16

Zurin dio una fiesta de despedida para Arkady, una celebración tranquila en la oficina del fiscal, sólo cafés y pastas en compañía de otros investigadores. Todo lo que el personal sabía era que el investigador principal Renko había sido cesado en sus funciones. No degradado realmente, pero sin duda no lo habían ascendido. Le habían hecho a un lado. Reasignado.

—La elección de su puesto —dijo Zurin—. La elección de su puesto en alguna hermosa…

—Aldea remota —sugirió un gracioso.

El fiscal continuó:

—… hermosa ciudad histórica como Suzdal, un lugar tranquilo lejos de las tensiones de Moscú. Ha pasado sólo un mes desde que el investigador Renko recibió un disparo en cumplimiento del deber. Nadie ha estado más preocupado por su recuperación que yo. Hablo por toda la oficina cuando digo bien venido.

—Y adiós, según parece.

—Por ahora. Evaluaremos su estado de salud de forma periódica. Tengo entendido que se necesita un año para conseguir una recuperación total. Mientras tanto, manos más jóvenes tendrán su oportunidad en los remos y ganarán experiencia. Por supuesto, todos esperaremos su regreso. Ahora, lo más importante para usted es mantenerse ocupado, no estar ocioso.

Arkady miró los rostros del personal de la oficina, los servidores del tiempo que se movían a media velocidad, los exhaustos y amargados, las jóvenes promesas que imitaban la afabilidad de Zurin. Todos ellos ¿qué veían en él sino a un hombre pálido cuyo pelo negro estaba creciendo mezclado con hebras grises y una pequeña cicatriz amoratada en la frente? Lázaro recién regresado de entre los muertos y al que ya le señalaban la puerta de salida.

—¿Mi elección de nuevo destino?

—Eso ha sido acordado con el fiscal general.

—No creerá usted que debido a los avistamientos de Stalin alguien querría mantenerme alejado de los periodistas ¿verdad?

—En absoluto. Lo envidiamos. Nosotros tropezaremos con cadáveres a diario mientras usted estará de nuevo en contacto con la verdadera Rusia.

Arkady pensó en Suzdal mientras conducía. Suzdal, lugar de peregrinación de los autocares de vacaciones. Suzdal, a doscientos kilómetros de Moscú. Suzdal, el lugar perfecto para que un hombre herido se convirtiese en un ser rústico.

Mantuvo el acelerador pisado a fondo, creó un nuevo carril entre los dos legales, redujo la velocidad en Petrovka y luego se internó entre el tráfico que se dirigía al río. Como en el ajedrez, la posición lo era todo. Una caja de cartón que contenía evidencias sobrantes, efectos personales y una libreta de notas de espiral con una alegre cubierta de margaritas rebotaba en el asiento trasero del Zhiguli.

La nieve se había derretido en un clima que era extrañamente cálido, oscilando entre uno y otro extremo sin paradas intermedias. ¿Provocado por el calentamiento global? Eso no tenía importancia; la ciudad disfrutaba de su falsa primavera, de brisas suaves que desmenuzaban los narcisos y habían dejado al descubierto a Igor Borodin.

El cuerpo de Borodin había sido encontrado en una alcantarilla del parque Izmailovo, con una botella de vodka a su lado. Los forenses no encontraron ninguna señal de violencia. El contenido de su estómago coincidía con lo que había consumido después de su absolución por haber matado al repartidor de pizzas un mes antes. Su médico confirmó que Borodin sufría de depresión y ya había estado a punto de matarse en dos ocasiones bebiendo de manera exagerada. Esta vez, con tanto que celebrar, lo había conseguido. Parecía sólo conveniente que los detectives encargados del caso, Isakov y Urman, hubiesen servido en el OMON con el muerto.

Que Arkady supiese, nadie había establecido ninguna relación entre la fatal pelea doméstica de Kuznetsov y su esposa y el exceso de bebida que había ingerido Borodin. Todo lo que aparentemente tenían en común era el alcohol y el excelente equipo que componían Isakov y Urman, cuyo índice de éxitos en la resolución de casos era impresionante.

