—El metro de Moscú es el palacio subterráneo del pueblo. —Platonov caminaba cojeando, con una bota puesta y la otra en la mano, mientras señalaba las paredes—. Piedra caliza de Crimea blanca como la leche. Ahora que la gentuza ha desaparecido, uno puede verla como corresponde.
Con sus arcos y sus túneles, el vestíbulo de la estación de Park Kultury parecía más un monasterio que un palacio. Una mujer de la limpieza colocaba toallas en una sección mojada del suelo aproximadamente a la misma velocidad a la que Platonov se movía.
—¿Está seguro de que quiere hacer esto?
—¿Conocer a un falso Stalin? Todo esto es una broma estúpida. ¿Encontró a Zhenya?
—No.
—Y no lo encontrará hasta que él esté preparado.
Platonov llegó a la escalera mecánica, se sentó para terminar de cambiarse las botas de un pie al otro, se levantó para guardar el gorro en un bolsillo y, de otro bolsillo, sacó un pañuelo de seda blanco que se colocó alrededor del cuello. El aroma a colonia generosamente aplicada culminó el efecto de un bon vivant, un hombre de mundo.
Delante de ellos, un hombre bajaba de prisa con el estuche de un violín en una mano. Detrás, un hombre mayor con lo que en otra época había sido un elegante gorro de astracán llevaba galantemente el bolso de su esposa mientras ella fruncía los labios y se coloreaba las mejillas.
—¿Nervioso? —preguntó Arkady.
—No —contestó Platonov demasiado de prisa, y repitió «no». Con su heroica nariz podría haber sido muy bien un senador romano o el rey Lear expulsado por sus ingratas hijas para que ellas pudiesen jugar al ajedrez—. ¿Por qué habría de estar nervioso? Tomo esta línea de metro a diario. Fue excavada por voluntarios durante los tiempos más difíciles de los años treinta y la guerra. Ahora no se lo puede imaginar, pero entonces éramos idealistas. Todo el mundo, hombres y mujeres, los cuadros jóvenes del Partido, competían para excavar el metro de Moscú.
—Por no mencionar a las brigadas de trabajos forzados…
—Algunos convictos se redimían a través del trabajo, es verdad.
—Lo que me recuerda algo, ¿alguien les ha notificado a los comunistas que Stalin ha vuelto? Creo que el Papa sería informado si viesen a san Pedro paseándose por las calles de Roma.
—Como una muestra de cortesía, el fiscal Zurin, conociendo el interés y la preocupación del Partido, nos informó. Yo he sido elegido para hacer un informe.
—¿O sea que, aparte de enseñar y jugar al ajedrez, también es usted un burócrata del Partido?
—Ya le dije en el club que estaba bien conectado.
—Sí, estoy seguro. —Cualquier hombre en su sano juicio hubiese salido por piernas ante esa misión, pensó Arkady—. ¿Y usted me eligió a mí?
—Pensé que había detectado un vestigio de inteligencia. —Platonov suspiró—. Tal vez me haya equivocado.
El tren había recogido la escoria de la noche: un oficial de la Guardia de Fronteras borracho que miraba lascivamente a cuatro prostitutas que temblaban en sus chaquetas cortas y sus botas de tacones altos. Arkady y Platonov ocuparon un extremo del banco y los pensionistas Antipenko y Mendeleyev se sentaron en el otro extremo. El violinista se dejó caer en un asiento del rincón, colocó el estuche del violín sobre sus rodillas y abrió un libro. Tenía el rostro redondo y una barba a lo Che Guevara. Arkady no esperaba que subiesen muchos pasajeros en el último vagón; el metro era famoso por su seguridad, pero cuanto más tarde era, más gente ocupaba los primeros vagones del tren.
Cuando las puertas se cerraban, Zelensky, el cineasta, entró y buscó un asiento cerca del extremo del vagón, donde emitía una nerviosa energía envuelto en un fantasmal abrigo de cuero negro que acentuaba su extremada delgadez. Su pelo rizado parecía especialmente electrificado, y unos cables de iPod colgaban de sus orejas. Cuando el tren abandonó la estación, Zelensky depositó un bolso de lona debajo del asiento. Si había notado la presencia de Arkady, no lo demostró.
La estación de Park Kultury quedó atrás; las estaciones de Kropotkin, Biblioteca Lenin, Okhotny Row, Lubianka y Chistye Prudy se escalonaban más adelante. El tren, ligeramente cargado, volaba por el interior del túnel con ímpetu añadido. Las ventanillas se convirtieron en espejos. Frente a Arkady se sentaba un hombre pálido con los ojos hundidos. Nadie debería tener que enfrentarse consigo mismo, pensó, no en el último tren de la noche.
