11

A las cinco de la mañana llevaron una mesa y varias sillas a una habitación del sótano en Petrovka. La estancia estaba pintada de rojo oscuro, no tenía ventanas, sólo un retrete, un fregadero y un gran sumidero en el suelo. Arkady estaba sentado frente a Zurin y un mayor de la milicia. La gorra del mayor era del tamaño de una silla de montar, gris con el borde rojo. Se la quitó para tomar notas porque tomar notas era un asunto muy serio; eran más las carreras que se construían asistiendo a reuniones y tomando notas que por victorias en el campo de batalla. Los tres se pusieron de pie cuando un viceministro entró en la habitación acompañado de un par de guardias del Kremlin y ocupó la última silla. No se presentó, pero tampoco tenía necesidad de hacerlo. Le quitó al mayor el bolígrafo y el cuaderno de notas y, cuando Zurin comenzó a grabar la sesión, el hombre meneó la cabeza y la grabadora desapareció.

—No ocurrió —dijo.

—¿Qué no ocurrió? —preguntó el mayor.

—Nada de eso. Los comunistas no quieren que su sede sea conocida por peleas de borrachos. No habrá ningún informe de la milicia. Los relatos de lo que sucedió anoche son tan contradictorios que se necesitaría un juicio para aclararlos, y no permitiremos que ocurra tal cosa. No habrá ningún informe médico. La chica y Renko recibirán atención médica, pero la causa oficial de las heridas es elección de ellos. Ella chocó con una puerta y usted, Renko, supongo que se cortó accidentalmente mientras se afeitaba. No constará en su historial, pero dentro de unas semanas será destituido discretamente y se le encontrará alguna ocupación apropiada. Será usted el encargado de un faro o algo por el estilo. Mientras tanto no habrá ninguna mención a Stalin. Ninguna mención a los avistamientos de Stalin o cualquier cosa que tenga que ver con Stalin. Se trata de una cuestión de seguridad nacional. Cuando Stalin vuelva a ser presentado al público, si es que tal cosa sucede, lo haremos según nuestros términos, y no como parte de una pelea o un intento de violación. —Se levantó para irse—. Esta reunión jamás se ha celebrado.

—No me iré —replicó Arkady; tuvo que empujar cada palabra a través de la garganta.

—¿No se irá?

—No me iré de Moscú.

—Lo despacharemos en un vagón de cerdos.

—No puedo irme.

—Debería haber pensado en eso antes de atacar a esa chica.

—Yo no la ataqué.

Zurin y el mayor alejaron sus sillas, poniendo cierta distancia entre ellos y Arkady. En el Vaticano, ¿acaso los sacerdotes desafiaban una orden del Papa? El viceministro agitó una carpeta.

—Usted mató a un fiscal.

—Hace mucho tiempo de eso, y fue en defensa propia.

—¿A quién debo creer, a un hombre con un historial de violencia o a una chica?

—Se está librando con una pena muy leve. Le rompió la nariz.

—En defensa propia.

—¿O sea, que usted la atacó? Eso es lo que el testigo Surkov dijo.

—Él no vio nada.

—¿No vio qué? ¿Que ella lo sedujo y luego se detuvo? Usted, naturalmente, se enfadó. Las cosas se pusieron feas, fuera de control. ¿La amenazó con cortarle las manos? ¿Las manos de una arpista?

Arkady intentó decir que él jamás lo habría hecho, pero su garganta se cerró.

—Y dice que no la atacó… La chica tiene la nariz rota y usted apenas si tiene un rasguño. Veamos ese famoso cuello suyo.

Arkady permaneció inmóvil mientras los guardias lo sujetaban y el viceministro desabrochaba el botón superior del chaquetón de Arkady, abría el cuello e involuntariamente sorbía el aire con un leve silbido. Hasta los guardias retrocedieron un paso, porque a pesar del hecho de que el cuello del chaquetón había estado alzado en el momento del ataque, su garganta mostraba la profunda contusión azulada y la quemadura roja que deja la cuerda en un hombre ahorcado.

—Oh. —El viceministro cubrió su confusión con el último vestigio de su indignación—. En cualquier caso, debería estar avergonzado por arrastrar de ese modo el apellido de su familia por el fango. Renko era un apellido respetado.

La nieve había dejado de caer, dejando en el aire una resonancia como de campanas. Los semáforos parpadeaban despiertos y persistía el ruido de las máquinas quitanieve, pero a mitad de camino de su casa, el dolor de conducir —volver la cabeza a derecha e izquierda— era más de lo que Arkady podía soportar. Decidió entonces dejar el coche aparcado junto al río y cubrir andando el resto del camino, con la cabeza gacha, siguiendo sus pies, dejando que los copos de nieve llevados por la brisa se asentasen en su pelo, se derritieran y le enfriasen el cuello.

