(1794)
Cour du Commerce, 31 de marzo, 10 de Germinal.
—¿Marat? —El bulto negro se movió levemente—. Lo lamento —dijo Danton, llevándose una mano a la cabeza—. Ha sido una estupidez.
Danton se sentó en una silla, incapaz de apartar la mirada de aquel desecho humano. La ciudadana Albertine iba envuelta en una serie de mugrientos chales y pañoletas, sin orden ni concierto. Hablaba con acento extranjero, aunque de ningún país que se hallara en un mapa.
—En cierto sentido —dijo—, no te equivocas. —Albertine alzó una esquelética mano y la introdujo entre sus ropas para indicar dónde latía su corazón—. Llevo a mi hermano aquí. Ya nunca nos separaremos.
Durante varios segundos, Danton no pudo articular palabra.
—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó al fin.
—No hemos venido para que nos ayudes —respondió Albertine con dureza. Tras detenerse unos instantes, como si estuviera escuchando, añadió—: Es el momento de atacar.
—¿A quién?
—A Robespierre. Está en la Convención.
—No quiero más muertes sobre mi conciencia —contestó Danton levantándose de un salto, como si temiera que le persiguieran los fantasmas.
—Es su vida o la tuya. Debes acudir de inmediato a la Convención. Debes observar cómo habla y se mueve. Debes juzgar su estado de ánimo y prepararte para una enconada batalla.
—Muy bien, iré si eso te complace. Pero creo que te equivocas, ciudadana. No creo que Robespierre ni ninguno del comité se atreva a atacarme.
—¿Conque no lo crees, eh? —replicó Albertine con voz burlona. A continuación se acercó a él, alzó su macilento rostro de labios gruesos, y preguntó—: ¿No me conoces? ¿Acaso nos hemos equivocado alguna vez?
Rue Saint Honoré.
—No me hagas perder el tiempo —dijo Robespierre—. Te he explicado mis intenciones antes de que se reuniera la Convención. Los documentos de la detención de Hérault y Fabre los tiene el fiscal. Puedes emitir una orden de arresto contra el diputado Philippeaux y el diputado Lacroix. Pero nadie más.
Saint-Just descargó un puñetazo sobre la mesa y bramó:
—Si dejas libre a Danton, no tardarás en ser detenido tú también. Te cortarán la cabeza antes de que transcurra una semana.
—No es necesario que te exaltes. Cálmate. Conozco a Danton. Siempre ha sido un hombre prudente, a quien le gusta sopesar los distintos aspectos de una situación. No hará nada a menos que se vea obligado. Sin duda sabe que tienes pruebas contra él, y se estará preparando para refutarlas.
—¡Las refutará por la fuerza de las armas! —exclamó Saint-Just—. Habla con Philippe Lebas. Habla con el comité de Policía. Habla con cualquier patriota del Club de los Jacobinos, y te dirá lo mismo que yo.
Las encendidas mejillas de Saint-Just destacaban contra su pálido cutis, y sus ojos lanzaban destellos de ira. Parece gozar con esta situación, pensó disgustado Robespierre.
—Danton es un traidor contra la República —prosiguió Saint-Just—, un asesino, es incapaz de ceder. Si no actuamos hoy mismo, nos eliminará a todos para impedir que nos opongamos a él.
—Te contradices. Antes decías que Danton no era un republicano, que ha procurado complacer a todos los contrarrevolucionarios, desde Lafayette hasta Brissot. Ahora dices que es incapaz de ceder.
—Desvarías. ¿Crees que Danton merece andar suelto, tratando de hundir a la República?
Robespierre lo miró pensativo. Comprendía la naturaleza de esa república a la que acaba de referirse Saint-Just. No era la República delimitada por los Pirineos y el Rhin, sino una república del espíritu; no una ciudad de carne y piedras, sino el baluarte de la virtud, los dominios de los justos.
—No estoy seguro. No puedo tomar una decisión —dijo, contemplando las numerosas imágenes de sí mismo que colgaban de las paredes y que a su vez lo observaban a él—. ¿Philippe? —preguntó, volviéndose.
Philippe Lebas se detuvo en la puerta, entre la salita de estar y el salón de los Duplay.
—Hay algo que quizá te ayude a tomar una decisión —dijo.
—¿Algo relacionado con Vadier, del comité de Policía? —preguntó Robespierre con aire escéptico.
—No, se trata de Babette.
—¿Babette? ¿Pero está aquí?
—Pasa al salón, te lo ruego. No te entretendré mucho rato más. —Robespierre dudaba—. Por el amor de Dios —dijo Lebas enérgicamente—, ¿no querías saber si Danton merecía vivir o morir? Entra tú también Saint-Just.
—Muy bien —contestó Robespierre—. Pero en el futuro preferiría no hablar de estos asuntos en mi casa.
Todos los Duplay se hallaban presentes en el salón. Robespierre los miró detenidamente. En la estancia reinaba una profunda tensión que inmediatamente lo puso en guardia.
—¿A qué viene esto? —preguntó—. No alcanzo a comprender…
Nadie dijo palabra. Babette estaba sentada ante la mesa grande, sola, como si se enfrentara a una comisión investigadora. Robespierre se inclinó y le dio un beso en la frente.
—De haber sabido que estabas aquí, habría cortado esa estúpida discusión para venir a saludarte. ¿Y bien?
Pero nadie respondió. Robespierre acercó una silla y se sentó junto a Babette. Esta le acarició la mano. Estaba encinta de cuatro o cinco meses y ofrecía un aspecto rollizo y satisfecho. Sólo tenía unos meses más que la joven esposa de Danton. Al mirarla, Robespierre se sintió alarmado.
Maurice estaba sentado en una banqueta junto al fuego, con la cabeza gacha, como si hubiera oído algo que le hubiera hecho sentirse humillado. De pronto alzó la vista, carraspeó y dijo:
—Has sido como un hijo para nosotros.
—Esto parece el tercer acto de un melodrama barato —contestó Robespierre, sonriendo y apretando la mano de Babette.
—Es muy duro para la chica —dijo Duplay.
—Estoy bien —respondió Elisabeth, sonrojándose y bajando la vista.
Saint-Just estaba apoyado contra la pared, con los ojos ligeramente entornados.
Philippe Lebas se colocó detrás de Babette y apoyó las manos en el respaldo de la silla.
—¿Qué sucede, ciudadano Lebas? —inquirió Robespierre.
—Estabais hablando sobre el carácter del ciudadano Danton —dijo Babette suavemente—. No sé nada de política, porque no es un tema que nos incumbe a las mujeres.
—Puedes decir lo que gustes. En mi opinión, las mujeres son tan inteligentes como los hombres —contestó Robespierre, dirigiendo una venenosa mirada a Saint-Just, como desafiándole a que le contradijera. Saint-Just sonrió despectivamente.
—Quizá te interese saber lo que me ha sucedido.
—¿Cuándo?
—Deja que te lo cuente a su manera —terció Duplay.
Babette retiró la mano de entre las de Robespierre y la apoyó sobre la mesa, en cuya pulida superficie se reflejaba suavemente su rostro.
—¿Recuerdas cuando fui a Sèvres este otoño? —preguntó, dirigiéndose a Robespierre—. Mamá pensó que necesitaba respirar aire fresco, de modo que fui a pasar unos días a casa de la ciudadana Panis.
La ciudadana Panis era la respetable esposa de un diputado parisiense, Étienne Panis, un leal «montañés» con un brillante historial de servicio el 10 de agosto, el día en que la monarquía fue derrocada.
—Sí, aunque no recuerdo exactamente la fecha —contestó Robespierre—. Sería en octubre, o noviembre.
—El ciudadano Danton estaba también allí, con Louise, y se me ocurrió ir a visitarla. Supuse que se sentiría sola y que le gustaría charlar con alguien de su edad. La compadezco, sinceramente.
—¿Por qué?
—Algunos dicen que él se casó con ella por amor, pero otros aseguran que lo hizo para tener una mujer que se ocupara de sus hijos y de su casa mientras él retoza con la ciudadana Desmoulins. Aunque la mayoría de la gente coincide en que la ciudadana Desmoulins está enamorada del general Dillon.
—Te estás desviando de la cuestión, Babette —dijo Lebas.
—Fui a verla, pero no estaba en casa. Me abrió la puerta el ciudadano Danton. Cuando quiere, sabe ser un hombre amable y encantador. Me dio lástima porque me pareció que se sentía solo, que no tenía con quién hablar. Louise es muy agradable pero poco inteligente. El caso es que me pidió que le hiciera compañía, y no pude negarme.
