VIII. Acto de contrición imperfecta

(1793)

—Creo que te mostraste… poco enérgico —dijo Danton—. El arresto domiciliario demostró no ser muy eficaz. Hay que tenerlo presente en el futuro. Sé que tenemos a la dama a buen recaudo, pero quería atrapar a su marido, a Buzot y algunos otros que en estos momentos tratan de ocultarse en cómodos escondites de provincias.

—Son exiliados —observó Robespierre—. Proscritos. Yo no diría que la situación de un fugitivo sea cómoda. En cualquier caso, se han marchado.

—Para incitar a las masas a sublevarse.

—Los agitadores de provincias protestan contra la monarquía —contestó Robespierre, tosiendo—. ¡Maldita sea! —dijo, limpiándose los labios con un pañuelo—. La mayoría de nuestros amigos girondinos son regicidas. No obstante, sin duda intentarán crearnos problemas.

Danton se sentía incómodo. Al hablar con Robespierre, uno trataba de pronunciar las palabras correctas, pero ¿qué era lo correcto estos días? Cuando hablabas con un activista te encontrabas con un pacifista que te miraba con aire de reproche. Cuando hablabas con un idealista te encontrabas con un político profesional alegre y desenvuelto. Si te referías a los medios, te decían que pensaras en los fines; si aludías a los fines, te decían que pensaras en los medios. Si aventurabas una suposición, te la rechazaban; si ofrecías una opinión, te la desmontaban al instante. ¿De qué se quejaba Mirabeau? «Cree firmemente en todo cuanto dice». Es probable que existiera en Robespierre un estrato profundo donde se resolvían todas las contradicciones.

Brissot se dirigía a Chartres, a su población natal, desde la que se trasladaría al sur. Pétion y Barbaroux se dirigían a Caen, en Normandía.

—Este ático en el que vive… —dijo Danton al sacerdote. Estaba estupefacto. Según había podido comprobar, los sacerdotes vivían más que cómodamente.

—Resulta bastante agradable, ahora que ha pasado el invierno. En todo caso, es mejor que la cárcel.

—¿Ha estado usted en la cárcel? —preguntó Danton. El sacerdote no respondió—. Me pregunto, padre, por qué se viste usted como el empleado de un banco o un respetable tendero. ¿No debería vestirse como un sansculotte?

—En los lugares a los que acudo, mi presencia pasa más inadvertida vestido de esta forma.

—¿Trata usted con personas de clase media?

—No exclusivamente.

—Me sorprende que esa gente se aferre a las viejas costumbres —observó Danton.

—Los obreros temen a la autoridad, señor Danton, independientemente de quién la represente. Y, lógicamente, les preocupa conseguir las cosas más elementales.

—Y por tanto se han envilecido espiritualmente…

—No creo que haya venido a hablar de política con un sacerdote. Conoce mis funciones. Me limito a dar al César lo que es del César, otros asuntos no me conciernen.

—¿Cree usted que yo soy César? No puede afirmar que está por encima de la política y elegir al César que le convenga.

—Según me ha dicho, señor, ha venido usted a confesarse antes de contraer matrimonio con una hija de la Iglesia. Pierde usted el tiempo discutiendo conmigo, porque en esta cuestión no se trata de ganar o perder. Sé que no está familiarizado con el tema.

—¿Puedo preguntarle su nombre?

—Soy el padre Kéravenen. De la antigua parroquia de San Sulpicio. ¿Podemos empezar?

—Ha pasado media vida desde que me confesé por última vez. No lo recuerdo exactamente, pero han pasado muchos años.

—Es usted todavía joven.

—Sí, pero en esos años han sucedido muchas cosas.

—Supongo que de niño le dijeron que debía hacer un examen de conciencia cada noche. ¿Ha abandonado esa práctica?

—Tengo que dormir.

El sacerdote sonrió con tristeza.

—Quizá pueda ayudarle. Es usted hijo de la Iglesia, supongo que no ha tenido tratos con ninguna herejía. Quizás haya descuidado sus deberes, pero ¿reconoce usted que la Iglesia católica es la verdadera y el único camino que le conducirá a la salvación?

—En caso de que exista la salvación, no conozco otro camino para alcanzarla.

—¿Cree usted en Dios, señor?

Tras reflexionar unos instantes, Danton contestó:

—Sí, pero quisiera matizar mi respuesta.

—Deje las cosas como están, créame. No hay nada que matizar. ¿Ha cumplido con sus obligaciones como católico?

—No.

—Pero supongo que ha velado por el bienestar espiritual de su familia…

—Mis hijos están bautizados.

—Perfectamente —contestó el sacerdote. Su penetrante mirada desconcertó a Danton.

—¿Le parece que repasemos sus posibles faltas? ¿Asesinato?

—Yo no lo expresaría en esos términos.

—¿Está usted convencido de ello?

—La confesión es un sacramento, ¿no es así? No se trata de un debate en la Convención Nacional.

—De acuerdo. ¿Pecados de la carne?

—Eso sí. Los corrientes. Adulterio.

—¿Cuántas veces?

—No escribo un diario como una jovencita enamorada, padre.

—¿Se arrepiente de ello?

—¿De haber pecado? Sí.

—¿Porque ha ofendido a Dios?

—Porque mi esposa ha muerto.

—Lo que expresa usted es un acto de contrición imperfecta, que nace del temor humano al dolor y a ser castigados, en lugar de un acto de contrición perfecta que brota del amor a Dios. No obstante, es cuanto exige la Iglesia.

—Conozco la teoría, padre.

