Arkady se encontraba en una sala con ocho camas, cada una de ellas con una cortina que confería cierta intimidad a los pacientes, una mesilla de noche sin luz y un botón de llamada que estaba desconectado. Por otra parte, Elena Ilyichnina pasaba a verlo todas las mañanas para seguir la evolución de sus incisiones. Era una mujer corpulenta con unos hermosos ojos, y con su bata de laboratorio y su toca alta y blanca parecía un maestro panadero.
—No hable. Su tráquea aún está lastimada. Asienta con la cabeza o escriba en un cuaderno. ¿Le están dando suficiente agua? ¿Caldo de pollo? Bien. —La mujer sonrió dulcemente, pero Arkady la había visto aterrorizar al personal de enfermeras con amenazas de lo que les haría si algún paciente suyo quedaba desatendido—. Está recuperándose muy bien.
Él se señaló la frente.
—Tiene un pequeño agujero en la cabeza. Pero no se preocupe: dentro de tres meses nadie se dará cuenta. En la parte de atrás tiene unos agujeros mucho mayores, puede creerme. También tiene un poco de titanio. Cuando vuelva a crecerle el pelo, nadie lo notará. Mire el lado positivo: no ha habido muerte cerebral, y como el trauma fue provocado por una bala, no por un tumor, la recuperación debería ser completa.
Arkady escribió «jaqueca».
—Dos días después de una cirugía cerebral, ¿qué quiere? Ya se le pasará. Mientras tanto, no se incorpore demasiado de prisa. Existe el riesgo de apoplejía, aunque en su caso es muy pequeño. Le daremos algo para el dolor. Ahora lo más importante es no estornudar. Entonces sí sabría lo que es una jaqueca.
Arkady escribió «espejo».
—No, no es una buena idea —dijo ella.
Arkady subrayó «espejo».
—Usted no es una princesa ni esto es un cuento de hadas. ¿Cómo se lo digo amablemente? Es un hombre sin pelo con un agujero en la cabeza y una contusión negra alrededor del cuello. No le gustará lo que vea. Conozco a los de su clase. Usted es el investigador dedicado que vuelve directamente al trabajo. Las balas rebotan en usted. —Alzó una caja de pañuelos de papel—. ¿Qué forma tiene esto? Escríbalo.
Arkady se quedó en blanco.
—Es cuadrada —dijo ella.
Elena Ilyichnina dejó la caja de pañuelos y sacó una naranja del bolsillo de su bata de laboratorio.
—¿Qué forma tiene esto?
El objeto le resultaba familiar, pero no podía ponerle un nombre.
—¿De qué color es? —preguntó.
Tenía la palabra en la punta de la lengua.
—El área del cerebro donde impactó la bala se encarga de los procesos relacionados con la información visual, es decir, las formas y los colores. Si sus neuronas sólo han quedado dañadas pueden volver a repararse a sí mismas de forma gradual.
Arkady miró al paciente que ocupaba la cama situada junto a la suya, la víctima de un accidente con la pierna levantada. Tenía una escayola de alguna forma y bebía un zumo de algún color a través de algo. Las palabras estaban allí, detrás de un cristal.
—¿Qué es lo último que recuerda?
Arkady escribió «ir al casino».
—¿No tiene ningún recuerdo del hombre que le disparó?
Negó con la cabeza. Recordaba que había llegado al casino y había subido a la furgoneta de la televisión con… ¿Quién era? ¿Qué clase de cerebro era ése? Empezó a levantarse de la cama pero el mareo y una intensa sensación de náusea se lo impidieron. Elena Ilyichnina lo cogió y lo ayudó a recostarse nuevamente sobre la almohada.
—Eso ha sido demasiado ambicioso. Hay un problema. La bala también afectó el cerebelo, que es el encargado de controlar el equilibrio. No tenía idea de la clase de paciente difícil que puede ser. Ha sobrevivido a una bala en la cabeza y piensa que es el mismo hombre que era antes. —Alzó la naranja—. ¿Qué forma he dicho que tenía esto?
La palabra no acudió a la mente de Arkady.
—¿Qué color he dicho?
La respuesta era una niebla espesa.
—Por cierto, cuando estaba sentada con usted y su amigo Victor en cuidados intensivos, se abrieron las puertas del ascensor y tuve la clara impresión de que alguien entraba en la UCI. No oí pasos; simplemente tuve la sensación de que estaban en la puerta y luego se marchaban. Debieron de ver a Victor. Él estaba borracho e inconsciente, pero supongo que no se percataron de ello.