—Babette no se dio cuenta de que estaban solos en casa —dijo Lebas.
—No podía saberlo —replicó la joven—. Hablamos de varias cosas, sin que yo sospechara sus intenciones.
—¿A qué te refieres? —preguntó Robespierre.
—No te enfades conmigo —le suplicó Babette.
—¿Por qué iba a enfadarme contigo? No debes temer nada. Imagino que Danton hizo algún comentario mientras conversaba contigo y te sientes obligada a informarme. Eres una buena chica y debes cumplir con tu deber. Nadie puede culparte por ello. Cuéntame lo que te dijo.
—No, no, te equivocas —terció la señora Duplay—. Max es tan bueno que no imagina lo perversas que son algunas personas.
Robespierre la miró irritado.
—Continúa, Babette —dijo, apoyando una mano sobre la suya.
—Vamos, cuéntale de una vez lo que sucedió —dijo el marido de Elisabeth.
—Me rodeó los hombros con el brazo. No quise hacer una escena, hubiera sido pueril… Luego metió la mano dentro de mi corpiño, pero pensé que… Al fin y al cabo, frecuenta a damas de la alta sociedad… Quiero decir que algunos lo han visto abrazar a la ciudadana Desmoulins en público, y no tiene importancia. No supuse que la cosa pasara de allí. De todos modos, traté de apartarme, pero es muy fuerte y… Dijo unas cosas que no me atrevo a repetir…
—Debes hacerlo —la instó bruscamente Robespierre.
—Dijo que quería demostrarme que era más agradable hacer el amor con un hombre experimentado que con un «robespierrista» virgen. Luego trató de… —Babette se cubrió el rostro con las manos y prosiguió con voz casi inaudible—: Por supuesto, yo me resistí. Él se rio y dijo que Eléonore no tenía tantos escrúpulos, que sabía cómo complacer a los hombres republicanos. Creo que en aquellos momentos perdí el conocimiento.
—No me parece necesario que continúe —dijo Lebas, apoyándose en el respaldo de la silla de Robespierre y clavando la vista en su cuello.
—No te coloques a mis espaldas —le ordenó este bruscamente. Lebas no se movió. Robespierre miró a su alrededor como si buscara una esquina, un rincón donde refugiarse, mientras todos los Duplay lo contemplaban fijamente.
—¿Qué hiciste cuando recobraste el sentido? —preguntó Robespierre a Babette—. ¿Dónde te encontrabas?
—En una habitación —contestó la joven con voz temblorosa—. Estaba medio desnuda, tenía la falda…
—No es necesario que entres en detalles —dijo Robespierre.
—Estaba sola. Me levanté y me arreglé un poco. No vi a nadie, de modo que salí corriendo.
—Para resumir, ¿pretendes decirnos que Danton te violó? —preguntó Robespierre.
—Yo me resistí, pero… —Babette se detuvo y rompió a llorar.
—¿Qué pasó luego?
—¿Luego?
—Supongo que regresarías a casa de Panis. ¿Qué dijo su esposa?
Babette lo miró con aire inocente mientras un grueso lagrimón resbalaba por su mejilla.
—Me advirtió que no debía contar a nadie lo sucedido, porque era muy peligroso.
—De modo que decidiste callar.
—Hasta ahora. Pensé que debía… —La joven empezó a sollozar de nuevo.
De improviso, Saint-Just se acercó a ella y le dio unas palmaditas en el hombro.
—Sécate las lágrimas y escucha atentamente, Babette —dijo Robespierre—. ¿Dónde estaban los sirvientes de Danton cuando sucedió eso? Debía de haber alguien en la casa.
—No lo sé. Pedí auxilio, pero no acudió nadie.
En aquel momento la señora Duplay, que había escuchado el relato de su hija en silencio y pacientemente, decidió intervenir.
—El problema, Max, aparte de la gravedad de lo sucedido, es que…
—Estoy seguro de que Max sabe contar con los dedos —la interrumpió Saint-Just.
Robespierre miró perplejo a Babette.
—De modo que en aquella fecha tú no sabías que… —dijo al cabo de unos minutos.
—No, ¿cómo iba a saberlo? —respondió la joven—. Quizá ya estuviera encinta. No estoy segura. Confío en que no sea hijo de él.
Ya estaba dicho. Todos lo habían pensado, pero ahora que ella lo había expresado de viva voz, dieron rienda suelta a su indignación.
Sólo él, Robespierre, consiguió dominarse. Era importante resistir la tentación de dejarse arrastrar por las emociones que se agitaban en su interior.
—Escucha, Babette —dijo—, esto es muy importante. ¿Te ha aconsejado alguien que me contaras esta historia?
—No, por supuesto que no. Nadie sabía nada hasta hoy.
—Si esto fuera un tribunal, Elisabeth, te formularía numerosas preguntas.
—Pero no es un tribunal —dijo Duplay—. Es tu familia. Hace tres años te encontré en la calle y te salvé la vida. Desde entonces te hemos cuidado como a un hijo. Tú y tus hermanos erais huérfanos, no teníais a nadie. Te hemos dado todo nuestro cariño.
—Es cierto.
Robespierre, derrotado, permaneció en su asiento a la cabeza de la mesa, observando a Elisabeth. La señora Duplay se apresuró a abrazar a su hija, que se echó a llorar desconsoladamente. Robespierre sintió que su llanto le traspasaba el corazón.
Saint-Just carraspeó y dijo:
—Lamento pedirte que me acompañes en estos momentos, pero el comité de Policía se reúne con nuestro comité dentro de una hora. He redactado un informe preliminar sobre Danton, pero debo ampliarlo…
—No podemos llevar este asunto ante un tribunal —dijo Robespierre, dirigiéndose a Duplay—. No es necesario. En el contexto de otros cargos, es una cuestión trivial. No actuarás como jurado en el proceso de Danton. Pediré a Fouquier que te exima de esa responsabilidad. No sería justo.
—Antes de marcharnos —dijo Saint-Just—, ¿te importaría subir y coger tus cuadernos?
Las Tullerías, a las ocho de la tarde.
—Hablemos sin rodeos, ciudadano Robespierre —dijo el Inquisidor.
Robespierre apartó la vista del rostro alargado y macilento de Vadier y observó sus singulares y afilados dedos mientras removía unos papeles sobre la mesa ovalada y tapizada de verde.
—En nombre de tus colegas y de los míos del comité de Policía —prosiguió Vadier—, te hablaré con toda claridad.
—Adelante —contestó Robespierre. Tenía la boca seca y le dolía el pecho. Notó que tenía sangre en la boca. Sabía lo que pretendían.
—Estarás de acuerdo conmigo en que Danton es un hombre muy poderoso —dijo Vadier.
—Sí.
—Y un traidor.
—¿Por qué me lo preguntas? El Tribunal es quien debe juzgarlo.
—El proceso es un asunto arriesgado.
—Efectivamente.
—Es necesario tomar todas las precauciones posibles.
—Sí.
—Hay que tener presentes todas las circunstancias que puedan incidir negativamente en el mismo.
Vadier interpretó el silencio de Robespierre como señal de asentimiento. Lentamente, como un animal primitivo, el Inquisidor encogió sus dedos parecidos a unas garras y descargó un puñetazo sobre la mesa.
—¿Cómo quieres que dejemos libre a ese periodista aristócrata? Si Danton se ha comportado como un traidor desde 1789, ¿cómo quieres que exoneremos a su mejor amigo? Antes de la Revolución, sus amigos eran el traidor Brissot y el traidor D’Églantine. No, no me interrumpas. No tiene tratos con Mirabeau, pero inopinadamente se instala en su casa de Versalles. Durante varios meses —los meses en los que Mirabeau maquinó su conspiración— se separa de él. Es un hombre sin fortuna, un desconocido, pero de pronto aparece todas las noches invitado en casa de Orléans. Fue el secretario de Danton durante su nefasto mandato en el Ministerio de Justicia. Es un hombre rico, o al menos vive como tal, y su vida privada es un escándalo.
—Sí —contestó Robespierre—, y condujo al pueblo el 12 de julio. Él provocó la revuelta e hizo caer la Bastilla.
—¿Cómo puedes exonerar a ese hombre hacia el que la masa, confundida, experimenta un sentimiento de afecto? —gritó Vadier enfurecido—. ¿Crees que puedes dejarlo en libertad mientras su amigo Danton es juzgado? ¿Crees que puedes dejarlo en libertad sólo porque en una ocasión, hace años, lograsteis que se dirigiera a la multitud y la convenciera?
