(1793)
El niño aún vivía, pero Danton no quiso verlo ni hizo ningún comentario sobre quién debía ocuparse de él. Sobre su mesa yacían numerosas cartas de pésame. Al abrirlas, pensó que los autores de las mismas eran unos hipócritas pues sabían lo que le había hecho a su esposa. Le escribían como si no supieran nada, para hacerse notar, para que no olvidara sus nombres.
La carta de Robespierre era larga y emotiva. Iba desde lo personal hasta lo político —lógico, tratándose de Max— y luego —lógico tratándose de Max— regresaba de nuevo a lo personal. «Soy tu amigo más leal, y lo seré hasta que muera. A partir de este momento debemos permanecer más unidos que nunca…», etcétera. Incluso en su presente estado, Danton lo consideró una exageración y le extrañó lo afectado que parecía Robespierre por lo sucedido.
Camille no le escribió ninguna carta. Fue a verlo y permaneció sentado en silencio, con la cabeza inclinada, mientras Danton hablaba sobre el pasado, sollozando amargamente, y arremetiendo de vez en cuando contra él. No sabía por qué se encontraba en la línea de fuego, ni por qué su carrera y su persona eran sometidas a tan duras críticas, pero al parecer servía a Danton para desahogarse. Al fin, agotado, Danton se quedó dormido, cosa que no había hecho en varios días. Gabrielle rondaba por el estudio empapelado en rojo, por el comedor octagonal, donde los empleados de Danton solían trabajar al principio de mudarse, y por el dormitorio, donde ocupaban lechos separados, cuya distancia entre ambos se hacía cada vez más pronunciada.
Danton leyó el diario que Gabrielle escribía esporádicamente, en cuyas páginas aparecía expuesta la mecánica de su propio pasado. Para evitar que otras personas lo leyeran decidió quemarlo, arrojando al fuego sus páginas de una en una y observando cómo eran devoradas por las llamas. Louise permanecía sentada en un rincón de la casa, con los ojos enrojecidos y la cara hinchada. Danton apenas reparó en su presencia. El 3 de marzo partió de nuevo para Bélgica.
Marzo fue un mes trágico. En Holanda los diezmados ejércitos sufrieron una grave derrota. En la Vendée la insurrección degeneró en una guerra civil. En París la multitud saqueó los comercios y destrozó las prensas girondinas. Hébert exigió la cabeza de todos los ministros y generales.
El 8 de marzo Danton subió a la tribuna de la Convención. Los patriotas se quedaron impresionados al verlo aparecer pálido, ojeroso, visiblemente agotado. En ocasiones, al referirse a la traición y la humillación que había experimentado, el dolor apenas le permitía hablar; en cierto momento se detuvo y miró a sus colegas fijamente, tocándose la cicatriz que le atravesaba la mejilla. Entre las tropas había visto mala fe, incompetencia y negligencia. Exige que envíen de inmediato unos refuerzos masivos. Los ricos de Francia deben sufragar los gastos de la liberación de Europa. Es preciso implantar un nuevo impuesto con carácter urgente. Los conspiradores contra la República deben ser juzgados por un Tribunal Revolucionario, cuyas sentencias no podrán recurrirse.
De pronto preguntó una voz:
—¿Quién mató a los presos?
La Convención estalló en gritos y cánticos de septembriseur, haciendo temblar las paredes. Los diputados de la Montaña se alzaron a una de sus asientos. El presidente gritó pidiendo orden e hizo sonar la campana. Danton permaneció inmóvil, de cara a las galerías ocupadas por el público, con los puños crispados. Tan pronto como se restableció el orden, reanudó su discurso:
—De haber existido dicho tribunal en septiembre, los hombres a quienes se ha reprochado tan insistente y duramente ser los causantes de esos hechos no hubieran tenido que mancharse las manos de sangre. Su reputación y su buen nombre no me importan. Llamadme sanguinario si así lo deseáis. Estoy dispuesto a beber la sangre de los enemigos de la humanidad, si con ello consigo que Europa sea libre.
—Te expresas como un rey —dijo la voz de un girondino.
—Y tú como un cobarde —replicó Danton.
Habló durante casi cuatro horas. Afuera se había congregado una gran multitud que lo aclamaba enfervorecida. Los diputados, en pie, no cesaban de aplaudirle. Incluso Roland y Brissot se habían puesto en pie, como si se dispusieran a huir. Fabre gritó de pronto:
—¡Un discurso magistral! ¡Un discurso magistral!
La Montaña se precipitó sobre él, mientras sonaban aplausos y vítores ensordecedores. El doctor Marat se acercó a él abriéndose paso a duras penas entre los numerosos partidarios que rodeaban a Danton, como un gusano ávido de participar en el festín.
—Este es tu momento, Danton —le dijo.
—¿Para qué? —preguntó Danton fríamente.
—Para instituir una dictadura. Todo el poder está en tus manos.
Danton se volvió. En aquel momento los diputados se apartaron respetuosamente para dejar paso a Robespierre. Cada vez que regreso a casa, pensó Danton, advierto que su popularidad ha aumentado. Robespierre tenía las mandíbulas apretadas y presentaba un aspecto tenso, envejecido. Pero al hablar lo hizo en voz baja, con serenidad:
—Deseaba ir a verte pero no quería importunarte. Nunca sé qué decir en estas circunstancias, y nuestra amistad no es tan estrecha como para que sobren las palabras entre nosotros. Lo lamento.
Danton apoyó una mano en su hombro y respondió:
—Gracias, amigo mío.
—Te escribí una carta, aunque sé que en estos momentos las cartas no sirven de ningún consuelo. Sólo quería que supieras que puedes contar conmigo.
—Lo sé.
—No existe ninguna rivalidad entre los dos. Sostenemos las mismas ideas políticas.
—¿Oyes cómo me aclaman? —preguntó Danton—. Hace tan sólo unas semanas me escupían en la cara por no mostrarles las cuentas del ministerio.
En aquel momento se acercó Fabre, que había procurado informarse sobre las reacciones que había suscitado el discurso que Danton había pronunciado.
—La Gironda está dividida sobre el asunto del Tribunal Revolucionario —dijo—. Brissot te apoyará, lo mismo que Vergniaud. Roland y sus amigos se oponen.
—Han abandonado el republicanismo —respondió Danton—. Lo único que les interesa es destruirme.
Los diputados seguían acercándose para felicitarle. Fabre hacía reverencias a diestro y siniestro, como si fuera el artífice del discurso. Collot, el actor, gritaba con su bilioso rostro contraído por la emoción:
—¡Bravo, Danton! ¡Bravo!
Robespierre se retiró discretamente, mientras seguían sonando los aplausos. Afuera, la muchedumbre le reclamaba insistentemente. Danton se pasó la mano por la cara. Tras no pocos esfuerzos, Camille había conseguido acercarse a él. Al verlo, Danton le echó un brazo sobre los hombros y dijo:
—Vamos a casa, Camille.
