21

El mural en la barra del club Tahití cubría el período polinesio de Gauguin, copiando fielmente las pinturas del artista que representaban ídolos fálicos y nativas cubiertas con sarongs. Allí todo el mundo llevaba llamativos modelos de Armani y gritaba en sus teléfonos móviles, mientras en una pantalla de televisión gigante dos pesos pesados se golpeaban como campaneros.

Arkady siguió la música disco escaleras arriba, pasó el escrutinio de los levantadores de pesos con corbata negra y entró en un cabaret donde los altavoces eran tan estridentes que las volutas de humo de cigarrillo parecían temblar con la música. Vio a dos bailarinas que se movían alrededor de sendas barras metálicas en el escenario antes de que una camarera se acercase a él.

—¿Quiere un taburete? Un taburete junto al escenario, donde está la acción, ya sabe…

—No estoy seguro de estar preparado para demasiada acción.

—¿Una mesa?

—Un reservado. Estoy esperando a unos amigos.

Pidió una cerveza y se preguntó si Zelensky o Petya estarían por allí. Isakov y Urman estaban probablemente en algún acto de los Patriotas Rusos, pero pronto recibirían la noticia de que no se había marchado de Tver. No podía provocar a Isakov y Urman si todo cuanto hacía era esconderse.

—¿Conoce a Vlad Zelensky? —le preguntó la camarera—. ¿Es usted productor de cine?

—Crítico —dijo Arkady.

Los proyectores convertían a las bailarinas en figuras brillantes y borrosas que recorrían el escenario con zapatos de plataforma y correas de cuero, manteniéndose en constante movimiento como peces en un acuario mientras un público exclusivamente masculino permanecía en una suerte de animación suspendida. Cuando una de las bailarinas hacía una pausa y se echaba sobre la pista, los aficionados que se encontraban en primera fila metían dinero en las correas de cuero. Aparte de ese gesto, como rezaba un cartel, «No tocar».

Arkady se acomodó en un reservado color rojo sangre. La mesa tenía dos menús. Un menú de comida ofrecía cócteles tropicales, rollitos de huevo y sushi. Un menú «Loco» ofrecía un lap dance[3] en el Sportsman’s Lounge, una conversación personal con una mujer desnuda, «una hora íntima con una encantadora compañía en el jacuzzi vip o toda una noche con una belleza (¡¡¡o bellezas!!!), en el lujoso Dormitorio Pedro el Grande». El precio de un revolcón propiamente dicho era de mil euros, una ganga en comparación con los clubes de Moscú.

La camarera le llevó su cerveza Baltika.

—En realidad tendría que ser el Dormitorio de Catalina. Ella construyó el palacio y folló mucho más que Pedro en toda su vida. ¿Algo para comer?

—Sólo un poco de pan y queso.

—¿Pero beberá?

—Naturalmente.

El menú «Loco» informó a Arkady de que «las mujeres de Tver son legendarias por su belleza. Actualmente, algunas de las modelos más famosas de Rusia son hijas de Tver. Su fama ha trascendido las fronteras, y solteros de Estados Unidos, Alemania, Gran Bretaña y Australia, por nombrar sólo unos pocos países, viajan a Tver buscando la ayuda de Cupido».

Las siguientes bailarinas en subir al escenario fueron Tanya y una muchacha pequeña y animada. La primera vez que había visto a Tanya llevaba un vestido de noche blanco y tocaba el arpa en el hotel Metropol. Ahora, prácticamente desnuda, tenía incluso un mayor control en el escenario, con una sonrisa fría y pasos largos que provocaron unos rítmicos aplausos en la primera fila.

Al otro lado de la sala, Arkady vio que su camarera acompañaba a Wiley y Pacheco a un reservado situado frente al suyo. Pacheco se ajustó la corbata mientras Wiley hacía un esfuerzo por no mirar a Tanya. Los dos norteamericanos no podrían haber encontrado el Tahití sin ayuda, pensó Arkady, y, al cabo de unos minutos, Urman se reunió con ellos. Su chaqueta amarillo canario aportaba estilo a la escena; un tártaro podía usar colores que harían que un ruso se echase a temblar. Urman le lanzó un beso a Tanya, pero los ojos de ella siguieron los movimientos de Arkady cuando cambió de reservado.

—Mirad lo que ha traído el gato.

Pacheco dejó espacio para que el investigador se sentase.

—No puede estar actuando en serio —dijo Urman.

—Tanya tiene buen aspecto —comentó Arkady.

La música comenzó a sonar, un bajo persistente que hizo que la sala reverberara, y las bailarinas subieron a las barras.

R-e-s-p-e-c-t. Me encanta esta canción —dijo Pacheco.

—Creo que, de alguna manera, no comprenden el verdadero significado de la palabra —dijo Arkady.

—Lo que importa es el ritmo —repuso Pacheco—. ¿Hay buenas canciones de amor en Mongolia? ¿Le gustan a su caballo favorito?

—Debería quitarse su anillo de boda.

—¿Por qué?

—Provoca impotencia. Es una tradición eslava llevar un anillo de boda no más de cuatro horas al día por razones de salud. Pregúntele a Renko.

