12

Entre los aparcamientos y las tiendas de productos para el cuidado corporal que se extendían a lo largo de Leningrad Prospect, el casino Golden Khan era una fantasía de cúpulas y minaretes orientales. En el exterior se agazapaba el invierno ruso. En el interior se exhibía un ambiente de lujo, de columnas talladas de malaquita alrededor de un estanque para carpas doradas y murales de un Xanadú irreal. Una estatua de un arquero mongol presidía un salón de juego con mesas de blackjack, póquer y ruleta americana. Sólo los miembros y sus invitados podían pasar a través del control de seguridad de la puerta, y para ser socio del club había que desembolsar cincuenta mil dólares. De ese modo, el local no tenía que llevar a cabo una comprobación del crédito.

Porque el Golden Khan era más que un casino: era un club social para millonarios. En sus corredores privados y sus mostradores se realizaban informalmente más negocios que en cualquier oficina, y nada impresionaba más a un cliente que una cena en el Khan; el restaurante del casino ofrecía, naturalmente, steak tartar y la mejor carta de vinos de Moscú, en recuerdo del jefe mafioso que devolvió una botella que no era lo bastante cara. Un amplio humidificador almacenaba puros en cajones de caoba con el nombre del millonario grabado en una placa de latón. Una banya rusa y un spa siamés refrescaban a los exhaustos millonarios y los enviaban de regreso a las mesas de juego. Los clientes también tenían a su disposición acompañantes rusas y chinas para desahogarse o para que les diesen buena suerte. Las camareras recorrían los salones llevando bebidas y vestidas con pantalones bombachos. En la tradición de Xanadú, el club había exhibido al principio una colección de interior compuesta por halcones, pavos reales y un raro ejemplar de demonio de Tasmania, una especie de rata gigante que lanzaba unos horribles chillidos compitiendo con los pavos reales hasta que murió de agotamiento. Los pavos reales, por su parte, fueron reemplazados por loros, que, en una variedad de voces, gritaban «¡Pégame!».

De vez en cuando, como en un gesto de civismo, el Golden Khan televisaba un concurso de belleza en favor de las víctimas de un ataque terrorista, un desfile de lencería fina para soldados heridos o un torneo de ajedrez en beneficio de los chicos sin hogar. Había que reconocer que el ajedrez era un deporte proscrito. Ya nadie tenía tiempo para jugar al ajedrez; aunque todos los rusos sabían hacerlo, convenían en que era una medida del intelecto y asumían que se trataba de un talento especial soviético. De modo que, en lo que la dirección del casino esperaba que fuese una apacible mañana de invierno —los millonarios arrebujados entre sus sábanas suecas o a bordo de sus todoterrenos—, se permitió la entrada del público a una zona del salón donde las mesas de blackjack de caoba con fieltro azul y mullidos apoyabrazos fueron reemplazadas temporalmente por mesas plegables, tableros de ajedrez y relojes. Los loros, en sus perchas, fueron colocados a un lado. Los empleados de seguridad, vestidos con trajes negros, dispusieron una barrera de pies de latón y cordones dorados mientras controlaban la entrada de jugadores y aficionados: veteranos rebosantes de astucia, un equipo de estudiantes universitarios que se mostraban serenamente confiados, adolescentes con miradas esquivas y un niño prodigio que probaba su elevada silla. Cada uno de ellos era una leyenda local, el vencedor de guerras libradas en dormitorios de estudiantes y parques de la ciudad. Tenían tiempo hasta las diez para registrarse bajo una pancarta que rezaba: «¡Ajedrez rápido para la juventud de Moscú!». El torneo habría sido un reto perfecto para Zhenya, pero Platonov había comprobado la lista de inscripción y no había encontrado ninguna señal de que el chico hubiese mordido el anzuelo. No obstante, quizá pudiese atraerlo como espectador.

Arkady y Platonov permanecían fuera de la vista con el productor del programa en el interior de una furgoneta aparcada frente al casino, observando lo que sucedía a través de unos monitores mientras la presentadora ensayaba su guión. Era tan pequeña como una gimnasta y estaba tan excitada que parecía un cohete a punto de ser encendido.

El productor lucía la coleta corta de un artista a tiempo parcial.

