba hablando por su teléfono móvil con la esposa de Grisha.

—¿Si son alemanes? —Wiley bajó la voz—. De acuerdo, no será ni mucho menos tan bueno, pero el rescate de Grisha aún servirá para venderlo.

—¿Es eso lo que quiero, ser vendido?

—Con todo su corazón y su alma —dijo Pacheco—. Usted cruzó ese río el día que nos contrataron para este trabajo.

—Nada de esto se mencionó entonces.

—Nikolai, padece usted los nervios propios de la preelección. Relájese. Esta excavación lo situará en el primer lugar.

—Tienen razón —asintió Urman.

—Tuvimos suerte al traer a dos cámaras. —Pacheco alzó una copa de coñac—. Por Grisha.

—De todos modos —dijo Wiley—, necesitaba algo como esto. Sus cifras empezaban a descender.

—Tal vez deberían hacerlo —repuso Isakov—. ¿Qué sé yo sobre política?

—No tiene que saber nada. Le dirán lo que tiene que hacer.

—¿Me informarán?

—Eso es —dijo Pacheco—. No es un trabajo difícil, a menos que usted lo haga difícil.

—Tendrá muchos consejeros —añadió Wiley.

—Inmunidad también, no debe olvidarlo —dijo Arkady—. Eso debe de suponer una gran ventaja.

Yura finalizó su llamada.

—¿Así que tú juegas al ajedrez? —le preguntó a Zhenya.

El chico asintió.

—¿Por qué no jugamos una partida mientras esperamos? Puedes llevar las blancas, si quieres.

—Peón cuatro dama.

—¿Eso es todo?

—Peón cuatro dama.

Yura frunció el ceño.

—Un momento. Pensé que llevabas un tablero de ajedrez en la mochila.

—¿Necesitas uno? —preguntó Zhenya.

Arkady se llevó al muchacho a dar un paseo.

A pesar de la lluvia, muchos cavadores atendían sus barbacoas portátiles. Una acampada era una acampada. En sus tiendas, las cuadrillas cantaban canciones de la época de la guerra rebosantes de vodka y nostalgia. Había una cola formada ante un garrafón de laboratorio con alcohol etílico decorado con rodajas de limón, una experiencia que servía para unir a padres e hijos.

—Yura sólo intentaba ser amable —dijo Arkady—. Podrías haber jugado en el tablero.

—Hubiese sido una pérdida de tiempo.

—Yura quizá te habría sorprendido. El gran maestro Platonov estuvo aquí durante la guerra jugando con las tropas. Jugaba con cualquiera.

—¿Cómo quién?

—Soldados, oficiales. Me dijo que había disputado algunas partidas muy buenas.

—¿Con quién?

A Arkady le resultaba exasperante la sonrisa burlona de Zhenya.

—Con cualquiera —respondió débilmente.

Se toparon con Gran Rudi, que caminaba con el oído aguzado.

—¿Puede oírlos llegar? —le preguntó a Arkady.

Brevemente se oyó un estruendo en la distancia.

—Creo que ha sido un trueno —dijo Arkady.

—¿Y dónde está el relámpago?

—Está demasiado lejos para que podamos verlo.

—¡Ajá! En otras palabras, lo supone.

—Sólo estoy haciendo conjeturas —admitió Arkady—. ¿No preferiría protegerse de la lluvia?

—El abuelo no se marchará. —Rudi se acercó a ellos con una jarra de cerveza en la mano—. Está decidido a quedarse. Y no es el único.

Arkady miró hacia las tiendas de campaña y vio otras figuras que parecían centinelas bajo la lluvia. Pensó que, entre el patriotismo y el alcohol etílico, Stalin podía aparecer en cualquier momento.

En la tienda donde se examinaban los restos se produjo un gran revuelo, y Lydia, la presentadora, fue iluminada súbitamente por los focos de la televisión. Junto a ella había una mujer mayor de mirada incisiva y sonrisa sardónica. Arkady reconoció de inmediato a su agente inmobiliaria, Sofia Andreyeva. Recordaba que le había comentado que era médica, y le había advertido que no fuese su paciente. Se puso una bata de laboratorio mientras los cavadores se reunían alrededor de la tienda, los niños a hombros de sus padres, los teléfonos móviles grabando la escena en vídeo y sostenidos en alto como un saludo de regreso a casa a los héroes finalmente rescatados de las garras de la tierra. Que siguiera lloviendo. Los rostros brillaban de fervor. Arkady se reunió con Wiley y Pacheco en la retaguardia de la multitud. Zhenya encontró una silla donde subirse. Urman despejó el camino para que Isakov pudiera llegar a la tienda.