—¿Es eso cierto? —preguntó Wiley.

—Algunos hombres lo creen. Algunos incluso creen que nunca deberían llevarlo.

—Es un hecho científico —dijo Urman—. El anillo es como un circuito cerrado y el dedo es un conductor eléctrico.

—Bueno, parece ser que la polla eslava es un instrumento más delicado de lo que hubiese imaginado.

—¿Dónde está Isakov? —preguntó Arkady.

—Una visita a un club erótico no es una imagen apropiada para un candidato reformista —explicó Wiley.

—¿Tiene ímpetu? —preguntó Arkady—. Tengo entendido que eso es muy importante.

Wiley se sintió feliz de poder apartar la mirada del escenario y encontrar refugio en la política.

—Ímpetu es todo lo que tiene. No tiene una auténtica maquinaria de partido detrás de él, de modo que un paso en falso y su campaña habrá acabado.

—Pero tiene ímpetu —dijo Urman.

—Isakov fue elegido sólo para robarle votos a la oposición —dijo Wiley—. Nadie esperaba que su candidatura cobrase vida.

—Tiene una oportunidad —insistió Urman.

—Si acaba con un gran éxito…

—En Estados Unidos, el baile de la barra es la nueva sensación —dijo Pacheco—. De verdad.

Tanya era todo sexo alrededor de una barra, deslizándose lentamente cabeza abajo con un movimiento que parecía engullir el metal. La otra bailarina giraba alrededor de su barra como una dinamo, algo que parecía pintorescamente soviético.

—Tanya se formó en el ballet clásico, pero se convirtió en una mujer demasiado grande para que los hombres pudiesen cogerla. —Urman se volvió hacia Arkady—. Bueno, tú luchaste con ella, ya sabes…

Pacheco aguzó el oído.

—¿Luchó con ella? Eso suena interesante.

—Tuvimos un momento especial —dijo Arkady.

—Necesitamos un gran éxito. —Wiley se concentró en el tablero de la mesa—. Una campaña con un candidato con pocas probabilidades de ganar debe culminar con un clímax explosivo, visceral.

—¿Como qué? —quiso saber Renko.

Wiley alzó la vista.

—En Tver hay una estatua de la Virgen María. La gente de aquí jura que llora. Ellos creen sinceramente que la ven llorar.

—¿Hará que la virgen aparezca en la excavación?

—¿Tiene Coca-Cola light? —le preguntó Wiley a la camarera.

—Ella toca el arpa y se desnuda en un escenario —dijo Pacheco—. Es una joven con mucho talento.

—Si no es la Virgen, ¿quién? —preguntó Arkady—. ¿Tiene a alguien en mente?

—La gente ve lo que quiere ver —dijo Wiley.

La bailarina más pequeña lo miró furtivamente por entre las piernas. Tenía el pelo corto y oscuro y una mancha de nacimiento. Su nombre era Julia; tenía veintitrés años, era espiritualmente avanzada y buscaba a un hombre con los pies en la tierra. Arkady lo sabía porque había visto su fotografía y su descripción en el álbum de mujeres casaderas de la agencia Cupido.

—Renko no puede hacer nada —le aseguró Urman a Pacheco—. Está escondiéndose del fiscal de Tver y fue repudiado por el fiscal de Moscú. Además, es hombre muerto.

—¿Quiere decir que pronto será un hombre muerto?

—No, quiero decir que ya está muerto. Recibió un disparo en la cabeza. Si eso no es estar muerto, ¿qué es?

—He observado que Isakov jamás menciona el nombre de Stalin —dijo Arkady.

—¿Por qué debería hacerlo? —repuso Wiley—. En este momento, lo único que todo el mundo sabe acerca de Nikolai Isakov es que es un héroe de guerra muy atractivo. Todo es vago y generalmente patriótico. Una vez que mencione el nombre de Stalin, Stalin se convierte en un tema, lo que tiene algunos aspectos negativos. Nuestro trabajo consiste en relacionar a Isakov y Stalin sin decirlo en voz alta.

—¿Y cómo lo consiguen?

—Imágenes visuales.

—¿En la nueva excavación? Tengo entendido que ha sido descubierta una fosa común de soldados rusos. Ésa es una imagen muy potente, ¿verdad? ¿Hay alguna posibilidad de que un patriota llamado Isakov se presente en el lugar, pala en mano, cuando lleguen las cámaras de televisión?

—A mí este hijo de puta no me parece tan muerto —señaló Pacheco.

Aretha Franklin cantaba «R-e-s-…».

Tanya se deslizó fuera del escenario, ignoró a sus clientes habituales de la primera fila y se sentó en el regazo de Arkady, respiró agitadamente y lo cubrió de sudor y polvo de maquillaje, mientras lo besaba como si fuesen amantes que acabaran de reencontrarse. Cuando Renko intentó apartarla, ella se aferró a su cuello.

—¿Dónde está ese agujero del que he oído hablar? ¿Es del tamaño del tapón de una botella?

