(1793)
25 de julio. Danton echó bruscamente la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada. Louise lo miró asustada; le preocupaba que, en uno de sus arrebatos de cólera o hilaridad rompiera una silla, por más que él trataba de tranquilizarla asegurándole que tenían dinero suficiente para reemplazar cualquier mueble que resultara dañado.
—El día que me largué del comité presencié algo inaudito: Fabre d’Églantine se quedó mudo. —Danton, que estaba ligeramente bebido, se inclinó sobre la mesa para acariciar la mano de su nueva esposa—. Por lo que veo, aún no has recuperado el habla.
—No, no —respondió Fabre titubeando—. Es cierto que no le deseo ni a mi peor enemigo presidir un comité en el que esté Saint-Just. Y también es cierto, como dices, que han elegido a Robert Lindet, un sólido patriota del que podemos fiarnos. Y Hérault, que es amigo nuestro…
—Pero no estás convencido. Mira, Fabre, yo soy Danton, ¿no lo entiendes? Puede que el comité me necesite, pero yo no necesito al comité. Ahora permitidme que proponga un brindis a mi salud, puesto que no se le ha ocurrido a nadie hacerlo. A la salud del nuevo presidente de la Convención —dijo Danton, alzando su copa y dirigiéndose hacia Lucile—. Ahora quiero brindar por mi amigo, el general Westermann, a quien deseo que prospere contra los rebeldes de la Vendée.
Tiene suerte, pensó Lucile, de haber conseguido que devolvieran a Westermann el mando de las tropas, después de su última derrota; y Westermann tiene suerte de estar libre.
—A la salud del sagrado corazón de Marat —dijo Danton. Louise le dirigió una mirada de reproche—. Lo siento, mi amor, no pretendía soltar una blasfemia, sólo repito lo que dicen las pobres y decepcionadas gentes de la calle. ¿Por qué perseguiría la Gironda a Marat con tanto ahínco? Pero si ya estaba medio muerto. Por otra parte, si esa arpía actuaba por iniciativa propia, tal como dice, ello viene a demostrar lo que siempre he sostenido, que las mujeres no tienen el menor sentido político. Hubiera debido asesinar a Robespierre, o a mí.
—No digas eso, te lo ruego —protestó Louise, a quien le resultaba difícil imaginar que alguien pudiera atravesar con un cuchillo de cocina aquellas gruesas capas de grasa y músculo.
—Una gota de tinta tuya vale más que toda la sangre del cuerpo de Marat —dijo Danton, mirando a Camille. Acto seguido, llenó de nuevo las copas. Si se bebe otra botella es capaz de quedarse dormido, pensó Louise—. Y brindo por la libertad —añadió Danton—. Alce su copa, general.
—Por la libertad —dijo el general Dillon, conmovido—. Confiemos en poder gozar de muchos años de libertad.
26 de julio. Robespierre estaba sentado con los puños crispados entre las rodillas. Era la viva imagen de la tristeza.
—¿No lo comprendes? —preguntó—. No quiero verme envuelto en esas cosas, siempre he rechazado un cargo público.
—Sí —contestó Camille. Todavía le dolía la cabeza después de los excesos en el banquete en casa de Danton—, pero la situación ha cambiado.
—Verás… —empezó a decir Robespierre. De vez en cuando se interrumpía y se apretaba la mejilla porque había desarrollado un minúsculo tic facial que le fastidiaba sobremanera—. Está claro que una autoridad central firme y enérgica… con el enemigo avanzando en todos los frentes… Sabes que siempre he defendido el comité, siempre he creído que era necesario…
—Sí, no es necesario que te justifiques. Has ganado unas elecciones, no has cometido ningún delito.
—Y existen unas facciones…, puedo nombrar a Hébert, a Jacques Roux…, que no desean que Francia tenga un gobierno fuerte. Se aprovechan de la insatisfacción del hombre de la calle, tratan de crear un mal ambiente. Proponen medidas ultrarrevolucionarias, medidas que a la gente honrada le parecen repugnantes e inadmisibles. Tratan de desacreditar la Revolución, de sofocarla. Por eso afirmo que son agentes del enemigo. —Robespierre se tocó de nuevo la mejilla—. ¡Es una lástima que Danton sea tan insensible!
—Es evidente que no cree que el comité sea tan importante como tú crees.
—Que conste que yo no deseaba ese cargo —dijo Robespierre—. El ciudadano Gasparin cayó enfermo y me he visto obligado a aceptarlo. Confío en que no empiecen a llamarlo el comité Robespierre. Sólo soy uno de tantos…
Uno de mis mejores amigos ha abandonado el comité, pensó Camille, y otro ha entrado a formar parte del mismo. Camille está acostumbrado, desde 1789, a representar el papel de público experimental para que Robespierre ensaye sus discursos. Desde el día en que se produjo aquel momento cargado de tensión en casa de los Duplay —«siempre te he tenido en mi corazón»— está convencido de que su amigo le exige más de lo que está dispuesto a darle. Robespierre se está convirtiendo en una persona en cuya compañía es imposible sentirse relajado un instante.
Dos días más tarde se otorgó al Comité de Salvación Pública la facultad de emitir órdenes de arresto.
Jacques Roux, cuyo número de seguidores aumenta día a día, anunció que el autor de su boletín de noticias era «el fantasma de Marat». Hébert comunicó a los jacobinos que si Marat precisaba un sucesor —y los aristócratas otra víctima— él estaba dispuesto a cumplir ese papel.
—¡Ese estúpido engreído! —exclamó Robespierre—. ¿Cómo se atreve a decir semejante cosa?
El 8 de agosto, Simone Evrard compareció ante la Convención para pronunciar una apasionada denuncia contra ciertas personas que conducían a los sansculottes a la perdición. Sus opiniones, según dijo, eran las expresadas por aquel mártir, su marido, en sus últimas horas. Fue un discurso fluido, convincente. De vez en cuando se detenía para mirar sus notas, tratando de descifrar la diminuta e irregular caligrafía del ciudadano Robespierre.
Una semana más tarde el Comité de Salvación Pública cuenta con un nuevo miembro: Lazare Carnot, el ingeniero militar que Robespierre había conocido en la Academia de Arras.
—Los militares no me caen bien —dijo Robespierre—. Son ambiciosos y tienen unas extrañas prioridades. Pero son necesarios. —Luego añadió distraídamente—: Carnot siempre daba la impresión de saber de lo que estaba hablando.
Así, Carnot fue conocido posteriormente como el Organizador de la Victoria, y Robespierre como el Organizador de Carnot.
Cuando el presidente del Tribunal Revolucionario fue arrestado (bajo sospecha de haber manipulado el juicio contra la asesina de Marat) fue sustituido por el ciudadano Hermann, miembro del tribunal de Arras, el único capaz de reconocer que cuanto dice Robespierre es de puro sentido común.
—Lo conocí de joven —informó a la señora Duplay.
—Y sigue siendo usted joven —afirmó esta.
El antiguo presidente fue arrestado por los gendarmes durante una sesión del Tribunal. Fouquier-Tinville era muy aficionado a los dramas; su primo no tenía el monopolio.
Cuando el ministro del Interior dimitió, los dos candidatos rivales para ocupar dicho cargo fueron Hébert y Jules Paré, convertido en un renombrado abogado. Resultó elegido este último.
—Por supuesto, todos sabemos por qué ha sido elegido —dijo Hébert—. Había sido secretario de Danton. Algunos personajes importantes no necesitan trabajar sino que se limitan a dejar que sus servidores ejerzan el poder en su nombre. Danton tiene a otro empleado suyo, Desforgues, en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Paré y Danton son tan amigos como lo eran Danton y Dumouriez.
—Es un tipo odioso —declaró Danton—. Debería de contentarse con haber colocado a sus hombres en el Ministerio de la Guerra y distribuir su periódico a las tropas.
Hébert expresó sus opiniones en el Club de los Jacobinos, algunos de cuyos miembros lo aplaudieron. Cuando abandonó la tribuna de oradores, Robespierre tomó la palabra:
—Nadie tiene derecho a manifestar la más leve crítica contra Danton. Cualquiera que intente desacreditarlo deberá demostrar que posee su misma energía, temple y celo patriótico.
Más aplausos. Algunos miembros se pusieron en pie para aclamar a Danton mientras este, con aspecto desaliñado, sin corbata y sin afeitar, inclinaba la cabeza en señal de agradecimiento. También aclamaron a Robespierre, el cual se arregló los puños —un gesto que utilizaba como quien se persigna— y saludó sonriendo a sus admiradores. Acto seguido aplaudieron al ciudadano Camille, probablemente por el mero hecho de existir. Eso es lo que a él le gusta, ser el centro de atención, el personaje más admirado de la Revolución, el enfant terrible que siempre consigue satisfacer sus caprichos. Suponemos que también se hallaba presente Renaudin, el agresivo fabricante de violines, autor de un memorable gancho de derecha; pero de momento el único peligro era el entusiasmo de los patriotas, que se abalanzaban sobre Camille para abrazarlo. Por segunda vez se encontró con la mejilla aplastada contra el hombro de Maurice Duplay y recordó la primera vez, cuando consiguió escapar por los pelos de la persecución de Babette.
—¿Por qué esa cara de preocupación? —le preguntó Danton.
—Deseo preservar la armonía entre vosotros —contestó Camille haciendo un pequeño gesto con las manos, como si sostuviera entre ellas un huevo, lo cual demostraba la fragilidad de dicha armonía.
A finales de agosto fueron llamados a filas muchos jóvenes, y el general Custine (ci-devant conde de Custine) perdió la cabeza. El 26, Elisabeth Duplay contrajo matrimonio con Philippe Lebas, un joven decididamente poco agraciado, pero un buen republicano, amable y leal.
—¡Al fin! —exclamó Camille—. ¡Qué alivio!
