9

El tiempo pasado dentro del cajón refrigerado había alterado visiblemente a Kuznetsov. Parecía como si un niño de cuatro años lo hubiese coloreado, pintándole la cara, el vientre y los pies de un color marrón intenso y el resto del cuerpo de un azul pálido cosido en la parte delantera con un hilo fuerte y resistente. Se había aplanado ligeramente, tenía los ojos hundidos y la papada colgaba suelta. Olía a fruta podrida debido al contenido de azúcar en el alcohol.

Su esposa ocupaba la mesa contigua. La de él y la de ella. Arkady se quitó la chaqueta y se calzó unos guantes de látex mientras Platonov permanecía a su lado, como un hombre que espera que lo presenten formalmente.

—Está entrando usted en propiedad ajena. —Un joven patólogo entró resoplando en la sala de autopsias. Era pequeño, con una cualidad fresca, recién incubada—. Por mí no hay problema, pero los detectives dijeron que ya habían terminado con estos dos. Odiaría estar en la lista negra de Isakov y Urman.

—Como todos nosotros. ¿Mucho trabajo? —preguntó Arkady. Las seis mesas de granito estaban ocupadas, y el agua de las espitas caía sin interrupción, aunque no vio que se estuviese practicando ninguna autopsia.

—Hipotermia. Es una noche muy fría. Los recogemos pero no practicamos autopsias, a menos que se trate de muertes violentas.

—Algo que hicieron con los Kuznetsov.

—Sí.

—¿Y ahora ya han terminado?

—A menos que alguien los reclame.

—¿Y si no es así?

—A la fosa común.

—Entonces tiene tiempo para ayudarnos.

—¿A hacer qué?

—Busque la flauta.

A Platonov se le levantaron las orejas.

—¿Una flauta en una morgue? Ésa es la clase de cosas que sólo encuentro con usted, Renko.

El gran maestro había llegado al apartamento de Arkady de un humor de perros tras haber tenido que esperar varias horas antes de que lo recogiesen, lleno de quejas acerca de las viejas amantes.

—Cuando llegan a cierta edad, las mujeres no quieren practicar sexo con las luces encendidas; les gusta la oscuridad total. —Le había mostrado a Arkady los arañazos y las magulladuras recibidos al cruzar el dormitorio—. Mientras que un hombre de esa edad tiene que visitar el baño bastante a menudo durante la noche. Entre las botellas de champán, el maldito gato y la mesilla baja, era una carrera de obstáculos.

Platonov parecía animado al ver a los muertos en la morgue, los casos de hipotermia de ese día, cadáveres llovidos del cielo, frágiles y descoloridos y viejos, pero no tan viejos como él.

—Ésta es la Casa de los Muertos, el trasbordador de la laguna Estigia —anunció Platonov—. ¡El jaque mate final! —Con su abrigo raído y su sombrero deformado, se paseaba entre los cadáveres, leyendo las fichas, satisfecho consigo mismo, mientras decía—: Más joven, más joven, más joven… más joven. Esto vuelve filosófico a un hombre, ¿verdad, Renko?

—A algunos los vuelve filosóficos; otros simplemente vomitan.

El patólogo regresó con un secador de pelo y el estuche de una flauta. Del interior del estuche sacó un paño de terciopelo y desenvolvió un cilindro de cristal de dimensiones más propias de un silbato que de una flauta. El cilindro estaba lleno de cristales morados. Cada uno de ellos tenía un tope de goma.

—Ésta es la flauta. —Arkady depositó el cilindro en las manos de Platonov—. Su tarea es calentarlo.

—¿Qué hay dentro?

—Cristales de yodo. Trate de no aspirar los vapores.

—Paso unas noches muy interesantes con usted, Renko, sinceramente.

Con la ayuda del patólogo, Arkady hizo girar el cadáver de Kuznetsov hasta dejarlo boca abajo. La herida de la cuchilla en la parte posterior de la cabeza llegaba hasta el hueso.

