6

Cuando Arkady llegó, Victor había abierto los cajones metálicos de los cadáveres, dejando al descubierto a un ciclista con el pelo largo y enmarañado, un hombre mayor tan verde como la pátina que se forma sobre los metales y un hombre joven fallecido hacía muy poco a causa de un accidente mientras realizaba ejercicio físico.

—Llevo demasiado tiempo aquí. Empiezan a parecer mi familia.

Arkady encendió un cigarrillo, pero el hedor de la muerte era abrumador. Las colillas cubrían el suelo de cemento rojo debajo de un cartel que decía «Prohibido fumar». Las paredes eran de baldosas blancas, aunque el corredor que llevaba a la sala de autopsias era empinado y oscuro, a la espera de nuevos accesorios para las luces. Desde el extremo más alejado llegó el sonido de una puerta que se abría empujada por una camilla y unos pies que se sacudían la nieve.

Victor estudió los tres cadáveres.

—Da que pensar.

—¿En la muerte?

—Me hace pensar en que debería abrir una floristería. La gente siempre se está muriendo. Necesitan flores. —Victor empujó los cajones metálicos donde estaban el gimnasta, el ciclista y el hombre verde y a continuación sacó el de un cuerpo completamente quemado y en posición fetal. Volvió a guardarlo y sacó el cuerpo de una mujer sobre un lecho de pelo gris. Lo guardó de nuevo y sacó el cadáver de un hombre lleno de cortes y contusiones. Lo empujó nuevamente y sacó el cajón de un suicida que se había ahorcado, lo volvió a guardar y se plantó ante el hedor del siguiente estante—. En cualquier caso, se me ha ocurrido que quizá nuestro enfoque no sea el correcto. Nuestro problema no es necesariamente el tatuaje, siempre podemos encontrar un artista que lo copie, sino la piel.

Victor sacó un cadáver con un rostro adusto y una profunda herida en la parte posterior del cuello: Kuznetsov.

Arkady miró su reloj: las cuatro de la mañana. Estaba mojado, tenía frío y se sentía un tanto mareado. Tal vez estaba soñando. Cuando estuvo en el apartamento del muerto, no había reparado en que la rodilla derecha de Kuznetsov parecía que hubiese sido hecha pedazos y vuelta a reconstruir torpemente.

—¿Qué estás diciendo?

—Estoy diciendo que necesitamos un enfoque más proactivo.

—¿Estás diciendo que quieres quitarle la piel a uno de estos cadáveres?

—Hablé con un tatuador profesional. Dice que lo único que necesita es el lienzo, por decirlo de alguna manera, si mantenemos la piel hidratada.

—¿Mojada?

—Húmeda.

—¿Tú lo harías?

¿Era posible apuntar horas negativas?, se preguntó Arkady. ¿Un tiempo extra que estaba completamente fuera del reloj? Porque despellejar a un muerto no era una actividad que se realizara en ningún período normal de veinticuatro horas.

Antes que Victor respondiera, Arkady dijo:

—¿Qué es lo que sabemos sobre el negocio de Zoya? ¿El esposo no es su socio? ¿Por qué no averiguamos más acerca de ese asunto antes de empezar con estas pobres almas en la morgue? Las autopsias son suficiente. ¿Sabes cómo sonaría eso en el tribunal?

—La piel es sólo piel.

—¿La piel de quién? —Marat Urman se acercó desde la oscuridad del corredor, pasando de silueta a realidad sólida, blindado en su chaqueta de cuero roja pero en actitud amistosa, dispuesto a unirse a la conversación una vez que supiera de qué estaban hablando—. ¿De quién estamos hablando?

—De cualquiera —dijo Arkady—. Es mejor conservarla.

—Buena idea. Al jefe de la morgue no le gusta nada que los detectives manipulen las pruebas, muertos o no. —Urman se detuvo frente al cajón abierto y echó un vistazo a su ocupante—. Pero si se trata de nuestro amigo Kuznetsov. Ya no lleva la cuchilla en la cabeza, pero lo reconozco. —Miró a Arkady—. ¿Por qué está usted tan interesado en este caso? Su esposa intentó cortarle la cabeza. Tenemos su confesión y el arma que utilizó. Es un caso claro y trata de jodernos.