—Hace un mes quedó en segundo lugar en el certamen de miss Moscú —comentó—; ahora es presentadora. Estamos poniéndola al día grabando un acontecimiento de alguna manera insignificante. ¿Ajedrez? Uf… —Madonna comenzó a cantar en el bolsillo de sus pantalones y el tipo sacó un teléfono móvil—. Discúlpenme.

El interior de la furgoneta era frío, estaba débilmente iluminado por el resplandor de los monitores y repleto de equipos de audio, vídeo y transmisión. Platonov había encontrado una pajarita para el evento. Debajo de su chaquetón marinero y su suéter de cuello vuelto, Arkady llevaba una gasa con ungüento; estaba aprendiendo cuántas veces al día tenía que volver un hombre la cabeza. Caminar hasta el coche había sido difícil. Conducir fue un tortura. Hablar le resultaba prácticamente imposible. Al subir a la furgoneta había saludado con un escueto «¿Qué hay?»; aparte de eso, permaneció mudo.

Después de una animada conversación telefónica, el productor empezó a accionar frenéticamente los controles de una consola.

—Ha habido un cambio —dijo—. El partido de fútbol se ha suspendido debido al mal tiempo y tenemos que cubrir ese espacio. Entraremos en directo dentro de dos minutos. Es posible que se hayan dado cuenta de que aquí no hay espacio suficiente para mover sus pollas. De modo que no toquen nada y manténganse en silencio excepto para pasarme alguna información sobre ajedrez si la necesito. Si es así, levantaré la mano derecha —le dijo a Platonov—. Si no, actúe como su amigo aquí, el que no tiene nada que decir. —Se colocó un par de auriculares y se inclinó hacia atrás para ver mejor a la presentadora—. Lydia, Yura, Grisha, tengo noticias para vosotros. Debemos empezar antes de lo previsto. Transmitimos en directo.

En la pantalla, Arkady vio que la intensidad lumínica de la presentadora aumentaba al oír al productor. Los dos operadores que estaban con ella terminaron de montar una cámara aérea sobre la mesa número uno antes de coger las de mano. En la furgoneta, el productor inició tres conversaciones al mismo tiempo, trazando la coreografía de las cámaras y dándole el pie a la presentadora. Tras cinco, cuatro, tres, dos, uno, Lydia apareció junto a la ruleta para dar la bienvenida a los espectadores a «un programa especial benéfico en directo desde el exclusivo casino Golden Khan, la famosa sede del juego con apuestas millonarias».

Una cortina de plástico en la parte posterior de la furgoneta se abrió ligeramente. Arkady echó un vistazo al aparcamiento, que era un laberinto de surcos sobre nieve vieja. La geometría de la realidad era extraña, pensó; cómo cambiara dependía del lugar que uno ocupase.

—El ajedrez no es un juego donde se apuesta —le susurró Platonov a Arkady—. ¡Cretinos! Además, esto ni siquiera es ajedrez. Solíamos jugar en salones de verdad con reglas verdaderas. Esto es ajedrez rápido; ni siquiera eso, es televisión.

En la pantalla, la presentadora dijo:

—Para aquellas personas que no siguen de cerca el ajedrez, es probable que se pregunten qué es el ajedrez rápido exactamente…

—En una partida de ajedrez normal… —dijo el productor.

—En una partida de ajedrez normal —prosiguió ella—, un jugador tiene dos horas para realizar cuarenta movimientos. En el ajedrez rápido tiene cinco minutos. En este torneo, a modo de motivación, en caso de que se produzcan tablas, el ganador se decidirá mediante el lanzamiento de una moneda. El ritmo, como pueden imaginar, es rápido y excitante.

—Como un atraco —dijo Platonov.

El productor dijo:

—Eliminación directa…

Ella dijo:

—La competición se desarrollará según el sistema de eliminación directa. El jugador que lleve las piezas blancas también se determinará, nuevamente, mediante el lanzamiento de una moneda; de una ficha de casino, en realidad. Blanco o negro, si pierdes quedas fuera. Tenemos dieciséis competidores, jugadores de todas las edades que han superado las rondas preliminares.

Platonov miró el monitor.

—Reconozco a algunos de ellos. Chiflados, diletantes, anarquistas…

El productor miró a Platonov con un gesto de advertencia.

La presentadora dijo:

—El campeón de nuestro torneo ganará mil dólares y el casino del Golden Khan donará mil dólares a los refugios para chicos sin hogar de toda la ciudad.

