Arkady y Eva estaban acostados bajo una luminosidad gris que se extendía a través de varias habitaciones en las que prácticamente no había muebles. Arkady había heredado el apartamento de su padre; era un lugar enorme comparado con su viejo piso, que habían decidido abandonar porque Eva decía sentir allí la presencia de Irina. «No pienso competir con un fantasma», había dicho. Una mesa aquí y un televisor portátil allá eran más reclamos de residencia que una realidad concreta. Arkady se había deshecho de todas las pertenencias de su padre, de cualquier punto de apoyo que el fallecido pudiera conservar, excepto los libros y los cuadros, que estaban guardados en una caja cerrada en el armario del estudio.
Desde el exterior, el edificio era una colisión arquitectónica de contrafuertes góticos y arcos moriscos, pero, en el interior, los ambientes eran grandes, con techos altos de antes de la guerra y suelos de parquet. El bloque de apartamentos había sido construido para la élite militar y los jerarcas del Partido, quienes estaban orgullosos de su domicilio, aunque en la época de Stalin era también el lugar de donde se llevaban a la gente en mitad de la noche y no se los volvía a ver durante años, tal vez nunca más. Los residentes habían escuchado con terror los golpes en la puerta, o incluso el ruido del ascensor que subía desde la planta baja. Los rumores afirmaban que en las paredes se habían construido pasadizos especiales para alojar a los agentes del Estado. Lo que Arkady encontraba más interesante era que, incluso sabiendo que el edificio era un tajo de cocina, nadie se había atrevido a declinar el ofrecimiento de mudarse a ese lugar.
El camión cargado con todas sus posesiones terrenales llevaba una semana de retraso, por lo que estaban viviendo de un modo provisional. Su base era un colchón que habían colocado directamente sobre el suelo de parquet. Un edredón estaba caído fuera de la cama, pero Arkady y Eva estaban calientes porque el edificio era un prodigio de calefacción. Habían dormido todo el día junto a una bandeja con pan, mermelada de fresa y té. El viento había dejado de soplar y la nieve caía en grandes copos plumosos que se arrastraban como sombras por las cortinas.
El cuerpo de Eva podría haber sido el de una muchacha. Tenía los pechos pequeños y la piel tan pálida y tersa que Arkady casi esperaba que sobre ella se grabase una impresión suya. Con el pelo negro, Eva era la criatura perfecta de la noche. Cuando no podía dormir, algo que ocurría con frecuencia, recorría el apartamento descalza y envuelta en una bata. Algunas habitaciones, como el estudio, no las utilizaban para nada, excepto para almacenar cajas de fotografías de su padre e Irina que él había traído en el coche. Por la noche, el suelo de parquet gemía; ella prefería dormir durante el día, cuando rondaban menos fantasmas por la casa.
Eva no necesitaba los fantasmas de Arkady, pues tenía los suyos propios. Había sido estudiante en Kiev, y había participado en el desfile del Primero de Mayo cuatro días después de que se fundió el reactor nuclear de Chernóbil, porque las autoridades aseguraron a la gente que la situación estaba bajo control. Cien mil muchachos marcharon hacia una lluvia invisible de plutonio radiactivo, potasio, estroncio y cesio-137. Ninguno de los participantes en el desfile se encogió en suelo y murió allí mismo, pero ella fue declarada superviviente, entendiéndose en general que los supervivientes, especialmente las mujeres, habían quedado estériles y además eran contagiosas.
En Moscú había encontrado trabajo en una clínica. Eva era buena con los pacientes más jóvenes, especialmente con aquellos que no podían dormir. Los grababa y enviaba las cintas a sus familias. Su retrato, pensaba a menudo Arkady, sólo podía pintarse en blanco y negro, aunque cada vez más negro y con ángulos más marcados.
Cuanto más se alejaban el uno del otro, más se convertía la cama en el refugio de ambos. Las palabras eran su enemigo, la expresión de esperanzas fallidas. El sexo era practicado en silencio y resultaba difícil decir cuánto de ese acto era pasión y cuánto el desesperado raspado de una cerilla muerta.