Louise mantuvo los oídos bien abiertos. Tan pronto como se enteró de que Danton había regresado a París, bajó y dio instrucciones a Marie y Catherine. Los niños estaban en casa de Victor Charpentier; quizás era mejor que su padre no los viera todavía. Louise decidió prepararle la cena, independientemente de la hora a la que llegara, y recibirlo personalmente. Su madre bajó cinco veces a buscarla.
—¿Qué te propones? —le espetó—. No permitiré que tengas nada que ver con ese bruto.
—Puede que sea un bruto, pero sé que a Gabrielle le hubiera complacido que tratara de hacerle la vida más cómoda.
Louise se sentó en el sillón de Gabrielle, resuelta a conjurar a su espíritu. Desde aquí, pensó, Gabrielle había visto varios gobiernos irse a pique. Desde aquí había presenciado la caída de la monarquía. Había sido una mujer sencilla, una típica ama de casa, que sin embargo había convivido con unos hombres sanguinarios.
Al día siguiente, a las seis de la mañana, Danton entró en su casa para mudarse de ropa. Al ver a Louise, pálida, dormida en el sillón de Gabrielle, se sobresaltó. La transportó en brazos hasta el sofá y la cubrió con una manta. Louise no se despertó. Luego cogió lo que necesitaba y se fue.
En casa de los Desmoulins, Lucile se hallaba en la cocina, preparando café. Camille estaba sentado ante su mesa, redactando el boceto de un discurso que Danton iba a pronunciar aquel día en la Convención.
—Me complace este ambiente sosegado e industrioso —dijo Danton, ciñendo a Lucile por la cintura y besándola en el cuello.
—Me alegra comprobar que has reanudado tu rutina habitual —dijo Camille.
—Esa niña, la hija de los Gély, me estaba esperando en casa. Se había quedado dormida en un sillón.
—¿Ah, sí? —Lucile y Camille se miraron. Las palabras sobraban entre ellos, pues habían conseguido perfeccionar otros medios de comunicación.
10 de marzo. Hacía un frío tan intenso que incluso costaba respirar. Claude Dupin fue a casa de los Gély para formalizar su compromiso con Louise. Su padre le dijo que aunque esta era muy joven, estaban dispuestos a permitir que contrajeran matrimonio ese mismo año. La situación había cambiado, y el señor Gély confesó a Claude:
—Queremos que nuestra hija viva en otro ambiente. Louise ve y oye muchas cosas que no convienen a una jovencita de su edad. La muerte de su amiga ha supuesto un duro golpe para ella. Los preparativos de la boda la distraerán.
—Lo lamento —dijo Louise a Claude Dupin—, pero no puedo casarme contigo. Al menos por ahora. ¿Estás dispuesto a aguardar un año? Prometí a una amiga que ha muerto que me ocuparía de sus hijos y debo cumplir mi palabra. Si fuera tu esposa tendría otras obligaciones y viviría en otra calle. Creo que, dada la forma de ser del ciudadano Danton, no tardará en hallar una nueva esposa. Cuando esos niños tengan una madrastra, podré casarme contigo.
Claude Dupin la miró estupefacto. Había creído que todo estaba arreglado.
—No alcanzo a comprenderlo —respondió—. Gabrielle Danton me pareció una mujer sensata. ¿Cómo es posible que te permitiera hacerle semejante promesa?
—No lo sé —contestó Louise—. Pero el caso es que lo hizo.
Dupin asintió.
—Muy bien —dijo—, sigo sin comprenderlo, pero haremos lo que tú quieras. Esperaré. Una promesa es una promesa, aunque no esté de acuerdo con ella. Sólo te ruego que procures mantenerte alejada de Georges Danton.
Louise estaba preparada para la inevitable confrontación con sus padres. Cuando Claude Dupin se hubo ido, su madre rompió a llorar y su padre la miró con aire solemne, como si se sintiera profundamente apenado por todos. Su madre dijo que era un estúpida y se enfadó con ella.
—¡No me vengas con que has hecho una promesa! —gritó, agarrándola por los hombros y zarandeándola—. Estás enamorada de uno de esos canallas, reconócelo. ¿De quién se trata? ¿Es ese periodista?
—No temas pronunciar su nombre —replicó Louise—, no se trata del demonio.
De pronto vio a Gabrielle sentada en el sofá, viva, risueña, con su hinchada mano apoyada en el hombro de Camille, y Louise sintió que las lágrimas rodaban por sus mejillas.
—¡Eres una golfa! —dijo su madre, propinándole un bofetón.
Era la segunda vez que le pegaba aquel mes. El ambiente de casa empieza a parecerse al de abajo, pensó Louise.
—¿Se marcha de nuevo a Bélgica? —preguntó Louise a Danton.
—Confío en que sea la última vez. Me necesitan en la Convención.
—¿Desea que los niños regresen a casa?
—Sí. Los sirvientes se ocuparán de ellos.
—No quiero dejarlos en manos de los sirvientes.
—Te agradezco lo que has hecho por mis hijos, pero eres demasiado joven para cargar con tanta responsabilidad. Deberías divertirte con tus amigos.
Danton se preguntó qué hacía una respetable joven de quince años para divertirse.
—Los niños están acostumbrados a mí —contestó Louise—. Me gusta cuidarlos. ¿Qué es lo que va a hacer en Bélgica?
—Voy a entrevistarme con el general Dumouriez.
—¿Por qué?
—Es algo complicado. Algunas de las cosas que ha hecho el general últimamente no son propias de un revolucionario. Por ejemplo, montamos unos clubes jacobinos en toda Bélgica, y él los ha cerrado. La Convención quiere saber el motivo. Si Dumouriez no es un patriota, tendrá que ser arrestado.
—¿Que no es un patriota? ¿Qué es entonces? ¿Partidario de los austriacos o del Rey?
—El Rey ya no existe.
—Sí que existe. Está en la cárcel. El Delfín es ahora el Rey.
—No, no es más que un niño.
—En tal caso, ¿por qué lo han encerrado?
—¡Qué niña tan testaruda! ¿Te interesa la política? ¿Lees los periódicos?
—Sí.
—Entonces debes de saber que los franceses han decidido abolir la monarquía.
—No, lo ha decidido París, que es muy distinto. Por eso ha estallado la guerra civil.
—Los diputados de todo el país votaron a favor de abolir la monarquía.
—Pero no han permitido que se celebre un referéndum. No se han atrevido.
—¿Son esas acaso las opiniones que te han inculcado tus padres? —preguntó enojado Danton.
—Mi madre opina como yo. Mi padre no opina. Le gustaría hacerlo pero no se atreve.
—Te recomiendo que te andes con cuidado. En estos tiempos no es aconsejable ser monárquico.
—¿Acaso no puedo expresar lo que pienso? Yo pensaba que la libertad de expresión estaba recogida en la Declaración de los Derechos del Hombre.
—Nadie te impide expresar tu opinión, pero estamos en guerra, y no puedes manifestar unas opiniones desleales o sediciosas. ¿Lo has comprendido?
Louise asintió.
—Debes tener presente quién soy.
