(1792-1793)
Los embajadores me producen jaqueca, pensó Danton. Cada día dedicaba buena parte de la jornada a contemplar en silencio los mapas, analizando el continente, Turquía, Suecia, Inglaterra, Venecia… Hay que evitar que Inglaterra intervenga en la guerra, rezar para que se mantenga neutral, impedir que la flota inglesa participe en ella… Pero hay agentes ingleses por doquier, se habla de sabotaje, de dinero falso… Robespierre tiene razón, Inglaterra es esencialmente hostil. Pero si nos metemos en una guerra de esas proporciones, jamás lograremos salir de ella.
Desde que ha abandonado el cargo, esos asuntos ya no le conciernen directamente. De todos modos, el juicio del Rey y la estupidez y las intrigas de los brissotinos lo mantienen ocupado. Incluso después de consumarse el Robespierricidio, confía en la buena fe de aquellos. No quería verse envuelto en sus disputas, pero no ha tenido más remedio que intervenir.
Muy pronto, quizá dentro de un año, podrá abandonar París. Quizás se engañe, pero confía en dejarlo todo en manos de otra gente. Una vez que los prusianos hayan sido expulsados, sus casas y sus granjas estarán a salvo. Por otra parte, su hijo Antoine está ya hecho un hombrecito, y François-Georges es un niño sano y robusto. Además esperan otro hijo. En Arcis, Gabrielle le comprenderá mejor. Al margen de lo que él haya hecho, de sus diferencias, Danton la quiere y jamás la abandonará. En el campo podrán llevar una vida normal.
Danton imagina ese futuro sencillo y apacible cuando ha bebido demasiado. Con frecuencia Camille se encarga de despertarlo bruscamente de ese sueño, dejándolo lacrimoso o maldiciendo la trampa de poder en la que ha caído. No sabemos si en el fondo cree en ese futuro… Resulta difícil comprender su empeño en conquistar a Lucile, dadas las complicaciones que ello conlleva. Sin embargo, continúa persiguiéndola…
—No me gustan los palacios. Me alegro de regresar a casa —dice Gabrielle.
No es la única que piensa así. Camille se alegra de despedirse de sus colaboradores, y estos se alegran de despedirse de Camille. Tal como afirma Danton, a partir de ahora podrán preocuparse de otras cosas. Lucile, sin embargo, no comparte del todo ese sentimiento. Le gustaba descender majestuosamente por grandes escalinatas, el ejercicio visible del poder.
Al menos, cuando regrese a casa no tendrá que seguir soportando la presencia de Gabrielle y de Louise Robert. Durante las últimas semanas, Louise ha aplicado su imaginación de novelista a la situación entre Lucile, Camille y Danton, y todos sabemos que los novelistas tienen una imaginación muy viva.
—Observad la expresión de placer e interés que adopta Camille cuando Danton se digna meter mano a su mujer en presencia suya —dice Louise—. ¿Por qué no os vais a vivir los tres juntos cuando la dejes? ¿No es eso lo que pretendéis?
—Espero que me invitéis a desayunar —tercia Fabre.
—Me asquea este melodrama —prosigue Louise—. Un hombre tiene la desgracia de enamorarse de la mujer de su mejor amigo, lo cual no deja de ser una tragedia, etcétera, etcétera. ¿Una tragedia? ¡Si os estáis divirtiendo de lo lindo…!
Era cierto. Todos, incluido Danton, se divertían de lo lindo. Por suerte, Gabrielle no estuvo presente durante el discurso de la inteligente novelista. Gabrielle se había portado siempre muy bien con ella, en el pasado; pero actualmente está siempre triste y deprimida. Ha engordado mucho debido a su estado; se mueve torpemente, dice que no puede respirar, que la ciudad la asfixia. Afortunadamente, los padres de Gabrielle han vendido su casa en Fontenay y se han mudado a Sèvres, donde han comprado dos mansiones rodeadas de un amplio jardín. Una de las casas la ocuparán ellos, y la otra la utilizarán su hija y su yerno cuando vayan a Sèvres. Los Charpentier nunca han sido pobres, pero es probable que Georges-Jacques haya puesto el dinero, lo que ocurre es que no quiere que nadie sepa el dinero que gasta.
Lucile envidia la posibilidad que tiene Gabrielle de huir, pero esta permanece en su casa de la rue des Cordeliers, sentada con la espalda encorvada y las piernas separadas, como suelen hacer las mujeres encintas, inmóvil y en silencio. A veces, cuando se deja vencer por el desánimo y estalla en sollozos, esa mocosa de Louise Gély baja a hacerle compañía y a llorar un rato con ella. Gabrielle llora por su matrimonio, su alma y su rey; Louise porque se le ha roto una muñeca o porque un coche ha atropellado a su gatito. Es insoportable, piensa Lucile, prefiero la compañía de los hombres.