Platonov divagaba acerca de las glorias del metro, el mármol blanco transportado desde los Urales, el mármol negro de Georgia, el mármol rosado de Siberia. En la estación de Kropotkin señaló las enormes e imponentes arañas de luces. La estación llevaba el nombre del príncipe Kropotkin, un anarquista, y Arkady sospechaba que las arañas de luces habrían hecho que la mano del príncipe deseara desesperadamente tener una granada. Ahora había seis pasajeros mayores en el tren, incluidos los dos ancianos de la noche anterior, Antipenko y Mendeleyev. Arkady se preguntó cuáles eran las probabilidades de que tres pasajeros viajasen en el mismo vagón como la noche anterior. Bueno, ¿por qué no, si tenían horarios regulares?
Zelensky escuchaba su música con los ojos cerrados, con un ocasional movimiento de la cabeza que delataba el ritmo. Arkady debía reconocerle el mérito: los iPods eran los artículos que se robaban con más frecuencia en el metro, pero el cineasta parecía estar absolutamente despreocupado. Mendeleyev y Antipenko miraban ocasionalmente a Arkady con ojos amargos y brillantes. La juventud de ambos había coincidido con el apogeo del poder y el prestigio de la Unión Soviética. No era extraño que se mostrasen nostálgicos y furiosos ante el curso descendente que habían tomado sus vidas.
En la estación de Biblioteca Lenin, el oficial de la Guardia de Fronteras se bajó y vomitó dentro de su gorra. La jefa de estación, una mujer gruesa vestida con el uniforme del metro, se aseguró de que no derramase una sola gota en su andén. Ocho pasajeros subieron al vagón, intelectuales, a juzgar por la delgadez de sus abrigos. Uno de ellos se dedicó a arreglarse el pelo que se había dejado crecer de un lado de la cabeza para cubrir la calva y saludó vagamente a Platonov.
Platonov hablaba por encima del ruido del tren.
—Uno de los llamados maestros de ajedrez, pero en realidad no es más que un tío que mueve las piezas. Oslo, 1978, abandonó contra mí en once movimientos. ¡Once! Como si tuviese una indigestión súbita en lugar de un alfil metido por la garganta y una torre metida por el culo.
—¿Se creó muchos enemigos?
—El ajedrez es la guerra. Zhenya lo entiende. —Platonov resopló ligeramente—. El viernes me enfrentaré con el ganador de un torneo local. Ese impostor que está al otro lado del pasillo afirma que se presentará. Pero no lo hará.
En Okhotny Row, dos de las mujeres campesinas de la noche anterior subieron al tren, llevando consigo el olor a repollo hervido para que compitiese con la colonia de Platonov. Las prostitutas flirtearon brevemente con Arkady antes de decidir que era un motor helado. Tres de ellas estaban atrapadas en ceñidas faldas italianas. La líder aparente, una pelirroja con pantalones de piel de serpiente, parecía escuchar una música privada sin la ayuda de un iPod. Las otras se quedaron boquiabiertas cuando las luces del vagón parpadearon y brotaron chispas entre el túnel y el tren. Ésa era la sección más vieja de todo el entramado del metro. Los raíles estaban gastados, el aislamiento raído, unos duendes azules bailaban alrededor de los interruptores.
—¿Sabe qué es lo más triste? —dijo de pronto Platonov.
—¿Qué?
—Que Stalin sólo pudo disfrutar una sola vez como pasajero del metro. En aquella ocasión fue tan amado por la gente que fue atropellado por la multitud y las fuerzas de seguridad no permitieron que volviese a hacerlo. Y pensar que estamos viajando donde él viajó…
El tren se acercaba a la parada de Lubianka, la legendaria fábrica de dolor, donde los hombres eran moldeados golpeándolos como al metal para darles formas más útiles: colaboradores, confesores, víctimas ansiosas por acusarse a sí mismas. Eran llevados hasta allí en coche o, en tiempos de Stalin, en lo que parecía ser un camión de reparto de pan, pero jamás en metro.
Próxima estación, Chistye Prudy. A pesar de su escepticismo, Platonov se quitó el gorro e hizo otros pequeños ajustes para aparecer presentable, y Arkady advirtió una inquietud general entre los pasajeros: toses, espaldas erguidas, una súbita atención a los zapatos. Las medallas aparecieron de repente. Antipenko lucía la estrella dorada de Héroe del Trabajo. Las mujeres campesinas eran Madres Heroínas. Zelensky dejó que los pequeños auriculares cayesen alrededor del cuello. El violinista dobló la esquina de la página que estaba leyendo y guardó el libro dentro del estuche del violín. A una profundidad de setenta metros, el tren descendió aún más y su aliento se volvió más frío.
La puerta del siguiente vagón se abrió y entró un hombre vestido con un chándal, acompañado de un niño y una niña con parkas. El hombre era ancho de espaldas y tenía la frente amplia, pero su amenaza física quedaba atenuada por su forma tambaleante de moverse de un poste metálico a otro mientras seguía a los niños. Tenían alrededor de diez años, con los ojos azules y el pelo rubio dorado que bien podría haber salido directamente de la paleta de un pintor. La niña llevaba un ramo de rosas envuelto en papel de celofán. Zelensky se hizo cargo entonces de ambos niños y atravesó el vagón con ellos hasta donde se encontraba Arkady.
