18

No acostumbro a mostrarle los apartamentos bonitos a cualquiera —dijo Sofia Andreyeva—. Siempre les miro los zapatos. Si no cuidan sus propios zapatos, ¿cómo van a cuidar un apartamento?

—Estoy totalmente de acuerdo —convino Arkady, aunque él no podía atribuirse ningún mérito por ello; cualquier hijo de un general del ejército llevaba siempre los zapatos lustrados.

La mujer le guiñó un ojo mientras conducía y canturreaba para sí. Su coche era el Lada más limpio en el que Arkady había estado nunca. En el suelo no había paquetes de cigarrillos, latas de cerveza, periódicos antiguos o marcas de óxido. Un poco como la propia Sofia Andreyeva. Lo que en una época había sido una nariz distinguida se había convertido con la edad en un pico, pero en las mejillas llevaba un toque de colorete y, envuelta en un chal negro, tenía un aspecto alegremente acongojado. Era una agente de la propiedad inmobiliaria, lo que significaba que esperaba cada tren que llegaba a la estación de Tver y estudiaba a los pasajeros que se apeaban de los vagones antes de ofrecer, «Apartamentos en alquiler. La mejor elección asegurada». Otros agentes recurrían a los anuncios que se colgaban del pecho y la espalda, algo que ella consideraba degradante. Arkady le gustó a primera vista: pulcramente afeitado y sin resaca aparente incluso a esa hora temprana del día. Y se sintió complacida de que, aunque él tenía su propio coche, había acudido a la estación en lugar de ir a alguna oficina mal ventilada con precios excesivos.

Sofia Andreyeva le mostró un apartamento con detalles daneses y conexión de red inalámbrica, y luego lo llevó a un espacioso piso en la calle Sovietskaya, el bulevar central de la ciudad. Pero ninguna de las dos posibilidades servían al propósito de Arkady. Mientras caminaban por el bulevar, Renko sorprendió a la mujer escupiendo deliberadamente frente a un portal. Antes de que pudiese preguntarle por qué había hecho eso, ella dijo:

—Hay un apartamento de un amigo… Se ha tomado una licencia temporal en la universidad. Ayer me llamó para decirme que, tal como está la cotización del euro, no le vendrían nada mal unos ingresos extra. De todos modos, el apartamento no está listo para mostrarlo, y sus efectos personales están por todas partes, pero con sábanas nuevas podría mudarse hoy mismo. ¿Habla usted francés?

—No. ¿Es un requisito?

—No, en absoluto. —Ella suspiró—. Es sólo, bueno, una lástima.

El apartamento estaba en el segundo piso de un bloque de viviendas donde la gente tendía la colada en los balcones. El vestíbulo estaba muy sucio y las puertas de los buzones habían sido arrancadas. El piso, sin embargo, albergaba una fantasía. En las paredes había pósters de Edith Piaf y Alain Delon, y numerosas guías Michelin llenaban las estanterías. Sobre el escritorio había un paquete de Gitanes, y el olor a un queso olvidado saturaba el ambiente. Sofia Andreyeva hizo que Arkady se quitase los zapatos y se calzara unas pantuflas en la puerta.

—Las alfombras…

—Entiendo.

—El orgullo y la alegría del profesor. —Sofia Andreyeva señaló la alfombra más raída que cubría el suelo—. Una alfombra de baja calidad, sin duda, pero a la altura del salario de un profesor. —Olfateó el aire—. ¡Qué peste! Tal vez deberíamos abrir una ventana.

Arkady miró una fotografía de un hombre de mediana edad que posaba con una boina en la cabeza y un cigarrillo colgando del labio inferior.

—¿Tiene familia?

—El hijo del profesor es anarquista. Viaja por el mundo incendiando coches para protestar ante las conferencias internacionales. Tiene televisor y reproductor de vídeo. Dos dormitorios, un baño… Las alfombras, por supuesto. El baño y la cocina se han reformado. El gas y la electricidad están dados de alta. Lamento decirle que el teléfono ha sido cortado, pero usted seguramente tenga un teléfono móvil. Todo el mundo lo tiene.