—¿Se ha propuesto firmemente enmendarse?

—Me he propuesto ser fiel a mi segunda esposa.

—Pasemos a otras materias, como la envidia, la ira, el orgullo… —prosiguió el sacerdote.

—Los siete pecados capitales. Confieso haber pecado contra todos ellos. Miento, no soy perezoso, y quizá tampoco haya cometido otros pecados…

—La calumnia…

—Eso está a la orden del día entre políticos, padre.

—También supongo, señor, que de pequeño le enseñaron que existen dos pecados contra el Espíritu Santo: la presunción y la desesperanza.

—Actualmente tiendo más bien a la desesperanza.

—No me refiero a asuntos mundanos, sino a la desesperanza espiritual. Al temor de no salvarse.

—No temo eso. ¿Quién sabe? La misericordia de Dios es infinita, ¿no?

—Me alegro de que haya venido a verme, señor. He emprendido usted el buen camino.

—¿Y qué hallaré al final del camino?

—El rostro de Jesucristo.

Danton se estremeció.

—Así pues, ¿me absuelve de mis pecados?

El sacerdote asintió.

—No soy un buen penitente.

—Dios está dispuesto a mostrarse benevolente con usted —contestó el sacerdote, haciendo la señal de la cruz y murmurando unas palabras—. Esto es el comienzo, señor Danton. Como le dije, he estado en la cárcel. Tuve la suerte de escapar en septiembre.

—¿Dónde se ha ocultado desde entonces?

—Eso no importa. Sólo deseo que sepa que estaré siempre a su disposición.

—Anoche, en el Club de los Jacobinos…

—No es necesario que me lo cuentes, Camille.

—Todos preguntaban dónde se había metido Danton. Les extrañó tu ausencia.

—Estoy muy ocupado con el comité.

—Hummm. A veces, pero no siempre.

—Creí que no estabas de acuerdo con el comité.

—Estoy de acuerdo contigo.

—¿Y?

—Si continúas por ese camino, no te reelegirán.

—¿No te recuerda eso a los primeros tiempos de casado, cuando querías estar solo, cuando Robespierre no venía a sermonearte sobre tus deberes públicos? Creo que deberías ser el primero en saberlo. Voy a casarme con la hija de Gély.

—¡No es posible! —exclamó Camille.

—Dentro de cuatro días firmaremos el contrato matrimonial. ¿Te importa echarle un vistazo? Es posible que, dado mi irresponsable estado de ánimo, haya escrito algo mal. Y ya sabes que esos errores cuestan muy caros.

—¿Por qué? ¿Acaso no es un contrato corriente y normal? —preguntó alarmado Camille.

—He decidido legarle todas mis propiedades. Yo las administraré mientras viva. —Tras una larga pausa, Danton prosiguió—: Nunca se sabe. Es posible que sufra un percance. A manos del Estado. Y aunque pierda la cabeza, no es necesario que pierda también mis propiedades. ¿A qué vienen esos síntomas de furia?

—¡Búscate otro abogado! —gritó Camille—. Me niego a ser partícipe de tu declive y caída.

Tras esas palabras, salió dando un portazo.

En aquel momento bajó Louise de su casa. Al observar la solemne expresión de Danton, le cogió la mano y preguntó suavemente:

—¿Dónde está Camille?

—Supongo que habrá ido a ver a Robespierre. Siempre va a ver a Robespierre cuando nos peleamos.

Puede que algún día se vaya y no regrese, pensó Louise, pero se guardó de decirlo en voz alta. Su futuro marido era en algunos aspectos muy vulnerable.

—Camille y tú os conocéis muy bien —dijo.

—Tremendamente bien. Quiero decirte algo, mi amor. No, no tiene nada que ver con la política, se trata de una pequeña advertencia. Si alguna vez te encuentro a solas con Camille, te mataré.

—Si alguna vez me encuentras a solas con Camille, uno de los dos estará muerto.

—Te deseo que seas muy feliz, Danton —dijo Robespierre—. Camille dice que te has vuelto loco, pero supongo que sabes lo que haces. Sólo quiero decirte una cosa, si me lo permites. Durante estos dos últimos meses, tu actitud hacia tus deberes públicos no ha sido la que la República merece.

—¿Y qué me dices de tus frecuentes enfermedades, Robespierre?

—No puedo evitar ponerme enfermo.

—Yo tampoco puedo evitar casarme. Necesito una mujer.

—Eso no es ninguna novedad —masculló Robespierre—, pero ¿tienes que dedicar todo el día a satisfacer tus apetitos carnales? ¿No puedes compaginarlo con el trabajo?

—¿Satisfacer mis apetitos carnales? ¿Es esa la opinión que tienes de mí? Me refiero a que necesito un hogar, unos hijos, una esposa que se ocupe de mi casa… ¿Es que no lo entiendes?

—¿Cómo voy a entenderlo si soy soltero?

—Eso es cosa tuya. Creí que para ti era importante la vida familiar. De todos modos, tanto si lo entiendes como si no, me molesta el hecho de que todo cuanto hago sea del dominio público.

—No es necesario que te enojes.

—A veces me entran ganas de plantarlo todo y largarme lejos. Si pudiera lo haría mañana mismo, dejaría la ciudad, regresaría a mi granja…

—Aunque no lo creas, Danton, eres un sentimental —dijo Robespierre—. Bueno, si deseas marcharte puedes hacerlo, aunque te echaremos de menos. Nadie es indispensable. Ven a verme antes de irte, nos tomaremos unas copas.

