IV. Chantaje

(1793)

Rue des Cordeliers, 13 de enero.

—¿Crees que el señor Pitt nos enviará dinero? —preguntó Fabre—. Me refiero para el Año Nuevo.

—El señor Pitt sólo envía saludos.

—Han terminado los días gloriosos de William Augustus Miles.

—Creo que dentro de poco estallará la guerra entre Francia e Inglaterra.

—No deberías emplear ese tono, Camille, sino mostrar tu patriótico fervor.

—Es imposible que ganemos. Supongamos que el populacho inglés no se amotina. Quizá prefieran la opresión nativa a la liberación por parte de los franceses. Al parecer —prosiguió Camille, recordando las recientes decisiones adoptadas por la Convención—, nuestra política consiste en anexionar territorios. Danton la aprueba, al menos en el caso de Bélgica, pero a mí me parece que así es como se han regido siempre los destinos de Europa. Imagina, tratar de anexionar Inglaterra. Los que aburren a la Convención serán enviados como emisarios especiales a Newcastle-on-Tyne.

—No te preocupes, tú no les aburres nunca. He dedicado mucho tiempo y esfuerzos a convertirte en un buen orador, pero nunca abres la boca.

—Hablé durante el debate sobre la anexión de Saboya. Dije que la república no debería comportarse como un rey, que no hacen más que apoderarse de territorios extranjeros. Nadie me hizo el menor caso. ¿Crees que al señor Pitt le importa que ejecutemos a Luis?

—¿Personalmente? Luis no le importa un comino a nadie. Pero opinan que es un mal precedente cortarle la cabeza al Monarca.

—Fueron los ingleses quienes sentaron ese precedente.

—Ellos tratan de olvidarlo. Y nos declararán la guerra, a menos que nosotros lo hagamos primero.

—¿Crees que Georges-Jacques cometió un error? Pensaba que se podría utilizar la vida de Luis como elemento negociador, mantenerlo vivo mientras Inglaterra se mantuviera neutral.

—Creo que en Whitehall no les importa nada la vida de Luis. Lo que les importa es el comercio, la industria naviera, el dinero.

—Danton regresa mañana —dijo Camille.

—Debe haberle disgustado que la Convención le obligara a volver. Dentro de una semana habrá concluido el juicio de Capeto, y Danton no habría tenido que comprometerse. Además, parece que se está divirtiendo de lo lindo. Es una lástima que esas historias llegaran a oídos de su esposa. Debió permanecer en Sèvres, lejos de las habladurías.

—Espero que no le hayas contado lo que dicen las malas lenguas.

—¿Por qué iba a querer hacerle daño? Ya tiene suficientes problemas.

—No me fío de ti, eres perverso y vengativo.

—No me gusta hacer daño gratuitamente —replicó Fabre, cogiendo un periódico que había sobre la mesa—: No entiendo tu letra, pero supongo que opinas que Brissot debería arrojarse al río.

—¿Te preocupa tu conciencia?

—Tengo la conciencia muy tranquila. Como verás he echado barriga, lo cual demuestra que no me siento en absoluto angustiado.

—Te equivocas, las manos te sudan y estás inquieto. Te comportas como un ladrón que trata de vender los primeros lingotes de oro que ha robado.

Fabre miró a Camille fijamente.

—¿A qué te refieres? —le preguntó.

—Vamos, hombre, no te hagas el inocente… —respondió Camille.

—Quiero saber a qué te refieres —insistió Fabre. Camille se encogió de hombros—. Confío en que no habrás pretendido insinuar nada.

En aquel momento apareció Lucile.

—Supongo que estáis hablando de política —dijo. En la mano sostenía unas cartas que acababan de llegar.

—Fabre se ha llevado un buen susto.

—Como de costumbre, Camille ha descargado su veneno contra mí. Cree que no soy digno de ser el perrillo faldero de Danton, y mucho menos su confidente político.

—No es eso —protestó Camille—. Estoy convencido de que Fabre oculta algo.

