8

Igor Borodin estaba sentado y transpiraba profusamente en una jaula de cristal a prueba de balas. Había engordado desde sus días en el OMON, su traje parecía a punto de estallar e iba mal afeitado. La luz del sol invernal se filtraba desde los altos ventanales sobre el emblema del águila doble colocado encima del banco del juez y llegaba hasta la tribuna del jurado, hasta las mesas de los abogados y, separado por una baranda de madera, hasta el público. Los colores eran los tonos pastel y madera propios de una cocina sueca, y el olor a yeso y aserrín era un recordatorio de que gran parte del edificio del palacio de justicia aún estaba en construcción. Arkady se acercó de puntillas hasta el último asiento disponible, junto a una mujer de piel aceitunada que llevaba un vestido negro y un chal. Una fila más atrás, un hombre de baja estatura con una barba canosa tomaba notas en un cuaderno. La mitad de la sección pública estaba ocupada por hombres que llevaban el uniforme negro y azul de los Boinas Negras, un cuerpo de individuos duros cuyos rostros expresaban una clara impaciencia por el proceso judicial. A uno de los hombres le faltaba un brazo, el rostro de otro estaba chamuscado con un repugnante color violeta y algunos exhibían simplemente la mirada vacía de los veteranos de guerra. En la sala la calefacción era excesiva, y la mayoría de los presentes tenía los abrigos sobre el regazo; uno de los Boinas Negras se había desabrochado la camisa lo suficiente como para dejar a la vista el tatuaje de un tigre del OMON. Nikolai Isakov y Marat Urman ocupaban el lugar de honor en la primera fila. Isakov no mostró ninguna reacción al ver a Arkady, aunque este último tuvo la impresión de ver unos intensos ojos azules mirando a través de una máscara. Urman vio al investigador y meneó la cabeza.

Era el segundo día del resumen. Los hechos eran que Makhmud Saidov, veintisiete años, casado y con un hijo, había entregado una pizza en el apartamento de Borodin, treinta y tres años, pintor de brocha gorda, divorciado. Saidov esperaba una propina y estaba decepcionado. Mientras aguardaba a que llegase el ascensor, Saidov se preguntó en voz alta cuándo aprenderían los rusos que todos los repartidores de pizzas del mundo dependían de las propinas. Borodin volvió a abrir la puerta de su apartamento y ambos hombres intercambiaron unos insultos. Luego Borodin abandonó la puerta por segunda vez, regresó con su pistola de servicio y mató a Saidov de un disparo en la cabeza.

La defensa argumentó que Saidov había abusado verbalmente de Borodin, un veterano de guerra que sufría de estrés postraumático. Aunque los insultos no eran excusa suficiente para cometer un asesinato, habían provocado una reacción que Borodin no pudo controlar. De hecho, según el dictamen de un psiquiatra, Borodin disparó su arma en lo que consideró sinceramente un acto de defensa propia. En ese momento no veía a un repartidor de pizzas; Borodin veía a un terrorista que debía ser eliminado.

—Pero no era un terrorista —le susurró la mujer a Arkady—. Mi Makhmud no era un terrorista.

Borodin se quitó la chaqueta. Estaba absorto, como si escuchase una historia completamente nueva para él. Desde los asientos públicos, sus viejos camaradas le daban ánimos alzando los pulgares, y los miembros de la tribuna del jurado estaban completamente atrapados. El jurado popular era una reforma solicitada insistentemente por Occidente. Los abogados defensores siempre habían sido suplicantes, los jueces omnipotentes, y los fiscales eran los encargados de dirigir el espectáculo. Ahora el espectáculo tenía un nuevo público.

El abogado de Borodin llamó a Isakov al estrado de los testigos, leyó la notable hoja de servicio como capitán en los Boinas Negras y le preguntó acerca de Borodin. La respuesta de Isakov no fue concisa, pero sí eficaz.

