15

La almohada en forma de anillo que protegía la incisión en la parte posterior de la cabeza de Arkady sólo permitía una posición. Dentro de ese restringido campo visual apareció Elena Ilyichnina.

—Tengo entendido, por las enfermeras, que ha estado preguntando sobre la posibilidad de marcharse a casa. Después de todo, sólo han pasado cuatro días desde que lo operamos, cuatro días desde que llegó aquí medio estrangulado y con una bala en la cabeza. Todavía no puede regresar a la rutina cotidiana.

—Quiero un espejo —susurró Arkady.

—Todavía no. Cuando pueda andar encontrará un espejo en el lavabo de caballeros.

—Póngame en una silla de ruedas y lléveme hasta allí.

—Está conectado por todas partes.

—¿Lleva un espejo consigo?

—No cuando hago mis rondas. ¿Ha dormido bien? —preguntó ella.

Arkady mencionó unos golpecitos que había oído por la noche, unos golpes irregulares que parecían surgir de un lado de su cama y luego del otro. La médica dijo que el ruido estaba en su cabeza, y él no tuvo más remedio que admitirlo; ella debía de saberlo.

—Necesito un teléfono.

—Más tarde. Tal como está su garganta, no quiero que hable demasiado o que convierta esto en una oficina.

—Me gustaría tener un espejo.

—Mañana.

—Eso mismo me dijo ayer.

—Mañana.

Ejercitó su memoria leyendo una página de una revista, Men’s Health o Russian Baby, la que estuviese disponible; luego esperaba cinco minutos y comprobaba el recuerdo, cuando recordaba hacerlo. O recordando números de teléfono y asociándolos a nombres. Los números más viejos aparecieron en primer plano, volviendo a establecer su precedencia: pasaporte, servicio en el ejército, números de teléfono para rostros que no había visto desde hacía años. Los números más recientes, como el del teléfono móvil de Eva, eran apenas jirones de niebla.

El tiempo iba consumiendo la tarde. Las motas de polvo se elevaban y descendían en una circulación regular.

El hombre que ocupaba la cama de enfrente murió. Su vecino, a quien le habían practicado una traqueotomía, pulsó con urgencia el botón de llamada. Un poco más allá —Arkady los veía por el rabillo del ojo—, los médicos hacían sus rondas, siempre preguntando por el hígado; el cuidado del hígado era primordial en la tierra del vodka.

Siguió luchando con su memoria. Algunos números de teléfono surgían completos, algunos en parte: 33-31-33, por ejemplo, ¿era parte de un número de teléfono o la combinación completa de una caja fuerte?

¿El teléfono de quién?

¿La caja fuerte de quién?

—Hemos comprobado la incisión y el recuento de glóbulos blancos y decidido que no presenta ninguna infección y su recuperación es excelente. ¿Quiere arriesgar todo eso por un paseo?

—Necesito un paseo, Elena Ilyichnina. Un poco de ejercicio.

—Nunca le hubiese tomado por un fanático del ejercicio físico. Permítame que le hable un poco del ejercicio. Estamos preocupados por su equilibrio y, Dios no lo permita, una caída sería fatal. De modo que su primer «paseo», cuando le quitemos el gota a gota, será en una silla de ruedas. Luego un paseo por el interior del hospital acompañado de alguien preparado para cogerlo si tropieza. Posteriormente, caminatas cortas en su vecindario con amigos.

—¿Y después?

—Manténgase alejado del metro, no conduzca, no beba, trate de que no lo estrangulen y no se golpee en la cabeza. Tal vez debería considerar la posibilidad de cambiar de trabajo. Para alguien en su condición no se me ocurre un trabajo peor. El problema es que usted no sabe quién es. Encontrará lagunas y cambios inesperados en diferentes facultades. Cambios de humor. Cambios en su sentido del olfato o el gusto. Limitaciones en la resolución de problemas. Aún no sabe lo que no tiene. La bala envió una onda de choque a través del cerebro. Debe permitir que eso se corrija.

—Si apenas lo utilizaré…

Elena Ilyichnina no parecía en absoluto impresionada.

—¿Le he preguntado por la depresión?

—No. ¿Acaso las cosas no están ya bastante mal?

—¿Hay algún antecedente de depresión en su familia?

—Lo normal.

—¿Algún suicidio?

—Lo habitual.

—Su actitud tiene mucho que ver en su recuperación.

—Me recuperaré si nadie más me dispara, no se preocupe.

Al caer la noche, la sala se sumía en un adormecimiento narcótico. Las enfermeras de guardia se frotaban los ojos y revisaban el papeleo. El sonido del microondas anunciaba que algo estaba caliente.