Robespierre lo miró sorprendido. Le parecía muy bien que la joven se casara, pero a fin de cuentas sólo tenía diecisiete años.
Frente a las panaderías se formaban unas largas colas de gente insatisfecha. El precio del pan había descendido, pero escaseaba y era malo.
El diputado «montañés» Chabot mantuvo una agria discusión con Robespierre a propósito de la nueva constitución.
—No ha conseguido eliminar la pobreza de la República —dijo, agitando unos documentos ante sus narices—. No asegura el pan a los pobres.
Robespierre lo miró enfurecido. Esta era la cuestión que más le preocupaba, asegurar el pan a los pobres. Cualquier otro objetivo, en comparación con este, carecía de importancia. Era un objetivo simple, fácil de alcanzar. Sin embargo, existían numerosas dificultades que le impedían resolver el problema.
—Mi más ferviente deseo es hacer que desaparezca la pobreza. Pero trabajamos dentro de los límites de lo posible.
—¿Quieres decir que el comité, con todos los poderes de que dispone…?
—Habéis otorgado numerosos poderes al comité, pero al mismo tiempo nos habéis encomendado una serie de tareas que no podemos cumplir, como por ejemplo abastecer al Ejército de reclutas. Esperáis que el comité resuelva todos los problemas, pero estáis celosos de sus poderes. Si yo fuera capaz de realizar el milagro de los panes y los peces, supongo que diríais que nos habíamos excedido en nuestro mandato —le espetó Robespierre, alzando la voz—. Si no hay pan, la culpa la tiene el bloque inglés. Echadles la culpa a los conspiradores.
Tras esas palabras, se marchó. Chabot nunca le había caído bien. Trataba de no dejarse influir por el hecho de que este tuviera el aspecto de un pavo, rojo e hinchado, según decía todo el mundo. Era un ex fraile capuchino, aunque resultaba difícil imaginar que fuera capaz de cumplir los votos de pobreza y castidad. Él y el diputado Julien eran miembros de un comité encargado de erradicar la especulación ilegal, supuestamente siguiendo el principio de que nadie mejor que un ladrón para… Por desgracia, Julien era amigo de Danton. Robespierre pensó en el gesto que había hecho Camille, como si sostuviera un pequeño y frágil huevo. Se rumoreaba que Chabot pensaba casarse con una hebrea, hermana de dos banqueros llamados Frei, unos refugiados de los Habsburgo. Tras su matrimonio, Chabot se convertiría en un hombre rico.
—Los extranjeros te disgustan por principio —le dijo Camille.
—No me parece un mal principio teniendo en cuenta que estamos en guerra con el resto de Europa. ¿Qué han venido a hacer a París todos esos ingleses, austriacos y españoles? Deben de tener algunas lealtades en alguna parte. La gente dice que son simples hombres de negocios, pero yo me pregunto: ¿A qué clase de negocios se dedican? ¿Por qué permanecen aquí, donde el dinero no vale nada y están a las órdenes de los sansculottes? En esta ciudad son las lavanderas las que fijan el precio del jabón.
—¿Tú qué opinas?
—Porque son unos espías, unos saboteadores.
—Se nota que no entiendes nada de finanzas.
—Cierto. Hay cosas que no alcanzo a comprender.
—Se puede sacar mucho dinero de una situación que se deteriora día a día.
—Cambon es nuestro experto en finanzas. Si me lo explicara, quizá lo comprendería.
—Pero ya has sacado tus propias conclusiones. Y supongo que estarás de acuerdo en arrestar a esas personas bajo sospecha de ser espías.
—Enemigos extranjeros.
—Eso dices ahora, pero más adelante… Toda ley de internamiento vulnera la justicia.
—Debes comprender…
—Lo sé —le interrumpió Camille—. Se trata de una emergencia nacional, de medidas extraordinarias. Nadie puede acusarme de no haberme mostrado enérgico con nuestros oponentes. Jamás me ha temblado el pulso… A propósito, ¿por qué habéis demorado el juicio de los hombres de Brissot? ¿Qué sentido tiene luchar contra los tiranos de Europa si nosotros mismos nos comportamos como tiranos? ¿Qué sentido tiene nada?
—Esto no es una tiranía, Camille. Es posible que nunca tengamos que utilizar los poderes que nos han otorgado, o como mucho sólo durante unos meses. Es para preservar nuestra supervivencia en tanto que nación. Dices que jamás te ha temblado el pulso. En cambio yo he vacilado en numerosas ocasiones. ¿Me tienes por un salvaje, un sanguinario? Creía que tenías mejor opinión de mí.
—Y la tengo. ¿Pero controlas el comité, o simplemente constituyes su fachada?
—¿Cómo quieres que lo controle? —replicó Robespierre—. No soy un dictador.
—No te hagas el ingenuo —dijo Camille—. Confío en que no te dejes engañar por Saint-Just. Te lo digo para recordarte que no debes perder el control de la situación. Y si creo que esto era una tiranía, tengo todo el derecho a decirlo.
El caso es que la Revolución ha quedado reducida a un concentrado más áspero: lacayos convertidos en ministros, viejos amigos que ocupan cargos de autoridad. Hasta septiembre el Tribunal ha condenado sólo a veintiséis de los doscientos sesenta acusados que han comparecido ante el mismo. Pero esa situación no tardará mucho en cambiar. A medida que los problemas aumentan, la mano de obra disminuye. Los supervivientes tienen la sensación de conocerse desde hace tiempo.
Camille sabía que ese verano había cometido una seria equivocación; no debió haber abandonado a Arthur Dillon al criterio de la República. Al mismo tiempo, había demostrado su poder personal. A medida que empezaba a refrescar, que empezaban a coger troncos para encender la chimenea, que el pálido y dorado sol otoñal secaba las hojas de los jardines públicos, notó una progresiva sensación de aislamiento. Sin ningún propósito concreto, tomó las siguientes notas:
Piteo dijo que en la isla de Tula, que Virgilio llamaba Ultima Tula, distante seis días de viaje de Gran Bretaña, no existía la tierra, ni el mar, sino una mezcla de los tres elementos, y que era imposible recorrer a pie ni alcanzarla en barco. Se refería a ella como si la hubiera visto con sus propios ojos.
2 DE SEPTIEMBRE DE 1793: DISCURSO DE LA SECCIÓN SANSCULOTTES
(ANTIGUAMENTE CONOCIDA COMO JARDINS-DES-PLANTES)
ANTE LA CONVENCIÓN
¿Acaso no sabéis que la única base de la propiedad es la extensión de las necesidades físicas? Es preciso fijar un límite a las fortunas personales…, nadie debería poseer más tierras de las que puedan cultivarse con un número estipulado de azadones… Un ciudadano no debe poseer más que un comercio o taller… el trabajador, el comerciante o el agricultor industrioso, no sólo debería ser capaz de obtener con su esfuerzo lo esencial para ganarse el sustento, sino aquello que contribuyera a su felicidad…
ANTOINE SAINT-JUST
La felicidad es un concepto nuevo en Europa.
El 2 de septiembre llegó a París la noticia de que el pueblo de Tolón había entregado su población y su Armada a los británicos. Había sido un acto de traición sin precedentes. En un solo día Francia perdió dieciséis fragatas y otros veintiséis de sus sesenta y cinco buques de guerra. El año anterior por estas fechas, la sangre corría por las alcantarillas.
—Utilizas esto —dijo Danton. El ruido procedente de la sala de la Convención era ensordecedor—. No dejas que te abrume. Lo agarras con fuerza —añadió, haciendo un gesto como si sujetara a alguien por el cuello—. Por ser un asesino de septiembre, jamás me había sentido tan popular.
Robespierre empezó a decir algo.
—Habla más alto, no te oigo —dijo Danton.
Se encontraban en una pequeña estancia, desierta y polvorienta, a la que se accedía por un pasadizo que comunicaba con la sala de debates. Estaban solos, pero el tumulto era tan fuerte que casi podían oler a la muchedumbre. Camille y Fabre se retiraron a un rincón.
5 de septiembre de 1793: los sansculottes habían montado una manifestación, o una revuelta, entre sus representantes.
—¿Por qué te apoyas contra la puerta, Danton?
—Para impedir que entre Saint-Just —contestó secamente Danton, sin más explicaciones. Robespierre abrió la boca para decir algo, pero Danton se apresuró a interrumpirle—: No digas una palabra. Hébert y Chaumette han organizado esto.
Robespierre sacudió la cabeza.
—Bueno —dijo Danton—, quizás haya algo de verdad en ello. Puede que los sansculottes se hayan organizado, lo cual constituye un precedente que me disgusta. Es preciso controlar la situación. Les concederemos lo que piden como un regalo de la Montaña. Controles económicos, límites de precios y arresto de sospechosos. Pero nada más, nada de interferir en la propiedad privada. Sí, Fabre, ya sé lo que los hombres de negocios opinan sobre los controles económicos, pero esto es una emergencia, tenemos que ceder. Además, ¿por qué he de justificarte mis decisiones?
—Debemos presentar un blanco móvil a Europa —dijo Robespierre suavemente.
—¿Qué has dicho?
Nada. Robespierre agitó la mano, tenso e impaciente, como si no tuviera importancia.
—Espero que te hayas convencido de la necesidad de internar a los sospechosos, Camille. La definición tendrá que aguardar. Sí, ya sé que es el núcleo de la cuestión, pero necesito un papel para redactar el proyecto de ley. Silencio, no quiero discutir ahora contigo.
—¿Quieres hacer el favor de escucharme? —le gritó Robespierre.
Danton lo miró perplejo.
—Adelante.
—Mañana serán elegidos los nuevos miembros del comité. Queremos que Collot d’Herbois y Billaud-Varennes entren a formar parte del mismo. Nos están creando muchos quebraderos de cabeza con sus críticas. Es el único medio de hacerlos callar. Ya sé que es una política cobarde, pero no queda más remedio. El comité quiere que regreses.
—No.
