La arpista que tocaba en el comedor del Metropol lo hacía con movimientos lánguidos y circulares, los ojos cerrados, aparentemente indiferente a los norteamericanos que desayunaban en la mesa más próxima. Wiley tenía un rostro carnoso y el pelo fino como un bebé de un metro ochenta vestido con traje. Llenó su bol con cereales; por lo visto, el hombre tenía intención de morir sano. Pacheco parecía ser su guardaespaldas. Con cuarenta años, la cabeza rapada y un cuello de toro, Pacheco comenzaba el día con un bistec y una pila de blinis.
¿Por qué un personaje zarrapastroso como Petya Petrov anotaba el número de teléfono del hotel Metropol en una caja de cerillas de un «club para caballeros» llamado Tahití?, se preguntó Arkady. ¿A qué miembros del grupo internacional del Metropol podía conocer Petya? El investigador sólo podía pensar en los dos norteamericanos que estaban en el andén del metro en la estación de Chistye Prudy, y los reconoció nada más entrar en el comedor. El jefe del comedor le dio sus nombres de una hoja de firmas de la mesa de comidas y Arkady esperó a que los norteamericanos comenzaran a comer antes de dirigirse a su mesa entre manteles rosados y sillas tapizadas de rojo.
—¿Os importa si me siento con vosotros?
Arkady exhibió sus credenciales al tiempo que se sentaba, lo que en términos de etiqueta social era un tanto embarazoso, algo así como subir en un bote de remos ya ocupado.
Los norteamericanos se mantuvieron imperturbables. Wiley le devolvió las credenciales.
—En absoluto. ¿Una taza de café? ¿Desayuno? Llene el depósito.
—Pero no empiece a patearlo todo como hizo anoche.
Pacheco tenía la voz ronca por toda una vida de cigarrillos.
—Tome al menos una taza de café.
Wiley llamó al camarero.
—¿O sea que recuerda lo que ocurrió anoche? ¿Stalin en el metro?
—¿La manera en que usted irrumpió allí? ¿Cómo iba a olvidarlo?
—Pido disculpas.
Pacheco tenía un rostro duro y unos pequeños ojos negros.
—Este hombre habla inglés mejor que yo.
—Ernie es de Texas —dijo Wiley—. Es un vaquero.
—Shhh. —Pacheco levantó un dedo cuando la arpista pasó de Para Elisa al Tema de Lara—. ¿Ha visto Doctor Zhivago?
—Existe la posibilidad de que el inspector Renko incluso haya leído el libro —dijo Wiley.
—Dos norteamericanos aparecen en el andén del metro en plena noche. No se bajan del tren ni suben a él. En cambio, ambos participan en la grabación ilegal de una ceremonia en honor a Stalin. ¿Ambos habláis ruso?
—Yo cursé una asignatura secundaría en ruso —dijo Wiley.
—Yo era sargento de los marines en la embajada. —Pacheco cortó un pedazo de carne y se lo llevó a la boca—. Durante la guerra fría.
—Todo lo que puedo decirle es que estábamos haciendo nuestro trabajo.
—¿En Moscú? ¿Y cuál sería ese trabajo?
—Me dedico al marketing. Ayudo a la gente a vender cosas, ya sean bebidas gaseosas, coches más veloces, detergentes nuevos, lo que sea y donde sea. Moscú, Nueva York, México…
—¿Quiere vender a Stalin en Estados Unidos?
—No. En Estados Unidos Stalin está muerto. Ahora bien, el caso de Hitler es diferente. En Estados Unidos, Hitler sigue estando de moda. History Channel, moda callejera, videojuegos… Pero aquí, en Rusia, Stalin es el rey. En resumidas cuentas, utilizamos la nostalgia para publicitar el partido político de los Patriotas Rusos. Es un partido incipiente, y sólo quedan tres semanas antes de que se celebren las elecciones; necesita una identidad inmediata y un candidato atractivo. Un héroe de guerra guapo si es posible.
—¿Coñac? —le preguntó Pacheco a Arkady.
—¿Para desayunar?
—Aún no hemos terminado.
Arkady trató de retomar el tema.
—Pero las elecciones rusas son una cuestión rusa. Vosotros sois norteamericanos.
—¿Recuerda a Boris Yeltsin regresando de entre los muertos? —dijo Wiley—. Tenía un nivel de aprobación del dos por ciento. Era un borracho, un payaso, lo que usted quiera, pero llegaron unos asesores políticos norteamericanos como yo, desarrollaron una campaña al estilo norteamericano y Yeltsin ganó las elecciones con el treinta y seis por ciento de los votos contra el treinta y cuatro por ciento de los comunistas. La imagen favorable de Nikolai Isakov es al menos ésa. Será todo un impacto.