—Al concluir la mayoría de las campañas me pregunto qué oportunidad me he perdido —le dijo Wiley a Arkady—. ¿Qué podría haber hecho que no hice? Pero esto es como hacer saltar la banca en Montecarlo. Usted también debería sentirse feliz. Ahora que Nikolai goza de inmunidad, no hay duda de que lo dejará en paz.

El investigador decidió que Wiley era más estúpido de lo que parecía.

—¿Me oyen todos bien? De acuerdo. Soy la doctora Sofia Andreyeva Poninski, patóloga emérita del Hospital Central de Tver. Fui invitada a asistir a esta exhumación masiva y a dar mi opinión en cuanto a la identidad de los cuerpos encontrados; no necesariamente de forma individual, sino como grupo.

En la morgue podría llevar a cabo un examen mucho más minucioso, pero me han informado de que se necesita una conclusión aquí y ahora. Muy bien, pues.

»He examinado veinte restos aproximadamente, y digo “aproximadamente” porque resulta obvio que muchos de los llamados cuerpos son una mezcla de huesos de dos, tres o incluso cuatro esqueletos diferentes. Éste, naturalmente, es uno de los peligros de que un aficionado intente hacer un trabajo que es mejor dejar a los técnicos forenses. De modo que sólo puedo ofrecerles observaciones generales acerca de unos restos manipulados con torpeza.

»Primero, los veinte huesos pelvianos que he examinado eran masculinos.

»Segundo, por la densidad de sus huesos y el desgaste del esmalte dental, que sus edades en el momento de la muerte oscilaba aproximadamente entre los veinte y los veintisiete años.

»Tercero, que por las variaciones en la densidad ósea, algunos de ellos eran activos y atléticos, y otros sedentarios.

»Cuarto, que los esqueletos tal como están presentados no sufrieron ninguna otra herida salvo un único disparo en la parte posterior de la cabeza. Es posible que hubiese heridas en la carne que no implicasen un trauma para los huesos. La ausencia de trauma indica asimismo que las víctimas no padecieron abusos físicos. En doce de los casos no hay señales de quemaduras en el cráneo consistentes con una ejecución con contacto o a una distancia muy corta, y consistentes también con la ejecución de una víctima por vez, en lugar de una ejecución masiva. Eso indica que las víctimas murieron en otro lugar y luego fueron transportadas hasta aquí. La ubicación de los disparos mortales (doce grados debajo del ecuador craneal, en otras palabras, debajo y a la derecha de la parte posterior del cráneo) es notablemente similar, lo que sugiere la posibilidad de que un único individuo diestro llevase a cabo la ejecución, aunque sin duda contaba con cómplices.

»Quinto, las dentaduras de las víctimas mostraban un buen estado general y ningún empaste de amalgama alemán.

»Sexto, uno de los esqueletos llevaba un aparato ortopédico en una pierna. Pude quitar el óxido de la placa del fabricante, que reveló una dirección en Varsovia. Otros objetos encontrados en el terreno circundante incluían un relicario de plata, quizá oculto en algún momento en alguna cavidad del cuerpo, que expresaba sentimientos románticos en polaco; una lupa de joyero que llevaba grabado el nombre de un comerciante de sellos de Cracovia; un pastillero con una vista de los montes Tatra, y monedas polacas de antes de la guerra.

»En resumen, aún no disponemos de información suficiente para extraer conclusiones firmes, pero los indicios señalan que las víctimas eran ciudadanos polacos…

Donde había nostalgia ahora había amnesia. La gente tendía a olvidar que, cuando Hitler y Stalin se repartieron Polonia, Stalin tomó la precaución de ejecutar a veinte mil oficiales del ejército, policías, escritores, médicos y cualquier polaco que pudiera constituir una oposición militar o política. Al menos la mitad de ellos fueron ejecutados en Tver. Debajo de ese bosquecillo de pinos estaba enterrada la flor y nata de la sociedad polaca.

