II. Robespierricidio

(1792)

—Me enamoré de ti en cuanto te vi.

Oh, pensó Manon, un tanto decepcionada, yo creí que había sido antes. Estaba convencida de que sus cartas, sus encendidas epístolas, habían impresionado profundamente a este hombre que, según había descubierto, era el único capaz de hacerla feliz.

No había sido un proceso rápido. Cuando estaban separados habían corrido ríos de tinta entre ellos; cuando estaban juntos —o al menos en la misma ciudad— apenas habían gozado de un momento a solas. Habían tenido que resignarse a las conversaciones de salón; antes de expresarse en el idioma del amor hablaban el lenguaje de los legisladores. Incluso ahora, Buzot apenas desplegaba los labios. Parecía perplejo, angustiado, atormentado. Era más joven que ella, menos experimentado en los asuntos del corazón. Tenía esposa, una mujer poco agraciada, mayor que Manon.

Manon le tocó suavemente el hombro, mientras Buzot permanecía con el rostro oculto entre las manos. Era un gesto de consuelo, e impedía que ella se pusiera a temblar.

Era preciso guardar el secreto. Los periódicos se divertían enumerando a los amantes de Manon, entre los cuales citaban con frecuencia a Louvet. Hasta la fecha ella había reaccionado con despecho, al menos públicamente. ¿Acaso no tienen nada más interesante que hacer que ocuparse de mi vida sentimental? (En privado, sin embargo, esos malévolos rumores la disgustaban profundamente; se preguntaba por qué la trataban como si fuera la Théroigne, o la Capeto). De todos modos, podía soportar los cotilleos de los periódicos; lo que no podía tolerar era la actividad del circo de chismorreos que se centraba en el Ministerio de Justicia.

Siempre había alguien que le informaba puntualmente sobre los comentarios de Danton. Este afirmaba que hacía años que su marido llevaba cuernos, en un sentido moral si no físicamente. Pero ¿cómo podía imaginar su situación? ¿Cómo podía apreciar las delicadas satisfacciones que procura una relación entre una mujer casta y un hombre honorable? Era un bruto a quien sólo podía interesarle una relación carnal. Manon conocía a Gabrielle; desde que Danton ocupaba el cargo de ministro, la había llevado una vez a la Escuela de Equitación, instalándola en la galería que ocupaba el público para que pudiera oírle rugir ante los diputados. Era una mujer tímida, encinta, que probablemente sólo pensaba en biberones y papillas. Pero no dejaba de ser una mujer. ¿Cómo puede soportarlo? ¿Cómo puede soportar acostarse con ese tosco gordinflón?

Fue un comentario indiscreto, un comentario que se le había escapado sin querer. Al día siguiente, como era de suponer, se había extendido por toda la ciudad. Manon se puso como un tomate sólo de pensarlo.

El ciudadano Fabre de Églantine fue a verla. Se sentó, cruzó las piernas y juntó las manos.

—¿Y bien, querida?

Ese tono de confianza disgustó a Manon. No le caía bien ese hombre tan poco serio que frecuentaba a mujeres que no eran aceptadas entre la buena sociedad, ese ridículo personaje con sus teatrales ademanes y sus comentarios irónicos sobre la gente. Lo habían enviado para vigilarla, para espiarla.

—El ciudadano Camille me ha dicho que su célebre comentario indica que en el fondo se siente poderosamente atraída por el ministro, tal como él ha sospechado siempre.

—No alcanzo a comprender cómo puede adivinar mis sentimientos. Ni siquiera nos conocemos.

—Ya lo sé. ¿Por qué se niega usted a conocerlo?

—Porque no tendríamos nada que decirnos.

Manon había visto a la esposa de Camille Desmoulins en la Escuela de Equitación, y en la galería pública del Club de los Jacobinos. Parecía una muchacha complaciente, que según decían complacía a Danton. También decían que Camille lo sabía y lo toleraba…

Fabre observó el pequeño gesto despectivo que hizo Manon con la cabeza. Esa mujer debía tener una imaginación como una cloaca; ni siquiera nosotros especulamos en público sobre lo que hacen nuestros colegas en la cama.

¿Por qué tengo que soportar la presencia de ese hombre?, se preguntó Manon. Si tengo que comunicarme con Danton, ¿no podía haber escogido a otro mediador? Por lo visto, no. Pese a su temperamento extrovertido, Danton se fiaba de poca gente.

—Usted se lo pierde —dijo Fabre—. Se equivoca respecto a Camille; estoy seguro de que le caería mejor que yo. A propósito, Camille opina que las mujeres deberían haber votado en las elecciones.

Manon sacudió la cabeza y respondió:

—No estoy de acuerdo. La mayoría de las mujeres que conozco no saben nada de política. No razonan… —En realidad pensaba en las mujeres de Danton—. No tienen criterio propio, se dejan influir por sus maridos.

—O sus amantes.

—Tal vez en los círculos en los que se mueve usted…

—Transmitiré a Camille lo que me ha dicho.

—No se moleste. No tengo el menor deseo de entrar en una polémica con él.

—Se llevará un disgusto tremendo al saber la pobre opinión que tiene usted de él.

—¿Me toma usted por tonta?

Fabre la miró perplejo, como solía hacer cuando había conseguido enojarla. La observaba atentamente, día tras día, calibrando su estado de ánimo y analizando las expresiones de su rostro.

Sí, era preciso guardar el secreto. Sin embargo, François-Léonard sentía la necesidad de ser sincero con ella.

—Ambos estamos casados, y comprendo que es imposible que tú… hagas algo que te deshonre…

—¡Pero me siento tan a gusto contigo! —exclamó Manon—. Mi intuición me dice que esto no puede ser malo.

—¿Tu intuición? —preguntó él, alarmado—. Manon, sabes perfectamente que no tenemos derecho a ser felices… es decir, debemos reflexionar sobre la naturaleza de la felicidad… No tenemos derecho a ser felices a costa del sufrimiento de otros.

Manon apoyó la mano en su hombro, pero no parecía convencida. Su rostro denotaba… ¿avidez, quizá?

—¿Has leído la obra titulada Sobre el deber, de Cicerón? —preguntó él.

¿Que si había leído a Cicerón? ¿Que si era consciente de su deber?

—Sí —contestó Manon—. Me gusta mucho la lectura. Sé que las obligaciones pesan mucho, que nadie puede ser feliz a costa de los demás. ¿Crees acaso que no he reflexionado sobre nuestra situación?

—Confieso que te he subestimado —contestó François-Léonard.

—Tengo un defecto —dijo Manon, haciendo una breve pausa—. Soy demasiado sincera, no soporto la hipocresía, no soporto ese sentido de la educación que en ocasiones impide a la gente sincerarse… Debo hablar con Roland.

—¿Hablar con tu marido? ¿Por qué?

Buena pregunta. Nada había sucedido entre ellos, al menos en el sentido que creían Danton y sus amigos. (Manon imaginó los pequeños pechos de Lucile Desmoulins estrujados entre los dedos de Danton). Tan sólo la precipitada declaración de él y la precipitada respuesta de ella. Pero desde entonces, él apenas la había tocado, ni siquiera la mano.

—Querido —dijo Manon, agachando la cabeza—, esto trasciende la esfera de lo físico. Como es lógico, debo apoyar a Roland, vivimos en tiempos de crisis, soy su esposa, no puedo abandonarlo. Sin embargo, no puedo permitir que sospeche, que dude sobre la verdadera naturaleza de nuestra relación. Forma parte de mi carácter, debes comprenderlo.

Él la miró preocupado.

—Pero, Manon, no tienes nada que confesar a tu marido. No ha sucedido nada entre nosotros. Simplemente, hemos hablado de nuestros sentimientos…

—¡Y te parece poco! Roland jamás me ha revelado sus sentimientos, pero los respeto. Sé que tiene sentimientos, como todo el mundo. Debo confesarle la verdad. Debo decirle: «He conocido a un hombre del que me he enamorado. Las cosas están así y así; no debo revelarte su nombre; nada ha ocurrido entre él y yo; sigo siendo fiel». Él lo comprenderá. Comprenderá que no se puede luchar contra el amor.

Buzot bajó la vista.

—Eres implacable, Manon. Jamás he conocido a una mujer como tú.

No lo dudo, pensó ella.

—No puedo traicionar a Roland. No puedo abandonarlo. Quizá pienses que mi cuerpo ha sido creado para el placer. Pero el placer no es lo más importante.

Sin embargo, Manon no dejaba de pensar en las manos de Buzot, más bien robustas para un hombre tan pulcro y elegante. Sus pechos no son como los de la señora Desmoulins, sino unos pechos que han amamantado a un niño, unos pechos responsables.

—¿De veras crees que es una buena idea contárselo? —preguntó Buzot—. ¿Crees que servirá de algo?