—¿Hace esto por cualquiera? ¿Por cualquier bando?
—Sí.
—Es un mercenario…
—Un profesional. Lo importante, y quiero recalcar esto, es que lo que hago es perfectamente legal.
—¿Y cómo marcha la campaña de Isakov?
Wiley hizo una pausa antes de contestar.
—Mejor de lo que esperábamos.
—Espero que mis preguntas no le resulten ofensivas.
—No, las estábamos esperando. Para ser honesto, Arkady, hemos estado esperándolo.
—¿A mí?
—Verá, con cualquier candidato hacemos una especie de cuestionario. Factores positivos y negativos. Principalmente los factores negativos porque necesitamos anticipar cualquier línea de ataque potencial que pueda adoptar la oposición: drogas, agresiones, corrupción, orientación sexual… Necesitamos ver a nuestro cliente desnudo, por decirlo de alguna manera, porque nunca se sabe cuándo saldrán a la luz las cuestiones personales. Hasta ahora todo parece indicar que lo único que debe preocuparnos es usted.
—¿Yo?
Pacheco se había vuelto en su silla para mirar a la arpista.
—¿No es un ángel? Pelo dorado, piel blanca, vestido blanco. Sólo necesita un par de alas. Imagine lo que supone para ella levantarse a las cinco de la mañana, vestirse y arreglarse, coger el metro desde Dios sabe dónde para desperdiciar una música maravillosa con una multitud que tiene los ojos fijos en sus cereales.
Wiley se acercó a Arkady.
—Su esposa se escapó con Isakov. ¿Piensa montar un escándalo por ello?
—No es mi esposa.
El rostro de Wiley se iluminó.
—Oh, lo había entendido mal. Es un gran alivio.
El camarero trajo el coñac y Arkady bebió media copa de un trago.
—Parece que quería ese coñac —dijo Pacheco.
—¿Cuál era el truco? —preguntó Arkady.
—¿Perdón?
—Conseguir que la gente dijese que había visto a Stalin. ¿Cuál era el truco?
Wiley sonrió.
—Es muy simple. Se crean las condiciones adecuadas y la gente hace el resto.
—¿Qué quiere decir?
—La gente crea su propia realidad. Si cuatro personas ven a Stalin y usted no, ¿quién es usted para discutir la opinión de la mayoría?
—Yo estaba allí.
—Ellos también. Millones de peregrinos devotos creen en las apariciones de la Virgen María —dijo Pacheco.
—Stalin no era la Virgen María.
—Eso no tiene importancia —repuso Wiley—. Si cuatro de cinco personas dicen que vieron a Stalin en el metro, entonces Stalin estuvo allí tanto como usted o como yo. Según lo que me han contado, a su padre le fue bastante bien con el viejo carnicero, de modo que quizá tendría que haberlo saludado en lugar de arruinar la reunión.
En cuanto Arkady abandonó el Metropol usó su teléfono móvil para llamar a Eva. No hubo respuesta. Llamó al apartamento. Nuevamente, nadie respondió. Llamó al número de la recepción de la clínica y la recepcionista le dijo que Eva tampoco estaba allí.
—¿Sabe a qué hora se marchó esta mañana?
—La doctora Kazan no estaba de guardia esta mañana.
—Anoche, entonces.
—Tampoco estuvo de guardia anoche. ¿Quién es?
Arkady cortó la comunicación.
El sol estaba alto, a modo de iluminación de fondo de la nieve. Desde el aparcamiento del Metropol miró directamente la plaza del Teatro. El edificio del Bolshoi estaba siendo renovado y un carro tirado por cuatro caballos estaba atrapado en lo alto de un andamio. Un hombre y una mujer caminaban cogidos del brazo junto a la escalinata del teatro. Tenían un aire melancólico, la escena clásica de dos amantes que se esconden de un cónyuge celoso.
—¿Cómo se describiría a sí mismo? ¿Tiene una personalidad alegre, divertida? ¿O seria, quizá melancólica? —preguntó Tatiana Levina.
—Alegre. Definitivamente divertida —dijo Arkady.
—¿Le gusta el aire libre? ¿Los deportes? ¿O prefiere los espacios interiores, las actividades intelectuales?
—Los grandes espacios exteriores. Esquiar, el fútbol, largas caminatas en el barro.
