VII. Carnívoros

(1793)

Tras subir la escalinata de la Reina, en las Tullerías, penetramos en una serie de salas que se comunican, atestadas de escribientes, secretarios, mensajeros, oficiales del Ejército y proveedores, funcionarios de la Comuna, funcionarios de los tribunales y emisarios del Gobierno, luciendo botas y espuelas, aguardando a que les entreguen, de una habitación situada al fondo, unos despachos.

Al mirar hacia abajo vemos un cañón y soldados en fila. La habitación situada al fondo era el despacho privado de Luis el Último. Está prohibido pasar.

Esa habitación es ahora la oficina del comité de Salvación Pública. El comité se encarga de supervisar el Consejo de Ministros y expedir sus decisiones. La gente lo denomina el comité de Danton, preguntándose qué estará haciendo en ese sanctasanctórum empapelado de verde, con los codos apoyados en la enorme mesa ovalada cubierta con un paño verde. Ese color le parece negativo, molesto. Las lágrimas de una araña de cristal tintinean sobre su cabeza; los espejos que adornan las paredes reflejan su gigantesco cuello y su grotesco semblante. A veces mira a través de las ventanas, por las que se ven los jardines de las Tullerías. En la Place Louis XV, actualmente la Place de la Révolution, la guillotina está funcionando. Desde esta habitación, mientras negocia la paz, Danton imagina oír a Sanson ganándose la vida; cree percibir el crujido de la máquina, el ruido sordo de la hoja al caer. En estos momentos están ejecutando a unos oficiales del Ejército; al menos, sabrán morir con dignidad.

En abril se produjeron siete ejecuciones; el número aumentará inexorablemente. Los comités de las Secciones están dispuestos a solicitar más arrestos, a acusar a tal individuo de ser poco patriota, de ser un simpatizante de la aristocracia, un especulador o un sacerdote. Se efectúan registros domiciliarios, se lijan los precios de los alimentos, se requisan propiedades, se emiten pasaportes, denuncias; es difícil saber dónde terminan los comités de las Secciones y comienzan los buenos oficios de la Comuna. Tiempo atrás, el Palais Royal estaba acordonado por policías, que detenían a las prostitutas y les arrebataban sus tarjetas de identidad. Durante una hora aproximadamente, las chicas, formando pequeños grupos y mostrando sus rostros duros y cínicos bajo el maquillaje, se dedicaban a abuchear a sus captores; luego les devolvían las tarjetas y les decían que podían marcharse. El pequeño Terror de Pierre Chaumette.

Desde aquí Danton tiene que vigilar a los austriacos y a los prusianos, a los ingleses y a los suecos, a los rusos, a los turcos y el Faubourg Saint-Antoine; Lyon, Marsella, la Vendée y la galería reservada al público; Marat en el Club de los Jacobinos y Hébert en el de los Cordeliers; los comités de las Secciones y la Comuna, el Tribunal y la prensa. A veces piensa en su difunta esposa. No puede imaginar el verano sin ella. Está muy cansado. Rara vez acude al Club de los Jacobinos y a las reuniones nocturnas del comité. Está perdiendo prestigio, según dicen algunos. Otros afirman que jamás dejaría que sucediera tal cosa. Robespierre va a verlo de vez en cuando, preocupado y asmático, jugueteando continuamente con las mangas y el cuello de su impecable casaca. Robespierre se está convirtiendo en una caricatura de sí mismo, observa Lucile. Cuando Danton no está en casa, con la joven Louise dando vueltas a su alrededor, está en casa de los Desmoulins; prácticamente vive con ellos, como anteriormente Camille vivía con él.

Las atenciones de Danton a Lucile se han convertido en una mera formalidad, un hábito. Danton ha empezado a darse cuenta de lo distinta que es Lucile de las mujeres sencillas y afanosas que él necesita para su confort doméstico.

Tras una jornada dedicada a la lectura de Rousseau, Lucile anuncia su deseo de retirarse a algún lugar bucólico, lejos de la capital, y se marcha al campo con su hijo, que no cesa de gritar por tener que separarse de su abuela; una vez allí, se dedica a trazar planes para la educación del pequeño. Con el cabello colgándole por la espalda y protegida por un sombrero de ala ancha, se distrae trabajando un poco en el jardín para sentirse en contacto con la naturaleza. Por las tardes lee poesías sentada en un columpio del jardín, bajo un manzano, y a las nueve en punto se retira.

Al cabo de dos días los berridos del ahijado de Robespierre la irritan sobremanera y, tras dar las oportunas órdenes a los sirvientes sobre el envío de huevos frescos y lechugas, regresa apresuradamente a la rue de Cordeliers, preocupada durante el viaje de regreso por haber perdido una lección de música y temerosa de que su marido la haya abandonado. Tienes un aspecto horrible, le dice a este nada más llegar. ¿Qué es lo que has estado haciendo? ¿Con quién te has acostado? Luego, durante una semana, todo son fiestas y bailes; el niño es enviado a casa de su abuela, acompañado de su nodriza.

Más tranquila y relajada, Lucile suele tenderse por las tardes en su chaise-longue, inmersa en sus pensamientos. Nadie se atreve a interrumpirla ni a decirle una palabra. Un día despierta de sus ensoñaciones y dice: «¿Sabes, Georges-Jacques? A veces tengo la sensación de que he imaginado lo de la Revolución, no puede creer que sea una realidad. ¿Y si Camille fuera un fantasma que yo misma hubiera inventado, un espectro surgido de mi inconsciente sobre el que descargo mis frustraciones?».

Danton reflexiona sobre ello y luego piensa en sus propias obras: dos hijos difuntos y una mujer que ha muerto a consecuencia de los sufrimientos que él le causó; el fracaso de sus planes de paz, y ahora lo del Tribunal.

