Arkady se tomó su tiempo. Su relación con Zurin se había deteriorado hasta alcanzar el nivel de un juego como el bádminton, en el que cada jugador lanzaba violentos golpes que impulsaban débilmente la aversión de un lado a otro. Así pues, en lugar de acudir velozmente a la estación de metro de Chistye Prudy, se detuvo en un camino de edificios de ladrillo adornados con banderas que se llenaban y se vaciaban con el viento. Arkady no alcanzaba a ver todas las banderas, pero sí veía lo suficiente como para saber que muy pronto en ese sitio se levantaría un «Apartamentos-Servicios de conserje-Cable». «Interesados deben inscribirse ahora».
Se abrió paso a través de la nieve hasta un tramo de escaleras y llamó a una puerta en el sótano. No obtuvo respuesta, pero la puerta no tenía la llave echada y entró en un espacio negro que no contaba más que con un haz de luz que se filtraba desde la calle a través de las ventanas del sótano, un lugar tan hospitalario como una cueva de la Edad de Hielo. Encontró un interruptor y una hilera de tubos fluorescentes cobró vida sobre su cabeza.
El gran maestro Ilya Platonov estaba sentado en una silla con la cara apoyada en una mesa, profundamente dormido entre tableros de ajedrez. Arkady pensó que el hecho de que Platonov hubiese encontrado semejante espacio era un dato realmente notable, teniendo en cuenta que los juegos y los relojes de ajedrez cubrían prácticamente todas las superficies disponibles: tableros antiguos, taraceados y computerizados, hombres alineados como ejércitos convocados y olvidados. Libros y revistas de ajedrez colmaban las estanterías; fotografías de los grandes ajedrecistas rusos —Alekhine, Kasparov, Karpov, Tal— colgaban de las paredes junto con carteles que decían «Se ruega a los miembros que no se lleven los tableros al lavabo», y «Prohibidos los videojuegos». El aire apestaba a cigarrillos, genio y ropa mohosa.
Arkady se sacudió la nieve de los zapatos mientras el brazo de Platonov se extendía compulsivamente y pulsaba el reloj del juego.
—Incluso dormido. Eso es realmente impresionante —dijo Arkady.
Platonov abrió los ojos mientras se erguía en la silla. Arkady calculaba que debía de rondar los ochenta años. Aún conservaba una nariz poderosa y una mirada beligerante una vez que se hubo frotado los ojos para quitarse las legañas.
—Incluso dormido sería capaz de ganarle. —Platonov buscó en sus bolsillos un cigarrillo para terminar de despertarse. Arkady le dio uno de los suyos—. Si jugase su mejor partida, quizá tablas.
—Lamento molestarlo, pero estoy buscando a Zhenya.
—El mierdecilla de Zhenya. Y lo digo cariñosamente. Es un chico realmente frustrante. —Platonov se acercó cojeando a un escritorio y comenzó a buscar entre un montón de papeles—. Quiero enseñarle los resultados del último torneo juvenil, en el que Zhenya se mostró como un auténtico mediocre. Luego, ese mismo día, derrotó al campeón adulto, pero por dinero. Cuando juega por dinero, su pequeño Zhenya es un ajedrecista completamente diferente. Éste es un club para gente que ama el ajedrez, no un casino.
—Entiendo.
Arkady reparó en una jarra de «contribuciones» a medio llenar de monedas.
Platonov abandonó su búsqueda.
—Lo más importante de todo este asunto es que Zhenya está arruinando su juego. No tiene paciencia. Ahora consigue sorprender a sus rivales porque no es más que un crío y luego se lanza a matar. Cuando se encuentre con jugadores del siguiente nivel le harán morder el polvo.
—¿Ha visto a Zhenya en las últimas veinticuatro horas?
—No. El día anterior, sí. Lo eché de aquí por estar jugando otra vez por dinero. Será bienvenido si es para aprender. ¿Ha jugado alguna vez con él?