Temía haber enfocado este asunto equivocadamente. Pero, claro está, no tenía experiencia. En estos asuntos era virgen; y su esposa, con la que se había casado por su dinero, era mayor, y poco agraciada.

—Sí, sí, sí —dijo Fabre—. Te aseguro que existe un hombre. Resulta reconfortante descubrir que los demás son tan malos como nosotros.

—¿No se trata de Louvet?

—No. Quizá Barbaroux.

—No. Tiene mala fama. Le gustan otro tipo de mujeres —dijo Camille—. Además, es demasiado tosco para atraer a la señora Roland.

—Me pregunto cómo se lo tomará el virtuoso Roland.

—A la edad de Manon… —contestó Camille con una mueca de disgusto—. Y con lo fea que es.

—¿No te encuentras bien? —preguntó Manon a su marido, sin poder apenas disimular su enojo. Roland estaba sentado en un sillón, y su expresión reflejaba un intenso dolor físico.

—Lo siento —dijo Manon. Quería decir que lo sentía por él. No se sentía en la obligación de disculparse; simplemente le había expuesto la situación, para no tener que seguir fingiendo ni mantener unas absurdas apariencias.

Tras unos instantes de silencio, continuó:

—Espero que comprendas que no puedo revelarte su nombre.

Roland asintió.

—Porque entorpecería nuestro trabajo. Crearía obstáculos. Aunque somos personas razonables. —Manon aguardó unos momentos—. No soy capaz de reprimir sus emociones. Mi conducta, sin embargo, ha sido y seguirá siendo intachable.

Roland rompió al fin su silencio.

—¿Cómo está Eudora, nuestra hija? —preguntó.

Manon se quedó de una pieza ante aquella salida.

—Sabes que está perfectamente atendida.

—Sí, ¿pero por qué no está aquí, junto a nosotros?

—Porque el ministerio no es un lugar adecuado para un niño.

—Los hijos de Danton viven en la Place des Piques.

—Sus hijos son muy pequeños, los cuidan unas nodrizas. Eudora es otra cuestión, tendría que atenderla personalmente, y en estos momentos estoy muy ocupada. Sabes que no es bonita y que no tiene talento, ¿qué haría con ella?

—Pero si sólo tiene doce años.

Manon observó que su marido tenía las manos crispadas. De pronto observó que estaba llorando, que unas gruesas lágrimas resbalaban por sus mejillas. No le gustaría que yo lo viera así, pensó, y salió de la habitación cerrando la puerta sigilosamente, como solía hacer cuando él estaba enfermo, cuando era su paciente y ella su enfermera.

Roland esperó a que sus pasos se desvanecieran. Luego soltó un profundo gemido, un gemido de dolor que más bien parecía el balido de un carnero. Durante unos minutos siguió sollozando y gimiendo, por él, por Eudora, por todas las personas que habían tenido la desgracia de interponerse en el camino de Manon.

Eléonore había pensado que, cuando todo hubiera terminado, Max se casaría con ella. Incluso se lo había insinuado a su madre.

—Sí, creo que es posible —contestó la señora Duplay.

Unos días más tarde su padre le dijo que quería hablar con ella. Parecía incómodo, preocupado. Al cabo de unos minutos se pasó la mano por la calva y dijo:

—Es un gran patriota. Creo que siente un gran cariño hacia ti. Es un hombre muy reservado, ¿no crees? Me refiero a que no le gusta airear sus sentimientos. Pero es un gran patriota, sin duda.

Eléonore estaba empezando a impacientarse. ¿Acaso imaginaba su padre que no se sentía orgullosa de Max?

—Es un gran honor que viva con nosotros, y por supuesto debemos hacer cuanto podamos por… Ante mis ojos, es como si estuvierais casados…

—Ah, comprendo —contestó Eléonore—. Ya sé a qué te refieres.

—Confío en ti… Si puedes hacer algo para alegrarle la vida, para que se sienta más a gusto…

—¿No me has oído, padre? He dicho que ya sé a qué te refieres.

Eléonore se soltó el pelo y este se desparramó como una cascada por sus hombros y su espalda. Luego se lo apartó para revelar sus pequeños pechos y se miró en el espejo. Quizá sea una locura imaginar que con mis escasos atributos físicos… Lucile Desmoulins había venido el día anterior y les había traído al niño para que lo conocieran. Todos se volcaron en mimos y caricias con él. Al fin se lo entregó a Victoire y ella permaneció sentada, con la mano colgando sobre el brazo del sillón, como una flor invernal cubierta de nieve. Cuando entró Max, Lucile giró la cabeza y sonrió. Él la miró complacido. Sin duda siente por ella un cariño fraternal; pero yo deseo que experimente otro tipo de sentimiento hacia mí, pensó Eléonore.

Mientras seguía mirándose en el espejo, se pasó la mano sobre su vientre plano y sus caderas, gozando de la suavidad de su piel, imaginando el tacto de las manos de él. Pero cuando se apartó del espejo, observó durante uno segundos las líneas cuadradas y sólidas de su cuerpo. Se tendió sobre la cama y apoyó la cabeza en la almohada de él, aguardando, sintiendo que todos los músculos de su cuerpo se tensaban.

Al cabo de unos minutos oyó que subía la escalera y se giró hacia la puerta. Durante unos terribles instantes imaginó que —Dios mío, ¿es posible?— entraría el perro y se abalanzaría sobre ella, jadeando, gimiendo y babeando, y se pondría a juguetear con su pelo limpio y recién cepillado.

La manecilla de la puerta giró, pero no entró nadie. Max vaciló unos segundos, como si fuera a dar media vuelta y bajar de nuevo la escalera. Pero al fin entró con paso decidido. Sus miradas se cruzaron. Max sostenía en la mano unos papeles, y al depositarlos en la mesa cayeron algunos al suelo.

—Cierra la puerta —dijo Eléonore. Confiaba en no tener que añadir nada más; que él comprendería perfectamente sus intenciones. Pero en boca de ella sonaba simplemente como una sugerencia práctica, como si lo hubiera dicho para impedir que penetrara una corriente de aire.

—¿Estás segura de esto, Eléonore? —le preguntó él.

La miró con una mezcla de enojo e ironía. Sí, parecía decidida. Él le cogió las manos y le besó las yemas de los dedos. Quería decirle, con toda claridad, que no podían hacerlo. Pero al inclinarse para recoger los papeles del suelo, sintió que la sangre le golpeaba las sienes y comprendió que era imposible pedirle que se levantara y se marchara.

Cuando se giró hacia ella, Eléonore se incorporó y dijo:

—Nadie protestará. Lo comprenden. No somos niños. No van a ponernos las cosas difíciles.

Eso es lo que tú te crees, pensó él. Luego se sentó en la cama y le acarició los pechos, sintiendo que sus pezones se ponían tiesos y duros. El rostro de Max denotaba preocupación.

—No habrá ningún problema —insistió ella—. De veras.

Nadie la había besado jamás. Max la besó suavemente. Al cabo de unos minutos decidió quitarse la ropa, antes de que ella se lo pidiera, asegurándole de nuevo que no había ningún problema. Luego acarició su suave y desconocido cuerpo. Había una chica a la que iba a visitar cuando estaba en Versalles, pero no era una buena chica, y había dejado de verla; desde entonces no había tenido ninguna relación estable. El celibato es fácil, pero el medio celibato es muy difícil, porque las mujeres no saben guardar un secreto y les encanta chismorrear… Eléonore estaba impaciente. Lo abrazó con fuerza, aunque estaba tensa, como si temiera que fuera a hacerle daño. Conoce la mecánica del asunto, pensó él, pero nadie le ha enseñado el arte de hacer el amor. ¿Sabe que puede sangrar? De pronto Max sintió una sensación de náuseas.

—Cierra los ojos, Eléonore —murmuró—. Trata de relajarte unos minutos, hasta que te sientas… —Iba a decir hasta que te sientas mejor, como si estuviera enferma. Le acarició el pelo y volvió a besarla. Ella no lo tocó; no se le había ocurrido. Max le separó un poco las piernas y dijo—: No tengas miedo.

—Estoy bien —respondió ella.

Pero no era cierto. Seguía tensa y él no podía penetrar en su rígida y tensa vagina sin hacerle daño. Al cabo de un minuto, Max se incorporó y la miró a los ojos.

—No debemos precipitarnos —dijo, deslizando una mano debajo de sus nalgas.

Eléonore sintió deseos de decirle: «No tengo experiencia, y tú tampoco eres un experto que digamos», pero no dijo nada y lo abrazó de nuevo con fuerza. Alguien le había dicho una vez que hay que aplicarse con ahínco para conseguir lo que uno desea en esta vida… Pobre Eléonore, pobres mujeres. Al fin, inesperadamente, y desde un ángulo un tanto extraño, Max la penetró. Ella no gritó ni se quejó. Él apoyó la cabeza sobre su hombro para no ver su expresión de dolor e intentó colocarse en una posición más cómoda. Ha pasado demasiado tiempo, pensó él; estas cosas hay que hacerlas con frecuencia o abstenerse. Como era de prever, todo terminó rápidamente. Al cabo de unos minutos, Max la soltó y Eléonore apoyó la cabeza en la almohada.