—No, ese no es el motivo —terció Saint-Just—. El motivo es que Robespierre también experimenta un sentimiento de afecto hacia él. Según parece, antepone sus sentimientos personales al bienestar de la República.
—Camille se ha burlado de ti —afirmó Billaud.
—Me estás calumniando, Saint-Just —respondió Robespierre—. No antepongo nada al bienestar de la República. Soy incapaz de tal cosa.
—Permíteme decir algo. —Vadier abrió los puños y extendió las manos sobre la mesa—. Nadie, ni siquiera un admirable patriota como tú, puede oponerse a la voluntad del pueblo. Todos estamos contra ti. Te has quedado solo. Debes rendirte ante la mayoría, de lo contrario, tu carrera habrá terminado en estos momentos, en esta habitación.
—Firma la orden de arresto, ciudadano Vadier —dijo Saint-Just—, y entrégamela.
Vadier alargó la mano pero Billaud se precipitó como una serpiente sobre su presa, cogió la pluma y estampó su firma en el documento.
—Quería ser el primero en firmarlo —dijo su amigo Collot.
—¿Acaso porque su jefe, Danton, era un tirano? —preguntó Robert Lindet.
Vadier cogió el papel, lo firmó y se lo pasó a Rühl, del comité de Policía, pero este sacudió la cabeza.
—Está senil —observó Collot—. Deberían expulsarlo del Gobierno.
—Es un poco duro de oído —dijo Collot—. Fírmalo, Rühl.
—Aunque sea viejo, no podéis obligarme a firmar ese papel amenazándome con poner fin a mi carrera. No creo que Danton sea un traidor.
—Es posible que tu carrera termine antes de lo que imaginas.
—No me importa —replicó Rühl.
—Entonces entrégame ese papel —dijo Lebas, irritado—, y no perdamos más tiempo.
Carnot lo cogió, lo examinó con aire pensativo y dijo:
—Firmaré por el bien de la unidad de los comités. Es el único motivo que me impulsa a ello. —Tras estampar su firma, pasó el documento a Lebas y añadió—: Dentro de unas semanas, caballeros, tres meses a lo sumo, lamentaréis que Danton ya no pueda arengar a las masas. Si lo condenáis, entraréis en una nueva fase de la historia, una fase para la cual no creo que estéis preparados. Os aseguro que os sentiréis tan impotentes y desesperados que recurriréis a brujos y adivinos.
—Rápido, dame ese papel —dijo Collot, arrebatándoselo a un miembro del comité de Policía y firmándolo—. Toma, Saint-Just, fírmalo tú ahora.
Robert Lindet se apresuró a coger la orden de arresto y pasársela a su vecino de mesa. Saint-Just lo miró enojado.
—No —dijo Lindet secamente.
—¿Por qué?
—No estoy obligado a explicarte mis razones.
—En ese caso no tenemos más remedio que sospechar de ellas —dijo Vadier.
—Lo lamento. Soy el encargado de abastos. Mi misión es alimentar a los patriotas, no asesinarlos.
—No es necesario que haya unanimidad —dijo Saint-Just—. Habría sido deseable, pero no es imprescindible. Sólo faltan dos firmas, aparte de los que se han negado a firmar. Te toca a ti, ciudadano Lacoste. Después de haber firmado el papel entrégaselo a Robespierre y acércale el tintero.
Los comités de Salvación Pública y de Seguridad General decretan que Danton, Lacroix (del département de Eure-et-Loire), Camille Desmoulins y Philippeaux, todos ellos miembros de la Convención Nacional, sean arrestados y conducidos a la prisión de Luxemburgo, donde permanecerán recluidos en celdas individuales hasta el momento de ser juzgados. Ordenamos al alcalde de París que ejecute de inmediato el presente decreto.
En la Cour du Commerce, a las nueve de la tarde.
—Un momento —dijo Danton—. Deseo presentaros.
—Danton…
—Insisto. Querida, te presento a Fabricius Pâris, un viejo amigo y secretario del Tribunal.
—Encantado de conocerla —se apresuró a decir Pâris—. Su marido me consiguió el trabajo.
—Y por eso estás aquí. Como verás, querida, inspiro una profunda lealtad a mis amigos.
Pâris estaba visiblemente nervioso.
—Como sabes, acudo todas las tardes al comité para recoger las instrucciones del día siguiente —dijo. Luego se volvió hacia Louise y añadió—: Me refiero a las instrucciones del Tribunal, que posteriormente entrego a Fouquier. —Louise asintió—. Al llegar, comprobé que la puerta estaba cerrada, lo cual me extrañó. Supuse que tenía el deber de informar a un patriota de lo que se estaba cocinando, de modo que, como conozco bien el edificio, entré por una puerta trasera y miré por el ojo de la cerradura…
—Continúa —dijo Danton—. Miraste por el ojo de la cerradura y luego aplicaste el oído, y viste y oíste a Saint-Just acusándome de traidor.
—¿Cómo lo sabes?
—Es lógico.
—Todos escuchaban en silencio las mentiras de ese canalla.
—¿Qué es exactamente lo que se propone? ¿Acaso han firmado una orden de arresto contra mí?
—No vi ningún papel. Saint-Just dijo que quería denunciarte ante la Convención, en tu presencia.
—Muy bien —contestó Danton—. De modo que quiere comparar sus dotes de orador con las mías. ¿Quiere comparar también su experiencia y su protagonismo en la Revolución? Perfecto —añadió, dirigiéndose a Louise—. Es precisamente lo que yo quería. Ese imbécil ha decidido desafiarme en mi propio terreno. Gracias por la información, Pâris.
El secretario del Tribunal lo miró desconcertado.
—¿Querías obligarlo a adoptar esa postura?
—Será un placer hundir a ese hijo de puta.
—Supongo que permanecerás toda la noche en vela redactando un discurso —dijo Louise.
—Mi esposa todavía no conoce mis métodos —respondió Danton, soltando una carcajada—. Pero tú sí los conoces, ¿no es cierto, Pâris? No necesito escribir un discurso, amor mío, soy perfectamente capaz de improvisarlo.
—Pero imagino que redactarás por anticipado un resumen del mismo para la prensa, incluyendo lo de «tumultuosos aplausos»…
—Veo que vas aprendiendo —contestó satisfecho Danton. Luego se volvió hacia Pâris y le preguntó—: ¿Mencionó Saint-Just a Camille?
—Lo ignoro. En cuanto comprendí lo que se traían entre manos en el comité, me apresuré a venir a informarte. Supongo que Camille no corre peligro.
—Esta tarde fui a la Convención, pero me marché enseguida. Lo vi charlar con Robespierre.
—Sí, tengo entendido que los dos se comportaron con gran cordialidad. ¿Crees que es posible que…? —Pâris se detuvo. Era difícil preguntarle a alguien si creía que su mejor amigo había renegado de él.
—Mañana, en la Convención, le obligaré a enfrentarse a Saint-Just. Imagínate el cuadro. Nuestro hombre, la viva imagen de la rectitud, comportándose como si acabara de devorar un filete, y Camille burlándose de él y refiriéndose a 1789. Un truco barato, pero al público en la galería le entusiasmará. Eso pondrá furioso a Saint-Just (cosa nada sencilla, dado que cultiva esa imagen de estatua griega), pero te garantizo que Camille lo conseguirá. En cuanto nuestro hombre empiece a bramar, Camille adoptará un aire de impotencia. Eso hará que Robespierre se ponga en pie y entre todos montaremos una emotiva escena. Estoy seguro de que ganaré yo. Iré enseguida a ver a Camille… No, lo planificaremos todo mañana. Es mejor que lo deje en paz en estos momentos. Ha recibido malas noticias de casa. Ha muerto un familiar suyo.
—¿Su padre?
—No, su madre.
—Lo lamento —dijo Pâris—. En tal caso, puede que Camille no esté de humor para esos juegos. ¿No sería preferible que adoptaras una estrategia menos arriesgada, Danton?
Rue Marat, a las nueve y media de la tarde.
—Hubiera regresado a casa enseguida —dijo Camille—. ¿Por qué no me dijo mi padre que mi madre estaba enferma? Vino a verme, se sentó en esa silla que ocupas tú ahora. No me dijo una palabra.
—Quizá no quería disgustarte. Quizá creían que se recuperaría.
Un día, hacia finales del año pasado, se había presentado un desconocido, un hombre distinguido de unos sesenta años, delgado, con aire distante y una abundante cabellera gris. Lucile había tardado unos minutos en comprender de quién se trataba.