—Es probable —dijo Lucile—, pero quizá sea mejor que no lo revele. Ha llegado carta de tu padre. No la he abierto.

—Has hecho bien —dijo Fabre.

—Y de tu prima Rose-Fleur. Esa sí la he abierto.

—Lucile tiene celos de mi prima, con la que estuve comprometido algún tiempo.

—Me asombra que sienta celos de una mujer que vive tan lejos —observó Fabre.

Camille leyó la carta de su padre.

—Supongo que imaginas lo que dice en ella.

—Sí —contestó Lucile—. Que no debes votar a favor de que Luis sea ejecutado, sino abstenerte. Te has pronunciado con frecuencia contra él y has publicado tu opinión sobre el caso. Por consiguiente, es como si lo hubieras prejuzgado, lo cual es excusable en un polemista pero no en un jurista. Debes negarte a participar en el proceso, para salvaguardar tu prestigio profesional.

—Para el caso de que se produzca una contrarrevolución. Has acertado. De esa forma, según mi padre, no podrían acusarme de regicidio.

—Qué familia tan singular y divertida… —dijo Fabre.

—¿Te parece divertido Fouquier-Tinville?

—Me había olvidado de él. No, es un hombre serio, útil. Sin duda llegará muy lejos.

—Siempre y cuando demuestre su gratitud —terció Lucile con cierto tono de ironía—. Tus parientes no soportan estar endeudados contigo.

—Rose-Fleur me soporta, su madre siempre ha estado de mi lado. Sin embargo su padre…

—La historia se repite —dijo Fabre.

—Tu padre no imagina lo que nos reímos aquí en París de sus escrúpulos —dijo Lucile—. Mañana regresa Danton de Bélgica, y al día siguiente votará a favor de condenar a Luis, sin haber oído ninguna prueba. ¿Qué diría tu padre si lo supiera?

—Se quedaría horrorizado —respondió Camille con franqueza—. En su lugar, yo también lo estaría. Pero ya sabes lo que dice Robespierre. No se trata de un juicio, en el sentido convencional de la palabra, sino de adoptar las medidas oportunas para el bien del país.

—Para salvaguardar la seguridad pública —apostilló Lucile. Era una expresión que últimamente estaba en boca de todo el mundo—. La seguridad pública. Sin embargo, se tomen las medidas que se tomen, nadie se siente seguro. Qué extraño, ¿no?

14 de enero, en la Cour du Commerce. Gabrielle esperaba a que Georges terminara de revisar las cartas que se habían acumulado en su ausencia. De pronto apareció su marido, sosteniendo una carta en la mano, pálido como la cera.

—¿Cuándo llegó esta carta? —preguntó a Gabrielle.

Su hijo Antoine levantó la cabeza y dijo:

—Papá está preocupado.

—No lo sé —contestó Gabrielle, observando el pulso que latía en su sien. Durante un instante le pareció contemplar ante sí a un extraño, y sintió temor de la violencia que anidaba en aquel gigantesco cuerpo.

—¿No lo recuerdas? —insistió Georges, agitando la carta ante sus narices. Gabrielle no sabía si pretendía que la leyera.

—Está fechada el 11 de diciembre. Hace más de un mes, Georges.

—¿Cuándo la recibiste?

—No lo recuerdo, lo lamento. ¿Acaso me acusan de algo? —preguntó Gabrielle—. ¿De qué se trata? ¿Qué he hecho?

Georges estrujó la carta con violencia y respondió:

—No tiene nada que ver contigo. ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!

Gabrielle lo miró perpleja, señalando a Antoine. El niño le tiró de la falda y preguntó:

—¿Está enfadado papá?

Gabrielle se llevó un dedo a los labios, indicándole que guardara silencio.

—¿Quién es el presidente de la Convención?

Gabrielle no lo recordaba, pues cada día quince días ocupaba el cargo un hombre distinto.

—Lo siento, Georges, no lo recuerdo.

—¿Dónde están mis amigos? ¿Dónde se meten cuando los necesito? Robespierre debe de saberlo, él lo sabe todo.