—Un solo golpe; toda una hazaña para una mujer que estaba tan bebida que apenas si podía mantenerse de pie —comentó Arkady.

—Oí decir que confesó dos veces —dijo el patólogo—, una en la escena del crimen y otra en la celda.

—Y después se tragó la lengua.

La espalda de Kuznetsov estaba cubierta de lunares y diversos manojos de pelo le crecían en los omóplatos, donde los ángeles tenían las alas.

Entre los omóplatos tenía un tatuaje del tamaño de un disco de hockey. Se trataba de un escudo con la palabra OMON escrita en la parte superior, TVER en la parte inferior y, en el centro, la cabeza de un tigre, el emblema de los Boinas Negras.

Arkady sacó una copia de la fotografía que Zoya le había entregado en la que aparecía el tatuaje de su esposo, un tigre haciendo frente a una manada de lobos. La cabeza del tigre de Filotov y el tigre del OMON eran idénticos. Ahora que tenía un punto de referencia, Arkady vio que el resto del tatuaje de Filotov —los lobos acobardados, el denso bosque y el río de montaña— era un añadido posterior, incluido el nombre de la ciudad, TVER, que el artista había escrito en una rama.

El patólogo encendió el secador de pelo y pasó el aire caliente por los brazos del hombre muerto.

—Las huellas digitales sobre la piel son engañosas porque la piel siempre está creciendo, transpirando, mudando, estirándose, plegándose, frotándose. Esto es sólo una demostración, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —dijo Arkady.

El patólogo insertó un tubo de plástico dentro del tope de goma en un extremo del cilindro, quitó el tope del otro extremo, puso el extremo suelto del tubo entre los labios y sopló. Sopló suavemente mientras movía el extremo abierto de la flauta arriba y abajo de los brazos del muerto, expulsando vapores de yodo caliente que se combinaban con los aceites de la piel para hacer visible una huella latente; una tarea sencilla que requería cuidado porque los vapores de yodo podían corroer el metal, con más razón los suaves tejidos de la boca.

Como si del revelado de una fotografía se tratara, las huellas de la palma, el talón y los dedos de unas grandes manos aparecieron en tonos sepia alrededor de las muñecas de Kuznetsov.

Platonov estaba excitado.

—¡Ha encontrado lo que estaba buscando!

—Borroso —dijo el patólogo—. Demasiados giros y torsiones, no hay ni una sola huella aprovechable.

En cierto sentido era el peor resultado posible, pensó Arkady, más una cuestión de temores confirmados que de conocimiento obtenido. En ese instante sonó su móvil; era un mensaje de texto: «Reunión urgente, tú sabes dónde». Debía de ser de Victor. Arkady acusó recibo de la llamada y se volvió hacia la esposa de Kuznetsov. Tenía el color indefinido de una alfombra vieja, y posiblemente eso era lo que había sido en vida, con sus magulladuras y costras, algo sobre lo que Kuznetsov se había limpiado las botas. La cabeza estaba ligeramente arqueada hacia atrás, la boca y los ojos entreabiertos.

—¿Puede alguien tragarse la lengua? —preguntó Platonov.

—La lengua es un músculo firmemente sujeto a la boca —explicó el patólogo—. Nadie puede tragársela.

—Tiene sangre seca en las fosas nasales —dijo Arkady.

—Esta mujer no murió a causa de una hemorragia nasal.

—¿Entonces qué le pasó? No parece muy feliz.

—Entre fallo cardíaco congestivo, neumonía, diabetes, cirrosis hepática y su nivel de alcohol, ¿quién sabe? Su corazón se paró. ¿Debo repetir el procedimiento con ella?

—Por favor.

El patólogo desplazó la flauta alrededor de los brazos y no encontró ninguna huella, borrosa ni de cualquier otra clase. Pero los ojos de la mujer decían algo, pensó Arkady.

—El rostro —dijo—. Inténtelo en el rostro.