—No trato de hacer nada —replicó Arkady.

—¿Entonces por qué está abierto su cajón? ¿Por qué está usted aquí en plena noche mirando el cadáver? ¿Cabe la posibilidad de que esté tratando de joder al detective Isakov? Esto parece un asunto, cómo decirlo…, personal. Se trata de la doctora Kazka, ¿verdad?

—Estábamos mirando todos los cadáveres.

—¿En busca de piojos? Entiendo… Peor que perder a un mujer es descubrir lo poco que sabes de ella.

—Conozco a Eva.

—No, no la conoce, porque no conoce Chechenia. Nosotros tres vimos cosas que usted ni siquiera puede imaginar. Es natural que Eva y Nikolai acabaran juntos. Es simplemente humano. Debería hacerse a un lado y dejar que ellos lo solucionen por su cuenta. Deje de moverse a escondidas. Si ella decide elegirlo a usted, pues que así sea. Debe ser civilizado. Estoy seguro de que volverá a verla. —Urman esbozó una sonrisa—. De hecho, la estoy viendo ahora mismo. Isakov se la está follando una y otra vez, mientras ella grita: «Oh, Nikolai, eres mucho mejor que ese perdedor de Renko».

—¿Quieres que le pegue un tiro? —le preguntó Victor a Arkady.

—No.

—No —dijo Urman—, el investigador no quiere una pelea. No es de los que pelean. Aunque debo reconocer que me gustaría que lo fuese.

—¡Lárguese! —le ordenó Victor.

Urman volvió a mirar el cadáver de Kuznetsov.

—¿Quiere ver usted cadáveres? Éstos no son nada; parecen un equipo de natación. En Chechenia, los rebeldes dejaban los cadáveres rusos junto a la carretera para que nosotros los encontrásemos. Los cuerpos estaban manipulados, de modo que cuando recogías a un compañero muerto estallaba una bomba o una granada. La única manera de recuperar un cadáver era atándole una cuerda larga y arrastrándolo. Los restos que quedaban después de que estallaba la bomba los recogíamos con una pala y los enviábamos a casa dentro de una caja. —Urman cerró el cajón metálico—. ¿Cree que conoce a Eva o a Isakov? Usted no sabe nada, Renko.

Mientras Urman se marchaba, Arkady permaneció inmóvil. Trataba de borrar la imagen de Isakov y Eva juntos, pero la imagen regresaba porque la sugestión era un veneno y su sabor persistía.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Victor.

—Sí.

Arkady trataba de animarse.

—A la mierda con este lugar. Larguémonos de aquí. ¿Por qué estaba Urman aquí?

—Para sacudirte.

Arkady trató de pensar objetivamente.

—No, Urman ha sabido aprovechar la oportunidad; no era algo planeado.

—Tal vez te siguió.

El investigador pensó un momento.

—No, oí que llegaba una entrega.

Comenzó a subir por la rampa en dirección al sonido del agua. Ésta caía continuamente desde unas espitas sobre las seis mesas de granito que había en la sala de autopsias. La mitad de ellas estaban ocupadas por un trío teñido de azul, todos hombres, que habían compartido un litro mortal de alcohol etílico. Todos sostenían sus órganos en sus vientres abiertos. La recién llegada era una mujer que aún vestía el uniforme gris de la prisión. Estaba tristemente gris de la cabeza a los pies, y su cabeza estaba arqueada hacia atrás en un ángulo tan extraño que Arkady reconoció a la esposa de Kuznetsov sólo porque la había visto la noche anterior. Los ojos sobresalían de sus cuencas.

Victor estaba impresionado.

—¡Mierda!

Arkady se dirigió a un patólogo que estaba trabajando en el último de los borrachos y le preguntó por la causa de la muerte de la mujer.

—Asfixia.

—No veo ninguna magulladura alrededor del cuello.

—Se tragó la lengua. Es raro. De hecho, es un viejo debate, si es siquiera posible hacerlo, pero suele suceder de vez en cuando. La arrestaron anoche y lo hizo en su celda. Tenemos a su esposo en uno de los cajones. Ella lo mató y luego se suicidó.