El teléfono sonó. Ni Arkady ni Eva querían conectar con la realidad, de modo que quien llamaba tuvo que hablar con el contestador.
—¿Dónde está usted, Renko? Tenemos una situación que debemos resolver. Si cualquier persona muerta apareciera en un andén del metro, podría tratarse de una broma. Pero Stalin es diferente. Utilizar el parecido con Stalin es una clara provocación. Alguien está detrás de todo este asunto. ¿Por qué ha apagado su teléfono móvil? ¿Dónde demonios está? ¡Llámeme!
—Era el fiscal Zurin. ¿De qué estaba hablando? —preguntó Eva.
—Stalin ha sido visto un par de veces en una estación del metro, a última hora de la noche.
—¿Stalin? ¿De verdad? ¿Y qué es lo que hace ese Stalin del metro?
—No mucho. Está parado en el andén y saluda a los pasajeros.
—¿No ejecuta a nadie?
—No, ni a una sola persona.
—¿Qué piensa hacer Zurin?
Zurin generalmente aburría a Eva, pero ahora se incorporó apoyándose en los codos.
Arkady estaba animado. Ésa era una conversación más larga que cualquiera que habían tenido en toda la semana.
—Bueno, como dice el fiscal, Stalin es diferente. Este caso es un campo minado y no hay movimientos buenos. Si calificamos de broma cualquier cosa relacionada con Stalin, Zurin tendrá que hacer frente a los superpatriotas. Si no hacemos nada y dejamos que los rumores se extiendan por la ciudad, tendrá un santuario entre manos: cuando se encontraron los huesos del zar, los peregrinos comenzaron a llegar al día siguiente. El metro se convertirá en un caos y Zurin pasará a la historia como el hombre que colapso la red del ferrocarril metropolitano de Moscú. La tercera opción de Zurin es asumir la situación, anunciar que los avistamientos son visiones genuinas y quedar como un auténtico chiflado si Stalin no vuelve a aparecer.
—Y Zurin te llamó a ti. De modo que quiere que seas tú quien entre primero en el campo minado.
—Algo así.
—Pero ¿te quedarás aquí? No sabía que estarías en casa todo el día.
—Eso haré. ¿Acaso tenías otros planes?
—Bueno, siempre estás pensando en el trabajo, así que realmente no estás aquí cuando estás aquí.
—No siempre.
—Sí, siempre. Aunque supongo que eso es bueno en un investigador. Sé cuando un fantasma se une a nosotros. Siento su compañía. —Ésa era una afirmación muy fuerte, porque había fantasmas y fantasmas—. Supongo que no puedes evitar implicarte.
—En realidad, es mejor no implicarse.
—¿Puedes hacer eso?
—Debo hacerlo. No puedo pasarme la vida rumiando sobre los muertos.
Cerró los ojos y vio al hombre con la cuchilla clavada en la cabeza. Las probabilidades estaban astronómicamente en contra de que una mujer borracha pudiese matar a su esposo con un solo golpe perfecto de una cuchilla entre las vértebras y a través de la médula espinal, como sostenían Isakov y Urman. Lo más probable era que alguien tan ebrio fuese incapaz de recordar nada de lo que hubiese dicho, mucho menos una confesión. Sin embargo, el patrón de las salpicaduras de sangre en las paredes de la cocina parecía coincidir con las manchas que la mujer tenía en la bata. El mango de la cuchilla apuntaba hacia el hombro izquierdo de la víctima, lo que indicaba el ataque de una persona diestra; ella era diestra. El hecho de que ninguno de los vecinos hubiese llamado a la milicia para denunciar los ruidos de la pelea sugería que no era la primera vez que marido y mujer tenían una riña. ¿Habían discutido acerca de quién tenía el dragón? ¿Demasiada nieve, demasiado vodka, una cuchilla de carnicero al alcance de la mano? Con esa combinación no se necesitaban asesinos profesionales.
En cualquier caso, Arkady estaba molesto consigo mismo por haber atraído la atención de Isakov y Urman. Interrogarlos era lo último que debería haber hecho, aunque había sido bastante instructivo observar al capitán y a su ansioso teniente.