¿Mil dólares? Esa cantidad era barrida todas las noches en patatas fritas caídas al suelo, pensó Arkady.

—Y hay una bonificación especial. El campeón del torneo disputará una partida con el legendario gran maestro… —La joven hizo una pausa para escuchar al productor— Ilya Platonov. ¿Preparados?

Platonov advirtió una pregunta en los ojos de Arkady.

—Me darán quinientos dólares —explicó—. Mis honorarios. Dicen que puedo hablar sobre el club de ajedrez.

Arkady lo dudaba. Llevaban a Platonov de un lado a otro como si fuese un oso bailarín.

La presentadora retiró uno de los cordones dorados que impedían la entrada.

—Busquen sus mesas, por favor.

En la furgoneta, el productor puso música para acompañar las imágenes de los jugadores que se dirigían hacia las mesas asignadas. Una de las cámaras enfocó a un tipo de manos temblorosas que iba mal afeitado, una chica que se mordía un mechón de pelo y un estudiante universitario de mejillas lampiñas y aspecto de buda sentado delante de su tablero. La otra cámara enfocaba a los aficionados que habían acudido a alentar a sus favoritos: una madre ansiosa que apretaba un pañuelo contra la boca, una novia con libros de ajedrez apilados sobre las rodillas y, en la última fila, sobrio después de haber pasado por la celda de custodia, Victor. Quince jugadores ya estaban ocupando sus puestos. Faltaba uno.

—Parece que nos falta un jugador. —La presentadora encontró una tarjeta en un asiento vacío—. E. Lysenko. ¿Hay algún E. Lysenko en la sala?

Arkady se sobresaltó. E. Lysenko era Zhenya. ¿Estaba allí?

Su rival era un observador estricto de las reglas. El tipo se cruzó de brazos e informó a la presentadora:

—Tendré que pasar a la siguiente ronda sin jugar.

—Que pase a la siguiente ronda sin jugar —dijo el productor por su micrófono—. Que comiencen las partidas. ¡Venga, Lydia! Necesitamos acción.

—Parece que efectivamente pasará a la siguiente ronda sin jugar —dijo ella—. De modo que ha superado la primera ronda sin haber tenido que mover un dedo.

—Aún no son las diez —dijo Arkady en la furgoneta—. Faltan cinco minutos. Están comenzando antes de la hora.

El productor le indicó con una seña que se callara.

—Aún no son las diez —insistió Arkady.

—Su amigo me gustaba más como maniquí —le dijo el productor a Platonov—. Lléveselo de aquí.

Arkady le quitó los auriculares al productor y le habló directamente a la presentadora:

—¡Espere! Debe darle una oportunidad.

—Está aquí —dijo ella.

Vestido con un anorak con la capucha medio levantada, Evgeny Lysenko, llamado Zhenya, parecía un centinela apostado en una frontera miserable. A los doce años era un chico delgado, de baja estatura, que caminaba arrastrando los pies con desgana. Sus rasgos eran corrientes y tenía el pelo de color parduzco opaco. Zhenya habitualmente miraba al suelo para evitar la atención, y Arkady se dio cuenta de que debía de haber estado entre los espectadores todo el tiempo, esperando en la sombra de su capucha hasta el último segundo antes de acudir a reclamar su asiento.

—¿Cómo llegó su nombre a la lista? —preguntó Platonov.

—Lo siento.

Arkady le devolvió los auriculares al productor. La garganta le quemaba.

—Que lo jodan —dijo el productor.

El rival de Zhenya ganó el sorteo y eligió blancas. Luego miró a su oponente.

—¿No has tenido tiempo de limpiarte las uñas? —preguntó.

Zhenya tenía las uñas negras como consecuencia de haber vivido en los vagones de Tres Estaciones. El chico se las miró mientras su rival abría con el peón del rey. Zhenya continuó estudiando la suciedad que delineaba sus manos. Su oponente esperaba. En el ajedrez rápido cada segundo era precioso. Los otros tableros se agitaban con movimientos de piezas y golpes en los botones del reloj.

—Su chico se ha quedado helado —le dijo el productor a Arkady.