—Te lo suplicamos, Danton —dijo Fabre.
—Os proporcionaré todo el apoyo que necesitéis. Pediré que se os otorgue más poderes. Haré que la Convención os conceda cuanto pidáis, pero no quiero formar parte del comité. Me agota. ¡Maldita sea! ¿Es que no lo comprendéis? No estoy hecho para formar parte de un comité. Me gusta trabajar solo, seguir mi propia intuición. Odio vuestra condenada agenda, vuestras actas y vuestros procedimientos.
—¡Tu actitud es exasperante! —gritó Robespierre.
La algarabía procedente de la sala de la Convención se intensificó.
—Dejadme que solucione esto —dijo Danton—. Soy el único capaz de hacerse oír.
—Me disgusta… —dijo Robespierre, pero el estrépito sofocó sus palabras—. El pueblo es bueno y generoso —gritó—, y si entorpecen la Revolución, como en Tolón, debemos culpar a sus dirigentes.
—¿A qué viene eso? —preguntó Danton.
—Robespierre trata de formular una doctrina —se apresuró a contestar Fabre, alzando la voz—. Opina que ha llegado el momento de largarnos un sermón.
—Es preciso que prolifere la vertu —afirmó Robespierre.
—¿Qué?
—Vertu. Amor a la patria. Capacidad de sacrificio. Espíritu cívico.
—Aprecio tu sentido del humor —dijo Danton, señalando con el pulgar la sala de debates—. Pero la única vertu que comprenden esos cabrones es la que le demuestro todas las noches a mi mujer.
Robespierre lo miró como si estuviera a punto de romper a llorar. A continuación, salió precedido de Danton.
—Ojalá no hubiera dicho eso —murmuró Fabre, agarrando a Camille del brazo y conduciéndolo hacia la puerta.
Anotado en el cuaderno privado de Maximilien Robespierre: «Danton se burló de la idea de la vertu, comparándola con lo que él hace todas las noches con su esposa».
Cuando Danton comenzó a hablar, los manifestantes lo vitorearon y los diputados se pusieron en pie para aplaudirle. Al cabo de unos minutos reanudó su discurso. Su semblante expresaba una mezcla de sorpresa y gratitud, como si se preguntara: «¿Qué es lo que he hecho para merecer esto?». Luego continuó exhortándoles, cediendo, unificando, apoyando su causa, en una palabra, salvó la situación. Al día siguiente, cuando fue elegido de nuevo para presidir el comité, Robespierre fue a visitarlo a su casa. Visiblemente tenso, se sentó en el borde de la silla y rechazó el refresco que le ofreció Danton.
—He venido para rogarte que cumplas con tu deber —dijo—. Suponiendo que comprendas el significado de esa palabra.
Danton estaba de buen humor.
—No huyas, Louise. ¿No conocías al ciudadano Robespierre?
—Estoy harto de tus burlas —le espetó Robespierre, mientras su párpado izquierdo era presa de violentos espasmos. Rojo de ira, se quitó las gafas y se frotó los ojos.
—Cálmate —le recomendó Danton—. Piensa en Camille, que ha tartamudeado toda la vida. Aunque confieso que su tartamudeo resulta más atractivo que tu enojoso tic.
—Es posible que la Convención haga uso de su autoridad para obligarte a unirte a nosotros.
—Me propongo convertirme en el terror de todos los comités —respondió Danton sonriendo.
—En ese caso, creo que no tenemos más que decir. La gente pide a gritos que se celebren juicios, purgas y ejecuciones. Pero tú prefieres darle la espalda a la realidad.
—¿Qué quieres que haga? ¿Que sude sangre en aras de la Revolución? Ya te he dicho que podéis contar con mi apoyo.
—Quieres ser el ídolo de la Convención. Quieres pronunciar grandes discursos y cubrirte de gloria. Pero eso no es lo más importante.
—No sigas, vas a ponerte enfermo.
—Me reprochas que acudiera a Saint-Just en busca de apoyo. Al menos él no ha convertido su satisfacción personal en la piedra angular de la Revolución.
—Ni yo tampoco.
—Espero que en público te comportes conmigo civilizadamente.
—Te trataré con el mayor afecto —le prometió Danton.
Robespierre partió en un vehículo del Gobierno, acompañado por dos fornidos escoltas.
—Al final le han obligado a aceptar unos guardaespaldas —murmuró Danton, mirando por la ventana—. Temían que colocara a su perro en el Comité de Salvación Pública. En realidad, le gustaría que lo asesinaran. —Extendió el brazo para atraer a Louise—. Sería el remate perfecto a la dura y desgraciada existencia que él mismo se ha forjado.
El día de la manifestación fue arrestado Jacques Roux, el cabecilla de los sansculottes. Durante un tiempo no se presentaron cargos contra él, pero unos días antes de que compareciera ante el Tribunal se suicidó en su celda. En septiembre se instituyó el Terror como forma de gobierno. La nueva constitución fue suprimida hasta el fin de la guerra. El 13 de septiembre Danton propuso que todos los comités fueran renovados y que en el futuro sus miembros fueran nombrados por el de Salvación Pública. En un determinado momento, él y Robespierre se pusieron en pie para agradecer conjuntamente los aplausos de la Montaña. «¿De acuerdo?», preguntó Danton a Robespierre, a lo que este contestó: «Sí».
El decreto fue aprobado. El momento pasó. Ahora, pensó Danton, nos inclinaremos y haremos mutis por el foro. El agotamiento se había apoderado de él como un parásito.
A la mañana siguiente apenas podía alzar la cabeza. No recordaba nada sobre el día anterior. Tenía la mente en blanco, como si hubiera perdido la memoria y esta hubiera sido reemplazada por una intensa jaqueca. A través del dolor flotaban un par de incidentes que se habían producido unos años antes. No recordaba la fecha. Imaginó que Gabrielle entraba en la habitación y le arreglaba la almohada. Más tarde recordó que Gabrielle estaba muerta.
Acudieron a visitarlo varios médicos, que discutieron acaloradamente entre sí. Cuando llegó Angélique, Louise se arrojó sollozando sobre el sofá. Angélique envió a los niños a casa de su tío y obligó a Louise a beberse un vaso de leche caliente. Cuando se hubo recobrado, Louise echó a todos los médicos excepto a Souberbielle.
—Debería marcharse de París —dijo este—. Un hombre como él necesita respirar el aire del campo. Durante estos últimos años ha abusado de sus fuerzas, ha destrozado su organismo.
—¿Se pondrá bien? —le preguntó Louise.
—Sí, pero no se recuperará a menos que abandone la ciudad. La Convención debe permitirle ausentarse durante un tiempo. ¿Me permite que le dé un consejo, ciudadana?
—Por supuesto.
—Mientras Danton esté enfermo, no hable de sus asuntos con nadie. No debe fiarse de nadie.
—No lo hago.
—No discuta con él. Es sabido, ciudadana, que a usted le gusta airear sus opiniones, pero con ello sólo conseguirá que empeore su marido.
—Sólo hablo según me dicta mi conciencia. Puede que esta enfermedad sea providencial. Mi marido debe renunciar a seguir participando en la Revolución.
—Eso no es tan sencillo. Usted tenía doce años cuando cayó la Bastilla.
—Gabrielle tenía una salud frágil.
—No estoy de acuerdo. Se encerró en su mundo particular.
—Deseo salvar a mi marido de sí mismo.
—Es curioso —observó el doctor Souberbielle—. Robespierre pretende lo mismo.
—¿Conoce usted a Robespierre?
—Sí, bastante bien.
—¿Le parece un hombre honesto?
—Es honesto y escrupuloso, y trata de salvar vidas.
—A costa de otras.
—En ocasiones eso es inevitable. Pero me consta que le duele.
—¿Cree usted que mi marido le cae bien?
El médico se encogió de hombros.
—Lo ignoro. Son muy distintos. ¿Qué importa eso?
Claro que importa, pensó Louise mientras acompañaba al doctor Souberbielle a la puerta. Los médicos fueron sustituidos por las nueras de Angélique, unas mujeres fuertes y de recio temperamento a las que Louise apenas conocía. Estas se hicieron con el control de la situación y la obligaron a dormir en su antigua alcoba. En ocasiones, Louise salía sigilosamente y se sentaba en la escalera, casi temiendo que Gabrielle regresara a su mundo particular. ¿No estarás encinta?, le dijo su madre. Louise imaginaba lo que pensaba su madre: si la situación se agrava, si Danton muere, ¿cuánto tiempo tardaremos en arrancarla de aquí? No, no estoy encinta, contestó Louise, aunque no hago nada para evitarlo. Su madre se estremeció. Tu marido es un salvaje, dijo.
Un día se presentó David, del comité de Policía, acompañado por otro diputado, y exigió hablar con Danton. Angélique los arrojó sin contemplaciones. Al marcharse, profiriendo gritos y amenazas, Angélique soltó unas palabrotas en italiano. Cuando Danton se recupere, pensó, no van a dejarlo en paz.
Fabre estaba sentado en casa de los Desmoulins, aterrado.
—Si quieren fijar los precios —dijo—, deben fijar también los salarios. Me gustaría conocer la tarifa diaria de un espía. ¿Cómo vamos a ganar ninguna batalla si buena parte de la población activa se dedica a espiar para el comité?
—¿Te están espiando?
—Por supuesto.
—¿Se lo has dicho a Robespierre? —preguntó Camille.
Fabre lo miró perplejo.
—¿Que si se lo he dicho? ¿Qué voy a decirle? Mi situación es tan complicada que ni yo mismo la entiendo. Me siento perseguido, acosado. Me obligan a participar en asuntos en los que no quiero tener nada que ver. ¿Crees que esa idiota me permitirá ver a Georges?
—No. De todos modos, ¿por qué habría de escucharte Georges? Si no quieres decírselo a Robespierre, ¿por qué habrías de revelárselo a Georges?
—Existen ciertas razones.