Los cavadores mostraron confusión y decepción. No era el resultado que esperaban, no eran los laureles por una misión acabada con éxito, no el lazo de unión que habían planeado. Era un verdadero fracaso. Alguien los había enviado a la excavación equivocada, y Rudi Rudenko, el cavador negro, el llamado profesional, había desaparecido súbitamente. Si Gran Rudi volvía a decir que había visto a Stalin, alguien lo dejaría seco de un golpe de pala.

Sofia Andreyeva se levantó y preguntó entonces:

—¿Pueden oírme en la parte de atrás? ¿Ha quedado claro para ustedes? Las víctimas son polacos, asesinados y enterrados aquí siguiendo órdenes de Stalin. ¿Lo entienden?

Los líderes de las diferentes cuadrillas de cavadores se reunieron debajo de un paraguas. ¿Entenderlo? Lo que entendían era que ella era una maldita puta polaca. Deberían haberse asegurado de que fuese una médica rusa. Eran conscientes de que no era divertido acampar bajo la lluvia. Los chicos moqueaban en sus uniformes de camuflaje, que habían resistido la lluvia todo el día, y ahora estaban empapados en una tarde fría que se volvía cada vez más fría cuando un baño caliente y un vaso de vodka con pimienta era lo que aconsejaban los médicos. No esa médica. Un médico ruso. Un trueno acabó de decidirlo: levantaban el campamento.

Las tiendas fueron desmontadas en medio de un remolino de luces de linternas, las cuadrillas enrollaron las lonas alquitranadas que cubrían las fosas, los chicos metían los cascos de la Wehrmacht dentro de fundas de almohadas. Los objetos grandes y pesados, como detectores de metales, neveras y barbacoas portátiles fueron cubiertos de insultos mientras los transportaban en la oscuridad, e insultados por segunda vez rodeados por decenas de vehículos que intentaban invertir la dirección sobre los surcos de un camino de tierra de un único carril. Los truenos y el humo de las hogueras conferían a la escena el aspecto de una retirada bajo el fuego.

Yura dirigió la furgoneta de la televisión marcha atrás hasta la tienda donde se examinaban los restos. Lydia entró y se sacudió el pelo. Un Mercedes se aproximó entonces; en él iban Wiley y Pacheco.

—¿Eso es todo? ¿Se largan? —preguntó Arkady.

—Ese hijo de puta dijo que se temía esto —replicó Wiley—. Él sabía algo.

—¿Quién?

—El detective Nikolai Isakov, nuestro candidato. Dijo que había estado esperando esto durante años.

—¿El qué?

—Algo acerca de su padre. Créame, ya no tiene importancia.

—Nadie va a sacar a la luz lo que acabamos de ver aquí —dijo Pacheco—. ¿Una atrocidad rusa? Antes nos colgarían por los tobillos.

—Despídase de Nikolai por nosotros, ¿quiere? —dijo Wiley.

—Nos hemos divertido —señaló Pacheco—. Si aparece Stalin, salúdelo de mi parte.

El pelo mojado de Zhenya estaba pegado a su frente porque el muchacho se negaba a ponerse la capucha, no importaba lo que Arkady le dijese. Juntos ayudaron a Sofia Andreyeva a meter un esqueleto dentro de una bolsa. Ella reía y lloraba al mismo tiempo.

—¿Ha visto cómo corrían? ¡Puf! El poderoso campamento ha desaparecido. Se han largado apiñados en sus coches, imagino que sintiendo náuseas. Qué vergüenza. Han venido a glorificar el pasado y el pasado les entrega la víctima equivocada. Hay días en los que maldigo a Dios por permitirme que viva tanto tiempo, pero hoy ha merecido la pena. Todo el mundo tiene una fantasía. El profesor Golovanov sueña con un guapo muchacho francés. Yo sueño con un chico polaco, un estudiante de medicina.

La lluvia caía con más fuerza. Arkady estaba a punto de gritar sólo para hacerse oír.

