V. Un mártir, un rey, un niño

(1793)

El juicio del Rey ha concluido. Las puertas de la ciudad se han cerrado. Un Rey nunca es inocente, según ha decidido la Convención. ¿Acaso el mero hecho de haber nacido condena a Luis?

—Es la lógica de la situación —dice Saint-Just con calma.

Son las cinco de la mañana. En una casa de la Place Vendôme, todas las luces están encendidas. Han mandado llamar a los mejores médicos de la república; también han mandado llamar a David, el artista, para que contemple a un mártir, para que observe cómo la muerte va borrando los rasgos mientras la inmortalidad los moldea a su manera. Es el primer mártir de la república, el cual percibe unas voces confusas, algunas cercanas y otras lejanas, algunas familiares y otras desconocidas; sus sentidos se disipan poco a poco mientras en una habitación contigua organizan su funeral. Se llama Michel Lepelletier, nacido noble, actualmente diputado. Nada pueden hacer ya por él; al menos, no en este mundo.

David saca sus lápices. Lepelletier es un hombre feo, sin paliativos. Sus rasgos ya han empezado a suavizarse. Yace con un brazo inerme y desnudo, como el brazo de Cristo cuando lo transportaron a la tumba. Las ropas están desgarradas y empapadas en sangre. David trata de reproducir la camisa, de vestir mentalmente al moribundo que yace en el lecho.

Unas horas antes, Lepelletier había estado cenando en el restaurante Feurier, en el Jardin de l’Égalité (tal como llamamos actualmente al Palais Royal). De improviso se le acercó un hombre —un desconocido, pero amistoso—, quizá para felicitarle por su republicana firmeza al votar a favor de la muerte de Capeto. Afable, aunque cansado tras las largas sesiones nocturnas en la cámara, el diputado se reclinó hacia atrás. Súbitamente el extraño sacó del bolsillo de su casaca un cuchillo y se lo clavó debajo de las costillas, en el lado derecho.

Lepelletier es transportado a casa de su hermano con los intestinos destrozados, chorreando sangre, con una herida grande como un puño. «Tengo frío —murmura—. Tengo frío». Le cubren con unas mantas. «Tengo frío», repite.

Son las cinco de la mañana. Robespierre está acostado en su habitación de la rue Saint-Honoré. Ha echado el cerrojo a la puerta. Brount yace en el pasillo junto a ella, con las fauces entreabiertas, agitando de vez en cuando las patas, soñando con épocas mejores.

Las cinco de la mañana. Camille Desmoulins se levanta sigilosamente de la cama, como solía hacer en el colegio Louis-le-Grand. Danton quiere un discurso para tratar de obligar a Roland a dimitir de su cargo. Lolotte se gira, murmura unas palabras y extiende una mano. Camille la arropa y dice: «Duérmete». Danton no utilizará el discurso. Sostendrá los folios arrugados en la mano y se lo irá inventando a medida que vaya hablando… Camille no lo hace por obligación sino para ejercitar su imaginación y para matar el tiempo hasta el amanecer.

Siente el aire helado como la hoja de un cuchillo sobre su oscura piel. Atraviesa la habitación de puntillas y se lava la cara para despejarse, procurando no hacer ruido. Si Jeanette le oye, se levantará para encender la chimenea, para decirle que es propenso a resfriarse —lo cual no es cierto— y para atiborrarlo de comida. En primer lugar escribe una carta a su padre, firmada: «Tu hijo, el regicida». Luego coge otra hoja de papel y empieza a redactar el discurso. El gato de Lolotte juguetea con la pluma, observándola con recelo; Camille le acaricia el lomo mientras contempla el amanecer sobre los suburbios del este. De pronto, la llama de la vela oscila bruscamente y él se vuelve asustado. Pero está solo, rodeado por las negras siluetas de los muebles y los grabados que cuelgan en las paredes. Suavemente, como al gato, acaricia el cañón de una pequeña pistola que conserva en el cajón de la mesa. Una gélida lluvia cae sobre las enlodadas calles.

