20

Un mundo opaco y monótono emergió de la oscuridad: un campo de trigo abandonado, bordeado de maleza y zarzas por tres lados y, a lo largo del extremo más alejado, un camino de tierra que conducía a un grupo de sauces rodeados de niebla.

Los Rudenko dejaron su camión junto a un portalón roto. Arkady los había seguido en la Ural, y los tres echaron a andar portando linternas y una carretilla llena de sacos de cáñamo y herramientas hasta un montículo de tierra desmenuzada. Gran Rudi parecía rejuvenecido por el aire de la mañana: tal vez estuviera loco, pensó Arkady, pero no era el mismo abuelo confundido de la noche anterior. El viejo dirigió la linterna hacia el montículo mientras Rudi elegía una pala y ponía manos a la obra, apartando la tierra suelta. La Ural carecía de un instrumento tan sofisticado como un odómetro, pero Arkady calculó que se encontraban a unos catorce kilómetros al sur de Tver.

Cuando el sol asomó en el horizonte, el campo adquirió contorno y dimensiones, aproximadamente el tamaño de dos campos de fútbol de hierba aplastada y tierra empapada, un claro recordatorio de que el invierno había comenzado con intensas nevadas. Las sombras de los tres hombres parecían sostenerse sobre zancos, y una enorme sombra se extendía desde un bosquecillo de pinos en el medio del campo. Los árboles debían de suponer un impedimento para el empleo de las máquinas agrícolas; Arkady se preguntó por qué no los habrían arrancado cuando eran árboles jóvenes.

Los uniformes militares de camuflaje eran la vestimenta obligatoria del día, y Arkady se había puesto uno de los uniformes de Rudi, quien le había dicho:

—Renko, parece un prisionero de guerra.

—No, un general —puntualizó Gran Rudi.

Una hora después de la salida del sol, Rudi estaba usando un pico para quitar la tierra de alrededor de un esqueleto que yacía de costado.

—¿Nuestro o de ellos? —preguntó Gran Rudi.

—Aún no lo sabemos —dijo Rudi, y añadió dirigiéndose a Arkady—: Hace un tiempo fantástico. En esta época del año, la tierra suele estar helada y dura como una piedra. Pero hoy es como cortar un pastel.

—Comprueba los dientes.

—Presentes y comprobados.

—¿Crees que es de diciembre del cuarenta y uno? —preguntó Gran Rudi.

Todos los escolares sabían que, en diciembre de 1941, Stalin realizó su mayor milagro. El Ejército Rojo había perdido cuatro millones de hombres entre muertos y heridos. Los alemanes se encontraban en las afueras de Moscú. Leningrado estaba sitiada y su población agonizaba de hambre. Tver, que era el centro de todo el frente de batalla, ya había caído en manos alemanas. Y entonces, de manera increíble, los rusos contraatacaron. Stalin había movido secretamente cientos de tanques y miles de soldados desde Siberia hasta las colinas bajas de Tver. Este nuevo ejército, creado aparentemente de la nada y lanzado en medio de una tormenta de nieve, fue una sorpresa absoluta para la inteligencia alemana. El Ejército Rojo cruzó el Volga helado y persiguió a la Wehrmacht a lo largo de doscientos kilómetros. No sólo Tver fue liberada y miles de alemanes muertos y capturados, sino que dejaron de parecer una raza superior. La forma del frente cambió de manera radical. El enemigo se atascó fuera de Moscú y dejó de ser una amenaza.

Dos mujeres, inclinadas y cubiertas con sus chales, se movían por la zona más alejada del campo, recogiendo patatas enanas que habían sido abandonadas para que se pudriesen. Los cuervos correteaban detrás de ellas. Cuando las mujeres vieron a Rudi, se persignaron y abandonaron el campo. Arkady se preguntó si Gran Rudi habría estado en ese mismo escenario con tanques vomitando humo negro y fusileros siberianos moviéndose a través del río.

—Existen los Cavadores Rojos y los Cavadores Negros —le explicó Rudi—. Los Cavadores Rojos buscan los cuerpos de los soldados rusos para poder enviar sus restos a sus hogares y reunirlos así con sus familias. Los Cavadores Negros buscan cuerpos, alemanes o rusos, y los despojan de medallas, hebillas de cinturón, uniformes de las SS, cualquier cosa que puedan vender a través de Internet.

Cuando la forma del esqueleto se hizo evidente a sus pies, Rudi inspeccionó el fondo del agujero con una varilla metálica sujeta a un palo de madera.