—Lo estás haciendo ahora —dijo Eva.
—Lo siento.
—Conozco tu secreto —declaró ella.
—¿Cuál es mi secreto?
—A pesar de todo, en el fondo eres un optimista. —Luego se corrigió—: A pesar de mí, eres un optimista.
—Tenemos nuestros momentos.
—Tengo la prueba. Está todo en una cinta.
Cuando Eva y Arkady comenzaron a estar juntos, ella llevaba siempre una grabadora en el bolsillo y varias casetes para registrar lo que hacían, ya fuese un día esquiando o un simple paseo, para luego escuchar las cintas y reírse. ¿Cuándo había sido la última vez que había oído su risa?
Apoyó la mano en su pecho y percibió los latidos de su corazón. Con ella siempre estaba medio excitado. Si ése no era un motivo para ser optimista, ¿qué lo era?
Fuera, el día agonizaba y el sol era como una hoguera en la nieve.
En la calle, un grupo de trabajadores intentaban reparar un bache. Cuatro hombres grandes y corpulentos cavaban mientras otro supervisaba el trabajo y ocasionalmente sostenía una lámpara. Todos los días, durante una semana, habían echado asfalto humeante que se fijaba en un agujero cada vez mayor, una demostración diaria de ineficacia.
El teléfono volvió a sonar. Esta vez, un meloso Zurin le habló al contestador, disculpándose por molestar a Arkady en su día libre y esperando que no estuviese utilizando el contestador para evitar las llamadas.
—Tú no caerías tan bajo.
«Ningún problema», pensó Arkady. Desconectó el cable del teléfono, pero luego recordó a Zhenya y volvió a enchufarlo.
Eva lo observaba.
—¿Aún esperas que Zhenya llame?
—Podría hacerlo.
—Estará bien. En la calle se mueve como pez en el agua.
—Fuera hace mucho frío.
—Entonces encontrará algún lugar caliente. ¿Estás seguro de que lo viste?
—No, pero estoy seguro de que estaba allí. ¿A ti te dijo algo?
—Tres palabras: «El está aquí». Luego salió corriendo por la puerta.
Nadie sabía a ciencia cierta cuántos chicos sin hogar había en Moscú. Los cálculos oscilaban entre diez mil y cincuenta mil, con edades comprendidas entre los cuatro y los dieciséis años. Muy pocos eran huérfanos; la mayoría huían de familias de alcohólicos que abusaban de ellos. Los chicos comían y usaban lo que robaban o pedían por las calles. Dormían sobre las tuberías de la calefacción o en trenes que no tenían vigilancia. Esnifaban pegamento, pedían cigarrillos, se vendían por sexo delante del Bolshoi, y para ellos lo más parecido a un lugar de descanso fijo era Tres Estaciones. La semana anterior, unos agentes de la milicia habían cogido a Zhenya junto con sus amigos Georgy y Fedya. Zhenya había sido puesto en libertad cuando Arkady fue a buscarlo, pero a Georgy y a Fedya simplemente los soltaron por falta de espacio. El propio presidente declaró que los chicos sin hogar representaban una amenaza para la seguridad nacional, y ahora que Georgy tenía una arma, quizá el presidente estaba en lo cierto.
—Arkasha, abre los ojos. Tu pequeño Zhenya gana más dinero jugando al ajedrez que tú arriesgando la vida. ¿Crees que es como tú, una alma dulce y complaciente? Pues no lo es.
—Sólo tiene doce años.
—Zhenya está en algún lugar entre los doce y los cien años de edad. ¿Lo has visto jugar al ajedrez?
—Cientos de veces.
—Constriñe a su rival como una pitón, se lo come y lo digiere vivo.
—Es bueno.
—Y tú no eres responsable de él.
Arkady había intentado adoptar a Zhenya. Sin embargo, sin ninguna información sobre sus padres, sin saber siquiera si estaban vivos o muertos, la adopción legal estaba fuera de cuestión, y se había llegado a una especie de acuerdo. Oficialmente, Zhenya aparecía en el registro del hogar infantil donde Arkady lo había visto por primera vez. En realidad, el chico dormía en el sofá de su apartamento, como si hubiese llegado por casualidad y se hubiera acostado allí. Zhenya era una suerte de Plutón, un objeto oscuro detectable más por su efecto sobre los demás planetas que por la observación directa.
