17

Cuando emprendió el viaje a Tver, Arkady dejó atrás Moscú y entró en Rusia.

Allí no había Mercedes, ni Bolshoi, ni sushi, ni calles pavimentadas; en cambio, había barro, gansos y manzanas que caían de un carro tirado por un caballo. No había casas lujosas en urbanizaciones privadas, sino cabañas compartidas con gatos y gallinas. No había multimillonarios, sino hombres que vendían floreros junto a la carretera porque en la fábrica de cristal en la que trabajaban no tenían dinero para pagarles, de modo que cobraban en especie, lo que convertía a cada hombre en un empresario que sostenía un florero en una mano y con la otra espantaba las moscas.

Para tratarse de un día de invierno, el tiempo era extrañamente cálido, pero Arkady conducía con las ventanillas cerradas a causa del polvo que levantaban los camiones. El Zhiguli no tenía aire acondicionado ni reproductor de CD, pero su motor podía funcionar con vodka si era necesario. De vez en cuando la tierra era tan plana que el horizonte se abría como un abanico y las praderas y marismas se extendían en todas direcciones. Un camino polvoriento se ramificaba hacia un puñado de cabañas y una iglesia en forma de pastel de Pascua enmarcado por abedules.

Desde el asiento del acompañante, Elena Ilyichnina contemplaba el paisaje rural con expresión triste. Ante el asombro de Arkady, la mujer había aceptado su ofrecimiento de llevarla a su ciudad natal a visitar a su madre. Los pueblos que pasaban junto al camino agonizaban a causa del abandono masivo de los jóvenes, quienes se marchaban a Tver, Moscú o San Petersburgo en lugar de quedarse a sufrir lo que Marx llamó «la idiotez de la vida rural». Una tienda de pueblo vendía botas de goma y chaquetas de lona. Moscú ofrecía supermodelos y galerías de videojuegos. Una generación entera se marchaba a la ciudad a hacer fortuna, convertirse en expertos informáticos, holgazanear, conseguir trabajos temporales, usar un gorro de papel y freír pollo para, de un modo u otro, tomar parte en el futuro. La muerte de un pueblo podía rastrearse por el número de casas que, sin que nadie se preocupase por pintarlas, se tornaban grises y desaparecían entre los árboles; el gris era una epidemia en la mayoría de los pueblos.

Durante la guerra, Tver había sido llamada Kalinin en honor del presidente ruso. Kalinin poseía una perilla distinguida y, lo que era más importante, era un organillero de loas al secretario general. Según la opinión de Kalinin, Stalin era «nuestro mejor amigo, nuestro mejor maestro, el explorador de los siglos, el genio de la ciencia, más brillante que el sol, el mayor estratega militar de todos los tiempos». Stalin trató de que Kalinin parase, pero fue inútil, y tan pronto como la Unión Soviética se desmembró, Tver reclamó su antiguo nombre.

Aunque el día era cálido, las orejas de Elena Ilyichnina eran de un rosa intenso, y Arkady pensó que era el ideal de muchos hombres: una mujer grande, decía a menudo Victor, era una roca en mares tormentosos. Había llevado consigo un almuerzo compuesto de salchichas y pan para comer en el camino.

La conversación entre ambos, sin embargo, no consiguió coger impulso. Eran como dos bailarines tan faltos de sincronización que finalmente abandonan la pista. Además, Elena Ilyichnina acababa de terminar un turno en Moscú y estaba a punto de comenzar otro en Tver, y aprovechó la oportunidad para echar una cabezada, algo que a Arkady no le molestó en absoluto. La mujer era una presencia afable siempre que no hablase.

Cuando se acercaban a Tver, se dio cuenta de que Elena Ilyichnina estaba despierta y lo miraba.

—He oído que no suele ir usted armado. ¿Qué filosofía hay detrás de eso?

—Ninguna. En determinadas situaciones, una arma se convierte en un problema. Comienzas a preocuparte por cuándo debes mostrarla, cuándo debes usarla. Es como una locomotora; te lleva a donde ella quiere ir.

