Eran las dos de la madrugada, una hora que tanto podía ser temprano como tarde. Las dos de la madrugada eran un mundo en sí mismo.
Zoya Filotova llevaba el pelo negro severamente recortado, como si quisiera exhibir de forma descarada la magulladura que tenía debajo del ojo. Rondaba los cuarenta años, pensó Arkady, era fibrosa y elegante, enfundada en su traje de chaqueta y pantalón de cuero rojo, con una cruz dorada puramente ornamental. Estaba sentada en un costado del reservado, Arkady y Victor en el otro, y aunque Zoya había pedido un coñac, aún no había tocado la copa. Llevaba las uñas largas y pintadas de rojo y, mientras hacía girar una y otra vez el paquete de cigarrillos, a Arkady le recordó a un cangrejo que inspecciona su cena. El café era un lugar con muchos adornos cromados, situado encima de un tren de lavado en la carretera de circunvalación. Esa noche no se lavaban coches, no con la nieve que estaba cayendo, y los pocos vehículos que conseguían llegar al café eran todoterrenos con tracción a las cuatro ruedas.
Victor bebía un Chivas a pequeños sorbos para que le durase más. Las bebidas eran caras, y Victor disponía de la paciencia de un camello. Arkady tenía delante de sí un modesto vaso de agua; era un hombre pálido con el pelo oscuro y la calma de un observador profesional. Treinta y seis horas sin dormir lo habían vuelto más tranquilo de lo habitual.
—El corazón me duele más que la cara —dijo Zoya.
—¿Un corazón roto? —sugirió Victor, como si el tema fuese su especialidad.
—Mi cara está arruinada.
—No, aún es una mujer hermosa. Muéstrele a mi amigo lo que le hizo su esposo.
Los conductores y guardaespaldas que ocupaban los taburetes junto a la barra guardaban una actitud contemplativa acunando sus copas, dando caladas a los cigarrillos, manteniendo el equilibrio. Un par de jefes comparaban los bronceados de Florida e instantáneas de la Bella Durmiente. Zoya apartó el crucifijo para poder bajar la cremallera de la chaqueta y mostrarle a Arkady una magulladura que parecía una mancha de uva sobre su suave pecho.
—¿Su esposo le hizo eso? —preguntó Arkady.
Ella se subió la cremallera y asintió.
—Pronto estará a salvo —la tranquilizó Victor—. Esa clase de animales no deberían andar sueltos por la calle.
—Antes de que nos casáramos era un hombre maravilloso. Incluso hoy debo decir que Alexander era un amante maravilloso.
—Eso es algo natural —dijo Victor—. Trate de recordar los buenos tiempos. ¿Cuánto lleva casada?
—Tres meses.
¿Dejaría de nevar alguna vez?, se preguntó Arkady. Un Pathfinder se detuvo junto a uno de los surtidores de gasolina. La mafia se estaba volviendo conservadora; ahora que habían conquistado y establecido sus territorios autónomos eran defensores del statu quo. Sus hijos serían banqueros y los hijos de sus hijos serían poetas o algo así. Podían contar con ello: en cincuenta años, una edad de oro de la poesía.
Arkady volvió a intervenir en la conversación.
—¿Está segura de que quiere hacerlo? La gente cambia de idea.
—Yo no.
—Tal vez su esposo cambie su manera de ser.
—No. —Sonrió con una extraña mueca—. Es un animal. No me atrevo siquiera a ir a mi propio apartamento, es demasiado peligroso.
—Ha venido al lugar adecuado —declaró Victor con solemnidad, luego dio un pequeño sorbo a su whisky. Los coches pasaban frente al café, cada uno a un paso diferente.
—Necesitaremos números de teléfono, direcciones, llaves… —dijo Arkady—. Su rutina, hábitos, qué lugares suele frecuentar. Tengo entendido que su esposo y usted tienen un negocio cerca de la calle Arbat.
—En la misma Arbat. De hecho, es mi negocio.
