19

El sol se estaba poniendo y el pueblo era una fotografía de la civilización a la hora de dormir: un puñado de cabañas, la mitad de ellas abandonadas, una línea de tendido eléctrico y la cúpula de una iglesia. Una mujer caminaba pesadamente bajo un balancín de cubos de agua. Un gato gris como el humo la seguía. Cuando la mujer lo espantó, el animal atravesó la carretera y se deslizó entre pilas de piezas metálicas y correas de transmisión, a través de montones de guardabarros y neumáticos. Arkady mantuvo la velocidad en el Zhiguli hasta que el gato se escabulló por debajo de las puertas cerradas de un garaje.

La jornada de Arkady había transcurrido buscando el coche adecuado, un vehículo con matrícula de Tver que, de ese modo, desviase la atención. Había mirado Volgas, Ladas, Nivas de todos los colores y variedades de abolladuras y, por una razón u otra, ninguno de ellos era el apropiado.

Después de llamar a la puerta del garaje sin resultado alguno, el investigador entró y fue cegado de inmediato por la luz de un soplete. Una figura cubierta con un delantal de cuero y una careta estaba soldando lo que podría haber sido un tanque de combustible entre las poleas y las cadenas, las prensas y las abrazaderas de un taller. Objetos anónimos bajo diferentes lonas enceradas parecían moverse en la penumbra. El gato saltó a un estante de cascos de motocicletas, desde donde trataba de esquivar las chispas.

—¿Rudenko? —Arkady tuvo que gritar—. ¿Rudi Rudenko?

El soldador redujo la llama y se alzó la careta.

—Sí, ¿qué?

—¿Es éste el taller de reparaciones de Rudenko?

—Sí, ¿qué pasa?

—¿Tiene coches usados?

—No. Éste es un taller de motos. Cierre la puerta cuando salga, gracias. Que tenga un día de mierda.

Arkady se dirigió hacia la puerta, pero de pronto se detuvo. En el viaje desde Tver había mirado varias veces por el espejo retrovisor por si lo estuvieran siguiendo y así poder dar una breve descripción de todos los coches que se habían acercado al suyo. Hasta que tuvo el encuentro con la banda de moteros, había ignorado las motocicletas, no les había prestado la menor atención. Las motos pequeñas, especialmente, eran tan fortuitas como los mosquitos.

—¿Todavía está ahí? —preguntó Rudenko.

—¿Tiene alguna moto para vender?

—Quiere un coche, luego quiere una moto… ¿Qué le parece un maldito gato? Tengo uno de ésos.

—¿Tiene alguna moto?

—No lo veo a usted en una de mis motos. Sería como ver a un viejo montando a una mujer hermosa. Estoy ocupado.

—Puedo esperar.

—Aquí no hay sala de espera.

—Esperaré en el coche.

—¿Ese coche?

El soldador miró a través de la puerta.

Apagó la llama del soplete y se quitó la careta, dejando al descubierto una coleta de pelo rojo. El ánimo de Arkady se derrumbó. Rudi era un tipo alto y fuerte, con una cara carnosa y un bigote repugnante. Era el motero que le había dado la bienvenida a Tver con un vigoroso «¡Qué se joda Moscú!».

—A veces la gente trae motos para que las reparen y nunca vuelven a buscarlas —dijo Arkady—. ¿Tiene alguna moto así?

Rudi cogió una pala y la blandió como si de una hacha se tratara.

—Primero permítame que le arregle el coche.

—Yo sólo quiero una moto.

Lo último que Renko quería era una pelea con alguien más grande y feo que él.

—¡Está bien! —Rudi gritó de pronto más allá de Arkady, que se volvió y vio a un anciano que se acercaba por su espalda con una horquilla en la mano. El hombre debía de haber encogido, porque llevaba la ropa muy ajustada—. ¡Está bien, abuelo! ¡Gracias!

—¿Es Fritz? —preguntó el anciano.

—No, no es Fritz.

—Cuidado con los tanques.

—Estoy vigilando, abuelo.

—Bueno, ellos volverán.

El viejo agitó la horquilla mientras se alejaba.

—Esta vez estaremos preparados.

—¿Para qué? —quiso saber Arkady.

—Alemanes —explicó Rudi—. Está preparado por si vuelven los alemanes. ¿Dónde estábamos?

—Vine por una moto —le recordó Arkady.

Rudi miró en la dirección que se había marchado su abuelo.