—¿Quieres decir que has mezclado su nombre en este asunto?
—No, quiero decir que me debe ciertos favores.
—Suponía que era al revés, y que tu obligación era evitar implicarlo en tus torpes maniobras en la Bolsa.
—No se trata de eso…
—No me lo cuentes, Fabre, prefiero no saberlo.
—No servirá de nada decirle eso a la policía.
Camille se llevó un dedo a los labios. En aquel momento apareció Lucile.
—Lo he oído —dijo.
—Son las tácticas ofensivas de Fabre. Ha perdido la cabeza.
—No me parece una frase muy oportuna —observó Lucile.
—No me agobies —protestó Fabre—. Tus manos tampoco están limpias. Cuando caigas, Camille —añadió, pasándose el índice por el cuello en sentido horizontal—, nadie te ayudará a levantarte, sino que se burlarán de ti.
—Es aficionado a las metáforas —dijo Lucile.
—Todo esto… —dijo Fabre, haciendo un gesto con las manos como si sostuviera una bola entre ellas—… todo esto estallará como una fruta podrida. Te ruego que intercedas por mí, Camille, habla con Robespierre —le suplicó desesperado.
—De acuerdo —respondió Camille. Deseaba aplacarlo, impedir que continuara haciendo una escena ante Lucile—. Baja la voz, pueden oírte los sirvientes. ¿Qué quieres que le diga a Robespierre?
—Si menciona mi nombre —contestó Fabre, respirando trabajosamente—, dile que… siempre he sido un patriota.
—Procura calmarte —dijo Lucile.
Fabre miró a su alrededor como si se sintiera ofuscado.
—Debo marcharme —dijo, cogiendo su sombrero—. Lo lamento, Lucile. No es necesario que me acompañes a la puerta.
Camille lo siguió.
—No te preocupes, Philippe —murmuró—, todavía quedan por atrapar muchos peces pequeños, según dice Robespierre.
—¿Por qué me has llamado por mi nombre de pila? —inquirió Fabre.
—Cuídate —respondió Camille sonriendo.
Cuando regresó al cuarto de estar, Lucile le preguntó:
—¿Qué estabais murmurando?
—Unas palabras de consuelo.
—No me mientas. ¿Qué es lo que ha hecho Fabre?
—En agosto… ¿Has oído hablar de la Compañía de las Indias Orientales? Me alegro, porque hemos ganado mucho dinero con ella. Como recordarás, el valor de las acciones cayó, y luego ascendió de nuevo. Todo era cuestión de comprar y vender en el momento oportuno.
—Mi padre dijo que suponía que habías ganado mucho dinero con eso. Aunque respeta el hecho de que hicieras uso de la información que poseías, dice que en sus tiempos os habrían considerado unos delincuentes. «Claro que en mis tiempos —añadió—, no existían los augustos y virtuosos miembros de la Convención para apoyarse en esas turbias maniobras».
—Comprendo que tu padre reaccionara así. ¿Sabe cómo lo conseguimos?
—Probablemente. Pero no trates de explicármelo, sólo quiero saber las consecuencias.
—Cuando la compañía iba a ser liquidada, hubo una discusión en la Convención sobre la forma de hacerlo. Es posible que la liquidación no se llevara a cabo como pretendía la Convención. No lo sé.
—Pero en realidad sí lo sabes.
—Ignoro los detalles. Según parece, Fabre infringió la ley, cosa que nosotros no hicimos, o al menos, se disponía a infringirla.
—Pero por la forma en que se expresó, deduje que tú y Danton también corríais peligro.
—Es posible que Danton esté implicado en el asunto. Lo que Fabre nos ha dado a entender es que no debemos investigar los asuntos de Danton.
—Pero no creo que Danton se atreviera a… —Lucile no sabía cómo expresarlo con tacto—. ¿Crees que sería capaz de echarle la culpa a otro?
—Fabre es amigo suyo. Cuando estábamos en el ministerio, traté de advertirle que Fabre estaba sobrepasando los límites acordados. «Fabre es mi amigo —contestó Danton—. Hemos pasado mucho juntos y nos conocemos perfectamente».
—Así que Georges lo protegerá…
—No lo sé. No quiero hablar de ello con ninguno de los dos porque me vería a obligado a referir lo que supiera a Robespierre, el cual tendría que informar al comité.
—Deberías hablar con Robespierre. Si existe algún peligro de verte envuelto en este asunto, es mejor que seas tú quien lo descubra.
—Pero eso significa ayudar al comité, cosa que no me apetece.
—Si el comité es el único medio de tener un Gobierno firme, debes ayudarlo.
—Detesto los gobiernos firmes.
—¿Cuándo comenzarán los juicios importantes?
—Pronto. Dada su situación, Danton no podrá demorarlos por más tiempo. Y Robespierre no se atreverá a hacerlo.
—Supongo que sigues estando de acuerdo en que se juzgue a esa gente.
—¿Cómo no iba a estarlo? Monárquicos, brissotinos…
La ley de sospechosos. Los sospechosos son: quienes han contribuido a la tiranía (tiranía real, tiranía de los brissotinos); quienes no pueden demostrar que han cumplido sus obligaciones cívicas; quienes no se mueren de hambre y no disponen aparentemente de ningún medio de subsistencia; quienes las Secciones les han negado un certificado de ciudadanía; quienes han sido eliminados de un cargo público por la Convención o sus representantes; quienes pertenecen a una familia aristocrática y no han dado muestras de un fervor revolucionario constante y extraordinario; o quienes han emigrado.
Posteriormente, el ciudadano Desmoulins declara que 200.000 personas han sido detenidas bajo esa ley. El comité de vigilancia de cada Sección tiene como misión elaborar unas listas de sospechosos, privarlos de sus documentos de identidad y detenerlos en un lugar seguro. Esos lugares, denominados «edificios nacionales», consisten en conventos, castillos abandonados y almacenes vacíos. A Collot d’Herbois se le ha ocurrido una idea mejor. Sugiere que los sospechosos sean encerrados en viviendas minadas y luego volarlas.
Desde que se ha convertido en miembro del Comité de Salvación Pública, Collot se abstiene de criticarlo. Cuando entra en la sala del comité, el ciudadano Robespierre procura marcharse por otra puerta.
Decreto de la Convención Nacional: «El Gobierno francés seguirá siendo revolucionario hasta que la paz… El Terror está a la orden del día».
Antoine Saint-Just: «Es preciso castigar a todo aquel que se muestre pasivo en los asuntos relativos a la Revolución y no haga algo por ella».
—Así que han modificado el calendario —dijo Danton—. Es demasiado para un inválido.
—Así es —contestó Camille—. La semana tiene ahora diez días. Resulta más conveniente para el esfuerzo de guerra. Ahora nuestras fechas arrancan a partir de la fundación de la República, de modo que nos hallamos en el mes I del año II. Han pedido a Fabre que se invente unos nombres absolutamente ridículos para aplicarlos a los meses. Fabre ha decidido poner al primero el nombre de Vendémiaire. O sea que hoy… —Camille arrugó el ceño—, sí, hoy sería el 19 de Vendémiaire.
—En esta casa estamos a 10 de octubre.
—No tienes más remedio que aprendértelos. Debemos ponerlos en las cartas oficiales.
—No pienso escribir ninguna carta oficial —replicó Danton.
Se había levantado de la cama pero hablaba y se movía lentamente. De vez en cuando apoyaba la cabeza en el respaldo del sillón en el que estaba sentado, y cerraba los ojos unos instantes.
—Cuéntame lo de la batalla cerca de Dunkerque —dijo—. Cuando me retiré del mundo, todos decían que era una gran victoria para la República. Ahora tengo entendido que el general Houchard ha sido arrestado.
—El comité y el Ministerio de la Guerra decidieron que el general pudo haber causado más daños de los necesarios al enemigo. Lo han acusado de traición.
—Sin embargo, fue el comité el que lo nombró. Supongo que se organizaron unas divertidas escenas en la Convención.
—Si, pero Robespierre salió triunfante.
—Parece que se ha convertido en uno de los miembros más eficaces del comité.
—Es muy responsable. Todo lo hace bien.
—Debo dejarlo todo en sus manos. El médico me ha ordenado que me traslade al campo. ¿Irás a verme a Arcis en cuanto tengas unos días libres?
—Yo no nunca tengo ningún día libre.
—Te expresas como Robespierre.
—¿Te has enterado de lo del diputado Julien?
—No.
—¿Es que Louise no te cuenta ninguna noticia?
—No creo que le importe lo que haga Julien. Seguramente ni siquiera sabe que existe.
—La policía ha registrado su vivienda. Han requisado sus papeles.
Danton abrió los ojos.
—¿Y bien? —preguntó.
—Chabot me reveló confidencialmente que los había quemado todos. Deduzco que deseaba que te transmitiera ese mensaje.
Danton se inclinó hacia adelante y miró fijamente a Camille.
—¿Fabre?
—Fabre está aterrado.
—Tiene un temperamento muy nervioso.
—Yo también, Georges-Jacques, yo también. ¿Qué puedo hacer? Fabre ha cometido un fraude. Cuando la Compañía de las Indias Orientales fue liquidada, ciertos documentos fueron falsificados en interés de la compañía. Esos documentos eran unos decretos de la Convención, y sólo un diputado pudo haberlos manipulado. Es probable que Chabot esté mezclado en ello, junto con media docena de personas, quienes seguramente ignoran quién es el máximo responsable. Julien probablemente culpará a Chabot, y este a Julien. Cada uno conoce secretos del otro.
—¿Te ha confesado algo Fabre?
—Intentó hacerlo, pero le dije que no quería saber nada. Lo que te he explicado son meras conjeturas. A la policía le llevará algún tiempo llegar a esas mismas conclusiones, y más aún recabar pruebas.
Danton cerró los ojos de nuevo y dijo:
—Pronto será la época de la vendimia. Lo único que podemos hacer es prepararnos para cuando llegue el invierno.