—¿Qué clase de negocio?
—Organizo bodas. Bodas internacionales.
—¿Cómo se llama la empresa?
—Cupido.
—¿En serio? —Eso era interesante, pensó Arkady. ¿Una pelea en la morada de Cupido?—. ¿Cuánto tiempo hace que tiene ese negocio?
—Diez años.
Su lengua reposó por un momento sobre los dientes como si estuviera a punto de decir algo más y luego cambiara de idea.
—¿Su esposo y usted trabajan allí?
—Todo lo que él hace es pasear, fumar y beber con sus amigos. Yo hago todo el trabajo, él se lleva el dinero y, cuando trato de impedirlo, me pega. Se lo advertí, ésta ha sido la última vez.
—De modo que lo quiere… —dijo Victor.
—Muerto y enterrado.
—¿Muerto y enterrado? —Victor sonrió. Le gustaban las mujeres apasionadas.
—Y que nunca lo encuentren.
—Lo que necesito saber es cómo supo que tenía que acudir a la policía para que matasen a tu esposo —dijo Arkady.
—¿No es así como se hace?
Arkady aceptó el argumento.
—Pero ¿quién se lo dijo? ¿Quién le dio el número de teléfono? Nos ponemos nerviosos cuando un ciudadano inocente, como usted, sabe cómo llegar hasta nosotros. ¿Consiguió nuestro número a través de un amigo o acaso una de esas avionetas que escriben con humo en el cielo deletreó «Asesinos de alquiler»?
Zoya se encogió de hombros.
—Un hombre dejó un mensaje en mi teléfono y dijo que si tenía algún problema llamase a ese número. Llamé y su amigo contestó.
—¿Reconoció la voz del hombre que le dejó el mensaje?
—No. Creo que fue una alma caritativa que se apiadó de mí.
—¿Y cómo consiguió esa alma caritativa su número de teléfono? —preguntó Victor.
—Nos anunciamos. Damos nuestro número.
—¿Guardó el mensaje?
—No. ¿Por qué querría tener algo así en el contestador? De todos modos, ¿qué importa? Puedo darles doscientos dólares a cada uno.
—¿Cómo sabemos que esto no es una trampa? —preguntó Arkady—. Ese asunto del teléfono me preocupa. Podría tratarse de un caso de incitación al delito a unos agentes de la ley.
La risa de Zoya era ronca, de fumadora empedernida.
—¿Y cómo puedo saber yo que no se quedarán con el dinero? O peor aún, ¿que no se lo dirán a mi esposo?
—Toda asociación requiere cierta dosis de confianza por ambas partes —señaló Victor—. Para empezar, el precio son cinco mil dólares: la mitad antes del trabajo y la otra mitad después.
—Puedo encontrar a cualquiera en la calle que lo haga por cincuenta pavos.
—Uno consigue aquello por lo que paga —repuso Victor—. Con nosotros, la desaparición total de su esposo está garantizada, y también seremos nosotros quienes nos encargaremos de la investigación.
—Depende de usted —añadió Arkady—. La decisión es suya.
—¿Cómo lo harán?
—Cuanto menos sepa de este asunto, mejor para usted —dijo Victor.
Arkady pensó que tenía un asiento en primera fila frente a la calle nevada; podía ver cómo la nieve caía en olas espumosas sobre los coches aparcados. Si Zoya Filotova podía permitirse un todoterreno, también podía pagar cinco mil dólares para que eliminasen a su esposo.
—Es un tipo muy fuerte —dijo ella.
—Una vez muerto, sólo será pesado —le aseguró Victor.
Zoya sacó un fajo de dólares usados, los contó uno a uno y añadió la fotografía de un hombre cubierto con un albornoz en la playa. Alexander Filotov era inquietantemente grande. En la instantánea aparecía con el pelo largo y húmedo, mostrando a la cámara una lata de cerveza que por lo visto había aplastado con una mano.