Entrar en un apartamento completamente amueblado era como usar la ropa de otra persona, pero el lado positivo incluía que el edificio que se alzaba directamente delante era comercial, no un mirador de mujeres curiosas. La planta baja ofrecía dos salidas, una puerta principal a la calle y la cochera abierta, y una puerta trasera que daba a un patio con una zona de juegos infantiles y un lugar para aparcar las bicicletas. Al otro lado del patio había una fila de pequeños comercios: un ciber-café, un club de halterofilia y un salón de belleza. Un par de hombres en chándal haraganeaban frente a la puerta trasera del club. Sofia Andreyeva quería alquilar el apartamento por meses, a una fracción de lo que costaría un hotel.

—Me gusta —dijo Arkady—. ¿Hay alguna posibilidad de que el hijo se presente de improviso?

—Lo dudo mucho. Actualmente está en la cárcel, en Ginebra. En caso de que hubiese algún problema… —Arrancó la esquina de una página del periódico y anotó un número de teléfono—. Mis tarjetas aún están en la imprenta. Puede llamar por las tardes y preguntar por la doctora Andreyeva.

—¿Es médico? ¿Dos ocupaciones?

—Para poder comer.

—La llamaré si cojo un constipado.

—Espero que no, por su bien. ¿Está usted casado?

—No.

—Es posible que no lo sepa, pero los hombres de Estados Unidos, Australia, de todo el mundo, vienen aquí a conocer novias rusas. No creo que necesitemos realmente un contrato por escrito. Las llaves cuentan más que el papel. ¿Piensa recibir correspondencia aquí?

—No, irá a la oficina.

—Mucho mejor.

Sofia Andreyeva se abotonó el abrigo, preparada para volar.

—Antes de que se marche —dijo Arkady—, no me ha dicho el nombre del profesor.

—Profesor Golovanov. Le gusta decir que su hígado es ruso y su estómago es francés. Yo también, en cierto sentido, estoy a mitad de camino entre Rusia y Francia.

—¿Polaca?

—Sí.

—Pensé que había visto algo…, un cierto estilo.

—Sí. —La mujer estaba encantada con el cumplido, pero se quedó inmóvil al oír pasos en el corredor. Alguien deslizó un papel por debajo de la puerta y luego los pasos se alejaron—. ¿Qué es eso?

—Un folleto de un acto político.

Una cara del folleto prometía música y payasos, mientras que la otra exhibía una fotografía de Isakov en uniforme de combate, instalado en el guardabarros de un carro blindado.

—Política. —Sofia Andreyeva pronunció la palabra como si de algo sucio se tratara—. Por supuesto, debemos registrar su nueva dirección con la milicia. Pero al ser usted investigador de la oficina del fiscal, dejo ese trámite en sus manos.

—Por supuesto.

Arkady lo entendió perfectamente. En ocasiones era mejor no hacer demasiadas preguntas. Él daba por hecho que un resucitado profesor Golovanov podía regresar de unas vacaciones en el sur de Francia, bebiendo vino y cantando la Marsellesa. A pesar de todo, pocas veces Renko había visto infringir la ley con tanta elegancia.

El día era agradablemente fresco, un tiempo más propio de Pascua que de invierno, las paredes color pastel de la plaza Lenin brillando bajo el sol. Un conjunto de balalaicas entretenía al público en un escenario decorado con el azul, blanco y rojo de la bandera rusa. Los payasos se balanceaban sobre zancos. Adolescentes con patines en línea repartían camisetas de «Yo soy un Patriota Ruso». Los voluntarios preparaban algodón de azúcar, rosa y azul, haciéndolo girar alrededor de delgadas varillas. Los técnicos tendían cables y, cada pocos minutos, el equipo de sonido emitía un chirrido. Una enorme pantalla de vídeo montada en el exterior sobre un camión se elevaba en montacargas hidráulicos detrás del escenario, mientras un equipo de camarógrafos trabajaba en una plataforma frente al escenario, Zelensky con la cámara, Bora extendiendo el soporte de un micrófono. A Zelensky se lo veía más demacrado que nunca. Bora parecía estar al límite de sus habilidades técnicas. Arkady divisó a Petya manejando una cámara de mano y acto seguido cogió una de las camisetas que le ofrecía un voluntario. La fotografía de Isakov impresa en la parte posterior era similar a una que había visto anteriormente en otra camiseta, excepto porque el héroe llevaba una pala en lugar de un fusil y la cabeza de tigre del OMON había sido reemplazada por el emblema de una estrella roja, una rosa y un tercer elemento que Arkady no logró identificar.

