En ocasiones, los muertos rusos llevaban encima cilindros de plástico en cuyo interior había un rollo de papel donde constaba su nombre, su rango y su grupo sanguíneo, pero, aparte de eso, la naturaleza se había encargado de digerirlo todo salvo los huesos, y la identidad era una cuestión de conjetura. Los cráneos rusos estaban amontonados en las fosas, y los restos alemanes estaban reunidos en una pila central.
Los trofeos recogidos durante el primer día se exhibían reverentemente como si de reliquias sagradas se tratara. Las mesas estaban cubiertas con las baratijas de la guerra: cartuchos, cananas de ametralladoras, cantimploras de aluminio, bayonetas encostradas, latas de comida, galones de teniente, una corneta aplastada y diversos fusiles incompletos y marchitos.
Zhenya arrastraba una mochila cargada con un tablero de ajedrez, ropa y botas de agua para vadear el lago Brosno. Arkady había aceptado que se quedara con él sólo porque no tenía otra alternativa. Si metiera a Zhenya en un tren en dirección a Moscú, el chico cogería el siguiente de regreso a Tver. Hasta el momento, Zhenya parecía considerar la excavación como un desvío que merecía la pena, demorándose en cada exposición de objetos con verdadera fascinación, mientras el monstruo del lago Brosno quedaba temporalmente olvidado. Metió un dedo a través de un orificio de bala en un casco y miró a Arkady.
Los grupos de hombres que estaban cavando desde el día anterior mostraban una red de bunkers de dos metros de profundidad y cincuenta metros de largo, cuidando de conservar los restos enteros y no separar pies o dedos. Se habían encontrado dos esqueletos abrazados, uno con un puñal, el otro con una bayoneta. Una tienda con la lona frontal enrollada se estaba preparando para llevar a cabo los exámenes patológicos.
Toda esta actividad era preliminar a la excavación de la tierra junto a los pinos, una zona acordonada por estacas unidas con una cinta roja a treinta metros del campamento. El estado de ánimo general era de solemne excitación, y caía suficiente nieve como para agregar animación al día.
Gran Rudi tiró de la manga de Arkady. El anciano había lustrado sus medallas y, para la ocasión, se había puesto una gorra del ejército agujereada por las polillas.
—Mi nieto Rudi les dijo dónde debían buscar, pero no lo sacarán por televisión.
—Es todo mentira. —Rudi apareció al otro lado de Arkady. La nota elegante del motero era un chaleco antibalas—. Son aficionados y no aceptan a un profesional.
—Pensaba que era usted un cavador rojo.
—¿Acaso parezco la clase de imbécil que desentierra cadáveres gratis? Si ellos quieren jugar alrededor de las minas, que lo hagan.
—No le gustan las minas.
—Las minas son tan… Ni siquiera puedo encontrar una palabra para describirlas.
—Perversas —sugirió Arkady.
—Sí, ésa es la palabra. O engañosas. Una mina terrestre es igualmente feliz tanto si te mata como si te deja baldado. Cuando ves a tu compañero que salta por los aires y luego cae gritando sin una pierna, no compruebas si hay cables trampa. Corres a ayudarlo y pisas más minas y más hombres quedan mutilados. No puedes eludirlas.
Rudi se levantó el chaleco antibalas y la camisa y mostró su espalda, una extensión de piel de distintos colores.
—¿Y la cuchara alemana que encontró?
—En Internet, gracias.
—¿Has visto a Stalin? —le preguntó Gran Rudi a Zhenya.
—¿Ese tío del que hablan los cabezas rapadas? Pensaba que estaba muerto.
Gran Rudi palmeó la cabeza de Zhenya.
—Lo estaba. Ahora ha vuelto.
Nikolai Isakov llevaba un uniforme de camuflaje con el emblema de la cabeza de tigre y el trozo de tela con la estrella roja en el hombro que identificaba a los Cavadores Rojos. Más que pronunciar un discurso, compartía historias de batallas ganadas y perdidas. En la guerra contra el terror había que hacer sacrificios. Pero ¿quién debía hacerlos?