—Y luego alguien tiene que extraerle una bala de la cabeza.

—Bueno, no siempre. ¿Me está diciendo que necesitaré una arma en Tver?

—No.

—¿Cómo es Tver, entonces?

—Patriótico. En Moscú, la gente paga a los médicos para que inventen razones por las que sus preciosos hijos no pueden cumplir con su servicio militar. El ejército, por supuesto, es brutal y estúpido, pero en Tver, donde los muchachos son igualmente preciosos, todo el mundo cumple con sus obligaciones militares.

—Moscú no parece muy popular aquí.

—Yo que usted cambiaría la matrícula del coche.

Arkady consideró que eso era innecesario, después de todo, ni siquiera sabía cuánto tiempo permanecería en Tver, por lo que decidió cambiar de tema y preguntarle por la salud de su madre.

—Así, así. De día en día. —De pronto pareció exhausta—. Regresaré a Moscú mañana. Ahí está el hospital.

Arkady condujo hasta la puerta principal de un deprimente edificio de seis plantas, una estructura de vidrio y hormigón premoldeado que en otro tiempo debía de haber sido moderno. La arena cubría el cristal y el hormigón estaba manchado por el óxido de las varillas metálicas de baja calidad.

—Es mejor por dentro. —Elena Ilyichnina escribió algo en una tarjeta y se la dio a Arkady—. He añadido el número de mi teléfono móvil. En caso de que…

—Sólo por si acaso —convino él.

Cuando Arkady volvió a la carretera, un grupo de moteros le dio alcance, quizá veinte moteros en zarrapastrosas combinaciones de gafas oscuras, barbas y chaquetas de cuero. Sus motocicletas brillaban como gemas insertadas en cromo. Con su larga cabellera roja y su pañuelo de colores, el líder del grupo podría haber pasado por un bucanero. Su máquina era baja, alargada, del color de los rubíes y, al pasar junto a Arkady, le hizo señas de que bajase la ventanilla.

—¡Qué se joda Moscú! —gritó el motero.

Luego el grupo de moteros le dejó atrás.

Arkady decidió que cambiaría su placa de matrícula.

—Bien venido a Tver. —El fiscal Sarkisian hizo que la oración sonase como una sola palabra sibilante… Luego acompañó a Arkady en un breve recorrido por la oficina, de modo que pudiese disfrutar de los certificados profesionales, las pinturas al óleo del monte Ararat y, en el lugar de honor, fotografías del fiscal vestido de yudoca en compañía del presidente. Aparte de eso, el despacho era igual que el de Zurin: la alfombra roja soviética, las paredes forradas de madera y las cortinas de color rojo oscuro. Una ventana daba a una plaza donde había una estatua de Lenin excesivamente abrigado por el clima—. Es una lástima que se haya perdido el almuerzo. Ésta es una ciudad muy amistosa, ya verá. Tenemos nuestros altibajos, como todo el mundo. Sin embargo, una vez que se ha establecido, es el lugar más hospitalario de la tierra. En Tver no hay secretos. —Sarkisian apretó el hombro de Arkady—. ¿Se presentó usted voluntario para venir aquí?

—Sí.

—Tuve una conversación con Zurin, de fiscal a fiscal. Usted tiene reputación de ser, ¿cómo lo diría?, inusualmente activo como investigador. Le gusta examinar a fondo la escena del crimen.

—Supongo que sí.

—Yo tengo un enfoque diferente. Pienso en mis investigadores como en editores, más que como escritores. Dejo que los detectives se encarguen de descubrir. Su papel consiste en coger sus hallazgos y preparar un caso que yo pueda llevar ante los tribunales. Es como los gansos que vuelan hacia el sur. No vuela cada uno en una dirección diferente, sino que vuelan en formación. ¿Correcto?

—Sí.

—Así hay menos desgaste también. ¿Los médicos le han dado el alta?

—Estoy completamente curado.