—Recuerde que no sólo está desenterrando huesos, sino también bombas, minas, granadas que no han explotado y cócteles Molotov. Antes de cavar en cualquier lugar, coja la varilla e inspeccione alrededor. Si lo hace bien, puede saber qué es lo que ha tocado, madera, metal o vidrio. Todos los años alguien se lleva una gran sorpresa. Bueno, lo estamos provocando, ¿verdad? Provocando al pasado, quiero decir.

Una vez que estuvo satisfecho, Rudi cambió la varilla por una azada y alisó las paredes del agujero para dejar espacio al codo. El hombre era una excavadora humana, pensó Arkady. Misha, el amigo de Rudi, llegó con un detector de metales y comenzó a barrer el terreno, pero se detuvo de inmediato para señalar un grupo de coches y camionetas que se acercaban por el camino de tierra.

—Cavadores.

—No hay ningún problema —dijo Rudi—. Ellos tenían que cargar el shish kebab y la cerveza. Nosotros llegamos temprano y el pájaro madrugador se come el gusano, ¿verdad?

—Algo así —murmuró Arkady.

—Hay suficiente para todo el mundo, todos convertidos en esqueletos y descarnados. —Rudi extrajo tierra con una pala corta—. Cuerpos en trincheras, bunkers, retretes fuera de las casas, uno nunca sabe dónde. El primero que vi estaba en un árbol. Yo estaba esquiando solo. Supongo que el cuerpo quedó enredado en las ramas y el abedul creció y lo alzó hasta que el cadáver pudo sonreír desde el cielo. Yo tenía ocho años.

Hombres y muchachos entraron en el campo como un ejército con mesas portátiles y cestos de comida, sacos de dormir y tiendas, detectores de metales y guitarras. No todos llevaban uniformes de camuflaje, pero ésa era la mejor manera de fundirse con el paisaje.

—Si no encuentran nada se sentirán muy decepcionados. —Dijo Arkady—. ¿Cómo saben dónde deben cavar?

—Siguen a Rudi —respondió el abuelo.

—¿Y usted cómo sabe dónde debe cavar? —le preguntó Arkady a Rudi.

El mecánico liberó una de las clavículas y eligió un punzón para hielo para trabajar alrededor de una caja torácica marrón.

—Estudio viejos planos de la época, mapas e informes de guerra. Recorro los lugares en mi moto y sé qué es lo que debo buscar. Un matorral de lilas donde una vez se levantó una casa. Depresiones donde la tierra se asentó. Cualquier cosa que esté fuera de lugar, como pinos en medio de un campo de trigo. Los árboles eran una de las maneras preferidas de ocultar una fosa común. Además, puedo sentirlo.

—¿Cómo de grande es esta fosa?

—Grande. Antes de huir, esos malditos alemanes mataron a un montón de prisioneros. De todos modos, los cavadores hurgarán un poco en la tierra, se les abrirá el apetito, encenderán algunas hogueras, se emborracharán y comenzarán a cantar. Mañana será el gran día, cuando caven junto a los árboles.

—¿Por qué esperar hasta mañana?

—Televisión. Tenía que coincidir con la programación.

—¿Es Fritz? —Gran Rudi estaba mirando el agujero en la tierra.

—Bueno, abuelo, no hay identificación, medallas ni charreteras. —El mecánico se arrodilló. El uniforme era una gasa marrón que se desintegró en sus manos—. No pertenece a la dotación de un tanque: es demasiado grande. Los tanquistas son bajos y de espaldas anchas porque tienen que ser lo bastante pequeños para caber en el tanque y lo bastante fuertes para abrir la escotilla. Además, ellos suelen quedar achicharrados. De modo que, ¿quién eres tú? —preguntó Rudi directamente a los huesos—. ¿Eres Fritz o Iván? ¿Llevas una foto de Helga o de Ninochka?

—Comprueba si lleva trapos en los pies —sugirió Gran Rudi.

Los soldados rusos se envolvían trapos alrededor de los pies en lugar de usar medias.

—No tiene pies —informó su nieto—. Tampoco piernas. Las tiene cortadas a la altura de las rodillas. No fue un trabajo muy limpio, que digamos. Probablemente se las voló y luego se las cortaron. Pobre diablo, tener que pasar por eso en medio de la batalla. Eso fue lo que pasó.

—¿Usted qué opina? —preguntó Gran Rudi.

—No sabría decirle.

—Adelante —dijo Rudi—. Usted es el investigador de Moscú.

—No soy patólogo.

—No tenga miedo. No le morderé.

Arkady se acuclilló junto al borde de la fosa.