En un mercado al aire libre, Zhenya subió al coche con un puñado de CD y DVD piratas. Arkady esperaba que el chico no los hubiese robado; la mafia tenía reglas muy estrictas acerca de esa clase de cosas. Mientras se dirigían al club de ajedrez, Arkady trataba de mejorar sus facultades cognitivas. Un camión azul. Un póster rectangular. Un guardia de tráfico vestido de gris. Una cúpula dorada. Algo verde. Un ómnibus azul. Un sacerdote como un cono negro. Un diseño de cuadros color rojo oscuro y algo de ladrillos. Algo de rayas negro y algo más. Recordó que Elena Ilyichnina había dicho que las neuronas dañadas podían repararse a sí mismas, pero que las muertas nunca regresaban. De modo que ahora tenía un cerebro ligeramente recortado.

Encontraron a Platonov sentado en la escalera del sótano del club. Aunque habían pasado varias semanas desde su celebración de los quinientos dólares, el gran maestro seguía hecho un cascajo.

—Estoy orgulloso de haber desafiado la banalidad de una cuenta de ahorros, pero el libertinaje se ha puesto por las nubes. Debo decir que su amigo Victor me apoyó totalmente en mi decisión. La mayoría de los hombres habrían dicho: «Mi querido Ilya Sergeevich, aparte un poco de dinero para los tiempos difíciles». Pero Victor no. ¿Lo verá pronto?

—Esta misma tarde.

—Señor, hazlo sufrir. Mi hígado es frágil como un globo y tenía intención de hacer algunas mejoras en el club. Y no es que me esté quejando con alguien que, ya sabe, ¡bang!, en la cabeza…

En el interior del sótano, la misma ventana sucia dejaba pasar la misma luz mortecina. Un tubo fluorescente chirriaba sobre una docena de partidas tan avanzadas que los jugadores parecían sonámbulos. En las viejas vitrinas, ni un juego de ajedrez, reloj o capa de polvo parecía perturbado. Sin embargo, las cabezas se volvieron cuando Zhenya ocupó el tablero reservado tácitamente para el jugador más fuerte de la sala. Abrió la mochila y la bolsa de ante y olisqueó el aire como si estuviese buscando una presa.

—Si ese mierdecilla induce a algún miembro del club a jugar por dinero se enterará de que ningún miembro tiene un duro —dijo Platonov—. Todos son cuidadosamente examinados para que sean puros y pobres.

—Como si de un anticasino se tratara.

—Exactamente. Renko, no me cobrarán impuestos por los quinientos dólares, ¿verdad? El dinero se me escapó de las manos tan de prisa… Y no fue como si lo hubiera ganado honradamente. Zhenya me entregó la partida.

—¿Hasta dónde puede llegar?

—Es difícil decirlo. —Platonov bajó la voz—. Es como un niño que ha nacido con oído absoluto. Puede perderlo cuando cambie la voz. Es un chico de inteligencia corriente. Sus ídolos son los Boinas Negras, algo perfectamente normal para un muchacho de su edad. Pero cuando está frente al tablero de ajedrez se transforma. Donde los jugadores más inteligentes analizan una situación, Zhenya la ve. Es un pequeño Mozart que compone música tan de prisa como puede escribir porque ya la tiene completa en su cabeza.

—¿Algún Boina Negra en particular?

—Un tal capitán Isakov parece ser el héroe principal. ¿Sabía que dirigió a seis Boinas Negras contra un centenar de terroristas chechenos?

—¿Y usted cree eso?

—¿Por qué no? En Stalingrado teníamos francotiradores que mataron a montones de alemanes. Imagínese. Teníamos el Volga a nuestras espaldas. Stalin dijo: «¡Ni un paso atrás!». Un paso atrás y habríamos estado con el agua al cuello. Bien, ¿cómo va su recuperación? Tiene buen aspecto, teniendo en cuenta lo que ha tenido que pasar… ¿Es usted mismo?

—¿Cómo voy a saberlo?

Arkady bebía agua mineral y Victor una cerveza en la terraza de un café, bajo un árbol sin hojas del bulevar Ring. Los árabes caminaban en la dirección de sus embajadas. Los bebés paseaban en sus cochecitos. Victor leyó las notas que Arkady había apuntado en su cuaderno y, cuando hubo terminado, llamó al camarero.