—No se mueva. —Dejó la pala y cacheó a Arkady hasta encontrar su credencial—. Un investigador de Moscú. ¿Me está investigando a mí?

—No.

—¿Cómo ha sabido mi nombre?

—Está en el listín telefónico.

—Oh, de acuerdo, aquí no ha pasado nada.

Arkady agradeció el comentario. Rudi tenía los brazos de un hombre que levantaba motos muy pesadas. En el hombro derecho lucía un tatuaje de BMW, y en el izquierdo un tridente de Maserati. No tenía ninguno de chicas o armas, ni tampoco de cabezas de tigre del OMON.

El abuelo regresó a la puerta con una chaqueta cubierta de medallas. Saludó a Arkady y declaró:

—Rudenko se presenta.

Cuando Arkady le devolvió el saludo, Rudi le aconsejó:

—No lo aliente. Él cree que lo conoce.

—¿De dónde?

—No lo sé. Algún momento en su pasado. Ignórelo. ¿Realmente quiere una moto?

—Sí.

—Tengo tres.

Rudi retiró las lonas que cubrían una Kawasaki rojo fuego, una Yamaha de rayas de tigre y una Ural con sidecar marrón.

—Unas auténticas bellezas. Las motos japonesas, quiero decir. Doscientos por hora en autopista, rugiendo como un avión de reacción.

—¿Y la Ural?

—¿Quiere ir de prisa en una Ural? Pues arrójese con ella por un acantilado.

Era un hecho que la Ural no era un caballo de carreras. Era la mula del viaje con motor; su sidecar se utilizaba para transportar pollos o a la esposa de un granjero. La gente la llamaba Cosaco por su falta de encanto.

—¿Tiene licencia de Tver?

—Sí, puede verlo usted mismo —dijo Rudi—. Dos mil euros por cada una de las motos japonesas; doscientos por la jodida Ural.

—Necesita un neumático delantero nuevo.

—Tengo uno recauchutado en alguna parte. —Rudi hizo un gesto vago con la mano hacia la pila de neumáticos que había fuera—. Veo que es usted un tipo temerario.

—¿Me incluiría en el precio un casco con visera protectora?

—No hay ningún problema. —Rudi hurgó en un gran contenedor de basura y sacó un casco con una fisura en el centro—. Un poco usado.

—¿Puede entregarme la moto esta misma noche? Pongamos…, ¿a las diez?

—¿Para deshacerme de ese trasto? Claro, en cualquier parte. Sugiero la estatua de Pushkin en el paseo que hay junto al río. Por la noche llegan los gais y la milicia se larga. —Rudi pareció súbitamente alarmado—. ¡Cuidado, abuelo! No, no entres ahí.

El anciano, que llevaba una bolsa de papel en la mano, tropezó contra una pila de palas y varillas que cayeron al suelo con estrépito.

—Abuelo, ¿por qué siempre haces eso?

—Usted me resulta familiar —le dijo el anciano a Arkady—. ¿Estuvo aquí en el cuarenta y uno?

—En el cuarenta y uno ni siquiera había nacido.

—¿Sabría decirme si éste es Fritz? —El anciano abrió la bolsa de papel y sacó un cráneo con un agujero en la parte posterior.

—Todos los alemanes son Fritz para mi abuelo —explicó Rudi.

—No tengo ni idea —respondió Arkady.

—Llámelo Gran Rudi —dijo el mecánico—. Antes era un tipo grande.

—No hay necesidad de formalismos entre dos viejos cantaradas. —El abuelo de Rudi encontró un diente flojo, una muela marrón, y lo arrancó del maxilar—. Nunca pude entenderlo. Los alemanes eran unos tíos grandes y corpulentos, pero tenían unos dientes de pena.

—¿Dónde lo consiguió? —preguntó Arkady.

—En todas partes. Puede creerme, no hay nada peor que luchar con un dolor de muelas. Yo me arrancaba mis propios dientes. —Guardó la muela en el bolsillo—. No te preocupes, Rudi, yo recogeré las palas. ¿Tienes mis gafas?

—Abuelo, las perdiste hace diez años.

—Están aquí, en alguna parte.

—Está senil —le dijo Rudi a Arkady—. Vive en el pasado.

El investigador ayudó al viejo a recoger las palas. Entre ellas había un detector de metales casero, con una bobina de inducción y un calibrador. Mientras Rudenko abría y cerraba cajones en busca de los documentos de venta, el delantal de cuero se le levantó y dejó a la vista una pistola encajada en la parte trasera de los vaqueros.