—Bien, es un hombre joven y saludable, poco menos de dos metros de altura. Bien alimentado. Le falta el dedo anular de la mano izquierda, de modo que supongo que estaba casado y llevaba una alianza de oro. En cuanto a las piernas, sospecho que se las cortaron para llevarse las botas.

—No es necesario cortar las piernas para quitarles las botas —dijo Rudi.

—Lo haces si las piernas están congeladas. Tienes que calentar las botas sobre una hoguera, y puesto que no quieres arrastrar el cuerpo por todo el campamento, cortas las pantorrillas y te las llevas. Especialmente si se trata de botas de cuero hechas a medida. De modo que yo diría que se trataba de un joven oficial alemán, recién casado, que pensaba que volvería a casa por Navidad. Aunque sólo son suposiciones.

—Qué montón de mentiras —replicó Rudi—. De Moscú, también.

—Es probable —convino Arkady—. Dele la vuelta. Misha ha detectado algo.

Rudi tiró hacia arriba de la caja torácica. La tierra cedió de mala gana, pero el esqueleto se separó de una cuchara metálica unida a las vértebras cervicales con una cadena. La cuchara era negra con una esvástica grabada en el mango. Rudi la frotó con un paño de gamuza y la plata brilló a través de la suciedad. Rompió el cuello con las manos, liberó la cadena y la cuchara y envolvió ambos objetos en el paño. Luego miró a Arkady y dijo:

—Siguen siendo un montón de mentiras.

Renko se tomó un descanso. Se alejó del agujero y echó a andar hacia el campo intentando llamar al mayor Agronsky con su móvil, sólo para descubrir algo obvio, que la zona rural que rodeaba Tver se encontraba en el límite de la cobertura del teléfono y que tenía que luchar contra las ondas de estática. Gritó su número varias veces en el teléfono y luego se dio por vencido. El mayor había encabezado el panel de recomendaciones del ejército, y Arkady quería hacerle una pregunta: ¿por qué al capitán Isakov y a su grupo de Boinas Negras se les había negado una simple medalla o un ascenso por su heroísmo en el puente Sunzha?

Gran Rudi, que aferraba el sombrero con ambas manos, se reunió entonces con él.

—Quiero disculparme por Rudi. En el fondo es un buen muchacho.

—No hay ninguna razón para disculparse. Es una mentira absoluta, estoy seguro. Una mentira profesional, en el mejor de los casos.

—En Moscú lo estafaron unos distribuidores de motos.

—Ahí lo tiene, entonces.

—Los cavadores y él hacen un buen trabajo. Aún es importante saber quién es quién.

Arkady lo entendía. Según las órdenes impartidas por Stalin, cualquier soldado ruso desaparecido en el campo de batalla era presuntamente culpable de haberse pasado al bando enemigo. No importaba si se lo había visto por última vez desangrándose hasta morir o atacando a un tanque alemán; se lo consideraba culpable de traición y su familia era castigada por asociación con un traidor. Las viudas perdían sus raciones, sus trabajos y, en ocasiones, también a sus hijos. Toda la familia vivía bajo una nube durante generaciones. La rehabilitación, incluso sesenta años más tarde, era mejor que nada. A lo largo de los años, dijo Gran Rudi, los Cavadores Rojos habían identificado y enviado a casa a más de un millar de rusos muertos en los campos que rodeaban Tver.

—¿Cómo sabía lo de las botas heladas? —le preguntó el anciano a Arkady.

—No lo sé. Me pareció una posibilidad.

—Ése no ha sido el único caso. —Gran Rudi estiró el cuello para estudiar atentamente a Arkady—. Mi nieto dice que usted no estaba aquí en el cuarenta y uno.

—Así es.

—De modo que debió de ser su padre; él le contó lo de las botas.

—Mi padre nunca estuvo aquí.

—Él nunca dijo su nombre, pero lo recordé en cuanto lo vi a usted. Su padre causó una gran impresión.

Arkady no quería comenzar una discusión con un anciano veterano. Algunas personas veneraban al general. Stalin alababa su iniciativa y su gusto por derramar sangre como si de un río se tratara.

—Usted quería hablar de algo —dijo Arkady. Ésa era su parte del trato.

—El contraataque fue tan confuso… Primero estábamos de rodillas y, un momento después, estábamos poniendo de rodillas a Fritz. Era de locos.

—La suerte se invirtió.

—Sí, eso fue lo que ocurrió.