—¿Cómo sabré que está muerto? —preguntó Zoya.
—Le entregaremos una prueba. Tomaremos una foto —dijo Victor.
—He leído algo acerca de eso. A veces, los llamados asesinos utilizan maquillaje y kétchup para aparentar que la «víctima» está muerta. Quiero algo más sólido.
Hubo una pausa.
—¿Más sólido? —preguntó Victor.
—Algo personal —dijo la mujer.
Arkady y Victor se miraron. Eso no estaba en el guión.
—¿Un reloj? —sugirió Arkady.
—Más personal.
—¿Cómo en…? —No le gustaba nada el rumbo que estaban tomando los acontecimientos.
Zoya alzó finalmente su copa de coñac y bebió un pequeño trago.
—¿No acostumbran a enviar los secuestradores un dedo o una oreja de la víctima?
En el reservado se produjo otro momento de silencio hasta que Arkady dijo:
—Eso ocurre en los secuestros.
—De todos modos, no funcionaría —convino ella—. No podría reconocer su oreja o su dedo. Todos son muy parecidos. No, tiene que ser algo más personal.
—¿En qué había pensado?
Zoya hizo girar su copa.
—Tiene una nariz bastante larga.
—No pienso cortarle la nariz a nadie —dijo Victor.
—¿Ni estando muerto? Sería como trinchar un pollo.
—No.
—Entonces tengo otra idea.
Victor levantó la mano:
—No.
—Espere. —Zoya desdobló un trozo de papel donde se veía la fotografía del dibujo de un tigre repeliendo el ataque de una manada de lobos. La fotografía era oscura, había sido tomada con poca luz, y el dibujo poseía un rasgo peculiar—. Había pensado en esto.
—¿Su marido tiene un cuadro? —preguntó Victor.
—Tiene un tatuaje —explicó Arkady.
—Exacto. —Zoya Filotova estaba satisfecha—. Tomé una foto del tatuaje hace algunas noches mientras él dormía la borrachera. Es su propio diseño.
Una sábana cubría una esquina del tatuaje, pero aun así Arkady pudo ver que era bastante impresionante. El tigre estaba majestuosamente erguido sobre sus patas traseras y una garra se agitaba en el aire mientras los lobos gruñían y se encogían. La batalla estaba enmarcada por un bosque de pinos y un arroyo de montaña. En la rama blanca de un abedul se podían leer las letras T, V, E, R.
—¿Qué significan esas letras? —quiso saber Victor.
—Mi esposo es de Tver —explicó Zoya.
—En Tver no hay tigres —señaló Victor—, ni tampoco montañas. Es una pocilga miserable junto al Volga.
Arkady pensó que el comentario de Victor había sido un tanto duro, pero las personas que llegaban a Moscú desde lugares como Tver habitualmente extendían la identidad de su ciudad natal tan lejos como podían. Sin embargo, no se la hacían tatuar en el cuerpo para siempre.
—De acuerdo —dijo Victor—. Ahora podremos identificarlo sin posibilidad de error. ¿Cómo propone que le traigamos la prueba? ¿Acaso espera que arrastremos el cadáver por todas partes?
Zoya acabó su coñac.
—Sólo necesito el tatuaje —dijo.
Arkady odiaba el Lada de Victor. Las ventanillas no se cerraban del todo y el parachoques trasero estaba sujeto con una cuerda. La nieve se filtraba junto con el viento a través de los agujeros que había en el suelo, y balanceaba el ambientador con fragancia de pino que colgaba del espejo retrovisor.
—Hace frío —dijo Victor.
—Podrías haber esperado a que el coche se calentase.
Arkady se desabrochó la camisa.
—Tranquilo, tarde o temprano lo hará. No, estoy hablando de ella. Sentí que mis testículos se convertían en carámbanos y caían al suelo, primero uno y luego el otro.
—Ella quiere pruebas, igual que nosotros.