—Aún no te lo he contado todo.
—Pues acaba de una vez.
—François Robert tiene problemas. ¿Es que tu esposa no te cuenta nada?
—Eso tampoco debió parecerle importante. ¿También está implicado en lo del fraude de la compañía?
—No, lo han acusado de tener tratos con el mercado negro. Ocho barriles de ron. Para su tienda.
—¡Qué ridiculez! —exclamó Danton, descargando un puñetazo sobre el brazo del sillón—. Les ofreces la oportunidad de escribir una página de la historia y prefieren seguir siendo unos tenderos.
En aquel momento entró precipitadamente Louise.
—No debes disgustarlo —le recriminó a Camille.
—Se han hecho ricos gracias a mí. No les pido que se maten a trabajar. Les doy un cargo importante y les concedo todos sus caprichos. Lo único que les pido a cambio es que me voten, que pronuncien algún discurso de vez en cuando y que si deciden convertirse en delincuentes de poca monta lo hagan discretamente para no perjudicarme.
—El asunto del ron no tiene importancia, pero lo de la Compañía de las Indias es serio. No obstante, François Robert es colega nuestro. Su conducta nos afecta también a nosotros. Haz el favor de pedir a tu esposa que nos deje solos.
—El médico dice que no debes alterarte.
—Déjanos solos, Louise. Prometo no alterarme. Ya me he calmado.
—¿Qué tratáis de ocultarme?
—Nada —respondió Camille—. No vale la pena.
—Es una niña, no comprende ciertas cosas. No sabe quiénes son esos hombres.
—Fue nuestra Sección, la de los cordeliers, la que denunció a François. La Convención también opina que se trata de un asunto sin importancia y se negaron a retirar su inmunidad parlamentaria. De lo contrario habría sufrido un severo castigo. Él y Louise tendrán que marcharse y procurar que la gente se olvide de ellos.
—Qué forma de acabar —dijo Danton, malhumorado—. Cuando recuerdo los tiempos posteriores a la caída de la Bastilla, cuando redactaban Le Mercure Nacionale en la trastienda, a la pequeña Louise dándose aires y arremetiendo contra el impresor… Era un buen chico, François. Yo solía decirle: «Ve a hacer esto y lo otro», y él contestaba, apartándose un mechón de la frente: «Enseguida Georges-Jacques. ¿Necesitas que te traiga algo de la tienda?». Qué forma tan absurda de acabar. Cuando le veas, dile que le agradecería que se olvidara de mi nombre.
—No creo que lo vea.
—¡Nuestra propia Sección! Debí haber dejado el Club de los Jacobinos en manos de Robespierre y quedarme en mi propio distrito. ¿Quién lo dirige ahora? ¿Hébert? Los viejos cordeliers debimos haber permanecido unidos.
Los dos amigos guardaron silencio durante unos momentos. Los viejos cordeliers… Solo hace poco más de cuatro años que cayó la Bastilla, exactamente cuatro años y tres meses. Parece que hayan pasado veinte años. Danton ha engordado y está lleno de problemas; Dios sabe cómo tendrá los órganos internos. El asma de Robespierre ha empeorado, y uno no puede por menos de notar que se está quedando calvo. Hérault presenta un aspecto cada día menos lozano y su papada, sobre la cual Lucile hizo un cruel comentario, amenaza con hacerse más pronunciada. Fabre sufre problemas respiratorios. En cuanto a Camille, está hecho un saco de huesos y sus jaquecas son cada vez más frecuentes y agudas.
—¿Conoces a un individuo llamado Comte? —preguntó a Danton—. Contéstame sí o no.
—Sí. Lo empleé como agente en Normandía. Se ocupaba de cuestiones gubernamentales. ¿Por qué?
—Está en París. Va diciendo por ahí que estabas confabulado con los hombres de Brissot para instalar al duque de York en el trono de Francia.
—¿El duque de York? ¡Dios bendito! —exclamó Danton con amargura—. Creí que sólo Robespierre era capaz de inventarse algo tan fantástico.
—Robespierre se disgustó mucho al enterarse de la noticia.
—¿Se la creyó?
—No, claro que no. Dijo que se trataba de una conspiración para desacreditar a un patriota. Menos mal que todavía tenemos a Hérault en el comité. Mandó que arrestaran a Comte para impedir que siguiera calumniándote. Por eso vino a verte David, en nombre del comité de Policía. Fue una mera formalidad.
—Comprendo —contestó Danton—. «Buenos días, Danton. ¿Eres acaso un traidor?». «Por supuesto que no, David. Puedes regresar tranquilamente a tus pinceles». «De acuerdo, tengo que dar los últimos toques a un cuadro. Que te mejores». ¿Te refieres a ese tipo de formalidad? Imagino la reacción de Robespierre, con su obsesión por todo lo que huela a conspiración.
—Suponemos que Comte es un agente de los británicos. Al fin y al cabo, nos preguntamos Robespierre y yo, ¿cómo es posible que ese tipo insignificante, ese sirviente, ese mandado, conozca los planes de un hombre como Danton?
—¿Adónde quieres ir a parar, Camille? —preguntó Louise—. ¿Por qué no le preguntas sin rodeos si es cierto lo que decía ese tal Comte?
—Porque es absurdo —respondió bruscamente Camille—. Porque tengo otras lealtades, y si es cierto lo matarán.
Louise lo miró horrorizada y se llevó una mano al cuello. Camille comprendió de inmediato su dilema: deseaba y al mismo tiempo no deseaba que muriera.
—No te inquietes, Louise —dijo Danton con voz cansada—. Ve a terminar de preparar el equipaje. No debes dar importancia… a esas ridículas historias. Como dice Robespierre, no son más que calumnias.
Louise vaciló.
—¿Estás decidido a ir a Arcis?
—Por supuesto. He escrito a mi familia comunicándoles nuestra llegada.
Louise salió de la habitación.
—No tengo más remedio que ir —dijo Danton—. Debo recobrar la salud. Sin eso, todo es inútil.
—Cierto —respondió Camille, tratando de rehuir su mirada—. Supongo que no te apetece asistir a los juicios importantes.
—Acércate —dijo Danton extendiendo una mano. Camille fingió no darse cuenta—. Estoy harto de la ciudad. Estoy harto de la gente. ¿Por qué no me acompañas? Te vendrá bien un cambio de aires.
Lo he perdido, piensa Danton. Prefiere a Robespierre y ese clima de perpetua frialdad.
—Te escribiré, Georges —respondió Camille. Luego se acercó a Danton y le besó brevemente en la mejilla. Era lo menos que podía hacer por él.
Llegaron a Arcis por la tarde. Había refrescado. En cuanto se apeó del carruaje, Danton sintió que el sol no calentaba tanto, que la tierra perdía su calor estival.
—Aquí es donde nací —dijo, apoyándose en Louise.
Louise se arrebujó en su capa y contempló la mansión que se erguía ante ellos, envuelta en una densa neblina.
—No en esa casa —dijo Danton—, en otra situada cerca de aquí. —Luego se dirigió a los niños y añadió—: Mirad, esa es la casa de vuestra abuela. ¿Os acordáis de ella?
Qué pregunta tan tonta. Georges siempre piensa que sus hijos son mayores de lo que son y cree que tienen la memoria de un adulto. François-Georges, que tenía poco más de un año cuando murió su madre, se había dormido en brazos de Louise. Antoine, agotado tras las emociones del viaje, se agarraba al cuello de su padre como un náufrago a una balsa.
Louise contempló a la luz de la antorcha que sostenía el marido de Anne Madeleine a su alarmante cuñada, que saltaba y brincaba a su alrededor como una colegiala.
—¡Georges, Georges, querido hermano! —exclamó, precipitándose sobre él.
Danton la ciñó por la cintura mientras su hermana se apartaba el pelo de la frente y lo besaba en las mejillas. Luego cogió en brazos a uno de los niños y lo examinó detenidamente. Anne Madeleine era quien lo había rescatado de debajo de las pezuñas del toro.
Seguidamente apareció Marie-Cécile; las monjas de su convento se habían dispersado y ella había regresado a casa, donde debía estar. ¿Acaso no le había prometido su hermano ocuparse de ella? Todavía exhibía el porte de una monja, pensó Danton, mientras Marie-Cécile trataba de ocultar las manos en las mangas de un hábito que ya no llevaba. Por último apareció Pierrette, una mujer alta, sonriente y rolliza, una solterona de aspecto más maternal que la mayoría de las madres parisienses. Sostenía en brazos al hijo pequeño de Anne Madeleine, que le estaba llenando de babas la pechera del vestido. Todas rodearon a Louise, tocándola y estrujándola, comparando su delgada figura con las opulentas carnes de Gabrielle.
—¡Qué joven eres! —exclamaron—. ¡Pareces una palomita!
Al cabo de un rato, las hermanas de Danton se dirigieron a la cocina.
—Parece muy seria y responsable —comentó una de ellas—. Apenas tiene pecho.
—Pensé que quizá se presentaría con Lucile, aquella joven de ojos negros. Creí que quizás habría conseguido separarla de su marido.
—No, ese Camille y su mujer son tal para cual —respondió otra.
La visita de los Desmoulins había sido una de las experiencias más emocionantes que habían vivido, y estaban ansiosas de que regresaran y les relataran las últimas novedades y rumores que circulaban por la capital.
Las hermanas se pusieron a representar la escena que en aquellos momentos se estaría desarrollando entre Georges-Jacques y su madre.
—Es un consuelo verte de nuevo antes de que me muera —dijo Marie-Cécile con voz temblorosa.
—¿Morirte? —repitió Anne Madeleine—. No seas boba, no vas a morirte. Nos enterrarás a todos.
—Hay que ver las palabrotas que suelta a veces Georges-Jacques —dijo Pierrette—. ¿Creéis que se trata con gente poco recomendable?