Fréron había regresado sano y salvo de su misión en Metz. Por los artículos que escribía, nadie hubiera dicho que Conejo era un caballero. Era un buen escritor —llevaba la profesión en la sangre— pero manifestaba unas opiniones cada vez más violentas, como si se tratara de un concurso y estuviera empeñado en ganarlo. En ocasiones, sus trabajos alcanzaban un grado de ferocidad superior al de Marat. Pese a ello, los otros admiradores de Lucile estaban convencidos de que no tenían nada que temer de él. En cierta ocasión, Lucile le preguntó: «¿Puedo contar siempre con tu ayuda?». A lo que Fréron se había apresurado a reiterarle su eterna devoción y cosas por el estilo. El problema era que gozaba del estatus de «viejo amigo de la familia». Así pues, los fines de semana iba a visitarlos a Bourg-la-Reine, donde seguía a Lucile a todas partes como un perrillo, buscando la oportunidad de quedarse a solas con ella. Pobre Conejo, no tenía la menor posibilidad de conquistarla.
A veces era difícil recordar que existía una tal señora Fréron y una señora Hérault de Séchelles.
Hérault iba a verla por las tardes, cuando los miembros del Club de los Jacobinos estaban reunidos. Según decía Hérault, eran muy aburridos. La política le atraía poderosamente, pero como suponía que Lucile no sentía el menor interés por esas cuestiones, procuraba distraerla.
—Hablan sobre controles económicos y la forma de aplacar a esos agitadores sansculottes —dijo Hérault—, que no dejan de lamentarse del precio del pan y las velas. Hébert no sabe si ridiculizarlos o tomar partido por ellos.
—Hébert ha prosperado mucho —respondió Lucile dulcemente.
—En efecto —contestó Hérault—. Hébert y Chaumette constituyen una poderosa fuerza en la Comuna y…
Súbitamente se detuvo al darse cuenta de que Lucile había vuelto a conducir hábilmente la conversación por otros derroteros.
Hérault era amigo de Danton, ocupaba un escaño en la Montaña, pero no podía ocultar su aristocrático talante.
—Tienes una forma de expresarte, un porte y una manera de pensar profundamente aristocráticos —afirmó Lucile.
—No, no, te equivocas. Me considero un hombre moderno. Eminentemente republicano.
—Tomemos tu actitud hacia mí, por ejemplo. Sabes perfectamente que antes de la Revolución hubiera fingido estar locamente enamorada de ti sólo con que te hubieras dignado mirarme. De no haberlo hecho, mi familia me habría dado un empujoncito. O quizá no hubiera fingido. En aquellos tiempos las mujeres nos comportábamos de otra forma.
—De ser así —respondió Hérault—, y sin duda tienes razón, ¿acaso influye eso en nuestra situación actual? —(Hérault está convencido de que las mujeres no han cambiado)—. No trato de ejercer ninguna prerrogativa sobre ti. Simplemente quiero que seas feliz.
—¡Qué altruismo! —exclamó Lucile, llevándose las manos al corazón.
—Querida Lucile, lo peor que ha hecho tu marido es convertirte en una mujer sarcástica.
—Siempre he sido sarcástica.
—No lo creo. Camille manipula a la gente.
—Yo también.
—Trata de convencer a la gente de que es inofensivo, y cuando menos lo esperan los apuñala por la espalda. Saint-Just, por el que no siento una admiración incondicional…
—Cambiemos de tema. No me gusta Saint-Just.
—¿Por qué?
—No me gustan sus ideas políticas. Me aterra.
—Tiene las mismas ideas políticas que Robespierre… y que tu marido, y que Danton.
—No estoy de acuerdo. El principal objetivo de Saint-Just es mejorar a la gente por medio de un plan que le cuesta articular de forma comprensible. No puedes acusar a Camille y a Georges-Jacques de tratar de mejorar a la gente. De hecho, es más bien lo contrario.
—Me admira tu inteligencia —dijo Hérault.
—Antes era bastante tonta. La inteligencia es algo que se contagia.
—El problema es que Camille está empeñado en pelearse con Saint-Just.
—Es lógico. Puede que seamos demasiado pragmáticos, pero cuando se produce un conflicto entre dos personalidades fuertes salen a relucir nuestros principios.
—Esta noche me había propuesto seducirte —dijo Hérault—, no hablar de estos temas.
—Deberías haber ido al Club de los Jacobinos —contestó Lucile, sonriendo. Hérault parecía deprimido.