—¿Acaso la madre Rusia ha abandonado a sus hijos? ¿O hemos sido desviados del camino por una élite multimillonaria tan carente de valores espirituales que sería capaz de robar las monedas de los ojos de nuestros héroes muertos? Los hombres cuyos restos yacen en los campos que nos rodean respondieron con sus vidas a la orden «¡Ni un paso atrás!». La pregunta es ¿quién se mantendrá firme por Rusia ahora?
Cada palabra era grabada por el equipo de televisión que había filmado el torneo de ajedrez. Arkady recordaba el nombre de la joven presentadora, Lydia no sé qué. Fragmentos di ese día se filtraban en su memoria, aunque aún no recordaba absolutamente nada acerca de haber recibido un disparo. Con su impermeable y su sonrisa constante, Lydia le recordó a Renko una muñeca envuelta en papel de celofán. Zhenya estaba alucinado con un tablero de ajedrez quemado y retorcido y unas piezas hechas de hojalata. No había rastro de Eva.
Una tienda para los visitantes con coñac y recipientes con queso y pistachos fue instalada para la gente de la tele. Pacheco les hizo señas a Arkady y a Zhenya para que entrasen.
—Es una combinación extraordinaria, la visita espectral de Stalin y una nueva atrocidad nazi. Oportunidades como ésta no se presentan todos los días —dijo Pacheco. Wiley y él iban vestidos con uniformes de camuflaje, aunque sus manos blancas y limpias los delataban.
—¿Le importa? —Arkady pinchó un trozo de queso con un palillo.
—Adelante.
—Gracias.
Luego llenó la mano de Zhenya con más pedazos.
—Tenemos un golpe maestro —dijo Wiley—, un acontecimiento periodístico en vísperas de las elecciones que presentará al detective Isakov. Podríamos obtener un resultado sorprendente.
—Bueno, es el único candidato apoyado por los vivos y los muertos. Dudo de que puedan hacer algo mejor que eso —repuso Arkady—. Hay algunos cabos sueltos, sin embargo, algún homicidio aquí y allá…
—Esas sospechas parecen limitarse a usted —replicó Wiley—. De todos modos, la imagen de fortaleza no es ningún problema. La debilidad sí lo es, en cambio. Una fosa común es un ejemplo perfecto de lo que ocurre cuando la gente ignora una amenaza.
—¿Y la buena televisión?
—Veo que empieza a comprender —señaló Pacheco.
Arkady miró a su alrededor.
—¿Dónde está Urman?
—¿Quién sabe? Urman es como un genio. Creo que se oculta en una lámpara mágica.
—Urman es un tío impulsivo —dijo Wiley—. Eso podría crear problemas más adelante.
Estaban pensando en el futuro, pensó Arkady. Así que Isakov realmente tenía una posibilidad.
—Es hora de cortar el pastel —anunció Pacheco.
El trabajo se interrumpió cuando los cavadores, con detectores de metal, cruzaron el campo en dirección al bosquecillo de pinos. Los hombres se movían a la velocidad de los buscadores de setas, y Arkady oyó que murmuraban una y otra vez: «Si hay un tesoro enterrado aquí, que el diablo lo devuelva sin avergonzarme a mí, que soy un siervo de Dios. Si hay un tesoro escondido…». Cada vez que sus indicadores se movían o sus auriculares chillaban, los hombres plantaban una bandera de plástico roja en un alambre.
Zhenya se abrió paso entre los cavadores hasta llegar a donde estaba Arkady y le mostró el juego de ajedrez de hojalata.
—Lo siento, pero tendrás que dejar eso donde estaba —dijo Arkady.
—Nikolai dijo que podía quedármelo.
Zhenya señaló a Isakov, que los estaba mirando.
—¿Lo conoces?
—Es el amigo de Eva de Moscú. Nikolai es famoso. También es amigo mío.
Isakov saludó a Zhenya agitando la mano y el chico se hinchó de orgullo. El detective se estaba acostumbrando a su papel de héroe mediático. Lydia y uno de los cámaras se le acercaron para una entrevista.
—¿Qué espera encontrar aquí? —preguntó ella.