—No tiene sentido. Yo no soy rival para él.
Platonov se rascó la barbilla.
—Usted trabaja para la oficina del fiscal, ¿no es así? Bueno, la inteligencia no lo es todo.
—Gracias —dijo Arkady.
—El ajedrez exige disciplina y análisis para llegar a lo más alto. Y en el ajedrez, si no estás en lo más alto, ¿dónde estás? —Platonov extendió los brazos—. Enseñando las aperturas básicas a los idiotas. ¡Izquierda, derecha, izquierda, derecha! Por esa razón, Zhenya es un auténtico desperdicio. —Llevado por la pasión, el gran maestro retrocedió hacia la pared y una de las fotografías enmarcadas cayó al suelo. Arkady la recogió. Aunque el cristal estaba astillado, pudo ver a un joven Platonov con una gran cabeza de pelo alborotado aceptando un pequeño ramo de flores y las felicitaciones de un hombre grueso vestido con un traje horrible. Jruschov, el secretario general del Partido hacía muchos años. Detrás de los dos hombres había chicos vestidos con disfraces que imitaban las piezas de ajedrez: caballos, torres, reyes y reinas. Los ojos de Jruschov se hundían en su sonrisa. Platonov le quitó suavemente la foto de las manos—. Historia antigua. Leningrado, mil novecientos sesenta y dos. Dominaba el terreno. Era un época en la que el ajedrez mundial era el ajedrez soviético, y este club, esta ruina submarina, era el centro del ajedrez mundial.
—Pronto serán apartamentos.
—Ah, ¿ha visto las banderas fuera? Apartamentos con todas las comodidades modernas. Demolerán todo esto y lo reemplazarán por un palacio de mármol para ladrones y rameras, los parásitos sociales que antes solíamos meter entre rejas. ¿Pero eso acaso le importa al Estado? —Platonov volvió a colgar la fotografía en su sitio con el cristal hecho añicos—. El Estado solía creer en la cultura, no en las propiedades inmobiliarias. El Estado…
—¿Sigue siendo miembro del Partido?
—Soy comunista y me siento orgulloso de ello. Recuerdo cuando a los millonarios se los fusilaba por principios. Tal vez un millonario puede ser un hombre honesto; tal vez los cerdos puedan volar. Si no fuese por mí, ellos ya tendrían su edificio de apartamentos, pero he presentado peticiones ante el ayuntamiento, el Senado y el propio presidente para que detengan esta obscenidad arquitectónica. Les estoy costando millones de dólares, por eso quieren quitarme de en medio.
—¿Qué quiere decir?
—Que quieren matarme. —Platonov sonrió—. Pero yo fui más astuto que todos ellos. Me quedé aquí. Nunca habría llegado a casa con vida.
—¿Fue más astuto que quién?
—Ellos.
Arkady tuvo la desagradable sensación de que la conversación estaba tomando un giro extraño. Vio que había un samovar eléctrico sobre una mesa baja.
—¿Quiere un poco de té?
—¿Quiere decir que este viejo ha estado bebiendo? ¿Qué necesita aclararse la cabeza? ¿Está loco? No. —Platonov rechazó la taza—. Estoy diez movimientos por delante de usted, diez movimientos.
—¿Cómo dejar la puerta sin la llave echada y quedarse dormido?
Platonov se disculpó a sí mismo encogiéndose de hombros.
—¿Entonces está de acuerdo con que debería tomar precauciones?
Arkady echó un vistazo a su reloj. Zurin lo había llamado hacía una hora.
—Para empezar, ¿ha informado a la milicia de que cree que su vida corre peligro?
—Un centenar de veces. Pero se limitan a enviar a un idiota que roba todo lo que puede y luego se larga.
—¿Lo han atacado? ¿Lo han amenazado por correo o con llamadas telefónicas?
—No. Eso es lo que preguntan todos los idiotas.
Arkady tomó ese comentario como una señal para marcharse.