Apretó su cuerpo contra el rostro de Arkady al tiempo que le palpaba el cuero cabelludo. Todo cuanto quedaba de la operación eran cicatrices del drenaje, pero ella las encontró. Si el investigador la había humillado, ahora sería ella quien lo humillaría a él. En el escenario, Julia giraba alrededor de la barra a media velocidad.

Pacheco estiró el brazo a través de la mesa y cogió el pelo dorado de Tanya entre sus dedos.

—Querida, si tu objetivo es el dinero, estás sentada encima del hombre equivocado. Mi amigo es pobre como un ratón de iglesia, mientras que yo estoy deslizando un billete de cien dólares en tu tanga. ¿Estoy consiguiendo tu atención?

—Te dije que ésta no era una buena idea —dijo Wiley.

Tanya no se movió. Pacheco continuó:

—Me gustas y soy un gran admirador del arpa, pero tienes que soltar la cabeza de mi amigo.

Tanya se volvió lo suficiente para decir:

—Que sean doscientos.

—Joder, qué mujer tan fina. Que sean doscientos, pues.

Luego Pacheco empujó delicadamente a Tanya en dirección al escenario. Los clientes aplaudieron su regreso.

—¿Les apetecería un poco de sushi? —preguntó Urman.

—No. —Wiley arrojó unos billetes sobre la mesa—. Vamos, vamos, vamos.

Una vez fuera del club, los norteamericanos subieron a un Pathfinder negro y esperaron mientras Urman seguía a Arkady hasta el otro extremo del aparcamiento.

Renko había ido al club en el Zhiguli porque su intención era que lo viesen.

Pacheco tocó el claxon.

—Me encantaría matar a ese vaquero —dijo Urman—. ¿Amenazar con arrastrar a Tanya por el pelo? ¿Qué clase de conducta es ésa? Aprecio el hecho de que tú te hayas contenido.

—No pasa nada.

—Mira, ¿por qué no nos haces un favor a todos? Lárgate de Tver. Vete y olvidaremos que nuestros caminos se cruzaron alguna vez. ¿O acaso ella ya te ha llamado?

—¿Quién?

—Eva. Iba a decirte que pensaba volver.

—Pero no lo hará, ¿verdad?

—No, me temo que no.

—Pero ¿piensa llamar?

—¿Crees que sólo trato de confundirte? —Urman sonreía ligeramente—. Honestamente, me gustaría que te la llevaras. Estoy harto de esa puta radiactiva.

Arkady estaba dando un largo rodeo para ir a su apartamento, comprobando si algún coche lo seguía, cuando vio a Isakov en la calle Sovietskaya. Eran las dos de la madrugada, la hora entre los dulces sueños y la negra desesperación, una hora para pasearse por casa, no por la acera. El investigador rodeó la manzana, apagó los faros delanteros y se acercó a la esquina.

Una ligera capa de nieve se fundía en la calle. Isakov podría haber continuado por Sovietskaya y haber buscado refugio en el pórtico del teatro, pero en cambio caminó de un lado a otro a lo largo de una valla de hierro forjado. Llevaba puesta una parka con la capucha echada hacia atrás y, por la humedad del pelo, hacía algún tiempo que estaba fuera. Arkady pensó que debía de estar esperando a alguien, aunque no mostraba ningún indicio de mirar en ambos sentidos de la calle.

El edificio que se alzaba detrás de la valla estaba oscurecido por los árboles, pero parecía tratarse de la típica mansión de antes de la revolución convertida en una oficina municipal. Las paredes tal vez fuesen amarillas con un borde blanco. En la puerta había una garita de guardia, pero el vigilante nocturno había sido reemplazado por un circuito cerrado de cámaras de vigilancia. Nada especial, excepto porque se trataba del mismo portal donde había escupido Sofia Andreyeva.

El teléfono móvil de Arkady sonó y lo cogió al instante. Al otro lado de la calle, perdido en su propio mundo, Isakov no parecía haber oído nada.

—Quiero verte —dijo Eva en el teléfono.

Él había imaginado que habría una conversación, explicaciones, expresiones de arrepentimiento…

En cambio, cuando Eva cruzó la puerta del apartamento, él le quitó la chaqueta y la apretó contra la pared. Encontró el cierre de su falda, un voluminoso chisme gitano, mientras ella abría la hebilla de su cinturón. Un momento después estaba dentro de ella, más allá de la piel fría y en el calor que albergaba. Los ojos de Eva eran enormes, como si estuviese en un coche que circulara a cámara lenta.

—Quítate la blusa.

Su forma de levantar la blusa por encima de la cabeza era elegante, pensó Arkady. Las cicatrices de Chernóbil se disolvieron, y le pareció que cada una de sus arrugas era perfecta. La recostó en el suelo. Ella se las ingenió para desenchufar la lámpara y, en la oscuridad, se aferró al cable como si fuese una cuerda salvavidas. La parte posterior de su cabeza golpeaba contra el suelo con cada embestida y, cuando la ira de Arkady se extinguió, ella lo retuvo dentro hasta que su miembro volvió a endurecerse, para que la segunda vez pudiese ser tierna.