—No es fácil que olvide quién es usted, ciudadano Danton.
—Acércate. Trataré de explicártelo —dijo él.
—No.
—¿Por qué?
—Mis padres me han prohibido estar a solas con usted.
—Sin embargo, ahora está a solas conmigo. ¿Acaso temen que te convierta en una pequeña jacobina?
—No son mis ideas políticas lo que les preocupa, sino mi virginidad.
Danton sonrió.
—¿Me toman por un canalla?
—Creen que está acostumbrado a hacer siempre lo que le viene en gana.
—¿Me creen capaz de abusar de una jovencita?
—Sí.
—Pues diles de mi parte que jamás he intentado forzar a una mujer —replicó Danton—, pese a las provocaciones de cierta hermosa joven que vive cerca de aquí. Díselo a tu madre, ella sabe a lo que me refiero. ¿Sólo me temen a mí, o te han prevenido también contra Camille? Te aseguro que si estuvieras a solas con Camille, este consideraría que su patriótico deber era desvirgarte.
—¿Desvirgarme? ¡Menuda expresión! —exclamó Louise—. Pensaba que Camille se había acostado con su suegra.
—¿De dónde has sacado eso? —le espetó furioso Danton—. Lamento que tus padres tengan una opinión tan pobre de mí. Hace apenas un mes que ha fallecido mi esposa. ¿Es que me toman por un monstruo?
Eso es exactamente lo que piensan de ti, se dijo Louise.
—¿Ha renunciado a perseguir a las mujeres? —preguntó.
—No para siempre, sólo de momento.
—¿Le parece eso correcto y moral?
—Demuestra que respeto a mi difunta esposa.
—Le hubiera demostrado más respeto siéndole fiel cuando vivía.
—Será mejor que dejemos el tema.
—De acuerdo. Seguiremos hablando cuando regrese de Bélgica.
Danton partió de París el 17 de marzo, acompañado por el diputado Lacroix. Después de varios viajes a Bélgica, ambos habían llegado a conocerse bastante bien; Danton hubiera podido informar a Gabrielle de todo cuanto deseara saber acerca de su compañero de viaje.
El 19 de marzo llegaron a Bruselas; pero cuando se reunieron con Dumouriez, este había perdido una batalla en Neerwinden. Lo hallaron luchando en la retaguardia. «Me reuniré con vosotros en Lovaina», les dijo.
—¿En qué consiste la Convención? —preguntó el general irritando a Danton aquella noche—. En trescientos imbéciles conducidos por doscientos canallas.
—Te ruego que moderes tu lenguaje —contestó Danton.
El general lo miró fijamente. Durante unos instantes se vio ensartado en su espada, pero no llevaba toga.
—Al menos —dijo Danton—, deberías escribir una carta a la Convención comprometiéndote a ofrecerles una detallada explicación sobre tu conducta, sobre las razones que te llevaron a cerrar los clubes jacobinos y tu negativa a colaborar con los representantes de la Convención. Y sobre tu derrota.
—¡Maldita sea! —exclamó Dumouriez—. Me prometieron treinta mil hombres. Son ellos quienes deben escribirme una carta explicándome qué ha sido de los soldados que me habían prometido.
—¿Sabes que ciertos miembros del Comité de Salvación Pública opinan que deberían arrestarte? El diputado Lebas, un joven a quien Robespierre tiene en gran estima, ha censurado abiertamente tu conducta. También lo ha hecho David.
—¿De qué comités me hablas? —replicó el general—. Que lo intenten si se atreven. Me protegen mis ejércitos. ¿Qué va a hacer David? ¿Golpearme con un pincel?
—Te aconsejo que no te lo tomes a broma, general. Piensa en el Tribunal Revolucionario. No creo que los jueces hagan ninguna distinción entre el fracaso y la traición, y tú acabas de perder una importante batalla. Ten cuidado con lo que dices, porque he venido aquí para juzgar tu actitud e informar a la Convención y al comité General de Defensa.
—Creí que éramos buenos amigos, Danton —respondió el general, perplejo—. Hemos trabajado juntos… Apenas te reconozco. ¿Qué sucede?
—No lo sé. Quizá sean los efectos de una prolongada abstinencia sexual.
El general observó detenidamente a Danton, pero su expresión no revelaba nada. Al cabo de unos minutos se volvió, mascullando:
—¡Al carajo con los comités!
—Los comités son muy eficaces, general, según hemos podido comprobar. Si todos los miembros colaboran, y trabajan duro, podemos conseguir muchas cosas. Los comités no tardarán en dirigir la Revolución. Los ministros ya actúan a sus órdenes. Actualmente, el cargo de ministro carece de importancia.
—Tengo entendido que se ha impedido a los ministros acudir a la Convención.
—Una medida provisional. La multitud les obligó a encerrarse en el Ministerio de Asuntos Exteriores para impedir que intervinieran en el debate. Por cierto que el ministro de la Guerra demostró el enérgico temple de un soldado y huyó saltando un muro.
—Esto no es una broma —dijo el general—. Esto es anarquía.
—Sólo pretendía ponerte al día —respondió Danton.
Dumouriez, desolado, se desplomó en un sillón y apoyó la frente en las manos.
—Estoy acabado —dijo—. A mi edad hay que ir pensando en la jubilación. ¿Cómo están las cosas en París, Danton? ¿Cómo están mis queridos amigos? Por ejemplo, Marat.
—El doctor está como siempre. Un poco más amarillento, y quizá más encogido. Toma unos baños especiales para calmar sus dolores.
—Eso ya es un adelanto —murmuró el general—. Cualquier tipo de baño le sentaría bien.
—En ocasiones, esos baños especiales le retienen en casa. Me temo que no han logrado mejorar su carácter.
—¿Camille sigue tratándolo?
—Sí. Disponemos de una línea de comunicación. Es necesaria; su influencia sobre la gente no tiene rival. Hébert sueña con alcanzar un día la popularidad de Marat. Pero la gente no es idiota.
—¿Y el joven ciudadano Robespierre?
—Ha envejecido. Trabaja mucho.
—¿Se ha casado con aquella chica tan torpe?
—No, es su amante.
—¿De veras? —preguntó el general Dumouriez arqueando una ceja—. Bueno algo es algo, supongo. Un soltero como él, podría haberlo pasado estupendamente… Es una tragedia, Danton, una verdadera tragedia. Supongo que no formará parte de ninguno de esos comités…
—No. Lo han elegido varias veces, pero él siempre rechaza el nombramiento.
—Es curioso. No tiene madera de político. Jamás he conocido a nadie menos aficionado al poder que él.
—Tiene mucho poder, aunque no oficial.
—Ese joven me desconcierta. Supongo que a ti también. En fin, dejemos eso. ¿Cómo está la hermosa Manon?
—Enamorada, según dicen las malas lenguas. Dicen que las mujeres enamoradas suelen ser dulces y tiernas, pero deberías oír los discursos que escribe para sus amigos de la Convención.
—¿Y tu pequeño hijo? ¿Consiguió sobrevivir?
—No.