Arkady se despegó la cinta adhesiva del estómago para quitarse un micrófono y una grabadora en miniatura. Pulsó el botón de rebobinado y luego puso en marcha el aparato. Escuchó la muestra, apagó la grabadora, sacó la pequeña casete y la metió dentro de un sobre en cuya parte exterior escribió «Sujeto Z. K. Filotova, investigador superior A. K. Renko, detective V. D. Orlov», fecha y lugar.
—¿Qué es lo que tenemos? —preguntó Victor.
—No mucho. Tú respondiste a la llamada en el escritorio de otra oficina y una mujer se interesó por la forma de liquidar a su esposo. Ella supuso que eras el detective Urman, le seguiste el juego y concertaste una cita. Podrías arrestarla ahora mismo acusándola de conspiración, pero no tendrías nada acerca de ese detective, ni idea de quién pudo haberle dado su número de teléfono. Ella insiste en su propuesta. Podrías presionarla más si paga por lo que cree que es un asesinato consumado; entonces la tendrías cogida por intento de asesinato y quizá se mostrara dispuesta a hablar. Háblame del detective Urman. ¿Era su teléfono el que contestaste?
—Sí. Marat Urman. Treinta y cinco años, soltero. Estuvo en Chechenia con su compañero Isakov. Nikolai Isakov, el héroe de guerra.
—¿El detective Isakov? —inquirió Arkady.
Victor esperó un segundo.
—Pensé que te gustaría. El expediente está en el asiento de atrás.
Arkady disimuló su confusión cogiendo del asiento una carpeta sujeta con una goma de entre un montón de ropa sucia y botellas vacías.
—¿Esto es un coche o una lavandería?
—Deberías leer los artículos del periódico. Urman e Isakov estaban con los Boinas Negras y acabaron con un montón de chechenos. En la primera guerra chechena la jodimos. La segunda vez enviamos gente con las habilidades adecuadas, como suele decirse. Lee los artículos.
—¿Isakov sabría lo que Urman estaba haciendo?
—No lo sé. —Victor hizo una mueca mientras pensaba—. Los Boinas Negras tienen sus propias reglas. —Mantuvo la mirada fija en Arkady mientras encendía un cigarrillo—. ¿Has visto alguna vez a Isakov?
—Nunca cara a cara.
—Sólo preguntaba.
Victor apagó la cerilla entre dos dedos.
—¿Por qué cogiste el teléfono de Urman?
—Estaba esperando la llamada de un soplón. Ya había telefoneado antes por error al número de Urman; sólo se diferencia del mío por un dígito. Estos tíos que están en la calle, cuando llega el invierno, beben anticongelante. Tienes que encontrarlos mientras aún pueden hablar. En cualquier caso, podría haber sido un error afortunado, ¿no crees?
Arkady observó que un grupo de hombres abandonaba el café y se dirigía a un todoterreno. Eran corpulentos y caminaban en silencio, hasta que uno de ellos apuró el paso y se deslizó patinando sobre la capa de hielo que cubría la zona de aparcamiento. Extendió los brazos y se movió como si sus zapatos fuesen patines. Un segundo hombre lo imitó y luego el resto se unió a ellos, sosteniéndose sobre una pierna y girando sobre el hielo. El lugar resonó con sus carcajadas por su propia actuación improvisada, hasta que uno de ellos cayó al suelo. El silencio volvió a reinar en el parking, el resto del grupo lo ayudó a levantarse, se metieron en el coche y se marcharon.
—No soy ningún puritano —dijo Victor.
—Nunca pensé que lo fueras.
—Estamos mal pagados y nadie sabe mejor que yo lo que una persona tiene que hacer para vivir. Hay un robo en una casa y el detective se queda con algo que al ladrón se le pasó por alto. Un policía de tráfico se aprovecha de los conductores para sacarles pasta. El asesinato, sin embargo, es otra historia. —Victor hizo una pausa para reflexionar—. Shostakovich era como nosotros.
—¿En qué sentido?