—Qué coincidencia. Me he dicho a mí mismo: ése de ahí parece el investigador Renko, y lo es. Dos noches seguidas, ¿es coincidencia o el destino? ¿Cuál de los dos?
—Hasta ahora es sólo un viaje en el metro.
—Saldremos en la tele —dijo la niña, y alzó el ramo de rosas hacia Arkady—. Huela.
—Muy agradable. ¿Para quién es el ramo?
—Ya lo verá —dijo Zelensky—. Muy bien, niños, ahora regresad con Bora. El tío Vlad tiene que hablar con este señor.
Zelensky se mecía como un marinero por el movimiento del tren mientras los niños regresaban a su asiento.
—¿Bora también es cineasta? —preguntó Arkady.
—Bora es protección.
—Debe de necesitar desesperadamente que lo protejan.
—No lo menosprecie. Bora es como un pit bull. Pero ¿qué está haciendo usted aquí? —Zelensky hizo una mueca de perplejidad—. Según la televisión, dijeron que no había ninguna investigación, que nadie había visto a Stalin. ¿Acaso ha caminado de idea?
—Estuve pensando en este asunto y decidí que quizá existiera una posibilidad de que Stalin hubiese estado hibernando durante cincuenta años.
Zelensky advirtió el interés de Platonov en la conversación.
—¿Siente curiosidad?
—No —el anciano negó vigorosamente con la cabeza.
—¿Es la primera vez que Bora viaja en metro? —preguntó entonces Arkady—. Parece un tanto perdido.
—Es nuevo en Moscú, pero ya se acostumbrará. Es un tío útil para tenerlo cerca.
—¿Para resolver crucigramas?
—Las cosas están cambiando. He tenido una mala época pero ya estoy saliendo de ella. Reconozco haber hecho algunas películas para adultos. Para usted, eso seguramente me convierte en un pornógrafo.
—Algo así.
—Eso es porque se está concentrando en mí. ¿Qué es lo importante, el mensajero o el mensaje?
—¿Cuál es el mensaje?
—No tiene idea de dónde se está metiendo.
—¿Habrá efectos especiales?
—No necesitamos efectos especiales. Tenemos el secreto.
—Compártalo conmigo.
—Ya lo verá.
Zelensky mantuvo la sonrisa durante un momento y luego regresó a su asiento. Cuando el tren comenzó a reducir la velocidad, los pasajeros que estaban sentados en la parte izquierda del vagón empezaron a trasladarse a la derecha. En lugar de mostrar el adormecimiento habitual producido por el metro, todos parecían cada vez más excitados, como si estuviesen en un teatro con el telón a punto de alzarse.
Platonov se aclaró la garganta.
—Renko, le pido disculpas por no haberle apoyado hace unos minutos.
—No se preocupe. Usted es un jugador de ajedrez, no un policía.
El tren se volvió negro y de negro pasó a amarillo.
—¡Stalin!
—¡Es él!
—¡Stalin!
Las luces volvieron a encenderse cuando se abrieron las puertas. Arkady sólo veía un andén desierto con columnas de mármol. Platonov se levantó de su asiento atraído por la puerta abierta. El violinista había cambiado el libro por una minicámara de vídeo y estaba grabando la escena. Arkady reconoció la cámara porque en la oficina del fiscal tenían una similar.
Arkady siguió a Platonov hasta el andén.
—¿Ha visto algo?
—Yo… no lo sé —contestó el anciano.
Todos los pasajeros abandonaron el vagón y su número aumentó a medida que la curiosidad atraía a la gente que bajaba de los vagones delanteros, algunos tambaleándose a causa del vodka, las botellas metidas dentro de sus abrigos. Donde había habido quince personas, se reunieron cincuenta. Las puertas se cerraron y el tren se alejó. Las personas más bajas que estaban en el andén se ponían de puntillas por la excitación. Arkady no vio a nadie que llevase nada lo bastante grande como para crear efectos especiales, como una luz estroboscópica y una batería. Tampoco vio a ningún jefe de estación, aunque habitualmente no permitían que la gente se demorase después del último tren. Todas las estaciones de metro tenían un puesto de la milicia al nivel de la calle, pero Arkady pensó que no tenía tiempo de subir por la escalera mecánica, despertar al oficial de guardia y decirle… ¿qué?
—¿Qué quiere decir con que no lo sabe? —le preguntó a Platonov.
—Yo… no lo sé —repitió el viejo.
Arkady se volvió hacia una de las mujeres campesinas, que parecía tan dulce como la madre de la Virgen, y le preguntó si había visto algo.
—Vi a Stalin como estoy viéndolo a usted. Me pidió que le trajera un tazón de sopa caliente.
Dos hombres con gorros de piel y parkas aparecieron en el andén. No estaban en el tren y tampoco lo habían abordado. No eran rusos. En invierno, los rusos generalmente sólo añadían otra capa de ropa, pensó Arkady. Eran norteamericanos que llevaban parkas tan abultadas y brillantes como globos de aire caliente.
—Amigos, compañeros rusos, hermanos y hermanas —dijo Zelensky—. Por favor, haced espacio.