—Fui el comandante en jefe del sargento Borodin durante diez meses. En esa época, el OMON formaba la punta de lanza de las fuerzas rusas en Chechenia, lo que significaba un enfrentamiento constante con los rebeldes. A veces, con sólo cuatro horas de sueño en dos días; a veces, tan alejados de cualquier apoyo logístico que pasábamos varios días sin comida, combatiendo a un enemigo que se ocultaba entre la población civil y no respetaba ninguna de las reglas de la guerra. El enemigo podía ser un soldado curtido, un fanático religioso o una mujer que transportaba explosivos en un cochecito de bebé. Hacíamos amigos donde podíamos y tratábamos de construir líneas de confianza y comunicación con los ancianos de las aldeas; sin embargo, con la experiencia aprendimos a no confiar en nadie excepto en los hombres de nuestra unidad. En diez meses, en esas condiciones, Borodin jamás dejó de obedecer una orden. No puedo pedir más de un hombre.

El acusado se irguió en la silla para recibir el mayor elogio obtenido en su vida y se abrió la camisa. En la base del cuello lucía un tatuaje del escudo del OMON. Arkady pudo sentir cómo los veteranos tragaban en seco, y vio la forma en que se inclinaban hacia adelante para no perderse una sola palabra.

—¿Participó el acusado en la famosa batalla del puente Sunzha?

—Yo diría que más bien fue una escaramuza, pero sí, el sargento Borodin estaba allí.

—Estoy seguro de que fue algo más que una escaramuza. ¿Podría relatar al juez y a los miembros del jurado los hechos ocurridos ese día?

—Ese día nuestra tarea consistía en controlar y comprobar el tráfico que circulaba por el puente. No se preveía ningún ataque importante por parte de las fuerzas rebeldes, y cuando nos enteramos de que se había producido una incursión terrorista en el hospital de campaña del OMON, ya era demasiado tarde para traer refuerzos.

—Pero se mantuvieron firmes en sus posiciones.

—Cumplimos nuestras órdenes.

—¿El sargento Borodin se mantuvo firme?

—Sí.

—Contra un enemigo que los superaba en una proporción de ocho a uno.

—Sí.

—En ese combate, ¿hubo alguna clase de comunicación entre los terroristas y sus hombres? No me refiero a la comunicación por radio, sino a gritos o insultos.

—No de nuestra parte. Nosotros éramos muy pocos y no queríamos revelar nuestras posiciones. Los chechenos proferían numerosos insultos.

—¿Por ejemplo?

—«¡Rusos, habéis recorrido un largo camino para morir!». «Iván, ¿quién visita hoy a tu esposa?», aunque, obviamente, no empleaban la palabra «visita». «Los perros se comerán vuestros huesos»… Cosas así.

—Nuevamente, ¿cuántos terroristas había allí?

—Aproximadamente, cincuenta.

—¿Cuántos hombres integraban su pelotón?

—Seis, incluyéndome a mí.

—¿E incluyendo al sargento Borodin?

—Sin duda, al sargento Borodin también.

—Bajo el fuego enemigo, superados claramente en número, con las balas volando por todas partes, Igor Borodin oyó que alguien gritaba «Los perros se comerán vuestros huesos». ¿Es eso correcto?

—Sí.

—Me remito ahora a la transcripción del testimonio de los vecinos de Borodin, quienes oyeron una acalorada discusión en el rellano de la escalera y Makhmud Saidov gritó: «¡Que los perros te coman los huesos!». En ese momento, la mente de Borodin se quebró. Volvió a ser el sargento Borodin en el río Sunzha, protegiendo a su país.

La mujer del chal volvió sus ojos oscuros hacia Arkady.

—Y después se comió la pizza —susurró.

Más tarde hubo un receso para el almuerzo.