—Mi padre jamás ha procurado evitarme disgustos —respondió Camille—. En realidad, mis sentimientos (y los de los demás) le tienen sin cuidado.
Había sido una breve visita, de un par de días de duración. Jean-Nicolas fue a verlo porque había leído El viejo cordelier y deseaba decir a su hijo lo mucho que le había gustado y lo mucho que le admiraba a él; quizás incluso que le echaba de menos, que quería que fuera a visitarlos de vez en cuando.
Pero cuando trató de hacerlo se apoderó de él una profunda turbación, como una jovencita sonrojándose ante un pretendiente. Mientras su hijo le miraba desconcertado, se le formó un nudo en la garganta y no pudo articular palabra.
Fue uno de los peores ratos que Lucile había pasado en su vida. Fabre también estuvo presente, quejándose de todo, como de costumbre. Pero al ver al anciano señor Desmoulins tratando en vano de expresar sus sentimientos, se emocionó. Lucile y Camille le vieron enjugarse una lágrima. Hubiera sido más lógico que hubieran llorado ellos, dijo más tarde Fabre, no les faltaban motivos para sentirse disgustados. Cuando Jean-Nicolas cesó al fin de esforzarse en hablar, padre e hijo se abrazaron breve y fríamente. «Creo que ese hombre tiene un grave defecto en el corazón», dijo Fabre más tarde, cuando todo hubo pasado.
Hubo otro aspecto relacionado con la visita que ni siquiera Fabre se atrevió a mencionar, el aspecto de «¿serás capaz de sobrevivir a ello?».
—Es curiosa la relación que existe entre Georges-Jacques y su madre —comentó Camille—. Puede que ella sea una arpía insoportable, pero se llevan divinamente. Lo mismo que tú y tu madre.
—Somos uña y carne —respondió Lucile secamente.
—En cambio, nadie diría que estoy emparentado con mi madre —prosiguió Camille—. Quizá Jean-Nicolas me encontró debajo de un arbusto. Durante toda mi vida he intentado en vano complacerlo, aunque no desespero de conseguirlo algún día. Aquí me tienes, padre, he cumplido diez años y leo a Aristófanes con la misma facilidad que mis hermanas leen cuentos infantiles. Muy bien, ¿pero por qué nos ha enviado Dios un hijo tartamudo? Mira, padre, he aprobado todos los exámenes habidos y por haber, ¿estás satisfecho? Sí, ¿pero cuándo vas a empezar a ganarte la vida? ¿Recuerdas, padre, que siempre me hablabas de la necesidad de organizar una revolución? Pues acabo de ponerla en marcha. Te felicito, pero ese no es el futuro que habíamos previsto para ti; además, ¿qué dirán los vecinos? —Camille sacudió la cabeza con tristeza y añadió—: Cuando pienso en la cantidad de cartas que le he escrito… Podría haberme dedicado a aprender el arameo o algo más provechoso, como el sistema que había ideado Marat para ganar a la ruleta.
—No sabía que hubiera inventado un sistema para ganar a la ruleta —respondió Lucile.
—Sí, pero como tenía ese aspecto tan infame no le dejaban entrar en los casinos.
Ambos permanecieron unos minutos en silencio tras haber agotado el tema de la madre de Camille. Él no la conocía, ella no conocía a su hijo. Eso era precisamente lo que le desesperaba a él, la sensación de no haber tenido una segunda oportunidad para estrechar sus lazos con ella.
—La vida es un juego complicado —dijo Lucile—. Me acuerdo con frecuencia de Hérault. Hace dos semanas que lo encerraron en la cárcel. Sabía que iban a arrestarlo. ¿Por qué no se fugó?
—Es demasiado orgulloso.
—Lo mismo que Fabre. ¿Es cierto que van a arrestar a Lacroix?
—Eso dicen. Y a Philippeaux. Uno no puede desafiar impunemente al comité.
—Pues tú los has desafiado. Llevas cinco meses atacando al comité.
—Sí, pero Max me respalda —contestó Camille—. No pueden tocarme aunque quieran. No pueden hacer nada sin su aprobación.
Lucile sintió un escalofrío y se arrodilló ante el hogar.
—Mañana les pediré que nos manden más leña de la granja —dijo.
Cour du Commerce.
—El diputado Panis está aquí —dijo Louise, profundamente alarmada.
Era la una menos cuarto de la mañana del 12 de Germinal. Danton llevaba puesta una bata.
—Discúlpame, ciudadano. Los sirvientes están acostados y nosotros nos disponíamos también a retirarnos. Acércate al fuego, hace frío fuera. —Danton se arrodilló ante la chimenea.
—No te preocupes por eso —dijo Panis—. Van a arrestarte.
—¡Cómo! —exclamó Danton—. Estás confundido. Fabricius Pâris ha venido a verme.
—No sé lo que te habrá dicho, pero no estaba presente en la reunión de los dos comités. Lindet estaba allí. Fue él quien me envió. Han emitido una orden de arresto contra ti. No van a permitirte que te defiendas ante la Convención. Jamás volverás a aparecer ante ella. Irás directamente a la cárcel, y de allí al Tribunal.
Danton guardó silencio durante unos momentos, pálido y desconcertado.
—Pero Pâris oyó decir a Saint-Just que quería enfrentarse a mí en la Convención.
—Es cierto, pero lo convencieron de que no era aconsejable. Sabían los riesgos que ello entrañaba y no estaban dispuestos a permitir que se expusiera. No son unos novatos, saben que eres capaz de provocar un tumulto en la galería reservada al público. Saint-Just estaba furioso, según dijo Lindet. Salió indignado y… —Panis no terminó la frase.
—Continúa.
—Arrojó el sombrero al fuego —dijo Panis, reprimiendo una sonrisa.
—¿Qué? —contestó Danton. Su mirada se cruzó con la del diputado, y estallaron en carcajadas.
—Su sombrero se convirtió en humo en pocos minutos —dijo Lindet—. Estuvo a punto de arrojar también sus notas, pero un caritativo patriota se apresuró a arrebatárselas de las manos antes de que fueran pasto de las llamas. Fue un momento glorioso.
—¡Mira que arrojar su sombrero al fuego! Ojalá hubiera estado presente Camille —dijo Danton.
—Sí —contestó el diputado—, se hubiera divertido mucho.
De pronto Danton recordó que no era momento para bromas.
—¿Dices que han firmado una orden de arresto contra mí? ¿Robespierre también?
—Sí. Lindet dice que procures aprovechar la última oportunidad que te queda. Márchate de casa antes de que se presenten. Adiós, debo ir a informar a Camille.
Danton sacudió la cabeza.
—Déjalo que duerma tranquilo, ya se enterará mañana. Esto será un golpe muy duro para él. Tendrá que enfrentarse a Robespierre, y no sabrá qué decirle.
—¿Pero es que no lo comprendes? —preguntó Panis—. No tendrá ocasión de hablar con Robespierre. Van a encerrarlo también en la cárcel.
Louise lo vio desplomarse en un sillón y cubrirse los ojos con la mano.
El reloj dio las dos.
—Confiaba en que ya te hubieras marchado —dijo Lindet—. ¿Qué demonios te has propuesto, Danton? ¿Es que quieres ayudarlos a destruirte?
—Es increíble —contestó Danton, observando las brasas que ardían en la chimenea—. No puedo creer que haya ordenado que arresten a Camille. Esta tarde los vi hablar, y Robespierre estaba muy animado y sonriente… ¡El muy hipócrita!
Louise se había vestido apresuradamente y permanecía sentada discretamente en un rincón. Mientras observaba a través de las lágrimas a su marido, que parecía hundido e impotente, oía una voz en su interior que repetía con insistencia: «No temas, a ti no te harán nada».
—Supuse que me permitirían hablar ante la Convención. ¿Acaso no les recordó Lindet que esta debe autorizar la detención de sus miembros, suprimir nuestra inmunidad?
—Por supuesto. El mismo Robespierre se lo recordó. Pero Billaud contestó que obtendrían la autorización en cuanto te hubieran encerrado. Estaban muy asustados, Danton. Cerraron las puertas a cal y canto, y se comportaron como si temieran que aparecieras de improviso.
—Pero ¿qué dijo Robespierre sobre Camille?
—Sentí lástima de él —contestó Lindet—. Lo acosaron implacablemente. No le dieron alternativa. El pobre desgraciado cree que debe permanecer vivo para proteger la República. Aunque, después de lo sucedido, no creo que le queden muchas ganas de vivir.