Pasó un minuto. Los jugadores que estaban en las mesas más cercanas miraban a Zhenya, que había dejado el peón blanco solo y sin oposición en el centro del tablero. Los primeros movimientos eran los más fáciles, pero Zhenya parecía estar paralizado. Pasaron dos minutos. El reloj era digital, con dos esferas de LCD fijadas en plástico duro ante la eventualidad de que un perdedor desconsolado lo arrojase al suelo. La cámara se acercó rápidamente a las mesas. Con el movimiento que había en los tableros era difícil decir quién ganaba o perdía, pero el tablero y el reloj de Zhenya revelaban claramente quién se iba quedando cada vez más rezagado. Su rival no sabía qué cara poner. Al principio se había sentido satisfecho al ver que Zhenya no sabía qué hacer. Pero a medida que transcurrían los segundos se sentía más y más inquieto, como si estuviese obligado a bailar solo. Alguien estaba siendo humillado, pero él ya no podía asegurar quién era. No le dijo nada a Zhenya; hablar una vez que la partida había comenzado iba contra las reglas. Zhenya se levantó y su rival empezó a hacer lo propio, esperando que el chico abandonara la partida. Pero Zhenya, en cambio, se quitó el anorak y lo colgó en el respaldo de su silla para dedicarse luego a un análisis más prolongado del tablero.

Cuando aún quedaban dos minutos, Zhenya entró en acción. Lo extraordinario no era tanto el desarrollo de las piezas negras como la velocidad con la que respondía a cada movimiento de las blancas. Éstas avanzaban una pieza y su rival apenas había terminado de pulsar el botón del reloj cuando las negras hacían lo mismo, de modo que el sonido de los botones llegaba a pares y la enorme ventaja de tiempo que las blancas tenían para hacer sus movimientos llegó a parecer inútil, ridícula incluso. Su rival comenzó a jugar al ritmo de Zhenya, concediendo peones doblados por un prometedor ataque por el flanco de la reina. Cambió piezas con una ligera desventaja, vio que el ataque por el flanco de la reina se desvanecía, se vio envuelto en un intercambio a alta velocidad que despejó el tablero y, desprotegido, comprobó cómo los peones negros coronaban su posición. Las cámaras, los invitados y los jugadores que ya habían acabado sus partidas contemplaron cómo el rey blanco se rendía. El perdedor se hundió en su silla, todavía desconcertado. Ésa era la clase de derrota que destruía un juego para un hombre, pensó Arkady. Zhenya esperó al siguiente rival.

El veredicto de Platonov en la furgoneta fue:

—Sólo ha sido un truco. Si permites que Zhenya marque el ritmo, te aplastará. En el ajedrez rápido no juegas con la cabeza; no hay tiempo para pensar. Juegas con las manos, y ese mierdecilla tiene unas manos muy rápidas. Pero ahora todo el mundo sabe lo fuerte que es. La vanidad será su perdición.

El segundo rival de Zhenya era el niño prodigio. Instalado en una silla elevada, el chiquillo estaba al nivel de la mirada fija de Zhenya, que se había limpiado las uñas en el intervalo. El productor estaba encantado.

—Dos chicos de planetas diferentes, ninguno de los cuales es la Tierra. No los perdáis de vista.

Cuando el niño prodigio ganó el sorteo de las piezas, la cámara se acercó a una sonrisa que trataba de ocultarse en un costado de sus labios. El crío tenía la voz de una soprano.

—Blancas, por favor.

Zhenya, jugando nuevamente con las negras, respondió desde el inicio del juego, simplemente desarrollando sus piezas y replicando con ellas, enrocando, sin dejar ningún punto débil evidente y sin organizar ningún ataque claro. Guerra de trincheras. Estaba a la par en material hasta que el prodigio le hizo a Zhenya lo que éste le había hecho a su primer contrincante y avanzó con peones doblados, la primera grieta en la defensa de las negras. Tenía posibilidades. Tratando de proteger sus piezas, Zhenya perdió la ofensiva, y ningún ataque servía contra una defensa sobrecargada. Los objetivos empezaron a aparecer. Resultaba tan difícil elegir que el niño prodigio se retorcía en su silla elevada. No fue hasta tener quince segundos en su reloj que cayó en la cuenta de que a Zhenya le quedaba casi un minuto en el suyo, momento en el que las piezas negras revelaron una larga diagonal a través del tablero y un ataque contra la reina blanca. No un ataque serio, no uno que no pudiese ser neutralizado tras dos o tres minutos de análisis. La mano del prodigio aún estaba en el aire cuando su reloj señaló 0.00.