—Encontraremos prisioneros de guerra rusos que fueron asesinados por los alemanes al iniciarse la gran contraofensiva de diciembre del cuarenta y uno.
—¿Será entonces cuando el espíritu de Iósif Stalin caminará por los campos?
—Eso no me corresponde decirlo a mí. Lo que caminará por los campos será el espíritu del patriotismo. Los héroes brutalmente asesinados y enterrados aquí simbolizan el sacrificio de millones de rusos.
Para cuando los cavadores emergieron del bosque con sus barreminas ya no les quedaban banderas rojas. Uno de ellos balanceaba sobre el hombro un cráneo de hocico largo que parecía un trozo de madera de deriva.
—¡Un alce! —gritó—. El resto del esqueleto está allí.
—Nuestro primer hallazgo. ¿Muerto por un cazador? —Lydia parecía instantáneamente excitada.
El hombre que llevaba el cráneo del alce lo dejó caer al suelo. La cornamenta era granulada; el cráneo, liso.
—No lo creo. No hay señales de que le quitasen la piel. Podría haber muerto hace diez o veinte años. Nadie se interna en esos árboles sombríos. ¿Por qué iban a hacerlo?
—Tal vez murió de viejo —sugirió Lydia.
—Tal vez tropezó con algo —dijo Rudi.
Mientras un grupo de cavadores con sondas entraban en el bosquecillo, Arkady se dio cuenta de que el día se estaba poniendo gris, y vio la empalizada negra que los pinos formaban contra el fondo del cielo.
—¿Por qué no te vas a casa, te sientas ante el ordenador y ganas más dinero con los muertos? —le sugirió uno de los cavadores a Rudi.
—Porque fui yo quien encontró esta mina de oro, imbécil —replicó él. Arkady se lo llevó de allí, aunque se preguntó por qué Rudenko se lo había contado a los demás; ésa podría haber sido su mina de oro privada. Rudi se sacudió la mano del investigador—. Aficionados.
Uno a uno, los encargados de las sondas fueron reemplazando las banderas rojas por otras amarillas. Pacheco preguntó:
—Renko, ¿por qué da la impresión de que el detective Isakov quisiera clavarle un cuchillo en el corazón? Quiero a mi candidato positivo y agradable. ¿Le importaría ir a dar un paseo, por favor?
Arkady, de todos modos, tenía intención de ir a buscar a Eva. Cuando recorría el perímetro de la excavación Petrov y Zelensky se reunieron con él. El cineasta estaba furioso.
—Estamos hasta el gorro. Tan pronto como una cadena de televisión muestra algún interés, nos dejan fuera.
—¿Cómo lo hicieron para crear esa visión de Stalin en el metro? —preguntó el investigador.
—Permítame que le explique algo acerca de la vejez: la polla sucumbe, pero cuando Tanya sube al tren con un atuendo que dice «fóllame», esos viejos muchachos echan humo. Y cuando ella salta de su asiento y dice que ve a Stalin, los ancianitos juran y perjuran que ellos también lo han visto. Así de simple, sin violar ninguna ley.
—¿Por qué la estación de Chistye Prudy?
—Es una estación del tiempo de la guerra. No podíamos hacer que Stalin apareciera en un lugar con una galería comercial.
—Por cierto, cuídese de Bora —dijo Petya—. Primero casi lo ahoga usted y luego rocía a su hermano mayor con un aerosol y casi lo deja ciego.
—¿El boxeador con la manopla?… Una familia interesante.
Arkady se alejó de ellos y buscó algún indicio de Eva. Ella había acudido a él. Si hubiera actuado como un amante agradable y se hubiese guardado las preguntas para sí, ahora Eva estaría en Moscú con él. La gente decía que los buenos matrimonios estaban construidos sobre la honestidad. Pero Arkady sospechaba que muchas relaciones sólidas se basaban en una mentira sostenida por dos personas.