—¿Tiene libros?
—Televisión.
—¿Prefiere un concierto de Beethoven o jugar en un casino?
—¿De quién?
—¿Fuma?
—Lo estoy dejando.
—¿Bebe?
—Quizá un vaso de vino con la cena.
Arkady le había dicho a Tatiana que era un norteamericano ruso que esperaba encontrar una novia rusa. La casamentera miró con expresión dubitativa desde sus finos zapatos rusos hasta su palidez invernal, pero su experiencia de vendedora respondió al desafío.
—Nuestras mujeres esperan conocer a norteamericanos, no a un norteamericano ruso. Además, tengo la sensación de que es usted un poco más… intenso de lo que cree. Nosotros tratamos de emparejar a hombres y mujeres con intereses y personalidades afines. Los opuestos se atraen… y luego se divorcian. ¿Té?
Tatiana tenía un pelo brillante coloreado con henna, una sonrisa optimista y olía agradablemente a perfume. Sirvió dos tazas de una tetera eléctrica y se preguntó en voz alta cómo había hecho Arkady para encontrar la oficina de Cupido, situada en un sótano, con tanta cantidad de nieve como había en la calle Arbat. Ésta era una calle peatonal destinada a encauzar a los turistas hacia tiendas que vendían ámbares, vodka, matrioskas, baratijas imperiales y camisetas con la cara de Lenin. O, en el caso de Cupido, presentaciones a mujeres rusas. Hoy la nieve había hecho desaparecer a los dibujantes, a los malabaristas, a los gitanos y a todo el mundo salvo a los turistas más obstinados. Arkady había visto a Zoya cuando se marchaba, elegante con su abrigo de piel hasta los tobillos y el sombrero haciendo juego, pero las luces de la oficina habían permanecido encendidas, y pensó que, antes de que Victor hiciera otra visita a la morgue, sería prudente echarle un vistazo al negocio que Zoya tenía con ese marido al que quería muerto. Victor había pasado por el apartamento y recogido las minicasetes de Petrov para hacer copias. La pornografía era una pérdida de tiempo para Arkady, quien había pasado rápidamente las imágenes, pero toda evidencia necesitaba ser estudiada, sostenía Victor. Cualquier otra cosa era poco profesional.
Cupido tenía una sala de espera, un espacio para reuniones donde estaban Arkady y Tatiana, dos cubículos separados por cristales opacos y una oficina interior cerrada que supuso que era la que ocupaba Zoya. En las paredes había fotografías enmarcadas de parejas felices. Las esposas eran jóvenes y rusas; los maridos eran norteamericanos, australianos, canadienses de mediana edad.
—Lo más importante es que usted y su compañera sean parecidos. ¿No le gustaría alguien que fuese educado, instruido y profundo?
—Eso suena agotador. ¿Presentó usted a algunos de éstos? —Arkady señaló la fotografía de un hombre con sombrero de vaquero y el brazo carnoso alrededor de una mujer con expresión avergonzada transportada desde… ¿Moscú? ¿Múrmansk? ¿Smolensko?
—Sólo trabajo aquí a tiempo parcial, pero he unido a algunas parejas muy felices. El problema es que habitualmente no emparejamos a rusos con rusos.
—Ya lo he notado.
Sus ojos se posaron en una pila de formularios de visados norteamericanos.
—Bueno, ¿qué puedo decir acerca de las parejas rusonorteamericanas? No tienen nada en común, es verdad. Pero las mujeres rusas no quieren a un hombre ruso que esté todo el día tumbado en el sofá y no haga más que beber y quejarse de la vida. Los hombres norteamericanos no quieren a una mujer norteamericana que sea consentida o agresiva. Nosotros servimos a hombres maduros y tradicionales que quieren conocer mujeres cuya inteligencia y educación no interfieran con su feminidad.
El teléfono móvil vibró en el bolsillo de la chaqueta de Arkady y el investigador comprobó el nombre de quien lo llamaba: Zurin. Acto seguido apagó el teléfono.
—Lo siento.
—No somos sólo un sitio web y un teléfono. No somos un club o un servicio de citas. No le cobramos cincuenta dólares y le enviamos una lista de direcciones de correos electrónicos de Dios sabe qué clase de mujeres, o de mujeres que se han mudado, están casadas o muertas. En Cupido lo cogemos de la mano y lo llevamos hasta su alma gemela. ¿Me permite?
