—Creo que Napoleón durmió aquí —dijo Arkady—. Esta cama es aproximadamente de su tamaño.
—Es perfecta —señaló Eva—. He dormido como una gata.
Él siempre se sorprendía por su suavidad. En comparación, él era madera, corteza y otras cosas por el estilo.
—¿Cómo está tu cabeza? —preguntó ella.
—Mejor.
—¿Tú no has visto a Stalin?
—No.
—O a su fantasma…
—No.
—Tú no crees en fantasmas.
—No volando por el aire, pero sí esperando.
—¿Esperando qué? —preguntó Eva.
—No lo sé. Tal vez a asesores políticos. —Arkady estiró el brazo y volvió a llenar dos vasos con el burdeos del profesor—. Hoy es el último día de campaña. ¿Isakov está confiado?
—Sí, de hecho sí, pero no quiero hablar de él. Éste es un buen vino.
—Francés. Todo aquí es francés. En realidad, incluso nuestra situación es extraordinariamente francesa. Hasta el momento en que alguien muere; entonces, es rusa. Pushkin tenía más de un centenar de amantes y luego murió en un duelo defendiendo el honor de su esposa. Ella era una coqueta. ¿Es eso ironía o justicia?
—Tuvimos un seminario sobre Pushkin en el hospital —dijo Eva.
—Poesía en el lugar de trabajo… Excelente.
—Nos dijeron que la bala que mató a Pushkin penetró por el hueso pelviano derecho y le atravesó el abdomen.
—Creo que él hubiese preferido que la bala le atravesara el corazón. —Dejó el vaso y la acercó hacia sí para aspirar el perfume de su cuello—. ¿Has notado alguna vez que cuando uno de los amantes abandona la cama, el otro se instala en el espacio que ha dejado?
—¿Es eso cierto?
—Absolutamente cierto. —En ese momento se le ocurrió algo—. ¿Eres consciente de que Isakov se levanta en plena noche para pasearse arriba y abajo por la calle Sovietskaya?
A Eva le llevó un momento adaptarse al cambio de tema. Su voz se volvió ligeramente más grave.
—No sabía que lo hiciera. En una ocasión, mientras circulábamos en coche por esa calle, Marat mencionó que el padre de Nikolai solía trabajar allí.
—¿Dónde era «allí»?
—No reparé en el lugar. Nikolai no te gusta…
—Todo cuanto sé con seguridad de Isakov es que es un mal detective.
—Aquí es un hombre diferente. En Moscú o en Tver no ves al verdadero Nikolai; su sitio es el campo de batalla. ¿Quieres saber cómo nos conocimos?
Arkady no quería saberlo.
—Claro —dijo en cambio.
—Los rusos estaban bombardeando una aldea chechena que no tenía absolutamente ningún valor militar. Todos los hombres de la aldea estaban en las montañas y sólo había mujeres y niños, pero creo que la artillería rusa tenía una cuota diaria de casas que debía destruir. Yo estaba quitando trozos de metralla caliente a un bebé cuando Nikolai y Marat llegaron con su patrulla. Era una situación que yo siempre había temido, ser sorprendida prestando ayuda al enemigo. Casi esperaba que me disparasen. En cambio, Nikolai compartió sus suministros médicos conmigo y, cuando los rusos comenzaron a bombardear nuevamente la aldea, llamó por radio para decirles que parasen. El coronel que estaba a cargo le contestó que las órdenes eran órdenes. Entonces Nikolai le preguntó el nombre para poder romperle los dientes personalmente y el bombardeo cesó de inmediato. Todo lo que puedo decirte, Arkasha, es que Nikolai y yo nos conocimos en extrañas circunstancias. Tal vez ambos estábamos en nuestro elemento. Éramos personas que no podíamos existir en el mundo real. En cualquier caso, todo eso ocurrió antes de conocerte a ti. No tiene absolutamente nada que ver contigo. Mantente alejado de Nikolai.
Algo crujió en la puerta del apartamento. Arkady se levantó de la cama, se puso los pantalones y miró a través de la mirilla. En el pasillo no había nadie, pero en el suelo vio un sobre atado con un cordel. Encendió una lámpara.
—¿Qué es eso? —Eva se incorporó en la cama.
Arkady abrió el sobre y sacó de su interior dos fotografías satinadas. El mayor Agronsky las había entregado y luego se había largado rápidamente.
—Fotografías.
—¿De qué? Déjame ver.