—Lo lamento sinceramente. Escucha, Danton, debo decirte algo. Pero necesito confiar en ti.
—Yo también te amo.
—Ahora eres tú quien se permite el lujo de bromear. Pon atención. Roland me escribió una carta pidiéndome que diera media vuelta y regresara con mis ejércitos a París para restaurar el orden en la capital y aplastar a cierta facción. Deduzco que se refería a los jacobinos. Quería que aplastara a Robespierre. Y a ti.
—¿Aún conservas la carta?
—Sí, pero no puedo entregártela. No te he confiado eso para que conduzcas a Roland ante el Tribunal Revolucionario, sino para demostrarte mi lealtad.
—¿Te sentiste tentado a intentarlo?
—¿Cómo están tus amigos en Bretaña, ciudadano Danton?
—No sé a qué te refieres.
—Vamos, Danton, no te hagas el tonto. Tienes contactos con los rebeldes emigrados a Bretaña. Mantienes lazos de amistad con ellos por si consiguen sus fines. Tienes amigos en los escaños girondinos y en la Cámara de los Comunes. Tienes hombres en los ejércitos y en todos los ministerios, y has recibido dinero de todas las cortes europeas. —Dumouriez apoyó la barbilla en las manos y lo miró fijamente—. No se ha producido ningún acontecimiento en Europa en estos últimos tres años en los que no hayas participado de algún modo. ¿Cuántos años tienes, Danton?
—Treinta y tres.
—¡Caramba! Bueno, supongo que las revoluciones las hacen los jóvenes.
—¿A dónde quieres ir a parar, general?
—Regresa a París y prepara la ciudad para la entrada de mis tropas. Prepáralos para una monarquía, una monarquía que, por supuesto, estará sometida a la constitución. El pequeño Delfín se sentará en el trono, Orléans será regente hasta la mayoría de edad de aquel. Es lo mejor para Francia, lo mejor para mí y lo mejor para ti.
—No.
—¿Qué te propones?
—Regresaré y acusaré a Roland y a Brissot. Los expulsaré de la Convención. Robespierre y yo uniremos nuestros talentos y nuestra influencia y lucharemos para alcanzar un acuerdo de paz. Pero si Europa se niega a firmar la paz, levantaré a toda la nación en armas.
—¿De veras crees que puedes expulsar a los girondinos de la Convención?
—Desde luego. Puede que me lleve algunos meses, pero lo conseguiré. El terreno está abonado.
—¿No estás cansado?
—Estoy más que cansado. Desearía abandonarlo todo.
—No te creo.
—Como gustes.
—La República ha cumplido seis meses y ya se está desmembrando. Carece de una fuerza de cohesión; sólo la monarquía posee esa fuerza. ¿No lo entiendes? Necesitamos a la monarquía para unir al país. Luego podremos ganar la guerra.
Danton sacudió la cabeza.
—Los ganadores ganan dinero —dijo Dumouriez—. Pensaba que te gustaba el dinero.
—Mantendré la República —afirmó Danton.
—¿Por qué?
—Porque es lo más honesto.
—¿Honesto? ¿Con gentes como vosotros?
—Puede que esté salpicada de corrupción, pero en general la República es una empresa honesta. Sí, estoy yo, Fabre, Hébert, pero también está Camille. En 1789 Camille hubiera sacrificado su vida por la República.
—En 1789 Camille no tenía nada que perder. Pregúntale ahora, que tiene dinero, poder, fama, si está dispuesto a sacrificar su vida.
—Y está Robespierre.
—Ah, sí, Robespierre… No dudo que estaría dispuesto a morir con tal de huir de la hija del carpintero.
—Eres un cínico, general. Allá tú. Pero te garantizo que haremos una nueva constitución, distinta de cuantas existen en el mundo, en la que estará previsto que todas las personas asistan a la escuela y tengan trabajo.
—Jamás conseguiréis ponerlo en práctica.
—No, pero incluso la esperanza es una virtud. Además, añadirá lustre a nuestros nombres.
—Al fin he descubierto tu auténtica naturaleza, Danton. Eres un idealista.
—Debo acostarme, general. Me aguarda un largo viaje.
—Así pues, en cuanto llegues a París te dirigirás directamente a la Convención, para denunciarme. O a uno de sus comités.
—Sabes perfectamente que no me dedico a denunciar a los amigos. Aunque sin duda otros lo harán.
—Pero debes presentar un informe a la Convención.
—Tendrán que reprimir su impaciencia hasta que esté listo para entregárselo.
El general se puso en pie y dijo bruscamente:
—Buenas noches, ciudadano Danton.
—Buenas noches, general.
—¿No cambiarás de parecer?
—Buenas noches.
París, el 23 de marzo.
—Silencio —dijo Danton.
—Me alegro de que haya regresado —contestó Louise.
—No hagas ruido. ¿Qué estabas haciendo?
—Nada, miraba a través de la ventana.
—¿Por qué?
—Tenía el presentimiento de que estaba a punto de llegar.
—¿Me han visto tus padres?
—No.
En aquel momento apareció Marie.
—Disculpe, señor, no sabía que estuviera aquí —dijo la criada, cubriéndose la boca con las manos.
—¿Qué sucede? —preguntó Louise.
—Es un secreto. Supongo que te gustan los secretos. ¿Están ya acostados los niños?
—Por supuesto, son más de las nueve. ¿A qué secreto se refiere? ¿A que ya ha regresado?
—Sí. Tienes que ayudarme a esconderme.
Danton observó con satisfacción la expresión de asombro que se pintó en el rostro de Louise.
—¿Se ha metido en un lío?
—No. Pero si descubren que he vuelto, tendré que acudir inmediatamente a la Convención. Quiero dormir veinticuatro horas. No quiero saber nada de la Escuela de Equitación, ni de los comités ni de política.
—Necesita descansar. ¿Pero no debería informarles sobre su entrevista con el general Dumouriez?
—Ya lo haré más tarde. Ayúdame a ocultarme.
—No es fácil ocultar a un hombre de sus dimensiones.
—Pero podemos intentarlo.
—De acuerdo. ¿Tiene hambre?
—Una escena doméstica realmente encantadora —murmuró irónicamente Danton. Luego se dejó caer en un sillón y se cubrió los ojos con las manos—. En estos momentos no sé qué hacer… El único modo en que puedo honrar su nombre es defendiendo las ideas que ella no compartía… Aunque no estábamos de acuerdo en todo, lo más importante para ella era la verdad. Por defender esa verdad me alejé de ella, de las cosas en las que ella creía y aceptaba… —De pronto rompió a sollozar—. Perdóname —dijo.
Louise apoyó una mano en el respaldo del sillón.
—Supongo que la amaba —dijo—. Aunque a su manera.
—Sí, la amaba mucho —contestó Danton—. Muchísimo. Durante un tiempo creí que no la amaba, pero ahora comprendo que estaba equivocado.
—Si es cierto que la amaba, ciudadano Danton, ¿por qué pasaba las noches en los lechos de otras mujeres?