—¿Quién la trajo aquí?

—El detective Urman siguió a la furgoneta desde la prisión. Aparentemente acababa de interrogarla cuando lo hizo. —El patólogo se encogió de hombros en un gesto de resignación—. Con las mujeres nunca se sabe.

Uno de los indicios de la hostilidad que el fiscal sentía hacia Arkady era una alfombra roja que no llegaba hasta la puerta del investigador. Una pequeña oficina tan atestada por un escritorio, dos sillas, un armario y un archivador que resultaba difícil volverse. Sólo dos teléfonos: uno blanco para la línea exterior, otro rojo para Zurin; no había tetera eléctrica; no había placa en la puerta; no tenía compañero. Los otros investigadores eran conscientes del estatus de paria de Arkady, él era el ejemplo perfecto de cómo no debía llevarse una carrera. Pero no importaba; a Arkady le gustaba trabajar de noche cuando todos se habían marchado y la luz de su lámpara parecía abarcar el mundo conocido.

Intentó llamar a Eva con su teléfono móvil. Estaba desconectado, lo que no significaba que estuviese con Isakov. Pensó que lo más probable fuese que estuviera tratando a un paciente en la sala de urgencias y no quería ser interrumpida. Llamó al apartamento para comprobar si había mensajes en el contestador, pero nada suyo o de Zhenya. Arkady hizo un esfuerzo para repeler la oscura tentación del masoquismo. Para despejar la cabeza redactó un informe sobre los hechos ocurridos en la estación de metro de Chistye Prudy, tratando de ser lo más objetivo posible; dejaría que Zurin sufriera por el hecho de que uno de sus investigadores hubiera interrumpido bruscamente una sesión espiritista con Stalin. Una cosa era acabar con una broma y otra muy distinta interferir con superpatriotas, y todo el asunto ilustraba perfectamente cuán equivocado estaba Zurin. Arkady sospechaba que cuando el fiscal descubriese lo que estaba ocurriendo, sus intestinos se aflojarían súbitamente.

El investigador, sin embargo, se mostraba más prudente en relación con lo que había ocurrido en el estanque de patinaje. Había registrado los bolsillos de Bora y encontrado unos papeles mojados que correspondían a Boris Antonovich Bogolovo, treinta y cuatro años, ruso étnico, residente en Tver, electricista, exdeportista condecorado. Un recorte de periódico de un combate de boxeo y un condón parecían resumir los pasados triunfos y las esperanzas de Bora para el futuro. Arkady consignó en el informe que Bora lo había seguido en el parque y había caído a través del hielo, pero no ganaría nada mencionando un cuchillo cuando no había ningún cuchillo para ofrecer a modo de prueba. Arkady no había sido capaz de encontrarlo, Platonov y el cámara Petrov nunca lo habían visto y, sin el cuchillo, el informe podía dar la impresión de que Arkady, sin ninguna razón que lo justificase, había atraído a Bora hasta una zona de hielo quebradizo y dejado que casi se ahogara. Arkady tuvo que reconocer que no podía describir el cuchillo. Había visto algo que brillaba en la mano de Bora y sentido algo afilado contra su garganta. «La investigación no ha concluido», escribió. Encontrar una arma supondría una enorme diferencia.

Los ojos de Arkady se posaron en el armario. En su interior había una caja de seguridad que contenía su cámara de vídeo, cuadernos de notas, dinero para pagar a los confidentes, una pistola Tokarev de la época de la guerra y una caja de balas. Conservaba la pistola en la oficina desde que había descubierto a Zhenya desmontándola en el apartamento. Ignoraba dónde había aprendido Zhenya a desmontar y montar una pistola Tokarev, aunque el chico aseguraba que había aprendido a hacerlo observando a Arkady, y era cierto que el investigador mantenía en perfecto estado una arma que jamás usaba. Si hubiese llevado el arma, ¿le habría disparado a Bora? ¿La diferencia entre un asesino y él era simplemente una cuestión de acordarse de llevar una arma encima?