Eso solía suceder con Victor, pensó Arkady.
Arkady escribió «volver al trabajo».
Ella apoyó la naranja sobre su pecho.
—Practique.
—¿Te dijo algo Elena Ilyichnina acerca de la otra noche? —quiso saber Victor—. Yo era como el Cid Campeador, muerto, atado a mi silla de montar, cabalgando para enfrentarme a los moros por última vez.
Arkady escribió «¿Borracho?».
—Sí. Pero dio resultado. Quienquiera que fuese se largó.
«Hombre muerto», escribió Arkady. Se refería al hombre que le había disparado.
—El agresor del casino era Osip Igorivich Lysenko, recién salido de la prisión tras dieciocho meses por tráfico de metanfetamina. Su primer empleo fue la reparación del pavimento de las calles. Trabajó por toda la ciudad. Interrogué a las mujeres de su cuadrilla. Dijeron que estaban arreglando un bache en tu manzana cuando Lysenko comenzó a actuar de un modo extraño, como si estuviese a cargo del grupo. Para empezar, era un tío muy raro. Fui al lugar donde vivía, un inmundo nido de ratas con un montón de basura y pilas de libros de ajedrez de Kasparov, Karpov, Fischer…, todos los campeones. Había hecho anotaciones en todos los libros con los mejores movimientos. O, al menos, eso era lo que él pensaba. Sin embargo, era un adicto a las anfetaminas, de modo que podría haber pensado un montón de cosas.
»Zhenya», escribió Arkady.
—Había una fotografía de los dos jugando una partida de ajedrez, ¿qué si no? Ésa era la estafa familiar, la estafa transiberiana. Osip Lysenko solía llevar al pequeño Zhenya en el tren. Tú sabes cómo es un largo viaje en tren. Te aburres de mirar a través de la ventanilla. Te aburres de leer. Ya han pasado dos días, todavía quedan cuatro por delante y estás muy aburrido. Entonces te das cuenta de que la puerta de uno de los compartimentos está abierta y dentro hay un padre y un hijo jugando al ajedrez. Es una escena entrañable y te detienes un momento a mirar.
»El chico gana y el padre te informa a ti y a todos los demás de que jamás pierde. Te resulta divertido. Eres hidrólogo o ingeniero o trabajas en las minas de oro de Kamchatka. El padre dice: “Si no me cree, juegue contra él”. El chico tiene ocho, nueve, años, pero parece más pequeño. Y a ti, un hombre de ciencia o un duro trabajador al aire libre, un crío te patea el culo en público, porque ahora el corredor está lleno de gente. Esto es entretenimiento, el único entretenimiento en miles de kilómetros.
Lysenko seguramente llegó a un acuerdo con la revisora del tren para que se quedase junto a su samovar y no asomara la nariz.
»Ahora te has puesto serio. La primera partida no cuenta. ¿Cómo se comportaría el chico si hubiera dinero en juego? Te machaca por segunda vez, lo que lleva a doble o nada. Muy pronto eso es lo que tienes, nada, y se presenta el siguiente incauto. El padre los avisa de que el chico jamás pierde. Están advertidos y eso es precisamente lo que los atrae.
»Los Lysenko hicieron dos viajes de ida y vuelta al mes durante un año. Apenas si bajaban del tren. La estafa terminó cuando intentaron engañar a los mismos mineros en dos viajes consecutivos. Mineros descontentos… Dejaron a Osip bastante maltrecho. Fue entonces cuando comenzó a traficar con anfetaminas.
»¿Madre?», escribió Arkady.
—Nada. Tuve la sensación de que hacía mucho tiempo que se había largado. Por supuesto no vamos a conseguir ninguna información de Zhenya porque ha desaparecido. No me preguntes por qué ni adónde ha ido. El chico podría esconderse en un centenar de lugares.
«Ayer. ¿Borracho?», escribió Arkady.
—Oh, no solamente borracho, fantásticamente borracho, borracho en un nuevo nivel. Debo agradecérselo a tu amigo Platonov. Cogimos sus quinientos dólares y fuimos directamente al Aragvi. Cocina georgiana, blinis, caviar, champán añejo, mujeres histéricas. Fue un hermoso gesto de su parte. —Victor hipó—. Bebimos a tu salud.
«Como si hubiesen rezado por mí», pensó el investigador.