—Éste no es un cuaderno de notas tamaño cerveza; esto necesita de un vodka. Para empezar, Arkady, ¿te has vuelto loco? ¿Quizá sea una consecuencia del disparo en la cabeza?

—Estas notas sólo tienen el propósito de refrescarme la memoria acerca de algunos casos.

—No. Estas notas incluyen casos que nunca fueron tuyos. Kuznetsov atravesado con una cuchilla, su esposa asfixiada con su propia lengua, el periodista Ginsberg atropellado por una máquina quitanieve y Borodin borracho. Estos casos fueron resueltos por los detectives Isakov y Urman como una pelea doméstica, un resbalón en el hielo, los peligros de beber solo y no compartir la bebida. Pero tú insinúas asesinato.

—Sólo sugiero que no fueron investigados correctamente.

—¿Viste a Ginsberg cuando lo atropellaban?

—No.

—¿Había alguna evidencia de juego sucio en el caso de Borodin?

—No.

—¿Qué relación tienen con los Kuznetsov?

—Isakov y Urman.

—¿Te has percatado de la circularidad de tu argumento?

—Esas notas son sólo para mí.

—Será mejor que sea así, porque si Isakov y Urman llegan a enterarse, encontrarán tu cadáver pero no la libreta. Me siento mal: yo te involucré con Zoya Filotova matando y despellejando a su esposo. Eso nos explotará en las narices.

—Las notas no están bien organizadas.

—Bueno, pues has metido a todo el mundo en ellas.

—Intenté darle a cada uno su propia página y una lista de hechos y hechos afines. Isakov y Urman para empezar. Luego el equipo de filmación del vídeo de los Patriotas Rusos (Zelensky, Petya y Bora), cada uno tiene una página.

—Hoy están haciendo campaña en Tver. —Victor hizo una pausa cuando el camarero le llevó un vaso de vodka; luego comenzó a pasar las páginas de la libreta—. Hay una página para Tanya.

—Es la novia de Urman y sabe cómo usar un garrote. Tiene algunos puntos de bonificación por tocar el arpa.

—Aquí está también el padre de Zhenya, Osip Lysenko. ¿Qué coño tiene que ver él con todo esto?

—Cualquiera que me dispare obtiene automáticamente una página.

—Si sigues con esto, volverán a dispararte. ¿Quién sabe? Tal vez Isakov y Urman sean quienes encuentren tu cadáver. Pensé que tenías un billete para largarte de la ciudad.

—Eso dicen.

Victor volvió otra página.

—El resto de las notas son una locura: flechas, diagramas, referencias cruzadas…

—Conexiones. Algunas son sólo superficiales.

—Me preocupas, Arkady. Creo que te estás destruyendo.

—Quería que fuese completo.

—¿Sí? ¿Sabes qué nombre no he visto por ninguna parte? Eva. La doctora Eva Kazka. Creo que ella se merece también una página, ¿no?

Arkady se sorprendió por la omisión. Escribió el nombre de Eva en una nueva página y se preguntó qué otra cosa acerca de ella habría pasado por alto.

—Creo que ahora lo tienes todo —dijo Victor.

Arkady vio pasar un autobús que anunciaba una excursión de un día a Suzdal: «Conozca el alma de Rusia». El viaje incluía el almuerzo.

—Hay un número… —dijo.

—¿Qué número? —preguntó Victor.

—No recuerdo el tiroteo y tengo algunas otras lagunas, de modo que he estado trabajando en números telefónicos, direcciones, nombres… ¿Qué significa para ti treinta y tres, treinta y uno, treinta y tres?

—¿Hablas en serio? No significa nada.

—¿Qué podría significar?

Victor bebió un pequeño trago de vodka, como un carnicero que humedece su cuchilla.

—No es un número de teléfono; eso serían siete dígitos. Quizá sea la combinación de un candado o una caja fuerte. Derecha dos veces treinta y tres, izquierda treinta y uno, derecha treinta y tres, girar la manija y abrir, sólo…

—Sólo que no sé de quién es la caja fuerte o dónde se encuentra.