—Marat fue obligado a comparecer ante el Tribunal —dijo Danton—. Lo arrestaron los girondinos, pero el Tribunal lo absolvió y las gentes lo transportaron a hombros por las calles en olor de multitudes.
—Cierto —dijo Lindet.
Pero en aquellos días, pensó, el Tribunal defendía su independencia. Marat tuvo un juicio justo, pero tú no tendrás un juicio justo. Sin embargo, no dijo nada.
—No pueden amordazarme —dijo Danton, tratando de animarse—. Pueden arrestarme, pero tendrán que dejarme hablar. Muy bien, estoy preparado para enfrentarme a ellos.
Lindet se puso en pie, y Danton le dio una palmada en el hombro.
—Ya veremos qué cara ponen esos cabrones cuando haya terminado con ellos.
Rue Marat, a las tres de la mañana. Camille había empezado a hablar, en unos murmullos apenas audibles, pero con fluidez, sin titubeos, como si una parte de su mente se hubiera liberado. Lucile había cesado de llorar y permanecía inmóvil, observándolo como atontada, en ese estado hipnótico que sucede a una fuerte conmoción. Su hijo dormía en una habitación contigua. No se percibía ningún ruido de la calle ni en la habitación, salvo los murmullos que emitía Camille. La única luz provenía de una vela. Es como si estuviéramos aislados del resto del mundo, pensó Lucile.
—En 1789 estaba convencido de que moriría a manos de algún aristócrata. Me habría convertido en un mártir de la libertad y lo hubieran publicado los periódicos. Luego, en 1792, creí que vendrían los austriacos y me pegarían un tiro; todo habría terminado y yo sería un héroe nacional. —Camille se detuvo y se llevó una mano al cuello—. Danton dice que no le importa lo que piensen de él los que vengan después de nosotros. En cambio a mí me gustaría que tuvieran una buena opinión de mí. Pero no creo que lo consiga. ¿Tú qué opinas?
—No lo sé —respondió Lindet.
—Después de todo lo que hemos vivido… Morir acusado de no ser un patriota, de ser un contrarrevolucionario… Es muy duro, no lo soporto. ¿Me ayudarás a escapar, Robert?
Lindet dudó unos instantes antes de responder.
—No hay tiempo.
—Lo sé, ¿pero estás dispuesto a ayudarme?
—No, creo que no —contestó Lindet suavemente—. Nos sacrificarían a los dos. Lo lamento, Camille.
Al despedirse de Lucile, Lindet la abrazó y dijo:
—Vete a casa de tus padres. Es preferible que abandones esta vivienda. —De pronto se volvió hacia Camille y le preguntó—: ¿Lo decías en serio? ¿Estás dispuesto a huir? ¿Prometes hacer cuanto te ordene sin desfallecer?
—No, sólo te estaba poniendo a prueba —contestó Camille.
—¿Por qué?
—Da lo mismo. Has pasado la prueba —respondió Camille, bajando la vista.
Robert tenía cincuenta años, y su enjuto rostro de administrador delataba su edad. Lucile se preguntó cómo había conseguido sobrevivir.
—Está a punto de amanecer —dijo Lucile—. Todavía no se ha presentado nadie.
Aún confía —la esperanza se aferra a su cuello como si fuera a estrangularla, sobresaltándola ante el menor ruido— en que Robespierre haya cambiado de parecer, que haya tenido el valor de enfrentarse a ellos.
—He escrito a Conejo —prosigue Lucile—. No te lo había dicho. Le rogué que volviera para ayudarnos.
—¿Te ha contestado?
—No.
—Confía en que cuando yo haya muerto te casarás con él.
—Eso mismo dijo Louise.
—¿Y qué sabe ella?
—Nada. ¿Por qué le pusiste el apodo de «Conejo»?
—¿Es posible que la gente todavía sienta curiosidad por saber por qué le llamo Conejo?
—Sí.
—No existe ningún motivo especial.
Lucile oyó de pronto los pasos de una patrulla, y pocos instantes después se detuvieron frente al edificio. Puede que sea simplemente la patrulla nocturna, pensó. Pero se equivocaba.
—Me alegro de que Jeanette no esté en casa esta noche —dijo Camille, levantándose—. Han llamado a la puerta. Iré a abrir.
Lucile se puso en pie y permaneció en medio de la habitación. Las rodillas le temblaban y no podía articular palabra.
—¿Me buscan a mí? —preguntó Camille.
Lucile le miró. Recordaba el 10 de agosto cuando, después de la muerte de Suleau, Camille regresó a casa para lavarse y cambiarse de ropa antes de salir de nuevo y confundirse con la airada multitud.
—Tiene la obligación de preguntarme mi nombre —dijo Camille al oficial—. Debe preguntarme: «¿Es usted Camille Desmoulins, periodista de profesión y diputado de la Convención Nacional?». Es una medida prudente para evitar cualquier confusión de identidad.
—Mire, es muy temprano —replicó el oficial—. Sé perfectamente quién es usted. Aquí tiene la orden de arresto, por si desea examinarla.
—¿Puedo despedirme de mi hijo?
—Sólo si nos permite acompañarlo a su habitación.
—No quiero despertarlo. ¿Me permite unos instantes a solas con mi familia?
Los guardias se apostaron junto a las puertas y ventanas.
—La semana pasada —dijo el oficial—, un individuo me pidió que le dejara ir a besar a su hija y se saltó la tapa de los sesos. Otro que vivía al otro lado del río se arrojó por la ventana de un cuarto piso y se partió el cuello.
—No comprendo por qué se tomó la molestia —dijo Camille—, cuando el Estado lo hubiera hecho por él.
—Espero que no nos cause ningún problema —dijo el oficial.
—Descuide —contestó Camille.
—Coge unos libros para que no te aburras —dijo Lucile, tratando de mostrarse fuerte y valiente.
—Sí, es una buena idea.
—Apresúrese —dijo el oficial, apoyando la mano en el brazo de Camille.
—¡No! —exclamó Lucile, arrojándose en los brazos de su marido y besándole.
—Vamos —dijo el oficial—. Apártese, ciudadana.
Pero Lucile se abrazó con fuerza al cuello de Camille, negándose a soltarte. Tras unos instantes de forcejeo, el oficial consiguió apartarla, pero ella se volvió y le asestó un puñetazo en la mandíbula. Sintió la sacudida de un impacto, y súbitamente cayó al suelo fulminada. Me han aplastado como a una mosca, como a un bicho, pensó. Me han matado.
Estaba sola. Los guardias se habían llevado a Camille. Lucile se incorporó. No estaba herida. Cogió un cojín del sofá y lo estrechó entre sus brazos mientras se balanceaba suavemente. Deseaba gritar, pero el grito que quería proferir, las palabras de amor que quería pronunciar, se quedaron atascados en su garganta. ¿Qué sucederá ahora?, se preguntó. Tenía que vestirse. Tenía que escribir unas cartas y enviarlas. Iría a ver a todos los diputados, a los miembros de todos los comités. Tenía que actuar rápidamente, pensó, mientras seguía sentada en el suelo, balanceándose de un lado al otro. Existe el mundo auténtico y un mundo de sombras chinescas; el mundo de la libertad y la fantasía y el mundo real, en el que observamos año tras año a las personas que amamos mientras tratan de liberarse de sus cadenas. Al cabo de un rato se levantó del suelo, sintiendo que los grilletes le atenazaban los tobillos. Estoy ligada a ti para siempre, pensó.
A pocos pasos de allí, en la Cour du Commerce, Danton echó una ojeada a la orden de arresto. Tenía prisa. No pidió permiso para despedirse de sus hijos y besó brevemente a su esposa en la cabeza.
—Cuanto antes me marche, antes regresaré —dijo—. Nos veremos dentro de un par de días.
Tras esas palabras, salió escoltado por los guardias.
A las ocho de la mañana, en las Tullerías.
—¿Querías vernos? —preguntó Fouquier-Tinville.
—Sí —contestó Saint-Just, sonriendo.
—Creíamos que íbamos a entrevistarnos con Robespierre —dijo Hermann.
—No, ciudadano presidente, conmigo. ¿Alguna objeción? —preguntó Saint-Just, sin invitarles a sentarse—. A primeras horas de la mañana hemos arrestado a cuatro personas: Danton, Desmoulins, Lacroix y Philippeaux. He redactado un informe sobre el caso que entregaré hoy mismo a la Convención. Deseo que dejéis lo que tengáis entre manos y que iniciéis de inmediato los preparativos del juicio. Es urgente.