Robespierre resistió la tentación de volverse y mirar a Danton, que lo contemplaba boquiabierto. Es como un niño grande, pensó Robespierre, que se divertía tanto como Camille atormentándolo.

Camille estaba tumbado en la cama de Robespierre, con los ojos clavados en el techo y las manos en el cogote.

—Es muy extraño —dijo Robespierre, que estaba sentado ante su escritorio.

—En efecto. Podía haberse casado con docenas de mujeres. Esa chica no es una belleza, ni tiene dinero. Pero está loco por ella, ha perdido todo sentido de la proporción. Los Gély son monárquicos y fanáticos religiosos.

—No, me refería a lo que hablábamos antes, sobre el asunto de Dumouriez. Pero continúa.

—Temo que se deje influir por ella.

—No creo que una chica como Louise pueda influir en Danton.

—En estos momentos está muy susceptible.

—¿Te refieres a sus ideas monárquicas?

—No, pero lo está ablandando. El otro día me dijo que no quiere que juzguen a María Antonieta. Dice que es nuestra última baza, que sus parientes en Europa estarán más predispuestos a escuchar nuestras propuestas de paz si María Antonieta está viva.

—A sus parientes les importa un comino que esté viva o muerta. Si no es juzgada, el Tribunal Revolucionario se convertirá en una farsa. Ha entregado nuestros planes militares a Austria, es una traidora.

—También dice que no ve por qué hemos de perseguir a los hombres de Brissot, puesto que hemos conseguido arrojarlos de la Convención. Aunque tú mismo lo has dicho también.

—Te lo dije confidencialmente, Camille. Era una opinión personal, no una recomendación a la nación.

—Mis opiniones públicas y privadas son idénticas. Quiero que sean juzgados.

—El doctor Marat también —dijo Robespierre—. Las iniciativas de paz de Danton no han tenido demasiado éxito —añadió, mientras revisaba unos papeles.

—Ha desperdiciado unos cuatro millones en Rusia y en España. Dentro de poco propondrá la paz a cualquier precio. Es algo que la gente no conoce de él. Será capaz de todo con tal de alcanzar la paz y la tranquilidad.

—¿Todavía frecuenta a ese inglés, al señor Miles?

—¿Por qué lo preguntas?

—Por nada.

—Creo que de vez en cuando cenan juntos.

Robespierre cogió su pequeño tomo de Rousseau y comenzó a hojearlo distraídamente.

—Dime, Camille, sinceramente, ¿crees que Georges-Jacques se ha comportado con toda escrupulosidad respecto a los contratos del Ejército?

—¿Cómo quieres que te responda a eso? Ya conoces sus métodos de financiación.

—Sí, ayudas, comisiones… En fin, tenemos que aceptarlo tal como es, aunque me estremezco al pensar en lo que comentaría Saint-Just si me oyera decir eso. Supongo que diría que estamos fomentando la corrupción, lo cual es una forma de ser corrupto… Dime, ¿crees que podríamos salvar a Danton de sí mismo? ¿Tratar de capturar a algún pez pequeño?

—No, los peces pequeños conducen a los peces gordos. Danton es demasiado valioso para colocarlo en esa situación.

—No me gustaría que perdiera su valor. Cambiando de tema, ese contrato matrimonial me preocupa. Sólo puede significar una cosa, que teme que en el futuro se vea obligado a comparecer ante los tribunales.

—Tú también temías convertirte en un obstáculo para la Revolución. Pero afirmabas estar preparado.

—Sí, estoy preparado mentalmente, me refiero a que un poco de humildad no hace daño a nadie, pero no pensaba apresurarme a hacer testamento. Debemos evitar que Danton se meta en asuntos peligrosos.

—No creo que corra peligro de divorciarse de inmediato.

Robespierre sonrió.

—¿Adónde han ido?

—A Sèvres, a visitar a los padres de Gabrielle. Todo muy amigable y civilizado. Quieren buscar una casita donde puedan estar solos, sin que nosotros los importunemos.

—Entonces, ¿por qué te ha dicho Danton que iban a buscar una casita en Sèvres?

—No fue él. Me lo dijo Louise —contestó Camille, incorporándose bruscamente—. Debo irme. Tengo que asistir a una cena. No con el señor Miles.

—¿Con quién?

—Con una persona que no conoces. Espero divertirme. Sin duda lo leerás en la crónica de escándalos que publica Hébert. Apuesto a que en estos momentos se está inventando el menú.

—¿No te importa?

—No. No estoy ansioso por ver a Hébert hundirse bajo el peso de su mezquindad.

—No, me refería a que la última vez que hablaste en la Convención, un imbécil te acusó de cenar con aristócratas. No tiene importancia pero…

—Para ellos, cualquier persona inteligente o de buen gusto es un aristócrata.

—A esa gente, a esos ci-devants, sólo les interesa el poder que detentas.

—Sí, pero no a Arthur Dillon. Es amigo mío. En cualquier caso, desde 1789 a la gente sólo les intereso por el poder que ostento. Antes, nadie mostraba el menor interés en mí.

—Te equivocas. Todas las personas que contaban se interesaban en ti —dijo Robespierre, observándolo con sus ojos verdeazulados, de mirada huidiza. Fue un momento cargado de tensión—. Siempre has estado en mi corazón.