—Cuando Shostakovich era joven y estaba sin blanca, solía tocar el piano para las películas mudas. Tú y yo somos así: dos grandes mentes desperdiciadas en la mierda. He malgastado mi vida. No tengo esposa, ni hijos, ni dinero. Sólo un hígado del que se podría exprimir vodka. Es muy deprimente. Te envidio: tú, al menos, tienes algo por lo que luchar, una familia.
Arkady respiró profundamente.
—Algo parecido.
—¿Crees que deberíamos advertir al marido, al tío del tatuaje?
—Todavía no. A menos que sea un buen actor, ya ha puesto sobre aviso a su esposa. —Arkady bajó del coche y comenzó a zapatear inmediatamente para entrar en calor. A través de la puerta abierta, preguntó—: ¿Le has hablado a alguien de este asunto? ¿Al jefe? ¿Asuntos internos?
—¿Y pintarme una diana en la cabeza? No, sólo a ti.
—O sea, que ahora somos dos dianas.
Victor se encogió de hombros.
—A la desgracia le gusta la compañía.
Los faros delanteros del vehículo de Arkady se concentraron en un carril hipnótico de huellas de neumáticos en la nieve. Estaba tan agotado que se limitaba a deslizarse con el coche. No le importaba; podría haber dado vueltas por Moscú indefinidamente, como un cosmonauta.
Pensó en las conversaciones que los hombres que viajaban al espacio mantenían con sus seres queridos en casa y llamó al apartamento con su teléfono móvil.
—¿Zhenya? ¿Zhenya, estás ahí? Si estás ahí, coge el teléfono.
Era inútil. Zhenya tenía doce años pero poseía las habilidades propias de un fugitivo veterano, y podía estar fuera de casa durante días. Tampoco había mensajes, excepto uno airado e incompleto del fiscal.
Arkady decidió llamar a Eva a la clínica.
—¿Sí?
—Zhenya aún no ha regresado. Al menos no contesta al teléfono ni ha dejado ningún mensaje.
—Algunas personas odian el teléfono —dijo ella. Sonaba igualmente exhausta; aún le quedaban por cumplir cuatro horas de un turno de dieciséis—. Trabajar en una clínica de urgencias me ha convertido en una firme creyente de que es una buena noticia que no haya noticias.
—Ya han pasado cuatro días. Se marchó con su juego de ajedrez. Pensé que iba a jugar una partida. Nunca había estado tanto tiempo fuera de casa.
—Es verdad, y cada minuto que pasa tiene infinitas posibilidades. No puedes controlarlas todas, Arkasha. A Zhenya le gusta correr riesgos. Le gusta vagabundear con chicos sin hogar en Tres Estaciones. Tú no eres responsable. A veces creo que tu impulso de hacer el bien es una forma de narcisismo.
—Ésa es una extraña acusación viniendo de un médico.
Arkady la imaginó con su bata de laboratorio sentada en la oscuridad de una oficina de la clínica, los pies apoyados en una mesita baja mientras contemplaba la nieve. En el apartamento podía estar sentada durante horas, una esfinge con cigarrillos. O vagar por las calles con una pequeña grabadora y el bolsillo lleno de casetes entrevistando a gente invisible, como ella los llamaba, personas que sólo salían de noche. Eva no veía la tele.
—Ha telefoneado Zurin —dijo ella—. Quiere que lo llames, pero no lo hagas.
—¿Por qué no?
—Porque te odia. Sólo te llamaría si pudiese hacerte daño.
—Zurin es el fiscal. Yo soy su investigador. No puedo ignorarlo.
—Sí puedes.