El Tribunal tiene su sede en el Palacio de Justicia, en una estancia contigua a la prisión de la Conciergerie. Se trata de una sala gótica, con el suelo de mármol. Su presidente, Montané, es un hombre moderado, pero será sustituido cuando sea necesario. El próximo otoño gozaremos del espectáculo del vicepresidente Dumas, un hombre rubicundo, pelirrojo, al que a veces, debido a su afición al alcohol, tienen que ayudarlo a instalarse en su poltrona. Preside el Tribunal con dos pistolas cargadas sobre la mesa, y su casa de la rue de la Seine parece una fortaleza.

El Tribunal cuenta con un grupo de jurados, unos incorruptibles patriotas elegidos por la Convención. Souberbielle, el médico de Robespierre, es uno de ellos. El pobre hombre se pasa el día corriendo de un lado para otro entre la sala del tribunal, el hospital y su paciente más distinguido. Maurice Duplay también forma parte del jurado. Es un trabajo que le disgusta, y jamás habla de él en casa. Otro de los miembros, el ciudadano Renaudin, fabricante de violines, fue el causante de un violento y estúpido incidente que se produjo hace pocos días en el Club de los Jacobinos, cuando, al levantarse para oponerse al ciudadano Desmoulins, en lugar de tratar de razonar se abalanzó sobre él y le asestó un puñetazo derribándolo al suelo. Tras ser expulsado de la sala por los ujieres, en medio de sonoras exclamaciones por parte del público que ocupaba la galería, gritó indignado: «¡La próxima vez que te vea te mataré!».

El fiscal es Antoine Fouquier-Tinville, un hombre moreno, delgado, de movimientos ágiles, firme defensor de la moralidad. No es un patriota tan aparatoso como su primo, pero mucho más trabajador.

Con frecuencia —al menos en estos tiempos—, el Tribunal emite un dictamen de absolución. Tomemos el caso de Marat, por ejemplo. Ha sido acusado por la Gironda; el ciudadano Fouquier lleva a cabo su trabajo de forma meramente rutinaria; la sala está atestada de maratistas. El Tribunal lo absuelve. La multitud estalla en cánticos patrióticos mientras transportan al acusado a hombros hasta la Convención y posteriormente al Club de los Jacobinos, donde entronizan al sonriente demagogo en la silla del presidente.

En mayo, la Convención Nacional se traslada de la Escuela de Equitación al antiguo teatro de las Tullerías, el cual ha sido reformado a tal efecto. No imaginen un escenario adornado con cupidos rosados y rechonchos, palcos tapizados de terciopelo escarlata, el aroma de polvos femeninos, perfumes y espléndidos vestidos de seda. El cuadro es el siguiente: líneas rectas y ángulos rectos, estatuas de yeso con coronas de yeso, coronas de laurel de yeso y madera de roble de yeso. Una tribuna cuadrada para el orador; detrás de la misma, casi horizontal, tres inmensas banderas tricolores; junto a ellas, memento mori, un busto de Lepelletier. Los escaños de los diputados forman un semicírculo; no disponen de un escritorio ni de una mesa, de modo que no pueden escribir. El presidente dispone de una campanita, un tintero y unos folios, aunque cuando irrumpen tres mil insurrectos de los Faubourgs nada de eso le sirve de gran cosa. El sol penetra por unas angostas ventanas; en las tardes de invierno, los rostros de los hoscos diputados aparecen borrosos. Cuando encienden las lámparas, el efecto es estremecedor: parece que estén deliberando en unas catacumbas, y las acusaciones brotan de labios invisibles. Las galerías reservadas al público están sumidas en sombras, desde las cuales se alzan a menudo airadas voces de protesta.

En este nuevo local las facciones se reagrupan en sus antiguos lugares. Legendre, el carnicero, grita a Brissot: «¡Te mataré!». «Primero tendrás que conseguir que la cámara apruebe un decreto confirmando que soy un buey». Un día, un brissotino tropieza al subir los nueve escalones que conducen a la tribuna. «Es como subir al cadalso», se lamenta. Los diputados del ala izquierda le gritan con sorna que aproveche para ir practicando. Un diputado, cansado, se lleva la mano a la cabeza, pero al notar que Robespierre le está observando, la retira apresuradamente. «No vaya a pensar que estoy insinuando algo», se dice.

A medida que transcurren los meses y el calor empieza a apretar, algunos diputados —y otros destacados personajes de la vida pública— aparecen sin afeitar, sin corbata o en mangas de camisa. Han asumido el estilo de los obreros que comienzan la jornada lavándose bajo una bomba de agua en el patio y se detienen en el bar de la esquina para tomarse un vaso de vino de camino al taller. El ciudadano Robespierre, sin embargo, ofrece un aspecto impecable: sigue luciendo zapatos con hebillas y una casaca verde oliva a rayas. Tal vez se trate de la misma casaca que llevaba el primer año de la Revolución… Lo cierto es que no gasta mucho dinero en casacas. Mientras el ciudadano Danton se arranca el almidonado cuello que le produce irritación, la corbata del ciudadano Saint-Just se vuelve más grande, más tiesa y más esplendorosa. Luce sólo un pendiente, pero más que un corsario parece un banquero un tanto excéntrico. Los comités de las Secciones ocupan unas iglesias abandonadas. Las paredes están cubiertas con consignas republicanas garabateadas con pintura negra. Esos comités entregan a la gente la tarjeta de ciudadanía, en la que figuran las señas, el oficio o profesión, edad y rasgos personales del titular. En el Ayuntamiento conservan una copia de la misma.

Las vendedoras ambulantes van de puerta en puerta con cestos llenos de ropa; debajo de la ropa llevan exquisiteces como huevos frescos y mantequilla. Los hombres que trabajan en los aserraderos siempre están en huelga para protestar contra los míseros salarios, y la madera cuesta el doble de lo que costaba en 1789. En un callejón situado detrás del Café du Foy venden pollos por la noche, a un precio astronómico.