—No seas ridículo —dijo Camille. Ni Georges ni Gabrielle le habían oído entrar—. Ya sé que debería estar en la Escuela de Equitación, pero no soporto los discursos sobre Luis. Podemos ir juntos más tarde. ¿Pero qué…? —Antoine se levantó de pronto, pisoteando sus soldados, y se arrojó gritando en brazos de Camille—. ¿Qué ha sucedido, Georges? Hace una hora, cuando te dejé, estabas perfectamente.

—Así que fuiste a ver a Lucile antes de venir aquí… —dijo Gabrielle, mirando a su marido con aire de reproche.

—¡Basta! —contestó furioso Danton. Antoine se echó a llorar. Su padre llamó a gritos a Catherine, la cual apareció apresuradamente—. Llévate al niño —le ordenó Danton. La sirvienta trató de coger al pequeño en brazos, que seguía agarrado al cuello de Camille—. ¡Vaya recibimiento! Me ausento durante un mes y cuando regreso compruebo que mis hijos se han encariñado con otro hombre.

Catherine logró llevarse por fin al pequeño. Gabrielle sintió deseos de taparse los oídos para no oír los berridos de su hijo, pero temía incluso moverse. Jamás había visto a su marido tan enfurecido. Georges agarró a Camille de las solapas y lo obligó a sentarse en el sofá junto a Gabrielle.

—Toma —dijo, arrojando la carta sobre el regazo de su esposa—. Es de Bertrand de Molleville, el ex ministro, que se halla actualmente en Londres. Podéis leerla juntos y sufrir conmigo.

Gabrielle cogió la carta, la alisó y la sostuvo en alto para que Camille la leyera. Aunque era muy miope, éste consiguió descifrar la primera frase. Miró a Danton, horrorizado, y se llevó una mano a la frente, como presintiendo el desastre que estaba a punto de estallar.

—Eres un gran consuelo —rezongó Danton.

Gabrielle miró perpleja a Camille y a su marido, y luego leyó la carta:

—«Creo mi deber informarle, señor, que entre los documentos que me confió el difunto señor Montmorin, a finales de junio del pasado año —y que traje a Inglaterra conmigo— he hallado una nota en la que se detallan varias sumas de dinero que le fueron entregadas a usted, procedentes del fondo secreto del Ministerio de Asuntos Exteriores, junto con las fechas en que se llevaron a cabo los pagos, las circunstancias en que usted las recibió y los nombres de las personas que…».

—Sí —dijo Georges— soy como tú sospechabas que era.

Gabrielle siguió leyendo:

—«Obra también en mi poder una nota, escrita de su puño y letra… Le notifico que he adjuntado ambos documentos a una carta dirigida al presidente de la Convención Nacional…». ¿Qué es lo que pretende ese hombre, Georges? —murmuró Gabrielle.

—Continúa. Dice que ha enviado la carta y los dos documentos a un amigo suyo que vive en París, para que este los remita al presidente de la Convención si no salvo al Rey.

Gabrielle continuó leyendo la carta, espantada ante la amenaza y los violentos términos contenidos en la misma.

—«… si se niega usted a comportarse, en el asunto concerniente al Rey, como un hombre a quien el Monarca remuneró generosamente. Si por el contrario se aviene a prestar el servicio que solicito, del que es perfectamente capaz, percibirá una justa recompensa».

—Se trata de un chantaje, Gabrielle —dijo Camille—. Montmorin fue ministro de Asuntos Exteriores. Le obligamos a dimitir después de que Luis tratara de huir, pero siguió formando parte del círculo de allegados del Monarca. Murió en septiembre en la cárcel. De Molleville fue ministro de Marina.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Gabrielle con tono angustiado, apoyando una mano en el brazo de Danton, como si quisiera consolarlo.

Danton la apartó bruscamente y contestó:

—Debí matarlos a todos cuando tuve ocasión de hacerlo.

El pequeño Antoine, que estaba en una habitación contigua, seguía llorando desconsoladamente.

—Siempre supuse —dijo Gabrielle—, que no estabas de acuerdo con esta Revolución, que eras partidario del Rey.

