Prólogo

Los moscovitas vivían para el invierno. Un invierno con las piernas hundidas hasta las rodillas en la nieve que cubría la ciudad, fluía de una cúpula dorada a la siguiente, volvía a esculpir las estatuas y convertía los caminos de los parques en pistas de patinaje. La nieve, que a veces caía como una neblina de encaje y otras densa como el plumón. La nieve, que hacía que los vehículos de los ricos y poderosos avanzaran a paso de hombre detrás de las máquinas quitanieve. La nieve, que se plegaba y se extendía, engañando al ojo con visiones fugaces de un globo iluminado sobre la Oficina Central de Telecomunicaciones, el carro de Apolo abandonando el Bolshoi, un esturión esbozado en neón en una tienda de ultramarinos. Las mujeres compraban entre las ráfagas de viento, mientras se deslizaban cubiertas con largos abrigos de piel. Los niños arrastraban trineos y tablas de snow, mientras Lenin yacía en su mausoleo, sordo a la corrección, envuelto en la nieve.

Según la experiencia de Arkady Renko, cuando la nieve se fundiera comenzarían a aparecer los cadáveres. En Moscú, eso era la primavera.