Un día pasó un niño con una hogaza de pan frente al mercado. Una mujer, que lucía la roseta tricolor, lo derribó al suelo, le arrebató la hogaza de pan, la partió en pedazos y los arrojó a la alcantarilla, diciendo que puesto que ella no podía permitirse el lujo de comer pan, no quería que nadie lo comiera. Las ciudadanas del mercado le dijeron que había cometido una estupidez. La mujer se encaró con ellas y replicó que eran unas aristócratas y que dentro de poco todas las mujeres de más de treinta años serían guillotinadas.

Robespierre estaba incorporado en la cama, apoyado en cuatro almohadas. Se hallaba convaleciente y ofrecía un aspecto más joven. Llevaba el cabello castaño rojizo sin empolvar. La cama estaba cubierta de papeles. En la habitación reinaba un leve olor a mondas de naranja.

—El doctor Souberbielle dice que no debo comer naranjas, pero no puedo comer otra cosa. Dice que mi afición a los cítricos me perjudica y que él no se hace responsable. Marat me ha enviado una nota. ¿Podrías traerme un poco de agua fría, querida Cornélia? Pero muy fría.

—Desde luego —respondió la joven.

—Bien hecho —dijo Camille.

—Ya no sé en qué pensar para librarme de ella. Siempre te dije que las mujeres eran un estorbo.

—Pero en aquellos tiempos tu experiencia sólo era académica.

—Acerca la silla, no quiero forzar la voz. No sé qué vais a hacer en la nueva sede de la Convención. Aunque antiguamente fuera un teatro, su acústica deja mucho que desear. A los únicos que podremos oír son a Georges-Jacques y a Legendre. En Versalles teníamos que gritar para hacernos oír, y no digamos en la Escuela de Equitación… Hace cuatro años que me duele la garganta.

—No me lo recuerdes. Esta noche tengo que hablar en el Club de los Jacobinos.

Su panfleto contra Brissot ya se había publicado, y esta noche el club votaría a favor de reimprimirlo y distribuirlo. Pero querían oírlo y verlo a él en persona. Robespierre lo comprendía perfectamente; era importante que le oyeran y vieran a uno.

—No puedo permitirme el lujo de caer enfermo —dijo—. ¿Habéis visto a Brissot?

—No.

—¿Y a Vergniaud?

—No.

—Deben de estar tramando algo.

—Me parece que acabo de oír la voz de tu hermana Charlotte. Tengo un oído finísimo.

—Es que Maurice ha ordenado a sus obreros que dejen de trabajar. Cree que tengo jaqueca. Pero es muy amable. Eléonore tendrá que quedarse abajo para impedir que Charlotte suba a verme.

—Pobre Charlotte.

—Sí, y pobre Eléonore. A propósito, tengo que pedir a Danton que no sea tan grosero con ella. Sé que no es muy agraciada, pero todas las muchachas tienen el derecho de intentar ocultarlo. Me molesta que Danton vaya por ahí burlándose de ella. Dile que no lo haga, por favor.

—Envía a otro mensajero con ese recado.

—¿Por qué no viene a verme Danton? —preguntó Robespierre, irritado—. Dile de mi parte que tiene que conseguir que ese comité funcione. Todos son unos buenos patriotas, tiene que movilizarlos. Lo único que puede salvarnos es una autoridad central fuerte. Los ministros no cuentan para nada, la Convención es sectaria, de modo que debemos apoyarnos en el comité.

—No hables —dijo Camille—. Piensa en tu garganta.

—La Gironda intenta conseguir que nuestro país sea ingobernable, agitando a las provincias contra nosotros. El comité debe estar alerta. Dile que los ministros no deben hacer nada sin la aprobación del comité. Cada département tiene que presentarle un informe escrito todos los días… ¿Qué pasa, no te parece una buena idea?

—Sé que te sientes frustrado porque deseas pronunciar un discurso, Max, pero tienes que descansar. Desde luego, no tengo inconveniente en que el comité goce de tanto poder, siempre y cuando esté dirigido por Danton. Pero se trata de un comité electivo, ¿no?

—Si no quiere que lo destituyan, tendrá que dirigirlo con mano fuerte. A propósito, ¿cómo está Danton?

—De mal humor.

—¿Piensa volver a casarse?

En aquel momento entró Maurice Duplay.

—El agua —murmuró—. Lo lamento, Eléonore —quiero decir Cornélia— está abajo con tu hermana. Supongo que no querrás verla, ¿verdad? ¿Qué tal tu jaqueca?

—No tengo jaqueca —contestó Robespierre, alzando la voz.

—Silencio. Debemos ayudarle a que recobre las fuerzas —dijo Duplay, dirigiéndose a Camille—. Es una lástima que no pueda oír tu discurso esta noche. Yo sí iré.

Camille se cubrió el rostro con las manos. Duplay le dio una palmadita en el hombro y salió de puntillas.

—Procura no hacerle reír —murmuró antes de cerrar la puerta.

—Esto es ridículo —dijo Robespierre, soltando una carcajada.

—¿Dices que Marat te ha enviado una nota?

—Sí. Al parecer, también está enfermo. No puede salir de casa. ¿Te has enterado de lo de esa chica, Anne Théroigne?

—No. ¿Qué ha pasado?

—Cuando estaba pronunciando un discurso en los jardines de las Tullerías, la atacaron un grupo de mujeres que ocupaban la galería reservada al público. Por algún motivo que no alcanzo a entender, se ha unido a Brissot y a su grupo. Brissot está entusiasmado. Su discurso no cayó bien entre el público, supongo que la tomaron por una intrusa. Al parecer, Marat pasaba por allí en aquellos momentos.

—¿Y qué hizo?