—Debo irme.
—Espere. —A pesar de su edad, Platonov se movió alrededor de las mesas de ajedrez con asombrosa velocidad—. ¿Alguna otra sugerencia?
—¿Mi consejo profesional?
—Sí.
—Si los millonarios quieren demoler este edificio para erigir un palacio para delincuentes y prostitutas, haga lo que le dicen: coja su dinero y lárguese de aquí.
Platonov respiró profundamente.
—Cuando era apenas un muchacho luché en el Frente Kalinin. Yo no doy marcha atrás.
—Un maravilloso epitafio para una lápida.
—¡Largo! ¡Fuera! ¡Fuera! —Platonov abrió la puerta y empujó a Arkady a través de ella—. Estoy harto del derrotismo de su generación. No me extraña que este país se encuentre hundido en la mierda.
Arkady subió el tramo de escaleras para llegar a su coche.
Aunque no creía que Platonov estuviese realmente en peligro, condujo apenas una manzana antes de regresar andando. Manteniéndose fuera del haz de luz que proyectaban las farolas de la calle, se deslizó de portal en portal hasta asegurarse de que estaban libres de cualquier cosa salvo de las sombras y luego permaneció allí otro minuto por si acaso, quizá porque el viento había amainado y le gustaba la forma en que la nieve se había vuelto ingrávida y flotaba como luz sobre agua.
No había ningún miembro de la milicia vigilando la estación de metro de Chistye Prudy. Arkady llamó ligeramente a la puerta y una mujer de la limpieza le franqueó la entrada. Luego lo condujo a través de un corredor de granito oscuro débilmente iluminado y de unos torniquetes hasta un grupo de tres viejas escaleras mecánicas que crujían a medida que bajaban. Tal vez no fuesen tan viejas, sólo usadas; el metro de Moscú era el más utilizado del mundo, y el hecho de ser virtualmente el único que estaba allí lo hizo tomar conciencia de lo enorme que era la estación y de cuán profundo era el agujero.
Su mente regresó a la excavación fuera de la Corte Suprema. Allí estaban, eminentes jueces con la modesta ambición de mejorar la cafetería del sótano, añadiendo tal vez una barra de café expreso y, en cambio, habían desenterrado el horror del pasado. Si clavas tu pala en el suelo de Moscú, no sabes a lo que te arriesgas.
—La gente del tren debe de estar loca. Lleva muerto cincuenta años —dijo la mujer de la limpieza con la solemnidad de un guardia de palacio. Llevaba puesta una chaqueta anaranjada que no dejaba de alisar y estirar. El mundo exterior podía estar emborronado de grafiti y apestar a meados, pero en general se aceptaba que el último bastión de decencia en Moscú era el metro, sin contar a los pervertidos, los borrachos y los ladrones entre tus compañeros de viaje—. Más de cincuenta años.
—¿Vio algo esta noche?
—Bueno, vi al soldado.
—¿Quién?
—No recuerdo su nombre, pero lo vi en la tele. Ya me acordaré.
—Vio a un soldado pero no a Stalin.
—En la tele. ¿Por qué no pueden dejar en paz al pobre Stalin? Es una desgracia.
—¿Qué parte?
—Todo.
—Creo que tiene razón. Creo que habrá suficiente desgracia para todo el mundo.
—Se ha tomado su tiempo.
Zurin lo estaba esperando al pie de la escalera, con un abrigo de cachemira apoyado sobre los hombros estilo empresario y un espumarajo de ansiedad en las comisuras de la boca.
—¿Otro avistamiento? —preguntó Arkady.
—¿Qué otra cosa, si no?
—Podrían haber empezado sin mí. No tenían por qué esperar.
—Pero lo hicimos. Es una situación bastante delicada.