—Un momento —protestó Hermann—. ¿Qué clase de procedimiento es este? La Convención todavía no ha autorizado los arrestos.
—Es una simple formalidad. Supongo que no irás a pelearte conmigo sobre ese detalle —contestó Saint-Just.
—¿Pelearme contigo? Permíteme que te recuerde la situación. Todo el mundo sabe, aunque nadie puede probarlo, que Danton ha aceptado sobornos. Todos sabemos también, y las pruebas abundan, que Danton derrocó a Capeto, instituyó la República y nos salvó de la invasión. ¿De qué vas a acusarlo? ¿De falta de fervor?
—Si dudas de que existen cargos muy graves contra Danton puedes examinar esos papeles —respondió Saint-Just, indicándole unos documentos que yacían en la mesa—. Como verás, algunos párrafos están escritos por Robespierre y otros por mí. Puedes pasar por alto los párrafos de Robespierre que se refieren a Camille Desmoulins. Son meros pretextos. Cuando hayas terminado de leer los tacharé.
—Eso es una sarta de mentiras, es absurdo —afirmó Hermann, tras revisar los documentos.
—Es lo de siempre —contestó Fouquier—. Conspiró con Mirabeau, con Orléans, con Capeto y con Brissot. Estamos acostumbrados a resolver esas situaciones. De hecho, fue Camille quien nos enseñó cómo hacerlo. La semana que viene, si los jueces emiten rápidamente un veredicto, podremos añadir «conspiró con Danton». En cuanto muere uno de ellos, el haber tenido tratos con él se convierte en un crimen imperdonable.
—¿Qué vamos a hacer cuando Danton se ponga a actuar para el público de la galería?
—Si es necesario, lo amordazaremos.
—¡Qué dramático! —exclamó Fouquier—. Según tengo entendido, los cuatro acusados son letrados.
—Vamos, ciudadano, no te desanimes —dijo Saint-Just—. Siempre has sabido estar a la altura de las circunstancias. Me refiero a que siempre has demostrado tu lealtad hacia el comité.
—Sí. Tú eres el Gobierno —respondió Fouquier.
—Si no recuerdo mal, Camille está emparentado contigo, ¿no es cierto?
—Sí. Creí que también era pariente tuyo.
—No, no lo creo —le contestó Saint-Just, frunciendo el entrecejo—. Confío en que ese hecho no influya en tu ánimo.
—Siempre procuro cumplir mi trabajo lo mejor que puedo —replicó Fouquier secamente.
—No me cabe duda.
—Por tanto te agradecería que no volvieras a sacar esa circunstancia a colación.
—¿Te cae bien Camille? —le preguntó Saint-Just.
—¿A qué viene esa pregunta? Creí que habíamos acordado que nuestro parentesco no influía para nada en el caso.
—No importa, déjalo. No es necesario que respondas. Como bien recordaréis, os he dicho que se trataba de un asunto muy urgente —insistió Saint-Just.
—Sí —contestó Hermann—. El comité tendrá que apresurarse.
—El juicio debe comenzar mañana o pasado mañana. Preferiblemente mañana.
—¿Te has vuelto loco? —preguntó Fouquier.
—No me gusta ese tono —replicó Saint-Just.
—Pero las pruebas, las acusaciones…
Saint-Just señaló con el dedo los documentos que yacían ante él, sobre el escritorio.
—Los testigos… —dijo Hermann.
—¿Para qué necesitamos testigos? —replicó Saint-Just, impaciente—. Está bien, reúne a unos cuantos.
—¿Cómo podemos a citar a los testigos si no sabemos a quién van a llamar al estrado?
—Te aconsejo que no permitas que declare ningún testigo de la defensa —dijo Saint-Just, dirigiéndose a Hermann.
—Una pregunta —dijo Hermann—. ¿Por qué no envías a unos asesinos para que los mate en sus celdas? No soy un dantonista, pero esto es un asesinato a sangre fría.
—Vamos —contestó Saint-Just, enojado—, te quejas de que el tiempo apremia, y luego lo malgastas con cuestiones frívolas. No he venido a responder a esas ridiculeces. Sabes de sobra la importancia que tienen esos asuntos ante la opinión pública. Bien, las siguientes personas serán acusadas junto con las otras cuatro que ya he citado. Hérault, Fabre…
—Los documentos ya están listos —respondió con tono seco Fouquier.
—Chabot, el estafador, y sus socios Basire y Delaunay, ambos diputados…
—Para desacreditarlos —dijo Hermann.
—Así es —respondió Fouquier—. Los mezclaremos con los políticos, los estafadores y los ladrones. La gente supondrá que si juzgamos a uno de ellos por fraude, los demás deben de ser de su misma calaña.
—¿Me permites que prosiga? Añadiremos el grupo de extranjeros: los hermanos Frei, el banquero español Guzmán y el hombre de negocios danés, Diedrichsen. Ah, olvidaba al abad D’Espanac, el proveedor del Ejército. Los cargos son conspiración, fraude, especulación monetaria, tratos con potencias extranjeras, etcétera. Lo dejo en tus manos, Fouquier. Disponemos de multitud de pruebas contra todos ellos.
—Excepto contra Danton.
—Ese es tu problema. A propósito, ciudadano, ¿sabes lo que es eso?
—Por supuesto —respondió Fouquier, contemplando unos papeles que le indicaba Saint-Just—. Son unas órdenes de arresto en blanco, firmadas por el comité. Un sistema un tanto arriesgado, si se me permite decirlo.
Saint-Just anotó un nombre en cada uno de los documentos.
—¿Quieres examinarlos ahora? —inquirió, sosteniéndolos con dos dedos y agitándolos para que la tinta se secara—. Ese es tuyo, Hermann, y ese para ti, fiscal —añadió sonriendo. A continuación los dobló y los guardó en el bolsillo interior de la casaca—. Es por si algo sale mal durante el juicio.
La sesión de la Convención Nacional se abre en medio de un tumulto. El primero en ponerse de pie es Legendre. Su rostro denota tensión. Quizá los ruidos de la calle lo despertaron temprano.
—Anoche fueron arrestados ciertos miembros de la asamblea. Danton fue uno de ellos. No estoy seguro de quiénes fueron los otros. Exijo que los miembros de la Convención que se hallan detenidos sean conducidos aquí, para ser acusados o absueltos por nosotros. Estoy convencido de que las manos de Danton están tan limpias como las mías…
Un murmullo recorre la cámara, mientras todos giran la cabeza hacia la puerta. El presidente Tallien observa a los miembros de los comités que acaban de entrar. El rostro de Collot tiene un aire fláccido, inexpresivo; no suele asumir el aire de un personaje concreto hasta que comienza la representación de la jornada. Saint-Just luce una casaca con botones dorados y sostiene un montón de papeles en la mano. Una sensación de nerviosismo se apodera de los diputados. He aquí al comité de Policía: Vadier, con su rostro pálido y alargado y sus ojos hundidos, Lebas, con expresión firme y resuelta. A continuación, en medio del silencio, como un gran trágico haciendo su entrada triunfal, aparece el ciudadano Robespierre, el Incorruptible. De pronto se detiene unos instantes en el pasillo entre los escaños, como si vacilara, hasta que uno de sus colegas le da un empujoncito.
Tras subir a la tribuna apoyó las manos sobre sus notas y guardó silencio durante unos segundos, mirando a su alrededor y deteniéndose una fracción de segundo en los rostros de quienes recelaba.
Luego empezó a hablar, lenta y pausadamente. Citó el nombre de Danton como si este conllevara algún privilegio. Pero a partir de ahora nadie gozaría de privilegios; los ídolos de barro estaban condenados a caer irremisiblemente. Al cabo de un rato se detuvo, se quitó las gafas y dirigió a Legendre una mirada glacial, típica de los miopes. Legendre se estrujó sus grandes manos de carnicero, capaces de esgrimir un hacha y matar a un buey, hasta que los nudillos se tornaron blancos. De pronto se puso en pie y comenzó a balbucear, tratando de justificarse. «Quienquiera que demuestre temor es culpable», declaró Robespierre. Luego abandonó la tribuna mientras en sus delgados y pálidos labios se dibujaba una sonrisa —o una mueca— de desdén.