Danton la miró unos instantes.
—Por lujuria. Por vanidad. Supongo que me consideras un tipo grosero, insensible. Basta, no tolero este interrogatorio.
—No pretendía ser cruel. Pero no debe lamentarse de algo que jamás existió. Todo había muerto entre ustedes…
—No es cierto.
—Sí. Ella me lo contaba todo. Se sentía sola, asustada. Temía que quisiera divorciarse de ella.
Danton la miró atónito.
—¡Si jamás había pensado tal cosa! ¿Por qué iba a divorciarme de ella?
—No lo sé. Usted gozaba de todas las ventajas del matrimonio sin cumplir con ninguna de sus obligaciones.
—Nunca me hubiera divorciado de ella. Si hubiera sabido que creía eso… la habría tranquilizado.
—¿No vio que se sentía angustiada?
—No. Nunca me lo dijo.
—Nunca estaba usted aquí.
—No consigo comprender a las mujeres.
—Es usted un canalla —dijo Louise—. Se enorgullece de ello. Conozco a otros grandes personajes como usted y sus manifiestos, pero no tengo palabras para describir el asco que me inspiran. Más de una vez, mientras usted salvaba al país, yo me quedaba haciendo compañía a su esposa.
—Tenía que cumplir con mis obligaciones públicas.
—La mayoría de ustedes empiezan a beber a las nueve de la mañana y luego se dedican a tramar la forma de eliminarse mutuamente y fugarse con las esposas de sus colegas.
—Existe una excepción a esa regla —replicó Danton sonriendo—. Se llama Maximilien Robespierre. Aunque no creo que te gustara. No se me había ocurrido pensar que nos vieras como una pandilla de viejos verdes y borrachos… Bien, Louise, ¿qué te parece que debo hacer?
—Si desea salvarse como ser humano, debe renunciar a la política.
—¿Cómo ser humano? —repitió Danton—. ¿Cuáles son las otras alternativas?
—Me ha entendido perfectamente. Durante los últimos años no ha vivido como debe vivir un ser humano. Si desea volver a ser el hombre que era antes de… —Louise hizo un gesto ambiguo con la mano.
—Antes de esta locura. Antes de esta herejía.
—No se burle, se lo ruego.
—No me burlo. Eres muy dura conmigo. No estoy seguro de poder salvarme. Aunque quisiera abandonar mi carrera, no sabría cómo hacerlo.
—Si de veras desea hacerlo, estoy segura de que hallará el medio de conseguirlo.
—¿Tú crees?
Se está burlando de mí, pensó Louise.
—Si sólo le conociera por lo que publican los periódicos sobre usted, creería que era el mismísimo demonio. Temería incluso respirar el mismo aire que usted. Pero sé que no es así.
—¿Acaso te has impuesto la tarea de salvarme?
—Ella me lo pidió, y yo se lo prometí.
Bien pensado, Louise no recordaba exactamente lo que le había prometido. Gabrielle le confió a sus hijos, pero ¿le confió también a su marido?
Al día siguiente Louise dio estrictas instrucciones a los sirvientes, advirtiéndoles que no dijeran a nadie que el señor estaba en casa. Bajó antes de la siete y encontró a Danton sentado ante su mesa de trabajo, repasando la correspondencia.
—¿Va a salir? —le preguntó, decepcionada.
—No. No podía dormir… Tengo muchos problemas.
—¿Y si pregunta alguien por usted?
—Cuéntele una mentira.
—¿Lo dice en serio?
—Sí, necesito tiempo para reflexionar.
—Supongo que no sería un gran pecado.
—Te has vuelto muy liberal desde anoche.
—No se burle de mí. Si se presenta alguien no le dejaré pasar, y si me encuentro a alguien cuando vaya a comprar…
—Puedes enviar a Marie.
—No, prefiero que no salga. Temo que se vaya de la lengua. Diré que no le he visto a usted, que no sé cuándo regresará.
—Muy bien.
Danton continuó leyendo la correspondencia. Procuraba mostrarse amable con ella, pero el tono de su voz indicaba que se sentía un tanto irritado. No sé cómo hablar con él, pensó Louise. Me gustaría ser como Lucile Desmoulins.
Regresó a las nueve, cansada y jadeando, y encontró a Danton sentado ante una hoja en blanco, con los ojos cerrados.
—No se me ocurre nada —dijo Danton, abriendo los ojos—, al menos, nada profundo. Menos mal que soy dueño de un periodista.
—¿Cuándo piensa salir de su encierro?
—Mañana. ¿Por qué lo preguntas?
—No creo que pueda permanecer oculto. He visto a su periodista. Sabe que está aquí.
—¿Cómo es posible?
—No lo sabe con certeza, pero lo sospecha. Yo, lógicamente, lo negué. Tengo suerte de haber salido indemne de mi encuentro con él. No creyó una palabra de lo que le dije.
—Será mejor que vayas a disculparte, y dile confidencialmente que tiene razón. Pídele que me proteja de los miembros de los diversos comités que me acechan. Dile que todavía no he decidido qué hacer sobre Dumouriez, y que se pase esta noche por aquí para emborracharse conmigo.
—No sé si debo transmitirle ese mensaje tan poco edificante.
—La gente hace cosas mucho peores, te lo aseguro.
A la mañana siguiente Louise se levantó aún más temprano. Su madre salió apresuradamente del dormitorio, poniéndose la bata.
—¿Adónde vas a estas horas? —le preguntó. Sabía que los sirvientes de Danton no dormían en la vivienda, sino en el entresuelo—. Estarás a solas con él. ¿Cómo vas a entrar?
Louise le mostró la llave de la casa.
Entró sigilosamente, abriendo y cerrando las puertas del estudio, donde encontraría a Danton si estaba despierto, aunque dudaba de que ya se hubiera levantado. Camille estaba junto a la ventana. Iba en mangas de camisa, llevaba unos pantalones y unas botas, y estaba despeinado. La mesa de Danton estaba cubierta de folios escritos por otra persona.
—Buenos días —dijo Louise—. ¿Está borracho?
Camille se volvió rápidamente.
—¿Tengo aspecto de estar borracho? —contestó, molesto.
—No. ¿Dónde está el ciudadano Danton?
—Lo he asesinado y me he entretenido desmembrando su cadáver. ¿Quieres ayudarme a transportar sus restos a la bodega? ¡Qué cosas tienes, Louise! Está en la cama, durmiendo. ¿Dónde iba a estar?
—¿Está borracho?
—Borracho perdido. ¿A qué viene esa obsesión?
—Danton dijo que era lo que iban a hacer, emborracharse.
—¿Y eso te escandaliza?
—Sí. ¿Qué es lo que ha escrito?
Camille se acercó a la mesa de Danton, se sentó en la silla y observó el rostro de Louise.
—Una polémica.
—He leído algunos párrafos.
—¿Te gustan?
—Creo que son crueles y destructivos.
—Si mi trabajo gustara a las jovencitas respetables como tú, sería un fracaso como periodista.
—Creo que le engañó usted. No debía de estar muy borracho si fue capaz de escribir eso.