Arkady se durmió durante la visita de Victor. Cuando despertó, eran las cuatro de la tarde y cada cama era como un aeródromo de moscas. Daban vueltas, se lanzaban en picado, hacían piruetas en el aire mientras los pacientes se desmoronaban. Algunos hombres se desmoronaban con miembros de su familia detrás de las cortinas discretamente corridas, otros se desmoronaban de manera flagrante al descubierto en sus descuidadas batas de talla única. Sin vodka ni cigarrillos, la vida había perdido su sentido. Su último placer y consuelo les había sido arrebatado, y se desmoronaban con cierta siniestra determinación y consideraban de qué modo podían hacer que la vida fuese más difícil para las enfermeras. Éstas, a su vez, bajaban el volumen del televisor hasta convertirlo en un rumor ininteligible, y elevaban el volumen de la radio que tenían en la sala de enfermeras. Caminar sólo estaba permitido a lo largo de un corredor central que conducía a las otras salas. Los pacientes se tambaleaban arriba y abajo, empujando sus goteros. Arkady oyó el chirrido metálico de una camilla cuando pasó por delante de la puerta. Elena Ilyichnina le había advertido que la irritabilidad era un efecto secundario de la medicación. Pero ¿cómo no iba a estar irritable después de haber recibido un disparo en la cabeza?
Había algo más que eso. El cerebro era como el espacio exterior; mil millones de galaxias, poesía, pasión, memoria, imaginación, el mundo y mucho más habitaba allí. Luego aparecía un cirujano con buenas intenciones y taladraba el cerebro como si fuese un cubo que contuviera una masa pulposa de color rosado. Arkady se sentía curiosamente desnudo y, al mismo tiempo, quería gritar, ¡ése no soy yo!
Cogió el cuaderno y el lápiz para tomar notas de todo lo que Victor le había contado. Spassky… Karpov… Fischer… ajedrez. Eso era todo lo que recordaba.
Había una naranja sobre su mesilla de noche.
¿De qué color era?
Cuando despertó ya había anochecido. Un vaso de plástico lleno de caldo tibio y una pajita se habían sumado a la naranja. Alzó la cabeza un milímetro cada vez, llevó la mano hacia atrás y palpó delicadamente el vendaje. Elena Ilyichnina había dicho que si el líquido se acumulaba oiría cómo se movía, de modo que era capaz de recordar algunas cosas.
Le habían tomado la presión sanguínea y le habían cambiado los vendajes. Una enfermera joven se había encargado de ello y mientras tanto no había podido mantener los ojos apartados de su frente, por lo que Arkady decidió que probablemente no era buena idea tener un espejo. Cuando la chica se marchó, sus ojos se desviaron hacia la televisión, donde terminaba un programa de dibujos animados y comenzaba un telediario: mejores condiciones en Chechenia, solidaridad fraternal con Bielorrusia, una nueva y sobria evaluación de la situación en Ucrania. En el plano internacional existía un perceptible alivio porque Rusia hubiese vuelto a asumir su tradicional papel dominante y hubiera devuelto el equilibrio al orden mundial. En la propia Rusia, las encuestas demostraban que la confianza del público aumentaba y que la gente se mostraba unida ante el terrorismo. Nikolai Isakov hablaba en un mitin al aire libre del partido ultranacionalista de los Patriotas Rusos.
—Tver otra vez.
Elena Ilyichnina regresó a la cabecera de la cama de Arkady.
—¿Cómo lo sabe?
En la pantalla, Arkady sólo veía la multitud que había acudido al acto político.
—Soy de Tver.
La ciudad se encontraba en la ruta de Moscú a San Petersburgo. Aparte de ese dato, Arkady no sabía nada acerca de Tver.
—¿Suele ir allí con frecuencia?
—Tomo el tren todos los viernes cuando salgo del trabajo.
—Es un tren lento en plena noche. ¿Por qué no viajar en coche el sábado por la mañana?
—Si tuviese un coche, lo haría. Suena lujoso.
—¿Tiene un amigo allí?
—No. Mi madre está en el hospital, no muriéndose realmente, pero casi. Trabajo allí los fines de semana para asegurarme de que el personal la trata bien. Eso es suficiente para mí. —La mujer dirigió su atención al televisor, donde un cuerpo de muchachos estaba vestido con uniformes de camuflaje del ejército—. Tver es una ciudad muy patriótica.
Las banderas ondeaban al viento, una exhibición colorida, aunque Arkady no podía nombrar los colores.