Arkady se concentró en la carpeta que le había dejado Victor. Avezado sobornador de empleados, su compañero había reunido información suficiente para cubrir el escritorio, comenzando por una fotocopia del pasaporte interno de Nikolai Sergeevich Isakov, un ruso étnico nacido en Tver. Otra vez Tver. Un examen físico del ministerio determinó que Isakov era un varón de treinta y seis años; pelo marrón; ojos azules; altura, 200 cm; peso, 90 kg. Estudios: dos años en el Instituto de Ingeniería de Kalinin. Un estudiante de cinco estrellas que abandonó los estudios por ninguna razón aparente. Ningún título académico. Servicio militar: ejército, infantería, entrenado como tirador con un fusil de francotirador VSS. Dos turnos de servicio, ningún problema de disciplina; había alcanzado el grado de suboficial antes de hacer una suave transición al OMON, una fuerza policial de élite conocida también como Boinas Negras. Los Boinas Negras rescataban a los rehenes, no había negociadores. Su entrenamiento incluía rápel, puntería y las sutilezas del combate cuerpo a cuerpo silencioso. Sólo superaban las pruebas uno de cada cinco candidatos. Las notas del instructor sobre Isakov lo situaban «en lo más alto de su clase». Una nota especial mencionaba que el padre de Isakov había estado en el NKVD, la agencia de seguridad nacional precursora del KGB.

Comenzando en un camino lejano pero convergente estaba Marat Urman, un medio tártaro con el nombre tomado de la Revolución francesa. El producto era un varón impetuoso de treinta y cinco años; pelo negro; ojos negros; altura, 190 cm; peso, 102 kg. Antecedentes de arrestos cuando era menor por asalto y alteración del orden público. Un año en la universidad. Seis años en el ejército, con reiterados problemas de disciplina, donde sólo alcanzó el grado de cabo. En su último año, Isakov y él estuvieron en la misma base y, de alguna manera, el frío Nikolai Isakov y el salvaje Marat Urman construyeron una rápida amistad.

En la escuela de aspirantes de los Boinas Negras supieron apreciar la tendencia de Urman a la agresión. Gran parte del entrenamiento se llevaba a cabo en forma de duelos; un candidato podía luchar contra cinco rivales, uno tras otro. Después de que Urman le hubo roto la mandíbula a uno de sus oponentes, su instructor advirtió con aprobación que «continuó golpeando a su rival inconsciente». Tal vez no fuese un material apto para ser oficial, pero era un «excelente ariete». Además, su amigo Nikolai Isakov estaba allí para contener a Marat en caso de que perdiese el control. Con sus uniformes azules y negros, botas y boinas negras, ambos formaban una unidad formidable.

Fueron a Chechenia juntos. En la primera guerra chechena, a comienzos de los noventa, los rebeldes masacraron a un ejército ruso compuesto de reclutas pobremente entrenados. En la segunda guerra chechena, que estalló a finales de los noventa, el Kremlin envió fuerzas de choque de mercenarios y tropas de élite, es decir, a los Boinas Negras.

Victor había copiado un artículo publicado en Izvestia, fechado en Grozny, que hablaba de una incursión de rebeldes chechenos en un hospital de campaña ruso. El periodista describía el horror de los hombres heridos, a quienes les cortaron el cuello en sus camas, y la huida de los rebeldes del lugar: «Alrededor de cincuenta terroristas en dos camiones robados y un carro blindado se dirigieron hacia el este, hacia un pequeño puente de piedra que cruza el río Sunzha. Allí, aparentemente, se les acabó la suerte.

»Un pelotón de Boinas Negras de Tver, apenas seis hombres al mando del capitán Nikolai Isakov, un oficial condecorado en su segundo turno de servicio, había recibido la noticia del ataque al hospital por un teléfono móvil y estaba esperando a los rebeldes entre los sauces en la orilla oriental del río. La estrechez del puente obligó a los vehículos a cruzar uno tras otro, directamente hacia las miras de los fusiles de los Boinas Negras. El propio Isakov eliminó al conductor del carro blindado de un solo disparo, bloqueando el puente. Una lluvia de balas recibió a los otros terroristas cuando saltaban de los camiones, esperando aplastar al pequeño número de miembros de los Boinas Negras que se interponían en su camino.