—Considérame una pitón.
Arkady se deslizó dentro de la cama.
Comieron en la cama: pan de centeno, setas, pepinillos, salchichas y vodka.
Eva llenó los vasos.
—Anoche, en la clínica, uno de los otros médicos, una mujer, me dijo: «¿Sabes cuál es la maldición de los hombres rusos? ¡El vodka! ¿Sabes cuál es la maldición de las mujeres rusas? ¡Los hombres rusos!».
—Salud.
Chocaron ligeramente los vasos y bebieron el vodka de un trago.
—Tal vez yo soy tu maldición —dijo Eva.
—Probablemente.
—Zhenya y yo te complicamos la vida.
—Eso espero. ¿Qué clase de vida crees que tenía antes?
—No, si eres un santo. No lo niego.
Arkady percibió un leve cambio en el ánimo de Eva y pasó a otro tema.
—Zhenya dijo «El está aquí». ¿Eso es todo?
—Lo dijo mientras salía corriendo por la puerta.
—¿No dijo dónde había estado o adónde pensaba ir?
—No.
—Podría haber visto a cualquiera. Un jugador de ajedrez famoso, su estrella de fútbol preferido… Quizá a Stalin. ¿Podemos hablar de nosotros?
Eva se inclinó hacia adelante y apoyó la cabeza en el hombro de Arkady.
—Arkasha, no puedo competir con una esposa completamente normal que murió joven y hermosa. ¿Quién podría competir con eso?
—Ella no está aquí.
—Pero desearías que estuviese, a eso me refiero. ¿Sabes?, nunca me mostraste una fotografía de Irina; tuve que encontrar una por mi cuenta. Irina era encantadora. Si pudieras hacer que volviera, ¿no estarías encantado de que así fuese?
—No es una competición.
—Oh, sí que lo es.
Arkady apartó la bandeja y la atrajo hacia sí. Sus pechos estaban blandos tras haber hecho el amor, pero volvieron a endurecerse. Su boca buscó la de él, aunque sus labios estaban doloridos y ligeramente magullados. Esta vez el ritmo fue lento. Con cada acometida, una suave expulsión de aire escapaba de los labios de Eva, algo mucho más fácil que las palabras. Podrían seguir así para siempre, pensó Arkady, con la condición de que nunca se movieran de la cama.
Pero el caso es que se movían. La cama era una alfombra mágica que inició un desafortunado descenso al abismo cuando él dijo:
—No actúes como si esto tuviera alguna relación con Irina. Es una mentira hacer ver que se trata sólo de ella. Un investigador experimentado repara en cosas como llamadas telefónicas extrañas y ausencias misteriosas.
«Esto es realmente excitante», pensó Arkady. Habían alcanzado el fondo del abismo, donde el aire era diáfano y el corazón rebotaba alrededor de la caja torácica.
—No es lo que piensas —dijo Eva.
—Estoy fascinado. ¿Qué es?
—Es un asunto inacabado.
—¿No puedes acabarlo?
—No es tan sencillo.
—¿Eso qué significa?
—Cuando estuve en Chechenia, Nikolai Isakov me salvó la vida.
—Explícame otra vez por qué estabas allí. No eres chechena, y tampoco perteneces al ejército ruso.
—Alguien tenía que estar allí. Los médicos tenían que estar allí. Había organizaciones médicas internacionales.
—Pero tú estabas sola.
—No me gustan las organizaciones. Además, en mi motocicleta era un blanco móvil.
—¿Estabas tratando de que te matasen?
—Olvidas que soy una superviviente. Nikolai le hizo saber a todo el mundo que le rajaría el cuello a cualquiera que me tocase.
—Me siento agradecido.
Ella lo observó para ver si acusaba el golpe.
—Y yo le expresé mi gratitud a la manera tradicional.