Cuando estaba en París, el general Dillon iba siempre a visitarla. Era un placer verlo, con su espléndida altura, su abundante cabello castaño y su aspecto juvenil. Valmy le había sentado bien; no hay como una victoria para animar a un hombre. Dillon no hablaba nunca de la guerra. Solía ir a verla por las tardes, cuando estaba reunida la Convención. Utilizaba una táctica tan interesante que Lucile se lo comentó a Camille, quien coincidió en que era prodigiosamente indirecta. A diferencia de Conejo, que no cesaba de hacer insinuaciones sobre las infidelidades de Camille, y de Hérault, que insistía en que sólo él podía hacerla feliz, el general le relataba episodios de su vida en la Martinica y frívolas anécdotas de la vida en la Corte antes de la Revolución. Le contó que siempre advertían a su hija, que tenía la edad de Lucile, que no se colocara bajo una fuerte luz porque su radiante cutis provocaba la envidia de la Reina. Le refirió la historia de su loca y distinguida familia franco-irlandesa. Le relató las manías de su segunda esposa, Laure, y de sus bonitas y estúpidas amantes. Describió la fauna de las Antillas, el sofocante calor, el azul del mar, las verdes colinas cubiertas de una espesa vegetación, y sus exóticas flores; le habló sobre el absurdo ceremonial que rodeaba al gobernador de Tobago, es decir, al propio Dillon. En resumen, le relató la agradable vida de un miembro de una familia de rancio abolengo que jamás había tenido preocupaciones económicas ni de otra índole y que, por si fuera poco, era apuesto, elegante y poseía una asombrosa capacidad de adaptación.
Luego pasó a referirse a las cualidades de Camille, por quien sentía una gran admiración, y citó de memoria varios escritos suyos. Le explicó —a ella, que conocía a su marido mejor que nadie— que había que dejar que las personas sensibles como Camille hicieran su voluntad, siempre y cuando no se tratara de algo de carácter delictivo, o al menos no demasiado delictivo.
De vez en cuando le pasaba el brazo por los hombros, tratando de besarla, y decía: «Querida Lucile, permita que le haga el amor como usted merece». Cuando ella se negaba, él la miraba incrédulo, insistiendo en que debía gozar de la vida y que no creía que Camille se opusiera a ello.
Lo que no sabían esos caballeros, lo que no podían alcanzar a comprender… En realidad, no sabían nada de ella. Ignoraban el exquisito tormento que sufría, la aburrida rutina que representaba su vida. Fríamente, Lucile se hizo la siguiente pregunta: ¿y si le sucediera algo malo a Camille? ¿Y si —para decirlo sin rodeos— alguien lo asesinaba? (Ella misma se había visto tentada de hacerlo en más de una ocasión). Era una pregunta que venía haciéndose desde 1789, pero ahora se había convertido en una auténtica obsesión. Nadie le había advertido que las emociones se aplacan tras el primer año de delirio en un matrimonio por amor. Nadie le había dicho que uno podía seguir enamorándose una y otra vez, hasta sentirse espiritualmente trastornado y vacío, como si hubiera perdido su misma esencia. Si Camille desapareciera definitivamente, ante ella se extendería una vida hueca, fría, plagada de deberes y obligaciones, hasta que le llegara la muerte, aunque una parte de ella, la más importante, ya habría muerto. Si algo malo le sucediera a Camille, pensó Lucile, me suicidaría; lo anunciaría oficialmente, para que al menos pudieran enterrarme. Mi madre se ocuparía del niño.
Por supuesto, no refirió a nadie ese angustioso programa. Se habrían burlado de ella. Últimamente, Camille se esforzaba en dominar sus debilidades. Legendre le reprochó por no hablar más a menudo en la Convención. «Mi querido Legendre, no todos poseemos tus pulmones», replicó Camille con una sonrisa, dando a entender que el bueno del carnicero no era sino un imbécil y un engreído.
Él era quien se encargaba de traducir, para sus colegas en la Montaña, las peroratas de Marat, con quien sólo se trataban Camille y Fréron. (Marat tenía un nuevo oponente, un ex sacerdote, un sansculotte jactancioso y descarado, llamado Jacques Roux).
—Nos llevas dos siglos de ventaja —le dijo un día Camille, mientras Marat, cada día más amargado y venenoso, le dirigía una mirada no se sabe si asesina o de admiración.
Camille estaba decidido a eliminar a los brissotinos de la Convención, y a que el Rey y la Reina fueran juzgados. Encaró el invierno de 1792 pletórico de energía y optimismo. Cuando estaba en casa, Lucile se sentía feliz y se dedicaba a hacer sus célebres imitaciones, las cuales (según afirmaban su madre y su hermana) rozaban la perfección. Cuando se hallaba ausente, Lucile se sentaba a esperarlo junto a la ventana. Hablaba a todo el mundo de él, aunque procurando ocultar sus sentimientos.
Nadie temía a los aliados, al menos de momento; mejor dicho, sólo los temían los oficiales del servicio de intendencia encargados de distribuir el pan rancio y las botas con suelas de papel entre sus hombres, mientras observaban a los campesinos escupir sobre los billetes de banco emitidos por el Gobierno y exigir que les pagaran en oro. La República era más joven que el hijo de Lucile, el cual aún andaba a gatas y lo contemplaba todo con ojos de asombro, sonriendo a todo el mundo. Robespierre iba a visitar con frecuencia a su ahijado, así como las viejas amigas de Annette, las cuales hacían arrumacos al pequeño y le contaban a Lucile estúpidas anécdotas sobre sus hijos cuando eran bebés. Camille se paseaba con él en brazos, murmurándole tranquilizadoras palabras, asegurándole que le daría todos los caprichos y que jamás lo enviaría a una escuela cuyos profesores fueran excesivamente rígidos. Annette mimaba a su nieto y le explicaba lo que era un gato, el cielo y los árboles. Pero Lucile, aunque se avergonzaba de ello, no quería dedicarse a amueblar la mente de su hijo; era una inquilina con un contrato de arriendo que expiraría en breve plazo.