—Excelente, pero antes de que vuelva al trabajo, tómese unos días para reconocer el terreno. Insisto. Conocerá a los hombres más tarde. Si me hubiesen avisado antes de su llegada podríamos haber organizado una ceremonia apropiada. Tal como están las cosas, tuvimos suerte de conseguirle una habitación para dormir.

—¿Tan lleno está Tver?

—Oh, ésta es una ciudad con mucho tránsito. Lo hemos registrado en el Boatman. Le daré la dirección. —El fiscal ya la había impreso—. Bien, como ya le he dicho, tómese los próximos días para instalarse. Eso le dará la oportunidad de decidir si quiere o no ser transferido aquí. Luego hablaremos acerca de su trabajo.

Sarkisian acompañó luego a Arkady al corredor. Junto a los ascensores había una vitrina que exhibía medallas, trofeos y cinturones de yudo.

—Trabajamos juntos, jugamos juntos. ¿Es así como lo hacen en Moscú?

—Nosotros bebemos juntos. —El ascensor, un Otis de antes de la guerra con un ascensorista armado, llegó por fin. Arkady entró, pero sostuvo la puerta abierta—. Parece que Moscú no les gusta mucho por aquí.

Sarkisian se encogió de hombros ante lo evidente.

—Moscú quiere ser el único toro en el redil. En lo que a la capital concierne, el resto de nosotros podríamos morirnos de hambre. De modo que aquí, en Tver, nos cuidamos solitos.

Antaño Tver había sido una ciudad elegante con un palacio imperial, y el río Volga servía de inspiración para numerosos poetas. Luego llegó la revolución, la guerra, la implosión soviética y el saqueo económico y, para Arkady, Tver había quedado reducido a un par de bulevares de arquitectura clásica —el edificio del teatro era un templo griego decorado de rosa—, rodeados de tiendas inconexas, fábricas inactivas y viviendas grises construidas después de la guerra. Arkady recorrió la ciudad mientras aún había luz natural, porque los mapas rusos eran una cosa, y la realidad, a menudo, algo completamente diferente. Había desvíos, calles cortadas donde se veía a obreros trabajando, calles de un solo sentido, calles vigiladas y otras que no existían, toda clase de sorpresas.

La memoria a corto plazo era un problema para el investigador, y en tres ocasiones se encontró inesperadamente ante la estatua de Lenin. Devoró un pirog que compró en un quiosco mientras contemplaba a Lenin, que estudiaba una paloma. Finalmente, se dirigió hacia el río.

Allí la emperatriz Catalina había construido un palacio para sus aventuras amorosas. Allí, Pushkin había vagado junto a sus orillas y entrelazado «emoción, pensamiento y sonido mágico». Cualquier otro invierno, el Volga se habría helado y Arkady podría haber caminado a través de la espalda del río, pero el Volga que encontró era un río hinchado por la nieve fundida que volaba a través del sumidero.

Cuando era pequeño, Arkady había tomado lecciones de piano con su madre, y una de las primeras piezas que aprendió fue Los barqueros del Volga. Los barqueros se alquilaban como animales de tiro con correas que les cruzaban el pecho para arrastrar gabarras y barcos, oponiendo la fuerza de sus músculos a la implacable corriente del río. «¡Tirad, ho! ¡Tirad, ho!». La mano izquierda de Arkady golpeaba dramáticamente mientras seguía la melodía con la derecha, expresando el fatalismo de unos hombres cuyo único consuelo era el vodka y cuyas camas eran los harapos que llevaban a la espalda.

En el hotel Boatman, los camioneros que cubrían largos recorridos mantenían la tradición, durmiendo entre sábanas grasientas, duchándose con agua fría y vistiéndose delante de un espejo roto. El papel de la pared era un mural de manchas. Sobre la cómoda había un bote de insecticida en aerosol, como si de un ramo de flores se tratara.

Arkady dejó en el suelo unas bolsas de deporte y un talego de lona y le preguntó al conserje de noche:

—¿El fiscal Sarkisian reservó esto?

—Personalmente.

Luego miró al hombre más detenidamente. Tenía la cabeza rapada y ligeramente achatada. Llevaba una sábana de plástico en las manos.