Las siete y media. En una pequeña habitación, junto a una estufa, están sentados un sacerdote y Luis el Último.

—Sobre nosotros hay un juez incorruptible… la Guardia Nacional se ha reunido… ¿Qué le he hecho a mi primo Orléans para que me persiga de esta forma…? Puedo soportarlo todo… Esas gentes ven cuchillos y venenos por todas partes, temen que me suicide… Estoy ocupado, aguarde unos minutos… Déme su última bendición, y rece para que el Señor me ayude en los instantes postreros… Entréguele mi reloj y mis ropas a Cléry, mi mayordomo…

Las diez y media de la mañana. La multitud arrebata la casaca de manos del ayudante de Sanson y la hacen jirones. En la Place de la Révolution venden tortas calientes y pan de jengibre. La gente congregada en torno al cadalso empapa unos trapos en la sangre derramada.

Lepelletier, el mártir, yace en el ataúd de cuerpo presente.

Los restos de Luis, el Rey, son rociados con cal viva.

Al final de la primera semana de febrero, Francia está en guerra contra Inglaterra, Holanda y España. La Convención Nacional promete ayuda armada a todos aquellos que decidan alzarse contra la opresión: «Guerra contra los castillos, paz para las casas de las gentes honestas». Cambon, del comité de finanzas: «A medida que penetramos en territorio enemigo, aumentan los costes de la guerra».

En Francia escasean los alimentos y la inflación aumenta vertiginosamente. En París, la Comuna lucha contra los ministros girondinos y trata de aplacar a los militantes de las Secciones; trata de estabilizar el precio del pan a tres sous, y el ministro Roland no cesa de lamentarse de la mala administración del dinero público. En la Convención, la Montaña constituye tan sólo una vociferante minoría.

JACQUES ROUX, UN SANSCULOTTE,

DESDE LA TRIBUNA DE LA CONVENCIÓN

Debemos garantizar las existencias de pan porque cuando deje de haber pan no habrá ley, libertad ni república.

Estallan revueltas en Lyon, Orléans, Versalles, Rambouillet, Étampes, Vendôme, Courville y aquí, en la misma capital.

DUTARD, UN EMPLEADO DEL MINISTERIO DEL INTERIOR,

A PROPÓSITO DE LA GIRONDA

Pretenden establecer una aristocracia formada por ricos, comerciantes y terratenientes… Si pudiera elegir, preferiría el viejo régimen; los nobles y los sacerdotes poseían ciertas virtudes de las que estas gentes carecen. ¿Qué es lo que dicen los jacobinos? Es preciso controlar a estos individuos codiciosos y depravados. Bajo el viejo régimen, los nobles y los sacerdotes constituían una barrera que no podían atravesar. Pero bajo el nuevo régimen no existen límites para sus ambiciones; son capaces de matar al pueblo de hambre. Es necesario erigir una barrera que los contenga, y el único medio es convocar a las masas.

CAMILLE DESMOULINS, A PROPÓSITO DEL MINISTRO ROLAND

El pueblo constituye para usted tan sólo un medio necesario para organizar una insurrección; tras haber servido a la revolución, es dejado de lado, olvidado. Pretende que esas gentes se dejen conducir como ganado por quienes son más sabios que ellos y están dispuestos a molestarse en guiarlos. Toda su conducta se basa en estos repugnantes principios.

ROBESPIERRE, A PROPÓSITO DE LA GIRONDA

Se creen unos caballeros, los justos beneficiarios de la Revolución. Nosotros no somos más que chusma.

10 de febrero. A primeras horas de la mañana, Louise Gély llevó a Antoine a casa de su tío Víctor.

Los dos niños —el hijo de los Desmoulins y François-Georges, que acaba de cumplir un año— están a cargo de su nodriza, la cual se ocupa, pese al ajetreo de la jornada, de darles de comer cuando tienen hambre.

Louise regresó apresuradamente a la Cour du Commerce para comprobar que Angélique se había adueñado de su territorio.

—Creo que el parto se producirá esta noche. De modo que pórtate bien y procura no estorbar, jovencita —dijo su madre.