Zurin explicó que el avistamiento se había producido, igual que en ocasiones anteriores, en el último vagón del último tren nocturno; incluso en el mismo minuto —1.32—, como testimonio de la puntualidad del metro. Esta vez, dos oficiales de paisano habían sido apostados en el vagón. Tan pronto como advirtieron signos de que algo estaba ocurriendo se comunicaron por radio con el jefe de estación y le dijeron que no abandonase el andén hasta que hubiesen descendido los treinta y tres pasajeros del vagón. Los detectives habían tomado declaraciones preliminares. Zurin le entregó a Arkady una libreta con espiral abierta en una página donde constaba una lista de nombres, direcciones y números de teléfono.
I. Rozanov, 34, hombre, fontanero, «no vio nada».
A. Anilov, 18, hombre, soldado, «quizá vio algo».
M. Bourdenova, 17, mujer, estudiante, «lo reconoció por un curso de historia».
R. Golushkovich, 20, hombre, soldado, «estaba borracho».
A. Antipenko, 74, hombre, jubilado, «vio al camarada Stalin en el andén».
F. Mendeleyev, 83, hombre, jubilado, «vio al camarada Stalin saludando en el andén».
M. Peshkova, 33, mujer, maestra de escuela, «no vio nada».
P. Peneyev, 40, hombre, maestro de escuela, «no vio nada».
V. Zelensky, 32, hombre, cineasta, «vio a Stalin delante de la bandera soviética».
Y así sucesivamente. De los treinta y tres pasajeros que viajaban en ese vagón, ocho vieron a Stalin. Esos ocho habían sido retenidos, y al resto los habían dejado marchar. La jefa de estación, G. Petrova, tampoco había visto nada fuera de lo común, y también se le había permitido irse. Las notas estaban firmadas por los detectives Isakov y Urman.
—¿Isakov, el héroe?
—Así es —dijo Zurin—. Urman y él fueron llamados para que se ocupasen de otro caso. No podemos permitir que los hombres más competentes pierdan el tiempo aquí.
—Por supuesto que no. ¿Dónde es el otro caso?
—Una disputa doméstica a un par de manzanas.
El reloj del andén marcaba las 4.18, la misma hora que el reloj de Arkady. El tiempo hasta el siguiente tren estaba detenido en 00, ya que el sistema no volvería a ponerse en marcha hasta dentro de una hora. Sin el ruido de fondo de los trenes, el andén era un arcada de ecos, la voz de Zurin resonaba aquí y allá.
—Bien, ¿qué quiere que haga? —preguntó Arkady.
—Aclarar las cosas.
—¿Aclarar qué? ¿Que alguien se pone una careta de Stalin en el metro y hacen bajar a la gente del tren?
—No queremos que este asunto se nos escape de las manos.
—¿Y si se trata de una broma?
—No lo sabemos.
—¿Acaso está pensando en una alucinación colectiva? Eso requeriría la presencia de exorcistas o psiquiatras.
—Usted sólo haga algunas preguntas. Son viejos, ya pasó su hora de irse a la cama.
—La suya, no. —Arkady señaló con la cabeza hacia un hombre muy delgado que estaba hablando con la estudiante. Era evidente que a ella le resultaba difícil resistir los halagos.
—Zelensky es el provocador, estoy seguro. ¿Quiere empezar con él?
—Creo que acabaré con él.
Arkady se dirigió en primer lugar hasta el punto donde se había detenido el último vagón. En el extremo del andén había una puerta de servicio y una entrada. Se asomó por encima de la puerta y sólo vio cables eléctricos del otro lado. Estaba cerrada. La jefa de estación podría haber tenido la llave y alguna idea de quién había estado esperando el tren, pero gracias a Isakov y Urman, se había marchado a su casa.
—¿Algo va mal? —preguntó el fiscal.
—No podría ir mejor. ¿Éstos han sido los dos únicos avistamientos, el de anoche y el de hoy? ¿Nada antes?
—Eso es todo.