Camille sonríe. Robespierre es un sentimental; al fin y al cabo, es la moda de la época. De todos modos, resulta más agradable que oír los gritos y bufidos de Georges-Jacques. Robespierre se despide de él agitando la mano, rompiendo el encanto de aquel momento. Pero cuando Camille se ha marchado, se sienta a reflexionar. La palabra que le viene a la mente es virtud, mejor dicho, vertu, que significa fuerza, honestidad, limpieza de intención. Se pregunta si Camille comprende esas palabras. A veces parece entenderlas perfectamente; nadie es más virtuoso que él. Lo malo es que se cree la excepción a todas las reglas. Hoy le ha confiado unas cosas de las que más tarde se arrepentirá. Lo que no significa que Robespierre no esté obligado a tomar nota de ellas. Si no me lo hubiera dicho, no me habría enterado de lo del contrato matrimonial de Georges-Jacques. Danton debe de estar muy preocupado por algo. Un hombre como él no se inquieta por nimiedades. Un hombre como él no demuestra estar preocupado. Un hombre como él sólo cree estar en peligro cuando le remuerde la conciencia, o cuando se acumulan las amenazas y los temores…

Sin duda está consumido por los remordimientos. Se aprovechó de la buena fe de Gabrielle, la madre de sus hijos. Cuando murió, supuse que estaba tan dolido que jamás se recuperaría de ese trance, y le escribí para consolarlo. Le abrí mi mente y mi corazón, sin reservas, sin dudas ni recelos… «Tú y yo somos una misma persona», le dije. Quizá fuera una exageración. Debí mostrarme más precavido, pero sufría por él… Al leer mi carta, debió sonreírse y comentar con sus amigos: «Está loco. ¿Cómo puede afirmar que somos la misma persona? Es soltero, sólo mantiene relaciones temporales, que además niega. No puede imaginar siquiera lo que yo siento».

Pero Danton es un patriota, se dice Robespierre, apoyando las manos en el escritorio. No es necesario añadir nada más; no importa que sus modales me disgusten. Danton es un patriota.

Al cabo de un rato abrió un cajón y sacó una libreta negra. Estaba sin estrenar. La abrió por la primera página, mojó la pluma en el tintero y escribió: DANTON. Quería añadir algo más, por ejemplo: no quiero que nadie lea esto, es mi diario privado. Pero aunque no presumía de conocer a la gente, sabía que con ello sólo conseguiría exacerbar su curiosidad, el deseo de hurgar en sus asuntos personales. Bien, que lo lean, pensó… O podía llevarse la libreta a todas partes. Aunque en aquellos momentos se detestaba, empezó a escribir todo cuanto recordaba de su conversación con Camille.

MAXIMILIEN ROBESPIERRE

En nuestro país pretendemos sustituir la moralidad por el egoísmo, la rectitud por el código personal del honor, los principios por los prejuicios, los deberes públicos por las obligaciones sociales, el imperio de la razón por la tiranía de la moda, el desprecio al vicio por el desprecio a la desgracia, el amor a la gloria por el amor al dinero, la gente buena por la buena sociedad, el mérito por la intriga, la grandeza del hombre por la mezquindad de los grandes, un pueblo magnánimo y feliz por otro frívolo y triste: en definitiva, todas las virtudes y prodigios de la república por los ridículos vicios de la monarquía.

CAMILLE DESMOULINS

Hasta la fecha hemos creído, junto con los legisladores de antaño, que las virtudes constituían la base necesaria de una república; el mérito del Club de los Jacobinos será el haber fundado una república basada en el vicio.

A lo largo del mes de junio estallan numerosas revueltas en la Vendée. Los rebeldes se apoderan de Angers, Saumur y Chinon, y son derrotados por estrecho margen en la batalla de Nantes, donde la Marina inglesa aguarda frente a las costas para apoyarlos. El comité Danton no está ganando la guerra, ni puede prometer la paz. Si en otoño la situación no mejora, los sansculottes tomarán la ley en sus manos y arremeterán contra el Gobierno y sus dirigentes. Al menos esa es la sensación que impera (tanto si Danton está presente como si está ausente) en la cámara del comité de Seguridad Pública, cuyas deliberaciones permanecen en secreto. Debajo del tricornio negro que constituye el emblema de su cargo, el ciudadano Fouquier examina los montones de papeles que hay sobre su mesa, planificando diversiones para confundir al enemigo, mientras va adquiriendo el mismo aspecto seco y demacrado de Robespierre.

Si es preciso organizar una diversión, ¿por qué no arrestar a un general? Arthur Dillon es amigo de destacados diputados, un candidato al cargo de comandante en jefe del frente septentrional; ha demostrado su valor en Valmy y en otras muchas batallas. En la Asamblea Nacional era un liberal; ahora es republicano. ¿Que más lógico, pues, que lo encierren en la cárcel, el 1 de julio, acusando de pasar secretos militares al enemigo?

Su familia se había puesto de acuerdo en que la salud de Claude exigía que este diera largos paseos todos los días. El médico había participado en el complot, aduciendo que el ejercicio no hacía daño a nadie, y si uno de los miembros más impresentables de la Convención deseaba tener una aventura con su suegra, Claude no tenía por qué interponerse en su camino.

En realidad, a Annette le parecía que su vida era mucho menos interesante de lo que creían los demás. Por las mañanas leía la prensa provinciana, recortaba los artículos más importantes y hacía unos extractos. Luego, sentada junto a su yerno, le ayudaba a abrir las cartas, anotaba en ellas lo que debía hacer, enviar o decir, si era preferible que contestara ella o él, o bien arrojaba la carta directamente al fuego. ¿Quién iba a decirme que acabaría siendo tu secretaria?, comentó Annette. Llevamos casi diez años engañando cruelmente a la familia, haciéndoles creer que nos acostamos juntos. No podían recordar la fecha exacta —fue en 1784— en que Fréron apareció acompañado de Camille. En aquellos tiempos Annette no tenía costumbre de tomar nota de todo.