—La rescató antes de que la desollaran viva. Obligó a las mujeres a que desistieran. Se portó como un auténtico caballero.

—Ojalá la hubieran desollado —contestó Camille—. Discúlpame, pero el mero hecho de oír su nombre me enerva. Jamás perdonaré a esa zorra por lo que hizo el 10 de agosto.

—Te comprendo. Louis Suleau era amigo nuestro, pero al final se equivocó de bando —dijo Robespierre, reclinándose hacia atrás—. Lo mismo que ella.

—Ese es un juicio muy duro.

—Podría habernos sucedido a cualquiera de nosotros. Si seguimos lo que nos dicta el corazón, o nuestra conciencia, es posible que después tengamos que pagar las consecuencias. Quizá Brissot actúe de buena fe.

—Pero yo acabo de redactar ese panfleto… Brissot es un conspirador contra la República…

—Si estás convencido de ello, sin duda convencerás a los jacobinos esta noche. Sus colegas en el poder han cometido muchas torpezas y errores, se han comportado como unos estúpidos, debemos eliminarlos de la escena política.

—Pero, Max, en septiembre propusiste que los matáramos. Tú mismo querías encargarte de organizarlo.

—Creía que era preferible librarnos de ellos antes de que pudieran causar más perjuicios. Pensaba en las vidas que podríamos salvar… —Robespierre movió las piernas, y unos folios se deslizaran al suelo—. Fue una decisión muy meditada. Desde entonces, Danton me mira con cierto recelo —añadió sonriendo—. Cree que soy un salvaje imprevisible que puede saltar en el momento más inesperado.

—¿Cómo es posible que creas que Brissot actúa de buena fe?

—Lo que juzgamos son los resultados, no las intenciones, Camille. Es posible que no sea culpable de los cargos que le imputarás esta noche, pero no te impediré que pronuncies tu discurso. Deseo eliminarlos de la Convención, pero eso es todo. El daño ya está hecho, no conseguiremos nada ejecutándolos. La gente no lo comprende, aunque no se lo reprocho.

—De modo que tú estarías dispuesto a salvarlos…

—No. Existen ciertos momentos en una revolución en que vivir constituye un delito y tienes que sacrificar tu cabeza si las circunstancias te lo exigen. Quizás el pueblo pida un día la mía. Si llega ese momento, no me resistiré.

Camille se volvió y examinó las estanterías que había construido Maurice Duplay. En la pared colgaba un curioso emblema tallado en madera: una enorme y espléndida águila, con las alas extendidas, como el águila de los romanos.

—Me admira tu heroísmo —dijo Camille lentamente—, sobre todo teniendo en cuenta que aún estás convaleciente. —La política es la sierva de la razón. Es una blasfemia obligar a la razón humana a contradecirse y a aconsejar en nombre de la política lo que prohíbe en nombre de la moral.

—Un bonito discurso —contestó Robespierre—. Sin embargo, tú mismo estás corrompido.

—¿Por el dinero?

—No. Existen otros medios de dejarse corromper, por ejemplo por la amistad. Tus afectos son… demasiado vehementes. Tus odios demasiado repentinos, violentos.

—¿Te refieres a Mirabeau? ¿Es que vas a echármelo siempre en cara? Sé que me utilizó para difundir unos sentimientos en los que ni él mismo creía. Pero tú eres igual que él. No crees una palabra de lo que me «permites» decir. Sinceramente, me cuesta aceptarlo.

—En cierto sentido —contestó Robespierre—, si no queremos acabar como Suleau y esa chica, debemos evitar caer en la trampa de nuestros sentimientos y aspiraciones, considerarnos los instrumentos de un destino que ya está escrito. La Revolución hubiera estallado de todos modos, aunque tú y yo no hubiéramos nacido.

—No estoy de acuerdo contigo. Me duele creer eso —dijo Camille, recogiendo los papeles del suelo—. Si quieres enojar a Eléonore, —quiero decir Cornélia—, arroja los papeles al suelo y pídele que los recoja, como suelen hacer los niños. Lolotte se pone como una fiera cuando lo hace nuestro hijo.

—Gracias por el consejo. Lo probaré —contestó Robespierre, presa de un ataque de tos.

—¿Ha venido Saint-Just a verte?

—No. Dice que los enfermos le ponen nervioso.

Debajo de los ojos, Robespierre tenía unas profundas manchas violáceas que contrastaban con la palidez de su rostro. Camille pensó de pronto en su hermana, en los meses anteriores a su muerte, pero trató de borrar ese recuerdo de su mente.

—Me dais envidia. Mientras Danton se dedica a meterle mano a su nueva amiguita y tú yaces postrado en la cama, yo tengo que soltar un discurso de dos horas ante los jacobinos y arriesgarme a ser golpeado por un fabricante de violines chalado y pisoteado por una pandilla de comerciantes. Si no eres más que un instrumento del destino, y cualquiera podría ocupar tu lugar, ¿por qué no te tomas unas vacaciones?

—Porque no podemos desentendernos de nuestra suerte individual. Si me tomara unas vacaciones, Brissot, Roland y Vergniaud empezarían a maquinar la forma de asesinarme.

—Dijiste que no te resistirías, que lo aceptarías.

—Sí, pero antes quiero hacer varias cosas. Además, el hecho de pensar en ello me amargaría las vacaciones.

—Los santos no se van de vacaciones —dijo Camille—. Prefiero pensar que aunque seamos meros instrumentos del destino, nadie puede ocupar nuestro lugar, porque somos como los santos, unos agentes de los designios divinos, bendecidos por la gracia de Dios.

Al salir se encontró con Charlotte, que también se disponía a marcharse. Camille pensó que no merecía que su hermano la tratara de esa forma. Se detuvieron en la rue Saint Honoré mientras las lágrimas se deslizaban por su rostro de rasgos felinos.