Arkady llevó las fotografías a la cama. La primera instantánea había sido tomada desde aproximadamente cien metros en el aire, e incluía la imagen de un río y un puente de piedra con un camión abierto a un lado y un carro blindado al otro. Junto al carro blindado había un fuego de campamento. La foto era borrosa y estaba ampliada al máximo, pero Arkady pudo contar media docena de cuerpos caídos alrededor del fuego. Los chechenos vestían jerséis, chaquetas de piel de oveja, gorros de lana, zapatillas deportivas y botas. Pinchos de carne, panes y cuencos de arroz pilaf estaban esparcidos entre ellos. Otros seis cuerpos yacían boca abajo en la carretera.
Los Boinas Negras lucían barbas tupidas y llevaban una mezcla de vestimenta rusa y chechena, pero sus personajes eran inconfundibles. Urman portaba un Kalashnikov y sostenía un pincho de kebab, Borodin y Filotov le hacían señas al helicóptero para que se alejase, Kuznetsov yacía herido en el suelo y Bora pateaba los cuerpos de los chechenos con la pistola preparada para el tiro de gracia. Las copas de los árboles se inclinaban bajo la acción de los rotores. En una esquina de la imagen, la cámara registraba convenientemente la hora: las 13.43. La segunda foto, tomada a las 13.47, era virtualmente idéntica. Los cuerpos junto al fuego del campamento estaban dispuestos de una manera ligeramente diferente. Había comida suficiente para una bienvenida, pero no alcanzaba para un festín. El camión había desaparecido. Urman había dejado caer el pincho y apuntaba al helicóptero con su fusil.
—El puente Sunzha.
—Pensaba que habíamos dejado esto atrás —dijo Eva.
—Me quedaban algunas preguntas.
—Estás obsesionado con Nikolai.
—Quiero saber lo que pasó en ese puente.
—¿Por qué? Era la guerra. ¿Piensas investigar todo lo que ocurrió en Chechenia? Estoy en tu cama, pero tú sigues enamorado de las preguntas.
Arkady quería dejar el tema, pero se sentía atraído por una irresistible fuerza gravitacional.
—Dime, desde tu punto de vista, qué ocurrió en ese puente y no haré más preguntas. Olvídate del informe oficial. ¿Qué pasó en el puente?
—Nikolai ni siquiera estaba en el puente. Mi moto se había averiado y él me llevaba en coche a hacer mis visitas en las aldeas de la zona, sobre todo porque nunca sabías dónde estaban los puestos de control rusos o cuán borrachos estarían los hombres. Si ellos pensaban que estabas con los rebeldes, te violaban y después te mataban. Hubo momentos en que eso habría sucedido si Nikolai no me hubiese acompañado para protegerme. Por esa razón, ninguno de los dos aparecemos en esas fotografías.
—¿Isakov abandonó su puesto para hacerte de chófer?
—Supongo que puedes decirlo de esa manera.
—¿Pudiste reconocer a alguno de los rebeldes?
—Cuando regresamos al puente ya estaban metidos en bolsas.
—¿Nunca los habías visto antes?
—No. Ya te he dicho que estaban metidos en bolsas.
—¿Entonces quien estaba al mando en el puente era Marat Urman? ¿El dirigió el combate?
—Supongo que sí.
—¿Durante todo este tiempo Nikolai Isakov se ha atribuido el mérito de las acciones de Urman?
—Asumiendo la responsabilidad en caso de que hubiese problemas.
—¿Por qué iba a haber problemas?
—No lo sé.
—Si los chechenos estaban atacando, ¿por qué los cuerpos que estaban en la carretera tenían disparos en la espalda? ¿Por qué estaban comiendo los demás? ¿Dónde están sus armas?
—No lo sé.
—¿Isakov no abrió las cremalleras de las bolsas para examinar los cadáveres?
—No lo sé.
—¿Urman se mostró resentido al perder el mérito por la acción del puente?
—Marat venera a Nikolai.
—¿Todos los integrantes del grupo estuvieron de acuerdo con esa historia?
—Todos veneraban a Nikolai.
—¿Qué me dices de ti?
—Sí —dijo ella.
Arkady sintió que su corazón se aceleraba con el de ella. Bueno, ambos estaban ocupados en algo que era a la vez perverso y difícil, el exterminio del amor. Eso podía excitar a cualquiera.
—Pero todo eso ocurrió antes de conocerte —dijo Eva—. Si quieres, podemos subir a tu coche y marcharnos de aquí. Podemos hacerlo ahora, mientras aún está oscuro. Coger el coche y regresar a Moscú.
—No puedo hacer eso —repuso Arkady—. No puedo perderme a Stalin.