Después de que la capa superficial de agujas de pino y tierra fue declarada segura, otro grupo de cavadores accedió a esa zona del terreno con carretillas y palas. Arkady completó su circuito y vio que Zhenya se había instalado junto a Isakov, quien apoyaba ligeramente una mano sobre el hombro del chico. Zhenya se sentía honrado, como lo estaría cualquier crío, aunque Arkady oyó que Wiley le preguntaba a Pacheco:
—¿Ése es el chico más fotogénico que hemos podido encontrar?
Un grito procedente del bosquecillo de pinos indicó que habían encontrado un cuerpo. Lydia y uno de los cámaras se acercaron mientras los restos eran trasladados sobre una camilla a la tienda donde se practicaban los exámenes, una especie de teatro al aire libre. Los curiosos tomaban posiciones para observar cómo una patóloga con una bata de laboratorio y una mascarilla quirúrgica separaba huesos, botas y un casco en forma de olla. La mujer hizo girar el cráneo y retiró un disco metálico —una chapa de identificación de la Wehrmacht— de una cadena.
—¡Alemán! —declaró la patóloga, y numerosas expresiones de satisfacción recorrieron los rostros de la multitud.
En ese momento llegó Marat Urman e Isakov le transfirió la custodia de Zhenya, quien se deleitaba con la atención de ambos hombres. Los tres se dirigieron hacia donde se encontraba Arkady.
—Zhenya quiere ir al lago Brosno para buscar serpientes de agua —dijo Isakov—. Le dije que, tan pronto como hayan terminado las elecciones, Marat y yo lo llevaremos allí. Podríamos matar a la bestia y montarla.
—Arkady no lleva armas —comentó Zhenya—. Yo se lo recuerdo, pero siempre lo olvida.
—Eso es porque Arkady es miembro del club del agujero-en-la-cabeza —dijo Urman—, y cualquier cosa que le dices se escapa por él.
Zhenya se rió con disimulo, aunque su rostro enrojecido delataba su incomodidad.
La capa superficial de tierra alrededor de los árboles reveló unos cuantos cartuchos oxidados, latas de comida y estuches con cubiertos. Desde el bosquecillo, sin embargo, llegó la información de que obtendrían más objetos cuando los detectores de metales fuesen regulados para inspeccionar a mayor profundidad. Arkady estaba sorprendido, ya que a las víctimas ejecutadas habitualmente se las despojaba de armas, cascos, relojes y anillos antes de matarlas y, más tarde, de los empastes de oro. ¿Qué otra cosa podría hacer que se activase un detector de metales?
Lydia estaba un poco más pálida cuando regresó con el cámara de la tienda donde estaban los restos, pero era una muchacha valiente.
—Nikolai Isakov y Marat Urman, como detectives y exoficiales del OMON, la gente habla de la posibilidad de encontrar aquí una fosa común. ¿Cómo se llevaba a cabo una atrocidad semejante?
Isakov se encargó de responder:
—A las víctimas se las obligaba a cavar sus propias tumbas y luego se las ametrallaba, o bien se las asesinaba en otro lugar y luego se las llevaba a la fosa común. Si encontramos prisioneros de guerra rusos, es probable que fuesen asesinados aquí por guardias alemanes que temían ser aplastados por la contraofensiva.
—Se puede ver la diferencia porque una ametralladora destroza un cuerpo, huesos y todo lo demás —añadió Urman—. Si piensas transportar cadáveres quieres destrozarlos lo menos posible, de modo que les pegas un tiro en la nuca. A veces tienes que dispararles dos veces.
Fue un momento de reflexión. Uno de los cavadores elevó el volumen de un reproductor de CD y el himno de la guerra se extendió a través de la excavación:
Levántate, gran país,
levántate para la lucha final,
con la oscura fuerza fascista,
con la horda maldita.
Todos cantaban. Zhenya cantaba con Isakov y Urman. Arkady estaba seguro de que, cuando la canción acabase, Gran Rudi señalaría una sombra o una rama agitada y vería a Stalin. Antes de que la canción terminase, sin embargo, una voz gritó desde los pinos.
—¡Un casco! ¡Un casco ruso!
—Empieza el espectáculo —dijo Pacheco.