—Max no se comportaría de ese modo si supiera el daño que me hace —dijo Charlotte—. Esas monstruosas mujeres lo están convirtiendo en un hombre al que no reconozco. Se ha vuelto egoísta, engreído, se cree maravilloso. Es cierto que es maravilloso, pero no es necesario que se lo repitan continuamente. Ha perdido el juicio, el sentido de la proporción.

Camille la acompañó a la rue des Cordeliers. Annette, que había ido a visitar a su hija y al niño, observó a Charlotte de pies a cabeza y la escuchó pacientemente mientras esta le contaba sus problemas. Últimamente tenía el aspecto de una persona capaz de dar excelentes consejos pero que no se atrevía a hacerlo.

Todo el mundo había reservado un asiento en la galería del Club de los Jacobinos para oír el discurso que iba a pronunciar Camille.

—Será un triunfo —afirmó Lolotte.

A medida que avanzaba la tarde, Camille sintió que el pánico se apoderaba de él. ¿Qué era exactamente lo que le daba miedo? Era perfectamente capaz de luchar contra cualquier fabricante de violines. No, ese no era el problema. Lo que detestaba era los prolegómenos, aguardar a que llegara la hora mientras iban transcurriendo los minutos, coger los folios y dirigirse hacia la tribuna, percibir los murmullos de animosidad a sus espaldas. Claude le había dicho: «Te has convertido en el sistema», pero no era cierto. La mayoría de los diputados del centro y la derecha opinaban que no debería ser miembro de la Convención, que sus ideas radicales y su defensa de la violencia debían excluirlo; cuando se ponía de pie para tomar la palabra gritaban: «¡Eres el abogado de la Lanterne!», y «¡septembriseur!». En ocasiones, esas exclamaciones le producían frío y náuseas. Hoy no sabía cómo iba a reaccionar.

El día que los girondinos acusaron a Marat fue uno de los peores de su vida. Los escaños estaban llenos de simpatizantes de la Gironda. Cuando alzó la vista hacia la Montaña se quedó asombrado al comprobar la cantidad de colegas que se habían ausentado aquel día. ¿Quién iba a defender a ese loco venenoso y repelente de Marat? Camille, por supuesto. Debían de haberlo sospechado porque lo tenían todo perfectamente planificado. Llevaremos a Marat a juicio, gritaron, y tú serás juzgado con él. Lo consideraban tan «sanguinario» como a Danton. Bájate de la tribuna, gritaban, antes de que te obliguemos por la fuerza. Habían pasado cuatro años desde que estalló la Revolución, pero se sintió amenazado como el día en que se hallaba en el Palais-Royal y la policía pretendía arrestarlo.

Había soportado el chaparrón hasta que el presidente, en un gesto de impotencia, le indicó que no podía hacer nada. Lo que los diputados sentían hacia Marat era un intenso odio y temor, sentimientos que habían transferido a Camille, quien sabía que los diputados asistían armados a las sesiones. Danton se hubiera enfrentado a ellos, los hubiera dominado, les hubiera obligado a tragarse sus amenazas e insultos; pero Camille era incapaz de ello. Al fin guardó silencio y, tras contemplar durante unos instantes a los agresivos diputados, hizo una inclinación de cabeza al presidente, se pasó la mano por el pelo y dijo: «Bien, doctor Marat, han ganado el primer asalto».

Cuando ocupó de nuevo su escaño en la Montaña, comprobó que Danton se había marchado. Robespierre tampoco estaba ahí; no querían tener nada que ver en el asunto. François Robert, que temía y detestaba a Marat, apartó la vista. Fabre lo miró, arqueando una ceja, y se mordió el labio. Antoine Saint-Just le dirigió una débil sonrisa. «Eso te ha costado un gran esfuerzo, ¿no es así?», le espetó Camille. Hubiera dado cualquier cosa por encontrarse lejos de allí, por respirar un aire menos hostil, pero si se hubiera marchado en aquellos momentos, la derecha hubiera añadido ese gesto a su lista de triunfos. No sólo hemos conseguido silenciar al principal defensor sino que le obligamos a abandonar la sala.

Al cabo de un rato salió y se fue hacia al jardín de las Tullerías. Cuatro años pasados en habitaciones cuyo aire era irrespirable; cuatro años de luchas y miedo. Georges-Jacques creía que uno podía ganar dinero con la Revolución, pero esta les estaba pasando factura. La mayoría de sus colegas se habían convertido en unos alcohólicos, otros eran adictos al opio; algunos habían desarrollado una serie de misteriosas enfermedades, otros tenían la femenina costumbre de estallar en sollozos en medio de un debate. Marat padecía insomnio; su primo Fouquier, el fiscal, le había confesado que cada noche soñaba que los muertos le perseguían por las calles. Camille había conseguido no sucumbir a ninguno de esas calamidades, pero no se sentía con fuerzas de enfrentarse a otra experiencia como la de hoy.

De pronto notó que le seguían dos individuos. Haciendo de tripas corazón, se volvió y se encaró con ellos. Se trataba de dos de los soldados que custodiaban la Convención Nacional. Al ver que avanzaban tres pasos hacia él, Camille se llevó la mano al pecho y dijo:

—Supongo que la Convención os ha ordenado que me arrestéis.

—No, ciudadano, si hubiéramos venido a arrestarte no habríamos venidos solos. Te hemos visto pasar solo y en estos tiempos que corren nunca se sabe lo que puede suceder. No queremos que acabes como el ciudadano Lepelletier.

—Os lo agradezco. Aunque si alguien deseara matarme dudo pudierais impedirlo, a menos que os interpusierais heroicamente en su camino.

—El ciudadano Danton nos ha advertido que debemos mantenernos alerta —contestó uno de los soldados—, quizá logremos capturar a un conspirador o a un asesino. Ahora… —El soldado se volvió hacia su colega, tratando de recordar lo que debía decir—. ¿Nos permites, ciudadano diputado, que te escoltemos hasta un lugar más seguro?