»Un intenso intercambio de disparos se produjo en ambos márgenes del pintoresco río de montaña mientras el capitán Isakov se exponía al fuego enemigo para animar a sus soldados. Los terroristas montaron primero un ataque frontal y, cuando ese intento fracasó, intentaron rebasar el flanco de los tiradores rusos, quienes disparaban y cambiaban de posición. Finalmente, a los Boinas Negras se les acabaron las municiones. Isakov no tenía balas en su fusil y sólo le quedaban dos en la pistola cuando, de súbito, los chechenos se retiraron en uno de los camiones, dejando abandonado el otro, el carro blindado y catorce insurgentes muertos. Cuando el humo se disipó, sólo un Boina Negra había sido alcanzado por el enemigo al recibir un disparo en la rodilla. El capitán Isakov dijo: “Espero que hayamos vengado el cobarde ataque contra nuestros compañeros heridos. Pensamos en ello e hicimos todo lo posible”.

El nombre del periodista era Aharon Ginsberg.

«El ejército lo es todo», solía decir el padre de Arkady, hasta que le negaron el bastón de mando de mariscal de campo. Entonces cambió la frase por: «El ejército es una mierda». Arkady deseó tener esa claridad de visión. Para aparentar cierto orden, volvió a juntar el dossier lo mejor que pudo y lo guardó en un cajón.

Antes de que se le olvidara, llamó al número de teléfono que había encontrado apuntado en la caja de cerillas de Petrov. Eran las cinco de la mañana, un buen momento para despertarse y reflexionar sobre el hecho de que aún quedaban cuatro horas de oscuridad.

—Hotel Metropol —contestó una voz teñida de sueño—. Recepción.

—Lo siento, me he equivocado de número.

Y mucho. El lujoso hotel Metropol y el desgreñado cámara Pyetr Petrov no tenían nada que ver.

Arkady tenía dos minicasetes: una la había sacado de la cámara de vídeo de Petrov en el metro, y la otra de uno de sus bolsillos. Colocó la primera cinta en la cámara de vídeo, la conectó al televisor y se sentó a mirar las imágenes.

La grabación empezaba antes de lo que Arkady había anticipado, con el cineasta Zelensky en la plaza Roja. La nieve había comenzado a caer hacía pocos minutos, y unas nubes sucias como bolsas de cemento se congregaban sobre la iglesia de San Basilio. El formato era de documental, y las noticias, según Zelensky, eran terribles. Rusia había sido «apuñalada por la espalda por una conspiración de viejos enemigos, una oligarquía acaudalada y terroristas extranjeros que se habían unido para socavar y humillar a la madre patria». Zelensky tenía frases hechas. El idealismo había desaparecido. La Unión Soviética se había derrumbado, «eliminando la barrera entre Rusia y el decadente Occidente por un lado y el islamismo fanático por el otro». La cultura rusa estaba «globalizada y degradada». La cámara hacía un barrido desde una anciana que imploraba por unas monedas hasta una valla publicitaria de Bulgari. «No es extraño que los patriotas anhelen la conducción firme de otra época». Lo que la cinta exploraría, decía Zelensky a la cámara con expresión grave, podría ser un milagro, la aparición de Stalin en el último tren nocturno.

Arkady volvió a ver la cinta completa desde un punto de vista diferente. Petrov había comenzado a grabar con una toma del vagón del metro y sus pasajeros, principalmente pensionistas como los camaradas Mendeleyev y Antipenko, las cocineras campesinas, los intelectuales de la Biblioteca Lenin, pero también prostitutas, Zelensky y sus sobrinos dorados, la estudiante delincuente, Platonov y Arkady; no exactamente un corte transversal de la sociedad, sino lo que en términos realistas podía esperarse a esa hora. El investigador estaba impresionado por la escasa iluminación que necesitaba una cámara de vídeo para poder grabar, por cómo el micrófono captaba el ajetreo del tren, y por cómo esos factores combinados conformaban un paquete que parecía más auténtico que la experiencia real.