En el salón de la mansión, la señora Recordain miró a Louise con sus luminosos ojos azules.
—Entra, hija mía, no vayas a resfriarte. Siéntate a mi lado —dijo, clavando los dedos en la cintura de Louise. Llevaban dos meses casados y aún no estaba embarazada. Al menos la chica italiana había cumplido con su deber. Ahora Georges-Jacques les había traído a casa una de esas delicadas parisienses.
Como si se temieran que su madre estuviera sometiendo a la pobre Louise a un riguroso examen, las hermanas de Danton aparecieron súbitamente, unas campesinas rollizas y saludables, vestidas con ropas prácticas. Las tres rodearon a Georges-Jacques bromeando, dándole palmaditas en la cabeza, preguntándole qué le apetecía comer y colmándole de mimos.
«Es mejor que seas tú quien lo descubra». Fabre no había oído a Lucile decir esa frase, pero sin embargo no dejaba de rondarle por la cabeza. El día en que Danton se marchó de París se sentó en su casa, a solas, tratando de reprimir sus deseos de ponerse a gritar y golpear las paredes como un niño malcriado que no consigue satisfacer sus caprichos. Luego cogió la breve, educada y fría nota que le había enviado Danton antes de su partida a Arcis, la rompió en pedacitos y la arrojó al fuego.
Tras una tensa y agotadora entrevista en el Club de los Jacobinos, Fabre interceptó a Saint-Just y a Robespierre cuando estos salían de la sala de debates. Saint-Just no asistía asiduamente a las reuniones nocturnas; opinaba que esas sesiones eran absurdas, aunque se guardaba muy bien de decirlo, y que los miembros del club eran unos fatuos. A Saint-Just no le interesaba la opinión de los demás. Estaba ansioso por partir dentro de unos días hacia Alsacia junto con los Ejércitos en campaña.
—Un momento, ciudadanos —dijo Fabre—, deseo hablar con vosotros.
Saint-Just lo miró irritado. Robespierre recordó lo del nuevo calendario y sonrió fríamente.
—Os lo ruego —les suplicó Fabre—. Es por un asunto de suma importancia.
—Sólo podemos concederte algunos minutos —contestó Robespierre.
—Estamos muy ocupados —apostilló Saint-Just.
Robespierre sonrió de nuevo al notar el tono del joven Antoine, que parecía indicar: «Max es amigo mío y no queremos jugar contigo». Supuso que quizá Fabre retrocedería unos pasos para observar a Saint-Just a través de sus anteojos, pero no fue así. Pálido, torpe e impaciente, Fabre insistió de nuevo. La brusquedad de Saint-Just le había desconcertado.
—Debo ver al comité —dijo Fabre—. Es un asunto que les concierne.
—Entonces no lo vayas pregonando.
—Sólo los conspiradores murmuran —replicó Fabre, alzando la voz—. Dentro de poco toda la República se habrá enterado de ello.
Saint-Just lo miró enojado.
—No estamos en el escenario —dijo secamente.
Robespierre miró perplejo a Saint-Just.
—Tienes razón, Fabre. Si tu noticia concierne a la República, no hay razón para ocultarla. —Al mismo tiempo miró a su alrededor para comprobar si alguien había oído sus palabras.
—Es una cuestión de salvación pública.
—En ese caso debes acudir al comité.
—No —terció Saint-Just—. Esta noche tenemos una agenda muy apretada y trabajaremos hasta el amanecer. Todos los asuntos son urgentes y no podemos aplazarlos. Además, ciudadano Fabre, debo estar en mi despacho mañana a las nueve de la mañana.
Fabre no le hizo caso. Cogió a Robespierre del brazo y le dijo:
—Debo revelar una conspiración. —Robespierre lo miró atónito—. Sin embargo, no hay un peligro inminente. Si actuamos rápidamente mañana, conseguiremos frustrarla. El joven ciudadano Saint-Just necesita descansar. No está acostumbrado a permanecer desvelado como nosotros, los viejos patriotas.
Eso fue un error. Robespierre lo miró fríamente y dijo:
—Según mis informes, ciudadano Fabre, solías permanecer desvelado en un casino cuya existencia ignoran los patriotas de la Comuna, en compañía del ciudadano Desmoulins y varias mujeres de dudosa reputación.
—Debes tomar en serio lo que digo —le rogó Fabre.
—¿Se trata de una conspiración complicada? —preguntó Robespierre.
—Sus ramificaciones son gigantescas.
—Muy bien. El ciudadano Saint-Just y yo nos reuniremos en el comité de Seguridad General.
—Lo sé.
—¿Te parece bien?
—Perfectamente. Así resolveremos antes el problema.
—Perfectamente. Nos encontraremos a…
—Lo sé.
—De acuerdo. Buenas noches.
—El comité nos espera, Robespierre —dijo Saint-Just, impaciente.
—Espero que no —replicó Robespierre—. Espero que hayan comenzado a revisar los asuntos del día sin esperarnos. Nadie es indispensable.
Tras esas palabras, echó a andar tras Saint-Just.
—Ese hombre no es de fiar —observó este cuando se hubieron alejado—. Es demasiado teatral. Es un histérico. No me cabe la menor duda de que esa presunta conspiración es producto de su desbordante imaginación.
—Es amigo de Danton y un buen patriota —contestó Robespierre bruscamente—. Además de un gran poeta. Me inclino a creer lo que dice. Observé que estaba muy pálido y que no llevaba sus anteojos, como suele hacer.
Parecía demasiado verosímil. Tenso, silencioso, inmóvil, con las manos apoyadas en la mesa, Robespierre se hizo cargo del interrogatorio. Se había trasladado de una esquina de la mesa a un lugar directamente enfrente de Fabre, mientras los demás miembros del comité se apresuraban a apartar las sillas para que pudiera pasar. Estos permanecían sentados en silencio, pendientes de cada palabra suya, de cada golpe de intuición. De vez en cuando, Robespierre pedía a Fabre que se detuviera para tomar unas notas; luego, tras limpiar la pluma y dejarla a un lado, extendía las manos sobre la mesa y miraba a Fabre para indicarle que reanudara su relato.
—Cuando dentro de un mes se presente Chabot para comunicarte que se ha enterado de que existe una conspiración —dijo Fabre—, espero que recuerdes que he sido yo quien te ha dado esos nombres.
—Tú mismo lo interrogarás —respondió Robespierre.
Fabre lo miró desconcertado.
—Lamento mucho haberte desilusionado, ciudadano Robespierre —dijo—. Supongo que creías que muchos de esos hombres eran unos leales patriotas.
—¿Yo? —contestó Robespierre, sonriendo fríamente—. Ya tenía anotados los nombres de esos extranjeros en mi libreta. Es evidente que son corruptos y peligrosos, pero estamos hablando de una conspiración sistemática, de dinero de Pitt. ¿Crees que no lo veo claramente, más claramente que todos vosotros? El sabotaje económico de la política extremista que propugnan en el Club de los Jacobinos y en el Club de los Cordeliers, los blasfemos y salvajes ataques contra la religión cristiana, que disgustan a las personas honradas y hacen que estas rechacen el nuevo orden… ¿Es que crees que no me doy cuenta de que todo está relacionado?
—Por supuesto —se apresuró a responder Fabre—, supongo que habrías llegado a la misma conclusión que yo. ¿Vas a arrestarlos?
—No, creo que no —contestó Robespierre, mirando a sus compañeros para comprobar si alguno expresaba su disconformidad—. Dado que conocemos sus maniobras, les dejaremos que actúen durante un par de semanas. De ese modo descubriremos a todos sus cómplices. Purificaremos la Revolución de una vez por todas. ¿Desea alguien formular alguna pregunta, o tenéis suficiente con lo que habéis oído? —Un par de miembros del comité asintieron, visiblemente nerviosos, sin saber qué decir—. A mí sí que me quedan algunas dudas, pero no deseo entreteneros más. —Robespierre se levantó y recogió sus papeles—. Acompáñame —ordenó a Fabre.
—¿Que te acompañe? —preguntó este.
Robespierre le indicó que le siguiera. Fabre se levantó y obedeció. Estaba nervioso y las piernas le temblaban. Robespierre entró en una pequeña estancia, austeramente amueblada, parecida a la que habían ocupado el día en que se había producido el tumulto.
—¿Sueles trabajar aquí?
—De vez en cuando. Me gusta disponer de una lugar privado. Puedes sentarte, la silla está limpia.
Fabre imaginó una legión de cerrajeros y viejas con escobas limpiando cada rincón de los desvanes y sótanos de los edificios públicos para que Robespierre dispusiera de escondites pulcros y aseados.
—Deja la puerta abierta —dijo Robespierre—, como medida de precaución contra los curiosos.
A continuación arrojó sus papeles sobre la mesa. Es un gesto que ha aprendido de Camille, pensó Fabre.
—Pareces nervioso —comentó Robespierre.
—¿Qué… qué más quieres que te cuente?
—Lo que quieras —contestó Robespierre, sentándose en una silla—. Me gustaría aclarar algunos puntos. Por ejemplo, los nombres verdaderos de los hermanos Frei.
—Emmanuel Dobruska y Siegmund Gotleb.
—No me extraña que se cambiaran el nombre.
—¿Por qué no me preguntaste eso delante de los otros?
Robespierre no hizo caso de su pregunta y prosiguió:
—A ese tal Proli, el secretario de Hérault, solemos verlo de vez en cuando en el Club de los Jacobinos. Algunos aseguran que es hijo natural del canciller Kaunitz de Austria. ¿Es cierto?
—Sí. Es muy posible.
—Hérault constituye una anomalía. Es un aristócrata de nacimiento, pero jamás ha sido atacado por Hébert.