Danton se volvió hacia ella y soltó una carcajada.

—Le debes lealtad —prosiguió Gabrielle—. Has aceptado su dinero, con el que has vivido y has adquirido tierras. Debes serle leal. Sabes que es lo correcto, y si no lo haces… —Gabrielle se detuvo, sin saber cómo continuar. ¿Qué podía sucederle? ¿Ser menospreciado por todo el mundo, o incluso juzgado?—. Debes salvarlo. No te queda más remedio.

—¿De veras crees que me recompensarán por mis servicios, querida? Te equivocas. Si salvo a Luis —tiene razón, puedo hacerlo— pondrán esos documentos a buen recaudo y seguirán utilizándome como un pelele. Cuando ya no les sea útil, cuando haya perdido mi influencia, los sacarán para difamarme y sembrar el caos.

—¿Por qué no le pides que te entregue esos documentos a cambio de tus servicios? —preguntó Camille—. Junto con el dinero. Si pudieras hacerlo, si te pagaran una cantidad justa, lo harías, ¿no es así?

—Explícate —respondió Danton.

—Si pudieras salvar a Luis, conservar tu prestigio entre los patriotas y sacarles más dinero a los ingleses, supongo que lo harías, ¿no es cierto?

Tiempo atrás Danton hubiera contestado: «Sería un imbécil si no lo hiciera». Camille habría sonreído, pensando: «Siempre finge ser peor de lo que es». Pero ahora observó una expresión de perplejidad en el rostro de Danton, como si no supiera qué responder ni qué hacer, como si de pronto hubiera perdido el control. Gabrielle se puso de pie precipitadamente y recibió una bofetada en pleno rostro, que la derribó de nuevo sobre el sofá.

—¡Dios mío! —exclamó Camille—. Ha sido un gesto muy valiente.

Danton se cubrió la cara con las manos, tratando de reprimir unas lágrimas de furia y humillación. No había vuelto a llorar desde que el toro lo había embestido, desde que era un niño incapaz de controlar sus lágrimas. Al cabo de unos minutos miró a su esposa y vio que esta lo miraba con los ojos secos.

—Jamás podré perdonarme por haberte golpeado —dijo Danton, arrodillándose junto a ella.

—Podrías dedicarte a romper la vajilla en lugar de descargar tu ira sobre la gente —dijo Gabrielle, palpándose el labio inferior—. No somos tus enemigos —añadió, crispando los puños para no frotarse la mejilla y que él viera que le hacía daño.

—No te merezco —le dijo Danton—. Perdóname. No pretendía golpearte.

—Camille tampoco merece que le golpees.

—Un día te mataré —dijo Danton, dirigiéndose a Camille—. No temas, acércate. Tienes una mujer encinta que te protege. En septiembre, cuando los presos fueron muertos, me cubriste de mierda. Todo está organizado, informaste a Prudhomme y a algunos más. No os preocupéis, les dijiste, no habrá ningún problema… mientras yo trataba de negar toda participación en el asunto. Aquello fue necesario, pero al menos fingí no tener nada que ver en ello. Tú, en cambio, no hubieras dudado en responsabilizarte de la Matanza de los Inocentes. De modo que no me mires con ese aire de superioridad. Tú lo sabías. Estabas al corriente desde un principio.

—Sí, pero no supuse que iban a descubrirte —contestó Camille, sonriendo y retrocediendo unos pasos.

—Te aconsejo que te lo tomes en serio, Camille —dijo Gabrielle, mirándole asustada.

—Lávate la cara, Gabrielle —le ordenó su marido—. Porque si esos documentos salen a la luz pública mi futuro no valdrá ni dos sous, y tampoco el tuyo.

—Es posible que sea una trampa, que no posea esos documentos —dijo Camille—. ¿Cómo ha conseguido una nota escrita de tu puño y letra?

—Esa nota existe.