Al evento había acudido más gente de la que el investigador esperaba. Además de los habituales pensionistas con dientes de oro, el acto había congregado a mineros del carbón y veteranos de las guerras de Afganistán y Chechenia. Los mineros y los veteranos eran hombres serios. Algunos de los excombatientes iban en sillas de ruedas, corroborando con su presencia el hecho de que Isakov era un candidato que no había empleado subterfugios ni había recurrido al soborno para eludir el servicio a su patria. Los discursos se habían programado para que comenzaran a la una de la tarde y durasen una hora. A las dos, los candidatos menos importantes comenzaron sus parlamentos, aunque el equipo que trabajaba en el escenario aún estaba luchando con los amplificadores y los encargados de la pantalla gigante aún estaban ajustando su ángulo. Sin embargo, en el lugar prevalecía una atmósfera festiva. El acto se grabaría y se filmaría, no se trataba de una retransmisión en directo, así que nadie prestaba especial atención al tiempo salvo Arkady. Quería comprar un coche con matrícula de Tver antes de que acabase el día. Un Zhiguli blanco con matrícula de Moscú era demasiado fácil de rastrear.

A medida que la multitud crecía, el investigador se movió hacia un lado para poder ver también detrás del escenario. A cada lado del camión con la pantalla gigante había sendos remolques de los que utilizan los actores durante el rodaje de una película. Uno era para los candidatos menos importantes; los Patriotas Rusos tenían un montón de ellos para presentarlos ante el público, señuelos escogidos para llenar una lista. El único candidato auténtico del partido era Isakov, quien se encontraba frente al otro remolque en compañía de Urman y dos figuras que Arkady no había vuelto a ver desde que estuvo en el hotel Metropol, los magos norteamericanos de la política, Wiley y Pacheco. Isakov vestía completamente de negro. El negro era el color favorito de la nueva Rusia para los coches alemanes y los trajes italianos, pero Isakov poseía también la tranquilidad de un actor de cine que descansaba junto a su séquito. La brisa levantaba el ridículo peinado de Wiley.

Arkady se preguntó por qué estaban fuera. ¿Por qué no aprovechaban las comodidades del espacioso remolque?

Llamó al teléfono móvil de Eva y observó al grupo.

La primera vez que sonó, Isakov y Urman miraron hacia el remolque.

La segunda vez se miraron entre sí.

—Hola.

—Soy yo —dijo Arkady.

—¿Estás en Moscú? —preguntó Eva—. Dime que has regresado a Moscú.

—En realidad, no. ¿Estás bien?

A Arkady le pareció una pregunta pertinente para una mujer que vivía con un asesino.

—¿Por qué no habría de estarlo? Sólo necesito tiempo para solucionar esto.

—Dijiste que hablaríamos.

—Después de las elecciones.

En ese momento, el equipo de sonido del escenario emitió un fuerte chirrido. Eva apareció en la ventana del remolque. Ella había oído lo mismo que Arkady.

—¿Estás aquí?

—Esto es mucho mejor que un circo.

—Vete a casa. Estarás a salvo si te marchas a casa.

—¿Quién te ha dicho eso?

Isakov subió la escalerilla del remolque y Eva se apartó de la ventana. Se murmuraron algunas palabras. Arkady oyó el «por favor» del candidato y sintió la rendición del teléfono móvil de la mano de Eva.

—¿Renko?

—Sí.

—Quédese donde está —dijo Isakov.

El investigador vio que Isakov abría la puerta para hablar con Urman, quien sacó su teléfono y marcó un número. Arkady supo a quién estaba llamando cuando la cámara de Zelensky recorrió la multitud y se detuvo en él como la mira telescópica de un fusil.

La imagen de Arkady apareció en la pantalla gigante sólo durante un segundo, porque Isakov subió entonces al escenario.

—Vosotros me conocéis. Soy Nikolai Sergeevich Isakov de Tver, y me presento por Rusia.

Fervientes aplausos, como acostumbraban a decir, pensó Arkady.