—Visualiza el número. ¿Está escrito a máquina? ¿A mano? ¿Quién lo escribió, tú u otra persona? ¿Es letra de hombre o de mujer? ¿Sobre qué fue escrito originalmente el número? ¿Una servilleta de papel o el posavasos de un bar? ¿Es el número de una matrícula? ¿El número ganador de la lotería? ¿Cómo puedes recordar y no recordar al mismo tiempo?

—Elena Ilyichnina dice que recuperaré pequeños retazos de memoria. Tengo que irme.

Arkady pagó la bebida de Victor, el precio de su experiencia.

—¿Crees que bebo demasiado? Sé honesto conmigo.

—Un poco.

—Podría ser peor. —Victor miró a ambos lados—. ¿Elena Ilyichnina dijo algo sobre mí?

—No.

—¿Me reconoció?

—¿Por qué iba a reconocerte?

Victor se apartó el pelo de las sienes y reveló una pequeña cicatriz a cada lado.

—Nunca dejas de asombrarme —dijo Arkady—. ¿Tú también?

—Un poco diferente. Tuve un pequeño problema de adicción a las drogas hace unos diez años, de modo que me taladraron el cerebro.

—¿Taladraron?

—Con anestesia local. Hablaba con el médico mientras me sacaba un poco de tejido cerebral de cada hemisferio. Un trocito. El procedimiento fue un maravilloso ejemplo del ingenio ruso. Hoy es un procedimiento ilegal porque Elena Ilyichnina lo entregó a la policía, pero conmigo funcionó. He estado limpio de drogas desde entonces.

—Felicidades. ¿Y la bebida?

Victor volvió a acomodarse el pelo.

—Llena el vacío. Me completa. Es como mi barniz. Todo el mundo tiene un barniz, Arkady, incluso tú. Todo el mundo ve a un hombre pacífico. En ti no hay nada que sea siquiera remotamente pacífico. Tú y yo empezamos investigando a dos detectives, y ahora vas tras los Boinas Negras.

—Algo pasó en Chechenia.

—Cosas realmente horribles, sin duda; es la guerra. Pero ¿por qué unos héroes como Isakov y Urman regresan a Moscú y matan a sus amigos y antiguos camaradas de armas? ¿Sabes lo que significa esta libreta de notas? Una expresión de deseos. Pregúntate qué es lo que estás buscando, ¿Isakov o Eva? Hablo como el hombre que mató al hombre que te disparó. ¿Qué te hace pensar que Eva es desgraciada con él? —Cuando Arkady no contestó, Victor esbozó una media sonrisa—. Mierda, olvídate de todo esto. Estoy divagando. Estoy borracho.

—A mí me pareces sobrio. Piensa en treinta y tres, treinta y uno, treinta y tres. Sólo me pregunto por qué mi cerebro eligió fijarse en ese número.

—Tal vez en este punto tu cerebro odia tus agallas.

Tras el deshielo, un camión de mudanzas había trasladado finalmente los muebles y los bienes terrenales de Arkady, incluido un catre, aunque Zhenya mantenía su independencia durmiendo en el sofá con la mochila preparada para una partida instantánea. Aún mostraba el sello de una temprana malnutrición, pero había empezado a levantar pesas y a desarrollar músculos duros y pequeños como nudos en una cuerda.

Zhenya acababa rápidamente sus tareas escolares para poder encender el televisor y ver los programas de un canal nostálgico que exhibía documentales granulados sobre la guerra, el sitio de Leningrado, la defensa de Moscú, la carnicería y el valor de los defensores de Stalingrado, rebautizada como Volgogrado pero para siempre Stalingrado. Además, películas bélicas sobre pilotos, tripulaciones de tanques y fusileros que compartían fotografías de madres, esposas e hijos antes de atacar un nido de ametralladoras, pilotar un avión en llamas o arrastrarse con un cóctel molotov hacia un tanque enemigo.

—Lo siento —dijo Zhenya.

Arkady se sobresaltó ligeramente. Estaba garrapateando en su cuaderno de notas en el escritorio y no había oído acercarse al chico.

—Gracias. Lamento lo de tu padre.