Si consiguieran recordar la fecha, darían una fiesta para celebrarlo. Annette siempre estaba dispuesta a dar una fiesta. Durante unos instantes guardaron silencio, pensando en los últimos diez años. Luego siguieron hablando sobre la Comuna.

De pronto apareció inesperadamente Lucile.

—¿Te parece bonito irrumpir de esa forma cuando estamos manteniendo una conversación muy íntima sobre Hébert? —le espetó su madre.

En lugar de echarse a reír, Lucile empezó a hablar precipitadamente.

Al principio Camille entendió que Dillon había muerto, que había caído en el campo de batalla. Se sentó ante su mesa, junto a la chimenea, con la mente en blanco, contemplando fijamente el fuego. Pero al cabo de unos minutos Lucile le aclaró que Dillon estaba en París, en la cárcel. ¿Qué podían hacer?

La joie de vivre que instantes antes había sentido Annette se disipó de golpe.

—Esto es un serio contratiempo —dijo.

Al instante pensó: «Ya veremos cómo acaba el asunto. ¿Quién estará detrás de esto? ¿El comité de Seguridad General, que todo el mundo denomina el comité de Policía? ¿Lo han hecho para perjudicar a Arthur Dillon, o a Camille?».

—Tienes que sacarlo de la cárcel —dijo Lucile, dirigiéndose a Camille—. Si lo condenan… —Le expresión de su rostro demostraba que sabía el significado de esa palabra—… todos pensarán, Desmoulins le ha ayudado mucho en su carrera. Y es cierto.

—¿Condenarlo? —respondió Camille, levantándose apresuradamente—. No pueden condenarlo porque no habrá ningún juicio. Voy a partirle el cuello al imbécil de mi primo.

—No harás tal cosa —terció Annette—. Modera tu lenguaje, siéntate y reflexionemos con calma.

Era imposible. Camille estaba furioso. No experimentaba la fría ira del político sino una rabia íntima, personal, mientras se repetía: «¿Es que no sabéis quién soy yo?».

—Arrastrarán de nuevo tu nombre por el barro —murmuró Annette a su hija.

El escándalo no tardará en llegar a la Convención; pero primero llegará a casa de Marat.

Le abrió la puerta la cocinera. ¿Por qué emplea Marat a una cocinera? No suele ofrecer cenas ni banquetes a sus amigos. Es probable que el título de «cocinera» oculte unos pasatiempos más enérgicos y revolucionarios.

—Procure no tropezar con esos papeles —dijo la mujer, indicando los montones de periódicos que yacían en el oscuro pasillo.

Tras la advertencia, la cocinera fue a reunirse con sus patronas, que se hallaban sentadas en un semicírculo, como si estuvieran preparadas para una sesión de espiritismo. Podían limpiar un poco esta pocilga, pensó irritado Camille.

Pero las mujeres de Marat no eran expertas en los oficios domésticos. Estaba presente Simone Evrard y su hermana Catherine; la hermana de Marat, Albertine, había ido a Suiza, según le informaron, para visitar a la familia. ¿Pero Marat tiene familia? ¿Una madre, un padre y otros parientes? Como todo el mundo, respondió la cocinera. Qué extraño, pensó Camille, jamás se me había ocurrido que Marat tuviera un comienzo, pensaba que tenía miles de años, como Cagliostro. ¿Puedo verlo?

—No se encuentra bien —contestó Catherine—. Está tomando uno de sus baños especiales.

—Es muy urgente.

—¿Dillon? —Simone lo miró con sus almendrados ojos y se levantó, añadiendo—: Acompáñeme. La noticia le ha hecho mucha gracia.

Marat estaba sentado en una pequeña bañera, en una calurosa habitación, con una toalla sobre los hombros y un paño envuelto alrededor de la cabeza.

La habitación estaba invadida por un fuerte olor medicinal. Tenía el rostro hinchado; debajo de su acostumbrado color macilento asomaba algo peor, un tinte azulado. Sobre la bañera había una tabla apoyada, en la que estaba escribiendo.

Simone indicó, con un ligero gesto con el pie, una silla con el asiento de paja.

Marat levantó la vista de las pruebas que estaba corrigiendo.

—¿Estás disgustado? Siéntate, Camille, no sea que te subas a la silla y me sueltes un discurso.

Camille obedeció, tratando de no mirar a Marat.

—Supongo que ofrezco un aspecto de lo más estético —dijo este—. Una obra de arte. Deberían exhibirme en un museo. En realidad, dada la cantidad de gente que viene a verme, me siento como un objeto de museo.

—Me alegra verte tan bromista, aunque en tu lugar yo no estaría de tan buen humor.

—¿Te refieres a lo de Dillon? Te diré en cinco minutos lo que opino sobre eso. Teniendo en cuenta que Dillon es un aristócrata de nacimiento, debería ser guillotinado…

—No tiene la culpa de ser un aristócrata.

—Existen ciertos defectos que uno no puede evitar, pero eso no justifica otras cosas. Puesto que Dillon es el amante de tu mujer, si tratas de salvarlo sólo conseguirás demostrar tus perversas tendencias. Dado que los comités se han atrevido a arrestarlo, te autorizo a arremeter contra estos —dijo Marat, descargando un puñetazo sobre la tabla—. Aplástalos.