—Entonces te has comportado como un idiota. De todos modos, es posible que De Molleville haya visto esos documentos, pero dudo mucho que Montmorin se los haya entregado. De Molleville afirma que se los dio para que los guardara a buen recaudo, pero ¿cómo iban a estar a buen recaudo en la maleta de un emigrado que se fuga a Inglaterra? ¿De qué iban a servirle a Montmorin esos documentos en Londres? De Molleville hubiera tenido que remitírselos de nuevo. Además, Montmorin ignoraba que iban a matarlo en la cárcel.

—Es posible que tengas razón, pero las declaraciones de De Molleville bastarían para hundirme. Hace mucho tiempo que la gente murmura que trabajo para Pitt. De hecho, en estos momentos me esperan en la Convención.

—Procura no perder la calma. Si es una trampa, si esos documentos no existen, lo que diga De Molleville carece de importancia. Confiemos en que sea así. Pero ¿a qué presidente de la Convención se refiere? El actual presidente es Vergniaud.

—¡Dios! —exclamó Danton.

—Sí, lo sé. No has conseguido sobornarlo ni atemorizarlo. Ha sido un descuido por tu parte.

—Es mejor que vayas inmediatamente —dijo Gabrielle—, y trates de defender al Rey.

—¿Y ceder ante ellos? —protestó Danton—. Prefiero morir. Si intervengo ahora, a estas alturas, dirán que me han comprado, y los otros publicarán los documentos. Haga lo que haga, algún patriota me clavará un cuchillo en la espalda. ¡Pregúntaselo a Camille si no me crees! —gritó Danton—. Él mismo estaría dispuesto a hacerlo.

Gabrielle se giró hacia Camille y lo miró con aire interrogativo.

—Sin duda me pedirían que los ayudara. A fin de cuentas, no quiero correr la misma suerte que tú.

—¿Por qué no regresas junto a Robespierre? —preguntó Danton.

—No, prefiero quedarme contigo, Georges-Jacques. Quiero ver cómo resuelves esto.

—¿Por qué no vas corriendo a contárselo? Él te protegerá. ¿Temes que ya no te quiera? No te preocupes, con tus atributos siempre encontrarás a alguien.

—¿Es así como pretendes conservar a tus amigos? —intervino Gabrielle. Jamás le había hablado en ese tono—. Te lamentas de que tus amigos desaparecen cuando los necesitas, pero si acuden a ti los insultas. Creo que te estás destruyendo. Creo que estás conspirando con ese De Molleville para destruirte.

—Espera —dijo Camille—. Escúchame, Gabrielle, escúchanos a los dos, antes de que se produzca un desastre. No estoy acostumbrado a ser la fría voz de la razón, de modo que no me pongas a prueba en ese sentido. Si Vergniaud tiene los documentos en su poder, estás acabado —dijo, girándose hacia Danton—. ¿Pero por qué iba Vergniaud a esperar tanto tiempo para darlos a conocer? Hoy es el último día que puedes intervenir en el debate. Te quedan pocas horas. Hace tres días que Vergniaud ejerce de presidente de la Convención, ha tenido tiempo de sobra para dar a conocer los documentos. Por consiguiente, es de suponer que no los tiene, que quizá los tenga otro presidente. ¿Qué día está fechada la carta?

—El 11 de diciembre.

—En aquellas fechas el presidente era Defermon.

—Es…

—Un gusano.

—Un moderado, Gabrielle —dijo Danton—. Ciertamente, no es amigo mío, pero al cabo de cuatro semanas, ¿cómo es posible que no haya hecho ni dicho nada?

—No lo sé, Georges-Jacques. Ni tú mismo conoces tu capacidad para intimidar a la gente. ¿Por qué no vas a verlo y tratas de asustarlo? Si tiene los documentos, es posible que consigas que te los entregue. En caso contrario, no tienes nada que perder.

—Pero si los tiene Vergniaud…

—Entonces da lo mismo que intentes aterrorizar a Defermon. Todo será inútil. No pierdas más tiempo. Puede que Defermon tenga escrúpulos de conciencia. El hecho de que no haya dicho nada hasta ahora, no significa que no vaya a hacerlo. Quizás espere a que comience la votación.