El gato saltó a un estante donde había diversos cascos nazis, algunos intactos y otros con orificios de bala. Sobre un banco de trabajo, un bote de metal con instrucciones en alemán era el extremo explosivo de una granada de mano. Los ojos nebulosos de una vieja máscara antigás atisbaban desde un armario. Una capa de camuflaje colgada de un gancho exhibía el mismo emblema —estrella, casco y rosa— que Arkady había visto en el acto político de Tver.

—¿Asistió a ese acto político hoy? —le preguntó Arkady a Rudi.

—¿Por Isakov? Es un jodido fascista.

—Parece muy popular.

—Sigue siendo un jodido fascista.

—Yo vi a Stalin —dijo el abuelo de Rudi.

A Renko le llevó un segundo adaptarse a un cambio de conversación tan abrupto. Era posible, pensó; Gran Rudi era lo bastante mayor.

—¿Cuándo? —preguntó Arkady.

—Hoy.

—¿Dónde?

—En la colina de atrás. Mire por la ventana, está ahora allí.

Por la ventana entraba suficiente luz como para que Arkady viese que allí no había ningún Stalin y tampoco ninguna colina; sólo la hierba seca y dura del invierno.

—He tardado demasiado. Ya se ha marchado. ¿Ha dicho algo? —preguntó Arkady.

—Que fuese a la excavación. —El anciano se excitó—. Venga mañana con nosotros. Stalin estará allí.

—¿Estará Isakov también?

—Tal vez. Eso no importa —dijo Rudi—. Usted no es un cavador. Es sólo para miembros.

—¿Por qué? —preguntó Arkady.

—Primero, usted será un estorbo. Segundo, puesto que no sabe lo que está haciendo, podría salir lastimado o lastimar a alguien. Tercero, va contra las reglas. Cuarto, de ninguna manera. ¿Por qué lo pregunta siquiera? ¿Qué espera ver allí?

Eso Arkady lo ignoraba. ¿Señales? ¿Revelaciones tal vez?

—El monstruo no sólo derribó un avión de los fascistas —dijo Zhenya—, sino que salió del lago Brosno y persiguió a los invasores mongoles hace cientos de años. Ahora los científicos tienen que averiguar si se trata del mismo monstruo o de un descendiente. Para eso han organizado la expedición. Tienen una fotografía del monstruo, no un dibujo. La vi en la tele.

Arkady se cambió el móvil de oreja; cuando Zhenya estaba excitado, su voz tendía a convertirse en un chillido agudo. Y nada lo había excitado nunca tanto como el monstruo del lago Brosno.

—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Arkady.

—Era una imagen un tanto borrosa. Podría haber sido una forma de apatosauro. Los científicos subieron a bordo de una lancha con equipos especiales y detectaron algo realmente extraño bajo la superficie.

—¿Y qué hicieron?

—Le lanzaron una granada.

—Cualquier hombre de ciencia lo habría hecho. —Arkady miró los tejados de Tver a través de la ventana del apartamento. Vio agujas de iglesias pero ninguna cúpula que le confiriese a la ciudad algo de gracia o fantasía. Por otra parte, el investigador le estaba agradecido al monstruo local por haber hecho que Zhenya pasase de ser un mudo virtual a un parlanchín—. ¿Qué hizo entonces el monstruo?

—Nada. Escapó. Hubiera sido genial que se hubiera tragado la lancha.

—Y también hubiese sido una prueba.

—Me gustaría ver un vídeo de eso —dijo Zhenya.

—¿Y a quién no?

La estatua de Pushkin llevaba chistera, tenía un porte de hierro y quizá una sonrisa presuntuosa. Cada pocos minutos, diferentes hombres emergían de la oscuridad, pasaban junto a Arkady y la estatua de una manera especulativa y proseguían su camino. Quince minutos después, Rudi recorrió el paseo con la Ural hasta la estatua de Pushkin, seguido de otro motero con la motocicleta roja del mecánico.

Rudi se bajó de la Ural, se quitó el casco y agitó su coleta roja. Para protegerse del frío de la noche, llevaba ropa de camuflaje de color verde, no el azul del OMON.

—Lamento el retraso. Tuve que coger callejones y carreteras secundarias para que nadie me viese montado en un triciclo.

—Lo entiendo. Tiene una reputación que proteger.

El compañero de Rudi era un tío grande y corpulento cubierto de cuero y cadenas. Su nombre era Misha. Misha daba gas con impaciencia a la moto mientras Rudi contaba el dinero.