—Temo que si Dillon comparece ante el Tribunal acusado de esos absurdos cargos… si comparece ante el Tribunal siendo inocente…, lo condenen. ¿Crees que es posible?

—Sí. Tiene unos enemigos muy poderosos. ¿Qué creías? El Tribunal es un instrumento político.

—Fue creado para sustituir a la ley de las masas.

—Eso dijo Danton. Pero es más que eso. Vamos a asistir a unos espectáculos increíbles —dijo Marat—. En cuanto a ti, Camille, si defiendes a esos ci-devants corres el riesgo de que te suceda algo muy desagradable.

—¿Y tú? —preguntó este secamente—. ¿Has empeorado? ¿Vas a morirte?

—No, soy duro y resistente… —contestó Marat, tosiendo y golpeando el costado de la bañera— como el acero.

Unas escenas en la Convención Nacional. Desmoulins, amigo de Danton, y Lacroix, también amigo de Danton, se gritaban como unas verduleras. Desmoulins, el amigo de Danton, atacaba desde la tribuna de oradores al comité Danton, mientras le llovían los abucheos e insultos de todas partes de la cámara. De pronto, el diputado Billaud-Varennes exclamó desde lo alto de la Montaña:

—Esto es un escándalo, debemos detenerlo, está ensuciando su nombre.

Al fin, Camille se marchó indignado. Esos espectáculos se estaban convirtiendo en algo habitual. Fabre salió tras él.

—Escribe lo que hemos presenciado —le dijo.

—Descuida, lo haré. —Había dado a conocer la carta que le había enviado Dillon desde la cárcel, la había leído ante los diputados. Soy inocente, afirmaba Dillon, eso no beneficia en nada a nuestro país—. Escribiré un panfleto. ¿Cómo crees que debo titularlo?

—«Una carta a Arthur Dillon». A la gente le gusta leer las cartas de los demás. —Fabre señaló la sala de la Convención y añadió—: De paso puedes aprovechar para ajustar algunas cuentas y lanzar alguna campaña de ataque.

Súbitamente, Fabre pensó: «¿Pero qué estoy haciendo? Sólo me falta mezclarme en el asunto de Dillon».

—¿Qué quiso decir Billaud con eso de que estaba manchando mi nombre? —inquirió Camille—. ¿Acaso soy una institución?

Conocía perfectamente la respuesta: sí, él era la Revolución. Al parecer, ahora opinaban que debían proteger a la Revolución de sí misma.

Un anciano diputado se acercó a Camille, que le miró con cara de pocos amigos, y le propuso que se tomaran un café. ¿Conoces bien a Dillon?, le preguntó el hombre. Sí, muy bien. ¿Estás al corriente de lo de Dillon y tu esposa? No quiero disgustarte, pero creo que deberías saberlo. Camille asintió mientras escribía mentalmente un párrafo del panfleto. No mereces esto, dijo el diputado. Mereces algo mejor, Camille. Supongo que es lo de siempre, estás muy ocupado con tus asuntos, la chica se aburre, es frívola y caprichosa, y, francamente, no tienes la planta de Dillon.

Las palabras de aquel anciano tan amable y paciente, que quizá también había sido traicionado por su esposa hacía veinte años, que trataba de descifrar una situación que no comprendía, que sólo conocía por los malévolos rumores que habían llegado a sus oídos, que trataba de ayudarlo, confirmó a Camille que aún existían personas buenas en el mundo. Gracias, le dijo educadamente. Al salir del café y dirigirse a su despacho, sintió fluir por sus venas el poder de las palabras, como si se tratara de una droga. Era como los viejos tiempos del Révolutions. Durante las siguientes semanas se comportó como si estuviera levemente trastornado. Cuando no estaba escribiendo, o enzarzado en una batalla campal con un colega, se sentía apático, exánime, como un espectro. Extrañas fantasías se apoderaban de él; el lenguaje del debate público asumió violentos e inesperados derroteros.

«Después de Legendre —escribió—, el miembro de la Convención Nacional que tiene una opinión más elevada de sí mismo es Saint-Just. Su talante demuestra que se considera la piedra angular de la Revolución, el Santísimo Sacramento».

Saint-Just contempló el párrafo, que un alma caritativa había subrayado con tinta verde, sin inmutarse. No soltó una carcajada, como hubiera hecho el protagonista de una novela. «¿El Santísimo Sacramento? Yo haré que él se sienta como Saint-Denis».

—Muy bueno —observó Camille cuando le refirieron el comentario que había hecho Saint-Just—. Por tratarse de Antoine, es francamente divertido. Quizás acabe convirtiéndose en un hombre ingenioso.

Al cabo de un rato se puso a revolver en la estantería.

—Lucile, ¿dónde está el detestable poema épico en veinte volúmenes que escribió Saint-Just? Había un verso que comenzaba: «Si yo fuera Dios». No recuerdo cómo proseguía, pero estoy seguro de que todos nos reiremos un buen rato con él.

De pronto se dejó caer en un sillón.

—¿Pero qué estoy haciendo? Saint-Just y yo estamos en el mismo bando. Ambos somos jacobinos, republicanos…

—Enseguida te lo busco —respondió Lucile.

—No te molestes.

De pronto tuvo unas visiones de ese santo, del santo patrón de Francia, que había recorrido varias leguas transportando la cabeza en la mano. Primero vio a Denis atravesando la Place de Grève. Le habían cortado la cabeza de un tajo, y apenas sangraba; pero la cabeza que sostenía en la mano izquierda pertenecía a Camille. Luego lo vio de nuevo entrando en casa de los Duplay, para mantener una entrevista privada con Robespierre; y por último aguardando junto a la puerta del Club de los Jacobinos, como un patriota recién llegado, humilde y provinciano, deseoso de introducirse en el gran mundo.