—Usted es el ascensorista de la oficina del fiscal. ¿Tiene dos trabajos?

—Yo hago lo que me pide el fiscal.

Arkady deslizó los dedos sobre las quemaduras de cigarrillos del televisor.

—No se lo tome a mal, pero creo que buscaré otro lugar donde alojarme.

El conserje sonrió.

—Como quiera. Pero ha cruzado el umbral y tiene que pagar.

—¿Cuánto?

—Mil rublos por una noche.

—¿Una noche de qué?

—Eso no importa. —El conserje extendió el plástico en el suelo, aunque Arkady pensó que era un poco tarde para ser exigente—. Esa habitación fue reservada para usted.

—No por mí.

—Pero usted cruzó el umbral.

No era fácil discutir con un hombre tan parco en palabras. Arkady tampoco se sentía demasiado brillante, pero un rayo cósmico atravesó su cerebro y activó su memoria.

—Yo lo he visto antes. Usted boxeaba.

—¿Y?

—Las semifinales, Torneo Internacional de Boxeo, 1998. Usted y un cubano. Después de dos asaltos usted iba ganando, pero en el tercero sufrió un corte y la pelea se suspendió. Fue un gran combate. ¿Cuál era el nombre del cubano? ¿Cómo se llamaba?

El conserje estaba encantado.

—Martínez. Se llamaba Martínez.

—Ese tío le dio un cabezazo, ¿verdad?

—Sí, nadie recuerda eso, sólo recuerdan que yo perdí.

Se produjo entonces una reflexión general sobre las injusticias de la vida. Arkady pensó en su arma, guardada bajo llave en Moscú.

El conserje meneó la cabeza.

—Tiene usted buena memoria.

—Va y viene. ¿De modo que a esto es a lo que se dedica ahora, a romper huesos?

—A veces. —El conserje estaba incómodo, como si a un maestro carpintero le hubiesen ordenado construir una pajarera. Deslizó una mano dentro de una manopla—. Artritis.

—¿Es doloroso?

—Un poco.

—Bueno, esto tal vez le escueza. —Arkady cogió el bote de insecticida y roció la cara del conserje.

—¡Mierda!

El investigador lo golpeó entonces en la cabeza con el bote. La sangre comenzó a chorrear por el rostro del conserje. No cabía duda de que se cortaba con facilidad.

—¡Cabrón!

El conserje intentó dar unos pasos pero se enredó en el plástico.

—¡Hijo de puta!

Desde el hotel Boatman, Arkady condujo hasta la estación de ferrocarril, un lugar donde un hombre que aguardaba en el interior de un coche no llamaría la atención. El olor empalagoso del insecticida lo había seguido y bajó los cristales de las ventanillas. No sabía cuáles eran las intenciones del conserje: asustarlo simplemente, unos golpes en las costillas, un labio partido… Arkady sentía sin duda que había cruzado un umbral. En un solo día había pasado de ser un investigador superior en Moscú a un tío sin hogar en Tver. Había querido provocar una reacción y su deseo se había visto cumplido.

En ese instante sonó su teléfono móvil. Era Eva.

—No puedo creerlo —dijo ella—. ¿Le diste una toalla a ese hombre?

—Supongo que eso fue lo que hice.

—¿Rocías la cara de un hombre con insecticida cuando te está atacando y luego le arrojas una toalla para que se seque los ojos? ¿Eso hizo que te sintieras mejor?

—Un poco. —Anotó el número de Eva en su libreta de notas al tiempo que lo recordaba. El número y «hotel Obermeier»—. ¿Cómo lo has sabido?

El otro extremo de la línea quedó brevemente en silencio antes de que Eva dijese:

—Lo más importante ahora es que debes marcharte de Tver.

—Aún no.

—Nikolai ha prometido no intervenir. No volverá a pasar.

—¿No intervenir conmigo o contigo?

—Contigo. Hasta las elecciones, al menos.

—¿Crees que ganará?

—Tiene que ganar.

—¿Por la gloria o por la inmunidad ante un procesamiento?

Una nueva pausa.