—¿Tú lo viste?

—No, en realidad no.

—¿No lo recuerdas? —preguntó Zhenya.

—No.

El muchacho asintió, como si ésa fuese una buena opción.

—¿Recuerdas haber ido al parque Gorki?

—Por supuesto.

—¿Recuerdas el ferry?

—Sí. Tu padre lo manejaba.

Osip Lysenko había dado con la situación perfecta para traficar con drogas: jóvenes que pagaban en metálico por un viaje de cinco minutos en la intimidad de una barca al aire libre. Era un milagro que nadie hubiera intentado volar desde lo alto de la rueda del ferry.

—Él nunca estaba allí —dijo Zhenya.

«Gracias a Dios», pensó Arkady. Cada uno de ellos había acudido al parque con una suposición falsa. Arkady pensó que el chico buscaba a un padre desaparecido, y este último pensó que el investigador llevaba una arma.

Un minuto era habitualmente el tiempo límite de diálogo con Zhenya, pero en esa ocasión resistió con éxito y se animó.

—El invierno es una mierda.

—Sin duda puede serlo —convino Arkady.

—En el patio de maniobras de la estación puedes morir congelado. Esnifar cola durante el día y quedarte azul por la noche. Es entonces cuando vas al hogar infantil.

—Como pasar el invierno en Crimea.

—El problema es que, si aparece algún padre, te entregan a él, incluso a mi padre. Él decía que la ley estaba de su parte, que nunca conseguiría escaparme.

—¿Tú lo viste aquí?

—Justo al otro lado de la calle. Estaba con una cuadrilla rellenando un socavón.

—Sólo fue mala suerte.

—Estaba nevando. No lo vi cuando salí del edificio y pasé junto a él. Una ráfaga de viento me echó la capucha hacia atrás y él pronunció mi nombre. Dijo: «¿Sigues jugando al ajedrez?». Luego vio mi bolso con los libros y me preguntó: «¿Tienes el juego de ajedrez contigo?».

—¿Lo tenías? —preguntó Arkady.

Zhenya asintió.

—Entonces me dijo que se lo diese para que lo guardase y que lo retomaríamos donde lo habíamos dejado. «Socios otra vez», dijo. Fue entonces cuando eché a correr. Él llevaba botas de goma, pero resbaló en el hielo y cayó al suelo. Comenzó a gritar. Dijo: «¡Te partiré el cuello como a un pollo! ¡El juez te entregará a mí y te partiré el cuello como a un pollo!». Seguí oyendo sus gritos incluso varias manzanas más allá.

—¿Adónde fuiste?

—Adonde trabaja Eva. Me dijo que me mantuviese alejado del apartamento.

—Eso tiene sentido.

—Y que no te dijera nada porque el asunto acabaría mal. Ella conocía a gente que podía arreglar las cosas de manera que nadie saliera lastimado.

—Ésa es una habilidad especial. ¿A quién tenía Eva en mente?

—No lo sé.

Arkady dejó pasar la mentira. Zhenya ya se había desahogado bastante.

—Eva tenía razón —reconoció el investigador—. No acabó bien.

Y las cosas no estaban mejorando. No recordaba haber escrito 33-31-33. Tal vez fuese un número imaginario y su libreta de notas fuese una ficción creada para mancillar a un hombre mejor. Consideró los extremos a los que había llegado, arrojando sospechas sobre la investigación del caso Kuznetsov y, sin disponer de ninguna prueba, tratando de relacionar a Isakov con la solitaria muerte de Borodin en el bosque.

Incluso borracho, Victor lo había descubierto. Eva lo había abandonado. ¿Qué le hacía pensar que ella no era feliz?

La Gran Guerra Patriótica hizo una pausa para el telediario de la noche. Cinco minutos más tarde, Arkady vio que estaban cubriendo una manifestación de los Patriotas Rusos en Tver. Nikolai Isakov estaba en la primera fila, ayudando a sostener una bandera en la que se leía «¡Recuperemos el orgullo ruso!». Junto a Isakov, Marat Urman examinaba continuamente a la multitud y, en la segunda fila, se veía a Eva, con su rostro afilado y exótico entre el mar de caras redondas.