—Ah, veo que ya has regresado, Danton —dijo Fabre, que acababa de aparecer y no había oído las últimas frases—. ¿Qué ha sucedido?

Lo primero que pensó fue que Camille y Danton se habían peleado, como cabía esperar. Le habían informado que Danton había regresado a París y se había dirigido de inmediato a casa de los Desmoulins. Fabre no había averiguado aún cómo se habían desarrollado los hechos, pero el caso es que el ambiente estaba cargado de violencia. No vio la carta de De Molleville, pues Gabrielle estaba sentada sobre ella.

—¿Qué te has hecho en la cara, querida?

—Me he dado un golpe.

—Me lo temía —murmuró Fabre como si hablara consigo mismo—. Nadie te tomaría por culpable, Danton. No, más bien tienes aspecto de víctima.

—¿De qué estás hablando, Fabre? —preguntó Danton.

—¿Culpable? —repitió Camille—. Jamás. Es la viva imagen de la inocencia.

—Me alegro de que lo pienses —respondió Fabre.

—Hay una carta… —empezó a decir Gabrielle.

—Calla —le ordenó Camille—, si no quieres recibir otra bofetada. Esta vez más fuerte.

—¿A qué carta te refieres? —preguntó Fabre.

—No existe tal carta —replicó Camille—. Al menos, eso espero. Creo, Georges-Jacques, que todo depende de si el emisario era inteligente. La mayoría de las personas no son inteligentes.

—¿Acaso tratas de confundirme? —preguntó Fabre.

Danton se inclinó para besar a su esposa y dijo:

—Quizá consiga salvarme.

—¿Eso crees? —respondió Gabrielle, apartando la cara—. Sin embargo, persistes en destruirte.

Danton la miró durante unos instantes. Luego se giró hacia Camille, lo agarró por el pelo y le obligó a inclinar la cabeza hacia atrás.

—No conseguirás que me disculpe —dijo. Acto seguido se dirigió a Fabre y le preguntó—: ¿Conoces a un diputado, tímido y desconocido, llamado Defermon? Averigua dónde vive. Dile que iré a visitarlo dentro de una hora. No hay excusas que valgan. Que me espere allí. Dile que Danton en persona quiere verlo. Anda, ve inmediatamente.

—¿Sólo eso? ¿No quieres que le dé ningún otro mensaje?

—Vete.

Al alcanzar la puerta, Fabre se volvió hacia Camille, sacudiendo la cabeza. Mientras caminaba apresuradamente por la calle se decía: «Creen que pueden engañarme, pero se equivocan. No tardaré en averiguar de qué se trata».

Danton entró en su estudio y cerró la puerta de un portazo. Al cabo de un rato lo oyeron pasearse inquieto por otras habitaciones de la casa.

—¿Qué crees que hará? —preguntó Gabrielle.

—Dado que existen otras personas de por medio y que se trata de un asunto complicado, este requiere una solución complicada, pero Georges-Jacques suele resolver los problemas de forma rápida y sencilla. Es cierto lo que he dicho antes: tiene a todo el mundo atemorizado. Recuerdan lo que sucedió en agosto, cuando arrastró a Mandat por todo el Ayuntamiento. Es capaz de cualquier cosa, Gabrielle. Dinero de Inglaterra, de la Corte…

—Lo sé. No soy idiota, aunque él crea que lo soy. Antes de casarse conmigo tenía una amante que le costaba mucho dinero y un hijo que mantener. Cree que no lo sé. Por eso éramos tan pobres. Compró su bufete al nuevo amigo de su amante. No sé por qué te cuento eso, supongo que ya lo sabías —dijo Gabrielle, recogiéndose de nuevo el cabello. Era un gesto automático, pero tenía los dedos hinchados y los movía torpemente. Su rostro estaba tumefacto y presentaba unas profundas ojeras—. Le molestaba que yo tratara de aparentar cierta integridad. Al igual que tú, por eso está enojado con los dos, por eso quiere hacernos daño. Los dos lo sabíamos todo pero no queríamos reconocerlo. Yo no soy una santa, Camille, sabía de dónde procedía el dinero y lo acepté para poder vivir más cómodamente. Cuando me quedé encinta la primera vez, sólo pensaba en el hijo que iba a nacer.

