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Un hombre corpulento en ropa interior estaba sentado frente a la mesa de la cocina, la frente apoyada en el antebrazo, una cuchilla de carnicero sobresaliendo de la parte posterior de la cabeza. Un técnico forense filmaba la escena con una videocámara mientras otro apartaba la mano del hombre muerto de un vaso. Aún había vodka, le dijo Isakov a Arkady. Uno de los técnicos vertió la mitad del contenido del vaso del hombre muerto en un pequeño frasco para analizarlo más tarde en busca de veneno para ratas, un dato que indicaría premeditación. Platos con comida incrustada, frascos de pepinillos y brillantes envases de vodka vacíos se amontonaban en un rincón para hacer sitio en la encimera a los paquetes abiertos de azúcar y levadura, y en el fregadero, a una olla de presión, mangueras de goma y tubos de plástico. El alcohol se formaba en el extremo de un tubo, quedaba colgando un instante y goteaba luego dentro de una tinaja. Aparte de eso, la cocina estaba decorada con la cabeza y la tupida cola de un lobo disecado, un tapiz con un motivo de caza y una fotografía del hombre muerto acompañado de una mujer cuando eran más jóvenes y felices. La nevera zumbaba salpicada de sangre. La nieve jugaba con el cristal flojo de una ventana. Por el momento, ninguno de los presentes fumaba, a pesar del flatulento hedor de la muerte. Según un reloj de cuco eran las 4.55 horas.

Arkady esperó en la puerta con Nikolai Isakov y Marat Urman. Arkady había imaginado a Isakov tantas veces que el hombre de carne y hueso que estaba junto a él era más bajito de lo esperado. No era especialmente guapo, pero sus ojos azules sugerían frialdad bajo el fuego, y en su frente se advertían unas cicatrices interesantes. La chaqueta de cuero estaba gastada por el uso, y su voz era casi un susurro. El padre de Arkady siempre decía que la capacidad de mando era innata; la gente simplemente te seguiría o no. Cualquiera que fuese la virtud, Isakov la tenía. Su compañero Urman era un tártaro duro y redondo, con la amplia sonrisa de un exitoso saqueador. Una chaqueta de cuero rojo color frambuesa y un diente de oro ponían de manifiesto su gusto por la ostentación.

—Parece ser un caso de fiebre de la cabaña[2] —dijo Isakov—. La esposa dice que no habían abandonado la casa desde que empezó a nevar.

—Comenzó como una luna de miel.

Urman sonrió.

—Parece que podían beber el vodka más de prisa de lo que lo fabricaban —dijo Isakov.

—Al final se pelearon por la última gota de alcohol que quedaba en la casa. Ambos estaban tan borrachos que apenas podían tenerse en pie. Él comenzó a golpearla…

—Aparentemente, una cosa llevó a la otra.

—Ella le clavó la cuchilla entre la sexta y la séptima vértebra y justo a través de la médula espinal. ¡Instantáneo!

La cuchilla había sido espolvoreada con polvo de color gris, y una huella fantasmagórica de una palma y unos dedos envolvía el mango.

—¿Tiene nombre, este tío? —preguntó Arkady.

—Kuznetsov —dijo Isakov. Escogiendo un tono profesional, se apiadó de Arkady—: De modo que le ha tocado el caso del fantasma de Stalin.

—Eso me temo.

—¿Perseguir un fantasma a través del metro? Urman y yo preferimos los casos reales con cadáveres reales.

—Sí, los envidio. —Eso difícilmente contaba toda la historia, pero Arkady pensó que estaba controlando su amargura bastante bien. Echó un vistazo al reloj: las 4.56. Su reloj señalaba las 5.05—. Tengo una pregunta acerca de ese fantasma, como usted lo llama. Me estaba preguntando, ¿alguno de los dos revisó el andén?

—No.

—¿Abrieron alguna puerta de mantenimiento o cualquier otra?

—No.

—¿Por qué permitieron que la jefa de estación abandonara el lugar?

La pregunta sonó más brusca de lo que Arkady pretendía.

—Eso es más que una pregunta. Porque la jefa de estación no vio nada. —Isakov se mostró paciente—. Dejamos marchar a la gente que no estaba loca.

—¿Qué otra cosa, además de asegurar que habían visto a Stalin, dijeron o hicieron que fuese una locura?

—Creo que decir que has visto a Stalin es algo bastante loco en sí mismo —replicó Urman.

—¿Anotaron el número del vagón?

—¿Número?

—Todos los vagones del metro tienen un número de cuatro dígitos. Me gustaría ver ese vagón. ¿Tomaron el nombre de la persona que conducía el tren?