Al primer casco se le sumaron más cascos, botellas, botas, navajas de afeitar…, chatarra rusa manchada, rota o desintegrada. Ninguna arma. Cadáveres, sí. A medida que el día se calentaba, la nieve se convirtió en una suave lluvia que dejó al descubierto un cráneo aquí y una rótula allá.
—Un hallazgo de dos puntos —le dijo Wiley a Pacheco—. Si aparece el Tío Joe[4], diez.
El plan consistía en no retirar nada hasta que se hubiesen investigado todas las banderas, pero la promesa de tantos héroes rusos esperando ser encontrados era demasiado. Los Cavadores Rojos no eran militares ni patólogos; cuando uno conseguía una carretilla y se dirigía hacia los árboles, era seguido por otro y otro más.
—En un momento de intenso patriotismo, el pueblo se moviliza —decía Lydia ante la cámara—. Ignorando las banderas rojas de peligro, corren a exhumar los cuerpos de los mártires perdidos de la Guerra Patriótica.
—Vamos con ellos —dijo Zhenya.
—Nadie ha investigado las banderas rojas —repuso Arkady—. No han investigado una sola de esas banderas.
—Las banderas no son más que teatro —explicó Wiley—. Decoración. Cualquier munición que pueda haber aquí tiene sesenta años; no causará ningún daño.
—¿Podemos acercarnos con la cámara? —preguntó Lydia—. Creo que a los telespectadores les gustaría acercarse un poco más.
—Será mejor que se ponga esto. —Rudi se quitó el chaleco antibalas y se lo dio a Lydia.
—No puedo aceptarlo.
—¿Por qué no? —replicó Rudi—. Yo no pienso ir allí.
—Un pequeño consejo —le dijo Pacheco—. En cualquier momento, en cualquier lugar donde tenga una oportunidad de llevar un chaleco antibalas en televisión, aprovéchela.
—¿Preparado, capitán? —preguntó Urman—. No me decepciones.
Isakov se animó.
—De acuerdo.
Un grupo de cinco —Isakov, Urman, Lydia y sus dos cámaras— se dirigieron hacia los árboles, siguiendo las huellas que habían dejado las carretillas en el barro. Aunque Isakov abría la marcha, Arkady pensó que había habido un momento en el que el intrépido comandante parecía tener los pies helados y Urman tuvo que pincharle para que se moviese.
Delante de ellos estaba sucediendo algo extraño. Los cavadores que habían llegado a los árboles a toda prisa se extendían a lo largo del perímetro en lugar de entrar en el bosquecillo.
—Tú no eres mi padre —le dijo Zhenya a Arkady—, no puedes decirme lo que debo hacer.
El investigador oyó y no oyó lo que le decía el chico. Estaba intrigado por la vacilación de Isakov.
—La gente del lugar debió de preguntarse por qué había un bosque de pinos plantado en medio de un campo de trigo —dijo Wiley.
—Manejaron sus tractores alrededor de los árboles hasta que éstos se volvieron invisibles —repuso Pacheco—. No ves aquello que no quieres ver.
Arkady observó que Isakov guiaba al grupo hasta el límite de los árboles. Los cinco se detuvieron allí y se persignaron.
Zhenya salió corriendo entonces. Con la mochila a la espalda, cruzó la línea de cintas rojas y entró en el campo antes de que Arkady pudiese detenerlo. El chico no se atuvo a las huellas dejadas por las ruedas de las carretillas, sino que tomó una ruta diferente, saltando y haciendo oscilar la mochila como si acabase de salir del colegio. Todo cuanto Arkady pudo hacer fue seguirlo.
Mientras avanzaba pesadamente a través del campo, consideró la actitud de Zhenya y cómo el chico había cambiado su lealtad hacia Isakov y Urman sin parpadear. Las serpientes eran más lentas a la hora de abandonar el nido.
Arkady llegó a los pinos y se reunió con los cavadores que permanecían inmóviles y mudos en la periferia de la excavación. Una carretilla que había superado el límite acentuaba las columnas artificiales de árboles espaciadas regularmente, y la lluvia que escapaba de la cubierta superior de hojas y ramas caía en silencio sobre un fino manto de agujas. Los pájaros no cantaban ni se oía la cháchara de las ardillas.