—Se lo había ganado, estoy seguro. De modo que Isakov es un héroe dentro y fuera de la cama.
—Todo el mundo allí tenía un plan. Los comandantes de tanques vendían combustible, los oficiales de intendencia vendían alimentos, los soldados cambiaban municiones por vodka y regresaban a casa en ataúdes atestados de drogas. Nikolai era diferente.
—¿Entonces por qué estás perdiendo el tiempo conmigo?
—Quería estar contigo.
—Somos demasiada gente, ¿no crees? Lo de dos es compañía y todo eso. Pero aprecio el saludo de despedida.
Era la cosa más ruin que se le podría haber ocurrido, y tuvo la satisfacción de ver que los ojos de Eva se encendían.
El teléfono volvió a sonar y una voz —no la de Zurin en esta ocasión— le dijo al contestador:
—Eva, contesta, soy Nikolai.
Esta vez fue Arkady quien se encendió.
—Eva —dijo el hombre—, ¿puedes hablar? ¿Se lo has dicho?
—¿Es Isakov? —preguntó Arkady.
—Tengo que contestar esta llamada —dijo ella.
Se envolvió con una sábana antes de levantar el auricular. El cable sólo se extendía un corto trecho, y se volvió para hablar en susurros. De pronto, la desnudez le pareció ridícula a Arkady, y el olor a sexo, empalagoso.
¿Cuáles eran las normas de etiqueta para los cuernos? ¿Debía dejarlos para que disfrutasen de su intimidad, permitir que lo expulsaran de su propio vivac? No era como si Eva y él estuviesen casados. Estaba claro que ella aún podía actuar como si fuesen amantes y, de vez en cuando, bromear de manera jovial para levantarle el ánimo, al menos hasta esa noche, pero las actuaciones exigían más esfuerzo todo el tiempo. Era raro que sus turnos de trabajo coincidiesen, ya que ella programaba sus horarios más para evitar a Arkady que para verlo. La traición era agotadora, y cargaba cada palabra con un doble significado. Incluso cuando hacían el amor, él luego se pasaba el resto de la noche examinando cada cosa que Eva había dicho o había hecho, observándola como si fuese a desaparecer y controlando cada palabra que él mismo decía para no derribar el castillo de naipes que ambos habían construido. Ahora, por supuesto, se había derrumbado.
Lo divertido era que Arkady había vuelto a unirlos al traer a Eva a Moscú. Un día de otoño, mientras ambos daban un paseo alrededor de los Estanques del Patriarca, no entendió su conmoción cuando Isakov pronunció su nombre.
—Sigue andando —dijo Eva.
—Si es un amigo, puedo esperar —repuso Arkady.
—Todavía no —dijo Eva al teléfono sin apartar la mirada de Arkady—. Lo haré, lo haré, lo prometo… Yo también —añadió antes de colgar.
«Todo excepto un beso», pensó él.
No había sido casual que Isakov llamase cuando era probable que Arkady estuviese en casa. El tipo lo estaba humillando.
El teléfono volvió a sonar, irritándolo. Arkady sintió que su respiración se agitaba. Eva se apartó.
—Sé que está ahí, Renko. Encienda el televisor. Felicidades, sale en las noticias —dijo Zurin, y colgó.
Arkady encendió el televisor. Sólo había seis canales. El primero mostraba al presidente depositando una corona de flores, la mirada desviada hacia un lado y la boca torcida hacia el otro. Fútbol. Películas patrióticas. Atrocidades chechenas. Finalmente apareció el mismísimo fiscal Leonid Zurin en la esquina de una calle nevada acompañado de una periodista. El pelo blanco de Zurin se agitaba de un lado a otro y sus mejillas eran del color de las manzanas rojas. Sonreía con actitud indulgente, un actor nato. Después de sus desesperadas llamadas a Arkady, Zurin parecía haber recuperado la compostura.
—… un largo invierno y, en ocasiones, el invierno es como la calma del verano, cuando toda clase de historias extrañas parecen ser noticia, sólo para que todo el mundo las olvide a la semana siguiente.
—¿Quiere decir que los rumores que hablan de ciudadanos de Moscú que han visto a Stalin en el metro son invenciones de la gente?