Esa discusión ya la habían mantenido otras veces. Arkady conocía su parte de memoria, y repetirla por teléfono le parecía un sufrimiento innecesario. Además, ella tenía razón. Podía dejar la oficina del fiscal y trabajar para una empresa de seguridad privada. O convertirse en abogado con un maletín de cuero y una tarjeta de negocios; después de todo, tenía una licenciatura en derecho por la Universidad de Moscú. O llevar un gorro de papel y servir hamburguesas en McDonald’s. No había muchas otras carreras disponibles para un investigador superior, aunque todas las opciones eran mejores que ser un investigador muerto, supuso Renko. No creía que Zurin fuese a apuñalarlo por la espalda, aunque el fiscal podría mostrarle a alguna otra persona dónde estaba el cajón de los cuchillos. En cualquier caso, la conversación no había salido como había planeado.
Arkady oyó un crujido, como si Eva se hubiese levantado de una silla.
—Quizá está varado en alguna parte esperando a que el metro comience a funcionar —dijo—. Lo intentaré en el club de ajedrez y en Tres Estaciones.
—Tal vez yo también estoy varada en alguna parte. Arkady, ¿por qué vine a Moscú?
—Porque yo te lo pedí.
—Oh. Estoy perdiendo la memoria. La nieve ha borrado tantas cosas… Es como la amnesia. Tal vez Moscú quedará completamente sepultada.
—¿Cómo la Atlántida?
—Exactamente como la Atlántida. Y la gente no podrá creer que alguna vez existió un lugar así.
Hubo una larga pausa. El teléfono chirrió.
—¿Zhenya estaba con chicos sin hogar? —quiso saber Arkady—. ¿Parecía excitado? ¿Asustado?
—Tal vez no lo hayas notado, pero todos estamos asustados.
—¿De qué?
«Éste podría ser un buen momento para sacar el tema de Isakov —pensó—, con la distancia de un cable de teléfono». No quería parecer acusador, sólo necesitaba saber. Ni siquiera necesitaba saber, siempre que el asunto hubiera acabado.
Se produjo un silencio. No, no era un silencio: ella había colgado.
Cuando la M-1 se convirtió en Lenin Prospect, Renko se internó en un reino de galerías comerciales vacías, pobremente iluminadas, salones de exposición de automóviles y el esplendor rutilante de los casinos abiertos toda la noche: Sportsman’s Paradise, Golden Khan, Sinbad’s. El investigador jugó con el nombre de Cupido, que en los labios de Zoya había sonado más pornográfico que angelical. Constantemente miraba a derecha e izquierda, reduciendo la velocidad para examinar a todas las figuras envueltas en sombras que caminaban junto a la carretera.
En ese momento sonó el móvil, pero no era Eva. Era Zurin.
—Renko, ¿dónde demonios estaba?
—He salido a dar un paseo.
—¿Qué clase de idiota sale en una noche como ésta?
—Parece que los dos estamos fuera esta noche, Leonid Petrovich.
—¿No recibió mi mensaje?
—¿Cómo?
—¿No recibió…? No importa. ¿Dónde está ahora?
—De camino a casa. No estoy de servicio.
—Un investigador está siempre de servicio —replicó Zurin—. ¿Dónde está?
—En la M-l.
En ese momento, de hecho, Arkady estaba dentro de la ciudad.
—Yo estoy en la estación de metro de Chistye Prudy. Venga aquí cuanto antes.
—¿Stalin otra vez?
—Usted venga aquí.
Aunque Arkady habría querido dirigirse a toda velocidad hasta donde se encontraba Zurin, su marcha se vio ralentizada cuando el tráfico se estrechó hasta ocupar un solo carril delante de la Corte Suprema. Camiones y generadores portátiles se extendían en completo desorden sobre el bordillo y la calle; cuatro tiendas blancas de lona brillaban en la acera. Los trabajos de construcción día y noche no eran inusuales en el ambicioso nuevo Moscú; sin embargo, ese proyecto parecía especialmente curioso. La policía hacía señas para que el tráfico no se detuviera, pero Arkady metió su coche entre dos camiones. Un coronel de la milicia uniformado parecía estar agresivamente al mando de la operación. Ordenó a uno de sus hombres que se encargara de Arkady, pero el hombre resultó ser un sargento veterano llamado Gleb a quien Arkady conocía.