Arkady interrogó a los testigos uno por uno, haciendo que todos ellos marcasen en un dibujo del vagón del metro el lugar donde estaban sentados. El pensionista Antipenko admitió que había estado leyendo un libro y no había tenido tiempo de cambiarse las gafas de leer por las de ver de lejos antes de que el tren entrase en la estación. El amigo de Antipenko, un hombre mayor que él, Mendeleyev, había dormido antes en el tren, aunque afirmó que se había despertado cuando entraron en la estación. Ninguno de ellos se sintió atemorizado por el Stalin que estaba en el andén. De hecho, los dos ancianos dijeron haber reconocido a Stalin por su bondadosa sonrisa, si bien ninguno de ellos veía lo bastante bien como para leer el reloj del andén cuando Arkady les pidió que lo hicieran. Otro jubilado utilizaba unas gafas con los cristales tan arañados que para él el mundo era un borrón, y el último testigo mayor no estaba seguro de si había visto a Stalin o a Santa Claus.
—Ha estado de pie toda la noche. Quizá está cansado —dijo Arkady.
—Nos retuvieron aquí.
—Lo siento.
—Sé que mi nieta debe de estar preocupada.
—¿Los detectives no la llamaron para decirle que llegaría usted tarde?
—No podía recordar su número de teléfono.
—¿Tal vez si me enseñara su documentación?
—La he perdido.
—Estoy seguro de que lleva algo sobre usted en alguna parte. —Arkady abrió el abrigo del anciano y encontró, sujeta a la solapa de la chaqueta, una etiqueta con un nombre, una dirección y un número de teléfono. También encontró las cintas y la quincalla manchadas de una medalla de oro de Héroe de la Unión Soviética, la Orden de Lenin, la Estrella Roja y la medalla de Héroe de la Guerra Patriótica, tantas condecoraciones de campañas que estaban cosidas en hileras superpuestas sobre la pechera del traje. Ese anciano vacilante había sido en otro tiempo un joven soldado que había combatido a la Wehrmacht entre las ruinas de Stalingrado—. No se preocupe. El fiscal llamará a su nieta y los trenes volverán a funcionar muy pronto.
La estudiante, Marfa Bourdenova, cambió posteriormente de idea porque no tenía muy claro quién era Stalin. Por otra parte, hacía tiempo que había rebasado su toque de queda y no le habían permitido llamar a casa con su teléfono móvil. Aunque la chica era un tanto rolliza, también era evidente que muy pronto sería una belleza, con el rostro ovalado, la nariz y el mentón afilados, unos ojos enormes y el pelo castaño claro que se apartaba del rostro con gesto de exasperación.
—La cobertura aquí es una mierda.
Desde el banco contiguo, el cineasta Zelensky susurró:
—La cobertura es una mierda porque estás en un agujero, cariño, estás en un maldito agujero. —Se inclinó hacia adelante con su gastada chaqueta de cuero y le dijo a Arkady—: Puede meterse con ellos cuanto quiera, pero yo sé lo que he visto. Esta noche he visto a Iósif Stalin en este mismo andén. Bigote, uniforme, brazo derecho corto: inconfundible.
—¿De qué color eran sus ojos?
—Ojos amarillos, de lobo.
—¿Vladimir Zelensky? —Arkady lo preguntó para estar seguro. Vio que Zurin se arrastraba hacia el otro lado de la columna.
—Llámeme Vlad, por favor.
Como si fuese un favor.
Zelensky se encontraba en el cono de sombra de la fama. Diez años antes había sido un joven director de thrillers rudimentarios pero efectivos, hasta que esnifó tanta cocaína que llevó a cabo el truco de desaparecer a través de sus propias fosas nasales. Su sonrisa decía que el chico había vuelto, y los rizos del pelo sugerían que había algunas ideas cociéndose a fuego lento en su cabeza.
—Muy bien, Vlad, ¿qué dijo usted cuando lo vio?
Zelensky se echó a reír.
—Algo así como «¡Jode a tu madre!». Lo que hubiera dicho cualquiera.