Indicó cuánto espacio necesitaba en el andén y dónde debía colocarse la cámara, interpretando el papel de un director completamente a cargo de la situación, moviéndose lentamente para que el momento fuese más intenso. De su bolso de lona sacó una fotografía enmarcada de Stalin, que apoyó contra la base de una de las columnas del andén. Bora les quitó las parkas a los niños para exhibir sus camisas campesinas cubiertas de bordados. Zelensky volvió a buscar dentro del bolso y sacó una delgada vela votiva que colocó en las manos del niño. Mientras Bora se encargaba de encender la vela, Zelensky miró a los dos hombres con las parkas. El más bajo de los dos simuló estar sosteniendo algo. Zelensky arregló las flores que llevaba la niña. El cámara seguía filmando. Del comercio de la carne al fantasma de Stalin, todo era igual para Zelensky, pensó Arkady, pero el cineasta ni siquiera estaba dirigiendo, sino que seguía las indicaciones del norteamericano. Los niños realizaron una corta procesión y depositaron la vela y las flores delante de la fotografía. Stalin iba vestido con un uniforme blanco. Su bigote y su pelo lozanos y poblados eran inconfundibles, y la llama oscilante de la vela hizo que sus ojos cobrasen vida.
Los niños comenzaron entonces a recitar con ritmo monótono:
—Querido camarada Stalin, gracias por haber hecho de la Unión Soviética una nación poderosa respetada por todo el mundo. Gracias por haber derrotado a los invasores fascistas y la agresión imperialista. Gracias por haber hecho del mundo un lugar seguro para sus hijos. Jamás lo olvidaremos.
El norteamericano hizo una seña y Zelensky le indicó a la señora Gorro de Astracán que se acercase a la foto. La mujer se enjugó las lágrimas con el chal.
—¿Qué es lo que vio, abuela? —preguntó Zelensky.
—Un milagro. Cuando mi esposo y yo entramos en la estación vimos a nuestro amado Stalin rodeado de una luz brillante.
Otras voces respondieron que ellos también habían visto a Stalin. Era algo contagioso, a pesar de sus diferentes versiones.
—¡Estaba escribiendo frente a un escritorio!
—¡Estaba estudiando planes de guerra!
—¡Estaba leyendo a Tolstói!
—¡A Pushkin! —afirmó otro.
—¡A Marx!
El norteamericano trazó unos círculos con el dedo: más de prisa.
Zelensky se dirigió a la cámara.
—Nosotros, los patriotas, declaramos esta estación de metro suelo sagrado. Exigimos un monumento al genio militar que, desde este mismo lugar, defendió victoriosamente la madre patria. ¿Cómo puede ningún gobierno ruso negar eso? ¿Dónde está el orgullo ruso?
El norteamericano alzó ambas manos.
Zelensky levantó una camiseta roja y blanca en la que se leía: «Yo soy un Patriota Ruso». Bora comenzó a circular entre la multitud repartiendo camisetas similares. Un grupo interesante, pensó Arkady: los ancianos junto a los moderadamente curiosos, los seriamente borrachos, cuatro prostitutas heladas de frío y titiriteros norteamericanos.
—«Yo soy un Patriota Ruso» —Zelensky leyó en voz alta la frase de la camiseta—. Si tú no eres un patriota ruso, ¿qué eres?
Los pensionistas Mendeleyev y Antipenko cogieron sendas camisetas. El norteamericano agitó la mano y la cámara encontró a la fotogénica Marfa Bourdenova. Hasta ese momento, la joven estudiante había permanecido oculta entre la multitud como una paloma en una rama. Por la forma en que estaba pendiente de cada palabra de Zelensky, parecía probable que volviera a perder su toque de queda. Arkady sintió una oleada de furia hacia el cineasta, hacia los dispuestos creyentes y el improvisado santuario, porque en Moscú eso era suficiente para evocar el pasado. La cinta de vídeo podía resultar incluso más efectiva al estar montada torpemente y con escasa iluminación, la clase de documental que alimentaba los rumores. Y todo ello escenificado por norteamericanos. Arkady se preguntó qué haría Stalin en esa situación.
Zelensky vio entonces que el investigador se acercaba y comenzó a apresurar su discurso.
—Los Patriotas Rusos honran el pasado. Regresaremos al visionario y humanitario…
Arkady pasó por detrás de Zelensky y apartó la vela de un puntapié, lanzándola a la vía. Luego retrocedió e hizo lo propio con las flores.
—¿Es que se ha vuelto loco? —exclamó Zelensky.
Arkady alzó su credencial para que todos pudieran verla y anunció:
—Está prohibido filmar en el metro. Además, esta aglomeración de gente está retrasando el horario de limpieza y mantenimiento, y poniendo en peligro la seguridad de las personas. El espectáculo ha terminado. Márchense a casa.
—Yo no veo a ninguna mujer de la limpieza ni a ningún encargado de mantenimiento —repuso Zelensky.
—Un horario es un horario.
Arkady cogió la fotografía de Stalin.