—¿El casco? —preguntó Arkady.

—En el sidecar. He llenado el depósito.

Eso era mucho más de lo que Arkady había esperado. Abrió la cubierta del sidecar y encontró un casco usado pero sin fisuras.

—Gracias.

—Ya conoce a mi abuelo…

—¿Gran Rudi con la horquilla?

—Correcto. Está completamente seguro de que vio a Stalin. Oyó decir que en Moscú había un tío al que le habían pegado un tiro en la cabeza. Stalin apareció y el tío se levantó y se alejó andando.

—Es una gran historia.

—Rudi, ¿nos vamos o qué? —preguntó Misha.

El mecánico hizo un gesto con la mano para que no molestase y le dijo a Arkady:

—Le puse un neumático nuevo. Un neumático duro para la acción fuera de las carreteras.

—Es muy generoso de su parte.

Arkady no pensaba apartarse de las carreteras.

—Usted sabe que ha salido ganando en este trato, Renko.

—¿Qué es lo que quiere?

—Es tan jodidamente suspicaz.

—Es verdad.

—De acuerdo, mi abuelo quiere volver a verlo. Significaría mucho para él y yo, personalmente, consideraría que estamos en paz. El está convencido de que lo vio aquí durante la guerra.

—Yo ni siquiera había nacido en esa época.

—Sígale la corriente. Mi abuelo vive en el pasado y recuerda lo que ocurrió entonces mejor que lo que pasa ahora. A veces confunde las cosas. Él lo ha visto y ahora está animado. Es un trato: usted déjese caer de visita por el taller, sólo una maldita hora de su precioso tiempo.

—En la excavación.

—No puedo hacer eso. Como ya le he dicho antes, usted no es un cavador.

—Hablaré con Gran Rudi en la excavación. En ninguna otra parte.

—Se lo he explicado, no está permitido. Tiene que ser un cavador.

—Es una lástima —dijo Arkady.

—Qué hijo de puta.

—La excavación…

Rudi y Misha montaron en la moto roja, que cobró vida con un vibrato que advertía al mundo que debía apartarse mientras Rudenko describía círculos alrededor de Arkady.

—¿Sabe?, Pushkin no es el único aquí que tiene las pelotas de latón.

El mecánico dio otra vuelta.

—Salimos hacia la excavación a las seis.

Tan pronto como Rudi se hubo marchado, Arkady comprobó su flamante adquisición. Para él era nueva, aunque la Ural debía de tener al menos treinta años. Un neumático de recambio estaba sujeto a la parte posterior del sidecar, que tenía la forma de una gran sandalia y los principales accesorios: una pala y un parabrisas. El soporte de la ametralladora había sido cortado. Al ver la moto por primera vez, Arkady advirtió que llevaba estampada una estrella en varios lugares, lo que significaba que había salido de una línea de montaje militar.

Los ingenieros de Stalin pusieron sus manos sobre algunas BMW alemanas, las desmontaron, reforzaron esto, simplificaron aquello y, cuando volvieron a montar las motos, eran rusas. Las Cosaco podían ser ahora un modesto medio de transporte de patatas, pero en otro tiempo habían llevado héroes a Berlín.

Arkady circuló por las calles de Tver. El motor de la Ural no era sinfónico, pero sí regular, dedicando su potencia no a la velocidad sino a la tracción y, puesto que el sidecar estaba conectado a la moto, se movía como un coche, no se inclinaba.

Condujo junto a un restaurante oscuro tras otro, de una plaza desierta a la siguiente, como una pieza de ajedrez a través del tablero. Si la mitad de la ciudad estaba de juerga, no cabía duda de que estaba buscando en el lugar equivocado, así que regresó al paseo y aceleró a lo largo del río. Aún tenía que visitar un casino abierto toda la noche que, comparado con los de Moscú, tenía el atractivo de un salón de juegos japonés.

Estaba detenido en un semáforo cuando un Porsche descapotable se situó a su lado. Urman iba al volante, con un aspecto más parecido al de un detective de Miami que al de uno de Moscú. Estaba demasiado ocupado arreglándose el pelo alborotado por el viento como para dirigirle a Arkady más que una mirada superficial; era probable que ni siquiera hubiese visto la moto. Cuando se encendió la luz verde, el Porsche salió disparado como un cohete. Seis manzanas más adelante, Urman estaba entrando en un hotel cuando Arkady pasó por su lado con su vieja moto.