Arkady recordaba que Zelensky había conseguido salir adelante con el porno, dirigiendo películas que no requerían más que dos cuerpos dispuestos y una cama. Películas en las que todo el mundo utilizaba seudónimo, incluido el director.
—¿Stalin dijo algo?
—No.
—¿Durante cuánto tiempo estuvo visible?
—Dos segundos, quizá tres.
—¿Podría haberse tratado de alguien que llevaba una careta?
—No.
—¿Es usted cineasta?
—Cineasta independiente.
—¿Es posible que alguien haya manipulado una película o una cinta de vídeo?
—¿Ponerla en marcha y luego quitarla? No con la suficiente rapidez.
Zelensky le guiñó un ojo a la estudiante.
—¿Dónde estaba Stalin?
Zelensky hizo una marca en el andén, directamente frente al último vagón.
—¿Y luego?
—Se alejó caminando. Desapareció.
—¿Se alejó caminando o desapareció?
—Desapareció.
—¿Qué hizo con la bandera?
—¿Qué bandera?
—Usted les dijo a los detectives que Stalin tenía una bandera.
—Supongo que también desapareció. —Zelensky alzó la cabeza—. Pero vi a Stalin.
—Y dijo «¡Jode a tu madre!». ¿Por qué la estación de metro de Chistye Prudy? De todas las estaciones en las que Stalin podría aparecer, ¿por qué en ésta?
—Es obvio. ¿Fue usted a la universidad?
—Sí.
—Eso me parecía. Bien, le diré una cosa que apuesto a que no sabe. Cuando los alemanes bombardearon Moscú, cuando ésta era la estación Kirov, Stalin bajó aquí, bajo tierra. Dormía en un catre en el andén, y el Estado Mayor dormía en los vagones del metro. No tenían una lujosa habitación como Churchill o Roosevelt. Disponían paneles de madera contrachapada a modo de paredes, y cada vez que llegaba un tren, los mapas y los papeles salían volando, pero consiguieron elaborar una estrategia que salvó Moscú. Este lugar tendría que ser como el santuario de Lourdes, con la gente hincada de rodillas, figuritas de Stalin de escayola a la venta, muletas contra las paredes. ¿Es que no lo ve?
—No soy un artista como usted. Recuerdo One Plus One. Un filme interesante.
—El asesino en serie. Eso fue hace mucho tiempo.
—¿Qué películas me he perdido?
—Películas de cómo hacer algo.
—¿Carpintería? ¿Fontanería?
—Cómo follar.
Arkady oyó que Zurin profería un leve gruñido. La estudiante Marfa Bourdenova se sonrojó pero no se movió de su lugar.
—¿Tiene una tarjeta?
Zelensky le dio una tarjeta en la que se leía «Cinema Zelensky» en un trozo de flamante cartulina apta para un regreso triunfal. La dirección que constaba en la tarjeta estaba en el elegante Tverskaya, si bien el prefijo telefónico correspondía al menos elegante extremo sur de Moscú.
El reloj situado encima del túnel señalaba las 4.50. Arkady se levantó y les agradeció la colaboración a todos los testigos, advirtiéndoles que fuera estaba nevando.
—Pueden irse ahora o esperar el primer tren.
Zelensky no esperó. Se puso en pie, extendió los brazos como si fuera el vencedor de un partido y gritó «¡Ha vuelto! ¡Ha vuelto!», mientras se alejaba hacia la escalera mecánica. Aplaudía mientras ascendía, seguido por Marfa Bourdenova, quien ya estaba buscando su teléfono móvil.
—¿Por qué no les ha advertido que no hablen con nadie fuera de la estación? —dijo Zurin.
—¿Algunos pasajeros llevaban teléfonos móviles?
—Sí, algunos.
—¿Los requisaron?
—No.
—Entonces no tienen nada mejor que hacer que propagar la noticia.