—Y no pongas esa cara, que estás muy fea —apostilló Angélique.

Al poco rato llegó Lucile Desmoulins. Esa nunca está fea, pensó Louise con rabia.

Lucile llevaba una falda de lana negra, un elegante chaleco y el cabello recogido con una cinta tricolor.

—¡Jesús! —exclamó, dejándose caer en un sillón y extendiendo las piernas para admirar las puntas de sus botas de montar—. Si hay algo que detesto es el melodrama que rodea a los embarazos y partos.

—Supongo que si pudieras estarías dispuesta a pagar a otra mujer para que tuviera a tus hijos —dijo Angélique con dulzura.

—Desde luego —respondió Lucile—. Creo que debería ser menos complicado.

Las mujeres intentaban mantener ocupada a Louise, impidiendo que participara en la conversación. En cierto momento oyó decir a Gabrielle, refiriéndose a ella, que era «muy amable, muy útil», lo cual hizo que se ruborizara. Le ponía violenta que hablaran de ella.

Cuando Lucile se disponía a marcharse, dijo a la señora Gély:

—Si me necesitan, acudiré inmediatamente. Gabrielle está muy agitada. Dice que tiene miedo, lamenta que Georges-Jacques no esté aquí.

—Es inevitable —respondió secamente la señora Gély—. Ha tenido que ir a Bélgica por un asunto urgente.

—De todos modos, no dejen de avisarme.

La señora Gély asintió. A sus ojos, Gabrielle era una chica dulce y piadosa a la que Lucile, que era poco menos que una prostituta, había traicionado.

Gabrielle expresó el deseo de descansar un rato, y Louise regresó de mala gana a la pequeña y sombría vivienda de sus padres. A media tarde, cuando ya había oscurecido, se sentó en el cuarto de estar, pensando en Claude Dupin. Si Lucile supiera que este se le había declarado, que quizá se convertiría pronto en su esposa, no la trataría como si fuera una imbécil.

Su madre había sonreído de forma condescendiente, pero en el fondo estaba entusiasmada. Claude Dupin era un excelente partido. Cuando cumplas los dieciséis años, le dijo, hablaremos de ello. A los quince se es demasiado joven para pensar en el matrimonio. Sólo los aristócratas se casan a esa edad.

Claude Dupin tenía veinticuatro años, pero ya era (según había informado a Louise su padre) secretario general del département del Sena, aunque eso a ella le tenía sin cuidado. Aparte de otras cualidades, era un joven muy apuesto.

Hacía quince días lo había llevado a casa de Gabrielle, para presentárselo. Gabrielle lo encontró muy amable y educado. Pese a la proverbial reserva de su amiga, Louise había leído en sus ojos una expresión de aprobación y deseaba charlar al día siguiente a solas con ella sobre Claude Dupin y formularle un montón de preguntas. Si Gabrielle estaba a su favor, si Claude le había caído bien, Louise le pediría que hablara con sus padres para intentar convencerlos de que era lo suficiente madura para tener novio. No quería esperar. La vida era muy corta.

Pero cuando todo discurría de forma amable y civilizada, de repente irrumpió el ciudadano Danton acompañado de sus amigos. Tras las debidas presentaciones, el ciudadano Fabre dijo:

—Así que esta es la niña prodigio, la famosa jovencita que ya es una experta administradora. Vaya, vaya…

Luego observó fijamente a Claude a través del monóculo.

El ciudadano Hérault miró a Claude Dupin como si no acabara de comprender de quién se trataba.

—Querida Gabrielle —dijo Hérault, dándole un beso.

A continuación se sentó, se sirvió una copa del mejor coñac de Danton y se dispuso a relatarles algunas anécdotas sobre Luis Capeto, al que, por supuesto, conocía íntimamente. Al cabo de un rato Camille, que estaba sentado en una esquina del sofá, con la cabeza apoyada en el hombro de Gabrielle, lo interrumpió.

—Hace tiempo que ardo en deseos de conocerlo, Dupin —dijo, dirigiendo al joven una lánguida mirada.