Para llegar a casa de Marat hay que atravesar un estrecho pasaje entre dos tiendas hasta dar a un pequeño patio con un pozo. A la derecha hay una escalinata de piedra con una barandilla de hierro que conduce a su vivienda, situada en el primer piso.
Tras llamar a la puerta, hay que aguardar a la inspección que una de las dos mujeres que viven con él realiza a través de la mirilla. Eso requiere cierto tiempo. Albertine, su hermana, con la que ha compartido una increíble infancia, es una mujer seca, de aspecto feroz. Simone Evrard posee un rostro sereno, ovalado, el cabello castaño y una boca grave y generosa. Hoy no tienen motivos para recelar del visitante y le franquean la entrada. El Amigo del Pueblo se sienta en la salita de estar.
—Tiene gracia que acudas corriendo a mí —dijo Marat, insinuando que en realidad no le hacía la menor gracia.
—No he venido corriendo —replicó Camille—, sino con paso furtivo.
Simone, la concubina de Marat, les sirvió una taza de café negro y amargo.
—Si vais a hablar sobre los desmanes de los brissotinos —dijo—, os llevará un buen rato. Si necesitáis una vela, no tenéis más que pedírmela.
—¿Has venido a esta casa por propia voluntad o te han enviado ellos? —preguntó Marat.
—Cualquiera diría que te fastidian las visitas.
—Quiero saber si te ha enviado Danton o Robespierre.
—Creo que a los dos les gustaría que nos ayudaras a resolver lo de Brissot.
—Brissot me da asco —contestó Marat. Era una frase que solía emplear cuando alguien no le caía bien—. Se comporta como si dirigiera la Revolución, como si fuera obra suya. Se considera un experto en asuntos exteriores simplemente porque ha tenido que largarse del país en numerosas ocasiones perseguido por la policía. En todo caso, yo soy más experto que él.
—Tenemos que atacar a Brissot en todos los frentes —dijo Camille—. Su vida antes de la Revolución, su filosofía, sus amigos, su conducta en todas las crisis patrióticas que se han producido desde mayo de 1789 hasta septiembre pasado…
—Me estafó con lo de la versión inglesa de mis Cadenas de esclavitud. Conspiró con los editores para plagiar mi obra, de la que no vi un céntimo.
—No querrás que aleguemos eso contra él —respondió Camille.
—Desde que viajó a Estados Unidos…
—Lo sé, a nivel personal es insufrible, pero no se trata de eso.
—No lo soporto.
—Era un espía de la policía antes de la Revolución.
—En efecto —respondió Marat.
—Firma un panfleto contra él.
—No.
—Te pido que, por una vez, colabores conmigo.
—Los borregos siempre van en manada —replicó Marat.
—Está bien, lo haré solo. Sólo quiero saber si sabe algo sobre ti que pudiera utilizar en tu contra. Algo realmente perjudicial.
—Siempre me he comportado de acuerdo con mis principios.
—¿Quiere eso decir que nadie sabe nada perjudicial sobre ti?
—No me ofendas —le advirtió Marat.
—Muy bien, continuemos —respondió Camille—. Podemos sacar a colación su conducta antes de la Revolución, su traición a sus camaradas, sus manifestaciones monárquicas, sobre las que conservo unos recortes de prensa, sus dudas y vacilaciones en julio de 1789…
—¿A qué te refieres?
—Tenía un aire nervioso e inquieto, como si dudara sobre lo que debía hacer. Luego está su amistad con Lafayette, su participación en el intento fallido de los Capeto de huir del país, y sus contactos secretos con la esposa de Capeto y el Emperador.
—No está mal para empezar —observó Marat.
—Sus intentos de hundir la Revolución el 10 de agosto y sus infundadas acusaciones de que ciertos patriotas estaban implicados en las matanzas perpetradas en las cárceles. Su defensa de una destructiva política federalista, sin olvidar que hace un tiempo tuvo tratos con ciertos aristócratas como Mirabeau y Orléans…
—No confíes en la memoria de la gente. En todo caso, Mirabeau ha muerto y Orléans ocupa un escaño junto a nosotros en la Convención.
—Yo pensaba en más adelante, en la próxima primavera. Robespierre opina que la posición de Philippe es insostenible. Reconoce que ha prestado importantes servicios al pueblo, pero preferiría que todos los Borbones abandonaran Francia. Le gustaría que Philippe se llevara a toda su familia a Inglaterra. Podríamos concederles unas pensiones…
—¿Cómo? ¿Dar dinero a Philippe? ¡Qué novedad! Pero tienes razón, la primavera sería el momento idóneo para ajustar cuentas. Dejaremos que los brissotinos sigan haciendo de las suyas durante otros seis meses, y luego los aplastaremos —dijo Marat, con aire satisfecho.