Arkady casi sentía admiración por Zurin. A través de un golpe y otro, del gobierno del Partido y de un breve período democrático, del derrumbe del rublo y del ascenso de los millonarios, el fiscal siempre había conseguido salir a la superficie. Y ahí estaba ahora, en una estación de metro, escupiendo saliva en su mezcla de ira y confusión.
—O bien se trata de una broma o nunca sucedió. Pero ¿por qué iba alguien a gastar una broma semejante? ¿Y por qué precisamente en mi distrito? ¿Cómo se supone que voy a detener a alguien que se hace pasar por Stalin? ¿Deberíamos cerrar el metro mientras los detectives buscan a cuatro patas las huellas de un fantasma? Sería ridículo. Esto podría ser cosa de los chechenos.
Arkady pensó que la idea era algo exagerada. Miró hacia el túnel. El reloj señalaba las 4.56 horas.
—No me necesita para esto.
El fiscal se acercó aún más.
—Aunque parezca extraño, lo necesito. Zelensky se comporta como si hubiera presenciado un milagro. Y yo le digo que los milagros sólo se producen siguiendo órdenes de arriba. Pregúntese sólo una cosa: ¿dónde están los agentes de la seguridad del Estado? ¿Dónde está el KGB?
—FSB ahora.
—Es la misma mierda. Habitualmente están en todas partes, pero de pronto, no están. No estoy criticándolos ni mucho menos, pero sé cuando algo me baja los calzoncillos y me jode por detrás.
—Llevar una careta en el metro no es un delito, y sin delito, no hay investigación.
—Ahí es donde entra usted.
—No tengo tiempo para esto.
Arkady quería estar en Komsomol Square cuando el metro comenzara a funcionar.
—La mayoría de nuestros testigos son gente mayor. Deben ser tratados con sensibilidad. ¿Y acaso no es usted nuestro investigador sensible?
—No se ha cometido ningún crimen y no sirven como testigos.
Antipenko y Mendeleyev seguían sentados el uno junto al otro, como las piedras de un muro antes de desplomarse.
—¿Quién sabe? Tal vez se abran. Un poco de compasión consigue grandes resultados con las personas de esa edad. Además, está su nombre.
—¿Mi nombre?
—El de su padre. Él conoció a Stalin. Era uno de los favoritos de Stalin. No son muchos los que pueden decir eso.
«¿Y por qué no?», pensó Arkady. El general Kyril Renko era un carnicero talentoso y en absoluto una alma sensible. Incluso teniendo en cuenta que todos los comandantes de éxito eran carniceros —«Nadie amaba más apasionadamente a sus tropas que Napoleón», como solía decir el general—, incluso teniendo en cuenta ese parámetro sangriento, Kyril Renko se había destacado por encima de los demás. Un coche, un Packard largo y negro con soldados en los estribos, pasaba a recoger al general para llevarlo al Kremlin; al Kremlin o bien a la Gran Lubianka[1]. No estaba claro su destino hasta que el coche llegaba al Bolshoi: si giraba a la izquierda significaba que se dirigía a una celda en la Lubianka, y a la derecha, que iba en dirección a la puerta Spassky del Kremlin. Otros generales manchaban los pantalones en el camino. El general Renko, en cambio, aceptaba la elección del destino como un hecho de la vida. Siempre se encargaba de recordarle a Arkady que su propio y veloz ascenso a través de la jerarquía militar había sido posible gracias a la ejecución por parte de Stalin de un millar de oficiales rusos en vísperas de la guerra. ¿Cómo no iba a apreciar Stalin a un general como él?
—¿Y qué hay de los detectives que estuvieron aquí? —preguntó Arkady.
—¿Urman e Isakov? Usted mismo ha dicho que no hay indicios de que se haya cometido un delito. Ésa es una cuestión que ni siquiera queremos que figure en los libros. Sería más apropiado una investigación informal y humana llevada a cabo por un veterano como usted.
—¿Quiere que encuentre al fantasma de Stalin?
—Por decirlo de algún modo, sí.