«No exactamente», pensó Arkady. El anciano parecía estar quitándose un peso de encima, pero Renko no sabía por qué. Gran Rudi seguía volviéndose mientras caminaba, como si estuviese orientándose, alzando la mirada hacia el cielo en un momento y mirando el suelo al siguiente. De un modo casi distraído, dijo:

—Cuando Fritz se quedó estancado, se congeló. Llevaba el uniforme de verano; no estaba preparado para el invierno ruso. Sus caballos caían muertos. Los motores de sus aviones se helaban. —El anciano se detuvo—. ¡Aquí! Había una granja exactamente aquí. Hemos llegado.

—¿Adónde?

Arkady sólo veía trigo opaco y unos pocos brotes verdes.

—Cinco días después del contraataque, su padre y yo nos sentamos a la mesa de la cocina exactamente en este lugar, uno frente a otro. Yo estaba herido por haber combatido en el frente, pero me detuvieron y me trajeron aquí porque habían presentado acusaciones en mi contra. Alguien dijo que yo me había pasado a los alemanes el día anterior a que se iniciara el contraataque, cuando las cosas estaban tan mal.

—¿Y fue así?

—Eso fue lo que me preguntó su padre.

—¿Y?

—En la guerra todo está patas arriba. En un momento estás rodeado, tus camaradas están muertos y te has cagado en los pantalones y, un momento después, estás persiguiendo a Fritz, rociándolo con una ametralladora, luego otra y otra. Estás detrás de sus líneas, él está detrás de las tuyas. Todo es confusión.

Por el camino de tierra llegaron más coches y camiones, de los que bajó un ejército que no transportaba armas, sino barbacoas portátiles. Los muchachos desfilaban con los rostros sombríos de aquellos que van a ser iniciados en un rito secreto, sus uniformes de camuflaje recién cosidos con el emblema de los cavadores, la estrella roja, la rosa y el casco.

—¿Hubo algún testigo?

—No. Su padre, finalmente, dijo que calculaba que había una posibilidad entre siete de que yo estuviera diciendo la verdad y vació el cargador de su revólver, excepto la séptima bala. Hizo girar el tambor y me entregó el arma. ¿Qué podía hacer yo? Como dijo el general, las probabilidades eran mejores que un pelotón de fusilamiento. Apoyé el revólver en mi cabeza y apreté el gatillo. Fallé porque el gatillo iba muy duro y el cañón se sacudió, y todo cuanto conseguí fue reventarme el tímpano y quemarme un lado de la cabeza. Pensé que su padre se caería de la silla por la forma en que se reía ¡Cómo se reía…! Me dio un cigarrillo y fumamos juntos. Luego cogió el revólver e hizo girar el tambor y dijo que mantuviera el cañón nivelado. De modo que volví a apoyar el arma contra mi cabeza y apreté el gatillo, decidido a hacerlo como él decía, pero el percutor impactó en una cámara vacía.

—¿Y luego?

—El general era un hombre de palabra. Ordenó que me dejasen en libertad.

—¿Era eso lo que quería decirme?

—Sí, cómo me salvó la vida. Con un tímpano reventado yo no era apto para cumplir servicio en el frente. Cuando vuelva a verlo, dígale que fui el único de mi grupo que sobrevivió a la guerra.

El anciano estaba equivocado en tantas cosas, pensó Arkady. En primer lugar, que él supiese, su padre nunca había pisado el frente de Tver. En segundo lugar, él tenía un revólver Nagant, pero habitualmente llevaba una pistola Tokarev, de modo que no se había producido ningún dramático giro del tambor de un revólver. En tercer lugar, cuando se ejecutaba a los soldados, a menudo se les ordenaba que se desnudaran para que sus uniformes pudieran ser entregados a otros hombres sin orificios de bala. Ése era un detalle que su padre jamás habría pasado por alto. Pero no había ninguna razón para contradecir a Gran Rudi. ¿Qué ganaría con eso?

Era cierto, el general disfrutaba ocasionalmente con el juego de la ruleta rusa, especialmente en sus últimos días. La gente decía que debía de haberse vuelto loco. Padre e hijo eran tan ajenos entre sí que Arkady sostenía que el general sufría realmente de un tardío ataque de cordura, que finalmente había visto el monstruo que en realidad era.

Para cuando Arkady y Gran Rudi regresaron junto al agujero, reinaba cierta sensación de organización en el lugar. Un letrero asociaba por colores las cuadrillas de cavadores con los campos que debían trabajar; ninguna de las secciones estaba próxima a los árboles. Había un detalle curioso acerca de los árboles: a medida que el día se hacía más luminoso, los pinos se volvían más oscuros y sólidos.

