10

La primera reacción de muchos rusos cuando Chechenia se proclamó nación independiente fue echarse a reír. El mundo del crimen moscovita estaba tan dominado por la mafia chechena que el anuncio se interpretó como si una banda de criminales se erigieran a sí mismos en gobierno. El problema fue que los chechenos creyeron esa proclamación y, más de diez años después, la guerra continuaba.

Arkady nunca había tratado de averiguar el pasado de Eva en Chechenia, no con la suficiente decisión; cuando en la conversación surgía el tema de la guerra, ella siempre se quedaba en silencio. Todo cuanto decía era que viajaba en moto de pueblo en pueblo para hacer sus visitas, lo que hacía que pareciera un paseo de domingo. Otros llamaban a esa ruta el Callejón del Francotirador. Pero algunas preguntas exigían atención: si Eva había entrado en el conflicto en el bando de los rebeldes, ¿cómo había acabado con las tropas rusas? ¿Cuánto tiempo había estado con Isakov? ¿En qué figura tan ridícula se había convertido Arkady? Era tarde para llegar a su cita, ¿debía correr hasta la plaza Mayakovsky y hacer estallar así sus pulmones?

No había señales de Ginsberg junto a la estatua de Mayakovsky. El vehemente poeta de la revolución se alzaba con un brazo de bronce extendido contra la nieve. Arkady se preguntó si el periodista acudiría en metro o en coche. La muchedumbre apiñada en el metro podía ser insoportable para un jorobado, y un taxi estaría atascado en medio del tráfico del que Arkady había escapado dejando el coche en medio de la calle y diciéndole al policía de tráfico que lo vigilase. Aun así, llegaba media hora tarde y estaba ansioso ante la posibilidad de que Ginsberg fuese el único ruso puntual.

Arkady se levantó el cuello de su chaquetón marinero. Las lámparas térmicas de los cafés al aire libre eran tentadoras. Ginsberg y él se sentarían debajo de una de ellas y girarían como un pollo asado. La segunda vez que pasó por la plaza vio que había dos coches de la milicia con las luces apagadas bloqueando una esquina donde trabajaba una máquina quita-nieve. El vehículo avanzaba y retrocedía en el mismo lugar. Cuando Arkady se acercó, un oficial salió rápidamente del coche más próximo y lo interceptó.

—¿Un accidente? —Arkady exhibió su credencial.

—Sí —respondió el policía, al tiempo que le insinuaba con la mirada que se largase de allí.

—¿Dónde están los coches?

—No hay coches.

—¿Por qué no dejáis pasar el tráfico entonces?

—Se supone que no debo decir nada.

Arkady no vio partes metálicas ni trozos de cristal en la calle.

—¿Un peatón? —preguntó.

—Un borracho. Estaba tirado en la calle cuando llegaron las máquinas quitanieve. Con la nieve que caía y la que levantaba la hoja, los conductores no veían casi nada. Simplemente le pasaron por encima. Lo aplastaron.

El otro coche patrulla encendió los faros delanteros. Las luces iluminaron unos montículos de nieve rosada.

—¿Sabe cómo se llamaba?

—No lo sé. Un judío, creo.

—¿Eso es todo?

—Un enano. Un enano judío. ¿Quién sería capaz de ver algo así en una noche como ésta?

—¿Llevaba algo consigo?

—No lo sé. Los detectives dicen que fue un accidente. Los detectives…

—¿Isakov y Urman?

El oficial regresó a su coche para comprobar el dato. La máquina juntaba y rascaba la nieve hasta convertirla en mármol rosado. El oficial gritó por encima del capó del coche patrulla.

—Sí, los detectives Isakov y Urman. Dicen que es una vergüenza pero fue un accidente, nada por lo que haya que montar un espectáculo.

—Bueno, no cabe duda de que son unos tipos muy ocupados.

Cuando Arkady regresó a la sede del Partido Comunista, la celebración se había reducido a Platonov, el propagandista Surkov y Tanya. Por qué se había quedado ella no estaba claro, aunque era evidente que Surkov estaba desesperado por impresionarla —las mujeres hermosas que paseaban por el cuartel general del Partido generalmente se habían equivocado de dirección—, y el grupo se había instalado en su oficina para que pudiese exhibir sus cuatro teléfonos, tres televisores y todos los mandos a distancia que necesitaba un profesional de los medios de comunicación. La pantalla de un ordenador portátil abierto encima del escritorio emitía un brillo azulado. Las paredes estaban cubiertas con fotografías de la pasada gloria soviética: la bandera rusa ondeando en el techo del Reichstag, un cosmonauta en la estación espacial Mir, un alpinista exultante en la cima del Everest… Una vitrina de cristal contenía un sable de Siria y un plato de Palestina, últimos tributos ofrendados al Partido.