—¿Estás loco?
—No, me estoy acercando. Tengo la sensación de que esta vez podría verlo.
—¿Hablas en serio?
—El conocía a mi padre.
—¿Por qué eres tan malo de pronto?
—Eva, tengo un testigo fiable que sitúa a Isakov en el puente con los cadáveres en el suelo inmediatamente después del combate. De hecho, es un testigo tan fiable que está muerto.
Eva se levantó de la cama y recogió su ropa sin mirar a Arkady.
—Tengo que irme.
—Te veré en la excavación.
—No estaré allí.
—¿Por qué no? Es el gran acontecimiento.
—Os dejo, a ti y a Nikolai.
—¿Por qué a los dos? Elige a uno.
—No tengo que elegir, ya que uno matará al otro, y no quiero estar aquí para eso. No pienso ser el botín.
—Yo la amaba —dijo su padre—, pero tu madre era una perra. Pertenecía a una familia muy presuntuosa… Intelectuales. —Pronunció la palabra como si fuese una especie de insecto—. Músicos y escritores. Tú y yo vivimos en el mundo real, ¿verdad?
—Sí, señor.
Arkady, catorce años, con los ojos vendados con su propio pañuelo de los Jóvenes Pioneros, estaba montando una pistola, un juego que su padre había ideado. Mientras el chico competía con el reloj, el general trataba de distraerlo, porque el ruido y la confusión formaban parte de la batalla, o bien movía las piezas alrededor de la mesa para que Arkady tuviese que volver a colocarlas ordenadamente valiéndose del tacto.
—Ella era muy joven y quería saber cosas acerca de las mujeres, de modo que se lo expliqué con todo detalle. Le di una visión del sexo mucho más animal de lo que sus pusilánimes amigas conocían. Luego se celebró una velada dedicada a Pushkin en un salón. Todos trajeron sus poemas favoritos. Muy pretencioso… Yo llevé el diario de Pushkin. En él estaban incluidas todas las mujeres con las que había follado, y estaba lleno de detalles íntimos. Ese hombre sabía escribir. ¿Estás de acuerdo?
—Sí, señor.
—¿Te gusta el arma?
—Sí, señor.
La pistola, una Tokarev, comenzaba a ensamblarse en las manos de Arkady. Sostuvo la corredera invertida, insertó el cañón dentro de la guía del muelle de retroceso, uno de los extremos del muelle colgando suelto, acunó el bastidor dentro de la corredera, hizo girar el arma y el trabajo estuvo casi terminado.
—Una vez conocí a un hombre que juraba por su Walther —dijo su padre entonces—. Era un auténtico experto. Trabajaba por la noche en una habitación especial con una puerta forrada de fieltro para insonorizarla. Sus ayudantes traían a un prisionero y él le pegaba un tiro en la nuca. Nada de conversación ni tonterías acerca de pronunciar sus últimas palabras. Todas las noches, cada noche, uno cada vez, un centenar de ejecuciones, doscientas, las que fuesen necesarias. El trabajo era intenso y, hacia la medianoche, la estancia era como un matadero. Para mantenerlo activo le daban una botella de vodka. Todas las noches, vodka y sangre. La cuestión es que la Walther nunca falló, ni una sola vez.
El general pateó la mesa. El muelle de retroceso y el manguito del cañón volaron y fueron a parar debajo del sofá donde estaba sentado. Arkady percibió que el muelle rodaba sobre el suelo de parquet, palpó y dio con las botas de su padre en el camino.
—Perdón —dijo el chico.
El hombre no se movió.
—¿Perdón? ¿Es eso lo que piensas decir cuando te encuentres con el enemigo? Queda un minuto. Se te acaba el tiempo.
El castigo por quedarse sin tiempo variaba de una mirada helada a permanecer de pie con los brazos en cruz y una arma en cada mano. Las armas estaban cargadas y, ocasionalmente, el muchacho pensaba que su padre estaba tratando de provocar su ira.
Arkady buscó debajo del sofá, encontró el muelle y tanteó en busca del manguito para sostenerlo. Lo tenía en las puntas de los dedos, pero cada vez que rozaba el manguito, éste se movía hacia otro lado. Desde la otra dirección, su padre interfería en su camino.
—Conocí a ese experto en armas porque yo tenía que hacer el trabajo sucio, las tareas que nadie más haría. El propio Stalin me llevaba aparte y decía que había un error aquí o allá que debía corregirse, algo que cuanta menos gente supiera mejor, y que se acordaría de mí cuando salieran a relucir las porras. Yo pensaba que era el elefante del desfile, pero resultó ser que era el hombre que seguía al elefante con una pala y un cubo lleno de mierda. Diez segundos… ¿Aún no has terminado de montar esa maldita pistola?