Isakov se mostró categórico.

—Nos ordenaron que viajásemos en el último vagón, fuera cual fuese su número, y observásemos. No nos dijeron qué era lo que debíamos vigilar o qué estación, ni que le tomásemos el nombre al conductor. Cuando el tren se detuvo en Chistye Prudy no vimos nada y no oímos nada inusual hasta que la gente empezó a gritar. No sé quién gritó primero. Siguiendo instrucciones, separamos a los testigos positivos del resto de los pasajeros y los retuvimos hasta que nos apartaron de ese caso.

El equipo forense anunció que ya habían acabado su trabajo en la cocina y se trasladaban al baño. Arkady esperó a que los técnicos pasaran antes de decir:

—El informe es un tanto superficial.

—El fiscal no quería un informe oficial —explicó Isakov.

Urman parecía desconcertado.

—¿A qué vienen todas estas preguntas? Estamos todos del mismo lado, ¿no?

«No compliques las cosas —se dijo Arkady. Ése no era su caso—. Vete del apartamento».

En ese instante oyeron un sollozo procedente de otra habitación.

—¿Quién está ahí?

—Es la esposa.

—¿Está aquí?

—En el dormitorio. Eche un vistazo, pero lleve cuidado con dónde pisa.

Arkady se alejó por un corredor lleno de periódicos, cajas de pizza y recipientes de cartón de Kentucky Fried Chicken hasta llegar a un dormitorio donde la suciedad era tan densa que parecía flotar en el aire. Una mujer pelirroja vestida con una bata de andar por casa estaba esposada a la cama. Salía de un estupor alcohólico, los brazos y las piernas extendidos, las manos dentro de bolsas de plástico. La parte delantera de la bata estaba cubierta de manchas de sangre. Arkady le levantó las mangas. La carne era laxa, pero al comparar ambos antebrazos dedujo que era diestra.

—¿Cómo se siente?

—Ellos se llevaron el dragón.

—¿Se llevaron qué?

—Es nuestro dragón.

—¿Tienen un dragón?

El esfuerzo mental fue demasiado para ella, y la mujer volvió a sumirse en la incoherencia.

Arkady regresó entonces a la cocina.

—Alguien se llevó el dragón.

—A nosotros nos dijo que eran elefantes —repuso Urman.

—¿Por qué está aún aquí?

—Estamos esperando la ambulancia —dijo Isakov—. La mujer ya ha confesado. Esperábamos que pudiese reconstruir el crimen para grabarla en vídeo.

—A esa mujer tendría que examinarla un médico y estar en una celda, sin la bata, claro. ¿Cuánto tiempo hace que trabajan como detectives en Moscú?

—Un año.

El buen humor de Urman había desaparecido.

—¿Pasaron directamente al nivel de detective desde los Boinas Negras? ¿De Rescate de Rehenes a Investigación Criminal?

—Tal vez modificaron un poco las reglas para el capitán Isakov —dijo Urman—. ¿A qué viene tanto jaleo? Tenemos un asesinato y una confesión. Son dos más dos, ¿no?

—Con un solo golpe… Esa mujer debía de tener el pulso muy firme —señaló Arkady.

—Supongo que tuvo suerte.

—¿Les importa?

Arkady se colocó detrás del hombre muerto para tener una perspectiva diferente. Un brazo aún estaba extendido hacia el vaso. Sin tocarlo, Arkady estudió la muñeca en busca de una magulladura, supongamos, al ser aplastada contra la mesa por alguien más fuerte al tiempo que le asestaba el golpe en la cabeza.

—He oído hablar de usted, Renko —dijo Urman—. La gente dice que le gusta meter las narices en todas partes. En los Boinas Negras no teníamos tiempo para los tíos como usted, para los…, listillos. ¿Qué está buscando ahora?

—Resistencia.

—¿A qué? ¿Acaso ve alguna magulladura?

—¿Lo han intentado con un escáner UV?

—¿De qué va toda esta mierda?

—Marat. —Isakov sacudió la cabeza—. Marat, el investigador sólo está haciendo preguntas que son producto de su experiencia. No hay ninguna razón para tomarse esto de forma personal. Él no lo hace. —Isakov lo preguntó de todos modos, como si quisiera asegurarse—: No se lo está tomando como algo personal, ¿verdad, Renko?

—No.

Isakov no sonreía, pero parecía divertido con la situación.

—Bien, ahora tendrá que perdonarnos si trabajamos en nuestro caso a nuestra manera. ¿Hay alguna otra cosa que quiera saber, Renko?

—¿Por qué están tan seguros de que el vaso contenía vodka? ¿Simplemente lo dieron por hecho?