Arkady quería decir algo acerca de Ginsberg, registrar la muerte del periodista de alguna manera. Era posible que Ginsberg estuviera borracho y cayese debajo de la máquina quitanieve; Arkady había visto al hombre tropezar en el bordillo fuera del edificio del palacio de justicia. Y era posible que Isakov y Urman sólo hubieran recibido la llamada. Era posible que la luna estuviese hecha de queso. Lo único cierto era que los dos detectives siempre iban un paso por delante de él, y lo que fuese que Ginsberg quería que Arkady viera había desaparecido.

La atención de los demás estaba concentrada en la camisa blanca de un uniforme que Surkov sacó de una caja de madera que llevaba el sello de Archivos Clasificados del PCUS.

—Su uniforme.

Surkov abrió la camisa y la colgó en el respaldo de una silla delante del ordenador. La tela estaba amarilla junto a las líneas de doblez, y despedía un ligero aroma a alcanfor.

—Le he hablado del avistamiento de Stalin en el metro —le dijo Platonov a Arkady—. Eso lo ha estimulado.

—Me marcho.

—Sólo unos minutos más.

—Sus efectos personales. —Surkov sacó un antiguo costurero, una fotografía de una muchacha pecosa en un marco ovalado y un pequeño saco de terciopelo que contenía una pipa de raíz de brezo con la cazoleta agrietada. Luego accionó ligeramente el cursor del ordenador—. Ésta es su película favorita.

En la pantalla, un hombre con un taparrabos de cuero se balanceaba en una liana en la selva. Luego Tarzán se posaba en la rama de un árbol y lanzaba un grito estridente.

—Conocemos al Stalin humano —dijo Surkov.

La arpista se encogió de hombros; parecía estar más interesada en la película.

—No creo que las lianas crezcan de ese modo, de arriba hacia abajo.

Un leve tono sibilante tocaba sus consonantes, un indicio de dialecto corregido que la hacía aún más encantadora.

—¿Cuál es su nombre completo, Tanya? —preguntó Surkov.

—Tanya.

—¿Tanya, Tanya?

—Tanya, Tanechka, Tanyushka —dijo Platonov.

—Están todos borrachos. Excepto usted —señaló a Arkady—. Tiene que ponerse al día.

—Esperad, con esto será perfecto. —Surkov sacó de una vitrina un busto de Stalin de yeso blanco y lo añadió al conjunto que había sobre su escritorio—. Ya está.

Arkady recordaba a su padre diciendo:

—A Stalin le encantaban las películas. —El general y su hijo estaban lustrando botas en la escalera trasera de la dacha. Arkady tenía ocho años y llevaba puesto un bañador y unas sandalias. Su padre se había quitado la camisa y los tirantes colgaban a los lados—. A Stalin le gustaban las películas de gángsters y, sobre todo, Tarzán de los monos. En una ocasión fui a cenar al Kremlin con los hombres más poderosos de Rusia. Stalin hizo que todos gritasen como Tarzán y se golpeasen el pecho con los puños.

—¿Te golpeaste tú también el pecho? —había preguntado Arkady.

—Yo fui el más ruidoso de todos. —El general se levantó de pronto y comenzó a aullar mientras se golpeaba los pectorales con los puños. Algunas cabezas se asomaron por las ventanas y eso hizo que se pusiera de un extraño buen humor—. Tal vez te deje algo en mi testamento después de todo. ¿No quieres saber qué es?

—Sí, por supuesto.

—Durante las reuniones de Estado Mayor, Stalin dibujaba lobos una y otra vez. Yo cogí uno de esos dibujos de la papelera y, algún día, ese dibujo tal vez sea tuyo. Pero no pareces muy entusiasmado.

—Lo estoy. Eso suena agradable.

Su padre lo miró de arriba abajo.

—Eres demasiado flaco. Debes añadir un poco de carne a tus huesos. —Pellizcó la oreja de Arkady hasta arrancarle algunas lágrimas—. Compórtate como un hombre.