—¿De modo que en realidad no te importa lo que pueda sucederle al Rey?

—Sí me importa, pero durante este último año he tenido que mostrarme muy tolerante, cerrar los ojos a muchas cosas, para evitar que Georges se divorciara de mí.

—No creo que jamás se divorcie de ti. Es un hombre chapado a la antigua.

—Sí, pero ambos sabemos que sus pasiones son más fuertes que sus hábitos. Todo dependía de… Si Lucile hubiera sido tan complaciente como finge ser… Pero ella jamás te abandonaría. —Gabrielle pulsó el timbre para llamar a la sirvienta—. Cuando me mostró la carta estaba furioso, temí haber hecho algo malo. Supuse que era una de esas cartas anónimas en las que alguien se dedicaba a calumniarme.

—Difamarte —le corrigió Camille automáticamente.

En aquel momento entró Marie de la cocina, con un amplio delantal de hilo y con aspecto preocupado.

—Catherine se ha llevado al niño a casa de la señora Gély —dijo, sin que a nadie le preguntara qué deseaba.

—Tráeme una botella de algo de la bodega, Marie. ¿Qué te apetece, Camille? Tráenos lo que sea, Marie —dijo Gabrielle, suspirando—. Las sirvientas acaban tomándose demasiadas confianzas. Lamento no haber hablado antes contigo, Camille.

—Supongo que temías reconocer que ambos teníamos el mismo problema.

—¿Te refieres a que estás enamorado de mi marido? Hace tiempo que lo sé. No me mires con esa cara. Sé sincero, si tuvieras que describir los sentimientos que te inspira, ¿qué dirías? Yo, en cambio, creo que ya no lo amo. Hoy he conocido a alguien que hace años deseaba conocer. He pensado… No soy una mujer tan débil que necesite casarme con ese tipo de hombre. Pero qué más da.

De pronto apareció Danton, con aire serio, sosteniendo el sombrero en una mano y la capa en la otra. Se había afeitado y lucía una casaca negra y una corbata de muselina blanca.

—¿Quieres que te acompañe? —le preguntó Camille.

—No, espérame aquí.

Tras esas palabras, Danton se marchó.

—¿Qué va a hacer? —murmuró de nuevo Gabrielle. En el ambiente flotaba un aire como de conspiración. Tomó un largo sorbo de vino. Estaba seria y pensativa; al cabo de cinco minutos estrechó la mano de Camille entre las suyas.

—Confiemos en que sea Defermon quien tenga la carta. Confiemos en que se sienta angustiado, que no sepa qué hacer con ella, mientras espera a que comience el juicio de Luis. Sin duda habrá pensado: «Si me tomo esta carta en serio, si se la enseño a la Convención, la Montaña caerá sobre mí. El diputado Lacroix se ha hecho amigo de Danton desde que ambos estuvieron en Bélgica, y tiene influencia sobre los de la Planicie. Defermon comprenderá que si enseñan la carta sólo complacería a Brissot, Roland y sus secuaces. Y se dirá: “Danton se ha presentado con aire enérgico y decidido, no como un hombre que se siente culpable. Afirmará que la carta es un fraude, un truco…”. Defermon querrá creerlo. Como nos tienen por unos salvajes, Defermon temerá enojar a Danton y acabar asesinado. Ya oíste el mensaje que tu marido ordenó a Fabre que le llevara. “Dile que Danton en persona desea verlo”. Defermon le estará aguardando, preguntándose: “¿Qué debo hacer?”. Empezará a sentirse culpable de que la carta obre en su poder. Georges-Jacques lo obligará a doblegarse».