En el vaso aún quedaban restos de líquido. Urman hundió los dedos índice y medio y luego los lamió. Volvió a meter los dedos dentro del vaso y se los ofreció a Arkady.

—Puede chuparlos si quiere.

El investigador ignoró a Urman y se dirigió a Isakov:

—¿De modo que creen que lo que tienen ustedes aquí es un homicidio doméstico común y corriente producido por el vodka, la nieve y la fiebre de la cabaña?

—Y el amor —añadió Isakov—. La esposa dice que lo amaba: las palabras más peligrosas del mundo.

—O sea, que cree usted que el amor lleva al asesinato —dijo Arkady.

—Esperemos que no.

La nieve se amontonaba en el parabrisas. A cinco minutos de que se abriesen las puertas del metro, Arkady no tenía tiempo de detenerse para quitarla, pero decidió que siempre que siguiera las luces traseras de otros vehículos estaría en el lado correcto de la carretera, y se dirigió hacia Tres Estaciones, nombre con el que todo el mundo llamaba a Komsomol Square, ya que las estaciones de ferrocarril se unían en ese punto. Los semáforos se balanceaban con los cristales cubiertos con nieve roja y verde. La pompa italiana de la estación Leningrad, la corona dorada de la estación Yaroslavsky, la puerta oriental de la estación Kazan: los limpiaparabrisas las convertían en una mancha única.

Arkady se bajó del coche delante de la estación Kazan, en medio de una fuerte ventisca. Unos pocos pasajeros ya habían salido de la estación en busca de un taxi. La mayoría de los que llegaban se dirigían a la puerta contigua en dirección al metro: trabajadores de los campos de petróleo de los Urales, hombres de negocios de Kazan, una compañía de ballet que regresaba a casa, turistas con caviar para comerciar, familias con niños pequeños y enormes maletas, viajeros abonados y turistas económicos siguiendo un mortecino camino de farolas medio apagadas. Todos ellos se apresuraban en medio del vaho de sus alientos, los gorros bien calados, bolsos y paquetes aferrados contra el pecho, quizá más ansiosos por marcharse que por llegar a algún otro lugar. La nieve había ahuyentado a los habituales chulos y gitanos, a las saludables mujeres del campo que vendían su venenoso licor casero y a los borrachos que juntaban botellas de vodka vacías para pagar con ellas otras llenas. Éste era un oficio peligroso. El año anterior, cinco recolectores de botellas vacías habían aparecido con el cuello rajado en Tres Estaciones y sus alrededores. Por unas simples botellas… Hasta que las puertas del metro se abrieran, la gente permanecería apiñada en un callejón sin salida en medio de la oscuridad. Había agentes de la milicia asignados a los puestos exteriores, pero estaban dentro de la estación, comprobando los billetes y combatiendo el terrorismo checheno donde hacía calor.

Una parte de Arkady estaba de regreso en el ensangrentado apartamento de Kuznetsov, donde Isakov y él parecían haber puesto en práctica un acuerdo entre caballeros al no mencionar a Eva. No, ninguno de los dos se tomaba las cosas como algo personal.

Arkady buscó entre quioscos cerrados con persianas y apartó a un par de borrachos que sólo podían tenerse en pie apoyados contra la pared.

—¡Permaneced juntos! —dijo a la gente. «Hay que presentar un frente sólido, hasta los yaks lo saben», pensó.

Pero cada uno hacía la guerra por su cuenta. Los que se encontraban más cerca de las puertas del metro se aferraban a sus posiciones; los que estaban detrás empujaban con más fuerza, mientras la multitud que estaba más atrás comenzaba a dispersarse. Era como observar a los lobos seleccionando un rebaño cuando unos muchachos emergieron de la oscuridad en grupos de cinco o seis, llevando bolsas de basura y pasamontañas negros que hacían que fuesen prácticamente invisibles. A la gente mayor la desplumaban allí donde estaban. A las piezas mayores las rodeaban; un sacerdote fue arrojado sobre el hielo cogido por la sotana y despojado de su cruz dorada. En un momento logró coger a dos de los chicos, pero un instante después sólo tenía bolsas de basura en la mano.

Arkady fue rodeado por los muchachos. El jefe no parecía tener más de quince años y no temía mostrar su rostro mofletudo y el incipiente bigote. Levantó la bolsa y sacó un pequeño revólver con el que apuntó a Arkady. Al investigador no le sorprendía que un crío pudiese conseguir una arma de fuego. La policía del ferrocarril, el nivel más bajo de quienes se encargaban de hacer cumplir la ley, aún utilizaba revólveres de hacía cien años. ¿Acaso Georgy había sorprendido a un guardia ebrio que dormía la borrachera en un furgón de cola y le había quitado el arma? En Tres Estaciones ocurrían cosas muy extrañas.