—¿Te he hecho daño?

—No, estoy bien.

Max se tumbó de costado y cerró los ojos. Supuso que ella estaría pensando: «¿Eso es todo? Pues no hay para tanto». Seguro que lo estaba pensando. Pero lo peor no era eso sino el regusto amargo que sentía. Había aprendido una lección: cuando los placeres que uno se niega no resultan un placer, uno se siente doblemente decepcionado pues no sólo pierde una ilusión sino que además siente que ha perdido el tiempo. Con la chica de Versalles había sido mucho mejor, por supuesto, pero aquello había acabado hacía tiempo. Por otra parte, Max no conseguía vencer la repugnancia que le inspiraban los encuentros casuales. Pensó disculparse con Eléonore por el hecho de que todo hubiera terminado tan rápidamente, pero no merecería la pena, ya que ella carecía de experiencia y seguramente le diría «no te preocupes, estoy bien».

—Creo que es mejor que me levante —dijo ella.

Max la abrazó y le besó los pechos.

—Quédate un rato —le dijo.

—Está bien.

Tras unas exploraciones de tanteo, Max comprobó que no había sangre en la sábana. Supuso que Eléonore imaginaba que hacer el amor era un arte que requería práctica, experiencia, puesto que para algunas personas representaba algo muy importante en sus vidas.

Eléonore lo miró sonriendo, más relajada. Era una sonrisa de triunfo, aunque resultaba difícil adivinar lo que estaba pensando.

—Esta cama no es muy grande —dijo.

—No, pero… —Si se veía obligado a ello, tendría que decirle: Eléonore, Cornélia, aunque te agradezco que me ofrezcas generosa y gratuitamente tu cuerpo, no tengo la menor intención de pasar mis noches contigo, aunque toda tu familia nos ayude a trasladar los muebles. Luego cerró los ojos de nuevo, pensando en el pretexto que daría a Maurice cuando abandonara su casa, en cómo sortearía el interrogatorio de su mujer, que sin duda estaría deshecha en llanto. Pensó en las recriminaciones que lloverían sobre la pobre y confundida Eléonore, víctima de la envidia femenina. Por otra parte, no le apetecía mudarse a una fría y solitaria habitación en otro distrito, ni encontrarse con Maurice Duplay en el Club de los Jacobinos y saludarlo fríamente, sin atreverse a preguntar por su familia. Y sabía con toda certeza que esto volvería a suceder. Cuando Eléonore le apeteciera, subiría y le aguardaría acostada, y él no podría echarla de su habitación, como tampoco había podido hacerlo esta vez. Max se preguntó en quién se confiaría Eléonore, a quién pediría consejo para saber la frecuencia con que convenía hacer el amor. Mientras trataba de delimitar el círculo de amigas de la joven, se le ocurrió una serie de desastrosas posibilidades. Menos mal que apenas conocía a la señora Danton.

Al cabo de un rato se quedó dormido. Al despertar, comprobó que Eléonore se había marchado. Mañana, pensó él, caminaría alegremente por la calle, sonriendo a todo el mundo, e iría a visitar a alguna amiga.

A lo largo de los días siguientes, Max se sintió presa de un sentimiento de culpabilidad. La segunda vez resultó más fácil, pero Eléonore nunca daba muestras de experimentar placer. Temía que si la joven se quedaba encinta tendrían que casarse apresuradamente. Quizá, pensó, después de que se haya reunido la Convención acudirán otras personas a visitarlos y Eléonore conocerá a un muchacho que se enamorará de ella; entonces yo me mostraré generoso y la liberaré de cualquier tipo de compromiso contraído conmigo.

Pero en el fondo sabía que eso no ocurriría. Nadie se enamoraría de ella. Se lo impediría la familia. Las personas que están casadas, pensó Max, pueden divorciarse. Pero lo único que puede liberarnos de este vínculo es el que uno de nosotros muera.

Camille estaba sentado ante su mesa de despacho, pensando en cosas irrelevantes. Recordó la noche que había pasado en la casa de su primo de Viefville, antes de ir a ver a Mirabeau. Había recibido la visita de Barnave, el cual le había hablado como si Camille fuera alguien digno de consideración. Le caía simpático ese Barnave. Actualmente estaba en la cárcel, acusado de conspirar con la Corte, cargo del que era culpable, por supuesto. Camille suspiró y se puso a dibujar unos barquitos en el margen de la inspirada carta que estaba escribiendo a los jacobinos de Marsella.

Los miembros de la Convención se habían reunido en París. Augustin Robespierre: no has cambiado nada, Camille. Y Antoine Saint-Just… tendría que mostrarse paciente con Saint-Just, reprimir el desastroso y absurdo antagonismo que sentía hacia él…

—Tengo la impresión de que alberga unos sentimientos inconfesables —dijo Camille a Danton.

Danton, obsesionado con la solidaridad, contestó con el severo tono de un letrado:

—Te recomiendo que intentes llevarte bien con él. Para suavizar las cosas y no disgustar a Maximilien. Le das mucho trabajo, siempre está tratando de ocultar tus indiscreciones.

—Estoy seguro que Saint-Just comete muchas más indiscreciones que yo.

—No lo creo.

—Y supongo que eso hará que todo el mundo le acoja con los brazos abiertos.

—Lo dudo —contestó Danton, echándose a reír—. Ese chico me alarma. Me irrita su actitud fría y distante.

—Quizá trate de congraciarse con nosotros.

—Hérault se sentirá celoso al comprobar que las mujeres dirigen su atención hacia él.

—No tiene motivos para preocuparse. A Saint-Just no le interesan las mujeres.

—Eso mismo solías decir de Saint Maximilien, y sin embargo sostiene una apasionada historia de amor con la encantadora Cornélia, ¿no es cierto?

—No lo sé.

—Yo sí.

De modo que eso era del dominio público, además de la supuesta infidelidad de la esposa de Roland y la situación en la Place de Piques. ¿Es que la gente no tiene nada más interesante de qué ocuparse?, pensó Camille.

Era posible que Danton abandonara pronto el cargo. Personalmente, se alegraría de ello. Sin embargo, los partidarios de Roland tratarían de convencer a este de que permaneciera en el Ministerio del Interior, aunque había sido nombrado diputado de la Convención. Incluso después del escándalo sobre las joyas de la Corona, el viejo burócrata seguía en el candelero. Y si él permanecía en su cargo, ¿por qué no iba a hacerlo Danton, que era mucho más necesario para la nación?

No deseo permanecer aquí mucho tiempo, pensó Camille. Acabaría convirtiéndome en una especie de Claude. Tampoco deseo pronunciar discursos ante la Convención, no podrán oírme. Aunque en realidad, se dijo, no se trata de lo que yo desee hacer.

Lo que le preocupaba era el hecho de que Danton deseara abandonar el cargo. No había renunciado a sus sueños —a sus fantasías— de abandonar para siempre París. Una noche lo había encontrado sentado a la luz de las velas, examinando la escritura de su propiedad en Arcis, cada mojón, cada riachuelo, cada servidumbre de paso. Cuando alzó la cabeza, Camille observó en sus ojos la imagen de unas casitas campestres, prados, matorrales y arroyos.

—Ah, eres tú —dijo Danton, sobresaltándose—. Pensaba que era mi asesino. Me subleva pensar que los prusianos pudieran llegar aquí —añadió, señalando el documento.

De un tiempo a esta parte Fabre se mostraba escurridizo, pensó Camille. Nunca había sido un hombre franco y abierto. Si Fabre tenía que elegir entre el dinero y la fama revolucionaria… se negaría a elegir, continuaría reclamando ambas cosas.

—¿Cómo debemos interpretar el robo de las joyas de la Corona? —preguntó Camille a Danton.

¿Qué debemos pensar… o qué debemos decir? Observó a Danton mientras este trataba de asimilar la ambigüedad.

—Creo que debemos achacar la culpa a la torpeza de Roland.

—Sí, debió verificar el sistema de seguridad, ¿no es cierto? Fabre estuvo con la ciudadana Roland el día después de perpetrarse el robo. Llegó a las diez y media y regresó a la una. ¿Crees que la estuvo amonestando?

—¿Cómo lo sabes?

Camille le dirigió una mirada divertida.

—Y cuando se despidió de la ciudadana Roland, esta le dijo a su marido que el hombre que había robado las joyas de la Corona había ido a visitarla.

—¿Cómo te has enterado de eso?

—Puede que me lo esté inventando. ¿Tú qué crees?