«Estamos llegando a la estación de Chistye Prudy, lo que Stalin llamaba estación Kirov», susurró Petrov a la cámara. En el vagón, los pasajeros se movían de un lado a otro anticipando el momento. Mendeleyev y Antipenko ya estaban casi de pie junto al asiento. Las campesinas se volvieron para ver chispas, oscuridad, las luces del andén que se acercaban y, en un momento extra de absoluta oscuridad, el grito de una mujer: «¡Stalin!».

Cuando se abrieron las puertas del convoy, todo el mundo se precipitó hacia el andén salvo Arkady, que miraba a Platonov, y Zelensky, que miraba a Arkady.

La cinta pasaba ahora al andén y una multitud que había aumentado en número con el añadido de pasajeros que habían descendido de los vagones delanteros del tren. La fotografía de Stalin descansaba contra una de las columnas de la estación. Los pequeños Misha y Tanya encendieron una vela delante de la foto y expresaron su gratitud a Stalin por salvar a la humanidad y ser el faro de su tiempo. Los veteranos asentían con expresión solemne; las mujeres se enjugaban los ojos. Zelensky entrevistaba suavemente a un grupo de dulces ancianas y repartía camisetas de los Patriotas Rusos. La fiesta se desarrollaba sin problemas cuando, salido de ninguna parte, un chiflado con un chaquetón marinero lanzó la vela de un puntapié a la vía, dio por terminada la reunión por decreto y se apoderó de la cámara. Arkady no daba bien en pantalla.

En ningún momento la cinta mostraba a los dos norteamericanos o a Bora. Además, a cámara lenta se veía a la prostituta pelirroja gritar en primer lugar el nombre de Stalin, y luego a Mendeleyev y Antipenko.

Arkady decidió que debía comer algo, un detalle que continuó siendo teórico, ya que en el escritorio no había comida, salvo una cáscara de queso envuelta en papel engrasado. En cambio, tenía un cigarrillo. Volvió a tratar de comunicarse con el teléfono móvil de Eva, pero seguía apagado. Esperaba que tuviera una noche más apacible en la clínica. Una tormenta de nieve mantiene a la gente en su casa, incluso a los delincuentes.

La segunda cinta de vídeo había sido grabada obviamente antes, con el propósito de que los dos sobrinos de Zelensky ensayaran sus papeles. Caminaban a través de una habitación; la niña llevaba un plumero en lugar del ramo de flores, y el niño un bolígrafo a modo de vela votiva. Los pequeños no podían caminar por las risas que les provocaban los grafiti que adornaban las paredes del apartamento: órganos sexuales de tamaño exagerado, números de teléfono, «Olga ama a Petya».

Zelensky dirigía desde fuera de la pantalla.

—Esto no es un juego. Vamos, volved a hacerlo, esta vez más despacio, como en la iglesia. ¿Habéis estado alguna vez en la iglesia? Muy bien, volved a vuestros lugares y adelante. Así. Más lento, niños, esto no es una carrera. No prestéis atención a la cámara. Mirad hacia adelante y concentraos en la fotografía, el rostro afable del hombre. Ese hombre es un santo y vosotros le lleváis estos regalos especiales. Permaneced juntos, permaneced juntos, permaneced juntos. Así está mejor. Petya, ¿qué te ha parecido?

—Se han saltado la marca —dijo el cámara.

—¿Habéis oído eso, niños? La cámara no miente. La cinta azul del suelo señala el lugar donde comenzáis a caminar y donde debéis deteneros. Esta noche habrá un montón de gente presente. Tenéis que olvidaros de ellos, y la única manera de hacerlo es ensayando una y otra vez.

Los niños volvieron a recorrer la habitación.

—Querido camarada Stalin… —Zelensky les dio el pie.

—Querido camarada Stalin, los niños de Rusia te agradecen…

Y otra vez.

El niño dijo:

—Reanimaste al pueblo ruso y rechazaste a los invasores fascistas.

La niña dijo:

—Como amado filántropo guiaste a una Rusia que las naciones amantes de la paz admiraron y respetaron…

Lo repitieron una y otra vez hasta que Zelensky dio unas palmadas y exclamó:

—Os quiero, niños.