Arkady estiró el brazo con el arma en la mano para arrastrar el manguito. Se apartó del sofá, insertó el muelle, hizo girar el manguito hasta colocarlo en su sitio, metió el cargador en la culata y se quitó la venda de los ojos.
—¡Terminado!
—¿De veras? Bueno, de eso se trata. Dame la pistola.
El general cogió el arma, se la apoyó en la sien y apretó el gatillo. El percutor no se movió.
—Está medio amartillada.
Arkady cogió la pistola e hizo retroceder el percutor una muesca. A continuación le devolvió el arma a su padre.
En los ojos del general había decepción.
—Tengo que hacer los deberes del colegio —dijo el chico, y se retiró.
Ésa fue la última vez que jugaron a ese juego.
—Un nuevo ruso entra en una tienda muy cara y le pregunta al empleado qué puede comprarle a su esposa por su cumpleaños —estaba diciendo Victor—. El precio no supone ningún problema. Ya le ha regalado un Mercedes, diamantes de Bulgari, un abrigo de marta cibelina largo hasta los tobillos…
—¿Es muy largo, ese chiste? —quiso saber Arkady.
Según su reloj eran las seis de la mañana, un poco temprano para una llamada.
—No mucho. El empleado le dice: «No le queda nada más por comprar. Hágale un regalo personal, algo íntimo. Un certificado válido para dos horas de sexo salvaje, satisfaciendo cualquier deseo o fantasía». El nuevo ruso dice: «¡Sí!». Para él es algo beneficioso para ambas partes. Le paga mil dólares a un calígrafo para que le haga un certificado válido para dos horas de sexo, con todas las fantasías satisfechas, sin preguntas…
—Por favor, Dios mío, haz que Victor muera.
—Paciencia. Un certificado para dos horas de sexo salvaje… Llega el día de su cumpleaños. Él le regala, como siempre, un collar de perlas, un Mercedes nuevo, un huevo de Fabergé y, finalmente, le entrega un sobre con el certificado. Ella lo saca, lo lee, sus mejillas enrojecen intensamente y luego se echa a reír. Aprieta el certificado contra su pecho y dice: «Gracias, gracias, Boris. Es el regalo más maravilloso que me has hecho nunca. ¡Te amo, te amo!». La mujer coge entonces las llaves del coche y dice: «¡Te veo dentro de dos horas!».
Oscuro como boca de lobo. Arkady estaba iluminado por la luz que entraba desde la calle y le planteaba un dilema clásico: buscar los cigarrillos donde era más probable que estuviesen o buscar donde la luz era mejor. Unos pocos copos de nieve se derretían en el asfalto.
—¿Quién es la «dos horas» de Tver? —preguntó Victor.
—Tu habilidad para reducirlo todo al sexo es asombrosa.
—Es el mejor sistema que he encontrado.
Hubo suerte. Arkady encontró un paquete en su chaqueta, aunque no cerillas.
—Zurin llamó y preguntó dónde estabas —dijo entonces Victor—. Un fiscal de Tver, un cretino llamado Sarkisian, llamó y preguntó por qué no te habías presentado en su oficina, lo que me dio una oportunidad para perfeccionar mis habilidades antisociales.
—¿Por qué estás levantado a esta hora?
Arkady recordó haber visto fósforos en la cocina.
—Estoy de vigilancia.
—¿Me llamas para permanecer despierto durante una misión de vigilancia?
Arkady tanteó la mesa y la encimera de la cocina en busca de las cerillas.
—Quiero encerrar a ese tío. Antes tenía compañía, pero ahora está solo. Únicamente querría que abriese la puerta de la nevera, fuese a mear o encendiese una cerilla…, cualquier cosa que pudiera poner en un informe.
—¿Qué ha hecho?
—Es un desertor del ejército; lo cual está muy bien para mí, pero el capullo se llevó el fusil consigo.
Arkady echó un vistazo a los cobertizos donde se guardaban los coches al otro lado de la calle. Un buen empujón y toda una fila se vendría abajo como fichas de dominó. Su coche estaba en el cuarto cobertizo.
—¿Las luces están apagadas? —preguntó Arkady.
—En todo el piso.
—¿Y qué te hace pensar que está levantado?
—Porque no puede dormir.