Los Cavadores Rojos parecían ser al mismo tiempo una organización paramilitar y un club social. Tal como Arkady lo entendía, montaban sus tiendas, recorrían el campo, cantaban y exhumaban a los muertos. ¿Quién podía discutir con un programa así? A lo largo del terreno se habían dispuesto mesas separadas para seleccionar los huesos, otras para la comida, el vodka y la cerveza. En el aire flotaba el buen ambiente de una reunión, una agradable salida para una inesperada excavación en invierno. Arkady reconoció a uno de los candidatos menores del acto de los Patriotas Rusos. El hombre cavaba furiosamente.

—Espere hasta mañana; entonces será un espectáculo —le dijo el candidato a Arkady, y saltó a un lado cuando Rudi llegó con una carretilla cargada con huesos que volcó junto a un letrero que decía «Alemanes aquí».

El teléfono móvil de Renko comenzó a sonar. Cuando contestó, su oído recibió una oleada de descargas estáticas, pero no se movió por temor a perder completamente la conexión.

—Perdón, pero apenas lo oigo. ¿Podría hablar un poco más alto, por favor?

—Soy Sarkisian. ¿Dónde demonios se ha metido?

—Lo siento, pero la recepción es terrible —dijo Arkady.

—¿Qué ha estado haciendo?

—¿Cómo?

—¿Dónde se aloja?

—La conexión se pierde…

—Maldita sea, Zurin ya me advirtió que suele hacer esta clase de jugarretas.

—Lo siento.

Arkady cortó la comunicación.

No había dado siquiera un paso cuando el móvil volvió a sonar. Esta vez la recepción era alta y clara.

—Aquí Agronsky —dijo una voz pausada—. Sea lo que sea que venda, no lo quiero, quienquiera que sea, no me importa.

Y colgó.

Arkady dejó la pala.

Los huesos tendrían que esperar.

El mayor retirado Gennady Agronsky, un hombre grueso con un suéter deshilachado, inspeccionaba los narcisos que bordeaban su huerto de legumbres.

—Son como la pirita de cobre: hermosos pero fugaces. Este tiempo engañoso hace que se abran y luego una helada los abate. Pero supongo que es bueno para los cavadores.

—Sí, lo es. Mayor, es usted un hombre muy difícil de encontrar.

—No respondo al teléfono ni abro la puerta. La mayoría de las personas entienden el mensaje. Luego lo vi llegar en una vieja Cosaco. ¡Qué bestia! Me llegó directamente al corazón.

Una cerca de estacas blancas marcaba el límite de sus dominios, una cabaña en el frente y, en la parte trasera, un patio con senderos de terracota y filas de vegetales incipientes, varios tocones pelados, aserrín y un pequeño cerezo con la corteza satinada. El cercado del vecino era un depósito de chatarra.

—No siembran nada, ni siquiera pepinos. En verano tengo zanahorias, tomates, cilantro, eneldo, lo que quiera. Esos jóvenes inútiles se quejan de que no hay trabajo. Que cojan una azada y cultiven la tierra. Al menos podrán comer, digo yo.

Arkady vio que había un pit bull que simulaba estar durmiendo al otro lado de la cerca.

—¿Y ellos qué dicen?

—Me dicen: «¡Ocúpate de tus asuntos, viejo pesado de mierda!», o «¡Saca tu cabeza de mi culo!». Y lo mismo ocurre con el traficante del otro lado. ¿Seguro que no quiere un poco de vodka, sólo una pizca?

—No, gracias.

—Mejor así. El médico dice que si bebo incluso podría pegarme un tiro. ¿Y yo qué hago? Todo con moderación, incluido el vicio. —Agronsky acompañó a Arkady hasta la mesa del patio—. Siéntese.

—¿Estuvo en el acto de los Patriotas Rusos?

—Demasiado lejos. Esto está casi fuera de la ciudad; incluso vienen osos a hurgar en la basura.

—He visto que tiene un rifle de caza junto a la puerta principal. ¿Los osos llaman a su puerta?

—Todavía no.

El rifle era un Baikal Express con dos cañones superpuestos. Arkady pensó que desanimaría incluso a un oso.

—Ofrecían viajes gratis para asistir al acto.

—Ya he visto suficiente en la televisión.

—El candidato es alguien que usted debe de conocer, el capitán Nikolai Isakov. Ahora es un detective de la milicia de Moscú, pero era un Boina Negra de Tver. Nikolai Isakov es una estrella ascendente.

—¿Lo está investigando?

—Sólo haciendo algunas preguntas. Por ejemplo, ¿era un oficial competente?