Al menos la búsqueda de Stalin había acabado. Y eso significaba, presumiblemente, que Arkady ya no tendría que soportar las amenazas imaginarias que el gran maestro Platonov urdía para obstruir los planes de los constructores. Un edificio de apartamentos estilo norteamericano con un spa y un restaurante japonés se alzaría muy pronto desde las cenizas del club de ajedrez. En favor del viejo bolchevique había que decir que había defendido firmemente a Arkady en su declaración policial. En cualquier caso, el investigador había quedado libre para descansar hasta que le asignaran su próximo destino, que sonaba como si pudiera ser al este de los Urales y al norte del Círculo Polar Ártico.

Arkady se dirigió hacia el patio que había detrás de su edificio. La zona destinada a aparcamiento consistía en tres filas de cobertizos de metal situados el uno junto al otro, y tan estrechos que un conductor tenía verdaderas dificultades para salir de su vehículo. Botellas de plástico con el cuello recortado protegían los candados de la nieve, y habían arrojado ceniza en el suelo para poder caminar, pero la farola que habitualmente iluminaba el aparcamiento estaba apagada. Arkady dudó un momento junto a un parque de juegos infantiles donde los pasamanos estaban cubiertos de nieve. Permaneció inmóvil; la rigidez del cuello lo favorecía en ese caso, y las quemaduras lo mantenían caliente. No se encendieron las luces cegadoras de ningún coche. Simplemente, un pequeño punto como el ojo de una polilla formó un breve remolino en el interior de uno de ellos: un cigarrillo llevado a los labios y apartado de nuevo. El conductor había aparcado en el extremo más alejado de la fila opuesta al cobertizo de Arkady. Si el investigador hubiese llegado como siempre en su coche, jamás lo habría detectado.

Arkady retrocedió desde el patio y se dirigió hacia la parte delantera del edificio, deteniéndose en una esquina. No se sentía con ánimo para mantener una confrontación física, ni siquiera una conversación. Todo lo que alcanzaba a ver bajo las farolas era una madrugadora cuadrilla de trabajadores reunidos con evidente malhumor alrededor de una pesada apisonadora hundida en el mismo bache en el que habían estado trabajando durante una semana.

Arkady subió en el ascensor hasta dos pisos por encima del suyo y esperó para ver si detectaba algún movimiento antes de bajar la escalera. Finalmente, el cuello le dolía tanto como para que no le preocupase si había víboras esperándolo del otro lado de la puerta y entró en el apartamento.

No encendió las luces. Lo primero que hizo fue dirigirse a la cocina y prepararse una bolsa de hielo con cubitos y un paño para secar los platos y tragó un par de analgésicos para el dolor de la garganta. Siempre en la oscuridad, comprobó el armario tanteando para ver si la maleta de Eva y las cintas aún seguían allí. No estaban, y se preguntó si ella habría oído lo que había pasado entre Tanya y él. Las noticias tan malas como ésa viajan de prisa.

Su última esperanza era la diminuta luz que parpadeaba en el contestador automático. Había un mensaje. Tres mensajes.

—Soy Ginsberg. Estoy en la plaza Mayakovsky, en la terraza del café, un poco temprano porque terminé la historia del juicio de la pizza antes de lo que pensaba. Y ahora necesito un trago. En realidad, lo que realmente necesito hacer es mear. Podría meterme entre dos coches aparcados y nadie se daría cuenta. —Una risa nerviosa—. Lamento llamar al teléfono de su casa, pero perdí la tarjeta que me dio y no tengo el número de su móvil. Mire, Renko, no creo que sea una gran idea, nosotros dos reunidos. Todo esto es por una mujer, ¿verdad? Eso es lo que la gente dice. No parece que tuviese mucho que ver con Chechenia. Suena como algo personal. De modo que voy a pasar de esta historia.

La segunda llamada, recibida cinco minutos más tarde, la habían hecho desde el mismo número, pero habían colgado.

La tercera llamada, diez minutos más tarde, la hicieron desde el mismo número, pero en esta ocasión no colgaron.