—Tal vez alguien lo llamó en mitad de la noche. —Arkady encontró cerillas en el alféizar de la ventana—. ¿Has estado alguna vez en Tver?
—Una o dos veces. ¿Has visto a alguno de los amigos de Isakov del OMON ahí?
—Una o dos veces.
Los coches fuera de los cobertizos estaban aparcados junto al bordillo y en la acera. Todos parecían estar fríos, excepto uno: el parabrisas de un coche azul estaba empañado, un Honda o un Hyundai; Arkady no podía distinguir la matrícula. Con toda probabilidad, la condensación era consecuencia de la respiración densa de una pareja de amantes que buscaban intimidad donde podían. De todos modos, decidió que no necesitaba un cigarrillo. Lo que necesitaba era una arma y la había dejado en Moscú bajo llave.
—En el OMON hacen tests de inteligencia —dijo Victor.
—¿Se trata de otro chiste?
—A cada Boina Negra le entregan diez bloques de madera de diferentes formas para que los introduzcan en orificios con las formas correspondientes. La mitad de los hombres fallan, pero la otra mitad cumple la prueba con éxito, de lo que los investigadores concluyen que el cincuenta por ciento de los Boinas Negras son profundamente estúpidos y el cincuenta por ciento son realmente fuertes.
—¿Y eso es gracioso? —preguntó Arkady un momento después.
—Supongo que depende de la situación.
Renko soñó con un hombre pequeño y jorobado que estaba en la puerta abierta de un helicóptero en vuelo. El viento trataba de succionarlo hacia afuera o de sacudirlo de sus sujeciones, pero él resistía los embates con la calma de un atleta.
—¡Ginsberg! ¡Cuidado! —gritó Arkady desde un banco.
Mientras tanto, el periodista le gritaba al piloto que volase más bajo. El sonido de los rotores era ensordecedor, y todo el mundo recurría a las señales manuales.
A través de la puerta del helicóptero se extendía una vista de montañas, pueblos, tierras cultivadas, un rebaño de cabras, un río que cruzaba el valle con un puente de piedra y un fuego de campamento, y cuerpos tendidos en el suelo. Ginsberg se aferró con una mano al fuselaje y sostuvo la cámara con la otra. Comenzó a gritar el nombre de Arkady al tiempo que señalaba con la mano con la que sostenía la cámara.
Arkady se despertó, fue hasta el escritorio del profesor y revolvió los cajones hasta encontrar una lupa. ¿Qué era lo que había pasado por alto?
A las 13.43, los kebabs se estaban cocinando en la hoguera del campamento. En el grupo que estaba junto a la hoguera había tres cuerpos que yacían sobre el costado izquierdo, cuatro sobre el derecho. Los cuerpos que yacían en la carretera estaban tendidos boca abajo porque les habían disparado por la espalda mientras corrían hacia el camión situado al otro lado del puente. En total sumaban catorce, lo que significaba que no había ningún cuerpo en la orilla más alejada del llamado combate. No había señales de Isakov. La imagen, además, estaba borrosa por el polvo que levantaba el helicóptero y su propia vibración.
La fotografía de las 13.47 había sido tomada desde la misma posición durante una pasada efectuada cuatro minutos más tarde. Urman llevaba gafas de sol mientras situaba al piloto del helicóptero en la mira de su fusil. Los cuerpos que estaban tendidos en la carretera no se habían movido un milímetro, pero todos los que estaban junto a la hoguera del campamento habían rodado hacia adelante, como si estuviesen rezando a la manera musulmana, y los kebabs echaban humo, la mitad de ellos en llamas. ¿Qué más había cambiado de una fotografía a la otra? Algo demasiado obvio para poder verlo a simple vista. Arkady se disculpó con Ginsberg y regresó a la cama.
Decidió no complicar las cosas. Iría hasta el lugar de la excavación y esperaría a un fantasma. ¿Qué podía ser más simple que eso?
Su teléfono móvil sonó a las siete de la mañana desde un número nuevo para él. Llevaba la ropa de camuflaje, preparado para llegar a la excavación antes del amanecer. La noche ya había comenzado a adquirir un color gris moteado por la nieve. El coche azul se había marchado y Arkady no observó ninguna actividad inusual alrededor del cobertizo donde estaba el Zhiguli. El teléfono continuó sonando mientras se detenía ante el escritorio y las estanterías del profesor buscando inútilmente una arma; todo eran libros en francés, nada de peso.
Arkady contestó finalmente la llamada.
—¿Hola?
—Soy Zhenya. Estoy aquí, he venido en el tren.