Ginsberg era una figura baja y angulosa con un abrigo y una gorra negros que caminaba con su enorme cabeza dirigiendo el resto de su cuerpo. Arkady lo siguió fuera del edificio de los tribunales y a través de un sendero que discurría entre árboles jóvenes con raíces envueltas en arpillera, hasta un carrito de helados situado en la acera. De cerca, la barba y las cejas del periodista eran de un gris desgreñado, tenía los ojos ligeramente juntos, y Arkady comprobó que el hombre estaba bebido. Al mediodía… Arkady pidió un cucurucho de helado de chocolate; Ginsberg tenía en las manos un polo de naranja y un cigarrillo. Comieron los helados mientras la nieve se arremolinaba alrededor de ellos, como un par de esquimales, pensó Arkady.

—Deme aire fresco, nicotina, azúcar y color artificial —dijo Ginsberg—. Un capuchino no estaría mal. Aunque es importante mantener la espuma y el color artificial fuera de la barba para no resultar demasiado cómico. ¿Qué quiere, investigador Renko?

—Un poco de información.

—Un poco de información es algo peligroso.

Ginsberg resbaló en el bordillo y habría caído al suelo si Arkady no llega a sujetarlo de la manga del abrigo.

—Usted escribió un artículo para Izvestia sobre la batalla que contribuyó a hacer de Nikolai Isakov un héroe nacional.

Arkady miró a Ginsberg a los ojos y vio que la inteligencia trataba de salir a la superficie.

—Sí.

—¿Entrevistó a Isakov?

—Viajé con su unidad durante un mes en su primer turno de servicio. Era el único periodista en el frente. Isakov decía que los periodistas de tamaño normal ocupaban demasiado espacio.

—¿Se hicieron amigos?

—Los rusos generalmente tienen dos reacciones seguras: golpear a un judío y reírse de un jorobado, lo que me hacía doblemente vulnerable. Pero Isakov no era nada de eso.

—De modo que eran amigos.

—Sí.

—Usted lo admiraba…

—Era un hombre instruido. No es lo que uno espera de un Boina Negra en una zona de combate. Por supuesto, yo lo admiraba, y ahora es candidato por los Patriotas Rusos. Ha cambiado.

—Yo pensé lo mismo, de modo que me resultó extraño que hoy, en la sala, no estuviese sentado junto a él o incluso que no intercambiasen algunas palabras. Ambos se ignoraron mutuamente. ¿Por qué?

—¿Es ésa su pregunta? ¿Cuál es ahora mi relación personal con el detective Isakov?

—Con él y con Marat Urman.

—¿Quiere mi opinión oficial? Isakov y Urman son Boinas Negras veteranos y Patriotas Rusos respetados, y la batalla del puente Sunzha ejemplificó el espíritu de lucha del OMON. ¿Qué le parece eso?

—¿Entonces por qué el OMON mantiene a Isakov con el rango de capitán? —preguntó Arkady—. ¿Por qué no lo ascendieron después de una victoria tan impresionante? ¿Qué fue lo que falló?

—Pregúntele al mayor Agronsky. Él era el jefe de la junta de recomendación.

Ginsberg se tambaleó en el bordillo y se echó a reír.

—Tal vez Agronsky no sabía contar. ¿Usted sabe contar? Cincuenta rebeldes contra seis Boinas Negras. No, yo nunca lo dije. Saludemos a la bandera roja. ¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!

La entrada al nuevo edificio del palacio de justicia era de vidrio, por lo que Arkady vio a los Boinas Negras reunidos en el vestíbulo. Las botellas de cerveza aparecieron de ninguna parte. El alcohol estaba estrictamente prohibido en el recinto del edificio, pero los guardias habían iniciado una prudente retirada. Desde el vestíbulo, Urman cruzó su mirada con la de Arkady.

Ginsberg también reparó en Urman.