Isakov describió una nación sitiada por fanáticos religiosos y alianzas oscuras. En el mundo había cabezas nucleares, bombas humanas y amigos interesados. Más cerca de casa había un círculo de vampiros que habían despojado a Rusia de su tesoro y, peor aún, habían subvertido sus valores y sus tradiciones. Era un discurso corriente, pero ¿qué era lo que la gente sacaba de ese tipo de actos?, se preguntó Arkady. Que Nikolai Isakov resistía la ampliación de su imagen en una pantalla gigante. Que era un tío atractivo de un modo basto. Que estaba acostumbrado a mandar. Que era uno de ellos, un hijo de Tver. Que habían extendido las manos y habían tocado a un héroe.

Urman se colocó entonces junto a Arkady.

—Creo que esa bala realmente debió de debilitarle el cerebro. En este momento debería estar lo más lejos posible de aquí.

—Lo pensé por un momento, pero quería escuchar a Isakov en persona.

—¿Y qué opina? —preguntó Urman.

—Ha pasado del asesinato a la política. ¿Ése es un paso hacia adelante o hacia atrás? ¿Qué piensan los norteamericanos?

—Están felices. Les dije que era usted inofensivo. ¿Es inofensivo?

—Como un bebé.

—¿También era un bebé anoche en el Boatman? ¿Me está tomando el pelo?

—Oh, no, no me atrevería a tomarle el pelo. No quiero ahogarme con mi propia lengua.

—Porque yo podría encargarme de usted…

—Lo dudo. No, no en un acto político pocos días antes de las elecciones. Wiley es un experto en estas cosas. Puede explicarle el efecto negativo que el asesinato tiene en una campaña política. De hecho, creo que aquí puedo respirar tranquilo. —Arkady había desconectado del discurso de Isakov, pero contribuyó con un educado aplauso—. Qué día tan perfecto para un acontecimiento como éste. Es un hombre afortunado. Pero ¿qué hace exactamente usted? En Chechenia era el segundo al mando de Isakov. Son compañeros en la brigada de detectives. ¿Ahora es el encargado de su campaña? ¿Qué será luego? ¿Lameculos?

Urman esbozó una sonrisa y suspiró.

—¿Está tratando de provocarme?

—Bueno, los mongoles tienen una larga historia de violencia: Gengis Kan, Tamerlán, y todos ésos.

—Está chiflado.

—Tal vez. Lo divertido de recibir un balazo en la cabeza es…

—Debería estar muerto.

—Es verdad, debería estarlo.

—¿Alcanzó a vislumbrar el otro lado? ¿Vio un túnel y una luz?

—Vi una tumba.

—¿Sabe?, eso es lo que siempre imaginé.

La gente comenzó a pasar junto a ellos. Granjeros de ochenta años vestidos con trajes de hacía cuarenta eran seguidos a paso rápido por hombres y muchachos con uniformes militares de camuflaje y mujeres mayores que cojeaban. Un adolescente pasó velozmente por su lado acompañado de su padre y su abuelo. Formaban un cuadro conmovedor, tres generaciones con uniformes de camuflaje con idénticos emblemas en los hombros con una estrella roja, un casco y una rosa.

—¿Un club al aire libre?

—Cavadores.

—¿Por qué los llaman así?

Urman se encogió de hombros.

—Porque cavan. Cavan y aman a Nikolai; son lo que Wiley llama la base de Nikolai. Necesitan a alguien como él.

—¿Un asesino en serie?

—Ésa es una acusación no demostrada que proviene de un hombre con el cerebro dañado. El fiscal Zurin dirá eso, el fiscal Sarkisian dirá eso, y nosotros también lo diremos.

En el escenario, Isakov alcanzó el clímax:

—El sacrificio de sangre de veinte millones de vidas rusas frenó a los invasores fascistas. Incluso hoy pueden verse en Tver recordatorios de esa lucha…

Aplausos atronadores.

—¿Por qué están aquí los norteamericanos? —quiso saber Arkady.

—Nikolai tiene ímpetu. Los estadounidenses dicen que eso es muy importante en política. Pensaban que estaban creando un candidato de papel para joder a la oposición, pero ahora miran a Nikolai con otros ojos.