Era claramente el final del ensayo, y Arkady esperaba que la pantalla del televisor mostrara un fundido en negro. En cambio, pasó a una escena de cama con tres hombres y una mujer. Los hombres eran Zelensky, Bora y un individuo cuyo rostro quedaba oculto por una cabellera larga y lisa. A Arkady le llevó un momento reconocer a Marfa, la estudiante del metro, porque su rostro estaba tan abultado como el de un ganso con un embudo metido en la garganta. Zelensky la había seducido y la había usado en un solo día. Así había acabado el consejo de Arkady.

Petrov conservaba las casetes y grababa el material nuevo sobre el viejo. Arkady pasó la cinta de prisa y vio una carrera de hombres que se afanaban alrededor de la chica, turnándose, una y otra vez.

Cuando Arkady descubrió a Marfa llorando devolvió la cinta a la velocidad normal. Ahora estaba sentada en el borde de la cama, el rostro vuelto hacia el otro lado mientras sollozaba. La forma en que se estremecía realzaba la grasa infantil en su cintura.

—Parece una gaita —dijo Bora fuera de cámara.

Una mano apareció entonces en la pantalla y señaló el tatuaje de la muchacha.

—Una mariposa. ¿Cómo pude pasarlo por alto? Muy bonito.

—Marfa, has estado genial —dijo Zelensky.

—Has estado genial.

—Has estado genial —convino el tercer hombre—. Has nacido para follar.

—Ésta es una cinta privada —le aseguró Zelensky—. Nadie la verá. Debía averiguar si eras buena, y veo que eres una auténtica profesional.

Marfa siguió sollozando.

Zelensky dijo:

—Recuerda que me dijiste que eras mayor de edad y te tomé la palabra.

El tercer hombre dijo:

—Vlad hace porno, es lo único que sabe hacer. ¿Qué esperabas?

—Eso no es lo único que hago —repuso Zelensky.

—¿De verdad? Pues dime alguna otra cosa.

—Tengo otros proyectos, otras películas. Ya lo verás.

—Muy bien. A mí me parece que como director de cine tienes una sola instrucción: «Chupa más de prisa».

—Que te jodan, Sasha.

—No. Gracias a tu amiguita estoy satisfecho por hoy.

—Lárgate de aquí.

—Me largo en mi nuevo Mercedes.

Heil Hitler! —gritó Zelensky cuando la puerta se abría y se cerraba—. Maldito burgués.

La cámara seguía enfocando a Marfa. «Corre —pensó Arkady—. Vete mientras puedas hacerlo».

Ella reprimió un sollozo.

—¿Qué otras películas?

Cuando Arkady terminó de visionar las cintas eran las siete de la mañana. Guardó el dossier y las casetes en su caja de seguridad y se arrastró hacia su coche por si acaso Eva o Zhenya habían regresado al apartamento e ignorado sus llamadas telefónicas; aunque era desagradable, algunas personas hacían esa clase de cosas.

Pero ningún apartamento podría haber estado más vacío. No había nuevas notas, ningún mensaje grabado en el contestador. Sus pisadas sonaban torpes e invasoras, y no pudo evitar pensar en Eva caminando con pasos ligeros sobre sus pies desnudos. El colchón en el suelo del dormitorio parecía más temporal que nunca.

Un olor penetrante hizo que se acercara a la ventana. Abajo, el equipo que trabajaba en la calle calentaba brea para rellenar el mismo bache del día anterior. Las mujeres arrojaban paladas de alquitrán mientras el hombre, el jefe del grupo, haría señas para que los coches no se detuvieran. Había un gran plástico azul colocado a modo de refugio, una clara señal de que el equipo estaba instalado allí.

La ropa de Eva estaba colgada en el armario, un detalle que sugería que, al menos, volvería para recoger sus cosas. Sus cintas seguían guardadas en una caja, cincuenta o más cintas de casete ordenadas cronológicamente junto a la grabadora. Metió una y pulsó Play.

La respiración agitada del ejercicio físico.