—Confío en que podamos acusarlos a todos (a Brissot, a Roland, a Vergniaud) de tratar de entorpecer el juicio contra el Rey. Y de votar a favor de mantenerlo vivo. Pero no debemos precipitarnos.
—Claro que es posible que existan otros que deseen que se produzcan aplazamientos, obstáculos. Me refiero al juicio de Capeto.
—Creo que al final conseguiremos que Robespierre venza el horror que le inspira la pena de muerte.
—Sí, pero no me refería a Robespierre. Es muy posible que Danton tenga que ausentarse en un determinado momento, que las actividades del general Dumouriez en Bélgica le obliguen a ir a reunirse con este.
—¿A qué actividades te refieres?
—Es indudable que no tardará mucho tiempo en estallar una crisis en Bélgica. Me gustaría saber si nuestras tropas se proponen liberar al país, anexionado, o ambas cosas al mismo tiempo. ¿A quién brinda sus conquistas el general Dumouriez? ¿A la República, a la difunta monarquía, o tal vez a sí mismo? Alguien tendrá que ir a aclarar esas cuestiones, alguien con la suficiente autoridad moral. No creo que Robespierre esté dispuesto a dejar su mesa de despacho para reunirse con los Ejércitos en el frente. Eso es más propio de Danton: negociaciones a alto nivel, dinero, bandas militares y todas las mujeres de un territorio ocupado.
El tono frío y conciso con que se expresaba Marat impresionó a Camille.
—Le comunicaré lo que has dicho.
—Perfectamente —contestó Marat—. En cuanto a Brissot… Bien mirado, es obvio que ha conspirado desde un principio contra la Revolución. Sin embargo, él y sus secuaces se han atrincherado… No será fácil deshacernos de ellos.
Camille lo miró con cierta aprehensión.
—¿Te refieres simplemente a eliminarlos de la vida pública o algo más contundente?
—Creí que empezabas a enfrentarte a la realidad —respondió Marat—. ¿O acaso hablas por boca de tus timoratos jefes? Robespierre ya sabía en septiembre lo que teníamos que hacer para resolver la crisis, pero desde entonces parece haberlo olvidado.
Camille se hallaba sentado con la cabeza apoyada en la mano.
—Hace tiempo que conozco a Brissot —dijo, jugueteando con un mechón que le caía sobre la frente.
—Conocemos el mal desde que nacemos —replicó Marat—, pero ello no significa que debamos aceptarlo.
—Eso es simplemente una frase.
—Sí, pero muy profunda.
—Es una lástima. Los reyes siempre asesinan a sus adversarios, pero nosotros deberíamos tratar de razonar con nuestros oponentes.
—Debido a sus errores, mucha gente muere en el frente. ¿Por qué iban esos políticos a ser tratados con menos dureza? Ellos provocaron la guerra. Todos merecen morir una docena de veces. ¿De qué vamos a acusarlos si no de traición, y cómo vamos a castigar su traición si no es aplicándoles la pena de muerte?
—Cierto —contestó Camille, haciendo unos garabatos con la uña sobre la polvorienta superficie de la mesa.
Marat sonrió.
—Tiempo atrás, Camille, los aristócratas acudían a mí para pedirme que les facilitara un remedio contra la tuberculosis. En ocasiones, sus carruajes bloqueaban la calle donde vivía. Yo también tenía un hermoso carruaje, vestía impecablemente y tenía unos modales exquisitos.
—Lo sé —respondió Camille.
—Es imposible que lo sepas; en aquella época no eras más que un niño.
—¿Conseguías curarlos?
—A veces. Según la fe del paciente. Cambiando de tema, ¿vais alguna vez por el Club de los Cordeliers? A fin de cuentas, vosotros lo fundasteis.
—De vez en cuando. Ahora lo dirigen otros. Eso no es ningún problema.
—Los sansculottes.
—En efecto.
—Mientras vosotros os movéis en otras esferas más elevadas.
—Sé lo que pretendes insinuar. Pero todavía somos capaces de convocar una reunión popular. No somos revolucionarios de salón. Uno no tiene que vivir en la miseria para…
—No sigas —dijo Marat—. Lo cierto es que estoy harto de nuestros sansculottes.
—Supongo que te refieres a Jacques Roux, ese ex sacerdote, aunque imagino que no es su verdadero nombre.
—Desde luego que no. Pero quizá creas que Marat tampoco es mi auténtico nombre.
—¿Acaso importa?
—No. Los idiotas como Roux ejercen una nefasta influencia sobre la gente. En lugar de purificar la Revolución, les animan a saquear las tiendas de comestibles.
—Siempre hay alguien dispuesto a hacer el papel de defensor de los pobres oprimidos —contestó Camille—. No sé de qué les sirve. La situación de los pobres no cambia, sólo consiguen ser admirados en la posteridad.
—Cierto. Lo que no comprenden es que, en una revolución, los pobres siempre son conducidos de un lado a otro como animales. ¿Qué habría sido de nosotros en 1789 si hubiéramos esperado a los sansculottes? Hicimos la Revolución en los cafés y la llevamos a la calle. Ahora, Roux pretende arrastrarla por las cloacas. Todos ellos, Roux y esa gentuza, son agentes de los aliados.