—¿Tiene quién la lleve de regreso a la ciudad? —le preguntó a Sofia Andreyeva.

—He alquilado un coche, gracias. Voy a quedarme aquí un rato junto a mis compatriotas. Tengo una silla plegable y cigarrillos. Incluso tengo… —Miró brevemente una pequeña botella plateada—. En caso de un enfriamiento.

—El camino pronto será un lodazal; no espere demasiado.

—Volverá a nevar. Prefiero la nieve; tiene estilo.

—¿Dónde está Isakov?

—No lo sé. Su amigo regresó al bosquecillo de pinos en busca de más cuerpos. Sostiene que allí hay restos rusos y que no excavaron a suficiente profundidad o en el lugar adecuado.

—Apuesto a que tiene razón —dijo Zhenya—. Marat es un soldado; él debe de saberlo. No entiendo por qué no podemos ayudarlo.

—Moverse entre explosivos en medio de la oscuridad no es una buena idea —dijo Arkady.

—Si tienes miedo de meterte en ese pozo, al menos podrías sostener la linterna para que otro lo haga. Llevo una linterna en la mochila.

—Veo que has venido preparado para todo.

—Alguien tiene que hacerlo.

—No. Nos vamos a casa. Regresaremos a Moscú esta misma noche.

Arkady tenía la sensación de que había sido de noche durante días. Nada había salido como esperaba. En lugar de recuperar a Eva, la había perdido. Y, en Tver, no había ninguna posibilidad de que pudiese escapar de Isakov y Marat.

—Iré al lago Brosno con Nikolai y luego iremos al lago Swan —dijo Zhenya.

—¿El lago Swan? ¿Como el ballet[5]?

—Es un mito local, un refugio que no existe para cisnes que no existen —explicó Sofia Andreyeva.

—Cisnes, monstruos, vírgenes lloronas… Y dragones.

—Lo siento. No hay dragones —dijo Sofia Andreyeva.

—Cuando alquilé el apartamento me dijo que había dragones.

—Para que se quitase los zapatos, sí. Sobre un viejo dragón hay que caminar suavemente.

A Arkady le llevó un momento entenderlo.

—Claro, alfombras…

Una sombra se movía a través del terreno utilizado para la acampada, levitando sobre envoltorios de papel y botellas vacías abandonadas por la precipitada partida de los cavadores.

Cuando se acercó, la figura se convirtió en un fantasma negro y brillante que se hinchaba y restallaba bajo la lluvia. Arkady buscó el encrespado bigote de Stalin, el grueso gabán, los ojos amarillos. Pero, en cambio, se trataba de Gran Rudi, cubierto con una enorme bolsa de plástico con agujeros para la cabeza y los brazos y la gorra encajada en la cabeza. Su nieto lo seguía con la clase de farol que un mecánico colocaría en el guardabarros de un coche. La luz estaba apagada.

—El abuelo sigue buscando a Stalin. Está en su propio mundo.

Sofia Andreyeva le dio a Gran Rudi un pequeño trago de coñac utilizando el tapón de su petaca a modo de vaso.

—No quiero verlo por la mañana en una lápida.

—¿No hay vodka? —preguntó Gran Rudi.

—Creo que ha regresado a nuestro mundo —dijo Sofia Andreyeva, y añadió, dirigiéndose a Rudi—: Reparé en usted cuando estaba describiendo los restos encontrados. Se destacaba de los demás.

—Gracias.

Rudi se sintió halagado.

—Usted es un cavador negro, un profesional.

—Sí.

—Usted cava por dinero.

—Soy un hombre de negocios, así es.

—Me pregunto cuánto dinero pediría por volver a esos árboles esta noche…

—No podría darme suficiente.

—¿Por qué no? —preguntó Arkady—. ¿No cree que esas minas son inofensivas?

—Todos los años una mina «inofensiva» le vuela la pierna a alguien.

—Pero un profesional como usted vería la mina.

—Tal vez.

Arkady miró a Zhenya para ver su reacción, pero el chico había desaparecido. En la parte posterior de la tienda, una de las solapas estaba desatada.

—¿Me presta su linterna un momento?