Platonov hizo un ademán despectivo.

—Menuda victoria. Ha engañado a un crío. Administró mejor el tiempo que un rival que apenas si podía ver por encima del tablero.

—Sólo quedan cuatro jugadores —dijo Arkady.

—Yo nunca he dicho que no tenga talento, sino que lo está desperdiciando. Zhenya sólo juega por dinero y ésta, ésta es la prueba. En un casino. Mírelo. —Platonov señaló la pantalla de televisión. Zhenya se había subido la capucha, que prácticamente le ocultaba el rostro—. Cree que es Bobby Fischer.

En el intermedio, una chica de la edad de Zhenya se atrevió a irrumpir en su soledad para ofrecerle un chicle con la cautela con que alguien alimenta a un animal semisalvaje. Cuando el descanso acabó, la chica permaneció en el asiento del jugador frente a Zhenya y él masticó con expresión más pensativa.

Jugando con las negras, ella desafió inmediatamente a Zhenya para hacerse con el control en el centro del tablero. Su estilo era tan impasible como el de él, sacrificando un peón para ganar tiempo y conseguir emparejarse con las blancas. El ajedrez rápido era una carrera corta y resultaba difícil distinguir el principio del juego intermedio y el juego intermedio del final. Cuarenta movimientos en cinco minutos, sin tablas. En el otro tablero continuaba la acción —el campeón universitario contra un veterano entrecano—, y la necesidad de rapidez alentaba los intercambios en nombre de la simplificación. Por contraste, Zhenya y la chica desarrollaban una intrincada estructura de peones venenosos, amenazas veladas y ataques fantasma. La más leve presión lo echaría todo a perder. Ella estudiaba el tablero con mirada penetrante. Zhenya cerró los ojos. Le gustaba jugar a ciegas; Arkady lo había visto hacerlo muchas veces. Zhenya le había dicho una vez que, en su mente, veía todas las variantes en tres dimensiones. No que las analizaba, sino que las veía.

El chico abrió los ojos. Presionó. Comenzando igualados, la chica y él ametrallaron el tablero durante los cinco movimientos siguientes y acabaron en posiciones idénticas, con una única excepción: ella amenazaba el rey de Zhenya con un alfil, mientras que él amenazaba el rey negro con un caballo. Un alfil tenía más recorrido que un caballo, pero este último podía saltar por encima de las líneas enemigas, y en determinados casos ésa era una ventaja.

La chica lo vio.

—Mate en cinco —dijo, y tumbó el rey de costado.

—Esa chica tiene posibilidades —dijo Platonov.

—¡Ya tenemos a nuestros finalistas! —anunció la presentadora—. Tomashevsky, el campeón universitario, y la sorpresa de nuestro torneo.

—¿Qué le ha parecido el juego de Zhenya? —preguntó Arkady.

—¿Qué le ha parecido a usted? —preguntó a su vez Platonov—. Durante días ha estado preocupado por lo que estaría haciendo Zhenya. Aquí tiene la respuesta: se ha estado preparando.

Lydia llevó a Tomashevsky y a Zhenya delante de la cámara y les preguntó qué harían con los mil dólares si los ganasen.

—Comprar una nueva bicicleta de carretera —dijo Tomashevsky. El muchacho tenía un porte atlético—. Y cerveza.

—¿Y tú? —le preguntó Lydia a Zhenya.

—Un triciclo —sugirió Tomashevsky.

Zhenya no dijo nada, sino que se limitó a mirar una jaula de loros chillones que estaban apiñados y movían sus párpados correosos.

—Debe de ser un secreto —la presentadora lo sacó del apuro.

—Ésta es la verdad sobre el ajedrez —dijo Platonov—. Un jugador no gana una partida, sino que su rival la pierde. La gente encuentra una manera de perder. El ajedrez es una elección tras otra, y se cansan de elegir. El cuerpo se cansa y el cerebro se rinde. El cerebro dice: ¿qué haces devanándote los sesos cuando podrías estar disfrutando de la vida, con mujeres, música y un buen champán?

—¿Cómo cree que actuará el campeón universitario? —preguntó Arkady.

—¿Contra Zhenya? No tiene ninguna posibilidad.