—Hasta la tumba —respondió Camille—, hasta la tumba.

—Te ruego que retires la mano de la pistola que ocultas en el bolsillo de la casaca —dijo el segundo soldado—. Me está poniendo nervioso.

Camille no quiere recordar aquel día, ni el pánico que se apoderó de él en aquellos instantes. Esta noche, en el Club de los Jacobinos, estará rodeado de amigos. Acudirá Danton, que se sentará junto a él. Como de costumbre, Danton permanecerá silencioso e impasible, sabiendo que ni su locuacidad ni sus bromas conseguirían disipar los nervios de su amigo. Cuando llegue el momento, Camille se dirigirá lentamente hacia la tribuna porque los patriotas abandonarán sus escaños para abrazarlo, mientras desde las sombras de la galería reservada al público, donde se hallan los sansculottes, brotarán aplausos y gritos de aliento. Luego se hará el silencio, y cuando Camille comience su discurso, procurando controlar su tendencia al tartamudeo para que las palabras le salgan fluidas, pensará: «No me extraña que este asunto sea tan complicado, nadie se entera nunca de lo que dicen los demás. Ni en Versalles ni aquí. Cuando hayamos muerto y hayan pasado unos años, se cansarán de esforzarse en oír lo que decimos y dirán, ¿qué más da? Hemos elegido nuestro lugar en los silencios de la historia, con nuestros débiles pulmones, nuestro tartamudeo y nuestras habitaciones, las cuales estaban destinadas a otros menesteres».

En la Cour du Commerce:

GÉLY: Le ruego que se apiade de nosotros, señor.

DANTON: ¿Que me apiade? ¿Por qué debo apiadarme de ustedes? Personalmente considero que son muy afortunados.

GÉLY: Sólo tenemos una hija.

SEÑORA GÉLY: La matará, como mató a su primera esposa.

GÉLY: Calla.

DANTON: Deje que diga lo que quiera, si eso le sirve de desahogo.

GÉLY: No entendemos lo que pretende de Louise.

DANTON: Digamos que experimento ciertos sentimientos hacia su hija.

SEÑORA GÉLY: ¿Por qué no dice claramente que está enamorado de ella?

DANTON: Creo que eso es algo que uno no descubre hasta pasados unos años.

GÉLY: Debería casarse con una mujer más adecuada para usted.

DANTON: Eso debo decidirlo yo, ¿no le parece?

GÉLY: Mi hija tiene quince años.

DANTON: Y yo treinta y tres. La edad no constituye un impedimento.

GÉLY: Parece usted mayor.

DANTON: No se casa conmigo por mi aspecto.

GÉLY: ¿Por qué no se casa con una viuda, con una mujer más experimentada?

DANTON: ¿Experimentada? ¿En qué sentido? Si cree usted que tengo un gigantesco apetito sexual, debo confesarle que se trata de un mito. En realidad, soy muy normal.

SEÑORA GÉLY: Le ruego que modere su lenguaje.

DANTON: ¿Por qué no obliga a su esposa a salir de la habitación?

GÉLY: Me refería a una mujer que tuviera experiencia en criar a unos hijos, en ocuparse de su familia.

DANTON: Mis hijos la quieren mucho. Lo mismo que Louise a ellos. Pregúnteselo usted mismo. Por otra parte, no quiero casarme con una mujer madura, deseo tener más hijos. Mi esposa enseñó a Louise a ser una excelente ama de casa.

GÉLY: Pero usted tiene muchas amistades, recibe a gente importante. Mi hija no sabría desenvolverse en ese ambiente.

DANTON: Todo cuanto yo hago, a mis amigos les parece bien.

SEÑORA GÉLY: Es usted el hombre más arrogante que he conocido jamás.

DANTON: De todos modos, si teme que mis amigos no se sientan a gusto, puede usted bajar y ayudar a su hija. Suponiendo que esté capacitada para ello. Si Louise lo desea, puede disponer de un ejército de sirvientes. Nos mudaremos a una vivienda más grande. No sé por qué he permanecido en esta; supongo que por inercia. Soy un hombre rico. Puedo satisfacer todos los caprichos de Louise. Sus hijos heredarán la parte que les corresponda de mi patrimonio, lo mismo que los hijos de mi primera esposa.

GÉLY: Louise no está en venta.

DANTON: Podrá hasta disponer de una capilla privada y de un sacerdote, siempre y cuando este sea leal a la constitución.

LOUISE: Le advierto que no me casaré con usted en una ceremonia civil, señor.

DANTON: ¿Cómo dices, amor mío?

LOUISE: Bueno, no me importa celebrar esa estúpida ceremonia en el Ayuntamiento. Pero quiero una boda por la Iglesia, oficiada por un sacerdote que no haya pronunciado ese ridículo juramento.

DANTON: ¿Por qué?

LOUISE: Porque de lo contrario no estaríamos casados. Viviríamos en pecado, y nuestros hijos serían ilegítimos.

DANTON: No seas boba. ¿Aún no sabes que Dios es un revolucionario?

LOUISE: Insisto en que nos case un auténtico sacerdote.

DANTON: ¿Sabes lo que me pides?

LOUISE: De otro modo, me niego a casarme con usted.

DANTON: Reflexiona.

LOUISE: Deseo hacer lo correcto.

DANTON: Cuando seas mi esposa harás lo que yo diga, de modo que ya puedes empezar a obedecerme.

LOUISE: Es la única condición que le impongo.

DANTON: No estoy acostumbrado a que me impongan condiciones, Louise.

LOUISE: Pues ya puede irse acostumbrando.