Hérault, pensó Fabre, mientras su mente retrocedía —como ocurría con frecuencia últimamente— a los días del Café du Foy. Estaba leyendo un pasaje de su última obra —Augusta murió a manos de los italianos— cuando de pronto entró un joven alto y fornido, de aspecto tosco, embutido en un traje negro de letrado, al cual diez años atrás había hecho un dibujo en la calle. El joven había cultivado un acento distinguido y le habló sobre Hérault —«tiene un aspecto impecable, ha viajado mucho, todas las damas de la Corte lo persiguen»—, y ese frívolo, ese egocéntrico que acompañaba a Danton acabó convirtiéndose en el amante de la mitad de la ciudad. Los años pasan… plus ça change, plus c’est la même chose…
—¿Me sigues, Fabre? —preguntó Robespierre.
—Desde luego.
Robespierre se inclinó hacia adelante y juntó las manos. Fabre, tras despertar de su ensoñación que lo había transportado a los años 1787 y 1788, empezó a sudar. Al oír las palabras de Robespierre, se le heló la sangre.
—Puesto que Hébert nunca ataca a Hérault, deduzco que deben de estar ligados de algún modo. Los hombres de Hébert no son unos simples fanáticos sino que están en contacto con esos elementos extranjeros que has denunciado. El objetivo de sus violentas diatribas y acciones es provocar temor y rechazo. Se han propuesto ridiculizar la Revolución y destruir su credibilidad.
—Sí —respondió Fabre—, estoy de acuerdo contigo.
—Además de eso, se han propuesto desacreditar a los grandes patriotas. Tomemos, por ejemplo, las acusaciones contra Danton.
—Está clarísimo —dijo Fabre.
—Me pregunto qué indujo a esos conspiradores a acudir a ti.
Fabre se encogió de hombros para indicar que no tenía la menor idea.
—Han conseguido varios triunfos, en el mismo corazón de la Montaña. Supongo que eso les ha animado. Chabot, Julien… todos ellos eran hombres de confianza. Naturalmente, cuando les interrogues dirán que estoy implicado en sus turbios asuntos.
—Nuestras instrucciones —dijo Robespierre, uniendo las palmas de las manos—, es que vigiles estrechamente a esas personas que has nombrado, especialmente a quienes sospeches que han cometido un fraude económico.
—De acuerdo —respondió Fabre—. Esto… ¿de quién proceden esas instrucciones?
Robespierre lo miró sorprendido.
—Del comité.
—Por supuesto. Debí imaginar que hablabas en nombre de ellos —dijo Fabre. Luego se inclinó hacia adelante y añadió en tono confidencial—: Ciudadano, te ruego que no creas una palabra de lo que diga Chabot. Él y sus amigos saben ser muy persuasivos.
—¿Acaso me tomas por un imbécil, Fabre?
—Lo lamento.
—Puedes retirarte.
—Gracias. Confía en mí. A lo largo del mes que viene comprobarás que todas las previsiones se cumplen.
Robespierre agitó la mano con impaciencia para indicarle que la entrevista había concluido. Al salir, Fabre sacó un pañuelo de seda del bolsillo y se enjugó el sudor. Había sido la mañana más desagradable de su vida —a excepción de la de 1777, cuando lo condenaron a morir en la horca—, aunque, en cierto modo, había resultado más fácil de lo que suponía. Robespierre se lo había tragado todo, como si cada argumento y sugerencia suya viniera a confirmar las conclusiones a las que había llegado. «Se trata de un complot extranjero», había repetido una y otra vez. Era evidente que le interesaba la política, más que la Compañía de las Indias Orientales. ¿Se cumplirían efectivamente todas las previsiones?, se preguntó Fabre. Sin duda, porque Hébert se iría de la lengua, Chabot mentiría y estafaría, y Chaumette seguiría acosando a los curas y clausurando iglesias. Ahora, cada vez que abran la boca, pensó Fabre, se condenarán ellos mismos; Robespierre se convencerá de que están unidos en una conspiración y, quién sabe, puede que lo estén. Es una lástima que sospeche de Hérault. Yo podría prevenirlo, pero no merece la pena. De todos modos, la situación de los ci-devants es muy precaria; puede que tengan los días contados.
Lo principal es lo siguiente: Robespierre se fía de Danton. Yo soy uno de los hombres de Danton. Por consiguiente, no tiene motivos para sospechar de mí, y menos al revelarle lo que él deseaba oír.
Al verle, Saint-Just sonrió. Está de mi parte, pensó Fabre. Luego notó la expresión de sus ojos.
—¿Está Robespierre ahí dentro?
—Sí, acabo de hablar con él.
Saint-Just pasó bruscamente frente a él y entró. Fabre tuvo que aplastarse contra la pared para que no lo pisara.
—Deja la puerta abierta, como medida de precaución contra los curiosos —dijo Robespierre.
Saint-Just cerró de un portazo. Fabre se puso a silbar mientras pensaba en una nueva obra titulada La naranja maltesa. De pronto se le ocurrió que podía convertirla en una opereta.
—Creí que te estabas preparando para tu viaje a la frontera —dijo Robespierre a Saint-Just.
—Parto mañana.
—¿Qué opinas?
—¿Sobre el complot de Fabre? Encaja con todas tus ideas preconcebidas. Me pregunto si lo sabe.
—¿Acaso lo dudas? —inquirió Robespierre, molesto.
—Cualquier pretexto nos vendrá muy bien para librarnos de los extranjeros, los especuladores y los hébertistas —le respondió Saint-Just—. Es más que probable que Fabre esté también implicado en ello.
—¿No te fías de él?
Saint-Just soltó una carcajada.
—Ese hombre es un embustero crónico. Supongo que te habrás dado cuenta que ha adoptado el apellido «d’Églantine» en honor a un premio literario otorgado por la Academia de Toulouse. —Robespierre asintió—. El año en que según él se lo concedieron, nadie obtuvo dicho premio.
—Comprendo —dijo Robespierre, mirando delicadamente de soslayo con aire pensativo—. ¿No te habrás equivocado?
—No —contestó secamente Saint-Just—. He hecho ciertas indagaciones. He comprobado los archivos de la Academia.
—Sin duda —dijo tímidamente Robespierre— creyó que merecía ganar el premio, que lo habían estafado al no concedérselo.
—¡Ese hombre ha basado toda su vida en la mentira!
—Puede que se trate más bien de una fantasía —contestó Robespierre, sonriendo fríamente—. A fin de cuentas, pese a lo que he dicho, no es un gran poeta, sino más bien un poeta mediocre. Esto me parece una mezquindad, Saint-Just. ¿Cuánto tiempo has perdido con ello? —La expresión de satisfacción se borró de golpe del rostro de Saint-Just. Robespierre prosiguió—: A mí también me hubiera gustado ganar uno de esos premios literarios (un premio distinguido, no un galardón local), otorgado por la Academia de Tolón o la que fuera.
—Pero esos premios eran unas instituciones del viejo régimen —protestó Saint-Just—. Eso se ha acabado. Pertenece a la época anterior a la Revolución.
—Lo sé.
—Estás demasiado apegado a los usos y costumbres del viejo régimen.
—Eso es una acusación muy seria —replicó Robespierre.
Saint-Just miró a su alrededor como si se sintiera acorralado, sin saber qué hacer. Robespierre se levantó. Medía unos quince centímetros menos que él.
—¿Quieres sustituirme, colocar en mi lugar a una persona de ideas más revolucionarias?
—Jamás se me ha ocurrido tal cosa.
—Sin embargo, tengo la impresión de que quieres sustituirme.
—Estás en un error.
—Si intentas sustituirme, revelaré a la Convención tu participación en la intriga y exigiré tu cabeza.
Saint-Just arqueó las cejas.
—Te equivocas —dijo—. Mañana parto al frente.
Tras esas palabras dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.
—Hace años que sé lo del premio de Fabre —dijo Robespierre instantes antes de que Saint-Just saliera dando un portazo—. Me lo contó Camille. Nos hizo mucha gracia. ¿Y qué importa? ¿Es que aquí soy el único que comprende lo que es importante? ¿Es que soy el único que conserva cierto sentido de la proporción?
Maximilien Robespierre: «A lo largo de los últimos dos años, 100.000 hombres han muerto como consecuencia de la traición y la debilidad. Nuestra pusilánime actitud hacia los traidores será nuestra perdición».
El palacio de Justicia.
—No me pareces muy satisfecho, primo —dijo Camille.
Fouquier-Tinville lo miró con expresión hosca y se encogió de hombros.
—Llevamos dieciocho horas en el tribunal. Ayer comenzamos a las ocho de la mañana y terminamos a las once de la noche. Es muy cansado.
—Imagino lo que debe de estar pasando la prisionera.
—No me importa —dijo el fiscal, sinceramente—. ¿Hace una buena noche? —preguntó—. Me apetece tomar el aire.
No tenía reparos en solicitar la pena de muerte para ciertas mujeres, aunque era consciente del rechazo que ello suscitaba en algunas personas. No obstante, la guillotina había otorgado cierta dignidad a la muerte; la agonía se producía con anterioridad. El fiscal prefería que sus prisioneros estuvieran en mejores condiciones que esta mujer, la cual ofrecía un aspecto desaliñado y enfermizo. Fouquier había pedido a un ayudante que le llevara un vaso de agua, pero la mujer no lo había tocado ni había aspirado las sales aromáticas. Era pasada la media noche; el jurado se había retirado a deliberar, y no tardaría en dar a conocer su veredicto.
—Ayer, lo de Hébert fue una vergüenza —dijo—. No sé si está implicado ni por qué tuve que llamarlo. Me enorgullezco de mi trabajo. Soy un hombre respetable, amante de la familia, no me gusta oír ciertas cosas. La mujer contestó a mis preguntas con dignidad. El público estaba de su parte.