Zurin se tomó un momento para reflexionar.
—Yo no hablaría de «invenciones». Anoche hubo un informe acerca de un altercado en una estación de metro. Envié al lugar de los hechos a un investigador de alto rango que está particularmente familiarizado con Stalin y, después de haber entrevistado a todos los llamados testigos, determinó que, en realidad, ese hecho no se había producido. Lo que sucedió, según el investigador Renko, fue que algunos de los pasajeros más mayores se bajaron del tren antes de lo previsto y, como consecuencia, se encontraron inmovilizados con una ventisca arriba y los trenes que habían dejado de funcionar abajo.
La periodista, sin embargo, no soltaba a su presa.
—¿De qué estación de metro estamos hablando?
—Eso es irrelevante.
—¿Está investigando usted el caso, fiscal Zurin?
—No para cazar fantasmas. No mientras en las calles de Moscú hay criminales de carne y hueso.
—Una última pregunta, ¿cómo empezaron esos rumores acerca de Stalin? ¿Su investigador o usted creen que se trata de una broma? ¿De una manifestación política?
El fiscal se controló.
—Pensamos que no debe sacarse ninguna conclusión. Stalin es una figura de una indudable relevancia histórica que sigue provocando reacciones positivas y negativas, pero no existe ninguna razón para hacerlo responsable de cada error que cometemos.
—¿Incluso de bajarse del tren en la estación equivocada?
—Como usted prefiera.
Arkady permaneció sentado, aturdido, apenas consciente de que la noticia siguiente se refería al juicio de un veterano de guerra que había matado a tiros a un repartidor de pizzas que parecía checheno. Otros veteranos le brindaban todo su apoyo moral a su hermano de armas.
Eva apagó el televisor.
—¿Estás «familiarizado» con Stalin? ¿Qué quiso decir Zurin con eso?
—Me has pillado.
El teléfono volvió a sonar y esta vez Arkady decidió contestar la llamada.
—Ah —dijo Zurin—. Se acabaron los juegos… Ahora contesta. ¿Ha visto las noticias? ¿No le ha parecido interesante?
—No debería haberse hecho publicidad sobre este asunto.
—Estoy de acuerdo con usted pero, aparentemente, alguien habló con la prensa. Tuve que tratar con los periodistas porque el investigador asignado al caso estaba incomunicado. Renko, la próxima vez que lo llame, ya se trate de su fin de semana o de su lecho de muerte, usted saltará y cogerá el teléfono.
—¿Familiarizado con Stalin? —repitió Eva—. Pregúntale qué quiso decir.
—Explíquele a su amiga que se encuentra en una posición vulnerable —dijo Zurin—. Hoy he decidido revisar sus papeles. La doctora Eva Kazka es una ciudadana ucraniana divorciada con un permiso de residencia en Moscú concedido por su trabajo en una policlínica de la ciudad. Su empleo anterior fue en un hospital situado en la zona de exclusión de Chernóbil. Una palabra negativa, incluso una llamada telefónica hecha desde mi oficina, y ella perdería su empleo actual y su permiso de residencia y regresaría a jugar a los médicos con bebés de dos cabezas en Ucrania. ¿Lo ha entendido? Sólo diga sí.
—Completamente.
Arkady vio que Eva ceñía la sábana alrededor de su cuerpo.
—Y por esa razón usted contestará cada vez que lo llame y llevará esta investigación exactamente como yo le diga. ¿Está de acuerdo?
—Sea lo que sea, dile que no —dijo Eva.
—¿Qué investigación? —inquirió Arkady—. Le dijo a esa periodista que no habría ninguna investigación de lo sucedido.
—¿Qué otra cosa podía decirle? ¿Qué pensábamos organizar una caza de fantasmas en el centro de Moscú? Se llevará a cabo una investigación, pero será confidencial.
—¿No cree que la gente se preguntará por qué estoy haciendo preguntas si no hay ningún caso?
—Tendrá un caso. Investigará las denuncias de un ciudadano que dice que ha recibido amenazas contra su vida.
—Entonces necesita un guardaespaldas, no a mí.