—Bang —dijo el chico.

La nieve derretida se deslizaba por la espalda de Arkady.

—Hola, Georgy —dijo.

—¿Te gustaría que te hiciera un agujero en la cabeza? —preguntó Georgy.

—No especialmente. ¿Dónde has encontrado eso?

—Es mío.

—Es una verdadera antigüedad. Ha durado más que la Unión Soviética.

—Todavía funciona.

—¿Dónde está Zhenya?

—Podría volarte los sesos.

—Podría hacerlo —dijo el chico más pequeño del círculo—. Practica con ratas.

—¿No es eso lo que tú eres? —le preguntó Georgy a Arkady—. ¿No eres una rata?

Después de dos días sin dormir, cualquier cosa era posible. El revólver era un Nagant, de doble acción, y el percutor estaba amartillado. Por otra parte, el gatillo exigía una presión firme; a Georgy, el arma no se le dispararía accidentalmente. Arkady no podía ver cuántas balas había en el tambor, pero no se puede tener todo.

Hizo girar la gorra del chico más pequeño.

—Fedya, hoy te has levantado temprano.

Georgy encañonó a Arkady con el arma.

—No te preocupes por él.

—Fedya, sólo quiero hablar con Zhenya.

—No me estás escuchando —replicó Georgy.

—Juega al ajedrez —le dijo Arkady a Fedya—. Deberías pedirle que te enseñe a jugar.

—¡Cierra la boca! —ordenó Georgy.

Fedya desvió la mirada hacia la oscuridad de un portal, donde un pie retrocedió fuera del alcance de la luz. Sintió la mirada de Zhenya y vio la escena desde su punto de vista: el campo de batalla cubierto de nieve, las víctimas restañando su dignidad y los vencedores llevándose los paquetes como si fuesen regalos de Navidad.

Un coro de silbatos de policía prometía que la autoridad estaba en camino. Los de la milicia llevaban porras pero, en la oscuridad, ¿cómo podían saber a quién golpeaban?… Hacían cuanto podían. Mientras tanto, los chicos desaparecieron, no tanto batiéndose en retirada como disolviéndose en las sombras. Georgy retrocedió sin dejar de apuntar a Arkady, que observó que los chicos se reunían y se alejaban.

—¡Zhenya!

Georgy y sus amigos se deslizaron entre cubos de basura, treparon luego por una valla metálica y, un momento más tarde, desaparecieron en dirección al patio de maniobras del ferrocarril, un confuso conjunto de vías derivadas y vagones de tren. Arkady siguió sus huellas a través de la nieve hasta que todas las pisadas tomaron diferentes direcciones y lo dejaron dando vueltas sobre sí mismo.

Arkady retrocedió entonces hacia la estación. Entró tambaleándose en la atmósfera silenciosa del gran vestíbulo, el aliento suspendido de las arañas de luces, las filas de cuerpos inmóviles. Como si el sueño fuese la actividad principal de la estación, la salida de los trenes no se anunciaba. «Llévame a la romántica Kazan —pensó Arkady—, a la tierra de los pavos reales y la Horda Dorada». Estaba tosiendo tanto que dejó caer los cigarrillos. Asqueado, aplastó el paquete y lo apartó con el pie.

Cuando salía por la puerta principal de la estación vio brevemente, antes de que la nieve oscureciera su vista, a Georgy y Fedya con un chico que podría haber sido Zhenya cruzando la glorieta en medio de la plaza. Arkady bajó rápidamente la escalera y pasó entre los coches que estaban aparcados. Aunque intermitentes por la nieve, las luces de la plaza eran brillantes. Los trolebuses aún no habían salido, si bien los cables aéreos zumbaban. Para cuando Arkady consiguió llegar a la glorieta, los tres chicos ya estaban a medio camino en la acera opuesta, pero había recuperado el aliento y acortaba distancias a cada paso. No obstante, el sonido estridente de una bocina lo obligó a detenerse en seco.

Los tres chicos se volvieron al oír el claxon.

—¡Zhenya!

Arkady retrocedió, apartándose del camino de una máquina quitanieve. El vehículo avanzaba en medio de una neblina de faros delanteros y cristales, escupiendo nieve desde la hoja de acero. Arkady no pudo correr hacia la otra acera porque una segunda máquina seguía a la primera, y también una tercera, avanzando pesadamente y separando la calzada de la acera con una pared de nieve.