El patólogo se inclinó sobre ella con la flauta y, cuando se apartó, la huella de una mano apareció claramente sobre la nariz y la boca. Las huellas individuales estaban borrosas.

—Si alguien le mantuvo la boca cerrada y le apretó la nariz —sugirió Arkady—, quizá desde atrás, un hombre corpulento entrenado en la lucha cuerpo a cuerpo, que la levantó del suelo y exprimió el aire de sus pulmones…

—Entonces la lengua, sí, podría haberse retraído, obstruyendo de alguna manera las vías respiratorias. No puedo decir en qué medida.

—¿Cuánto tiempo llevaría eso?

—Si se quedó sin aliento al principio, teniendo en cuenta el estado del corazón y el nivel de alcohol en la sangre, prácticamente nada. Pero pensaba que esta mujer estaba encerrada en una celda custodiada por la milicia.

—Lo estaba. Sacaremos fotos de estas huellas antes de que se borren.

—¿Qué piensa hacer con ellas? —preguntó Platonov.

—Probablemente nada.

A pesar de todo, Kuznetsov había sido un Boina Negra de Tver, al igual que Isakov y Urman, y los tres habían servido en Chechenia. Resultaba difícil creer que los detectives no hubiesen reconocido a su viejo camarada incluso con una cuchilla clavada en la cabeza.

Lo que quedaba del Partido Comunista cabía en un edificio de estuco gris de dos plantas situado lejos del bulevar Tsvetnoy, frente al circo. En la planta baja había un mostrador de seguridad con un guardia de pelo canoso y un salón con montones de panfletos y material para enviar por correo. En la planta alta funcionaba el cuartel general del Partido: oficinas, secretarias, sala de reuniones y abrigos por todas partes, abrigos colgados y botas apiladas en la prisa por llegar a la mesa de la sala de reuniones, donde se servía champán dulce y las bandejas ofrecían caviar rojo, pescado ahumado, tocino tan fino que era casi translúcido, pan moreno y lonchas de carne de caballo curada. De la pared colgaba una fotografía de Lenin, una bandera soviética roja y un anuncio de campaña que rezaba: «¿Quién robó Rusia?».

—Como en los viejos tiempos —dijo Platonov—. Los cerdos, al matadero. —Apiló varias salchichas sobre un panfleto que llevaba por título «Marx: preguntas frecuentes»—. ¿Quiere salchichas?

—No, gracias.

Hacía años que Arkady no había visto semejante concentración de Homo sovieticus. Supuestamente extintos, allí estaban todos inalterados, con sus trajes de mala calidad, sus ojos empañados, sus ceños engreídos; probablemente sus estómagos jamás se habían perdido una comida. No vio a ninguno de los ancianos que protestaban en la plaza Roja por sus miserables pensiones bajo el intenso frío.

Arkady regresó al salón.

—Me marcho. Ahora que está rodeado de amigos no corre peligro.

—¿Estos cretinos gorrones? Los tíos inteligentes, mis verdaderos amigos, abandonaron el Partido hace años. Esto es todo lo que queda, nada más que ratas estúpidas que se hartan de vino mientras el barco se hunde.

—¿Por qué no se marchó?

—Yo era un hijo de la revolución, lo que significa que era ilegítimo —explicó Platonov—. Un bastardo, si lo prefiere. Seguí los pasos de un regimiento, así fue como me aficioné al ajedrez, y cuando Hitler y su pandilla invadieron Rusia me presenté voluntario en el ejército. Tenía catorce años. En mi primera batalla, de dos mil hombres sólo sobrevivieron veinticinco. Yo conseguí sobrevivir a la guerra y luego representé a la Unión Soviética en ajedrez durante cuarenta años. Soy un zorro demasiado viejo para perder las mañas. Quédese a comer algo y podremos conversar.

—He quedado para cenar con un colega.

Si eso significaba tomar un trago con Victor, pensó Arkady. Y, más tarde, reunirse con Ginsberg, el periodista, para que le diese una lista de Boinas Negras que habían servido con Isakov en Chechenia.