Había oscurecido. Ambos permanecieron sentados en silencio, con las manos entrelazadas. Gabrielle pensó en su marido, cuya imponente estatura y corpulencia impresionaba a todo el mundo, mientras recorría con las yemas de los dedos los bordes de las cuidadas uñas de Camille, sintiendo que el pulso le latía aceleradamente, como el de un animalillo.

—Georges ya no siente temor.

—Cierto, pero yo formo parte de los timoratos de este mundo.

—¿Tú, timorato? Deja de fingir, Camille. Eres tan timorato como una serpiente.

Camille sonrió y apartó el rostro.

—Antes creía que Georges no era una persona muy complicada —dijo—. Pero me equivocaba. Es muy complicado, muy sutil. Sus ambiciones sí son sencillas: poder, dinero, tierras…

—Y mujeres —apostilló Gabrielle.

—¿Por qué has dicho que se estaba destruyendo?

—No estoy segura a qué me refería. Pero en aquel momento, cuando estaba tan enfadado que echaba espumarajos por la boca y nos insultaba, lo vi con toda claridad. Georges piensa: «La gente dice que estoy corrompido, pero tan sólo le sigo el juego al sistema, soy dueño de mis actos, nada puede mancharme». Pero no es cierto. Ha olvidado lo que deseaba. Los medios se han convertido en el fin. Aunque no se dé cuenta, está corrompido. —Gabrielle se estremeció y apuró los dos dedos de vino tinto y dulzón que quedaban en la copa—. ¡Por la vida, la libertad y la felicidad!

Al cabo de un rato Danton regresó a casa. Entró en la habitación precedido por Catherine, quien sostenía unos candelabros de plata con altas velas de cera. El cuarto de estar se inundó de una luz amarillenta. La gigantesca sombra de Danton se proyectaba sobre las paredes. Se arrodilló junto al hogar y sacó unos papeles del bolsillo.

—Tenías razón —dijo, dirigiéndose a Camille—. Era un truco. Casi me sentí decepcionado.

—Hasta el juicio final resultaría pálido comparado con la escena que organizaste —respondió Camille.

—La carta obraba en poder de Defermon, tal como dijiste. Pero no había ninguna nota adjunta de mi puño y letra ni ningún recibo. Tan sólo esta carta —dijo Danton, arrojándola al fuego—. Sólo una larga lista de acusaciones por parte de De Molleville, dando al asunto un tinte siniestro. Alega que los documentos existen, pero no aporta ninguna prueba. Yo me puse a vociferar y dije: «De modo que haces más caso de la carta de un emigrado que de mi palabra, ¿eh?». El pobre Defermon no hacía sino repetir: «Tienes razón, tienes razón. ¡Dios mío!».

Camille observó cómo las llamas devoraban las hojas de papel. No me ha permitido leer la carta, pensó; ¿qué otras cosas habrá dicho De Molleville? Gabrielle cree que estamos enterados de todo, pero Georges-Jacques es muy listo.

—¿Quién fue el emisario?

—Ese gusano no lo sabía —contestó Danton—. El portero no lo reconoció.

—Con Vergniaud no te habría resultado tan fácil. Quizá no hubieras conseguido obligarle a que te la entregara. Por otra parte, quizás esos documentos existan. Quizá todavía estén en París.

—Sea como sea —contestó Danton—, no puedo hacer nada al respecto. Pero te diré una cosa: cuando De Molleville firmó esa patética carta, al mismo tiempo firmó la sentencia de muerte de Luis. No moveré un dedo para salvar a Capeto.

Gabrielle agachó la cabeza, apenada.

—Has perdido —le dijo su marido, acariciándole suavemente el cuello—. Ve a acostarte. Te conviene descansar. Camille y yo nos beberemos otra botella de vino. Estoy agotado.

Y mañana todos se comportarán como si nada hubiera sucedido. Sin embargo, Danton se paseaba nervioso de un lado al otro de la habitación. Estaba pálido, aún no se había recuperado de la conmoción que le había producido la carta. Poco a poco fue recobrando el dominio de sus nervios y sus músculos, pero jamás volvería a sentirse tan seguro de sí mismo como antes. Sabía que había comenzado su declive.