—No tomamos sus acusaciones en serio. —Dijo Zurin—. Ha estado denunciando amenazas de muerte durante veinte años. Es un paranoico. Y da la casualidad de que también es un experto en Stalin. Llevará a cabo una investigación dentro de una investigación. De hecho, he arreglado las cosas para que empiece esta misma noche. El experto ha accedido a reunirse con usted en la estación de metro de Park Kultury y coger el último tren en dirección a la estación de Chystye Prudy. Ambos viajarán en el último vagón, ya que aparentemente fue ahí donde se produjo el avistamiento.
—¿Quién es ese experto? —preguntó Arkady, pero Zurin ya había colgado.
—Dijiste que no ibas a ocuparte de este caso —dijo Eva.
Arkady llenó el vaso de Eva y luego el suyo.
—Bueno, tú cambiaste de idea y ahora también lo he hecho yo. Salud.
Eva dejó el vaso donde estaba.
—Debo ir a trabajar. Lo último que necesito es atender a niños enfermos con vodka en el aliento. ¿Estás «familiarizado con Stalin»? ¿A qué se refería Zurin con eso?
—Mi padre conocía a Stalin.
—¿Eran amigos?
—Eso es difícil de decir. Stalin hizo fusilar a la mayoría de sus amigos. Deja que te lleve a la clínica.
—No, iré andando. Aprovecharé el aire fresco. —Eva había cambiado el chip—. ¿Stalin visitó alguna vez este apartamento?
—Sí.
—¿Estoy de pie en el mismo lugar dónde estuvo Stalin?
Eva se miró los pies desnudos.
—No aquí en el dormitorio, pero en el resto del apartamento supongo que sí.
—Habitualmente me gusta impregnarme de la atmósfera de los lugares, y ahora siento que realmente he llegado a Moscú.
—Ésa es la historiadora que llevas dentro.
—No hay duda de que no es la romántica.
Ah, era eso, pensó Arkady, la culpa era de Stalin.
Para los trabajadores que se consumían a causa de la ambición, para los soldados aturdidos por el hachís, para aquellos que eran demasiado viejos y demasiado pobres para coger un taxi, para los juerguistas que regresaban a casa con un labio partido y trozos de cristal en el pelo, para los amantes que se cogían de las manos incluso si llevaban guantes, y para las almas que simplemente habían perdido la noción del tiempo, la M roja iluminada de la estación de metro de Park Kultury era un faro en la noche. Llegaban tambaleándose como supervivientes, quitándose la nieve y aflojándose las bufandas mientras Arkady observaba la escena. Sólo faltaban quince minutos para la salida del último tren de la línea roja y aún no había visto a nadie que se pareciera a un experto en Stalin.
Eva sabía que él se había mostrado menos que sincero acerca de la conversación que había mantenido con Zurin. Ahora los dos habían mentido. ¿Qué debería haberle dicho? Si le hubiese dicho que el fiscal la estaba utilizando para chantajearlo, ella habría reunido sus cosas y se habría marchado al día siguiente. Aun cuando Eva le hubiese prometido que no lo huiría, él habría regresado a casa y habría encontrado el apartamento vacío.
Algo se estaba moviendo a lo largo de la nieve amontonada junto a la acera. Arkady avanzó unos pasos y luego se detuvo para descansar contra el montículo blanco. Caía una fina nevada. La cosa que se acercaba llevaba un abrigo y la clase de gorro copetudo que usaría un lapón para reunir a los renos; ni aproximarse más, mostró la proa de una nariz, unas cejas frondosas y unos ojos inyectados en sangre. Era el gran maestro Platonov.
—¡Investigador Renko! Mire estas malditas botas. —Señaló las valenki de fieltro que llevaba puestas—. Las lleva en el pie equivocado.
—Sé que las llevo en el pie equivocado, no soy estúpido. No encontré ningún lugar donde poder sentarme para cambiarlas de pie.
—¿Usted es mi experto en Stalin?
—¿Usted es mi guardián? —La mirada feroz de Platonov se volvió resignada—. Creo que los dos estamos jodidos.