Saint-Just leyó durante dos horas su informe sobre las intrigas de la facción de los dantonistas. Había imaginado, al redactarlo, que tenía ante sí al acusado; no había rectificado ni una coma. Si Danton hubiera estado frente a él, la lectura de dicho informe habría estado amenizada por los gritos y protestas de los simpatizantes de Danton que ocupaban la galería, así como del propio Danton; pero Saint-Just siguió leyendo tranquilamente, en medio de un silencio sepulcral. Leía sin pasión, con voz monótona, sin apartar la vista de los papeles que sostenía en la mano izquierda. De vez en cuando alzaba el brazo derecho y luego lo dejaba caer nuevamente en un gesto mecánico. En cierta ocasión, poco antes de concluir, alzó su juvenil rostro hacia el público y dijo:
—A partir de ahora, sólo quedarán los patriotas.
Rue Marat.
—¿Quieres venir a ver a tu padrino, cariño? —preguntó Lucile a su hijo—. No, es preferible que lo lleves a casa de mi madre, Jeanette.
—Lávese la cara antes de salir. La tiene muy hinchada.
—Es lógico, después de lo mucho que he llorado. Pero no creo que se fije en mi aspecto. No suele hacerlo.
—Esto es un desastre —dijo Louise Danton—. Han dejado tu apartamento peor que el mío.
Se hallaban en el cuarto de estar de casa de Lucile. Todos los libros estaban apilados sobre la alfombra de cualquier manera; los cajones y los armarios estaban abiertos y su contenido desparramado por el suelo. Incluso habían examinado las cenizas del hogar. Lucile enderezó el cuadro de la ejecución de María Estuardo.
—Se han llevado todos sus papeles y cartas —dijo—. Todo. Incluso el manuscrito de los padres de la Iglesia.
—Si Robespierre accede a recibirnos, ¿qué vamos a decirle?
—No es necesario que le digas nada. Hablaré yo.
—¿Quién iba a pensar que la Convención se los entregaría sin oponer la más mínima resistencia?
—No me extraña. Nadie —excepto tu marido— es capaz de oponerse a Robespierre. Aquí hay unas cartas —dijo Lucile a Jeanette—, dirigidas a todos los miembros del Comité de Salvación Pública. Excepto Saint-Just, porque es inútil escribirle. Aquí tienes las cartas para el comité de Policía; esta es para Fouquier, y estas para varios diputados, con sus nombres debidamente anotados. Envíalas inmediatamente. Si no me contestan y Max se niega a recibirme, tendré que idear otra táctica.
En la cárcel de Luxemburgo, Hérault asumió el papel de perfecto anfitrión. A fin de cuentas había sido un palacio, y no estaba diseñado para albergar una prisión.
—Es un lugar misterioso y solitario —dijo Hérault—. De vez en cuando nos encierran, pero por lo general llevamos una vida muy sociable. Me recuerda a Versalles. La conversación es brillante, los modales impecables y las damas se hacen peinar por sus doncellas y se cambian de ropa tres veces al día. Incluso organizamos cenas. Podéis conseguir cualquier cosa que deseéis, salvo armas de fuego. Pero os recomiendo que tengáis cuidado con lo que decís. La mitad de los que están encerrados aquí son informadores.
Los recién llegados pasaron a lo que Hérault había descrito como «nuestro salón», donde los reclusos los examinaron de pies a cabeza. Un ci-devant, al observar la corpulenta figura de Lacroix, comentó:
—Ese tipo sería un perfecto cochero.
El general Dillon, que había bebido unas copas, se disculpó por estar un tanto ebrio.
—¿Quién es usted? —preguntó a Philippeaux—. ¿Le conozco? ¿A qué se dedica?
—Mi misión era criticar al comité.
—Ah.
De pronto, al comprender con quién estaba hablando, Philippeaux se apresuró a decir:
—Pero si es usted el amigo de Lucile… Caramba, lo lamento, general.
—No se preocupe. No me importa lo que piense de mí —respondió Dillon. Acto seguido se dirigió con paso vacilante hacia Camille, le rodeó los hombros con un brazo y añadió—: Ahora que estás aquí dejaré de beber, lo juro. ¿No te lo advertí? Mi pobre Camille.
—¿A qué no adivináis lo que ha sucedido? —preguntó Hérault—. Los ladrones del comité de las Artes se han apropiado de todas mis primeras ediciones.
—Hérault se niega a defenderse de los cargos que se le imputan —dijo el general Dillon—. ¿Qué clase de actitud es esa? Se cree en la obligación de hacerlo porque es un aristócrata. Yo también lo soy. Pero también soy un soldado. No te preocupes, Camille, pronto saldremos de aquí.
Rue Saint Honoré.
—Está con varios patriotas y no puedo molestarlo —dijo Babette.
Lucile dejó una carta sobre la mesa.
—Te ruego que se la entregues, Elisabeth.
—Es inútil —replicó la joven sonriendo—. Nada le hará cambiar de parecer.
Robespierre estaba solo en su habitación, esperando que Lucile y Louise se marcharan. Cuando salieron, el sol apareció de pronto por detrás de una nube.
Las dos mujeres echaron a andar hacia el río, envueltas en la fragante atmósfera primaveral.
UNA CARTA ESCRITA DESDE LA CÁRCEL DE LUXEMBURGO,
DE CAMILLE DESMOULINS A LUCILE DESMOULINS
El otro día descubrí una grieta en la pared de mi celda. Al aplicar el oído oí gemir a alguien, como si estuviera enfermo o sufriera dolores. Le dije unas palabras para tranquilizarlo, y el hombre me preguntó quién era. Cuando le revelé mi nombre, exclamó: «¡Dios mío!». Entonces comprendí que se trataba de Fabre d’Églantine. «Sí, soy Fabre —dijo—. Pero ¿qué haces tú aquí? ¿Es que ha estallado la contrarrevolución?».
Interrogatorio preliminar en la cárcel de Luxemburgo:
L. Camille Desmoulins, abogado, periodista, diputado de la Convención Nacional, de treinta y cuatro años de edad, residente en la rue Marat. En presencia de F. J. Denisot, juez suplente del Tribunal Revolucionario; F. Girard, secretario auxiliar del Tribunal Revolucionario; A. Fouquier-Tinville y G. Liendon, fiscal suplente.
Actas del interrogatorio:
P. ¿Ha conspirado contra la nación francesa para que sea restaurada la monarquía, destruyendo la representación nacional y el gobierno republicano?
R. No.
P. ¿Dispone de un abogado defensor?
R. No.
Nombramos, por consiguiente, a Chauveau-Lagarde.
Lucile y Annette se dirigen a los Jardines de Luxemburgo. Se detienen ante la cárcel, escrutando su fachada con la vana esperanza de verlo. El hijo de Lucile se echa a llorar en brazos de su madre; quiere regresar a casa.
Camille se halla frente a la ventana de una de las celdas. A sus espaldas, en la penumbra de la habitación, hay una mesa ante la que ha permanecido sentado buena parte del día, redactando una defensa contra los cargos que se le imputan, los cuales todavía no le han sido notificados. El frío aire de abril agita el cabello de Lucile, dándole el aspecto de una mujer que se ha ahogado. De pronto vuelve la cabeza, sin apartar la vista de las ventanas de las celdas. Él puede verla, pero ella no puede distinguirlo a él.
CAMILLE DESMOULINS A LUCILE DESMOULINS
Ayer, cuando el ciudadano que te llevó mi carta regresó, le pregunté si te había visto, como solía preguntar al abate Laudréville. De pronto me di cuenta de que lo observaba fijamente, como intentando ver reflejada en su persona o en sus ropas una parte de ti…
Se abrió la puerta de la celda.
—Él dijo que sabía que acabaría viniendo. —Robespierre se apoyó en la pared y cerró los ojos. Su cabello, sin empolvar, desprendía reflejos rojizos a la luz de la antorcha.
—No debería haber venido, pero lo deseaba… No he podido evitarlo —continuó.
—No hay trato —dijo Fouquier. Su rostro expresaba una mezcla de impaciencia y desprecio; era imposible saber hacia quién.
—No hay trato. Dice que Danton nos concede tres meses. —En la penumbra, sus ojos verdeazulados se clavaron en los de Fouquier con expresión interrogadora.
—Es lo que suelen decir todos.
—Creo que durante unos instantes pensó que iba a ofrecerle la oportunidad de escapar antes del juicio.
—¿De veras? —preguntó Fouquier—. No eres ese tipo de hombre. Él debía de saberlo.
—Sí —contestó Robespierre. Luego se enderezó, rozó la pared con los dedos y murmuró—: Adiós.
Los dos hombres echaron a andar hacia la puerta. De pronto Robespierre se detuvo y dijo:
—Escucha.
Al otro lado de la puerta de una celda se oían voces y unas sonoras carcajadas.