El Isakov de carne y hueso y el de la pantalla dijeron al unísono:

—Es nuestra obligación moral proteger la seguridad de Rusia, racionalizar sus beneficios económicos, acabar con la corrupción, identificar a los ladrones y conspiradores que roban los bienes que pertenecen al pueblo, aplastar sin piedad el terrorismo, reconstruir sus defensas sin pedir disculpas a nadie, rechazar la injerencia de hipócritas extranjeros en nuestros asuntos internos, promover los valores y las costumbres tradicionales de Rusia, proteger nuestro medioambiente y dejarles un mundo mejor a nuestros hijos. Siempre recordaré que soy uno de vosotros.

Isakov no había terminado. Una niña subió al escenario con el obligatorio ramillete de flores y algo que Isakov prendió en la solapa de su chaqueta. En la pantalla la cámara ofreció un primer plano del emblema de la estrella, el casco y la rosa. Isakov también era un cavador.

El público prorrumpió en un aplauso apasionado y extasiado. Una ovación de pie y gritos de «¡Isakov! ¡Isakov!».

—¿Qué demonios ha sido eso? —preguntó Arkady.

—Es un buen cierre de campaña —dijo Urman—. Lo tiene todo.

—Como una ensalada de fruta. ¿Realmente cree que Isakov tiene alguna posibilidad?

—Ha sido un ganador desde que lo conozco. Desde que nos unimos a los Boinas Negras. Hay doce candidatos. Él sólo necesita de la pluralidad.

Isakov no había abandonado el escenario. Llevaba a la niña de un lado a otro mientras las rosas caían a sus pies. Urman se unió a los rítmicos aplausos.

—¿Por qué lo dejó? —preguntó Arkady.

—¿De qué está hablando?

—Cuando Isakov y usted se conocieron en el OMON, él acababa de dejar la universidad.

—Estaba aburrido. Estaba harto de los libros. En el OMON nos enseñaron algo útil: pega primero y luego sigue pegando.

—Es un buen consejo. Pero era un alumno excelente, el primero de su clase, y en su última semana tiró por la borda todo ese duro trabajo. Eso no me suena a aburrimiento. Algo ocurrió.

—Usted nunca se rinde, ¿eh? —dijo Urman.

—Sólo era una pregunta inocente. De todos modos, va a matarme tan pronto como reciba la orden.

Urman se acercó un poco más para hablarle en tono confidencial.

—¿Sabe cómo mato a mis enemigos? Primero les corto los testículos…

—Los fríe y se los come y etcétera, etcétera. Ya lo he oído. En cambio, en el puente Sunzha simplemente les disparó por la espalda.

—Tenía prisa. Pero con usted me tomaré mi tiempo.

Urman le dio a Arkady una palmada en la espalda que pretendía ser tranquilizadora y se marchó.

La multitud, en cambio, no se iba. Sonaba un aplauso sostenido y rítmico; muchos niños estaban sentados a hombros de sus padres y, de ese modo, formaban una segunda fila de entusiasmo. Los altavoces emitían el himno nacional soviético, la versión del tiempo de la guerra que incluía la estrofa «Así Stalin nos ha formado: fieles a la patria; ¡para el trabajo y la hazaña nos preparó!». Los aplausos se redoblaron cuando Isakov regresó al escenario para decir, de manera informal, como si se tratase de un recordatorio personal:

—¡La excavación explicará la historia!

«Tal vez», pensó Arkady. Tal vez Urman pudiese hacer que implorase piedad, aunque el investigador se había formado con un maestro.

—La piel es sensible.

Arkady tenía doce años y estaba en Afganistán. Había regresado al campamento cubierto de picaduras de hormigas; cada picadura ardía y latía, y tenía la cara hinchada.

Su padre estaba sentado en el catre y continuó hablando:

—Se han hecho experimentos. Se hipnotizó a algunos individuos y se les dijo que se habían quemado, y en su piel comenzaron a aparecer ampollas. Otros pacientes que sufrían fuertes dolores fueron sometidos a hipnosis y el dolor desapareció. Tal vez no durante mucho tiempo, pero sí el suficiente.

El general se aflojó la corbata y se desabrochó los dos primeros botones de la camisa. Respiró profundamente por la nariz y bebió un trago de su whisky escocés.

—La piel se sonroja por la vergüenza, palidece a causa del miedo, tiembla con el frío. La pregunta es, ¿por qué estabas circulando en una motocicleta fuera de la base? El exterior es peligroso, tú lo sabes.