—Qué pregunta. Más que competente; era un oficial modélico. Lo exhibimos como un ejemplo.

—Después de todo, Isakov fue el héroe de la batalla del puente Sunzha. Como, supongo, lo fueron todos los hombres que estaban bajo su mando ese día en el río. Todos héroes y todos de Tver.

—La gente de Tver es muy patriótica —dijo Agronsky.

—Seis Boinas Negras contra cincuenta rebeldes chechenos fuertemente armados, con un carro blindado y dos camiones. El resultado fue, ¿qué?, ¿trece, catorce terroristas muertos?…

—Catorce.

—Catorce terroristas muertos, el carro blindado y los camiones en retirada y, a cambio, un Boina Negra herido. Asombroso. Fue la clase de batalla que puede cimentar la reputación de un oficial y hacerlo merecedor de un ascenso, especialmente en una época en la que eran muy pocas las buenas noticias que llegaban desde Chechenia. Y, sin embargo, no hubo una sola condecoración.

—Estas cosas pasan en la guerra. A veces es sólo una cuestión de falta de testigos o papeles perdidos.

—Y ésa es la razón por la que existe un comité encargado de revisar las recomendaciones. Usted era el jefe del comité que les negó a los Boinas Negras que intervinieron en el puente Sunzha cualquier medalla o ascenso. ¿Por qué?

—¿Espera que lo recuerde? El comité procesa cientos de recomendaciones y sobre una base muy generosa. El ejército regular está formado por chicos, reclutas, los más pobres y estúpidos: el diez por ciento que no eludió el reclutamiento y el uno por ciento auténticos patriotas. Ellos merecen recomendaciones. Si reciben un disparo en el culo consiguen una recomendación. Si los matan, sus restos son enviados a casa con una recomendación en un ataúd cerrado.

—¿Entonces por qué una batalla real no merece una o dos medallas?

—¿Quién sabe? Eso ocurrió hace meses. —Agronsky desvió la mirada—. No me estaba permitido traer los archivos a casa.

—Fue su último caso. Se retiró una semana después de haber emitido su veredicto. Después de treinta años de servicio, de pronto decide retirarse.

—Hace treinta años las cosas eran muy diferentes. Entonces éramos un ejército.

—Hábleme de Isakov.

Los ojos de Agronsky dejaron de vagar.

—El informe apestaba.

—¿En qué sentido?

—El capitán Isakov refirió un combate entre fuerzas rebeldes en un lado del puente y sus hombres en el otro. El examen médico reveló que todos los rebeldes recibieron disparos a quemarropa, algunos por la espalda, uno o dos mientras aún estaban comiendo. En el lugar donde se supone que fueron abatidos los rebeldes no se encontró sangre en la vegetación. Las hojas no estaban arrancadas, ni siquiera aplastadas. No hay duda de que Isakov pretendía disponer los cadáveres de un modo que resultase convincente, pero un helicóptero se acercaba a la zona de aterrizaje. Un periodista que volaba en el aparato me describió la escena.

—¿Se refiere a Ginsberg?

—Sí.

—¿Hubo algún testigo directo de lo que sucedió ese día?

—Sólo uno, una civil, y ella no nos sirvió de ninguna ayuda.

—¿Qué dijo?

—Nunca lo sabremos. Era ucraniana. Regresó a Kiev.

—¿Cómo se llamaba?

—Kafka, como ese escritor chiflado.

«Casi», pensó Arkady, y contuvo el aliento antes de hacer la siguiente pregunta.

—¿Existe alguna fotografía del lugar dónde se desarrolló el combate?

—Sólo las que tomó Ginsberg.

—¿Desde el helicóptero?

—Sus colegas dijeron que siempre llevaba una cámara por si acaso. Las fotografías contradicen por completo las declaraciones de Isakov y Urman.

—¿La gente de Tver sabe todo esto?

—No lo escucharán de mi boca. ¿Le he mencionado que, dos semanas antes del incidente en el puente, los rebeldes capturaron a ocho Boinas Negras y los grabaron en vídeo, primero con vida y luego muertos? Sus madres no pudieron reconocer a esos muchachos. Todos eran de Tver. No pida que en esta ciudad alguien sienta piedad por los rebeldes.

—¿Entonces por qué no ascender a Isakov?

—Porque ya no era un soldado; era un asesino. Para mí hay una diferencia.