—Soy yo otra vez —dijo Ginsberg—. ¿Sabía que cuando Mayakovsky se pegó un tiro dejó una nota de advertencia con respecto al suicidio?. Escribió: «No se lo recomiendo a los demás». De modo que, Renko, debería sentirse feliz. Me disculpo por mi ataque de cobardía y, aunque no se lo recomendaría a nadie, lo ayudaré. No cara a cara. Sólo a través del teléfono. —Ginsberg se quedó en silencio durante un instante y Arkady temió que el contestador se hubiese desconectado, pero siguió funcionando—: No tengo que encontrar ninguna vieja libreta de notas. Por supuesto que sé quiénes estaban con Isakov y Urman el día en que se libró la llamada batalla del puente Sunzha. Pude verlos a todos ellos desde el helicóptero y volví a comprobar la lista cuando regresé a la base. Me llevaré esos nombres a la tumba. —Arkady oyó que Ginsberg encendía otro cigarrillo—. Ahí va la lista de héroes: capitán Nikolai Isakov, teniente Marat Urman, sargento Igor Borodin, cabo Ilya Kuznetsov, teniente Alexander Filotov, cabo Boris Bogolovo. Todos ellos eran oficiales del OMON oriundos de Tver, y todos cumplían su segundo o tercer turno de servicio en Chechenia. Seis Boinas Negras repelieron un ataque de cuarenta o cincuenta terroristas fuertemente armados o bien asesinaron a sangre fría a una docena de rebeldes en el campamento. Como ya le dije antes, usted elige. Cualquiera de las dos cosas es posible. Yo he visto a Isakov en acción. Con las balas volando a su alrededor es el hombre más tranquilo que he visto, y sus hombres lo seguirían a cualquier parte. Especialmente Urman. Ellos dos forman un equipo poco habitual. La filosofía de Isakov es «Inmoviliza a tu enemigo y es tuyo». La de Marat es: «Córtale las pelotas, fríelas y haz que mire mientras tanto». En aquella época éramos amigos. Ahora salto cuando veo mi propia sombra. —Era un mensaje muy largo, como si el periodista estuviese contando una historia mientras pudiera hacerlo—. Isakov decía que yo era su espejo. Decía que yo estaba hecho de esta manera para no desperdiciarme en el ejército, que podía observar y contar la verdad. Cuando hizo señas para que el helicóptero se retirase yo bajé la cámara porque pensé: «Ya no quiere seguir teniendo un espejo. No quiere verse a sí mismo». Aún no lo entiendo. Considerando la peor de las posibilidades, que, siguiendo órdenes de Isakov, sus hombres asesinasen a los rebeldes que había permitido que se quedaran en el campamento, me pregunto por qué los chechenos estaban allí para empezar. En cualquier caso, el destino tiene su propia manera de ajustar cuentas, ¿verdad? Insh’Allah. —Estaba diciendo Ginsberg cuando la cinta se terminó.

Kuznetsov y su esposa estaban muertos, y Ginsberg no había saltado lo suficientemente alto. Arkady se tocó el cuello con cuidado. La gente no tenía necesidad de ir a Chechenia para que la matasen; podían hacerlo allí, en Moscú.

El teléfono móvil de Arkady sonó en ese momento. Contestó y Victor dijo:

—¿Estás en una celda acompañado de borrachos y drogadictos que vomitan en tus zapatos?

—No.

—Pues yo sí. Me detuvieron fuera del Gondolier. Policías que arrestan a policías, ¿adónde iremos a parar? Soy yo quien sufre las resacas, ¿no es suficiente con eso? Mis hijos me preguntan: «¿Por qué bebes?».

—Me lo puedo imaginar.

—Pareces estar fatal.

—Sí.

—De todos modos, les digo a mis hijos que bebo porque cuando estoy sobrio veo que la vida no es un camino de rosas; no, la vida es una mierda. Bueno, un camino con obstáculos.

—Baches.

Arkady se acercó a la ventana. Las mujeres de la cuadrilla de trabajadores se habían sujetado con arneses a la manija de la aplanadora y estaban tirando lentamente de ella para liberarla del bache mientras el capataz les metía prisa. El tío tenía aspecto de no despreciar la ayuda de un látigo.

—Pues estaba en el Gondolier cuando entraron los detectives Isakov y Urman acompañados de unos cuantos políticos y comenzaron a repartir camisetas que decían «Yo soy un Patriota Ruso». Tengo una.

—¿Y Eva?

A pesar del hielo que tenía contra el cuello, la voz de Arkady sonaba como un graznido.

—Eva no estaba allí. Pero ¿puedes imaginarte la escena, políticos en nuestro bar? ¿Sabes lo que significa eso? La foto de Isakov estará en todas partes y nuestro pequeño plan con Zoya Filotova está acabado, después de todo lo que hicimos.

—Tampoco hicimos mucho.

—Algunos hicieron más que otros.

Arkady dejó que la enigmática declaración se extinguiese; estaba en condiciones de pronunciar, tal vez, cuatro palabras más.

—¿Crees que Eva regresará a casa? —preguntó Victor.

—Sí.

—¿Y Zhenya?

—También.

—¿Esperas que la primavera sea eterna?

—Eso es patético.

Cuando Arkady cortó la comunicación, uno de los cubitos de hielo se deslizó fuera del paño de cocina y golpeó contra el cristal de la ventana. El capataz de la cuadrilla alzó la vista. Una de las mujeres tropezó. Monedas y llaves cayeron del bolsillo de su chaqueta y la apisonadora comenzó a retroceder nuevamente dentro del gran agujero, arrastrando a las mujeres consigo, pero el capataz siguió con la mirada fija en la ventana.

La intención de Arkady había sido tambalearse hasta el colchón y derrumbarse, pero se le ocurrió que Eva no había dejado su llave del apartamento. Ella tendía a enfocar la vida desde el punto de vista del todo o nada. Podría haberse llevado la maleta, pero si realmente se hubiese marchado para siempre, habría cerrado con llave desde fuera para luego deslizaría por debajo de la puerta. Un momento después, Arkady se encontró de rodillas, buscando en el parquet con la ayuda de una pequeña linterna. Lo que podría haber pasado, pensó, era que Isakov hubiese ido a buscar la maleta y se hubiera quedado con la llave para volver cuando quisiera, una posibilidad que Arkady estaba dispuesto a considerar como una buena noticia.

El pequeño haz de luz barrió el suelo como la esperanza en el fondo de un pozo.