—Es posible —respondió Danton.

—No te fíes de Dumouriez.

—No. Robespierre está cansado de decírmelo.

—Robespierre no se equivoca nunca.

—Quizá debería ir al frente para entrevistarme con algunas personas y aclarar algunas cosas.

Cuando se apoderaban de él esos pastorales estados de ánimo, era como para echarse a temblar. Era un hombre muy vulnerable, aunque parezca extraño aplicarle ese término. Era vulnerable a Dumouriez y a los partidarios de los Borbones, quienes no cesaban de recordar sus promesas… «No hay de qué preocuparse. El señor Danton se ocupará de nosotros».

Camille se apresuró a apartar este pensamiento de su mente, junto con un mechón que le caía sobre la frente, como si hubiera alguien en la habitación con él. Le parecía oír la voz de Robespierre, un frío día de primavera de 1790: «Una vez que tomas afecto a una persona, la razón queda anulada. Tomemos el ejemplo del conde Mirabeau, objetivamente. Su estilo de vida, sus palabras, sus actos me ponen inmediatamente en guardia. Es evidente que a ese hombre sólo le interesa su propia persona. ¿Por qué no puedes llegar tú también a esa conclusión? En otros aspectos no cedes ante tus sentimientos, cuando se trata de alcanzar tus ambiciones; por ejemplo, temes hablar en público, pero no dejas que ello te lo impida. Uno debe ser implacable con sus sentimientos».

Supongamos que un día Camille oía esa persistente e implacable voz, insistiendo en que Danton no era un hombre honesto. Tenía una respuesta preparada, no una respuesta lógica, pero infinitamente más eficaz. Cuestionar el patriotismo de Danton era poner en duda toda la Revolución. Un árbol se conoce por sus frutos, y el 10 de agosto había sido obra de Danton. En primer lugar, había creado la república de los cordeliers, y posteriormente la República Francesa. Si Danton no es un patriota, hemos actuado de forma inconcebiblemente negligente. Si Danton no es un patriota, tampoco lo somos nosotros. Si Danton no es un patriota, hay que rehacerlo todo desde mayo de 1789.

Era una reflexión capaz de agotar al mismo Robespierre.

Cuando la noticia de la victoria en Valmy llegó a París, la ciudad se puso a delirar de alivio y alegría. No fue hasta más tarde cuando algunos empezaron a preguntarse por qué los franceses no se habían aprovechado de su ventaja, persiguiendo a Brunswick y cortándole la retirada. La Convención Nacional, que se reunía por primera vez, proclamó oficialmente la República Francesa; era el mejor de los presagios. Dentro de poco no quedará un sólo enemigo en suelo francés, al menos ningún enemigo extranjero. Los generales avanzarán hacia Mainz, Worms, Frankfurt; Bélgica será ocupada, Inglaterra, Holanda y España intervendrán en la guerra. Con el tiempo se sucederán las derrotas, y las traiciones y conspiraciones serán duramente castigadas. A medida que disminuye el número de miembros de la Convención, a uno le parece ver todos los días en los desiertos escaños la figura de la Muerte, sonriendo, familiar, enérgica.

De momento el fenómeno más sorprendente de la Convención era la voz de Danton, que se dejaba oír todos los días, abordando todo tipo de asuntos, pero su arrogante potencia nunca dejaba de asombrarles. En lugar de sentarse en el escaño reservado a los ministros, ocupaba uno situado en la parte superior de la cámara, hacia la izquierda de la misma, junto con los otros diputados de París y los agresivos provincianos. Dichos escaños, y por extensión quienes los ocupaban, eran denominados la Montaña. Los girondinos, los brissotinos —o como quieran llamarlos— estaban instalados a la derecha, y entre ellos y la Montaña se extendía una zona llamada la Planicie, o la Ciénaga, de acuerdo con el carácter blando y timorato de quienes se sentaban allí. Ahora que la división era profunda y evidente, no había motivo para la discreción ni la moderación. Día tras día, Buzot difundía por la asfixiante e irrespirable cámara las sospechas que albergaba Manon Roland sobre París, ciudad tirana, parásita, necrópolis. A veces ella le observaba desde la galería destinada al público, aplaudiendo rígidamente. En público se comportaban como unos educados extraños; en privado, de forma más familiar pero no menos educadamente. Louvet llevaba en su bolsillo un discurso titulado Robespierricidio, que reservaba para el momento indicado.

El quid de la cuestión —septiembre, octubre, noviembre— era el intento por parte de los brissotinos de gobernar. Su ejército privado compuesto por 16.000 hombres llegados de las provincias, cantaba por las calles, exigiendo la sangre de los presuntos dictadores —Marat, Danton, Robespierre— a quienes denominaban el Triunvirato. El ministro de la Guerra se apresuró a facturar a ese ejército hacia el frente antes de que estallaran enconadas batallas en las calles; pero los frentes de batalla de la Convención no estaban dentro de su jurisdicción.

Marat estaba sentado solo, con las espaldas encorvadas, meditando, preocupado. Cuando se puso en pie para hablar, algunos brissotinos abandonaron precipitadamente la cámara, mientras otros se quedaron para contemplarlo despectivamente, murmurando entre sí; pero al cabo de un rato empezaron a prestar más atención a lo que decía, pues sus palabras les concernían personalmente. Hablaba con un brazo apoyado en la tribuna y la cabeza inclinada hacia atrás, subrayando sus comentarios con la demoníaca risa que había cultivado. Estaba enfermo, pero nadie conocía el nombre de su enfermedad.

Robespierre se lo encontró por los pasillos. Aunque lo conocía desde hacía muchos años, siempre había procurado rehuirlo. Existía el peligro de que si le veían hablando con Marat le acusaran de dictar sus escritos y alentar sus ambiciones. Sin embargo, uno no podía permitirse el lujo de ser demasiado rígido; dada la situación, era necesario apoyarse en los amigos. Desde ese punto de vista, podía decirse que la reunión había sido un fracaso, pues tan sólo había servido para poner de relieve la profunda división que separaba a los patriotas. El cuerpo de Robespierre, joven y compacto, mostraba una tensión felina dentro de sus ropas impecables; sus emociones, o las emociones que pudiera exhibir su rostro, estaban sepultadas con las víctimas de septiembre. Marat lo observaba al otro lado de una mesa, tosiendo, con un mugriento pañuelo envuelto alrededor de la cabeza. Hablaba a borbotones, con pasión, rojo de ira, golpeando la mesa con el puño.

—No me comprendes, Robespierre.

Robespierre lo miró fríamente, con la cabeza ligeramente ladeada.

—Es posible —contestó.

10 de octubre: habían transcurrido dos meses desde el golpe de Estado. Bajo la atenta mirada de Robespierre (hablaba allí todas las noches) el Club de los Jacobinos «se purgó» a sí mismo. Brissot y sus colegas fueron expulsados, arrojados del cuerpo del patriotismo como si fueran unos repugnantes humores. 19 de octubre: Roland habló ante la Convención. Sus partidarios le vitoreaban y aclamaban, pero el anciano parecía una marioneta de cuyos hilos tiraban los dedos del deber y la costumbre. A Robespierre, dijo, le gustaría que se repitiera la matanza de septiembre. Al oír pronunciar el nombre de Robespierre, la Gironda estalló en gritos y silbidos.

Robespierre se levantó de su escaño en la Montaña y se dirigió a la tribuna de oradores, con la cabeza agachada y expresión agresiva. Gaudet, un girondino que era presidente de la Convención, trató de impedir que hablara. De pronto se oyó la voz de Danton por encima de la algarabía:

—¡Dejadle hablar! Y cuando haya terminado, exijo hablar yo. Ha llegado el momento de aclarar ciertas cosas.

VERGNIAUD [Con los ojos fijos en Danton]: Esto me lo temía…

GAUDET [Junto a él]: No te inquietes, llegaremos a un acuerdo con Danton.

VERGNIAUD: Hasta cierto punto.

GAUDET: Hasta que el dinero se agote.

VERGNIAUD: La cosa es algo más complicada, ¿es que no lo comprendes?

GAUDET: Robespierre está en el uso de la palabra.

VERGNIAUD: Como de costumbre. [Cierra los ojos, su pálido rostro adopta una expresión atenta.] Ese hombre no sabe expresarse.

GAUDET: Desde luego, no como te expresas tú.

VERGNIAUD: Le falta sentido del espectáculo.

GAUDET: Sin embargo, al pueblo le gusta su estilo.

VERGNIAUD: Oh, sí, el pueblo. El Pueblo.

Robespierre estaba más enojado que de costumbre. Le ofendía tener como oponente a Roland, ese imbécil cuya esposa era una zorra y el cual no dejaba de insistir obsesivamente en las cuentas del ministerio de Danton, aparte de sus insinuaciones y su afición a difundir rumores e infundios. Danton también los ha oído. A veces, su rostro refleja la rabia que le producen.