—Arkasha, alcánzame.

Su propia voz desde la distancia:

—Tengo una sugerencia mejor. Detente.

—Te estoy grabando. Estoy reuniendo pruebas de que, con esquís de fondo, el investigador veterano no pudo alcanzar a la muñeca de nieve.

Arkady escuchaba el sonido del día invernal, un rastro que se internaba entre un bosque de abedules y voces que resonaban en el frío.

—Eva, llevo coñac, pan, salchichas y queso, pepinillos y pescado, todo el peso de la lujuria, mientras que tú no llevas nada más que una sonrisa seductora. Tal vez quieras que te lleve a ti también.

Oyó su risa y el sonido acelerado de los esquís.

Otra cinta había captado la característica de un paseo cogidos del brazo.

—Entre nosotros, Adán era inocente.

La voz de él:

—¿De verdad?

La voz de ella:

—Él no tenía alternativa. Entre hacer feliz a Eva y ofender al Señor, el creador del universo, cualquier hombre en su sano juicio hubiese tomado la misma decisión.

—Eso espero.

Nada profundo, las simples líneas de la vida.

Una tercera cinta sólo registraba el zumbido monótono de botes de motor y los gritos de los esquiadores de agua, por alguna razón, un recuerdo feliz. Eva tenía el sueño muy ligero y Arkady solía encontrarla en plena noche sentada con un cigarrillo y un vaso de vodka, concentrada en las cintas, como si representasen su prueba de una nueva vida.

Volvió a dejar las casetes y la grabadora tal como las había encontrado, se acostó sobre el colchón y cerró los ojos. Sólo durante diez minutos. Sólo para seguir adelante.

La nieve picoteaba el cristal de la ventana. Cuando el viento era fuerte, los cristales se agitaban en su marco. El rechinar de las máquinas quitanieve parecía estar en todas partes.

Arkady estaba en un lago helado. Entre el borde de los árboles y las nubes grises flotaba una quietud y un frío agradable en el aire, y la superficie del hielo estaba sembrada de puntos negros, pescadores junto a sus agujeros. El equipo para la pesca en el hielo era muy sencillo: un taladro, un hilo, un anzuelo, una caja para sentarse y vodka para beber.

No había mejor compañero de pesca que el sargento Belov. Llevaba varias capas de ropa, un gorro de piel y botas de fieltro, pero sus manos rojas estaban desnudas, lo mejor para mover ligeramente el cebo y sentir cualquier tirón en el anzuelo. La temperatura ya podía descender a diez grados bajo cero, a veinte grados bajo cero, Belov jamás usaba guantes. Su trofeo, eperlanos del tamaño de monedas de plata, yacía congelado sobre el hielo.

—¡Tamaño Zakuski! —dijo Belov—. ¡Aperitivos!

Cuando sus manos y sus mejillas comenzaban a helarse combatía el frío con vodka.

Habitualmente el sargento contaba buenas historias acerca de tanques y camiones que se hundían en lagos helados, o de compañías de soldados que quedaban a la deriva sobre placas de hielo y nadie volvía a verlos nunca más. Esta vez, Belov estaba tan silencioso que Arkady se alejó hacia un desafío privado en medio del lago.

Sólo un pescador había taladrado su agujero a tanta distancia. Arkady se dijo que un poco de conversación con el hombre coronaría su logro, aunque cuando Arkady miró hacia atrás, el cielo estaba más oscuro y todos los otros pescadores, incluido Belov, habían recogido sus cosas y se habían marchado. Una tela de araña de grietas se extendía a través del hielo, pero como el pescador que tenía delante parecía estar tan ocupado y contento, Arkady prosiguió su camino.

El pescador estaba envuelto con abrigos y mantas harapientos, su rostro se perdía en las sombras, las manos manejaban muchos hilos al mismo tiempo. Arkady no podía ponerle un nombre, aunque había visto a ese hombre muchas veces antes. Entonces el sol se filtró a través de las nubes y arrojó una súbita luz sobre la escena. Debajo del hielo, Arkady vio a Marfa, a Eva y a Zhenya. No había podido salvar a ninguno de ellos.