Los cuerpos debían de haber sido arrojados de lado, la cabeza primero, los pies después, uno encima de otro. Arkady no podía calcular cuántos había, sólo que parecían parte de una violenta lucha. Una cabeza levantada aquí, una rodilla allá. Con el correr de los años, el desfile natural de carroñeros y microorganismos había eliminado la carne, y los restos no sólo estaban reducidos al esqueleto, sino que formaban un rompecabezas entrelazado. ¿Correspondía este cráneo a aquel cuello? ¿Estas dos manos formaban una pareja? Cuando la sacudida más leve tiraba de la punta del dedo, el dedo de la mano, la mano del brazo…, ¿dónde comenzar siquiera? La distancia entre los árboles, artificialmente uniforme, era de cinco metros, pero adentrarse en el claro significaba aplastar los restos que había debajo, de modo que los cavadores componían los cuerpos con lo que encontraban.
—No debería tomárselo tan a pecho —dijo Gran Rudi. Tenía la virtud de aparecer junto a Arkady cuando menos lo esperaba—. La guerra es una trituradora de carne. Granjeros, médicos, maestros… Carne molida. Y si Fritz no te mataba, lo hacía el comisario. Pero echo de menos la camaradería. A tu edad, yo ya fumaba —le dijo a Zhenya, que se acercaba con cierta indecisión.
—¿Usted mató a alguien? —preguntó Zhenya.
Arkady colocó un cigarrillo entre los labios de Gran Rudi y lo encendió. El anciano inhaló profundamente el humo y tosió expulsando medio pulmón.
Nadie impidió que el cámara Grisha utilizara los huesos como puntos de apoyo, porque todos entendían que la televisión mandaba. Ése era el momento de los cavadores bajo el sol; mejor que el sol, el ojo de la cámara. Wiley tenía razón: era una gran imagen.
—El colectivo solía tener un bonito campo de trigo aquí —dijo Gran Rudi—. Buena tierra, arenosa, con buen drenaje.
—¿Por qué no arrancaron los árboles?
Gran Rudi se encogió de hombros.
—Tenían que pedir permiso, y alguien dijo que no.
—¿Por qué iba a importarle a alguien en Moscú que una granja colectiva de Tver talara algunos árboles?
—¿Quién sabe? Eran los viejos tiempos. Una orden procedente de Moscú incluía peligros y fuerzas de los que no sabíamos nada.
Arkady observó a Grisha, que avanzaba entre los árboles.
El cámara se movía lentamente, con cuidado, a un paso de una línea marrón que conducía a lo que parecía ser una piña colocada en posición vertical.
—¿Puedo ver qué es…? —Zhenya comenzó a avanzar hacia el cámara.
—No. —Arkady lo empujó entonces al suelo y gritó—: ¡Grisha, no te muevas! ¡Una mina!
Grisha tropezó, dirigió la cámara hacia abajo y la tierra estalló. Cuando el humo se hubo disipado, el cámara apareció cubierto de sangre, apoyado en las manos y las rodillas, parpadeando y palpándose la entrepierna. Isakov ayudó a Grisha a levantarse y alejarse de los árboles. El cámara podía caminar, pero Isakov retiró los huesos que había en una carretilla y colocó al hombre en ella. Zhenya desapareció. Los cavadores llamaron a retirada, lo que se convirtió en una desbandada en toda regla en dirección a las tiendas.
Arkady, por su parte, permaneció donde estaba. Ahora que sabía lo que debía buscar, encontró más minas que no habían estallado. La mina terrestre POMZ era una creación rusa tan exitosa como el AK-47 e incluso más simple: setenta y cinco gramos de TNT metidos dentro de un cilindro de hierro cuadriculado para que se fragmentase en el momento de la explosión y montado sobre una estaca. Un cable trampa enlazaba el detonador, una barra del tamaño de un cigarrillo que cubría la mina. Disponía de un pequeño orificio con una clavija de seguridad, aunque la clavija había sido quitada hacía mucho tiempo. Se tendió en el suelo estudiando la manera de quitar el detonador y llegar al fusible.