—Marat me llama enano. Lo que soy en realidad es alguien abreviado. La versión abreviada de un periodista, no sólo en estatura, sino también en lo que escribo. Dicen que sólo la tumba puede corregir la joroba. ¡No es verdad! Mis editores me corrigen todo el tiempo. Y los editores dicen que en estos tiempos turbulentos necesitamos héroes que nos defiendan de los terroristas. Necesitamos policía antidisturbios, aunque eso signifique que el OMON provoque los disturbios y golpee a cada «negro» que encuentren en la calle, entendiendo por «negro» cualquier persona más oscura que los delicados y rosados rusos. Chechenos, caucasianos, africanos, un judío o dos. No estoy diciendo que el OMON obedezca órdenes; no, es peor que eso, está siguiendo los impulsos más oscuros del Kremlin. De modo que corre algo de sangre y la policía no toca al OMON porque los Boinas Negras son la policía. Aunque una persona podría preguntarse si esos superhombres son realmente tan buenos como dicen. En cuanto al rescate de rehenes, ¿recuerda el sitio a la escuela de Beslan? El OMON arruinó esa operación y allí murieron cientos de alumnos. ¡Cientos!

—¿Quiere ir a algún lugar y sentarse?

—No. No estoy diciendo que estén todos podridos; muchos de ellos son buenos. Él era el mejor. —Ginsberg hizo una seña con la cabeza hacia el vestíbulo, adonde había llegado Isakov, que parecía estar ofreciendo palabras tranquilizadoras—. Todos con sus uniformes azules y negros. En Chechenia parecían piratas con barbas, pañuelos, tatuajes, e Isakov era el capitán de los piratas. Ellos amaban a Isakov.

—Pero hay algo más…

—Siempre hay algo más. Eso es la guerra. Es como estar sumergido en ácido. Tarde o temprano te alcanza. Te come. —Ginsberg encendió un cigarrillo con la colilla de otro, una operación delicada en su estado—. ¿Cuál es su interés en Isakov?

«Envidia», pensó Arkady, pero en cambio dijo:

—El nombre de Isakov apareció en una investigación, aunque no digo que necesariamente esté incriminado.

—¿Se trata de un asunto interno de la milicia?

—No puedo decir nada más.

—Si lo es, permítame que le haga una advertencia: Isakov tiene amigos muy poderosos.

—Sólo digamos que quiero la verdad.

Ginsberg retrocedió para mirar a Arkady.

—¿Un buscador de la verdad? Eso me temía. Luego querrá un unicornio. La verdad no existe. No hay dos personas que coincidan en nada; sólo hay versiones. Yo soy un excelente ejemplo de lo que estoy diciendo. Ni siquiera puedo estar de acuerdo conmigo mismo. Por ejemplo, la famosa batalla del puente Sunzha. Una versión describe una resistencia de seis Boinas Negras contra cincuenta terroristas chechenos. En esa versión, la batalla se libró en el río Sunzha, los dos bandos disparando a través del río hasta que los chechenos se batieron en una ignominiosa retirada. Resultado final: catorce rebeldes muertos por nuestros excelentes tiradores y sólo uno de nuestros hombres con algo más que un rasguño. La segunda versión dice que, de los catorce rebeldes muertos, ocho recibieron disparos en el pecho o la cabeza a quemarropa, dos en la espalda, dos con comida aún en la boca. Y no se desperdició una sola bala. Una puntería realmente increíble. Ningún disparo no mortal de necesidad en brazos o piernas. En otras palabras, en la segunda versión, lo que ocurrió en el puente Sunzha no fue una batalla, sino una ejecución de todos los chechenos que se encontraban por casualidad en el campamento de Isakov ese día. Fue una carnicería.

—¿Los chechenos iban armados?

—Sin duda, los chechenos van armados habitualmente. Y si no lo estaban, los hombres de Isakov habían estado registrando las casas y confiscando armas durante semanas. Tenían un montón de armas para añadir.

—¿Hubo algún testigo superviviente?