Platonov tenía razón. El juego era un anticlímax. Aunque jugaban debajo de la cámara cenital, los finalistas no revelaron ninguna estrategia original o interesante. Los telespectadores pudieron ver la demolición sistemática de un estudiante universitario a manos de un chico que no hacía más que ofrecerle elecciones rápidamente, una tras otra. Con cada elección errónea, la posición del universitario se deterioraba un poco más. Después de veinte movimientos sólo llevaba un peón de desventaja, pero no tenía adonde ir. Cada movimiento implicaba alguna pequeña pérdida. Estaba sujeto por unos nudos invisibles que se tensaban con resistencia porque veía que, con cada movimiento, su situación sería más obvia. Delante de todos sus amigos y admiradores, de sus profesores, en televisión… Entonces hizo lo único racional que podía hacer y movió la misma pieza dos veces.

—¡Un movimiento doble, descalificado! —dijeron el productor, Platonov, todos los jugadores y la mitad de los espectadores que asistían a la partida en el salón de juego.

—¡Qué pena! —exclamó la presentadora—. La partida se ha decidido por descalificación, un error por parte de Tomashevsky, que le ha entregado accidentalmente la partida a su rival, Evgeny Lysenko. Qué manera tan terrible de perder el torneo cuando lo estaba haciendo tan bien.

El estudiante se levantó de su silla con una expresión de incredulidad, como un hombre traicionado sólo por la ansiedad y aturdido por la magnitud del error cometido. Se había adelantado a sí mismo, eso era todo. Les ocurría a los mejores jugadores y no había otra cosa que hacer más que mostrarse como un buen deportista, aunque cuando le ofreció la mano a Zhenya, el chico sólo le dirigió una mirada de desprecio.

—En cualquier caso, tenemos un campeón. —La presentadora trató de ser brillante—. Y, afortunadamente, también tenemos la posibilidad de disfrutar de una partida entre el joven Evgeny Lysenko y el gran maestro Ilya Platonov.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Arkady.

—Un poco mareado —dijo Platonov—. ¿Tiene un cigarrillo?

El investigador lo acompañó fuera del vehículo y los dos hombres sintieron el mordisco de un viento frío que transportaba copos de nieve a través de volutas de hielo. Ambos dieron profundas caladas a sus cigarrillos.

—No es un torneo para el que Zhenya se haya preparado —declaró Platonov—. Nunca ha habido ninguna duda acerca del resultado final.

En la puerta del club, un miembro del personal de seguridad agitó las manos llamando a Platonov.

—Lo están esperando.

—Es algo difícil de explicar a alguien que no es jugador —prosiguió el anciano—. Hay un momento en tu vida en el que imaginas el ajedrez con tal perfección que tu intuición es tan sólida como cualquier partida de cualquier libro. Es como la música, si puedes escuchar toda la suite en un único momento. Puede dar la impresión de que mueves las piezas de forma precipitada, pero sólo estás siguiendo una partitura. Y entonces, un día, ese oído mágico desaparece y te encuentras enseñando ajedrez a los chicos para poder vivir. O algo peor. —La puerta de la furgoneta de la televisión se abrió y el productor le gritó a Platonov que entrase en el club. El viejo gran maestro se encogió de hombros—. Y un día simplemente desaparece.

Platonov jugaba con las blancas. En el trayecto entre el aparcamiento y el tablero parecía haber encontrado su arrogancia habitual, y se envolvió en ella como si de una capa se tratara. Con movimientos rápidos sacrificó tres peones, abrió el centro y desplegó sus piezas mientras las negras aún estaban digiriendo sus fáciles capturas. Por primera vez desde la ronda inicial, Zhenya parecía sorprendido. Arkady permanecía a la sombra de una de las columnas, fuera de la línea de visión del chico, y seguía el desarrollo del juego que captaba la cámara cenital en una pantalla. Si Arkady había esperado que el gran maestro jugase de forma conservadora y consiguiese el triunfo a duras penas, estaba equivocado. Platonov le había concedido al chico una enorme ventaja material. Por otra parte, las piezas importantes de Zhenya no se habían movido, mientras que los alfiles y los caballos del gran maestro ya estaban situados en el campo de batalla. Era un ataque demasiado temerario para el ajedrez convencional; era puro ajedrez rápido.