La voz de Robespierre, elevándose sobre los murmullos que llenaban la cámara, exhalaba desprecio:

—Ni uno de vosotros se atreve a acusarme directamente.

De pronto se hizo una pausa, un breve silencio para que la Gironda contemplara su cobardía.

—Yo os acuso.

Louvet se adelantó hacia la tribuna, mientras sacaba del bolsillo de la casaca las hojas del Robespierricidio.

—Ah, el pornógrafo —dijo Philippe Égalité.

La voz del duque rodó desde la cima de la Montaña entre las risotadas de sus colegas. Luego se hizo de nuevo el silencio.

Robespierre se retiró, cediendo la tribuna de oradores a Louvet. Max mostraba una sonrisa vacilante, paciente. Tras alzar la vista hacia los escaños ocupados por los diputados de París, tomó asiento delante de Louvet y esperó a que este soltara su andanada.

—Te acuso de calumniar continua y persistentemente a nuestros mejores patriotas. De difundir tus calumnias durante la primera semana de septiembre, cuando los rumores representaban golpes mortales. Te acuso de haber degradado y prescrito a los representantes de la nación. —Se detuvo unos momentos (los de la Montaña no dejaban de lanzarle gritos y silbidos), ante la imposibilidad de continuar. Robespierre se giró, los miró y el estruendo cesó hasta hacerse de nuevo el silencio.

Louvet reanudó su discurso, pero su voz, preparada para responder a su oponente, para enzarzarse con él en una agria batalla verbal, sonaba demasiado estridente. Louvet se dio cuenta, y al tratar de moderar el tono su voz comenzó a temblar. Para serenarse, apoyó las manos en la tribuna, pero tenía las palmas sudorosas y resbaladizas.

Su víctima lo miraba fijamente, pero la luz se reflejaba sobre sus gafas tintadas, ocultando sus ojos. Louvet se inclinó hacia adelante, como dispuesto a abalanzarse sobre él.

—Te acuso de haberte convertido en un objeto de idolatría, de permitir que la gente se refiriera a ti en tu presencia como el único hombre capaz de salvar a la nación, y de haberlo afirmado tú mismo. Te acuso de pretender alcanzar el poder supremo.

Cuando hubo terminado, o simplemente cuando se detuvo, los ocupantes de la Montaña empezaron a gritar de nuevo con redoblada intensidad. Danton se levantó de un salto y se dirigió hacia el pasillo como si se propusiera obligarles a callar con sus puños. Los amigos de Danton se pusieron inmediatamente en pie, mientras Fabre intentaba contener a su jefe con gesto teatral. Louvet abandonó la tribuna de oradores con la espalda encorvada y la cabeza gacha. Parecía consumido por una misteriosa enfermedad. Robespierre se levantó y se dirigió a la tribuna con paso ágil, indicando con su talante que no se proponía extenderse, y con voz fría pidió a la cámara tiempo para preparar su defensa. Danton se hubiera puesto a rugir, aterrorizándolos, a destrozar el lugar con sus propias manos, pero ese no era el estilo de Robespierre. Hizo una seña a Danton, una leve inclinación de cabeza, casi una reverencia, y abandonó la cámara. Un nutrido grupo de «montañeros» se congregaron a su alrededor, y su hermano Augustin le advirtió que los girondinos lo asesinarían.

—Este es un mal momento —observó Legendre—. Francamente, no me lo esperaba.

Danton estaba muy pálido, lo que ponía de realce su grotesca cicatriz.

—Es una trampa —dijo.

—¿Una trampa?

—Sí. Si golpean a Robespierre me golpean a mí, si lo arrastran a él me arrastran también a mí. Díselo a Brissot de mi parte.

Más tarde se lo comunicaron a Vergniaud.

—Yo no soy Brissot —respondió—. Ni siquiera soy un brissotino, al menos no me tengo por tal. Utilizáis ese término con excesiva generosidad. Sin embargo, reconozco que hemos sido duros con Danton. Nos molesta el poder que detenta en el ministerio, nos hemos metido con sus amigos. Algunos de nosotros hemos permitido que nuestras esposas hagan comentarios personales. Le hemos exigido que nos enseñe sus cuentas, lo cual, lógicamente, le pone nervioso. En resumen, nos hemos negado a doblegarnos ante él. Sin embargo, no creía que sintiera rencor hacia nosotros. Ha sido una peligrosa ingenuidad por mi parte. Pero estoy convencido de que, en privado, él y Robespierre sienten una profunda antipatía mutua. ¿Creéis que eso no tiene importancia? Os equivocáis. Al final ya se verá que tiene mucha importancia.

Aunque Louvet había alcanzado su gran momento estaba aterrado, recordando los aplausos del duque como una pesadilla. A fin de cuentas, tan sólo era Louvet, el novelista, un peso ligero, insignificante, la pequeña presa del poderoso tigre. Ahora sus amigos, los enemigos declarados de Robespierre, se preguntarían por qué le permitieron hacerlo. La Planicie había visto a Robespierre abandonar la tribuna, ocupar su escaño e imponer silencio por medio de una seña. Pero sólo yo, pensó Louvet, comprendí que antes de empezar ya había terminado, a los pies de la tribuna, hipnotizado por una mirada que hizo que sintiera un nudo en el estómago a pesar de las falsas sonrisas de aliento de esos judas.

—Nosotros lo consideramos nuestro hijo —dijo la señora Duplay.

—Pero el caso es que es mi hermano —replicó Charlotte Robespierre—, motivo por el cual mi petición prevalece sobre cualquier derecho que usted o su hija imaginen tener sobre él.

La señora Duplay —madre de tantos hijos— afirmaba comprender a las jóvenes. Comprendía a su tímida Victoire, a su seria y torpe Eléonore y a su bonita e ingenua Babette. También comprendía a Charlotte Robespierre. Pero no sabía qué hacer con ella.

Cuando Maximilien le informó que su hermano Augustin iba a trasladarse a París, le pidió consejo con respecto a su hermana. Al menos así lo entendió ella. Daba la impresión de que a Max le costaba hablar de su hermana.

—¿Qué tipo de muchacha es? —le preguntó la señora Duplay con curiosidad. Max no solía hablar de su familia—. ¿Es tímida y reservada como tú? ¿Qué debo esperar?

—No demasiado —contestó él, con aire preocupado.

Maurice Duplay insistió en que tenían espacio de sobra para alojarlos a los dos. En efecto, había dos habitaciones sin amueblar, que nadie utilizaba.

—No podemos permitir que tu hermano y tu hermana se alojen en casa de unos extraños —dijo Maurice—. No, debemos permanecer todos juntos, como una familia unida.

Al fin llegó el día. Augustin les causó una excelente impresión. Parecía un muchacho agradable y responsable, pensó la señora Duplay, ansioso por reunirse con su hermano. La señora Duplay abrió los brazos para acoger como a una hija a la joven y dulce hermana de Max, pero Charlotte la saludó con una mirada fría como el hielo.

—Nos gustaría retirarnos a nuestras habitaciones —dijo Charlotte—. Estamos cansados.

La señora Duplay les acompañó a sus habitaciones, roja de ira. Aunque no era una mujer orgullosa ni exigente, estaba acostumbrada a que sus hijas y los empleados de su marido le mostraran el debido respeto. Charlotte había empleado con ella un tono reservado a las criadas.

—Aquí todo es muy sencillo —dijo—. La nuestra es una casa sencilla.

—Ya lo veo —replicó Charlotte.

El suelo de su habitación estaba pulido, las cortinas eran nuevas, la pequeña Babette había colocado unas flores en un jarrón. La señora Duplay cedió el paso a Charlotte.

—Si desea cualquier cosa, no dude en pedírmela.

Charlotte la miró como diciendo: «Lo que deseo es que te mueras».

Maurice Duplay llenó su pipa y se concentró en el aroma del tabaco. Cuando el ciudadano Robespierre se encontraba en casa o era probable que llegara pronto a casa, el bueno del carpintero se abstenía de fumar, por respeto a sus patrióticos pulmones. A Augustin, sin embargo, no le importaba.

—Es tu hermana, por supuesto —dijo Duplay tras una pausa—. Y no puedo ni debo criticarla.

—No me importa —respondió Augustin—. Supongo que debo tratar de explicarte cómo es Charlotte. Max no lo hará jamás. Es demasiado buenazo. No le gusta pensar mal de la gente.

—¿De veras? —preguntó Duplay, un tanto sorprendido ante ese comentario, que atribuyó a una fraternal ceguera. El ciudadano Robespierre era sin duda un hombre sincero, justo y ecuánime, pero la caridad no era su punto fuerte.

—No recuerdo cómo era nuestra madre —dijo Augustin—. Max sí la recuerda, pero no le gusta hablar de ella.