—¡No! —una docena de voces se alzaron en señal de protesta.
—Entonces, negociaremos.
Arkady puso la foto en la mano libre del hombre que estaba filmando y quitó la otra de la cámara. Sacó una minicasete y la deslizó dentro de su abrigo.
—Eso es de mi propiedad —protestó Zelensky.
—Ahora es una prueba —anunció Arkady, y devolvió la cámara. Se acercó a la multitud para coger a Marfa Bourdenova de la muñeca y echó a andar hacia la escalera mecánica. La joven comenzó a gritar. Platonov caminaba con dificultad a su lado. La incertidumbre paralizó a todo el mundo excepto a los dos norteamericanos: ambos habían desaparecido.
Más allá, Bora dejó el bolso de lona en el suelo. Ahora que ya no estaba en la plataforma rodante de un vagón de metro, parecía mejor plantado. Arkady se dirigió directamente hacia él.
—¡Mañana grabaremos una nueva cinta! —gritó Zelensky—. Ni siquiera es necesario que lo hagamos en Chistye Prudy. Sólo diremos que es Chistye Prudy.
—Cada estación es distinta —gritó Platonov—. La gente se dará cuenta.
—Por favor, no me ayude —dijo Arkady.
Bora esperaba una señal de Zelensky.
—¡Suélteme, cabrón! —Marfa Bourdenova trataba de golpear a Arkady, pero él la arrastraba demasiado de prisa y no conseguía conectar ningún golpe sólido.
Bora se apartó de mala gana. Una vez en la escalera mecánica, Arkady siguió avanzando.
Marfa chillaba pidiendo ayuda.
—Te dejaré ir cuando lleguemos arriba —prometió el investigador—. Sé que volverás corriendo hacia él, sólo ten en cuenta que no te estará esperando abajo. Zelensky sólo quiere la cinta.
Al llegar al final de la escalera mecánica, Arkady le soltó la muñeca y, como era previsible, la chica se lanzó hacia la escalera descendente. Bora y el tío de la cámara ya estaban subiendo los escalones de dos en dos.
La noche era luminosa. Platonov quería buscar un taxi, pero Arkady se dirigió hacia el parque que había detrás de la estación.
—Renko, por aquí no encontraremos un taxi, eso es obvio.
—Entonces también será obvio para Zelensky. Éste es el último lugar donde se le ocurrirá mirar.
—¿No deberíamos discutirlo? —sugirió Platonov.
—No.
—Pensaba que se suponía que debía proteger mi vida, no ponerla en peligro.
—Si nadie nos ve, no tendremos problemas.
El parque era un espacio abierto del tamaño de un campo de fútbol, ligeramente cóncavo, una sábana blanca de nieve bordeada por un manchón de árboles y vallas de hierro forjado. La nieve reflejaba la luz de los bulevares a cada lado, pero en el parque no había senderos ni farolas, e incluso caminando uno junto al otro, los dos hombres parecían sombras.
—¿Le importa si fumo? —preguntó Platonov.
—Sí.
—Considérese despedido.
El suelo era irregular, una superficie de nieve fina sobre huellas de trineo heladas. Cuando era niño, Arkady había patinado y se había lanzado en trineo en ese parque un centenar de veces.
—Tenga cuidado.
—No se preocupe por mi salud. Éste es el hombre que me preguntó si yo me creaba enemigos.
—Si tiene que hablar, susurre.
—No estoy hablando con usted. Considere esta conversación acabada. —Platonov caminó en silencio un par de pasos—. ¿Sabe siquiera quiénes son los Patriotas Rusos?
—Parecen comunistas.
—Parecen como nosotros, ésa es la idea. El Kremlin ha traído a norteamericanos. Los norteamericanos hicieron una encuesta entre la gente y les preguntaron qué figura política era la que más admiraban. La respuesta fue Stalin. Entonces preguntaron por qué, y la respuesta fue que Stalin era un patriota ruso. A continuación preguntaron a la gente si votarían a un partido llamado Patriota Ruso, que ni siquiera existía. El cincuenta por ciento respondió que sí. De modo que el Kremlin puso Patriota Ruso en la papeleta. Sólo con su nombre conseguirán votos. Es una subversión del proceso democrático.
—¿Y si Stalin regresa de entre los muertos y hace campaña para ellos?
—Ésa es la parte ultrajante. Stalin nos pertenece a nosotros. Stalin pertenece al Partido.
—Tal vez puedan registrarlo, como la Coca-Cola.
Platonov se detuvo un momento para recuperar el aliento. En ese momento, Arkady oyó gritos y vio a dos figuras en la nieve, a unos cincuenta metros detrás de ellos. El haz de una linterna se movía de un lado a otro.
—Son Bora y el cámara —dijo.
—Sabía que debíamos buscar un coche. ¿Por qué le hice caso?
Platonov comenzó a moverse otra vez, pero a un paso más lento y arrastrando los pies.
—¿Cómo está su corazón? —preguntó Arkady.
—Es un poco tarde para que se preocupe por mi salud. ¿No tiene una arma?