—¿Agentes voluntarios?
—Qué importa que sirvan los intereses del enemigo por maldad o por estupidez. El caso es que lo hacen. Sabotean la revolución desde dentro.
—Incluso Hébert ha empezado a atacarlos. Los llama los enragés. Los ultrarrevolucionarios.
Marat escupió violentamente en el suelo, haciendo que Camille se sobresaltara.
—No son ultrarrevolucionarios. Ni siquiera son dignos de ser considerados revolucionarios. Son unos atávicos. Creen en un dios que todos los días les arroja pan desde el cielo. Pero los imbéciles como Hébert no lo comprenden. Père Duchesne me inspira tanta simpatía como a ti.
—¿Crees que Hébert es un brissotino?
Marat soltó una amarga carcajada.
—Estás progresando, Camille. Hébert te ha difamado, quizá consigas su cabeza. Pero antes que la suya caerán otras cabezas. Como dirían las mujeres, esperaremos a que pasen las Navidades y luego veremos qué se puede hacer para encauzar esta Revolución. Me pregunto si nuestros jefes se dan cuenta de lo que valemos. Tú con tu dulce sonrisa y yo con mi afilado cuchillo.
HÉBERT, LE PÈRE DUCHESNE, A PROPÓSITO DE LOS ROLAND
Hace unos días, media docena de sansculottes se dirigieron a casa de ese viejo imbécil, Roland. Llegaron a la hora de la cena…
Nuestros sansculottes atravesaron el pasillo y llegaron a la antecámara del virtuoso Roland. Apenas consiguieron abrirse paso por entre la multitud de lacayos que la llenaban. Veinte cocineros, cargados con bandejas de fricando, exclamaron:
—¡Cuidado, no vayáis a tropezar con las bandejas del virtuoso Roland!
Otros transportaban asado de carne, seguidos de otros con las verduras.
—¿Qué queréis? —inquirió el mayordomo del virtuoso Roland.
—Queremos hablar con el virtuoso Roland.
El mayordomo transmitió el mensaje al virtuoso Roland, que apareció con expresión malhumorada, masticando y con la servilleta sobre el brazo.
—La República debe de estar en peligro —dijo—, para que hayáis venido a molestarme a estas horas…
Louvet, con su rostro de cartón piedra y sus ojos saltones, dirigía miradas lascivas a la esposa del virtuoso Roland. Uno de los sansculottes trató de entrar en la despensa y derribó el pastel del virtuoso Roland. Al enterarse de que se había quedado sin postre, la esposa del virtuoso Roland, furiosa, empezó a mesarse la peluca.
—Hébert dice muchas tonterías —observó Lucile, pasando el periódico a Camille—. ¡Cuando pienso en los célebres nabos que sirvieron a Georges-Jacques…! ¿Crees que los sansculottes dan crédito a estas majaderías?
—No te quepa duda. Ignoran que Hébert posee un carruaje. Creen que es Père Duchesne, que fuma en pipa y que fabrica hornos.
—¿No puede alguien sacarlos de su error?
—Hébert y yo somos aliados. Colegas —respondió Camille, sacudiendo la cabeza.
No le ha contado su visita a Marat. No quiere que su esposa sepa lo que piensa.
—¿De modo que te marchas? —preguntó Maurice Duplay.
—¿Qué puedo hacer? Es mi hermana, quiere que tengamos nuestro propio hogar.
—Pero este es tu hogar.
—Charlotte eso no lo comprende.
—No te preocupes, ya volverá —dijo la señora Duplay a su marido.
CONDORCET, EL GIRONDINO, RESPECTO A ROBESPIERRE
Uno se pregunta por qué tantas mujeres siguen a Robespierre. Porque la Revolución Francesa es una religión, y Robespierre un sacerdote. Es evidente que su poder reside en sus seguidoras femeninas. Robespierre amonesta, Robespierre censura… Vive del aire y no tiene necesidades físicas. Tiene una sola misión: la de hablar. Arenga a los jacobinos cuando cree que puede atraer a algún discípulo entre sus filas, y guarda silencio cuando cree que puede perjudicar su autoridad… Le rodea una aureola de austeridad que roza la santidad. Le siguen las mujeres y las personas débiles, cuya adoración y halagos él recibe con modestia.
ROBESPIERRE: Han estallado dos revoluciones, en 1789 y en agosto, pero parece que apenas han influido en la vida de la gente.
DANTON: Roland, Brissot y Vergniaud son aristócratas.
ROBESPIERRE: Bien…
DANTON: Me refiero en el nuevo sentido de la palabra… La revolución es el gran campo de batalla de la semántica…
ROBESPIERRE: Quizá necesitamos otra revolución.
DANTON: Más enérgica.
ROBESPIERRE: Exactamente.