Al cabo de un par de días se le ocurrió que lo único que cabía hacer era tomar la iniciativa. Sería muy sencillo matar a Saint-Just. Lo imaginó solo, en un determinado momento, en un lugar propicio. Lo mataría de un disparo, o (para no hacer ruido) de una puñalada. Camille vio el dolor reflejado en los aterciopelados ojos de Saint-Just.

Necesitaba una justificación: la conspiración de Saint-Just contra la República, que Camille había detectado con el infalible ojo de un auténtico patriota. «Yo soy la Revolución». ¿Quién iba a dudar que lo había matado en un patriótico arranque de ira? Todos sabían que tenía un temperamento vivo y enérgico. Para evitar enojosas preguntas, utilizaría un cuchillo pequeño, discreto.

No seas estúpido, se dijo. Saint-Just no va a matarte, y mucho menos tú a él.

Asistió al comité de la Guerra, del que era secretario, y desde sus dependencias escribió una alegre y sensata carta a su casa, pidiendo a su padre que no citara con tanta frecuencia a Rose-Fleur en su correspondencia pues Lucile estaba celosa de ella.

No obstante, la fantasía se había instalado en su mente y no conseguía librarse de ella. Pensó en el orificio en el costado de Lepelletier, la herida causada por el cuchillo de un carnicero, que le había producido la muerte tras una lenta agonía. Debía actuar rápidamente; Saint-Just era bastante más corpulento y fuerte que él, de modo que tenía que matarlo de una puñalada. En el Club de los Jacobinos, cuando oía la estentórea voz del joven, se sonreía. En la Convención, mientras Saint-Just hablaba desde la tribuna, moviendo la mano izquierda como si descargara un golpe seco, Camille se entretenía urdiendo su plan.

13 de julio.

—Una persona de Caen —dijo Danton—. Al parecer, Pétion y Barbaroux se ocultaron allí durante las últimas semanas. Se trata de una conspiración girondina. Te aseguro que yo no la organicé.

—El otro día oí a un individuo gritar en la calle algo sobre un «asesinato»… Temí que… en un momento de… no, déjalo, no tiene importancia.

Danton lo miró perplejo. Al cabo de unos instantes, dijo:

—De todos modos, esto es el fin de la Gironda. Son una pandilla de asesinos y cobardes. Enviaron a una mujer.

En la estrecha callejuela se había formado un nutrido grupo de gente, una sólida masa, casi silenciosa, que contemplaba fascinada las dos ventanas iluminadas de la casa de Marat. Eran las doce y media de una noche curiosamente liviana, en la que reinaba un calor subtropical. Camille trató de subir la escalera que conducía a la vivienda, pero el sansculotte que custodiaba la entrada le detuvo.

—Nunca te había visto de cerca —dijo, observando detenidamente a Camille—. ¿Cómo ha reaccionado Danton?

—Está muy afectado.

—No irás a decirme que está disgustado…

Camille estaba acostumbrado a que la muchedumbre lo aclamara, pero ese tono de familiaridad era diferente, más desagradable.

—Algunos dicen que Danton y Robespierre lo han matado para cerrarle la boca —dijo el sansculotte—. Otros aseguran que han sido los monárquicos, otros los brissotinos.

—Te conozco —respondió Camille—, te he visto corriendo detrás de Hébert. ¿Qué haces aquí?

Supuso que habrían empezado a pelearse por la herencia.

—Ah —respondió el hombre—. Père Duchesne tiene sus intereses. El pueblo necesita un nuevo Amigo. No seréis ninguno de vosotros…

—Tal vez Jacques Roux.

—Tú y ese cerdo de Dillon…

Camille lo apartó bruscamente a un lado y subió la escalera. Legendre ya había llegado. Llevaba la faja tricolor anudada descuidadamente en torno a su voluminosa tripa. El suelo parecía temblar bajo sus pies, como si todavía retumbaran los gritos de las mujeres; pero todo estaba en silencio, a excepción de unos débiles sollozos que sonaban a otro lado de una puerta cerrada. Apenas has probado bocado, se dijo Camille, por eso te parece que las paredes oscilan y que el aire es irrespirable.

La asesina se hallaba sentada en el cuarto de estar. Tenía las manos atadas a la espalda, y junto a su silla había dos centinelas que sostenían sus picas. Ante ella había una mesita cubierta con un mugriento paño blanco, sobre el que reposaban sus pertenencias: un reloj de oro, un dedal, un carrete de hilo blanco, unas monedas, un pasaporte, un certificado de nacimiento, un pañuelo de encaje y un estuche de cartón de un cuchillo de cocina. En la alfombra, a sus pies, yacía un sombrero negro con tres cintas verdes.

Camille se apoyó en la pared y la observó. Tenía una piel translúcida y delicada, el tipo de cutis que enrojece rápidamente bajo el sol y refleja la luz. Era una muchacha de pecho voluminoso y aspecto saludable, alimentada con leche de vaca recién ordeñada, el tipo de chica que le sonríe a uno en la iglesia, vestida con un traje adornado con unos lazos y oliendo a flores los domingos después de Pascua. Te conozco, pensó Camille; te recuerdo de cuando era niño. Alrededor de su rostro colgaban los restos de un sofisticado moño, como el que suele lucir una joven de provincias antes de cometer un asesinato.