—No. Yo llegué en helicóptero pocos minutos después de la matanza porque debía unirme nuevamente a la unidad de Isakov. Había sido invitado personalmente por él. Cuando nos acercábamos pude ver a Marat Urman que dirigía a Borodin y a los demás corriendo alrededor de un camión. La mitad de los chechenos estaban junto a una hoguera. No se parecía a ningún enfrentamiento armado que yo hubiese visto nunca. Cuando estábamos a punto de aterrizar, Marat nos hizo señas de que nos alejáramos. Lo cancelaron todo desde tierra. Nada de entrevistas, imposible unirse al pelotón. Tuvimos que dar media vuelta. De pronto, hasta yo ocupaba demasiado espacio.

—¿Y qué hay del resto del pelotón? En ese puente había seis Boinas Negras. Isakov, Urman y Borodin hacen tres. ¿Quiénes eran los otros tres?

—No lo sé. Eran nuevos para mí. Los hombres rotaban todo el tiempo.

—¿Estaban hoy aquí?

—No, pero apunté sus nombres en mis notas.

—¿Conservó sus notas?

—Un periodista siempre conserva sus notas.

—¿Alguna vez oyó hablar de escuadrones de la muerte en Chechenia?

Ginsberg no pudo reprimir la risa.

—En Chechenia sólo había escuadrones de la muerte. Así era como se las arreglaban los soldados.

—¿Los soldados rusos se alquilaban?

—Cuando era necesario. Pero en ese baño de sangre nunca se presentarán cargos contra nadie. Somos los vencedores y no lavamos los trapos sucios en público. Si va tras Isakov, será mejor que actúe de prisa, porque si él gana estas elecciones para el Senado gozará de inmunidad. Para poder arrestarlo tendría que cogerlo de pie junto a un cadáver, con un cuchillo en la mano y la sangre formando un charco a sus pies.

Arkady le preguntó entonces con un tono de voz absolutamente impersonal:

—Cuando estaba en Chechenia, ¿recuerda haber oído hablar de una médica llamada Eva Kazka?

—No, aunque había una médica en el bando equivocado.

—¿Qué quiere decir?

—En el bando checheno. Nunca llegué a saber su nombre. No llevaba armas, pero trabajaba en el hospital de Grozny. Dicen que se presentaba en una motocicleta, ¿puede creerlo? Nosotros estábamos bombardeando la ciudad y del hospital no quedaba mucho, pero aparentemente ella trataba a rusos y rebeldes por igual. Luego se esfumó. El OMON la buscó pero nunca pudo encontrarla. Quizá no fuese más que una fantasía.

El número de Boinas Negras en el vestíbulo se fue reduciendo, regresando a la sala del tribunal. Isakov y Urman habían desaparecido. Arkady llegaba tarde a recoger a Platonov y ahí estaba, en medio de la nieve, hablando con un borracho enano y jorobado.

—Tengo fotos tomadas desde el helicóptero —dijo Ginsberg—. Sólo dos.

—¿Podría verlas?

—¿Por qué no? En la plaza Mayakovsky a las once. ¿Le parece bien? —Cogió la tarjeta de Arkady, la dejó caer y la recogió torpemente de la nieve—. ¿Usted qué cree? ¿Cree que el repartidor de pizzas era un terrorista? Espero que sí, porque yo hice que lo matasen por no haber entregado a Isakov, Urman y Borodin a la policía. —Miró inexpresivamente la pila de árboles jóvenes. Cualquiera podía ver que acababan de descargarlos de la parte trasera de un camión—. Pero es mi palabra contra la de Isakov, ¿quién va a creerme? Marat dijo que si se enteraba de que yo andaba contando historias, vendría a enderezarme. Aparentemente hay gente a la que endereza y otra a la que dobla. Me lo merezco. —Ginsberg salió de su ensueño—. De todos modos, ahí lo tiene, dos versiones de la verdad del mismo hombre. Usted elige.