—No vi ningún cartel.

—¿Hay que colocar carteles para ti? ¿Qué estabas haciendo con la moto cuando te caíste?

—Sólo paseando.

—¿Tal vez ibas un poco demasiado de prisa? ¿Haciendo acrobacias?

—Tal vez.

El general acabó su bebida y se sirvió otro vaso. Encendió un cigarrillo. Tabaco búlgaro. Para Arkady, la llama de la cerilla concentraba el dolor de las picaduras.

—En lo que a los nativos se refiere, somos ingenieros invitados que estamos construyendo una pista de aterrizaje bajo un tratado de amistad y cooperación. Por eso vestimos ropa de paisano. Por eso compramos sus pomelos y sus uvas, porque queremos cimentar nuestra amistad y ser incluso mejor recibidos en este país. Pero ésta sigue siendo una base militar soviética y yo aún soy su comandante. ¿Entendido?

—Sí.

El humo del cigarrillo era aromático y azul como un cúmulo.

—¿Había algún nativo allí? ¿Alguno de ellos vio el accidente?

—Sí.

—¿Quién?

—Dos hombres. Tuve suerte de que estuviesen allí.

—Estoy seguro. —Su padre sopló la llama justo antes de que le quemara las yemas de los dedos—. Debe de dolerte.

—Sí, señor.

—Tienes trece años, ¿verdad?

—Doce.

—Veinte picaduras es mucho a cualquier edad. ¿Lloraste?

—Sí, señor.

El general se quitó una brizna de tabaco del labio inferior.

—La gente que vive alrededor de esta base es muy fuerte. Esa gente combatió contra Alejandro Magno. Son guerreros y sus hijos son entrenados para que sean guerreros y, pase lo que pase, no lloran. ¿Lo entiendes? No lloran. —La cara de su padre enrojeció intensamente. Arkady no pensó que fuese por vergüenza. Las venas se abultaron en el cuello y la frente del general—. Soy el comandante de esta base. El hijo del comandante no se cae de su moto delante de los nativos, y si lo hace y es picado por cien hormigas, no llora.

Dos nativos que estaban tumbados lánguidamente a la sombra de un árbol fumando cigarrillos habían visto a Arkady que perseguía ardillas con su moto por el desierto. Los dos muchachos eran hermanos y lucían sendas barbas negras, cortas y revueltas. Llevaban turbantes, pantalones bombachos, camisas varias tallas más grandes y gafas de sol.

—Nos vigilan —dijo el general—. En el momento en que mostremos debilidad, nos sitiarán. Por esa razón rodeamos todo el campamento con minas y desalentamos a los nativos para que no se acerquen, y por eso nunca los hemos dejado entrar para que vean nuestros equipos electrónicos, hasta hoy, cuando han traído a mi hijo porque le habían picado las hormigas.

—Lo siento —dijo Arkady.

—¿Sabes cuáles pueden ser las consecuencias? Podría perder el mando. Podrías haber hecho estallar una mina y perdido la vida.

Un lagarto se había cruzado en el camino de Arkady. El chico había hecho girar el manillar sin pensar, y cuando la parte trasera de la moto derrapó, voló por encima de la máquina y aterrizó de bruces sobre un hormiguero.

—¿Sabes qué fue lo que hizo grande a Stalin? —le preguntó su padre—. Stalin era grande porque, durante la guerra, cuando los alemanes hicieron prisionero a su hijo Yakov y propusieron un intercambio, él se negó, aunque sabía perfectamente que estaba condenando a muerte a su hijo. —El general sopló el extremo encendido del cigarrillo. En lugar de las picaduras de hormiga, Arkady sintió un escalofrío—. El tabaco arde a novecientos grados centígrados. La piel lo sabe. De modo que te daré a elegir: tu piel o la de ellos.

—¿La de quiénes?

—Los que te han traído al campamento, tus amigos nativos. Aún están aquí.

—Mi piel.

—Respuesta equivocada. —Su padre sacó del bolsillo de la camisa dos instantáneas, una de cada hermano, con las cabezas descubiertas y desnudos hasta la cintura, formando una pila sangrienta—. Ellos no habrían sentido nada.