—Sí, haz que se ruborice —dijo Legendre—. Se ruboriza fácilmente, pero no por haber cometido un crimen. Doy gracias a la Providencia por estar vivo. Se presentó en mi casa hace un rato. Ella lo niega, pero sé que estuvo allí. Mi familia sospechó de ella, y no la dejaron pasar. Sin duda fue con el propósito de matarme.

—Enhorabuena —contestó Camille. Sabía que la joven se sentía incómoda con las manos atadas a la espalda.

—No se ruboriza por haber asesinado a nuestro mayor patriota —dijo Legendre.

—Si eso era lo que se proponía, no hubiera perdido el tiempo contigo.

Simone Evrard estaba junto a la puerta de la habitación en la que se hallaba el cadáver, apoyada contra la pared, sin poder sostenerse apenas, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—Todo estaba lleno de sangre, Camille —dijo—. No sé cómo vamos a limpiar la sangre del suelo y las paredes.

Cuando Camille abrió la puerta de la habitación, Simone alzó débilmente la mano, como si quisiera impedirle entrar. El doctor Deschamps se volvió bruscamente, y uno de sus ayudantes se adelantó para detener a Camille.

—Debo cerciorarme… —murmuró Camille.

—Lo lamento —dijo el doctor Deschamps—. No sabía que se trataba de usted. Le advierto que no es un espectáculo agradable. Estamos embalsamando el cadáver, pero con este calor… —añadió el médico, secándose las manos con una toalla—. Dado el estado del cadáver, dentro de cuatro o cinco horas… Es como si se descompusiera estando todavía vivo.

Cree que estoy aquí en calidad de representante de la Convención, pensó Camille, como un acto protocolario. Cuando bajó la vista para mirar el cadáver, el doctor Deschamps se apresuró a sostenerlo del brazo.

—Fue una muerte instantánea —dijo—. O casi. Apenas tuvo tiempo de gritar. No sufrió. El cuchillo penetró por aquí —añadió el médico, señalando la herida—. Atravesó el pulmón derecho, la arteria y el corazón. Como no podíamos cerrar la boca, tuvimos que cortarle la lengua. ¿Se encuentra usted bien? Como verá, el cadáver es totalmente identificable. Creo que será mejor que salga de aquí, temo que le maree el intenso humo de las hierbas aromáticas que hemos quemado para sofocar el olor a descomposición.

Fuera, Simone seguía apoyada en la pared y respiraba trabajosamente.

—Les he dicho que administraran a esa mujer un opiáceo —dijo el doctor Deschamps, enojado—. ¿Desea que firme algún papel? ¿No? De acuerdo. Supongo que lleva usted una escolta oficial. No sé a qué viene ese disimulo, todo el mundo sabe que Marat ha muerto. Han venido unos miembros del Club de los Jacobinos y se han puesto a vomitar sobre mis ayudantes. Usted parece a punto a desmayarse, de modo que le aconsejo que salga a que le dé el aire. ¿Se encargará usted de la esposa o de la concubina de Marat?

Tras esas palabras, el médico cerró la puerta. Simone se arrojó en brazos de Camille. En la habitación contigua sonaban unas voces irritadas.

—Yo era su esposa —dijo Simone—. No se casó conmigo por la Iglesia, ni en el Ayuntamiento, pero me juró por todos los dioses de la creación que yo era su esposa.

¿Pretenderá que le aconseje sobre sus derechos?, se preguntó Camille.

—Legalmente es como si fuera usted su viuda —dijo—. Hoy en día nadie presta atención a estas formalidades. Es usted dueña de todo, de la impresora y del papel para la próxima edición del periódico. Tenga cuidado de que no se lo quiten. Supongo que el Estado sufragará los gastos del funeral.

Al salir a la calle, Camille se volvió y vio a través de la ventana las sombras de Deschamps y sus ayudantes. De pronto empezaron a caer unas gruesas y cálidas gotas de lluvia, mientras a lo lejos, sobre Versalles, se oía tronar. La multitud aguardaba pacientemente, hombro contra hombro, el desarrollo de los acontecimientos.

David se hizo cargo de todo. Los restos de Marat fueron depositados en un ataúd de plomo, el cual a su vez fue introducido en un sarcófago de pórfido, perteneciente a la colección de antigüedades del Louvre. Para el cortejo fúnebre decidieron transportar el cadáver sobre unas andas funerarias, envuelto en la bandera tricolor (empapada en alcohol). Un brazo desnudo, perteneciente a un cadáver mejor conservado y cosido al cuerpo de Marat, sostenía una corona de laurel. Unas jóvenes vestidas de blanco y portando ramas de ciprés rodeaban al difunto.

A continuación desfilaban los miembros de la Convención, de los Clubes y el Pueblo. El cortejo comenzó a las cinco de la tarde y terminó hacia medianoche, a la luz de las antorchas. Fue enterrado tal como Marat había vivido, bajo tierra, en una fosa cubierta de bloques de piedra y rodeada por una verja de hierro.

El corazón, embalsamado, fue depositado en una urna. Los patriotas del Club de los Cordeliers decidieron conservarlo en su sede por siempre jamás, hasta el fin del mundo. «¡El sagrado corazón de Marat!», gritaban las gentes.

AQUÍ YACE MARAT

EL AMIGO DEL PUEBLO

ASESINADO POR LOS ENEMIGOS DEL PUEBLO

13 DE JULIO 1793

Al contemplar la expresión de Robespierre durante el cortejo fúnebre, un observador comentó que parecía como si condujera el cadáver a un vertedero de basuras.