—Spencer Tracy y Clark Gable eran los actores favoritos de Stalin —estaba diciendo Surkov—. Y Charlie Chaplin. Stalin tenía un maravilloso sentido del humor. Los críticos dicen que era enemigo de los artistas creativos pero nada podría estar más lejos de la verdad. Escritores, compositores y cineastas lo abrumaban pidiendo su opinión: «Por favor, camarada Stalin, leed mi manuscrito», «Mirad mi pintura, estimado camarada». Su análisis era siempre acertado.

—Pero nada de besos —terció Tanya.

—Las películas soviéticas como The Jolly Guys y Volga! Volga! Volga! No necesitaban sexo —dijo Surkov. Hizo un intento de coger la mano de Tanya, pero falló. Entonces se volvió hacia Arkady—. Fue la mejor época de su padre, ¿verdad? El gran maestro Platonov nos ha hablado de usted. Los hombres como usted aparentan ser neutrales o indecisos, pero tal como puede atestiguar el gran maestro, no tiene miedo de actuar. Algunos cuarteles denuestan a Stalin porque quieren que Rusia se derrumbe. Él es el símbolo que atacan porque construyó la Unión Soviética, derrotó a la Alemania fascista y convirtió a un país pobre en una superpotencia. Es cierto que algunas personas inocentes sufrieron, pero Rusia salvó al mundo. Ahora nosotros tenemos que salvar a Rusia.

—Usted comprende cuán ultrajante es que los Patriotas Rusos se apropien de Stalin —dijo Platonov—. Stalin es y siempre será nuestro. ¿No cree que si fuese a resucitar en el metro de Moscú nos lo habría hecho saber?

La situación se estaban volviendo un tanto absurda para Arkady.

—Tenemos que irnos.

—Quítese la chaqueta y quédese un rato con nosotros. No me deje sola con estos borrachos.

—Después de todos los problemas que tuve para que pudiese pasar el control de seguridad… —dijo Surkov—. Intentó pasar de contrabando un rollo de alambre de acero debajo del abrigo.

—Alambre para mi arpa.

—Tanya toca el arpa en el Metropol —dijo Arkady—. Yo la he visto. Nunca sé cuándo hará su siguiente aparición.

—¿Acero? —le preguntó Platonov a Tanya.

—Dura más que la tripa de oveja y es más barato que la plata y el oro.

—Antes de que se marche quiero decirle que yo fui un gran admirador de las campañas del general Renko y nunca creí en esos rumores —señaló Surkov—. La guerra es algo terrible, pero ningún general soviético coleccionaba orejas de los enemigos.

—Estaban secas y ensartadas como si fuesen albaricoques —repuso Arkady—. Hacía que los pilotos lanzaran las orejas con bengalas sobre las líneas alemanas. Si eres un muchacho de Berlín y es tu primera noche en las trincheras y comienzan a caer orejas desde el cielo, es probable que por la mañana ya no estés allí.

—¿Usted las vio?

—Mi padre solía traer recuerdos a casa.

—Bueno, lo importante es que regresó a casa; sólo Dios sabe qué fue lo que vio en el frente. Siendo usted quien es, tengo aquí algo que sabrá apreciar. Algo muy especial.

El jefe de propaganda colocó sobre el escritorio un gramófono esmaltado en negro, un plato giradiscos de fieltro y un brazo y una bocina decorados con arabescos plateados. De un álbum que no llevaba título, notas o créditos, extrajo un disco de 78 r. p. m. pesado y rígido. Sostuvo el disco por el borde con las puntas de los dedos y lo depositó suavemente en el aparato.

—La etiqueta está en blanco —señaló Arkady.

—Un único prensado, no para ser distribuido entre el público en general.

Surkov apoyó la aguja en un surco.

—¿Conoceré al intérprete? —preguntó Tanya.

—Es anterior a su época —dijo Platonov.

La acústica de la oficina pareció expandirse e incluir las toses nerviosas, los pies que se arrastraban y el miedo escénico de otra habitación. Finalmente, un piano comenzó a tocar una melodía.

—Beria al piano —dijo Surkov.

Beria, el hombre que había firmado condenas de muerte de quizá millones de sus compatriotas como jefe de la seguridad del Estado, se mostró vacilante al principio, pero fue cobrando confianza a medida que tocaba.

«¡Más de prisa!», ordenó alguien, y Beria cogió inmediatamente el tempo.