—No.
—¿Sabe cuál es el problema con usted, Renko? Es un afeminado. Es demasiado blando para su trabajo. Un investigador debería llevar una arma.
Lo que necesitaban eran alas, pensó Arkady. Bora parecía volar sobre la nieve, corrigiendo la falsa primera impresión de torpeza.
—¿Adónde vamos? —preguntó Platonov. Habían estado caminando en dirección al centro del parque. Ahora Arkady giró hacia la calle.
—No se separe de mí.
—Esto no tiene ningún sentido.
Bora ya había recortado la mitad de la distancia que los separaba y aventajaba claramente al cámara y el alcance del haz de luz de la linterna. Por la forma en que movía las rodillas podría haber sido un atleta profesional, pensó Arkady. Admiraba a los hombres con una buena condición física; él nunca parecía encontrar tiempo para ponerse en forma.
Platonov boqueaba para poder respirar. Arkady le tiró de la manga de nuevo en la dirección que llevaban originalmente; era como ayudar a un camello a través de la nieve. Los dos giros les habían costado tiempo y distancia. Finalmente, Platonov no pudo seguir avanzando y se apoyó en un barril de petróleo donde se depositaban las palas para quitar la nieve.
Bora se acercó a través de los copos suspendidos. Llevaba algo brillante en la mano. El cámara, que había quedado muy rezagado, le gritó que se detuviese. Bora, sin embargo, aceleró el paso con grandes zancadas.
—Usted se rió —le dijo a Arkady.
—¿Cuándo?
—En el metro. Y por eso le arrancaré los ojos y partiré la cara.
Bora llevó el brazo hacia atrás. Tenía un pie en el aire cuando cayó al suelo y desapareció. Los copos de nieve se balanceaban en el lugar que había ocupado un segundo antes. Arkady apartó la nieve y vio una mano apretada contra la parte de abajo del hielo.
El cámara llegó hasta ellos, la barba helada por el aliento. No era más que un muchacho, blando y pesado con las mejillas rojas.
—Traté de advertirle —dijo.
—El nombre del lugar debería haber sido una pista —señaló Arkady.
La estación Kirov de la época de la guerra había sido rebautizada como Chistye Prudy por el «estanque claro» que refrescaba el parque en verano y sobre cuya superficie helada se podía patinar en invierno. Los lugares más blandos estaban señalizados con carteles de «¡Peligro: hielo quebradizo!», perfectamente visibles a la luz del día. El estanque era poco profundo y el agujero en el que había caído Bora estaba fuera de alcance, pero por una caprichosa casualidad, estaba tendido de espaldas sobre una zona de hielo más sólido, mirando en la dirección equivocada. No podía colocar los pies debajo de él y, con tan escaso punto de apoyo, sólo podía usar los puños, las rodillas y la cabeza. Arkady sólo esperaba que Bora se empapase en agua helada. Eso era una ventaja añadida.
—¿Cómo se llama? —le preguntó al cámara.
—Petrov. ¿No cree que deberíamos…?
—Su linterna y su documentación, por favor.
—Pero…
—Linterna y documentación.
Arkady comparó al cámara con la foto de un bien afeitado Pyetr Semyonovich Petrov; edad: veintidós; residencia: Villa Olímpica, Moscú; etnia: ruso hasta el tuétano. Petrov solía acumular cachivaches. Arkady le revisó más detenidamente el bolso y sacó una tarjeta de Cinema Zelensky, socio en Mensa, tarjetas de videoclubes, una segunda minicasete, una caja de cerillas de un «club para caballeros» llamado Tahití y un condón. En el interior de la caja de fósforos habían escrito un número de teléfono. Arkady se guardó la cinta y la caja de cerillas y le devolvió a Petrov su documento de identidad.
Bora apretó la cara contra el hielo. Ahora se movía menos.
Arkady rodeó los hombros del cámara con el brazo.
—Pyetr, ¿puedo llamarte Petya?
—Sí.
—Petya, voy a hacerte una pregunta y quiero que me respondas como si tu vida dependiera de ello. ¿Entiendes?
—Entiendo.
—Sé honesto. Cuando los pasajeros del metro creen que ven a Stalin, ¿qué es realmente lo que están viendo? ¿Cuál es el truco?
—No hay ningún truco.
—¿Ningún efecto especial?
—No.
—¿Entonces cómo es que la gente lo ve?
—Simplemente lo ven.
—¿Estás seguro?
—Sí.
—De acuerdo.