—Soy capaz de escribir aunque esté borracho.
—Quizás eso lo explica todo —replicó Louise.
Mientras fingía examinar unos folios, era consciente de que Camille tenía sus ojos negros, de mirada solemne, clavados en su rostro. Al alzar la vista Louise notó que llevaba una cadena de plata alrededor del cuello aunque no vio lo que colgaba de esta pues quedaba oculto entre los pliegues de la camisa. Tal vez fuera un crucifijo. Quizá no fuera un caso perdido, tal como ella creía. De pronto sintió unos incontenibles deseos de tocarlo, de averiguar lo que colgaba de la cadena; pero el impulso, que su confesor habría denominado un instante de tentación, se desvaneció enseguida. Al darse cuenta de que Louise contemplaba la cadena con curiosidad, Camille metió la mano dentro de la camisa y le mostró un medallón de plata en cuyo interior había un mechón de pelo.
—¿Es de Lucile?
Camille asintió. Louise cogió el medallón con la mano izquierda y los dedos de su mano derecha le rozaron el cuello. Ya está hecho, pensó ella. De haber podido, se habría cortado la mano.
—No te preocupes —dijo Camille—. Te olvidarás de mí.
—Es usted increíblemente vanidoso.
—Tienes razón, ¿por qué voy a ocultarlo? Pero te recomiendo, ciudadana, que procures reprimir tus efusiones —contestó Camille sarcásticamente.
Louise sintió deseos de echarse a llorar.
—¿Por qué es tan desagradable conmigo?
—Porque tú me ofendiste preguntándome si estaba borracho, lo cual me parece una grosería, y porque si alguien saca la artillería pesada a primeras horas de la mañana debo suponer que está pidiendo guerra. Ten esto bien presente, Louise: si crees estar enamorada de mí, te aconsejo que te lo quites de la cabeza. No quiero que exista ningún mal entendido entre tú y yo. Lo que Danton pueda hacer con mi mujer y lo que yo pueda hacer con la suya son dos cosas muy distintas.
Tras esas palabras se produjo un silencio.
—No te molestes en disimular —dijo Camille—. Lo sé todo.
—¿Qué le ha dicho Danton? —preguntó Louise, temblando—. ¿Qué le ha contado?
—Que está enamorado de ti.
—¿Eso le ha dicho? ¿Qué más?
—¿Por qué habría de regalarte los oídos?
—¿Cuándo se lo dijo? ¿Anoche?
—Esta mañana.
—¿Qué le dijo exactamente?
—No recuerdo sus palabras exactas.
—Pero usted se gana la vida con las palabras —le espetó Louise—. No le creo.
—Dijo: «Estoy enamorado de Louise».
Ella no está convencida; pero continuemos.
—¿Lo dijo en serio? ¿Cómo se lo dijo?
—¿Cómo?
—Sí, cómo.
—Pues como se suelen decir esas cosas a las cuatro de la mañana.
—¿No podría ser más preciso?
—Cuando te cases tendrás ocasión de averiguarlo.
—Es usted perverso —dijo Louise—. Sé que suena muy fuerte, pero eso es lo que creo.
Camille bajó la vista tímidamente y dijo:
—Uno hace lo que puede. Pero no seas demasiado cruel conmigo, porque en cierto modo vas a tener que convivir conmigo. A menos que te propongas rechazar a Danton, cosa que dudo.
—Aún no sé lo que voy a hacer. Pero no creo una palabra de lo que me ha dicho.
—Lo cierto es que quiere acostarse contigo y no sabe cómo conseguirlo, excepto proponiéndote matrimonio. Georges-Jacques es un hombre honesto, pacífico y hogareño. Si yo estuviera en su lugar, la situación sería muy distinta.
De improviso, Camille se inclinó sobre la mesa y se tapó la boca con las manos. Louise no sabía si reía o lloraba, pero al cabo de unos segundos comprendió que se estaba riendo a mandíbula batiente.
—No me importa que se burle —dijo Louise—. Estoy acostumbrada a su extraño sentido del humor.
—Me alegro. Cuando le relate a Fabre esta conversación —dijo Camille, riendo y enjugándose los ojos—, no me creerá. Me temo que aún te queda mucho por aprender.
—¿No tiene frío? —le preguntó Louise secamente.
—Sí —respondió Camille, levantándose—. Será mejor que acabe de vestirme. Hoy van a nombrarnos a Georges-Jacques y a mí miembros de un comité.
—¿Qué comité?
—No creo que te interesen los detalles.
—¿Cómo sabe que les van a nombrar si aún no se ha celebrado la votación?
—Qué inocente eres…
—Quiero que Danton abandone la política.
—Ni lo sueñes —contestó Camille.
El sol comenzaba a despuntar tímidamente. Louise se sentía sucia y humillada tras su encuentro con Camille. Danton seguía durmiendo.
Danton habló ante la Convención, y posteriormente ante los miembros del Club de los Jacobinos.
—En más de una ocasión me sentí tentado de hacer que arrestaran a Dumouriez. Pero luego me dije: «Si doy este paso, el enemigo se enterará y eso le dará mayores fuerzas». Francamente, temía que mi decisión pudiera beneficiar al enemigo y que me tacharais de traidor. ¿Qué hubierais hecho en mi lugar, ciudadanos?
—Y bien, ¿qué hubieras hecho tú? —preguntó Danton a Robespierre. Abril estaba a las puertas y en la rue Saint Honoré soplaba una fresca brisa—. Os acompañaremos a casa, así podré saludar a su esposa, Duplay.
—Será un honor, ciudadano Danton.
—Opino que en semejante situación hubiera sido mejor hacer algo que cruzarse de brazos —dijo Saint-Just.
—A veces es preferible esperar a ver cómo se desarrollan los acontecimientos, ciudadano Saint-Just.
—Yo hubieran mandado que lo arrestaran —insistió este.
—Pero no estabas allí, no sabes en qué situación se encontraban las tropas, no sabes cómo habrías reaccionado.
—Es cierto, no lo sé. Pero ¿por qué nos pediste nuestra opinión si no estás de acuerdo con nuestros criterios?
—No te pidió tu opinión —terció Camille—. Lo que tú pienses le trae sin cuidado.
—Tendré que ir personalmente al frente —dijo Saint-Just—, para descifrar esos misterios.
—Una decisión muy acertada —respondió Camille.
—Deja de comportarte como un chiquillo —le amonestó Robespierre—. En cuanto a ti, Danton, si piensas que actuaste de buena fe, no creo que haya nada más que añadir.
—No estoy de acuerdo —masculló Saint-Just.
Al entrar en el patio de los Duplay, Brount, que estaba sujeto a una cadena, se puso a ladrar con furia. Cuando su amo se acercó a él, el animal le apoyó las patas delanteras en los hombros. Robespierre le hizo una caricia y murmuró unas palabras, recomendándole que contuviera su impaciencia hasta que fuera practicable alcanzar la libertad. Todas las mujeres de Robespierre (por decirlo así) se hallaban en casa. La señora Duplay mostraba una expresión profundamente benevolente, como si su misión en la vida fuera dar de comer a un jacobino para luego exclamar: «¡He dado de comer a un patriota!». En ese aspecto, Robespierre no colmaba sus aspiraciones.