Tanya estaba sorprendida.

—Conozco esa melodía. Es Té para dos. Yo la toco.

—Beria también era un excelente bailarín —dijo Surkov.

—Yo también lo recuerdo a usted —le susurró Tanya a Arkady—. Estaba sentado con unos norteamericanos desayunando en el Metropol.

—Pensé que tenía los ojos cerrados.

—La gente se pone nerviosa si uno la mira cuando están comiendo. ¿Por qué estaba con esos dos norteamericanos?

—Tenemos un amigo común.

Arkady se refería a Petya.

—¿Baila? Surkov le tendió la mano a Tanya.

Ella se encogió de hombros y permitió que la arrastrase en una especie de polca alrededor del escritorio. Platonov los observaba con añoranza, echando de menos una compañera de juegos de su edad.

—¿La conoce bien? —preguntó Arkady.

—No la conozco de nada, pero una mujer hermosa siempre viste un lugar.

—¿Ha recibido más amenazas?

—No desde que me puse en sus manos. Está haciendo un excelente trabajo.

La aguja siseó sobre el disco. Comenzó a sonar un himno y Tanya se separó de Surkov con un suspiro audible.

Los himnos ortodoxos eran una lenta combinación de voces repetitivas e hipnóticas. Arkady se preguntó quién estaría en ese coro de carniceros. ¿Breznev? ¿Molotov? ¿Jruschov? Un potente barítono los guiaba a todos a través del chirrido de la aguja en los surcos.

—Ése es el mariscal Budyoni, el cosaco —explicó Surkov.

Arkady recordó que su padre consideraba que el mariscal Budyoni era el hombre más estúpido del Ejército Rojo, un viejo soldado de caballería que nunca había hecho la transición de los caballos a los tanques y valía al menos un batallón para los alemanes.

—¿Comunistas cantando himnos? —dijo Tanya.

—En tiempos de guerra rezas, seas ateo o no —repuso Platonov.

Ninguna de las canciones tenía introducción pero, como si respondiera a una orden, el himno dio paso a una sola voz que cantaba: «Busqué la tumba de mi amada mientras el dolor me partía el corazón. El corazón duele cuando el amor se ha ido. ¿Estás ahí, mi Suliko?».

—Es él —dijo Surkov.

La voz cotidiana de Stalin era tan seca e irónica como la de un verdugo. La canción reveló a un agradable tenor y un gusto sentimental por la melodía. Era un solo, Stalin y el piano, con Beria, presumiblemente, al teclado. El Gran Líder tenía un claro acento georgiano, pero es que la canción era originalmente georgiana, y el cuento era un clásico. Un amante abandonado descubre que la chica que busca ha sido transformada por la muerte. Cuando él la llama: «¿Estás ahí, mi Suliko?», un ruiseñor contesta: «Sí».

—Podría estar aquí con nosotros —señaló Surkov—, así de próximo suena.

—Entonces ha llegado el momento de marcharnos —dijo Arkady.

Tanya le pidió que la llevase.

—La gente que vino conmigo ya se ha ido y tengo el abrigo abajo.

—Quédate conmigo, Tanyushka —Surkov extendió los brazos.

Ella cogió el brazo de Arkady.

—Sálveme de este bolchevique chiflado. Es el Día Internacional de la Mujer. Protéjame.

—¿Viene? —le preguntó Arkady a Platonov.

—Deme sólo un minuto.

El almacén estaba perfilado en blanco por la luz de una farola de la calle. En el oscuro interior había colgadores, una fotocopiadora, un escáner y una trituradora de papel. Platonov aún tenía que bajar; en cambio, Suliko sonaba nuevamente en el gramófono y el tenor sentimental cantaba: «Vi una rosa que goteaba rocío que caía como una lágrima. ¿Tú también estás llorando, mi Suliko?».

—Baile conmigo —dijo Tanya.

—¿No ha bailado ya?

—Surkov no cuenta. —Ayudó a Arkady a quitarse el chaquetón marinero de los hombros y cogió sus manos entre las suyas—. Usted sabe bailar.

Arkady era capaz de bailar un vals. Era un interludio apropiado en una noche así; Stalin cantando, las ventanas temblando, Tanya apoyando la cabeza en su pecho. Qué pareja tan ridícula hacían, pensó; ella era la bella del baile y él tenía el aspecto de un hombre que debería estar paleando nieve. Tanya tenía callos en las yemas de los dedos, a causa del arpa.