Arkady cogió entonces una pala del barril de petróleo, la alzó en el aire, caminó hacia el hielo y empezó a romperlo sobre la cabeza de Bora. La hoja resbaló con un sonido agudo. Ningún otro efecto. Petya dirigió la linterna a los ojos de Bora. Tenían la mirada inanimada de un pez en el hielo. Un segundo golpe con la pala. Un tercero. Bora no se movió. Arkady se preguntó si tal vez no habría esperado demasiado. Platonov contemplaba la escena boquiabierto desde el borde del estanque. El investigador asestó un nuevo golpe con la pala y las primeras grietas aparecieron como prismas bajo la luz de la linterna. Otro golpe y, cuando el hielo se partió, Arkady se hundió hasta las rodillas en el agua; no fue peor que meterse en un recipiente con cubitos de hielo. Trabajó de la cabeza hacia abajo hasta que pudo coger a Bora por las axilas y lo arrastró a terreno firme. Bora estaba blanco y gomoso. Arkady lo colocó boca abajo, se sentó a horcajadas encima de él e hizo presión sobre la espalda. Con todo su peso, presionó y aflojó la presión una y otra vez mientras sus dientes no dejaban de castañetear. Cuando Arkady era pequeño y visitaba Chistye Prudy, el sargento Belov era el encargado de vigilarlo. Él fue quien le enseñó a coger nieve con la lengua. El sargento le decía: «Este delicioso copo lleva tu nombre grabado en él. Aquí hay otro, y otro», y cuando el chico patinaba cazaba los copos de nieve con la lengua como una golondrina voraz.
Bora vomitó. Se dobló en dos mientras el agua del estanque salía por su boca. Luego respiró profundamente entre hilos de saliva. Volvió a vomitar, retorciéndose sobre la nieve Empapado y helado, Bora no temblaba de una manera normal, sino como si una mano invisible lo estuviese sacudiendo violentamente. Movió los ojos hasta enfocar a Arkady.
—Es un milagro —dijo Petya.
—Ha vuelto de entre los muertos —dijo Platonov, y se acercó a él, bloqueando la mitad de la luz.
Bora se volvió sobre la espalda y apoyó un cuchillo en la garganta de Arkady. Había regresado de entre los muertos con una carta de triunfo. La hoja arañó un pelo que el investigador había pasado por alto al afeitarse.
—Gracias… y ahora… te joderé —dijo Bora.
Pero el frío lo abatió. El temblor se volvió incontrolable y lo suficientemente fuerte como para romperle los huesos. Los dientes castañeteaban como una máquina desbocada, y sus brazos se aferraban alrededor del cuerpo como si fuese una camisa de fuerza.
—Encuentra el cuchillo —le dijo Arkady al muchacho de la linterna.
—¿Qué cuchillo?
Arkady se levantó y le quitó la linterna de las manos.
—El de Bora.
—Yo no he visto ningún cuchillo —dijo Platonov.
—Bora tenía un cuchillo.
Arkady le dio la vuelta a Bora con firmeza. Ningún cuchillo. Luego barrió con la luz de la linterna la zona donde Bora había caído al agua, donde él lo había liberado del hielo y, por último, tratando de invertir el tiempo, hacia las huellas de Bora sobre la nieve.
—Una noche magnífica —declaró Platonov—. Una noche así solo puedes encontrarla en Moscú. Es lo más divertido que me ha pasado en años. ¿Y tenía su coche aparcado junto al estanque? ¡Brillante! ¡Ha pensado dos movimientos por delante!
Golpeó con satisfacción el salpicadero del Zhiguli. Las farolas del bulevar Ring pasaban junto al coche; Platonov aún no le había dicho adónde quería ir.
—Decídase de una vez —dijo Arkady—. Tengo los pies mojados y entumecidos.
—¿Quiere que conduzca yo?
—No, gracias.
Había visto caminar a Platonov.
—¿Sabe a quién vi esta noche? Vi a su padre, el general. Lo vi en usted. La manzana no cae lejos del árbol. Aunque lamento que haya dejado ir a ese gamberro.
—Usted no vio el cuchillo.
—Tampoco lo vio el chico de la linterna. Pero creo en su palabra.
—A eso me refiero. Todo lo que podría testificar es que Bora cayó a través del hielo.
—De todo modos, usted le enseñó una lección. Estará congelado durante un par de días.
—Regresará.
—Y entonces usted acabará con él, estoy seguro. Es una vergüenza lo del cuchillo. ¿Cree que aparecerá en el estanque?
—Mañana, tal vez la semana próxima.
—Quizá cuando la nieve se derrita. ¿Puede mantener a un hombre en prisión hasta que la nieve se derrita? Me gusta como suena.
—Estoy seguro de ello.
—¿Sabe? —dijo Platonov—, conocí a su padre durante la guerra en el Frente Kalinin.
—¿Jugaba al ajedrez con él?
El viejo sonrió.
—De hecho, yo estaba disputando unas partidas simultáneas para entretener a las tropas cuando él se sentó y cogió un tablero. Era muy joven para ser general y, como estaba cubierto de barro, no podía ver su rango. Fue extraordinario. La mayoría de los aficionados tropiezan con los caballos. Su padre tenía un conocimiento instintivo de los problemas especiales provocados por esa pieza.
—¿Quién ganó?
—Bueno, gané yo. La cuestión es que disputó una partida muy seria.
—¡No creo que mi padre haya estado nunca en el Frente! Kalinin.
—Allí fue donde yo lo vi. Lo habían engañado.
—¿Sobre qué?
—Ya lo sabe.