El ciudadano Danton sometió a Claude Dupin a un implacable interrogatorio sobre los asuntos del département, Gabrielle no se lo reprochaba, así era como solía trabajar. Claude Dupin ofreció unas respuestas claras e inteligentes; cada vez que decía algo particularmente interesante, el ciudadano Camille cerraba los ojos y se estremecía de placer. «Tan joven y un experto burócrata», observó Fabre. Louise pensó que si Gabrielle la estimaba debería inducir al ciudadano Camille a retirar la cabeza de su hombro y dejar de mostrarse sarcástico. Pero Gabrielle, que parecía divertirse de lo lindo con aquella situación, pasó el brazo por los hombros del ciudadano Camille y lo miró con afecto.

En cuanto entraron en la habitación —Louise no podía negarlo— Claude Dupin pareció encogerse. En cuanto hubo respondido a las preguntas de Danton, este dejó de interesarse en él. A partir de ese momento, Claude Dupin apenas consiguió meter baza en la conversación.

Al cabo de unos minutos, Louise decidió que había llegado el momento de marcharse a casa.

—No os vayáis tan pronto —le rogó el ciudadano Fabre—. Camille lo está pasando divinamente.

Louise miró a Danton, el cual, a su vez, la observó imperturbable.

Louise, torpemente, le relató a su madre ese desagradable episodio.

—No sé si Claude es el hombre que me conviene. ¿Me comprendes?

—No —contestó ella—. La semana pasada me suplicaste de rodillas que te permitiera casarte con él, y ahora dices que te parece insignificante al lado de esa pandilla de sinvergüenzas que conociste en casa de los Danton. Debimos obligarte a permanecer en casa, para evitar que te mezclaras con esa gentuza.

El padre de Louise recordó suavemente a su madre que debía su vida al ciudadano Danton.

En estos momentos el doctor Souberbielle estaba examinando a Gabrielle y acababa de llegar la comadrona.

—Sé el aprecio que sientes por Gabrielle —dijo Angélique Charpentier a Louise, que subía y bajaba cada cinco minutos—, pero es preferible que te marches, créeme. Todo irá bien. Ve a acostarte. Por la mañana habrá nacido la criatura y podrás jugar con ella.

Louise regresó de nuevo a su casa. Estaba furiosa. Gabrielle es mi amiga, pensó. Yo soy su mejor amiga; no tengo la culpa de tener quince años; debería estar junto a ella. Es a mí a quien quiere a su lado. Me pregunto dónde estará esta noche el ciudadano Danton, y con quién. No soy tan tonta como imaginan.

Las diez. Su madre asomó la cabeza y dijo con cierto tono de aprehensión:

—¿Quieres bajar, Louise? La señora Danton desea verte.

¡Por fin! Louise bajó precipitadamente.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó.

—No lo sé —respondió su madre—. ¿Estás preparada?

—Desde luego.

—Te advierto que Gabrielle no se encuentra bien. El parto se presenta complicado. Ha sufrido unas convulsiones. La situación se ha agravado.

Louise echó a correr y se topó con la comadrona cuando esta salía de la habitación de la parturienta.

—No me parece oportuno que la niña la vea —dijo la comadrona a su madre—. No puedo responder…

—Se lo he prometido —contestó Louise—. Le dije que estaría con ella. Que si le sucedía algo malo, me ocuparía de los niños.

—¿Eso le dijiste? No debes hacer promesas que no puedas cumplir —le reprendió su madre, propinándole un capón.

A medianoche, Louise abandonó la vivienda de Gabrielle y subió a su casa.

Se tendió en la cama, medio vestida, y cerró los ojos. En su mente seguía viendo los solemnes rostros de las mujeres. Lucile sentada en el suelo, con aire serio y entristecido, sin quitarse las botas de montar, y sosteniendo la mano de Gabrielle.

Al cabo de un rato, Louise se quedó dormida. Que Dios me perdone, pensó más tarde, pero al dormirme olvidé todo cuanto había sucedido y soñé cosas intrascendentes. El ruido del tráfico la despertó a la mañana siguiente. Era el 11 de febrero. El edificio estaba muy silencioso.