Arkady se levantó tan lentamente como un submarinista de aguas profundas que sale a la superficie. La cama apenas giraba, y cuando consiguió controlar la náusea se deslizó hasta quedar de pie en el suelo, tras lo cual depositó la almohada en forma de anillo sobre la cama y dejó que su cabeza se acostumbrara a la altura. Se quitó la sonda del brazo y, excepto por unas pocas gotas, contuvo la sangre con el pulgar. Para no hacer ruido decidió prescindir de las pantuflas, aunque deslizaba los pies descalzos tanto como caminaba. La distancia que lo separaba del baño era un vacío infinito. Le temblaban las piernas. ¿Quién habría imaginado que permanecer erguido supusiera una hazaña semejante?

Para cuando hubo llegado a la puerta del lavabo, el tejido de papel de su bata de hospital se había adherido al sudor de su cuerpo. Al principio Arkady temió que pudiese encenderse una luz automáticamente cuando abriese la puerta, y luego temió la oscuridad total cuando cerró tras de sí. Tanteó la pared con ambas manos hasta encontrar un interruptor.

En el baño había un retrete, un lavamanos y un espejo. Orinó, y cuando ya estaba saliendo vio a una criatura con el cráneo rasurado de color azul y un anillo violeta alrededor del cuello. Arkady se volvió lo suficiente para exhibir la punta de una sutura negra, y el payaso del espejo mostró exactamente lo mismo. Juntos, Arkady y el payaso se quitaron los vendajes que les cubrían la frente para revelar una línea de suturas.

Acto seguido se alejó tambaleándose a través de la puerta, una mano apoyada en la pared del pasillo para mantener el equilibrio. Recorrió algunos metros antes de darse cuenta de que se había equivocado de dirección, de que no estaba en la misma sala de antes, sino en una zona completamente diferente del hospital. Ni siquiera estaba seguro de la dirección que había tomado para ir hasta allí.

¿Qué opciones tenía? Izquierda, derecha o quedarse donde estaba con una bata de papel durante el resto de la noche hasta que hubiese luz suficiente para encontrar el camino de regreso a su cama. ¿Ninguna enfermera repararía hasta entonces en que su cama estaba vacía? Si eso era lo mejor que su cerebro podía hacer, menuda decepción.

Aguzó el oído para tratar de captar el sonido de un ascensor; el vano de los ascensores estaba siempre iluminado, y señalaba direcciones. O de un piso que alguien estuviera fregando; el encargado de la limpieza podía ser una alma caritativa que le señalara el camino. En cambio, oyó unos ligeros golpes, el sonido que había estado deslizándose dentro y fuera de su conciencia durante la mayor parte de la semana.

Arkady siguió el sonido a lo largo de dos puertas más. El pomo giró con facilidad y se abrió a una habitación donde había una mesa de exploración, un lavamanos y varios dibujos del aparato digestivo. Zhenya estaba en el suelo, sentado sobre un montón de mantas del hospital, jugando una partida de ajedrez en un tablero de plástico informatizado a la luz de una lámpara de mesa que había colocado en el suelo. Alzó la vista hacia Arkady. Otro chico hubiese gritado al verlo.

—Adelante. —Arkady se acomodó en una silla de ruedas—. Acaba. Tengo que sentarme.

Zhenya, que llevaba las piezas negras, volvió a concentrarse en el juego, que ya estaba tocando a su fin. Las blancas tenían más piezas pero estaban diseminadas sobre el tablero, mientras que el caballo de Zhenya acosaba implacablemente al rey blanco. Zhenya terminó con una torre clavada, un peón utilizado como señuelo y una serie de rápidos jaques, cada uno de los movimientos acompañados del sonido simulado de un reloj, clic, clic, clic, clic, clic, clic. Mate.

El rostro del chico quedó entonces en suspenso sobre la pequeña charca de luz que proyectaba la lámpara. Sus ojos eran grandes y estaban iluminados desde abajo. Aún llevaba puesto el anorak.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Arkady.

—De visita.

—¿Por la noche?

—También podría quedarme. Es fácil: sólo tengo que ir de una sala de espera a otra. Tienen máquinas de Coca-Cola.

Ése era todo un discurso viniendo de Zhenya.

—La próxima vez ven a verme durante las horas de visita, cuando estoy despierto.

—¿Estás enfadado?

—A causa de… —Arkady se señaló el desastre general que era su cabeza—. No contigo.

—Huí. Mi padre te disparó y yo huí.

—No pasa nada, yo lo hice peor.

La mirada de Arkady se desvió hacia un teléfono. Cuando levantó el auricular oyó el tono de marcado.

—¿A quién llamas? —preguntó Zhenya—. Es muy tarde.

—No sólo es tarde; es la hora en que los hombres con la cabeza como una berenjena salen a la calle. —Arkady marcó 33-31-33, esperó y colgó. Estaba agotado.

—Como Baba Yaga.

—¿La bruja que se comía a los niños pequeños? Así es.

—Como mi padre.

Baba Yaga vivía en el bosque, en una casa que se sostenía sobre patas de pollo en un predio rodeado de una valla hecha de huesos humanos. Zhenya no solía decir nada, y Arkady inventaba aventuras acerca de los chicos que conseguían escapar de la bruja.