—¿Qué ocurre?
—No nos permiten decirlo.
—Eso suena interesante —dijo Arkady.
Gleb le caía bien. El sargento podía silbar como un ruiseñor, y tenía los dientes separados, como un hombre honesto.
—Bueno, considerando que es usted investigador…
—Considerando que… —convino Arkady.
—De acuerdo. —Gleb bajó la voz—. Estaban haciendo obras para ampliar el sótano de la cafetería. Un grupo de trabajadores turcos que estaban a cargo de la reforma se encontraron con una pequeña sorpresa.
Los trabajos de excavación habían levantado parte de la acera. Arkady se unió a los curiosos en el precario borde, donde unos focos dirigían una luz incandescente a una pala mecánica situada en un agujero de dos pisos de profundidad y aproximadamente veinte metros cuadrados. Aparte de la milicia, la multitud que se congregaba en la acera incluía también a bomberos y policías, funcionarios del ayuntamiento y agentes de la seguridad del Estado que parecían haber sido arrancados de sus camas.
En el agujero, una cuadrilla organizada de hombres vestidos con monos de trabajo y cascos trabajaban en el fondo y en un sistema de andamios con picos y paletas, bolsas de plástico, mascarillas y guantes de látex. Uno de los hombres extrajo lo que parecía ser una pelota marrón, la metió dentro de un cesto de lona y lo bajó hasta el fondo sujeto con una cuerda. Luego volvió a trabajar con su paleta y liberó cuidadosamente una caja torácica con los brazos atados. Cuando los ojos de Arkady se adaptaron a la luz pudo ver que una pared completa de la excavación estaba cubierta con restos humanos perfilados por la nieve, un corte transversal de tierra con cráneos a modo de piedras y fémures a modo de postes. Algunos llevaban ropa, otros no. En el lugar flotaba un aroma dulzón.
El cesto de lona fue pasado de mano en mano a través del profundo pozo e izado mediante una cuerda hasta una tienda donde había otros cuerpos oscuros tendidos sobre mesas. El coronel iba de tienda en tienda, gritándoles a los hombres que clasificaban los huesos que se dieran prisa con su trabajo. Entre una orden y otra, no perdía de vista a Arkady.
—Quieren que todos los cadáveres estén fuera del pozo por la mañana —dijo el sargento Gleb—. No quieren que la gente los vea.
—¿Cuántos han sacado hasta ahora?
—Es una fosa común, ¿quién podría decirlo?
—¿De cuándo es?
—Por las ropas que llevan, dicen que de los cuarenta o los cincuenta. Tienen agujeros en la parte posterior de la cabeza. En el sótano de la Corte Suprema. Los llevaban abajo y, ¡pum!, así es como acostumbraban a hacerlo. ¡Era toda una corte!
El coronel se reunió con ellos. Iba vestido con el uniforme completo de invierno y llevaba un gorro de piel azul. Arkady se preguntó, y no era la primera vez que lo hacía, qué animal tenía la piel azul.
—Habrá una investigación sobre estos cadáveres para ver si se pueden presentar cargos criminales —declaró el coronel en voz alta.
Las cabezas se volvieron, muchas de ellas con gesto divertido.
—Repita eso —le dijo Arkady al coronel.
—He dicho que puedo asegurar a todo el mundo que habrá una investigación sobre estos muertos para ver si se presentan cargos criminales.
—Felicidades. —Arkady rodeó los hombros del coronel con el brazo y susurró—: Es el mejor chiste que he oído en todo el día.
El rostro del coronel se convirtió en una máscara moteada de rojo y se liberó del abrazo del investigador. Bueno, se había granjeado otro enemigo, pensó Arkady.
—¿Y si la fosa se extiende por debajo de todo el edificio de la corte? —preguntó Gleb.
—Ése es el mismo problema de siempre. Una vez que has comenzado a cavar, ¿cómo sabes cuándo debes dejar de hacerlo?