Luego pasaron al cuarto de estar, donde colgaban los numerosos cuadros de Robespierre. Danton echó una mirada a su alrededor y Robespierre lo miraba sonriendo, con una media sonrisa, serio, de perfil, o tenso y combativo en un estudio de frente, con aire pensativo o divertido, acompañado de un perro, con otro perro, sin un perro. El Robespierre original estaba tan quieto y silencioso que parecía formar parte de la colección de cuadros. Mientras los demás hablaban de diversos temas, el joven Philippe Lebas se dirigió a un rincón y empezó a charlar con Babette. No se lo reprocho, pensó Danton. Robespierre lo miró sonriendo.
Entre una y otra escaramuza, uno siempre encuentra tiempo para el amor.
Cuando el ministro de la Guerra fue a Bélgica para investigar la situación, Dumouriez mandó que lo arrestaran, junto con cuatro representantes oficiales de la Convención, y los entregó a los austriacos. Poco después emitió un manifiesto anunciando que conduciría sus ejércitos a París para restaurar la estabilidad y el orden. Sus tropas se amotinaron y abrieron fuego contra él. Acompañado por el joven general Égalité —Louis-Philippe, el hijo del duque—, atravesó la frontera austríaca. Una hora más tarde ambos fueron detenidos en calidad de prisioneros de guerra.
Robespierre se dirigió a la Convención en estos términos:
—Exijo que todos los miembros de la familia Orléans conocidos como Égalité comparezcan ante el Tribunal Revolucionario… Y que el Tribunal se encargue de juzgar a los otros cómplices de Dumouriez… ¿Es preciso que nombre a tan distinguidos patriotas como los señores Vergniaud y Brissot? Confío en la prudencia de la Convención.
Al presenciar las escenas que se produjeron a continuación, nadie hubiera dicho que la Convención estuviera presidida por la prudencia. La Gironda poseía un arsenal de cargos contra Danton: engaños, intrigas y malversación de fondos. Cuando este se dirigió a la tribuna de oradores, la derecha le dedicó su epíteto favorito: «¡Sanguinario!». El presidente se cubrió el rostro con las manos, como si fuera a echarse a llorar, mientras varios diputados se enzarzaban en una batalla campal y el ciudadano Danton se las veía y deseaba para alcanzar la tribuna y hablar en defensa propia.
Robespierre contemplaba horrorizado la escena desde lo alto de la Montaña. Danton consiguió por fin llegar a la tribuna, dejando tras de sí a varias víctimas tendidas en el suelo.
—¡No temo a la luz del día! —gritó, estimulado por el caos que se había desatado.
Philippe Égalité observó que sus colegas se apartaban de él, como si fuera Marat. En cuanto al propio Marat, se apresuró a dirigirse hacia la tribuna tras abandonarla Danton.
Al pasar junto a Danton, ambos hombres se miraron durante unos instantes. Marat se llevó la mano a la pistola que le colgaba del cinto, como si fuera a utilizarla. Al alcanzar la tribuna se volvió, apoyó una mano en el borde de la misma y miró fijamente a los diputados que estaban sentados ante él. Quizá no vuelva a verle hacer ese dramático gesto, pensó Philippe Égalité.
Acto seguido, Marat inclinó la cabeza hacia atrás y miró a su alrededor. Tras una larga y exquisita pausa, rompió a reír.
—Ese hombre me produce escalofríos —murmuró el diputado Lebas a Robespierre—. Es como encontrarse un fantasma en un cementerio.
—Silencio —contestó Robespierre—. Presta atención.
Marat acarició el pañuelo rojo que llevaba anudado alrededor del cuello; era una señal que indicaba que la broma había terminado. Luego, más relajado, extendió de nuevo el brazo y lo apoyó en la tribuna. Al hablar, su voz sonaba sosegada, desapasionada. Su propuesta era la siguiente: que la Convención aboliera la inmunidad de los diputados, de forma que estos pudieran ser procesados. Los diputados del ala derecha y el ala izquierda se miraron, imaginando a su enemigo personal desfilando hacia la máquina inventada por el doctor Guillotin. Dos diputados de la Montaña, sentados a pocos metros de distancia, se miraron brevemente y luego giraron rápidamente la cabeza. Nadie miró a Philippe a la cara. La moción de Marat fue aprobada por todos los grupos.
Los ciudadanos Danton y Desmoulins abandonaron juntos la Convención, aplaudidos por la muchedumbre que se había congregado frente al edificio, y echaron a andar hacia casa. Hacía una fresca tarde de abril.
—Desearía estar en otro lugar —dijo Danton.
—¿Qué vamos a hacer con Philippe? No podemos arrojarlo a Marat.
—Lo encerraremos durante un tiempo en una cómoda fortaleza provinciana. Estará más seguro en prisión que en su casa parisiense.
Habían alcanzado su distrito, la república de los Cordeliers. Las calles estaban silenciosas; la noticia de las escenas que se habían producido en la Convención no tardarían en circular por la ciudad, así como la noticia del temible decreto emitido por la Convención. El resto de los diputados se fueron cojeando a sus casas, para curarse las contusiones y magulladuras sufridas durante la agitada sesión. Daba la impresión de que aquella tarde todos habían perdido el juicio. El ciudadano Danton tenía el aire de un hombre que había participado en una dura batalla, pero eso era habitual en él.
Al llegar a la Cour du Commerce, Camille preguntó a Danton:
—¿Quieres subir a tomarte un vaso de sangre, o prefieres que abra una botella de borgoña?
Permanecieron charlando y bebiendo hasta medianoche. Camille anotó los puntos más importantes de un panfleto que se proponía escribir. Pero no era suficiente destacar los puntos más importantes, sino que era preciso que cada palabra surtiera el efecto de un cuchillo, que tardaría varias semanas en afilar.
Manon Roland había regresado a su pequeña vivienda de la rue de la Harpe.
—Buenos días, buenos días —dijo Fabre d’Églantine.
—No te hemos invitado.
—¿Ah, no? —replicó Fabre, sentándose y cruzando las piernas—. ¿Está el ciudadano Roland en casa?
—Ha salido a dar un paseo. Para hacer ejercicio.
—A propósito, ¿cómo se encuentra? —inquirió Fabre.
—Me temo que no muy bien. Esperemos que este verano no haga demasiado calor.
—El tiempo demasiado caluroso o demasiado frío suele agravar la salud de las personas delicadas —contestó Fabre—. Nos lo temíamos. Al observar que sostenías en la mano la carta de dimisión del ciudadano Roland, dijimos a Danton que debía de estar indispuesto. Danton contestó… no importa.
—¿Quieres dejar un recado para mi marido?