—Por favor, Arkady, vete a casa.

Eva colgó.

La inmunidad sería la capa de azúcar en el pastel de Isakov. El senador Isakov quedaría blindado. La ley protegía a los legisladores de ser arrestados por la comisión de cualquier delito, a menos que fuesen sorprendidos en la comisión de, digamos, un asesinato o una violación. En cuanto a casos antiguos como los de Kuznetsov, Ginsberg y Borodin, nadie revolvería las cenizas. Esos expedientes ya estaban cerrados y muy pronto caerían en el olvido.

El teléfono móvil volvió a sonar. Esperaba que fuese Eva, pero la pantalla le mostró que era Zhenya, la última persona con la que Arkady quería hablar en ese momento. No estaba de humor para hablar sobre ajedrez, y con el chico todo se relacionaba con el ajedrez, los libros de ajedrez o los torneos de ajedrez. De modo que dejó que el teléfono sonara. No quería ser el preparador de ajedrez o el padre o el tío de Zhenya. Con ser su amigo le bastaba. El teléfono continuó sonando. ¿Por qué se mostraba tan insistente? Era medianoche. Y siguió sonando hasta que Arkady se dio por vencido y contestó.

—¿Estás cerca del lago Brosno? —preguntó Zhenya en un susurro.

—No tengo ni idea.

—Averigua si estás o no cerca —insistió el muchacho.

—De acuerdo.

—Anoche pasaron un programa en la tele donde dijeron que el lago Brosno estaba cerca de Tver.

—Entonces supongo que debe de ser verdad —dijo Arkady—. ¿Qué pasa con ese lago?

—Ahí hay un monstruo como el que vive en el lago Ness, pero mejor. Tienen fotografías y todo el mundo lo ha visto.

—¿Qué es lo que lo hace mejor?

—El monstruo del lago Brosno sale del agua.

—Ah, eso…

—Durante la guerra salió del lago y atrapó un avión fascista en pleno vuelo.

—Es un monstruo patriótico, al parecer. —Stalin no sólo había enrolado a la Iglesia ortodoxa y a todos sus santos, pensó Arkady, sino también a los monstruos de la nación—. ¿Cómo es de grande?

—Como una casa —dijo Zhenya.

—¿Tiene patas?

—Nadie lo sabe. Los científicos llevarán allí equipos electrónicos en un barco y harán pruebas buscando anomalías.

—¿Anomalías?

Era una buena palabra.

—¿No sería increíble si el monstruo saliese del agua?

—¿Y devastara las zonas rurales sembrando el pánico entre la gente?

—Tendríamos que bombardearlo. Eso sería genial.

—Zhenya, sólo podemos tener fe.

Después de la llamada, Arkady estaba demasiado nervioso para dormir. Los tranvías habían dejado de funcionar. Dejó el coche en la estación y echó a andar hacia ninguna parte en particular. No tenía sentido registrarse en otro hotel; en Tver no había tantos, y Sarkisian podía alertarles en cuestión de minutos. La otra opción era conducir de regreso a Moscú.

La calle, como todas las calles en Tver, parecía desembocar en el río. El Volga recogía las aguas de dos afluentes más pequeños en el centro de la ciudad y, alimentado por ellos, se precipitaba contra el malecón en su prisa por desembocar en el lejano mar Caspio. No era extraño que fuese atraído hacia allí. El palacio, las estatuas, dos puentes iluminados, casi todo en Tver miraba hacia el río, rostros acogedores mirando un espejo plateado.

Había dos maneras de enfocar el problema: atacar a Isakov o perseguir a Eva. Ambas opciones eran atrevidas pero de maneras diferentes. Puesto que carecía de la evidencia o la autoridad para ir tras el detective de manera oficial, tendría que provocar a Isakov para que diese un paso en falso. Aunque también podía olvidarse de Isakov y la justicia y concentrarse en Eva. ¿Ella se había acostado con otro hombre? A la edad de Arkady, eso cada vez significaba menos. La gente tenía historias.

El podía conservar su dignidad o la de ella.

La elección era suya.