Estaba moviendo con cuidado la estaca cuando vio otro alambre que discurría en la otra dirección. Apartó algunas agujas de pino podridas y descubrió otra POMZ. Halló siete minas unidas al mismo cable trampa circundando un tronco, un collar de antiguas POMZ con las clavijas del seguro quitadas y dispuestas como una ristra de luces de Navidad; si una estallaba, todas lo harían, escupiendo metralla en un radio letal de cuatro metros.
Probablemente todas estaban defectuosas.
Arkady giró hasta quedar de espaldas y metió la mano en el bolsillo, encontró sus llaves y las sacó de la anilla del llavero. Como suele suceder en situaciones de estrés, una melodía ruidosa y no deseada comenzó a sonar en su cabeza. Su cerebro había seleccionado Tahiti Trot de Shostakovich: «Tea for two and two for tea, just me for you…».
Aunque no pudo enderezar toda la anilla, consiguió doblar un extremo de alambre con un dedo ensangrentado. Giró hasta quedar boca abajo, sostuvo la estaca con una mano y, con la otra, insertó el alambre en el orificio del seguro y sacó el detonador y el fusible. Ni siquiera tuvo necesidad de desenroscar este último. El general siempre decía que salían con demasiada facilidad.
Arkady estaba mojado y cubierto de agujas de pino de la cabeza a los pies, camuflado involuntariamente en caso de que Urman acudiese en su busca. Renko sabía que el detective estaba deseando entrar en acción. Eso era lo excitante acerca de Urman, su imprevisibilidad. En un momento podía ser una agradable compañía y ayudarte a que te tragases la lengua un momento después.
Arkady utilizó su alfiler casero para desarmar las dos minas siguientes rápidamente. El orificio de seguridad de la cuarta mina estaba cerrado por el óxido y exigió una exquisita presión para abrirla sin accionar el alambre.
«Nobody near us, to see us or hear us…».
Lo que Arkady no alcanzaba a entender era por qué las minas estaban armadas sobre estacas metálicas y no de madera. Era como si, quienquiera que sembrara esas POMZ, hubiera tenido la intención de que permanecieran allí montando guardia durante la guerra y después de ella, para siempre.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Zhenya.
Arkady se sobresaltó hasta el extremo de hacer temblar el cable trampa: no había oído llegar al chico.
—Conseguir que estas minas sean un poco menos peligrosas.
—Quieres decir, desarmarlas.
—Sí.
—Entonces eso es lo que deberías decir: «Estoy desarmando estas minas». Así de simple. —Zhenya cambió el peso de su mochila. Los rizos húmedos se pegaron en su frente—. Estás montando un numerito con todo esto. Todas esas minas están defectuosas, según Nikolai y Marat, y ellos deben de saber más que tú.
—¿Cómo está el cámara Grisha?
—Rasguños. A la mina prácticamente no le quedaba carga. Marat dice que Grisha podrá seguir rascándose las pelotas.
—¿Marat te ha dicho eso?
—Sí. Lo estoy buscando.
El investigador consideró la idea de que Zhenya vagase entre minas y esqueletos, o algo peor: que permaneciese cerca si Arkady tropezaba con un cable trampa.
—Creo que Marat te estaba buscando en la tienda de patología.
—Acabo de estar allí —dijo Zhenya—. Es una larga caminata.
—Pues consigue una mochila más ligera.
—Apuesto a que Marat podría desarmar estas minas mientras duerme.
—Tal vez tengas razón.
—Estoy aburrido.
—Y yo ocupado —dijo Arkady con una mirada que coincidía con sus palabras.
Las mejillas de Zhenya enrojecieron, el color más intenso que Arkady había visto nunca en ellas.
Arkady encontró otro cable trampa, pero cuando se arrastró hacia adelante sintió que algo le rascaba el estómago. Rodó alejándose de una mina colocada como una bomba trampa, bien enterrada y sola. Después de una espera de sesenta años, la bomba estalló con un sonido débil como el corcho de una botella de champán.
Un fiasco.
Cuando Arkady alzó la vista vio que Zhenya se alejaba riendo a carcajadas.