Tatiana abrió lo que parecía ser un álbum de bodas y pasó las páginas por él. En cada una de ellas había una fotografía de calidad profesional de una atractiva mujer con vestido o equipo de tenis; su nombre de pila —Elena, Julia o como se llamara— y sus medidas, educación, profesión, intereses, idiomas y una declaración personal. Julia, por ejemplo, anhelaba encontrar a un hombre que tuviese buen corazón y los pies en la tierra. En una o dos ocasiones, Tatiana se detenía en una página para susurrar: «Ella lleva en el estante algún tiempo. Quizá…».
Arkady reparó en una rubia llamada Tanya vestida con un traje de esquí, quien parecía que podía conseguir el corazón de un buen hombre para cenar.
—Es bailarina, creo —dijo Tatiana.
—No sólo bailarina, sino también arpista. Toca en el Metropol. Acabo de verla.
—Puede creerme, ella no es su tipo.
A pesar de que Tanya le había parecido muy distante tocando el arpa, su sonrisa en la fotografía era profundamente intensa. Su traje para esquiar estaba fabricado en un material elástico y plateado que sólo podía justificar la pericia con los esquís. Detrás de ella se veían piedras de carbón en la nieve.
—De todos modos, ya está comprometida —dijo Tatiana—. No está disponible.
—Bien, si estuviese interesado en alguna otra mujer, ¿cuál es la tarifa de Cupido?
—Los hombres norteamericanos pagan por la calidad —dijo ella. Por quinientos dólares, Cupido prometía tres presentaciones serias, la preparación de un «visado de novio» especial para Rusia y, si el romance prosperaba, todo el papeleo legal para que ella visitase la ciudad natal de él en Estados Unidos. El viaje y el hotel corrían por cuenta del hombre—. Nos aseguramos de que encuentre su alma gemela.
Tatiana abrió otro álbum y mostró las fotografías de parejas satisfechas en la puerta de una casa, junto a un hogar encendido, alrededor de una barbacoa en el jardín o al lado de un árbol de Navidad.
—¿Y si no encuentro mi alma gemela en tres intentos?
—Le hacemos un descuento para los tres siguientes.
—Tal vez porque soy ruso el precio podría ajustarse un poco más.
—Tendría que consultarlo con la propietaria de la agencia.
—¿Quién es?
—Zoya. Casi la cruza en la escalera.
—Conocí a un hombre que dijo que dirigía una agencia como ésta. Su nombre era Filotov.
—Difícilmente. Zoya es quien está a cargo.
—Ahora que lo menciona, él no parece dar la talla. Tenía mal genio.
—Cuando bebe.
—¿Y cuándo bebe?
—Todos los días.
—Parecía… —Arkady hizo una pausa, como si estuviese buscando la palabra adecuada.
—Desorientado. Les aconsejó a algunas de las chicas que se hicieran un tatuaje. ¿Un adulto norteamericano se casaría con una chica rusa tatuada? No lo creo. Filotov incluso les dijo dónde esconderlo, pero tarde o temprano, el norteamericano lo encuentra. Tendría que ser ciego para no verlo.
Arkady tuvo miedo de preguntar algo más que «¿Algún tatuaje en particular?».
—No sabría decirle. Yo les digo a las chicas: si tienes un tatuaje, únete a una pandilla de moteros, no nos hagas perder el tiempo.
—¿Y qué hay del norteamericano? ¿Cómo saben que no es un asesino en serie y tiene a dos o tres chicas rusas muertas en su congelador?
—¡Dios mío! —La casamentera miró a su alrededor como si alguien más pudiese oírlos—. No bromeamos con esas cosas. Qué imaginación tan horrible.
—Es una maldición. —Pensó en la caja de cerillas de Petya y decidió lanzarse a por todas—. ¿Ha oído hablar alguna vez de un club de caballeros llamado Tahití?
El hielo se formó en la mirada de Tatiana.
—Quizá debería intentarlo usted en otra agencia.
Mientras Arkady regresaba a su coche llamó a la oficina editorial de Izvestia y le dijeron que Ginsberg, el periodista que había escrito el artículo en el periódico acerca de las heroicas tropas del OMON al mando de Isakov, estaba cubriendo el «juicio de la pizza», el caso del ex Boina Negra que había matado al repartidor de pizzas. El juicio se celebraba en un nuevo edificio del palacio de justicia aún en construcción.
—¿Cómo reconoceré a Ginsberg? —preguntó Arkady.
—A menos que en la sala haya más de un jorobado, no tendría que haber ningún problema para reconocerlo.