Tras haber fracasado en su ofensiva contra Marat, los diputados girondinos establecen otro comité para investigar a las personas que —según dicen— tratan de manipular la autoridad de la Convención Nacional. Al cabo de unos días, dicho comité arresta a Hébert. La presión de las Secciones y de la Comuna fuerza su liberación. El 29 de mayo, el comité central de las Secciones inicia una «sesión permanente», término que pone de relieve la crisis por la que atraviesa el país. El 31 de mayo suena el toque a rebato a las tres de la mañana y cierran las puertas de la ciudad.

Robespierre:

—Invito al pueblo a manifestarse dentro de la misma Convención y a expulsar a los diputados corruptos… Afirmo que he recibido del pueblo la misión de defender sus derechos, y considero mi opresor a cualquiera que me interrumpa o me impida hablar, y que dirigiré una revuelta contra el presidente y todos los miembros de la cámara que traten de silenciarme. Asimismo, me comprometo a castigar personalmente a los traidores, y a considerar a todo conspirador como mi enemigo personal…

Isnard, un girondino, presidente de la Convención:

—En caso de producirse un ataque contra los representantes de la nación, declaro en nombre de todo el país que París será totalmente destruida. La gente tendrá que rastrear las orillas del Sena para averiguar si París existió alguna vez.

—Últimamente la gente no se atreve a dormir en su casa —dijo Buzot—. Tienen miedo. ¿Has pensado en marcharte?

—No —respondió Manon—. No lo he pensado.

—Tienes una hija.

Manon apoyó la cabeza en el cojín, mostrando su blanco y delicado cuello, y cerró los ojos.

—No puedo permitir que eso influya en mis decisiones —contestó.

—La mayoría de las mujeres no opinarían como tú.

—Yo no soy como la mayoría de las mujeres. Lo sabes de sobra —replicó Manon, abriendo los ojos—. ¿Crees acaso que no tengo sentimientos? Te equivocas. Pero existen otras cosas más importantes que mis sentimientos. Me niego a abandonar París.

—Las Secciones se han sublevado.

—¿Tienes miedo?

—Me avergüenza que las cosas hayan llegado a este extremo después de todos nuestros esfuerzos y esperanzas.

Tras haberse disipado el momento de languidez, Manon se incorporó y exclamó con vehemencia:

—¡No te rindas! No hables de ese modo. Contamos con la mayoría en la Convención. Robespierre no puede hacer nada contra nosotros.

—No subestimes a Robespierre.

—Me arrepiento de haberle ofrecido mi casa para ocultarse durante los acontecimientos del Campo de Marte. Yo le apreciaba. Lo consideraba la ciudadela de todo cuanto era lógico, razonable y decente.

—Eres la única persona a la que ha conseguido engañar —respondió Buzot—. Robespierre jamás ha olvidado el daño que ha causado a sus amigos, ni los favores que ha recibido de ellos, ni el talento que poseen algunos. Te has equivocado, amor mío, debiste ofrecerle la mano a Danton.

—Ese canalla me repele.

—No me refería en un sentido literal.

—¿Quieres que te diga lo que piensa Danton? Al parecer, ninguno os habéis dado cuenta. A sus ojos, mi marido, Brissot, todos vosotros no sois más que una pandilla de afectados y trasnochados intelectuales. Para él, los auténticos hombres son unos cínicos, unos brutos, unos carnívoros, unos hombres que destruyen por el puro placer de destruir. Por eso os desprecia.

—No, Manon, te equivocas. Nos ofreció negociar. Nos ofreció una tregua. Nosotros rechazamos su propuesta.

—Sabes que es imposible negociar con él. Él siempre impone las condiciones y te obliga a aceptarlas. Al final siempre se sale con la suya.

—Es posible que tengas razón. De todos modos, ¿qué podemos hacer? En cuanto a nosotros, Manon… no nos queda nada.

—Si no nos queda nada —contestó ella—, Danton no podrá arrebatárnoslo.

Estallaron violentas manifestaciones frente a la Convención. Algunos delegados de las Secciones, portando la lista de los diputados que debían ser expulsados y proscritos, penetraron en el interior. Sin embargo, la mayoría no se daba por vencida. Robespierre, blanco como la cera, apoyado en la tribuna, se detenía entre cada frase para recuperar el aliento. Vergniaud le gritó: «¡Acaba de una vez!», a lo que Robespierre le espetó: «Sí, acabaré contigo».

Dos días más tarde, una inmensa muchedumbre, en su mayoría armada, compuesta por unas ochenta mil personas, rodeó la Convención; en las primeras filas estaban los guardias nacionales, con las bayonetas caladas y un cañón. La gente exigía la expulsión de veintinueve diputados. Entre ellos se encontraban Buzot, Vergniaud, Pétion, Louvet y Brissot. Al parecer, los guardias y los sansculottes se proponían encarcelar a los diputados hasta que estos capitularan. Hérault de Séchelles, que aquel día presidía la sesión, condujo a un grupo de diputados al exterior, confiando con ese gesto apaciguar los ánimos. Los guardias permanecían junto al cañón, listos para abrir fuego. Su comandante, montado a caballo, arengó al presidente de la Convención. Hérault trató de hacerle comprender que era un patriota, a lo que el comandante replicó que no podía contener a la multitud.

Hérault esbozó una abstracta sonrisa. Él y sus colegas estaban dando los últimos toques a la constitución republicana, el documento que proporcionaría a Francia la libertad definitiva. «Nos hacemos cargo de la situación», observó con voz apenas audible. Acto seguido dio media vuelta y penetró de nuevo en la cámara, seguido de los diputados. Los bancos estaban ocupados por varios sansculottes, que charlaban amistosamente con los diputados de la Montaña que estaban al corriente de lo que sucedía y que no se habían molestado en levantar un sólo dedo.