DANTON: Pero con tu forma de pensar, con tus escrúpulos sobre matar…
ROBESPIERRE: [sin demasiadas esperanzas]: ¿Acaso no puede producirse un cambio profundo sin violencia?
DANTON: No lo creo.
ROBESPIERRE: Los que sufren son las personas inocentes. Pero quizá no existen personas inocentes. Quizá se trate de un tópico.
DANTON: ¿Y los conspiradores?
ROBESPIERRE: Ellos son quienes deberían sufrir.
DANTON: ¿Cómo sabemos quiénes son conspiradores?
ROBESPIERRE: Para eso están los tribunales, para juzgarlos.
DANTON: ¿Y si uno supiera que son conspiradores pero no tuviera suficientes pruebas para condenarlos? ¿Y si simplemente lo supieras como patriota?
ROBESPIERRE: Tendrías que procurar convencer al tribunal de su culpabilidad.
DANTON: ¿Y si no pudieras aportar pruebas por tratarse de secreto de Estado?
ROBESPIERRE: En ese caso, no podrían ser condenados. Lo cual sería una lástima.
DANTON: Cierto. ¿Y si los austriacos estuvieran a las puertas de París y uno se viera obligado a entregarles la ciudad por respeto al sistema judicial?
ROBESPIERRE: Supongo que habría que modificar el concepto de lo que entendemos por pruebas judiciales. O ampliar la definición de conspiración.
DANTON: Ya.
ROBESPIERRE: Como mal menor para evitar otro mayor. No soy muy aficionado a esa idea tan simple e infantil, pero sé que de prosperar una conspiración contra el pueblo francés, esta provocaría un genocidio.
DANTON: Falsear la justicia es un hecho muy grave, ¿no crees?
ROBESPIERRE: No lo sé, Danton, no soy un teórico.
DANTON: Lo sé. Prefieres la práctica. Conozco tus maniobras, las matanzas que organizas a espaldas mías.
ROBESPIERRE: ¿Por qué toleras la muerte de mil personas y rechazas la de dos políticos?
DANTON: Porque conozco a Roland y a Brissot. No conozco a las otras mil personas. Quizá sea un fallo de la imaginación.
ROBESPIERRE: Si uno no pudiera probar nada ante un tribunal, supongo que se podría detener a un sospechoso sin tener que someterlo a juicio.
DANTON: En el fondo, los idealistas tenéis alma de tiranos.
ROBESPIERRE: ¿No te parece un poco tarde para mantener esta conversación? Ahora no queda más remedio que recurrir a la violencia. Esto hubiéramos debido disentirlo el año pasado.
Al cabo de unos días, Robespierre regresó a casa de los Duplay. Le dolía la cabeza por haber pasado tres noches consecutivas en vela, y una mano gigantesca le retorcía las tripas. Se sentó pálido y ojeroso con la señora Duplay en el pequeño cuarto de estar lleno de retratos suyos. No se parecía a ninguno de ellos, y dudaba de que algún día recuperara su buen aspecto.
—Todo está tal como lo dejaste —dijo la señora Duplay—. He avisado al doctor Souberbielle. Padeces una gran tensión a consecuencia de los recientes cambios. —La señora Duplay le acarició la mano y prosiguió—: Nos sentíamos como si hubiéramos perdido un hijo. Eléonore apenas ha probado bocado y se niega a hablar. No debes volver a marcharte.
Cuando se presentó Charlotte le dijeron que su hermano se había tomado un brebaje para dormir y le rogaron que bajara la voz. Cuando Max se hubiera recuperado y estuviera en condiciones de recibir visitas, ya se lo comunicarían.
Sèvres, el último día de noviembre. Gabrielle había encendido las lámparas. Estaban solos; los niños se encontraban en casa de su madre, el circo había quedado atrás, en la rue des Cordeliers.
—¿Te acuerdas de Westermann, del general Westermann?
—Sí. El individuo que según Fabre es un delincuente. Lo trajiste a casa el 10 de agosto.
—No sé por qué dice eso. En cualquier caso, Westermann se ha convertido en un personaje importante y ha regresado del frente en calidad de emisario de Dumouriez. Como verás, se trata de un asunto urgente.
—¿Por qué no ha enviado a un correo del Gobierno? ¿Es que a ese Westermann le han crecido alas en los pies a raíz de su ascenso?
—Ha venido para convencernos de la gravedad de la situación. Creo que Dumouriez hubiera preferido hacerlo personalmente, pero está demasiado ocupado.
—Y utiliza a Westermann para estos menesteres.
—Es como hablar con Camille.
—¿Cierto? A ti también se te han pegado algunos de los hábitos de Camille. Cuando te conocí no solías agitar los brazos al hablar. Dicen que si tienes un perro, al cabo de un tiempo acabas pareciéndote a él.
Gabrielle se acercó a la ventana, a través de la cual veía el césped cubierto de escarcha y una pequeña luna otoñal.
—Agosto, septiembre, octubre, noviembre… —dijo—. Parece que ha pasado toda una vida.
—¿Te gusta esta casa? ¿Te sientes cómoda aquí?