—No he venido para hablar con el ciudadano Roland sino a visitarte y gozar unos minutos de tu encantadora compañía. Me complace ver aquí al ciudadano Buzot, aunque debéis andaros con cuidado para que no sospechen que… —Fabre soltó una risita— os dedicáis a conspirar. Creo que una amistad entre un joven y una mujer madura es algo muy hermoso. El ciudadano Desmoulins opina lo mismo.
—Di lo que tengas que decir y márchate —dijo Buzot—, o me obligarás a echarte a la calle.
—¿De veras? —replicó Fabre—. No me había dado cuenta de que habíamos alcanzado tal grado de antagonismo. Siéntate, ciudadano Buzot, no es necesario que te pongas tan violento.
—Como presidente del Club de los Jacobinos —dijo Manon—, Marat ha presentado a la Convención una petición solicitando que ciertos diputados sean juzgados. Uno de ellos es el ciudadano Buzot, aquí presente. El otro es mi marido. Desean llevarnos ante el Tribunal Revolucionario. Noventa y seis personas han firmado dicha petición. ¿No crees que ese gesto indica un elevado grado de antagonismo?
—Protesto enérgicamente —respondió Fabre—. Fueron los amigos de Marat quienes lo firmaron, aunque confieso que me asombró comprobar que tuviera noventa y seis amigos. Danton no lo ha firmado. Tampoco Robespierre.
—Camille Desmoulins sí lo ha firmado.
—Sabes que es imposible controlar a Camille.
—Robespierre y Danton no lo han firmado, simplemente porque lo ha presentado Marat —dijo Manon—. Estáis divididos. Creéis que podéis intimidarnos, pero no conseguiréis expulsarnos de la Convención, no tenéis suficiente poder para hacerlo.
Fabre los miró a través de los impertinentes.
—¿Os gusta mi casaca? —preguntó—. Es el nuevo corte inglés.
—Jamás lograréis nada importante y no representáis a nadie. Danton y Robespierre temen que Hébert les robe protagonismo, Hébert y Marat temen a Jacques Roux y los demás agitadores callejeros. Tú temes perder popularidad, dejar de ser uno de los exponentes de la Revolución, por eso te comportas de esa forma tan ruin. Los jacobinos están dominados por la chusma que invade la galería pública, y vosotros les seguís el juego. Pero os advierto que esta ciudad, llena de miserables y analfabetos a los que servís, no es Francia.
—Tu vehemencia me admira —respondió Fabre.
—En la Convención hay hombres honestos procedentes de todos los rincones de la nación, y vuestros diputados parisienses no conseguirán que todos ellos se dobleguen. Ese Tribunal Revolucionario, el fin de la inmunidad, no sólo os beneficiará a vosotros. Tenemos planes para Marat.
—Ya —dijo Fabre—. Si te hubieras mostrado medianamente amable con Danton, nos habríamos ahorrado esto. No debiste hacer aquel comentario de que no te apetecía acostarte con él. Es una buena persona, siempre dispuesto a hacer un trato, no es un salvaje feroz y sanguinario como creen algunos. Lo que ocurre es que últimamente ha sufrido mucho y está un poco susceptible.
—No queremos hacer ningún trato —le espetó Manon, furiosa—. No queremos tratos con los que organizaron la matanza de septiembre.
—Es una pena —respondió Fabre—. Porque hasta este momento todo se basaba en compromisos, más o menos aceptables, en tratar de adaptarnos a las circunstancias y, no lo niego, de sacar de paso algún dinerillo. Pero la situación se ha puesto muy seria.
—Ya iba siendo hora —contestó Manon.
—Bien —dijo Fabre, poniéndose de pie—, ¿deseas que salude a algún colega de tu parte?
—No.
—¿Ves a menudo al ciudadano Brissot?
—El ciudadano Brissot dirige su propia versión de la Revolución —contestó Manon—, al igual que Vergniaud. Tienen sus propios seguidores y amigos, y es una majadería pretender meternos a todos en el mismo saco.
—Sin embargo, me temo que es inevitable. Si os veis con frecuencia, si intercambiáis información, si apoyáis las mismas iniciativas, aunque sea casualmente, es lógico que los de fuera os consideremos una especie de facción. Al menos, eso es lo que pensaría un jurado.
—En tal caso, tú serías juzgado junto con Marat —terció Buzot—. Creo que te precipitas, ciudadano Fabre. Es preciso tener un caso antes de presentarlo ante un tribunal.
—No estés tan seguro —contestó Fabre.
En la escalera se topó con Roland, quien se dirigía a redactar una petición —la octava o novena— exigiendo que se revisaran las cuentas del ministerio de Danton. Presentaba un aire abatido y olía a infusiones. Al ver a Fabre, bajó la vista para ocultar la tristeza que expresaban sus ojos.
—Ese Tribunal Revolucionario es un completo error —dijo sin más preámbulos—. Se avecinan malos tiempos para todos.
Brissot no para quieto: lee, escribe, corre de un lado para otro, trata de poner sus pensamientos en orden, propone mociones, habla ante el comité, toma notas. Brissot y sus amigos, sus facciones, sus seguidores y detractores; sus secretarios, sus mensajeros, sus chicos de los recados, sus impresores, su corte de admiradores. Brissot y sus generales, sus ministros.
¿Pero quién diablos es Brissot? El hijo de un pastelero.
Brissot: poeta, hombre de negocios, consejero de George Washington.
¿Quiénes son los brissotinos? Excelente pregunta. Si acusas a unas personas de un determinado delito (por ejemplo de conspirar) y no aceptas que sean juzgadas por separado, enseguida se verá que se trata de un grupo, que están cohesionados. Y si queremos afirmar, tú eres un brissotino, tú eres un girondino, es difícil demostrar lo contrario. Es difícil demostrar que tienes derecho a ser tratado por separado.
¿Cuántos son? Diez eminencias grises; sesenta o setenta personajes insignificantes. Tomemos el caso, por ejemplo, de Rabaut Saint-Étienne:
Tras eliminar de la Convención Nacional a ese individuo y a otros de su especie, de forma que la gente se preguntara qué era un brissotino, propongo que dicho individuo sea disecado y conservado en el Museo de Historia Natural. Por consiguiente, me opongo a que sea guillotinado.
Brissot: sus colaboradores y sus oradores, sus minutas y sus memorandos, sus compinches y sus secuaces.
Brissot: su estilo y sus medios para alcanzar sus fines, sus circunstancias, sus maquinaciones, sus faux pas y sus bons mots; su pasado, su presente, su mundo sin fin.
Afirmo que el ala derecha de la Convención, y mayormente sus líderes, está constituida casi en su integridad por partidarios de la monarquía y cómplices de Dumouriez; que están dirigidos por los agentes de Pitt, de Orléans y de Prusia; que pretendían dividir Francia en veinte o treinta repúblicas federales, para acabar con la República. Sostengo que la historia no ofrece otro ejemplo más palpable de una conspiración, confirmada por tantas pruebas de peso, como la conspiración de Brissot contra la República Francesa.
Camille Desmoulins, autor de un panfleto titulado «La historia secreta de la Revolución».