—No sabía que vuestra madre hubiera muerto.

Augustin lo miró perplejo.

—¿Es que Max no os ha hablado de nuestra familia? —preguntó, sacudiendo la cabeza—. Qué raro.

—Supusimos que se debía a rencillas familiares y no quisimos entrometernos.

—Nuestra madre falleció siendo yo niño. Mi padre se fue de casa. No sabemos si está vivo o muerto. En caso de que aún viva, me pregunto si sabe que Max se ha convertido en un personaje importante.

—Supongo que estará enterado, si vive en un lugar civilizado y sabe leer.

—Claro que sabe leer —contestó Augustin, que solía tomárselo todo al pie de la letra—. Me pregunto qué opinará de su carrera política. Nuestro abuelo nos crio a nosotros, los varones, y las chicas se fueron a vivir con nuestras tías. Hasta que nos trasladamos a París. Charlotte, por supuesto, no podía marcharse. Luego murió Henriette, nuestra hermana. Charlotte y Max se llevaban muy bien; creo que ella estaba un poco celosa. Charlotte era todavía una niña cuando tuvo que ocuparse de nosotros. Supongo que eso la obligó a madurar. No ha cumplido los treinta años. Aún podría casarse.

—¿Cómo es que no se ha casado? —inquirió Duplay, dando una calada a la pipa.

—Un tipo la dejó plantada. Probablemente lo conoces, vive cerca de aquí. Es el diputado Fouché. ¿Lo recuerdas? Carece de pestañas y tiene un rostro verdoso.

—Supongo que se llevaría un disgusto tremendo.

—No creo que estuviera enamorada, pero como es lógico se sintió… Algunas personas nacen con mal carácter y utilizan la mala suerte que tienen en la vida como pretexto. Yo he estado tres veces a punto de casarme, pero mis novias no soportaban la idea de tener a Charlotte como cuñada. Nos ha convertido en el centro de su vida. No quiere que ninguna mujer se ocupe de nosotros y le haga sombra.

—Hummm. ¿Crees que ese es el motivo de que tu hermano no se haya casado?

—Lo ignoro. Ela tenido muchas oportunidades. Las mujeres se sienten atraídas por él. Pero quizá no le agrade la idea del matrimonio.

—Te recomiendo que no lo vayas diciendo por ahí —sugirió Duplay—. Se presta a equívocos.

—Quizá tema que todas las familias acaben como la nuestra. No superficialmente… sino a un nivel más profundo. Debería existir una ley contra las familias como la nuestra.

—En todo caso, son meras conjeturas y no deberíamos especular sobre lo que tu hermano piensa o deja de pensar. Es evidente que no le gusta hablar de ello. Muchos niños pierden a sus padres. Nos gustaría que nos considerarais vuestra familia.

—Estoy de acuerdo en que muchos niños pierden a sus padres, pero el problema es que no sabemos si nuestro padre está vivo o muerto. Resulta extraño pensar que quizás esté viviendo aquí mismo, en París, y se haya enterado de la carrera política de Max por los periódicos. ¿Y si aparece un día? Todo es posible. Quizá se presente un día en la Convención para vernos… Si me cruzara con él por la calle no lo reconocería. Cuando era niño confiaba en que regresara algún día, pero al mismo tiempo lo temía. Nuestro abuelo solía hablar con frecuencia de él, cuando estaba de mal humor. Decía: «Supongo que vuestro padre acabará convirtiéndose en un alcohólico», y cosas por el estilo. Todo el mundo nos observaba para ver si seguíamos sus pasos. La gente de Arras, los que no están de acuerdo con el giro que ha tomado la carrera de Max, suelen decir: «Su padre era un borracho y un mujeriego, y la madre tampoco era muy recomendable». Aunque emplean palabras más fuertes.

—Debes tratar de olvidar todo eso, Augustin. Ahora estás en París, puedes rehacer tu vida. Espero que tu hermano se case con mi hija mayor. Le dará muchos hijos. —Augustin guardó silencio—. Lo importante es que Max cuenta con buenos amigos.

—¿Lo crees así? Hace poco que he llegado a París, pero tengo la impresión de que tiene compañeros, colegas. Por supuesto que cuenta con numerosos seguidores, pero no lo apoya un grupo de amigos, como a Danton.

—Son muy distintos. En todo caso, cuenta con la amistad de los Desmoulins. El hijo de Camille es ahijado suyo.

—Suponiendo que sea hijo de Camille… Siento lástima de mi hermano, nada de lo que tiene es como aparenta.

—Poseo un marcado sentido del deber —dijo Charlotte—, lo cual, al parecer, no es corriente.

—Lo sé, Charlotte —contestó su hermano mayor, tratando de aplacarla—. ¿Qué es lo que no hago que según tú debería hacer?

—No deberías vivir aquí.

—¿Por qué?

Max conocía un contundente motivo por el que no debería vivir allí, y probablemente su hermana también.

—Eres un hombre importante, un hombre grande. Debes comportarte de acuerdo con tus circunstancias. Las apariencias cuentan. Y mucho. Danton lo sabe perfectamente. Se comporta como si fuera el amo del mundo. A la gente le encanta. Hace poco que he llegado, pero no he tardado mucho en darme cuenta. Danton…

—Danton despilfarra el dinero, Charlotte. Y nadie sabe exactamente de dónde lo saca —respondió Max, insinuando que era preferible cambiar de tema.

—Danton posee estilo —insistió su hermana—. Dicen que no tiene reparos en sentarse en el sillón del Rey cuando el gabinete se reúne en las Tullerías.

—No lo dudo, suponiendo que quepa en él —respondió Max secamente—. Si dispusiera de una mesa que hubiera utilizado el Rey, apoyaría los pies en ella. Ciertas personas son más propensas a esas cosas que otras. Pero se crean muchos enemigos.

—¿Desde cuándo te importa crearte enemigos? Que yo sepa, siempre te ha importado un comino. ¿Crees que la gente te admira por vivir en este cuchitril?

—No comprendo por qué le das tanta importancia. Aquí me siento cómodo. Tengo cuanto necesito.

—Estarías más cómodo si yo cuidara de ti.

—Querida Charlotte, siempre has cuidado de nosotros. ¿Por qué no te tomas un descanso?

—¿En casa de otra mujer?

—Todas las casas pertenecen a alguien, y la mayoría de ellas están ocupadas por una mujer.

—Gozaríamos de mayor intimidad. Podríamos instalarnos en una vivienda cómoda y céntrica.

Eso resolvería muchos problemas, pensó Robespierre.

Su hermana lo observó atentamente, esperando que la contradijera. Max abrió la boca para responder, pero ella se apresuró a añadir:

—Existe otro motivo.

—¿Cuál?

—Estas chicas, Maximilien. He visto cómo Augustin destrozaba su vida por culpa de las mujeres.

De modo que Charlotte lo sabía.

—¿A qué te refieres?

—Hubiera terminado destrozando su vida de no ser por mí. Esa vieja se ha propuesto que te acuestes con sus hijas. No sé si lo ha conseguido; allá tú con tu conciencia. Esa mocosa, Elisabeth, mira a los hombres como si… No puedo describirlo. Si alguna vez se mete en un lío será culpa de ella, no del hombre.

—¿De qué estás hablando, Charlotte? Babette es una niña. Jamás he oído a nadie decir nada contra ella.

—Pues ahora ya sabes lo que pienso. ¿Quieres que busque una vivienda?

—No. Prefiero quedarme aquí —contestó Robespierre—. No podría vivir contigo. Eres una mujer dura e inflexible.

Y estás loca de remate, se dijo para sus adentros.

5 de noviembre. La gente ha hecho cola toda la noche para ocupar un lugar en las galerías reservadas al público. Si esperan que el rostro de Robespierre refleje la crisis personal por la que atraviesa, se equivocan. Está acostumbrado a las calumnias. Parece que han pasado veinte años desde que abandonó Arras. Ya en los tiempos de los Estados Generales solían atacarlo despiadadamente. Debe de ser por mi carácter, pensaba Max.

Durante su discurso, se apresura a negar toda responsabilidad en los acontecimientos de septiembre, pero no condena explícitamente las matanzas. Se abstiene también de utilizar palabras excesivamente duras contra Roland y Buzot, como si no mereciera la pena ocuparse de ellos. Sostiene que lo sucedido el 10 de agosto fue ilegal, al igual que la toma de la Bastilla. ¿Cómo pueden justificarse esos actos en una revolución? En las revoluciones siempre se vulneran las leyes. No somos jueces sino legisladores de un nuevo mundo.

—Hummm —dice Camille, instalado en lo alto de la Montaña—. Eso no es una postura ética. Es una excusa.

Habla en voz baja, casi como si hablara consigo mismo. Sus colegas se revuelven contra él con inusitada violencia.