El diputado Couthon, el santo sujeto a una silla de ruedas, estaba en uso de la palabra:

—Ciudadanos, todos los miembros de la Convención tenéis vuestra libertad asegurada. Habéis ido al encuentro del pueblo. Habéis hallado por doquier gentes honestas, generosas e incapaces de amenazar la seguridad de sus delegados, pero indignadas contra los conspiradores que pretenden esclavizarlas. Ahora que sabéis que sois libres para proseguir con vuestras deliberaciones, propongo que se emita una orden de arresto contra los miembros que figuran en la lista.

Robespierre se cubrió el rostro con las manos. Teniendo en cuenta las majaderías que acaba de soltar el santo, tal vez estuviera riéndose. O tal vez se sintiera indispuesto. Nadie se atrevía a preguntárselo. Cada vez que caía enfermo salía de su convalecencia con renovadas fuerzas.

Manon Roland, cubierta con un chal negro, permaneció todo el día en la antecámara de la presidencia, aguardando pacientemente. Vergniaud le iba informando periódicamente de las últimas noticias. Manon había escrito un discurso que deseaba leer ante la Convención, pero cada vez que se abría la puerta percibía los enfurecidos gritos y exclamaciones de la multitud.

—Como habrás podido comprobar, la situación es grave —le dijo Vergniaud—. Nadie puede dirigirse a los diputados mientras persista este tumulto. Puede que, por ser mujer, te traten con mayor respeto, pero, francamente…

Manon siguió aguardando. Al cabo de un rato apareció de nuevo Vergniaud y dijo:

—Quizá puedas pronunciar tu discurso dentro de una hora y media, pero no puedo prometértelo. Como tampoco puedo prometerte qué clase de recibimiento te dispensarán.

¿Una hora y media? Hacía mucho rato que había salido de casa. No sabía dónde se encontraba su marido. No obstante, puesto que llevaba tanto tiempo aguardando, esperaría un poco más.

—No tengo miedo, Vergniaud. Quizá pueda decir cosas que vosotros no podéis expresar. Pide a nuestros amigos que apoyen mis palabras.

—La mayoría de ellos no han venido, Manon.

Esta lo miró asombrada y preguntó:

—¿Dónde están?

Vergniaud se encogió de hombros.

—Nuestros amigos son muy valerosos, pero me temo que poco resistentes.

Manon cogió un coche y se dirigió a casa de Louvet. Al comprobar que este se había ausentado, tomó otro coche para regresar a su apartamento. Las calles estaban atestadas y el carruaje avanzaba lentamente. Al cabo de un rato ordenó al cochero que se detuviera. Después de pagarle, se apeó y echó a andar rápidamente, ocultando su rostro bajo el chal, como la heroína de una novela que corre a reunirse con su amante.

Al llegar a su casa, el conserje la cogió del brazo para ayudarla a subir los escalones. Según le comunicó, el señor había cerrado la casa y se había dirigido a la vivienda del casero, situada en la parte posterior del edificio. Tras llamar insistentemente a la puerta, el casero le abrió y le informó que Roland ya se había marchado. ¿Adónde? A casa de un vecino.

—Descanse un rato, señora. Su marido está sano y salvo. ¿Le apetece una copita de vino?

Manon se sentó junto a la chimenea, que estaba apagada. Corría el mes de junio y hacía una espléndida noche. La esposa del casero le sirvió una copita de vino.

—Es muy fuerte —dijo Manon—. ¿No podría rebajarlo con un poco de agua?

Así y todo, el vino se le subió a la cabeza.

Roland no estaba en las señas que le habían indicado, pero lo encontró en casa de otro vecino, paseándose nervioso de un lado a otro de la habitación. Manon lo miró sorprendida; había supuesto que lo hallaría sentado en un sillón, tosiendo como un descosido.

—Debemos irnos, Manon —le dijo su marido—. Tengo amigos, lo tengo todo previsto. Nos marcharemos esta misma noche.

La dueña de la casa ofreció a Manon una taza de chocolate con nata.

—Gracias, está muy rico —dijo Manon.

El espeso líquido le suavizó la garganta, en la que se le habían secado las palabras.

—No es momento de falsos heroísmos —dijo Roland—. La situación es muy grave. Me veo obligado a tomar las medidas oportunas para salvarme en caso de que, en el futuro, tenga que asumir nuevamente el cargo. No puedo exponerme. ¿Comprendes?

—Sí. Yo debo regresar esta noche a la Convención.

—Pero, Manon, piensa en el riesgo, piensa en nuestra hija…

—Qué extraño —contestó Manon, depositando la taza sobre la mesa—. No es tarde y sin embargo me parece que ha pasado un siglo.

Le parecía como si les arrebataran poco a poco la vida. Eran como los inquilinos de una casa vacía que, después de marcharse los transportistas, se quedan con las paredes desnudas, los restos de una vajilla y unos pocos muebles cubiertos de polvo. Como los últimos clientes de un café que permanecen en silencio, escuchado el siniestro tictac del reloj mientras los camareros empiezan a recoger las mesas para advertirles que es hora de cerrar. Manon se levantó, se acercó a su marido y le besó en la mejilla, sintiendo bajo los labios su pronunciado pómulo.

—¿Me has sido infiel? —le preguntó Roland—. ¿Me has traicionado alguna vez?

Manon se llevó un dedo a los labios y luego apoyó la mejilla en la de su marido, percibiendo durante unos segundos el mefítico olor de sus pulmones.

—Jamás —contestó—. Cuídate mucho. No bebas licores ni comas carne si no está muy hecha. No debes probar la leche a menos que te la venda alguien de confianza. Puedes comer un poco de pescado blanco, al vapor. Tómate una infusión de valeriana si estás nervioso. Abrígate bien, no salgas cuando llueva. Bebe algo caliente antes de acostarte. No olvides escribirme.

Al salir cerró suavemente la puerta tras ella. Jamás volvería a verlo.