—¿Qué quieres decir? Todos los fines de semana solíamos salir a buscar a tu padre.

Zhenya no dijo nada.

La rutina muda. El muchacho era un verdadero artista en eso; podía pasar una semana antes de que pronunciara otra palabra.

—Tu padre trató de matarme, y también te habría matado a ti, pero querías que saliésemos a buscarlo cada fin de semana. ¿Por qué?

El chico se encogió de hombros.

—¿Estabas al corriente de lo que él pensaba hacer?

Zhenya dejó caer las piezas de ajedrez dentro de una bolsa de ante según su valor y empezando por los peones negros, otro de sus rituales. Arkady recordaba cómo, en el parque Gorky, un Zhenya más pequeño daba cuatro vueltas mágicas alrededor de la fuente.

—Cuidas muy bien tus piezas.

Zhenya metió la torre en la bolsa.

—Es como si estuviesen vivas, ¿verdad? —dijo Arkady—. No sólo juegas con ellas, sino que las estás ayudando. Y no eres tú sólo el que piensa; ellas también lo hacen. Son tus amigas. —Los ojos de Zhenya lo miraron súbitamente, aunque Arkady simplemente estaba usando la clave que el chico le había dado—. ¿Has dicho que tu padre era Baba Yaga? ¿Es contra él contra quién luchan tus amigas?

Eran las dos de la mañana según el reloj digital que Zhenya llevaba en su delgada muñeca. Una hora suspendida en la oscuridad.

—No están vivas —repuso— son de plástico.

Arkady esperó.

—Pero yo cuido de ellas —añadió Zhenya.

—¿Cómo lo haces?

—No perdiendo.

—¿Qué ocurría si perdías?

—Me quedaba sin cenar.

—¿Y eso sucedía a menudo?

—Al principio.

—¿Él era muy bueno?

—Más o menos.

—¿Qué edad tenías cuando lo derrotaste de verdad?

—Nueve. Dijo que estaba orgulloso. Rompí un plato y me azotó con un cinturón. Dijo que era por el plato, pero yo sabía que no.

Zhenya se permitió esbozar una sonrisa.

—¿Dónde estaba tu madre?

La sonrisa desapareció.

—No lo sé.

—Tengo entendido que a tu padre le gustaba viajar en tren. Debía de estar ausente mucho tiempo.

—Nos llevaba con él.

—¿Jugabas al ajedrez en el tren?

No hubo respuesta.

—¿Jugabas al ajedrez con los otros pasajeros?

—Mi padre quería que les bajara los humos. Eso era lo que siempre decía, que les bajase los humos.

—¿Alguien preguntó alguna vez por qué no estabas en la escuela?

—¿En un tren? No.

—¿O por qué no tenías color en las mejillas?

—No.

—¿Perdiste alguna vez?

—Un par de ellas.

—¿Qué hacía tu padre?

No hubo respuesta.

—Finalmente unos trabajadores de las minas de oro os reconocieron.

—Le dieron una paliza a mi padre y lanzaron mi juego de ajedrez bajo las ruedas.

—¿De un tren?

—Sí.

—¿Tu padre recuperó el juego?

—Me envió a mí a buscarlo. Yo me habría largado de todos modos.

—¿O sea que pasaste un año de Moscú a Vladivostok jugando al ajedrez en el compartimento de un tren? ¿Un año entero de tu vida?

Zhenya apartó la mirada.

—¿Tu padre y tú hicisteis vacaciones alguna vez, fuisteis a la playa, corristeis sobre la hierba? —preguntó Arkady.

Zhenya no dijo nada, como si esa clase de infancia no fuese más que una fantasía. Pero el investigador sintió que le faltaba algún dato.

—Cuando te he preguntado acerca de los viajes que hacía tu padre, me has dicho: «Nos llevaba con él». ¿A quién más, aparte de ti?

Zhenya no dijo nada y se mantuvo imperturbable.

—¿Era tu madre?

El chico negó con la cabeza.

—¿Quién?

Zhenya se mantuvo en silencio pero sus ojos mostraron una señal de alarma cuando Arkady sacó el rey blanco de la bolsa de ante. Hizo girar la pequeña pieza entre sus dedos y la ocultó dentro del puño, abrió la mano y dejó que el muchacho la recuperase.

—Dora.

—¿Quién era Dora?

—Mi hermana pequeña. Ella no era buena jugando al ajedrez. Lo intentaba pero perdía.

—¿Y qué pasaba?

—Se quedaba sin su cena.

La claridad descendió sobre Arkady, y la claridad era aplastante. Durante un año entero había pensado que estaba ayudando a Zhenya a buscar a un padre cariñoso cuando, en realidad, Zhenya había estado acechando a un monstruo durante todo ese tiempo.

—O sea, que todas las veces que buscamos a tu padre, ¿para qué querías que te acompañase?

—Para matarlo.

Arkady debía replantearse muchas cosas.