El investigador se hizo a un lado para permitir que entrasen los que llegaban tarde. Entre ellos estaba Tanya, la arpista del Metropol, con el mismo vestido blanco. Con su pelo dorado parecía un personaje de un cuento de hadas. Al pasar junto a ellos susurró unas palabras de disculpa, en absoluto la infatigable esquiadora que la foto de la agencia Cupido la había hecho parecer.

—¿Volverá? —le preguntó Platonov a Arkady—. No me quedaré hasta muy tarde; mañana debo estar bien despierto.

—Nuestro gran maestro Ilya Sergeevich asistirá a un torneo de ajedrez y hará los honores de jugar con el ganador. —Un hombre grueso de pequeña estatura sacudió ligeramente el codo de Platonov—. Será televisado, ¿verdad?

—Grabado. Grabado y quemado, espero —respondió el anciano.

—Soy Surkov, jefe de propaganda. —El hombre le tendió a Arkady una mano húmeda—. Sé quién es usted. Aquí no necesita presentarse.

—Éste es uno de los cretinos de quienes le estaba hablando —le dijo Platonov a Arkady.

—El gran maestro es uno de nuestros miembros más famosos y respetados —señaló Surkov—. Un vínculo con el pasado. Siempre está bromeando. El hecho es que, actualmente, somos un partido completamente distinto: moderno, abierto y deseoso de adaptarse.

—Desde que nos metimos en la mierda —masculló Platonov.

—Esa clase de comentarios no ayudan en absoluto. Tenemos que ser optimistas. Le estamos dando una oportunidad al pueblo —dijo Surkov alzando la voz hacia Arkady, que ya se dirigía hacia la puerta.

Lo único que lamentaba el investigador era que, para cuando regresara, Tanya ya se habría marchado. No se trataba tanto de atracción como de curiosidad. Había algo en ella que le resultaba familiar, algo aparte del hecho de que esquiase o pulsara las cuerdas del arpa.

Cuando Arkady se alejó en el coche pasó junto a la estatua de un payaso montado en un monociclo que se alzaba en el bulevar para señalar el circo. Con la nieve arremolinándose alrededor de él, tuvo la impresión de que el payaso estaba pedaleando hacia la entrada del circo en un momento y hacia las oficinas del Partido un momento después, inclinándose ante la comedia burda y luego ante la farsa.

El Gondolier exhibía murales del Gran Canal, aunque el restaurante estaba situado en la calle Petrovka, a media manzana del cuartel general de la milicia, y sus clientes eran detectives que acudían allí para emborracharse. El pedido habitual eran cien mililitros de vodka si el día había sido bueno; doscientos si había sido malo. Los clientes habituales contaban esa jornada con el refuerzo de oficiales del OMON, con sus uniformes negros y azules, que celebraban la absolución por homicidio de su excolega Igor Borodin. Los gritos de «¡pizzas a domicilio!», provocaban sonoras carcajadas, y el clamor había llevado a Victor a uno de los reservados de la parte trasera, donde estaba sentado como una araña contemplativa.

Cuando Arkady se reunió con él, Victor señaló la gran distancia que lo separaba de la barra y dijo:

—Siento que estoy demasiado lejos de la teta de mi madre.

—Pareces estar bien provisto.

El antebrazo de Victor protegía una botella.

—No tienes compasión, investigador Renko. Eres un tipo cruel. Si estás bebiendo en la barra, la botella está al alcance de tu mano. Si te sientas aquí podrías morir de sed esperando a que te sirvan. Los buitres podrían arrancarte la carne de los huesos y nadie lo notaría.

—Es una imagen triste. ¿Esto es lo que has estado haciendo todo el día?

—¿Os habéis dado cuenta de cuán presumida puede ser la gente sobria? —preguntó Victor a nadie en particular.