A través de un megáfono, Isakov anunció: «Yo fui un crío en Tver, serví en el OMON de Tver y representaré fielmente a Tver en los más altos niveles del gobierno».

El día era lo bastante cálido como para que muchos de los asistentes llevasen camisetas de los Patriotas, haciendo que los dos norteamericanos, Wiley y Pacheco, resultaran más llamativos con sus parkas. Cuando Arkady incluyó sendas páginas para los dos asesores políticos en su libreta de notas recordó el desayuno en el hotel Metropol, los ojos cerrados de la arpista y el número de teléfono del hotel garabateado con bolígrafo en el interior de la caja de cerillas.

Renko fue hasta el armario y revolvió dentro de la caja de cartón que había traído de su oficina hasta encontrar los fósforos que le había quitado a Petya, el cámara para todo de Zelensky. «Tahití, club para caballeros» estaba impreso en letras rojas contra un fondo de plástico rosa. El número del Metropol estaba anotado a mano en el interior de la pestaña. No había ningún número de teléfono correspondiente al club, pero cuando la caja se calentó entre sus dedos, en el frente apareció la marca de una mano abierta y la parte posterior reveló el número de teléfono: 33-31-33. Como un anillo detector de estados de ánimo. Un dígito menos que Moscú. No tenía ningún recuerdo consciente de haber visto ese número antes; su mente, al parecer, sí lo había registrado. El prefijo de Tver era 822.

Llamó con su teléfono móvil. El teléfono sonó diez veces antes de que una voz gruesa contestara:

—Tahití.

En segundo plano, Arkady oyó música, risas, discusiones, el ruido sociable de las copas.

—¿En Tver?

—¿Es una broma?

Con la esperanza de tener suerte, Arkady preguntó:

—¿Está Tanya ahí?

—¿Qué Tanya?

—¿La que toca el arpa?

—Vendrá más tarde.

—¿Su nariz ya está mejor?

—La gente no viene aquí a mirar su nariz.

Arkady colgó. Se sirvió un poco de vodka y encendió un cigarrillo. Empezaba a sentirse él otra vez. Zhenya miraba de nuevo la guerra en la tele. Los nazis estaban en retirada. Sus camiones y furgones de municiones se atascaban en el barro. Caballos muertos y tanques quemados flanqueaban la carretera. Arkady volvió a coger el teléfono móvil y marcó un número de Moscú.

—¿Sí?

—Fiscal Zurin.

—¿Es usted, Renko? Maldita sea, esta línea es sólo para las emergencias. ¿No puede esperar?

—He tomado una decisión con respecto a mi futuro destino y quiero trasladarme allí cuanto antes. No estar ocioso, como usted dice.

Zurin se serenó.

—Oh. Bien, ésa es la actitud correcta. Suzdal. Lo envidio. Es un lugar muy pintoresco. ¿O quizá ha pensado en algún lugar más tranquilo? ¿Cuál sería?

—Tver.

Se produjo una larga pausa. Los dos hombres sabían que si, en su larga relación profesional, el fiscal hubiese podido encontrar cualquier excusa para enviar a Arkady a Tver, la hubiese aprovechado. Ahora que Arkady se presentaba voluntariamente para el abismo, Zurin contuvo audiblemente el aliento.

—¿Habla usted en serio?

—Tver es mi elección.

Isakov era de Tver. Los Boinas Negras que habían intervenido en la batalla del puente Sunzha eran todos de Tver. Tanya era de Tver. ¿Cómo podía ir a otra parte?, se preguntó Arkady.

—¿Qué está tramando, Renko? Nadie elige ir a Tver. ¿Está siguiendo algún caso?

—¿Cómo iba a hacer eso? Usted no me ha asignado ninguno.

—Es verdad. Muy bien, que sea Tver, entonces. No me cuente las razones. Sólo despídase de Moscú.

En la pantalla del televisor, un victorioso Ejército Rojo llevaba los estandartes nazis invertidos y aclamaban al hombre junto a la tumba de Lenin.

Sintiéndose pletórico, Arkady añadió el nombre de Stalin a su libreta de notas para completar el cuadro.