Zhenya apoyó la barbilla en la mano y, con la tranquilidad de una gárgola situada en las alturas, miró las piezas en el tablero. Arkady trató de imaginar cómo sería ver el juego como lo hacía Zhenya. El alfil insinuándose tímidamente en la diagonal, el caballo saltando barricadas, la reina como una diva, el rey ansioso y casi inútil. ¿O acaso ésa era una idea demasiado romántica? ¿Zhenya vería el juego simplemente en bytes, como un ordenador?

El muchacho empujó su peón adelantado más cerca de la zona de conflicto, una provocación, y comenzó el ataque. Tan de prisa como podían pulsar el reloj, Platonov atacaba y Zhenya se defendía. Las piezas avanzaban, capturaban las del rival, enrocaban bajo presión, ofrecían y declinaban gambitos. El proceso de pensamiento no podía estar implicado, pensó Arkady; la razón no era suficiente. Eso era tempo, presión, intuición. La forma del tablero cambiaba una y otra vez. Incluso en la gran pantalla del club resultaba difícil seguir el flujo y el reflujo del juego, y justo cuando Arkady esperaba que la partida acabase en menos de un minuto, Platonov hizo una pausa para evaluar los daños. La mitad de las piezas estaban fuera del tablero y, de alguna manera, como si Zhenya hubiese vuelto a barajar un mazo de cartas, la situación se invirtió. Platonov contaba con un peón de ventaja, y Zhenya, con la fuerza de dos torres, controlaba el centro del tablero.

Los segundos pasaban. Platonov parecía un hombre que trataba de mantener una puerta cerrada ante una fuerza más poderosa. Arkady se preguntó si el gran maestro estaba tratando de encontrar, en las cientos de miles de partidas que almacenaba en su cabeza, una posición similar. Su precioso peón era un peón aislado, pero era su única posibilidad de victoria, y asignó una torre para protegerlo, un movimiento que abrió un espacio que el caballo de Zhenya ocupó de inmediato. Platonov se cubrió como un erizo, un recurso que resultaba eficaz en el ajedrez convencional. El ajedrez rápido, sin embargo, no estaba hecho para erizos, porque los movimientos debían realizarse ya, ya, ya. Repelió una amenaza tras otra y, al mismo tiempo, llevó su peón hacia la octava línea y una posible transformación en una segunda reina. El rey negro emprendió la persecución, moviéndose en ángulo a través de las casillas abiertas en dirección al peón. El rey blanco estaba ahogado por sus propias defensas.

Mientras Platonov hacía una nueva pausa, alguien estornudó y Zhenya miró hacia las filas de espectadores sentados. Estiró la cabeza entre los hombros y volvió a mirar. El gran maestro aún estaba estudiando el tablero cuando Zhenya derribó el rey negro.

Platonov estaba atónito.

—¿Qué estás haciendo? Tienes ventaja.

—He contado los movimientos. Usted ganaría.

El maestro que había en Platonov estaba furioso.

—Has contado mal. ¿Cómo has podido hacer eso?

—Usted gana.

—Pégame —dijo uno de los loros.

La furgoneta de la televisión ya no estaba. Los participantes en el torneo y sus seguidores se habían marchado. La chica que había jugado contra Zhenya estuvo esperándolo durante media hora bajo un intenso frío pero, temblando, se había rendido. Arkady aguardaba junto a su coche en el extremo del aparcamiento del casino, en compañía de Victor y Platonov. Habían intentado esperar dentro del coche, pero los vidrios se empañaban.

—Ese mierdecilla me entregó la partida —dijo Platonov—. Es insultante. Luego se larga al lavabo y desaparece.

Victor se sonó la nariz y contempló los minaretes del casino.

—¿Nieva en Samarkanda? Parece el título de una canción, ¿verdad? Cuando vuelva a nevar en Samarkanda.

A pesar del dolor en la garganta, Arkady le preguntó a Victor:

—¿Fuiste tú quién estornudó? Cuando Zhenya alzó la vista, ¿fue para mirarte a ti?

—Tengo alergia.

—¿A qué?

—Cosas… Ciertas colonias.

«¿Olerlas o beberlas?», pensó Arkady.

—En cualquier caso, Zhenya no me vio —añadió Victor.

—No necesito compasión —dijo Platonov—. Y no me han dejado hablar sobre el club de ajedrez.

—Eso hubiese animado el programa. —Victor pateaba el suelo para mantenerse en calor—. Oh, mirad. Hay alguien que parece que realmente tiene un trabajo que hacer. A los tíos de seguridad de la puerta les han dado unas palas para la nieve. Un trabajo por debajo de su rango. Qué triste.