Arkady miró hacia la barra. En general, los detectives tendían a ser hombres mayores bastante silenciosos, a menudo excedidos de peso, con ceniza de cigarrillo en la pechera de sus jerséis y una pistola encajada en la parte de atrás de la cintura. En comparación, los Boinas Negras, con sus uniformes negros y azules y las pistolas en sus fundas, eran jóvenes con los músculos abultados. También había civiles, hombres y mujeres, a quienes les gustaba codearse con la policía, invitarlos a un trago y escuchar una buena historia.

—Esta noche no cabe un alfiler.

—Es viernes.

—Exacto. —Siempre era bueno estar al día, pensó Arkady—. De hecho, es el Día Internacional de la Mujer.

—Creo que no conozco a ninguna mujer.

—¿Y qué hay de Luba?

—¿Mi esposa? Bueno, ella no cuenta.

Arkady miró su reloj. Se suponía que debía reunirse con Ginsberg dentro de cinco minutos.

—Espero que hoy no le hayas arrancado el cuero cabelludo a nadie.

—No, gracias. Estuve revisando las cintas de Zelensky…

—¿La cinta de Stalin o la porno?

—… e hice circular entre mis colegas de Antivicio una foto de una escena de las cuatro prostitutas que vieron a Stalin en el andén del metro. Ninguno las reconoció. Los chulos y las prostitutas son muy estrictos en cuanto a su territorio. Esas chicas debieron de aterrizar en paracaídas.

—Bien.

Victor podría haberle dicho todo eso por teléfono, pero Arkady quería mostrarse alentador.

—También sospeché que alguien tan virtuoso como tú no habría examinado esa película porno tan cuidadosamente como lo haría yo.

—Estoy seguro de que no te perdiste un solo detalle.

—¿Recuerdas a Skuratov?

—Sí.

Skuratov era un fiscal general que amenazó con investigar la corrupción en el Kremlin. Su carrera se vio truncada por la publicación de una cinta de vídeo en la que aparecía él, o alguien que se parecía a él, retozando en una sauna con un par de chicas desnudas.

—Skuratov negó que él fuese el tío que estaba recibiendo el masaje, pero un jefe de espías llamado Putin analizó la cinta y declaró que el hombre era Skuratov. Al poco tiempo tuvimos un nuevo fiscal general y ahora el espía es presidente. Una vez más, la historia gira alrededor del culo de una mujer. La moraleja es: examina todas las evidencias; nunca sabes cuándo o cómo llegará tu oportunidad.

Arkady volvió a mirar el reloj.

—Debo marcharme.

—Espera. —Victor abrió una carpeta y sacó una fotografía en la que se veía a una pareja en la cama—. El hombre es Boris Bogolovo, llamado Bora, de Tver. Tuviste un encuentro con él fuera de la estación de metro de Chistye Prudy.

—Resbaló en el hielo. —Arkady reconoció a la estudiante Marfa, pero lo que llamó su atención fue el tatuaje de la cabeza de tigre en el pecho de Bora—. OMON.

—Correcto. Sin embargo, ahora viene el final sorpresa. —Victor sacó la foto de un hombre cuyo pelo largo le ocultaba el rostro. En el hombro llevaba el tatuaje del tigre de OMON enfrentándose a una manada de lobos. Las palabras «OMON» y «TVER» estaban escritas en un intrincado fondo en el que se veía un puente de piedra, sauces y un río de montaña. Junto a la foto, Victor colocó la imagen que les había proporcionado Zoya Filotova—. Es Alexander Filotov, su esposo. Y el tatuaje, debo reconocerlo, es una obra maestra.

—O una diana.

Cuando Arkady se marchó del lugar tuvo que abrirse paso entre los Boinas Negras que bebían junto a la barra. Eran hombres grandes y bebían al unísono, golpeando los vasos sobre el mostrador, dejando que el cantinero los llenase de vodka hasta el borde y a la orden de «¡Adelante!», los vaciaban de nuevo de un trago. Un trabajo duro; todos sudaban y tenían los rostros encarnados.

—¡Pizzas a domicilio! —gritó el perdedor; no dejaba de ser gracioso.