—Lamento llevar el mismo vestido con el que me vio esta mañana. Estuve tocando para recepciones todo el día. Debo parecer una col aplastada.

—Un poco.

—Se suponía que debía decir que parezco una rosa blanca. No habla mucho, ¿verdad?

Arkady consideró hacer una apertura de gambito.

—¿Realmente quiere casarse usted con un norteamericano?

Ella alzó ligeramente la cabeza.

—¿Cómo lo sabe?

—La agencia Cupido. Ellos la describieron como bailarina. ¿Qué clase de baile?

Después de un momento, Tanya respondió:

—Moderno. ¿Qué más le dijeron sobre mí?

—Que no era mi tipo.

—El problema es que no les gusta la espontaneidad. Yo creo que cuando se presenta una oportunidad debes aprovecharla. ¿Qué piensa usted de la aventura?

—Es casi siempre incómoda. Dígame, ¿qué clase de amigos la traerían hasta aquí para luego marcharse sin usted?

—Bueno, ahora puedo contarles que escuché cantar a Stalin.

—Es asombroso. Conozco a algunas personas que aseguran que acaban de ver a Stalin.

—¿Están locos?

—No lo sé. —Ambos rozaron las mangas de los abrigos que había en un colgador—. Merece una pareja de baile mejor.

—Usted es exactamente lo que quería. ¿Tiene suerte con las mujeres?

—Últimamente, no.

—Tal vez su mala racha esté a punto de terminar.

Cuando la canción hubo acabado, Tanya se apartó de él de mala gana. Suliko fue reemplazada por un discurso, una de las famosas arengas de Stalin que podían extenderse durante horas porque el Gran Instructor siempre era interrumpido por aplausos que los periódicos describían como «regulares y estruendosos». En cualquier caso, nada que se pudiera bailar, pensó Arkady, y aunque percibió la decepción de Tanya, se puso el abrigo.

«Debemos aplastar y destruir la teoría que afirma que los saboteadores trotskistas no cuentan con grandes recursos. —Ahí estaba el otro Stalin, una voz como un martillo y palabras como clavos de carpintero—. Eso es falso, camaradas. Cuanto más avanzamos, más éxitos disfrutamos y más odiosos se vuelven los restos de las clases explotadoras. ¡Debemos aplastarlos y destruirlos!». Los aplausos estallaron mientras Surkov elevaba el volumen y permitía que el momento culminante de la adulación se derramara a través del gramófono.

Sin embargo, Arkady no dijo nada, porque Tanya había deslizado de pronto un garrote alrededor de su cuello y tiraba de él con fuerza. La fuerza en el brazo era el beneficio de tantos años tocando el arpa. Tanya estaba detrás de Arkady, pero él no se movía, y todo lo que ella debía hacer era inclinarse hacia atrás para inmovilizarlo. El fino alambre se clavó en su cuello y lo rodeó hasta quedar firmemente sujeto en las manos fuertes de la joven. Si no hubiese alzado el cuello del chaquetón, el alambre se hubiese convertido en un cuchillo circular. En cualquier caso, el alambre estaba demasiado tenso y profundamente clavado como para que el investigador pudiese quitárselo o aflojarlo. Cuando intentaba volverse o coger a Tanya, ella simplemente aplicaba más presión hacia el otro lado. No podía respirar ni gritar pidiendo ayuda porque su tráquea estaba cerrada.

Se oyeron entonces crecientes aplausos y gritos de «¡Expulsadlos!», y «¡Arrojadlos a los perros!».

Arkady sentía que se le hinchaba la cara. Tanya seguía llevándolo hacia atrás y desequilibrándolo, haciendo que golpease y volcase una pila de panfletos de una fotocopiadora. «Marx: preguntas frecuentes». Arkady tenía una o dos preguntas. Ella falló un golpe dirigido a la parte posterior de su rodilla. Si caía al suelo, Tanya podría arrastrarlo por el cuello y su muerte sería cuestión de segundos.

Aplausos sostenidos y gritos de «¡Las balas son demasiado buenas!».

La estrangulación se produce por etapas. Primero, incredulidad y un desesperado intento de resistencia. Segundo, el claro reconocimiento de que los recursos son cada vez menos. Tercero, espasmos, flaccidez y aceptación. Arkady se encontraba bien metido en la segunda etapa. Pateó la fotocopiadora y se dio impulso hacia atrás. En ese momentáneo relajamiento, golpeó su cabeza contra la de ella y oyó claramente el crujido de un hueso al romperse.