—Es un político —replica Danton—. ¿Para qué coño iba a adoptar una postura ética?

—No me gusta la idea de unos delitos comunes y unos delitos políticos. Nuestros rivales podrían utilizarla para aniquilarnos, como podríamos utilizarla nosotros para aniquilarlos a ellos. No veo su utilidad. Debemos reconocer que todos los delitos son idénticos.

—Rotundamente no —contestó Saint-Just.

—Me asombra que digas eso precisamente tú, el abogado de la Lanterne.

—Cuando era el abogado de la Lanterne defendía la violencia, decía que ahora nos había tocado el turno a nosotros, pero no me disculpaba alegando que era el legislador del nuevo mundo.

—No se está disculpando —dijo Saint-Just—. La necesidad no requiere disculpas ni justificaciones.

—¿De dónde has sacado eso, idiota? —le espetó Camille—. Tu idea de la política es como las fábulas que cuentan a los niños, que al final siempre acaban en una moraleja. ¿Qué significa eso? Ni siquiera lo sabes. ¿Por qué lo has dicho? Por decir algo.

Saint-Just se puso rojo de rabia.

—¿De qué lado estás? —masculló Fabre.

Cuidado, se dijo Camille, los estás volviendo a todos en contra tuya.

—¿De qué lado? Eso es lo que solemos decir de los brissotinos, ¿no es así?, que los intereses partidistas les impiden razonar.

—Eres un peligro —contestó Saint-Just.

Camille se puso en pie, más asustado de las palabras que brotaban de sus labios que de las de ellos, temiendo que dentro de unos minutos pasara a formar parte de las ramas negras y los rostros indiferentes de los jardines de las Tullerías. Fue Orléans quien lo detuvo con la mano, esbozando una leve sonrisa de circunstancias.

—No te vayas —dijo el duque, como si se tratara de una reunión social—. No puedes marcharte ahora, en mitad de un discurso de Robespierre.

Acto seguido, el duque obligó a Camille a sentarse.

—No te muevas —le ordenó—. Si te marchas, la gente hará todo tipo de conjeturas.

—Saint-Just me detesta —dijo Camille.

—Desde luego no parece que le inspires simpatía, pero no eres el único. Yo tampoco figuro en su lista de amigos.

—¿Qué quieres decir?

—Sin duda tiene una lista donde anota el nombre de sus amigos y enemigos.

—Laclos también era aficionado a las listas —respondió Camille—. A veces desearía regresar a los tiempos de 1789. Echo de menos a Laclos.

—Yo también, yo también.

Hérault de Séchelles ocupaba la presidencia. Miró a sus colegas «montañeros» arqueando una ceja, como exigiendo una explicación. Daba la impresión de que ahí arriba estuvieran celebrando una sesión parlamentaria privada. Camille discutía acaloradamente con Égalité. Robespierre había alcanzado el punto álgido de su perorata, dejando a sus oponentes sin nada que decir. Camille no oyó el final del discurso, ni los aplausos, pues salió apresuradamente antes de que terminara. Hérault recordaba haberlo visto, hacía años, abandonar la sala del tribunal, mucho antes de que se conocieran, con aire digno y una expresión de desprecio y satisfacción. En estos momentos corre el año de 1792, y su expresión denota una mezcla de desprecio y temor.

Annette no estaba en casa. Camille intentó emprender la retirada, pero Claude, que había oído su voz, se lo impidió.

—Pareces disgustado —dijo—. No intentes escapar, quiero hablar contigo.

Claude también parecía nervioso, víctima de una discreta agitación causada por un par de periódicos girondinos.

—El tono de la vida pública ha descendido a unos niveles inauditos —se lamentó Claude—. ¿Qué necesidad tenía Danton de decir esas cosas? El diputado Philippeaux pide a la Convención que ruegue a Danton que continúe al frente de su ministerio, lo cual me parece razonable. Danton se niega, cosa también de lo más razonable. Pero luego añade que si la Convención quiere que Roland siga ocupando el cargo, tendrán que pedírselo primero a su esposa. Eso ya me parece un comentario innecesario. Lógicamente, luego vienen los ataques personales. Ahora murmuran sobre Lucile y Danton.

—Eso no es ninguna novedad.

—¿Por qué permites que digan esas cosas? ¿Es que son ciertas?

—Pensaba que después del asunto de Annette y el abate Terray estabas inmunizado contra lo que publican los periódicos.

—Aquello fue una mentira grotesca; esto es algo que la gente cree. ¿No te importa lo que insinúan sobre ti?

—¿Qué insinúan?

—Que Danton puede hacer lo que guste, que eres incapaz de hacerle frente.

—No es cierto —respondió Camille.

—Mencionan a otros hombres, aparte de Danton. No me gusta que digan esas cosas de Lucile. Procura hacerle comprender…

—A Lucile le gusta dar que hablar, aunque lo que digan no sea cierto.

—¿Por qué? ¿Cómo pueden gustarle esos rumores? Opino que la tienes demasiado abandonada.

—Ese no es el problema. En realidad, nos divertimos mucho. Y no me grites, Claude, te lo ruego. He tenido un día muy duro. Durante el discurso de Robespierre…

En aquel momento apareció una criada sin llamar previamente a la puerta y anunció:

—El ciudadano Robespierre desea verlo, señor.

Robespierre apenas los visitaba desde su absurdo compromiso con Adèle. Pero siempre era bien recibido. Claude, que conservaba una excelente opinión de él, se apresuró a saludarlo afectuosamente, mientras la criada salía dando un portazo.

—Me alegro de verte, Robespierre —dijo Claude—. Quizá puedas ayudarnos a establecer algún tipo de comunicación entre Camille y yo.

—A mi suegro le horrorizan los escándalos.

—Eres el mismísimo demonio —contestó Claude.

—Veamos —dijo Robespierre. Estaba de excelente humor, casi risueño—. ¿Quizás Asmodeus?

—Asmodeus era un serafín —respondió Camille.

—Tú también. ¿Por qué te largaste en mitad de mi discurso?

—Por nada. Simplemente hice un comentario, y todos se echaron sobre mí.

—Lo sé. Todos lamentan el incidente.

—Menos Saint-Just.

—Saint-Just tiene unas opiniones muy firmes. No permite que nadie le lleve la contraria.

—No necesito que me dé permiso. Dijo que yo era un peligro. ¿Qué derecho tiene a participar en una revolución que se fraguó mucho antes de que apareciera él insultando a la gente?

—No es necesario que me grites, Camille. Tiene derecho a expresar su opinión.

—¿Y yo no?

—Nadie te niega ese derecho. Se han enfadado contigo precisamente por ejercerlo. Camille es excesivamente sensible —dijo Robespierre, dirigiéndose a Claude.

—Ojalá mostrara la misma sensibilidad en otras cuestiones —replicó este, indicando los periódicos.

Robespierre lo miró perplejo. Al quitarse las gafas, Claude observó que tenía los ojos enrojecidos. Le admiraba su paciencia, su ecuanimidad, el que se molestara en atender los problemas de los demás.

—Hay que frenar estas murmuraciones —dijo Robespierre, y se apresuró a añadir—: No pretendo insinuar que sean ciertas, sino que es preciso obrar con discreción.

—Para no atraer la atención sobre nuestros pecados —dijo Camille.

—Me llevo a Camille —dijo Robespierre a Claude—. No dejes que los periódicos te amarguen la vida.

—Ya nada me importa —contestó Duplessis, levantándose para acompañarlos hasta la puerta—. ¿Irás a vernos este fin de semana a Bourg-la-Reine? —preguntó a Robespierre.

—Bourg-la-République —le corrigió Camille—. Los buenos patriotas no se van al campo los fines de semana.

—Tú puedes ir cuando te apetezca —contestó Robespierre.

—Nos gustaría que te reunieras con nosotros —insistió Claude—. Pero supongo que no puedes.

—No, en estos momentos estoy muy ocupado. Ese asunto con Louvet me ha hecho perder mucho tiempo.

Y tendrías que ir acompañado de Eléonore y de su madre como carabina de Eléonore, pensó Camille, y de Charlotte como carabina de la madre, y de Babette, que pondría el grito en el cielo si se lo impidieran, y de Victoire, porque no sería justo dejarla en casa.

—¿Quieres que vaya yo? —preguntó a su suegro.

—Sí. A Lucile le vendrá bien un poco de aire fresco, y a ti descansar un poco.

—¿Es una invitación formal? —inquirió Camille.

Claude sonrió débilmente.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó Camille.

—Caminar un rato para comprobar si la gente nos reconoce por la calle. ¿Sabes una cosa? Creo que en el fondo tu suegro te tiene afecto.

—¿De veras?

—Se ha acostumbrado a ti. A su edad, a la gente le gusta tener a alguien de quien quejarse. No obstante, creo que…

—¿Por qué quieres comprobar si la gente te reconoce por la calle?