La garganta obligó a Arkady a hablar casi en un susurro.

—¿Cuán bueno es Zhenya? —le preguntó a Platonov.

—Ya lo ha visto.

—¿De verdad?

—Es complicado.

—Hablando del diablo… —dijo Victor.

Zhenya salió del Golden Khan cogido con fuerza por un hombre que lo empujó a través de los tíos de seguridad, quienes se inclinaron sobre sus palas y apenas si lo miraron. A unos treinta metros Arkady pudo ver que un lado del rostro de Zhenya era de un rojo intenso. El hombre llevaba una chaqueta de trabajo de lona sobre un pantalón de traje y unos zapatos puntiagudos.

La cara de Zhenya comenzaba a hincharse y uno de sus ojos se estaba convirtiendo en una ranura. Arkady jamás lo había visto llorar. Resultaba difícil creer que nadie en la puerta preguntase por qué. A mitad de camino del coche, el hombre buscó en un contenedor de basura y sacó una toalla sucia que escondía una arma. Las cámaras de seguridad coronaban los postes alrededor del aparcamiento; alguien debía de ver lo que estaba pasando. Victor y Platonov permanecieron junto a Arkady.

El hombre tenía el rostro afilado, la nariz larga y el pelo rubio y largo. Exactamente como sería Zhenya cuando fuese mayor, pensó Arkady. Ése debía de ser el padre desaparecido, Lysenko pére. Los ojos del hombre eran diferentes, chamuscados, como si hubiese estado mirando el sol durante demasiado tiempo, y a corta distancia, la chaqueta de lona despedía el olor picante de la brea. Era el Hombre Brea, el capataz de la cuadrilla que había estado trabajando inútilmente en la calle frente al edificio de Arkady. Zhenya intentó librarse de él, pero el hombre lo sacudió como a un ganso sujeto por el cuello.

El Hombre Brea gritó mientras se acercaba a Arkady.

—Ha roto el cheque. Me vio y perdió la partida y, cuando le entregaron el cheque, lo rompió. Una parte de esos mil dólares es mía. Yo lo enseñé a jugar.

—Entonces el dinero es suyo. ¿Mitad y mitad?

Arkady se mostró complaciente; estaba dispuesto a negociar.

—Quinientos dólares, ahora mismo.

—Deme el arma.

Era otro antiguo Nagant, como el de Georgy.

—Primero el dinero.

—Primero el arma —insistió Arkady—. Tenemos que ir al banco por el dinero.

—Lo necesito ahora.

«Así que lo necesita ahora», pensó Arkady. Oyó gritos que procedían del casino. Lo último que quería era ver a Zhenya en medio de un enfrentamiento entre un chiflado y un grupo de guardias fuertemente armados.

—Dejaremos al chico aquí y usted y yo iremos directamente al banco. Yo responderé por usted.

—Sé quién es usted. Usted es quien lo escondió.

¿Esconderlo? Arkady creía que Zhenya estaba tratando de encontrar a su padre. En cualquier caso, ésa no era la dirección que Arkady quería tomar.

—Usted y yo retiraremos el dinero y luego beberemos un poco de vodka.

Arkady se acercó a él.

—Lo busqué durante un año.

—Primero entrégueme el arma porque los guardias del casino vienen hacia aquí, y si lo ven moviéndola, ya sabe cómo reaccionarán. —Arkady extendió el brazo—. No querrá que lo maten delante de su hijo.

—¿Un hijo que se escapa de casa?

—Esto no funciona —dijo Victor.

El padre de Zhenya apoyó el arma contra la cabeza de Arkady. El orificio del cañón le pellizcó el pelo.

Platonov trató de volverse lo más pequeño posible, tal vez del tamaño de un átomo. Ésa era la diferencia entre la realidad y el ajedrez, se dijo Arkady. No había próxima partida. El tráfico pasaba velozmente cerca de ellos. Su coche, aun a pocos metros de distancia, estaba demasiado lejos para que sirviera como protección. La mano de Victor se movió lentamente hacia la pistolera.

—Deme el arma.

—Esto es una mierda —dijo el padre de Zhenya después de considerarlo durante un momento, y disparó.

Arkady percibió como una onda en un lago, pero una onda que se expandía a una velocidad increíble, más, y más, y más.