Arkady salió a la lluvia, movió la linterna en un giro de 360 grados que abarcó las fosas, las hogueras humeantes, las latas de cerveza, las pilas de cráneos y los montículos de tierra. Zhenya estaba en el campo, justo en el límite del alcance de la luz de la linterna, a medio camino de los árboles. Se había cubierto la cabeza con la capucha y, con su anorak negro, habría resultado completamente invisible excepto por el borde reflectante de la mochila. Pero el reflejo era cada vez más débil.

A Arkady se le ocurrió que, cuando abandonó Moscú tan abruptamente para viajar a Tver, Zhenya debió de sentirse abandonado. Todas esas conversaciones telefónicas sobre monstruos tal vez habían sido una manera de buscar una invitación que jamás se había producido. Renko ni siquiera le había dicho cuándo pensaba regresar. Y cuando el chico apareció en Tver, ¿fue apreciado o tratado como un exceso de equipaje? Eran reflexiones valiosas, aunque un poco tardías.

Por la noche, los pinos eran una pared sólida que se elevaba desde el campo, y aunque la lluvia ya no caía con tanta intensidad, las ramas goteaban y con cada paso Arkady se hundía hasta los tobillos en las agujas de pino empapadas. Siguió los guiños de una luz amarilla hasta una lámpara colocada en el centro de un claro de unos cinco metros donde Urman cavaba como un fogonero mientras Zhenya desbrozaba la tierra. El detective estaba desnudo hasta la cintura y parecía un buda musculoso, excepto por la presencia del correaje con la funda y la pistola. Ya había cavado un hoyo bastante grande.

—¿Ha habido suerte? —preguntó Arkady.

—Todavía no —dijo Urman—. Pero las cosas irán más de prisa ahora que tengo un socio.

Zhenya permaneció completamente inexpresivo. Arkady vio que la camisa y la chaqueta de cuero de Urman estaban cuidadosamente dobladas sobre la raíz de un árbol, junto a la mochila de Zhenya.

—Zhenya —dijo Renko—, ¿te habías dado cuenta alguna vez de cuánto se parece el olor de un bosque de pinos a un ambientador de coches?

El chico se encogió de hombros. No estaba de humor para bromas.

—¿Dónde está tu socio? —le preguntó entonces Arkady a Urman.

—Nikolai ha ido a buscar a los norteamericanos. Yo desenterraré los restos apropiados y lo grabaremos para la televisión.

—Los norteamericanos se han ido. De hecho, Isakov también se ha largado.

—Él volverá, y luego hará que ellos vuelvan.

—¿Tú qué crees, Zhenya?

—Como dice Marat, si encontramos los restos apropiados…

—Tal vez no te hayas dado cuenta, Renko —dijo Urman—, pero aquí hay un montón de cuerpos. Es una fosa común.

Una fosa donde los muertos salían a tomar el aire, pensó Arkady. Un cráneo, semienterrado, miraba desde la tierra. A la luz de la lámpara, los huesos de la pierna parecían velas.

—También es un campo de minas —replicó el investigador—. No veo ningún detector de metales y tampoco una sonda.

—No tenemos tiempo para todo eso. De todos modos, aquí no queda nada para volar.

—No lo has encontrado, eso es todo.

—Estás tratando de asustar al chico.

—Tal vez él no debería estar aquí. Yo me quedaré. Si quieres, cavaré por ti.

—¿Crees que te daré una pala para que me partas la cabeza?

—Lo que tú quieras, siempre que Zhenya se largue de aquí.

—Él no quiere irse.

Arkady perdió la paciencia.

—No hay ninguna razón para que me tenga miedo. De acuerdo, vosotros matasteis a algunas personas, pero a nadie le importan esos asesinatos, excepto a Ginsberg y a mí. Él está muerto y yo estoy en Tver, lo que para el caso viene a ser lo mismo. ¿A qué se debe tanta urgencia?

—Las personas que matamos eran terroristas —le explicó Urman a Zhenya.

—Les disparasteis por la espalda y en la cabeza —dijo Arkady—. Los ejecutasteis. Y los hombres que matasteis en Moscú eran vuestros compañeros Boinas Negras.

Urman sacudió la cabeza en consideración a Zhenya.

—Pobre hombre, esa bala realmente hizo un estropicio en su cerebro. Mira, Renko, ahora el chico se está riendo.