—No sé, es una idea que se me ha ocurrido. He oído decir que soy vanidoso. ¿Crees que soy vanidoso?

—No, no es un término que utilizaría para describirte.

—Yo me tengo más bien por un hombre enigmático.

—¿Enigmático? —Esto es el preludio a un ataque de timidez, pensó Camille. Robespierre no había conseguido acostumbrarse a la fama, y su modestia, si no le frenaban, solía convertirse en algo insoportable—. Lamento haber interrumpido tu concentración mientras pronunciabas el discurso.

—No tiene importancia. He aplastado a Louvet. Espero que a partir de ahora se lo piensen dos veces antes de atacarme. Tengo a la Convención… —dijo Robespierre, haciendo un significativo gesto con la mano—. Es maravilloso.

—Pareces muy cansado, Max.

—Supongo que lo estoy. Pero no importa. He conseguido lo que me proponía. En cambio tú tienes buen aspecto. Pareces pletórico de energía y vitalidad.

—Como dicen los amigos de Brissot, debe de ser la vida disipada que llevo. Me sienta bien.

Un hombre se detuvo para observarlos con curiosidad.

—No está seguro —dijo Camille—. ¿Te gustaría que la gente te reconociera?

—No —contestó Robespierre—. En realidad, quería hablar a solas contigo, sin que nos oiga nadie.

Su exuberancia empezaba a disiparse. Últimamente ofrecía un aire nervioso y preocupado.

—¿Acaso crees que siempre te están espiando?

—Estoy convencido de ello. —Si vivieras con mi hermana Charlotte, no te cabría la menor duda, pensó Robespierre—. Te ruego que no te tomes tan a la ligera los periódicos de los brissotinos, Camille. Sabemos que escriben esos artículos para hacer daño, pero no les des pie para que se inventen cosas. Da mala espina, especialmente cuando la ciudadana Danton está indispuesta, que su marido apenas pare en casa, y que Danton y tú os paseéis por toda la ciudad acompañados de mujeres.

—Paso casi todas las noches con el comité de correspondencia de los jacobinos. Gabrielle no está indispuesta, sino en estado.

—Lo sé, pero cuando a principios de semana hablé con ella, tuve la impresión de que no se encontraba bien. Ella y Georges apenas van juntos a ninguna parte.

—Siempre están discutiendo.

—¿Sobre qué?

—Sobre política.

—No pensaba que Gabrielle perteneciera a ese tipo de mujeres.

—No se trata de un argumento abstracto, sino de la forma en que vivimos.

—No quiero sermonearte, Camille, pero…

—Por supuesto que quieres.

—Abandona el vicio del juego. Procura que Danton también lo haga. Quédate en casa. Obliga a tu mujer a comportarse decorosamente. Si deseas tener una amante, elige a una mujer discreta, trata de que no os vea nadie.

—No quiero una amante.

—Mejor. Tu estilo de vida contradice nuestros ideales.

—Jamás he pretendido ser un modelo de esos ideales.

—Escucha…

—No, escúchame tú, Max. Desde que nos conocemos has tratado de evitar que me meta en líos. Pero al menos antes no te ponías pomposo. Hace unos meses no se te habría ocurrido decir que «mi estilo de vida contradice nuestros ideales». No le hubieras dado importancia. Tienes una gran capacidad para ignorar lo que no te interesa. Pero ahora te empeñas en sacar las cosas de quicio. Sin duda es por influencia de Saint-Just.

—¿Por qué estás tan obsesionado con Saint-Just?

—Debo enfrentarme a él ahora, cuando puedo sacar algún provecho de ello. Ha dicho que yo era un peligro, lo cual me lleva a suponer que quiere deshacerse de mí.

—¿Deshacerse de ti?

—Sí, eliminarme, obligarme a regresar a Guise, donde la sola mención de mi nombre no le cause una profunda indignación.

Los dos hombres se detuvieron y se miraron fijamente.

—No puedo ayudarte a resolver tus problemas personales —dijo Robespierre.

—Pero puedes abstenerte de tomar partido.

—No deseo tomar partido. No necesito hacerlo. Os respeto a los dos, personal y políticamente. ¿Te has fijado en lo sucias que están las calles?

—Sí. ¿Adónde vamos?

—¿Quieres ir a saludar a mi hermana?

—¿Estará Eléonore en casa?

—No, ha ido a clase de dibujo. Sé que no le caes bien.

—¿Vas a casarte con ella?

—No lo sé. ¿Cómo puedo casarme con ella? Tiene celos de mis amigos, de mis ocupaciones.

—¿No temes verte obligado a casarte con ella?

—Es posible.

—Mira… Da lo mismo.

Con frecuencia se sentía tentado de relatar a Robespierre lo que había sucedido entre Babette y él la mañana en que nació su hijo. Pero Max sentía gran afecto por la muchacha, confiaba en ella, y Camille decidió que era una crueldad abrirle los ojos. Por otra parte, corría el riesgo de que no le creyera. Además, ¿cómo podía contarle lo que ambos habían dicho y hecho de forma ecuánime e imparcial, sin ofrecer su propia interpretación, para que Max juzgara los hechos por sí mismo? Era imposible. En casa de los Duplay, Camille se mostraba siempre precavido y amable con todo el mundo, excepto con Eléonore. No obstante, no podía borrar el incidente de su mente. En cierta ocasión empezó a contárselo a Danton, pero enseguida abandonó el tema, temiendo que este creyera que se lo había inventado y le tomara el pelo.

—… a veces creo que sería deseable que nadie pretendiera destacar sobre los demás, convertirse en héroe —siguió diciendo Robespierre—, en definitiva, ser más modestos. Toda la historia de la raza humana ha sido falseada, inventada por gobiernos nefastos, reyes y tiranos para aparecer bajo una luz más favorable. La idea de que la historia la han creado los grandes hombres es ridícula, si la contemplas desde el punto de vista del pueblo llano. Los verdaderos héroes son los que se han resistido a los tiranos, quienes no sólo asesinan a los que se oponen a ellos sino que pretenden borrar sus nombres de la historia, aniquilarlos, para impedir que se les resistan.

—Disculpe —dijo de pronto un extraño, deteniéndose—. ¿No es usted el ciudadano Robespierre?

—¿Comprendes lo que quiero decir? —continuó Max, sin mirar siquiera al intruso—. No hay lugar para los héroes. La resistencia a los tiranos significa desaparecer de las páginas de la historia. Pues bien, estoy dispuesto a ello.

—Disculpe, ciudadano… —insistió el patriota.

—Sí, soy Robespierre —contestó Max secamente. Luego apoyó la mano en el brazo del ciudadano Desmoulins y añadió—: La historia es pura ficción, Camille.

ROBESPIERRE: Es difícil de explicar. Durante los dos primeros años en que asistí a la Escuela no es que fuera desgraciado, en cierto modo era feliz, pero me sentía marginado, encerrado en una celda, hasta que apareció Camille… ¿Crees que peco de sentimental?

SAINT-JUST: Sí.

ROBESPIERRE: No lo comprendes.

SAINT-JUST: ¿A qué viene esa obsesión con el pasado? Lo que importa es el futuro.

ROBESPIERRE: Muchos de nosotros querríamos olvidar el pasado, pero no podemos; mejor dicho, no del todo. Eres más joven que yo, es natural que pienses en el futuro. Todavía no tienes un pasado.

SAINT-JUST: No estoy de acuerdo contigo.

ROBESPIERRE: Antes de la Revolución eras un estudiante, te preparabas para afrontar la vida. No has desempeñado otro trabajo. Eres un revolucionario profesional. Perteneces a otra raza de hombres.

SAINT-JUST: Es probable que tengas razón.

ROBESPIERRE: Cuando apareció Camille yo era un muchacho tímido y reservado, me costaba hacer amigos. No comprendía por qué Camille se molestaba en dirigirme la palabra, pero le estaba agradecido. Siempre ha tenido la facultad de atraer a la gente como un imán. A los diez años ya poseía una especie de… extraña luminosidad.

SAINT-JUST: Tienes una imaginación muy viva.

ROBESPIERRE: Su amistad me ayudó mucho. Camille se queja siempre de que su familia no le quiere, cosa que me resulta difícil de comprender. De todos modos, teniendo tantos amigos como tiene, no debería darle tanta importancia.

SAINT-JUST: ¿Qué es lo que pretendes darme a entender? ¿Que debido a la amistad que te ofreció en unos momentos difíciles para ti, todo cuanto haga te parece de perlas?

ROBESPIERRE: No. Es un hombre muy complejo, pero haga lo que haga siempre seremos amigos. Camille es muy inteligente, y un excelente periodista.

SAINT-JUST: Tengo mis dudas sobre la utilidad de los periodistas.

ROBESPIERRE: Es evidente que lo detestas.