Louise se levantó, se lavó y se vistió. Luego se asomó al dormitorio de sus padres. Su padre estaba roncando, y el lado del lecho que ocupaba su madre estaba intacto. Tras beberse medio vaso de agua y peinarse, bajó las escaleras apresuradamente. En el descansillo se encontró con la señora Charpentier.

—Señora… —dijo Louise.

Angélique iba envuelta en una capa, con la espalda encorvada y la cabeza gacha. Pasó junto a Louise sin detenerse, como si no la hubiera visto. Tenía la mirada ausente. Al alcanzar la escalera se volvió y la miró en silencio.

—La hemos perdido —dijo al cabo de unos instantes—. He perdido a mi hijita.

Tras esas palabras, salió. Afuera estaba lloviendo.

En casa de los Danton hacía frío, pues aún no habían encendido la chimenea. La nodriza de los niños estaba sentada en un taburete en un rincón, dando de mamar al hijo de Lucile Desmoulins. Al entrar Louise, alzó la vista y cubrió el rostro del niño con gesto protector.

—Será mejor que te vayas —le dijo, como si no la reconociera.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Louise.

—¿Eres la niña que vive arriba? ¿No te has enterado? Ha fallecido a las cinco. Pobre mujer, siempre fue muy buena conmigo. Que Dios la tenga en su gloria.

Louise se quedó helada.

—¿Y el niño? —preguntó—. Le dije que me ocuparía de sus hijos si ella…

—Es un varón. Ojalá me equivoque, pero creo que no vivirá mucho tiempo. Una amiga, que vive cerca de mi casa, se encargará de él. La señora Charpentier está de acuerdo.

—Muy bien —respondió Louise—. ¿Dónde está François-Georges?

—Con la señora Desmoulins.

—Iré a buscarlo.

—Deja que descanse durante un par de horas.

Se lo prometí, pensó Louise. En aquel momento comprendió que los niños no eran unos vínculos morales sino seres de carne y hueso, frágiles, impacientes, con unas necesidades que ella no podía satisfacer.

—El marido de la señora Danton no tardará en regresar a casa —dijo la nodriza—. No te preocupes. Él se encargará de dar las instrucciones oportunas.

—Usted no lo comprende —contestó Louise—. La señora me pidió que cuidara de sus hijos. Debo cumplir mi promesa.

Danton tardó algunos días en recibir la noticia. El 16 de febrero, cinco días después de fallecer su esposa, regresó a casa. Habían enterrado a Gabrielle apresuradamente, sin darles tiempo a embalsamarla. Habían aguardado instrucciones de Georges-Jacques, pero al no dar este señales de vida habían desistido de ponerse nuevamente en contacto con él, temiendo provocar un ataque de ira y remordimientos.

Los vestidos de Gabrielle colgaban inermes en el ropero, como víctimas de inenarrables torturas. Bajo el viejo régimen, algunas mujeres habían sido quemadas vivas, y muchos hombres habían muerto sobre el potro de tortura. Danton se preguntó si habían sufrido más que ella. No podía adivinarlo. Nadie quería decírselo. Nadie quería entrar en detalles. Los cajones, en esa casa mortuoria, exhalaban un leve aroma floral. Lo armarios estaban perfectamente ordenados. Gabrielle solía llevar un inventario de la vajilla. Dos días antes de su muerte había roto una taza. En una fábrica de Sèvres habían diseñado un nuevo modelo de servicio de café. Mientras uno tomaba una tacita de moca podía contemplar la cabeza de Capeto, chorreando gotitas doradas de sangre, sostenida por la mano dorada de Sanson.

La doncella halló un pañuelo de Gabrielle bajo el lecho en el que había fallecido. Danton encontró en su mesa un anillo que ella había extraviado hacía tiempo. Un día se presentó un vendedor con tejidos que ella le había encargado. Cada día sucedía algo que venía a rematar una tarea a medio hacer. En cierta ocasión Danton encontró una novela con un marcador entre sus páginas, tal como lo había dejado ella.

Y así termina la historia de Gabrielle.