—Sí. Pero no pensaba que fuera a pasar tanto tiempo sola.
—¿Prefieres regresar a París? Aquella vivienda es más cálida que esta casa. Si quieres, puedo llevarte esta noche.
—No, aquí me siento a gusto. Tengo a mis padres —respondió Gabrielle—. Pero te echaré de menos, Georges.
—Lo lamento. Es inevitable.
Había empezado a oscurecer. Danton estaba sentado junto a la chimenea, inclinado hacia adelante, con los codos apoyados en las rodillas y el puño izquierdo en la palma de la mano derecha, inmóvil, mientras las llamas proyectaban unas sombras sobre su rostro cubierto de cicatrices.
—Hace tiempo que sabemos que Dumouriez tiene problemas. No consigue provisiones, y los ingleses han inundado el país con dinero falso. Dumouriez se ha peleado con el Ministerio de la Guerra, no tolera que los burócratas parisienses critiquen sus acciones en el campo de batalla. La Convención no imaginaba que iba a apoyar el orden existente, sino que iba a dedicarse a propagar la Revolución. La situación es complicada, Gabrielle. —Danton echó otro tronco en la chimenea—. La madera de haya arde estupendamente —observó. De pronto sonó el graznido de una lechuza, y el perro, que estaba sentado junto a la ventana, comenzó a ladrar—. Este no es como Brount, que se limita a observar.
—De modo que se ha producido una crisis y Dumouriez quiere que vayas a comprobarlo por ti mismo.
—Dos miembros de la comisión han partido ya hacia el frente. El diputado Lacroix y yo saldremos mañana.
—¿Quién es ese Lacroix?
—Es… un abogado.
—¿Cómo se llama de nombre?
—Jean-François.
—¿Cuántos años tiene?
—No lo sé. Unos cuarenta.
—¿Está casado?
—Lo ignoro.
—¿Qué aspecto tiene?
Tras una breve pausa, Danton contestó:
—Normal. Probablemente me relatará su vida durante el viaje. Ya te la contaré cuando regrese.
Gabrielle se sentó y giró la silla para protegerse del calor del fuego.
—¿Cuanto tiempo estarás ausente? —preguntó, observándole con el rostro medio oculto por las sombras.
—No lo sé. Quizá regrese dentro de una semana. Volveré en cuanto sea posible. El juicio de Luis no tardará en comenzar.
—¿Tan ansioso estás por presenciar la matanza, Georges?
—¿Es eso lo que piensas de mí?
—No sé qué pensar —contestó Gabrielle con tono cansado—. Estoy segura que, al igual que Bélgica, el general Dumouriez y todo lo demás, la cuestión es mucho más complicada de lo que imagino. Pero también sé que terminará con la muerte del Rey, a menos que intervenga alguien con tu influencia. Dices que van a juzgarlo todos los miembros de la Convención, y me consta que puedes influir en ellos. Conozco tu poder.
—Lo que no comprendes son las consecuencias de ejercer ese poder. Dejemos el tema. Parto dentro de una hora.
—¿Se encuentra mejor Robespierre?
—Creo que sí. Al menos, hoy habló en la Convención.
—¿Ha regresado a casa de los Duplay?
—Sí —respondió Danton, reclinándose hacia atrás—. No dejan que Charlotte se le acerque. Según me han contado, esta envió a una sirvienta con un tarro de mermelada, y la señora Duplay no la dejó pasar. Envió a Charlotte un recado diciendo que no permitiría que envenenara a Max.
—Pobre Charlotte —dijo Gabrielle, sonriendo con tristeza.
Danton la miró satisfecho de que hubiera abandonado el tema para ocuparse nuevamente de asuntos domésticos y triviales.
—Faltan sólo dos meses y una semana —continuó Gabrielle, refiriéndose al nacimiento del niño. Al cabo de unos minutos se levantó para ir a correr las cortinas—. Espero que regreses para celebrar conmigo el Año Nuevo.
—Lo intentaré.
Cuando Georges se hubo marchado, Gabrielle apoyó la cabeza en el respaldo del sillón y se quedó dormida. El tiempo transcurría lentamente. En la chimenea ardían unos rescoldos, y afuera se oía el batir de las alas de una lechuza y los gritos de unos animalitos entre los arbustos. Gabrielle soñó que era una niña y que jugaba bajo el sol.
De pronto irrumpió en sus sueños el sonido de unos pasos apresurados mientras ella se convertía, alternativamente, en el cazador y la presa.
ROBESPIERRE DIRIGIÉNDOSE EN ENERO A LA CONVENCIÓN
No se trata de juzgarlo. Luis no comparece aquí en calidad de acusado, ni vosotros sois unos jueces. Si Luis puede ser juzgado, puede ser absuelto; es posible que sea inocente. Pero si Luis es absuelto, si consigue demostrar su inocencia, ¿qué será de la Revolución? No tenéis que emitir un veredicto en contra ni a favor de él, sino adoptar las medidas oportunas en bien del país, llevar a cabo un acto de la Providencia… Luis debe morir para que la nación viva.