Arkady estaba impresionado. Agronsky parecía más un burócrata retirado que alguien que le haría frente a Isakov. El suéter del mayor tenía agujeros y hebras sueltas, exactamente la prenda que usaría un hombre ocioso para trabajar en su jardín, aunque los reflejos de cromo en el cinturón delataban el arma que llevaba debajo.

—¿Se realizó alguna investigación de seguimiento?

—Yo sugerí que se llevase a cabo una, y ésa fue la razón de que me pasaran a retiro y todas las evidencias se destruyeran.

—¿Qué pasó con las fotografías de Ginsberg?

—Quemadas.

—¿Desaparecieron?

—Humo.

—¿No hay copias?

En las investigaciones habitualmente se disponía de un montón de copias.

—Mi fallo acerca de honores y recomendaciones fue considerado como una difamación al ejército. Me confiscaron todos los archivos y me indicaron la puerta de salida.

—¿Copió usted los archivos, los escaneó, se los envió a alguien por correo electrónico?

—Renko, cuando ingresé en el ejército, ellos me dejaron en pelotas, y cuando lo dejé, también.

—¿Qué me dice de la oficina o la casa de Ginsberg?

—Registraron su oficina e interrogaron a sus colegas. No había otras fotografías, y Ginsberg no estaba casado.

—Echó su carrera por la borda como consecuencia de este asunto.

—A decir verdad, a mi edad, si no eres al menos coronel, estás perdiendo el tiempo. Además, el del comité de recomendaciones era un trabajo agotador, elevando a algunos al cielo y pateando a otros al infierno. No le había hablado a nadie acerca de esto. Tengo la boca seca. —La sonrisa volvió a asomar a los labios del coronel—. Cuando me uní al ejército, diariamente nos daban una ración de cien gramos de vodka. Algo bueno debe de tener.

—Un vaso.

Agronsky aplaudió brevemente.

—Confundiremos a los médicos. Antes de morir nos pegaremos un tiro, como hizo el sargento Kuznetsov.

El mayor caminó en línea recta hacia la casa y regresó con una bandeja en la que había una botella de vodka, dos vasos y un plato con pan de centeno y queso porque, como había dicho, «Un hombre que bebe sin algo para comer es un borracho». Desenroscó el tapón de la botella y lo lanzó lejos. «Un comienzo inquietante», pensó Arkady.

El primer vaso lleno hasta el borde se deslizó por su garganta, seguido trabajosamente por un trozo de pan. Arkady intentó recordar si había comido algo durante el día.

—¿Kuznetsov se disparó a sí mismo? —preguntó.

—No exactamente. Él despotricaba y deliraba mientras era transportado por aire, gritando que el teniente Urman le había dicho que, por el bien del equipo, necesitaban contar al menos con un herido del OMON, que no era nada personal. Urman le disparó en la pierna al pobre Kuznetsov.

—Urman es muy impulsivo.

—Por supuesto debo añadir que, durante el vuelo, Kuznetsov se encontraba bajo los efectos de calmantes. Una vez en el hospital señaló correctamente la foto de un rebelde muerto como el hombre que le había disparado.

—¿Cómo sabe que era correcto?

—El capitán Isakov lo dijo. ¿Un poco más?

—Sólo un poco. ¿Qué le dijo al capitán?

El vodka tembló en el borde del vaso. Agronsky le pidió un cigarrillo y una cerilla a Renko.

—Le dije que no podía apoyar un ascenso para él ni la concesión de medallas a un escuadrón de la muerte, porque al acabar la guerra eso era todo lo que seríamos. Nada de ejércitos, sólo escuadrones de la muerte.

Con la vista puesta en la caja de cerillas del Tahití, Arkady preguntó, con escasa prudencia:

—¿Conocía usted por casualidad a alguno de los ocho muchachos de Tver que fueron asesinados por los rebeldes?

—Al fusilero Vladimir Agronsky. Vlad. Diecinueve años.

El rostro del mayor se ensombreció.

—Lo siento —dijo Arkady—. Lo siento mucho.

—¿Tiene usted hijos?

—No.

—Entonces no sabe lo que significa perder uno. —Las palabras quedaron atascadas en su garganta y el mayor las tragó con vodka. Sin pan. Luego inspiró profundamente. Había superado a Arkady con la bebida y comenzaba a parecer aturdido—. Le pido disculpas, eso ha sido algo imperdonable de mi parte. ¿De qué estaba hablando?

—El candidato está protegiendo su historia oficial, resolviendo los asuntos pendientes, eliminando a cualquiera que sepa lo que realmente ocurrió en el puente, incluidos sus propios hombres. Kuznetsov y su esposa están muertos. Borodin y Ginsberg, también.