Hébert había alegado ayer que, aparte de otros delitos, la prisionera había abusado sexualmente de su hijo de nueve años, acostándolo en su cama y enseñándole a masturbarse. Los guardias le habían pillado haciéndolo y le habían preguntado quién le había enseñado a hacer aquello. El niño, aterrado, respondió que había sido su madre. Hébert había aducido pruebas documentales, pues el niño había firmado un papel con sus declaraciones. El documento firmado por el niño —con letra torpe y vacilante— había producido unos momentos de turbación a Fouquier. «Yo también tengo hijos», murmuró. El ciudadano Robespierre se había puesto furioso.
—¡Ese Hébert es un imbécil! —gritó—. ¡A quién se le ocurre presentar esas pruebas ante un tribunal! Conseguirá que dejen libre a la acusada.
Me pregunto, se dijo Fouquier, qué tipo de abogado era el ciudadano Robespierre cuando ejercía. Un sentimental, probablemente.
De pronto, al volverse hacia su primo, vio aparecer al presidente Hermann, el cual atravesó la sala y se acercó al lugar, bañado por la luz de las velas, donde se encontraban los letrados, la silla de la acusada y el lugar que habían ocupado los testigos. El presidente hizo una seña a Fouquier para que le siguiera.
—Habla con Chaveau-Lagarde —dijo Fouquier—. Le tocó también defender a la asesina de Marat. Dudo que su carrera se recupere después de aquello.
Lagarde miró a Camille.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó—. Yo no estaría en este lugar si pudiera evitarlo.
No obstante, parecía alegrarse de verlo y de charlar con él. Estaba harto de intentar hablar con su cliente, que no estaba dispuesta a soltar prenda.
—¿Dónde iba a estar? Algunos de nosotros hemos esperado mucho para presenciar esto.
—Lo sé. Si eso es lo que os gusta…
—Creo que a todos nos gusta ver a un traidor castigado.
—Te estás precipitando. El jurado todavía no ha emitido su veredicto.
—Es imposible que la República pierda este caso —dijo Camille sonriendo—. Según parece, te asignan los mejores casos.
—Ningún letrado de París ha tenido que defender tantos casos imposibles como yo —respondió Lagarde. Tenía veintiocho años y procuraba tomarse las cosas con filosofía—. He pedido clemencia. ¿Qué otra cosa podía hacer? Mi cliente ha sido acusada de ser lo que es, del mero hecho de existir. Es imposible defenderse de esas acusaciones. Hubiera podido hacerlo, pero me asignaron el caso el domingo por la noche y me advirtieron que me presentara ante el Tribunal al día siguiente por la mañana. Pedí a tu primo que me concediera tres días, pero se negó. Cuando el marido de la acusada fue juzgado, eran otros tiempos. Cuando la conduzcan a la guillotina, la llevarán en un carro.
—El carruaje cerrado resulta poco democrático. La gente tiene derecho a presenciar el espectáculo.
Lagarde miró a Camille de soslayo. «Los tipos de donde tu procedes son unos cínicos», pensó. Sin embargo, los comprendía; curiosamente, su presencia en el Tribunal resultaba tranquilizadora, como la de Fouquier-Tinville, serio, riguroso, un abogado de abogados, y su célebre y temperamental pariente, gracias al cual había obtenido el cargo. Eran preferibles a algunos de los sirvientes de la República, como Hébert, con su obsceno lenguaje y su ridícula palidez. Ayer, en ciertos momentos durante el juicio, Lagarde se había sentido físicamente indispuesto.
—Adivino lo que estás pensando —dijo Camille—. Conozco esa expresión. Sospecho que Hébert ha robado dinero del Ministerio de la Guerra, y si encuentro pruebas de ello tú tendrás que encargarte de su defensa.
En aquel momento apareció de nuevo Fouquier.
—El jurado va a emitir su veredicto —dijo—. Lo siento por ti, Lagarde.
La prisionera fue conducida hasta una silla, mientras la luz ponía de relieve su arrugado y ajado semblante.
—Está muy envejecida —observó Camille—. Parece medio ciega.
—Yo no tengo la culpa de eso —dijo el fiscal—. Aunque, sin duda —añadió con gran perspicacia—, cuando yo haya muerto la gente me echará la culpa a mí. Discúlpame, primo.
El veredicto fue unánime. Hermann se inclinó y preguntó a la prisionera si tenía algo que decir. La antigua reina de Francia sacudió la cabeza mientras agitaba las manos impacientemente sobre los brazos de la silla. Hermann pronunció la sentencia de muerte.
El tribunal se puso en pie. Los guardias se acercaron para llevarse a la prisionera. Fouquier ni siquiera le dirigió una mirada. Su primo se apresuró a ayudarlo a recoger los papeles que yacían sobre su mesa.
—Mañana será una jornada de descanso —dijo Fouquier—. Toma, sujétame eso. Es increíble que el fiscal del Estado no disponga al menos de un ayudante.
Hermann se inclinó educadamente ante Camille, y Fouquier dio las buenas noches al presidente del Tribunal. Camille observó a la viuda de Capeto mientras abandonaba la sala.
—Me cuesta creer que esa sea la cumbre de nuestras ambiciones. Cortarle la cabeza a una vieja.
—No te entiendo, Camille. Jamás te he oído hablar bien de la austríaca. Acompáñame, necesito dar un paseo. ¿O estás citado con Robespierre?
Fouquier se sentía siempre orgulloso de su primo cuando estaban juntos en público, especialmente si Camille iba acompañado de Danton. Había observado las miradas de complicidad que se cruzaban, las bromas entre ellos; más de una vez había visto a Danton arrojar su fornido brazo sobre los hombros de su primo, y a su primo, durante una reunión nocturna, cerrar sus pérfidos ojos y apoyarse cómodamente en el hombro de Danton. Con Robespierre, por supuesto, no se comportaba de ese modo. Robespierre rara vez tocaba a nadie, sino que mantenía una actitud fría y distante. Sin embargo, Camille conseguía a veces hacerlo sonreír; compartían recuerdos, y quizás algún que otro chiste. La gente decía —aunque sonaba a herejía— que habían visto a Camille hacer reír a Robespierre.
—Robespierre estará ya acostado —respondió Camille—. A menos que el comité esté todavía reunido. Supongo que es imposible que pierdas ese caso.
—¡Dios me libre! —contestó Fouquier, agarrando a su primo del brazo mientras paseaban bajo la fría luz del amanecer. Un policía los saludó amablemente—. El próximo juicio importante es el de Brissot y los de esa pandilla que hemos conseguido atrapar. He decidido basar mis acusaciones en tus escritos, en tu «Historia secreta» y otros artículos que escribiste sobre Brissot después de la disputa que sostuviste con él a raíz del caso de aquel matrimonio acusado de frecuentar los casinos. Son excelentes. Si no te importa, utilizaré algunas frases tuyas. Confío verte en el tribunal.
Evoquemos brevemente una escena que se produjo en los días posteriores a la Bastilla: Brissot está en el despacho de Camille, sentado en una esquina de la mesa. De pronto irrumpe Théroigne y planta un beso en la seca mejilla de Camille. Era mi amiga, pensó Camille. Luego surgió el caso de la pareja aficionada al juego y nos encontramos de golpe en bandos opuestos. Brissot lo convirtió en caso personal, y Camille no tolera la menor crítica. Cuando se producen, reacciona violentamente o bien se repliega en sí mismo mientras estudia una estrategia de ataque.
—Soy un experto en sistemas de ataque —dice Camille a su primo—, pero no conozco ningún sistema de defensa.
—Vamos —contestó el fiscal. No sabía a qué se refería Camille, aunque eso no era una novedad. Fouquier le pasó la mano por el cabello, en un gesto afectuoso, y Camille reaccionó como si le hubiera picado una avispa. Fouquier no se inmutó. Estaba de excelente humor; le apetecía beberse una botella de buen vino, aunque procuraba no excederse con la bebida durante los casos importantes. Sin embargo, temía no poder conciliar el sueño o sufrir alguna pesadilla. Confiaba en que su primo, al que veía rara vez, accediera a hacerle compañía y charlara con él un rato. Por ser dos chicos de provincias, pensó, las cosas les habían ido estupendamente bien.
A la mañana siguiente, poco después de las once, Henri Sanson entró en la celda de la prisionera para prepararla. Sanson era hijo del hombre que había ejecutado a su marido. María Antonieta llevaba un vestido blanco, un ligero chal, unas medias negras y unos zapatos de tacón alto morados, que había conservado consigo durante su cautiverio. El verdugo le ató las manos a la espalda y le cortó el pelo, que, según explicó su doncella, María Antonieta le pidió que peinara en un moño para comparecer ante el juez y el jurado. La Reina no se movió, y Sanson no permitió que el acero le rozara el cuello. Al cabo de unos segundos sus largos cabellos, antes de color miel y actualmente salpicados de canas, yacían en el suelo de la celda. Sanson los recogió para quemarlos.
El carro aguardaba en el patio. Era un carro común y corriente, antiguamente utilizado para transportar leña, en el que habían instalado unas tablas para que los reos se sentaran. La Reina perdió su compostura al verlo, pero no gritó. Tras pedir al verdugo que le desatara las manos unos instantes, a lo que este accedió, se puso de cuclillas en un rincón, junto a la pared, y orinó. Luego, el verdugo le ató las manos de nuevo y la ayudó a subir al carro. Mientras se dirigía al cadalso, los cansados ojos de María Antonieta escrutaron los rostros de la multitud que la rodeaba. El recorrido hasta el lugar de la ejecución duró una hora. La Reina no pronunció una palabra. Cuando subió los escalones del cadalso, unas manos, indiferentes a su sufrimiento, la ayudaron a mantener el equilibrio. La Reina se echó a temblar, sintiendo que la flaqueaban las fuerzas. Debido a su escasa vista y al terror que había hecho presa en ella, pisó accidentalmente al verdugo. «Lo lamento, señor, ha sido sin querer», murmuró. Unos minutos después del mediodía, la guillotina le cortó la cabeza, proporcionando a Père Duchesne «la mayor alegría que he experimentado en mi vida».