Aplausos estridentes y gritos de «¡Golpeadlos y golpeadlos y golpeadlos otra vez!».

Comenzaron a resbalar sobre un charco de sangre. Arkady le cogió una mano, aflojó el alambre lo suficiente como para encontrar un poco de aire, se lanzó hacia atrás y la emparedó entre las estanterías y una cascada de bombillas, bastidores de pósters, rotuladores y tijeras. Tanya soltó entonces el alambre y cogió unas tijeras al vuelo.

Aplausos estruendosos y exigencias de «¡Pisoteadlos como a gusanos!».

Tanya intentó clavarle las tijeras, pero el cuello alzado del chaquetón atenuó el impacto. Cuando ella buscó sus ojos, él bloqueó su brazo y la arrojó sobre la mesa de trabajo. Tanya cayó con las tijeras por delante sobre la guillotina para cortar las fotos, donde Arkady la cogió por la muñeca y, con una mano, inmovilizó la de ella sobre la superficie de corte mientras que con la otra alzaba la hoja.

Aplausos histéricos, todo el mundo de pie, profiriendo gritos, agitando los puños y volviendo a aplaudir con las palmas al rojo vivo.

Podía cortarle la muñeca. La mano. Los nudillos. Quizá, para una arpista, las puntas de los dedos sería suficiente.

Arkady se encontró participando de la acción, consciente de la sangre que manaba de la nariz rota de Tanya, su mano extendida y la forma en que miraba la hoja de corte.

—Compórtate —dijo en algo parecido a un graznido.

Tanya soltó las tijeras y cayó al suelo, sacudiéndose como si tuviese escalofríos. Luego dejó que él le atase las manos a la espalda con un cable alargador.

—¡Dios mío! —Surkov estaba en la puerta. Encendió las luces y de pronto un cuadro sangriento cobró vida—. ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Platonov entró detrás de Surkov, cada paso más lento que el anterior.

—¿Qué ha pasado aquí? ¿Acaso ha matado a un cerdo?

Estanterías, papeles, la fotocopiadora volcada descansaban en un charco de sangre y cristales rotos. Tanya estaba sentada contra una impresora, las piernas extendidas desde el vestido manchado de rojo. Echó la cabeza hacia atrás para detener la hemorragia.

—Mis panfletos. —Surkov trató de despegar un «Preguntas frecuentes» empapado de sangre de otro—. ¿Está loco, Renko? ¿Qué le ha hecho a Tanya?

A Arkady le dolía demasiado la garganta como para perder el tiempo contestándole. Con la esperanza de encontrar una agenda, volcó el contenido del bolso de Tanya sobre la mesa de trabajo: cigarrillos, encendedor, llaves de su casa, monedero, tarjeta de metro, el carnet de un gimnasio, de un cineclub de películas extranjeras y de un cibercafé, un pase para el conservatorio, un calendario de santos de la iglesia del Redentor y varios documentos de identidad de Tatyana Stepanovna Schedrina, una alma inocente incapaz de matar una mosca. Estaba mirando la única fotografía que llevaba en el bolso cuando las luces de unos faros cruzaron el patio. Arkady corrió hacia afuera pero sólo alcanzó a ver fugazmente un deportivo negro o azul. Por supuesto habría un transporte para que ella pudiese marcharse de allí; habría pensado en eso si no hubiese dedicado toda su atención a la fotografía. Era la misma foto de Tanya que había visto ampliada en el álbum de la agencia Cupido, la misma princesa de la nieve sobre la misma ladera de carbón. Sin embargo, la foto de la agencia en realidad era sólo la mitad de la imagen. La foto de Tanya incluía también a su compañero esquiador, un hombre corpulento vestido con un atuendo de un rojo atrevido y, aunque Arkady experimentó la sorpresa que siente la gente cuando ve rostros familiares en lugares extraños, no tuvo ningún problema en reconocer al detective Marat Urman.

Alzó la vista hacia los copos de nieve que cruzaban el haz de luz de una farola y se abrió el chaquetón para dejar pasar el frío. Más tarde, cualquier movimiento de la cabeza sería una verdadera tortura.

En ese momento, estar entumecido era bueno.