—Yo he tomado precauciones.

Arkady ya había advertido la pistola debajo del suéter de Agronsky, el rifle de doble cañón en la puerta, los árboles podados recientemente para disponer de una línea abierta de fuego y la seguridad de contar con dos laboratorios de alcohol metílico a ambos lados de la casa. La situación era extrañamente confortable y altamente engañosa. El mayor podía construir un bunker, pero no conseguiría detener a Isakov y Urman.

—Las fotografías que tomó Ginsberg en el puente Sunzha serían una gran ayuda —dijo Arkady.

—Ojalá existieran aún —repuso Agronsky.

—Tal vez si volviese a buscarlas podría encontrarlas.

—Lo siento, han desaparecido.

Arkady dejó el tema. Después de una última ronda, se despidió, salió y subió a la Ural. Los vecinos de Agronsky, una pareja joven con abrigos de piel de oveja, caminaban con el andar pausado de los que están realmente colgados. Hacia el norte, una formación de nubes prometía una ligera nevada. «Contradicen. Contradecían». Sólo había una diferencia mínima, pero Arkady había realizado mil interrogatorios o más. A veces simplemente lo sabía. Apagó el motor y regresó a la puerta de Agronsky.

—Mi amigo Renko, ¿otra…? —El mayor alzó un vaso imaginario.

—Estoy tratando de detener a dos asesinos, y esas fotografías me ayudarían.

—¿Y?

—Usted dijo que las fotografías de Ginsberg de la zona donde se desarrolló el combate «contradicen» a Isakov. Debería haber dicho «contradecían». En pasado, las fotografías han desaparecido. En presente, las fotografías aún existen y usted las tiene en su poder.

Agronsky parpadeó.

—¿Qué es usted?, ¿maestro de escuela? «Contradicen», «contradecían». ¿Y qué? ¿Eso le da derecho a presentarse en mi casa, comer mi comida, beber mi vodka y llamarme embustero?

Arkady le entregó una tarjeta al mayor.

—Mi dirección y el número de mi teléfono móvil. Llame antes de venir.

—Primero iría al infierno.

Agronsky le arrojó la tarjeta y cerró la puerta con violencia.

Cuando regresó a la moto, Arkady no se sentía totalmente sobrio. Había manejado muy mal al mayor. Debería haberse mostrado más duro o más compasivo o, si era necesario, incluir a su hijo muerto en la conversación. En cualquier caso, se había presentado una oportunidad de oro y había dejado que se escapara entre sus dedos.

Zhenya estaba excitado.

—Están organizando una nueva expedición al lago Brosno para encontrar al monstruo. El patrocinador es un casino.

—Bueno, eso suena perfectamente lógico.

¿Los hogares infantiles no tenían reglas para las llamadas nocturnas?, se preguntó Arkady.

—Si encuentran al monstruo, lo capturarán vivo y lo meterán en un tanque gigante en el casino. ¿No es fantástico?

—Sin duda.

—Sería increíble que pudiéramos formar parte de ese equipo… ¿Has ido a visitar el lago?

—No.

—¿Por qué no?

—Primero tengo que hacer un par de cosas aquí.

Estaba en el apartamento, cambiándose el uniforme de Rudi por una chaqueta.

—¿Qué estás haciendo ahora?

—Me voy a Tahití.

—¿Dónde está eso?

—Pues resulta que está en Tver.

—De acuerdo.

El interés de Zhenya volvió a su mínima expresión.

—¿Ya han decidido cómo piensan capturar al monstruo? —preguntó Arkady.

—Creo que quieren atontarlo.

—¿Con qué?, ¿con un torpedo?

—Algo así, y luego el monstruo flotará hasta la superficie.

—¿Y qué pasa si se hunde?

—No lo sé. ¿Cómo puede saberlo nadie?

—Es una cuestión de flotabilidad. Cuanta más grasa, mayor flotabilidad, y los mamíferos son animales grasientos y gaseosos. Flotamos.

—En el agua…

—O debajo de ella.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, existe una teoría que dice que, en los lagos realmente profundos, un cuerpo se hundirá sólo hasta cierta zona, en cuyo punto la presión del agua, la temperatura, el peso y la flotabilidad se equilibran y el cuerpo queda suspendido en el agua.

—Podría haber docenas de ellos dando vueltas allí abajo. La policía podría acudir con un submarino y resolver toda clase de crímenes. Eso es asombroso. ¿Cómo se llama esa zona?

—No lo sé. Es sólo una teoría —dijo Arkady, aunque tenía un nombre para ella: memoria.