El investigador dio entonces media vuelta y se dirigió hacia un parque infantil con columpios, gnomos y quioscos que había frente al hotel. El Porsche estaba aparcado en el camino particular. El hotel Obermeier era una especie de fortaleza de ladrillo. La planta baja, sin embargo, era todo fuentes y cristales, y Arkady tuvo una vista general del mostrador de recepción, el estrado del conserje, los ascensores, el bar y el restaurante. Todo estaba oscuro excepto por una mesa situada junto a la ventana del restaurante, donde Urman se reunió con Isakov, Eva y el fiscal Sarkisian. Dos camareros estaban repantigados junto a una mesa situada en una esquina.

La fiesta había alcanzado la etapa del coñac y el puro; posiblemente la había alcanzado hacía horas, pero Sarkisian estaba en plena arenga. Urman se echó a reír y se sirvió una copa. ¿Su tema de conversación debía de ser los homicidios humorísticos o las posibilidades del héroe local en las próximas elecciones? Isakov escuchaba estoicamente, mientras que Eva no hacía ningún esfuerzo por ocultar su desagrado. Sarkisian se llevó un dedo junto a la nariz. Cuando alzó una copa, Isakov y Urman lo imitaron, mientras Eva se levantaba de su silla y se acercaba a la ventana para fumar un cigarrillo. Arkady confiaba en que, de su lado del cristal, hubiera un espejo. Isakov le hizo una seña para que regresara a la mesa, pero ella lo ignoró y apoyó la cabeza contra el cristal. No era una escena feliz.

Isakov volvió a indicarle a Eva que se reuniera con el grupo en la mesa y ella continuó ignorándolo. Urman disimuló el momento siguiéndole la corriente a Sarkisian hasta que, finalmente y sin decir una palabra, Eva se acercó a los ascensores y desapareció detrás de las puertas metálicas. Los hombres se quedaron estupefactos en sus asientos. En la segunda planta se encendió entonces la luz de una habitación. Los camareros siguieron durmiendo con las cabezas apoyadas en los antebrazos.

Sarkisian señaló en la dirección en que había desaparecido Eva y, aparentemente, dijo algo que era menos que halagador, porque Isakov cogió un tenedor y lo apoyó contra el cuello del fiscal. Arkady recordó en ese momento algo que Ginsberg había dicho sobre la calma de Isakov; el movimiento del hombre fue tranquilo y no pareció elevar la voz, pero su gesto transmitía convicción. En apariencia le estaba diciendo a Sarkisian lo que probablemente no debía volver a hacer o decir nunca más, y el fiscal asentía mostrando enfáticamente su acuerdo. Los camareros seguían durmiendo.

Urman se acercó a la ventana donde había estado Eva, ahuecó las manos contra el cristal para mirar hacia afuera y al parecer vio algo, porque atravesó el restaurante y el vestíbulo y salió a la escalinata del hotel para examinar el parque de juegos. Los gnomos eran más grandes por la noche y más amenazadores, como si estuvieran desfilando. Lo que parecía más pequeño era el quiosco. ¿Se veía la rueda delantera de la Ural? ¿Tal vez la trasera? Arkady se dio cuenta entonces de que Urman estaba esperando a que pasara algún coche. Estaba esperando a que los faros delanteros iluminasen el lugar.

Pero Urman tuvo que suspender su misión cuando Isakov salió del hotel, medio achispado, medio sosteniendo a Sarkisian para llevarlo hasta el Porsche. Todos volvían a ser amigos, aunque los ojos del fiscal destilaban terror. Juntos, los dos detectives cargaron a Sarkisian en el descapotable y le ajustaron el cinturón de seguridad.

Arkady alcanzó a oír que el fiscal decía:

—… todos los esfuerzos.

—No puede andar lejos —dijo Isakov.

Sarkisian farfulló algo que Arkady no entendió.

—Preferiría encontrarlo yo primero —declaró Urman.

Urman se instaló tras el volante y puso en marcha el Porsche, ahogando el resto de la conversación. Luego el vehículo se alejó, el cambio de marchas gimiendo a lo largo de la calle.

Isakov se volvió con aire cansado hacia el hotel. Se detuvo brevemente en el restaurante para despertar a los camareros y pagarles, generosamente, a juzgar por sus expresiones, y cogió el ascensor. La luz de la habitación del segundo piso seguía encendida. Se iluminó un poco más cuando la puerta se abrió y se cerró, y Arkady tuvo la sensación de ver unos cuerpos en movimiento.

No quería saber más.