La nieve había suspendido el habitual asalto de los equipos de construcción a través de la ciudad. El viaje junto a los árboles ataviados de blanco a lo largo del bulevar Ring era como circular por una ciudad más íntima.
—Se cometieron atrocidades en ambos bandos —continuó Platonov—. Lo importante es que su padre fue un comandante de éxito. Especialmente al comenzar la guerra, cuando todo parecía perdido, fue sobrehumano. Si alguien merecía el bastón de mando de mariscal de campo era su padre. En mi opinión, fue difamado por hipócritas.
—Bueno, ¿quién trata de matarlo? —Arkady cambió de lema. Después de todo, se suponía que debía descubrirlo.
—Los nuevos rusos, la mafia, los reaccionarios del Kremlin. Pero, sobre todo, los empresarios de la construcción.
—Medio Moscú, entonces. ¿Ha recibido llamadas amenazadoras, notas inquietantes, piedras a través de las ventanas?
—Ya se lo dije antes.
—Recuérdemelo.
—Ellos me amenazan por teléfono, yo cuelgo. Ellos envían un carta anónima, yo la tiro. Ninguna piedra todavía.
—Cuando reciba la próxima carta, no la abra. Cójala por las esquinas y llámeme. ¿Puede darme algún nombre?
—Aún no, pero todo lo que tiene que hacer es descubrir quién está intentando que cierren el club de ajedrez. Probablemente lo conviertan en un spa o algo peor. Lo que necesitamos son los nombres de los empresarios; no los nombres públicos, sino los socios silenciosos del ayuntamiento y el Kremlin. Yo no tengo los medios para hacerlo. Usted sí. Temía que el fiscal me enviase a algún incompetente, pero me complace decir que, después de lo sucedido esta noche, tengo una gran fe en usted. Una fe ilimitada. No es que yo no tenga mis propios trucos… Pronto tendremos una pequeña exhibición y conseguiremos algo de publicidad.
—¿En el club de ajedrez?
—¿En ese estercolero? No. En la Unión de Escritores. De hecho, ahora iremos a ver a nuestro patrocinador.
—¿A esta hora?
—Es un amigo del juego.
En ese momento sonó el teléfono móvil de Arkady. Era Victor.
—¿Por qué coño discutiste con Urman? Isakov y él se encargan de un homicidio doméstico y tú metes sus pollas en la trituradora.
—¿Estás bien?
—Bueno, estoy en la morgue. Llegué por mi propio pie, si es que eso es una buena señal.
—No te duermas. —En una morgue, Victor podía parecer uno de sus huéspedes—. ¿Por qué estás ahí?
—¿Recuerdas a Zoya, la esposa que quería que matasen a su marido? ¿La mujer que llamó al teléfono de Urman? Sigue llamándome para exigir algún progreso en el asunto, de modo que estoy usando la imaginación.
—Espérame ahí, y no hagas nada hasta que yo llegue.
Arkady cortó la comunicación. Necesitaba desesperadamente calcetines y zapatos secos, pero la imaginación de Victor era algo pavoroso.
—A Stalin le encantaba la nieve —dijo Platonov. Ambos hombres reflexionaron sobre esa información mientras el limpiaparabrisas barría la nieve del cristal—. En el Kremlin libraban batallas con bolas de nieve, como los chicos. Beria, Molotov y Mikoyan de un lado, Jruschov, Bulganin y Malenkov del otro, y Stalin como árbitro. Hombres maduros con sombreros lanzándose bolas de nieve. Y Stalin incitándolos.
—Estoy tratando de imaginarme la escena.
—Sé que algunos inocentes murieron a causa de Stalin, pero él consiguió que la Unión Soviética fuese respetada en el mundo. La historia rusa es Iván el Terrible, Pedro el Grande, Stalin y, desde entonces, mequetrefes. Sé que usted piensa lo mismo porque vi cómo rescataba su foto de esos llamados Patriotas Rusos. En esta esquina está bien.
Platonov se bajó del coche debajo de una farola. Arkady se inclinó sobre el asiento para decirle que Stalin no había matado a «algunos», sino que había enviado a la muerte a millones de rusos a sangre fría. Pero en ese instante una mujer pelirroja que llevaba un abrigo de piel y calzaba tacones altos rodeó al anciano. Era una mujer de sesenta o setenta años bien conservada, un torbellino de lápiz de labios y colorete. De su mano colgaba una botella de champán borboteando espuma.
—Magda, te estás buscando la muerte.
—Ilya, Ylushka, mi Ylushka. Te he estado esperando.
—Tenía asuntos que atender.
—Mi genio, baila conmigo.
—Bailaremos cuando lleguemos arriba. —Platonov se volvió hacia Arkady—. Recójame al mediodía.
—¿Éste es el patrocinador? —inquirió Arkady.
—Mejor que sea a las dos —dijo Platonov.
Ella echó un vistazo al coche.
—¿Has venido con un amigo?
—Un camarada —dijo Platonov—. Uno de los mejores.
Arkady había intentado dejar las cosas claras. Sin embargo, se alejó de allí a toda velocidad.