Era una sonrisa infeliz.

—Zhenya, suelta la mochila y corre.

Urman salió del agujero.

—¿Por qué debería correr y dejar atrás su juego de ajedrez? ¿Y qué más? ¿Por qué pesa tanto esta mochila? —Urman metió la mano y sacó el tablero quemado y el cañón de una arma—. Tu arma. El crío te la trajo para tu protección, pero nunca pareció el momento adecuado. De hecho, creo que ese momento llegó y se fue.

Dejó caer el tablero y el arma nuevamente dentro de la mochila.

Arkady sintió que la conversación se aceleraba. O quizá fuese que ambos habían lanzado sus últimas y escasas palabras a un lado como naipes descartados.

—Observa esto. —Urman hizo girar la pala varias veces casi con indiferencia, no tanto para golpear a Arkady como para obligarlo a acercarse al borde del agujero recién cavado.

—¡Corre! —le gritó Arkady al chico.

Urman lanzó la pala al pecho de Renko como si de una lanza se tratase, pero Arkady se agachó tan pronto como el detective afirmó los pies, y cuando la pala pasó volando por encima de él, Arkady se irguió con un golpe a la mandíbula que lanzó la cabeza de Urman hacia atrás. «Pega primero y luego sigue pegando». No eran malas instrucciones. Arkady golpeó a Urman en la tráquea y continuó propinándole golpes hasta que Zhenya se interpuso entre ambos y se colgó del brazo del investigador.

—¡Dejad de pelear!

—Zhenya, suéltame.

—Basta de pelea —exigió el muchacho.

—Basta de pelea. —Urman había sacado su arma—. No es por ti, viejo. Esto es por Tanya. —Urman golpeó a Arkady con la pala; Arkady aspiró entre dientes con una mueca de dolor y sintió que la sangre manaba de su barbilla.

—Ahora estáis a la par —dijo Zhenya.

—Todavía no. —Urman le indicó a Arkady con un gesto con la pistola que se pusiera de rodillas—. Las manos a la espalda. —Esposó al investigador y luego lo pateó dentro del agujero—. Esto es por mí.

La pala, sin embargo, golpeó lejos de su objetivo, y Arkady oyó ruidos de lucha por encima de su cabeza.

—¿Ahora me atacas? —dijo Urman—. ¿Quieres hacerle compañía, pequeño cabrón?

Un cuerpo cayó encima de Arkady, a lo que siguió tierra y el aroma de los pinos y el calor de la sangre.

—Te sacaré del agujero dentro de un par de horas —dijo Urman—, te quitaré las esposas e iremos a buscar un bonito pantano para ti y para tu amigo. Ése es el plan. Aparte de eso, ¿sabes qué es lo que odio? Las explicaciones largas. Bla, bla, bla…

Zhenya gemía pero no parecía estar consciente. No lo estaría hasta que estuviesen cubiertos de tierra, pensó Arkady. Volvió la cabeza para respirar y juntó las rodillas debajo del cuerpo lo mejor que pudo.

—Adelante —dijo Urman—. Puedes arrastrarte como un gusano, pero de todos modos quedarás enterrado vivo.

El detective comenzó a echar tierra vigorosamente; la tierra caía en terrones.

—A Zhenya no, por favor —suplicó Arkady.

—¿Quién va a echarlo de menos? Le estoy haciendo un favor.

La tierra llovía sobre la cabeza de Renko. Cuando la tierra suelta se acabó, Urman comenzó a cavar para obtener más. A pesar de que tenía la oreja llena de tierra, Arkady alcanzó a oír el sonido de un trueno, una moto que se dirigía hacia el camino del río y un clic mecánico.

Urman se detuvo. Miró fijamente tres clavijas a presión que habían permanecido imperturbables en un lecho de viejas agujas de pino hasta la última palada. Respiró profundamente mientras las clavijas y una lata del tamaño de un bote de café se elevaban desde el suelo hasta la altura de su cintura, casi tan cerca que podía tocarlas. La lata estaba llena de TNT, bolas de cojinetes y desechos de metal, y todo cuanto Urman alcanzó a decir para resumir su vida fue:

—¡Joder!