—Es Danton —dijo Robespierre, pálido como la cera.
—Vamos —respondió Fouquier.
Pero Robespierre no se movió.
—¿Cómo es posible que se ría de esa manera?
—¿Es que vas a quedarte ahí toda la noche? —preguntó Fouquier. Siempre se había mostrado correcto con el Incorruptible, pero ese individuo pálido y demacrado, temblando de miedo, con los ojos humedecidos, que se dedicaba a ir a las prisiones ofreciendo tratos y promesas no le inspiraba el menor respeto.
—Trasladad a Danton y a sus hombres a la Conciergerie —ordenó Fouquier a un funcionario. Luego se volvió hacia Robespierre y añadió—: No te preocupes, ya lo superarás.
Tras esas palabras agarró del brazo a la Vela de Arras y lo condujo fuera del edificio.
Palacio de Justicia, 3 de abril 13 de Germinal, a las ocho de la mañana.
—Vayamos al grano, caballeros —dijo Fouquier a los dos fiscales suplentes—. Esta mañana comparecen ante el Tribunal varios embaucadores, estafadores y ladrones, junto a media docena de eminentes políticos. Si os asomáis a la ventana veréis la multitud que se ha congregado frente al edificio, aunque no es necesario que os asoméis porque sin duda podéis oír sus voces y gritos. Son gentes que, si no obramos con cautela, podrían desbaratar nuestros planes y poner en peligro la seguridad de la capital.
—Es una lástima que no exista medio de evitarlas —dijo el ciudadano Fleuriot.
—La República no prevé la celebración de juicios a puerta cerrada —contestó Fouquier—. Por el contrario, es necesario celebrarlos a la vista del público. Pero no quiero que aparezca ninguna noticia en la prensa. En cuanto al caso que nos ocupa, no existe. El informe que nos entregó Saint-Just… constituye un documento político.
—Es decir, mentiras —terció Liendon.
—Básicamente, sí. No me cabe la menor duda de que Danton es culpable de suficientes cargos como para condenarlo a muerte, pero eso no significa que sea culpable de los cargos que le vamos a imputar. No tenemos tiempo suficiente para preparar un caso coherente contra esos hombres. De ninguna manera podemos llamar a declarar a algún testigo y exponernos a que revele algo que pueda resultar perjudicial para el comité.
—Me choca en ti esa actitud derrotista —comentó Fleuriot.
—Mi querido Fleuriot, todos sabemos que has venido para espiar por cuenta del ciudadano Robespierre. Pero nuestra tarea consiste en utilizar trucos legales sucios, no en pronunciar consignas ni frases hechas. Por otra parte, hay que tener en cuenta a la oposición.
—Supongo que no te referirás a esos infelices que van a hacerse cargo de la defensa de los acusados —respondió Liendon.
—Dudo que se atrevan a dirigirles la palabra a sus clientes. Danton, como todos sabemos, es archipopular; es el mejor orador de París, y mejor abogado que vosotros. Fabre no nos causará ningún problema. Su caso ha obtenido una publicidad muy desfavorable para él, y además está muy enfermo. Hérault es un caso distinto. Si decide rebatir nuestros argumentos podría resultar muy peligroso, porque la acusación que tenemos contra él es muy frágil.
—¿No posees cierto documento relacionado con la esposa de Capeto?
—En efecto, pero he tenido que realizar algunas modificaciones y prefiero no verme obligado a presentarlo ante el Tribunal. En cuanto al diputado Philippeaux, no debemos subestimarlo. Es menos conocido que los otros pero se muestra totalmente intransigente y no parece temer lo que podamos hacerle. El diputado Lacroix es un hombre frío, un jugador nato. Según nos ha referido nuestro informador, parece que este asunto más bien le divierte.
—¿Quién es nuestro informador?
—¿En la cárcel? Un individuo llamado Laflotte.
—Temo a tu primo Camille —dijo Fleuriot.
—Nuestro informador nos ha hecho unos comentarios muy útiles al respecto. Lo ha descrito como un hombre histérico y trastornado. Al parecer, alega que el ciudadano Robespierre lo visitó en secreto en la cárcel de Luxemburgo y ofreció salvarle la vida a cambio de que declarara en contra de los otros acusados. Una historia absurda, por supuesto.
—Debe de haberse vuelto loco —observó Liendon.
—Sí —contestó Fouquier—. Es probable. Debemos ponerle nervioso, acosarlo, aterrorizarlo, lo cual no creo que nos resulte difícil. Es esencial impedirle que lleve a cabo su defensa, porque la gente que recuerda los episodios de 1789 le tiene cierta estima. Bueno Fleuriot, ¿cuál crees que es nuestra principal ventaja?
—El tiempo, sin duda.
—Precisamente. El tiempo está de nuestra parte. El procedimiento, desde el juicio de Brissot, es que si al cabo de tres días el jurado se declara satisfecho, el caso queda cerrado. ¿Qué te sugiere eso, Liendon?
—Que debemos seleccionar minuciosamente al jurado.
—Excelente. Estoy muy satisfecho de vosotros. Prosigamos —dijo Fouquier, sacando una lista de personas que solían actuar de jurados en el Tribunal Revolucionario—. Trinchard, el ebanista, Desboisseaux, el zapatero remendón… Una sólida pareja de plebeyos.
—Sí, son de fiar —dijo Fleuriot.
—Y Maurice Duplay, otro gran patriota.
—No. El ciudadano Robespierre ha prohibido que forme parte del jurado.
Fouquier se mordió el labio.
—Jamás llegaré a entender a ese hombre. Bueno, tenemos a Ganney, el peluquero, siempre dispuesto a colaborar con la justicia. Supongo que necesita el dinero, ya que el negocio de las pelucas ha descendido notablemente. Y Lumière. —Fouquier puso una cruz al lado de su nombre—. Quizá no se deje convencer fácilmente, pero al final lo conseguiremos.
—¿Qué te parece el Diez de Agosto Leroy?
—Excelente —contestó Fouquier, poniendo una cruz junto al nombre del ex Leroy de Montflobert, marqués de Francia—. Aún nos faltan algunos.
—Tendremos que añadir a Souberbielle.
—Es amigo de Danton y de Robespierre.
—Sí, pero es un hombre de principios —dijo Fleuriot—. Podemos contar con él.
—Para equilibrar la balanza —dijo Fouquier—, añadiremos a Renaudin, el fabricante de violines.
Fleuriot soltó una carcajada.
—Una idea excelente —dijo—. Yo estaba en el Club de los Jacobinos el día que golpeó a Camille. Jamás llegué a averiguar el motivo de la pelea.
—No tiene importancia —respondió Fouquier—. En cualquier caso, Renaudin está perfectamente cuerdo. A propósito, Fleuriot, recuerda que no debes dirigirte a mi primo por su nombre de pila ante el tribunal. —Luego frunció el ceño y dijo—: No sé a quién más añadir a la lista.
—¿Qué te parece este? —sugirió Liendon, señalando un nombre.
—No, le gusta demasiado razonar. Me temo que tendremos que arreglarnos con un jurado formado por sólo siete personas. No creo que ninguno se atreva a negarse. De todas maneras, ciudadano Liendon, esta es una partida que no podemos perder. Nos veremos en el Tribunal a las once.
—Me llamo Danton. Es un nombre bastante conocido. Soy abogado de profesión, y nací en Arcis, en la comarca de Aube. Dentro de unos días mi domicilio habrá desaparecido de la Tierra. Mi lugar de residencia será la historia.
Era el primer día del juicio.
—Eso suena muy pesimista —dijo Lacroix a Philippeaux.
—¿Quiénes son esos hombres?
—Sin duda ya conoce a Fabre, y este es Chabot. Me alegra comprobar que ofrece tan buen aspecto, ciudadano Diedrichsen. Le presento a Philippeaux, a Emmanuel Frei y a Junius Frei, con quienes, según tengo entendido, estuvo usted conspirando.
—Encantado de conocerlo, diputado Philippeaux —dijo uno de los hermanos Frei—. ¿De que se le acusa?
—De criticar al comité.
—Ah.
Tras contar las cabezas, Philippeaux dice:
—Somos catorce. Van a juzgar a todos los implicados en el fraude de la Compañía de las Indias Orientales. Si existiera justicia, eso llevaría tres meses. Pero lo liquidarán en tres días.
Súbitamente Camille se pone en pie y señala al jurado.
—Me opongo —dice. Procura ser lo más breve posible para no tartamudear.
—Es su abogado quien debe manifestar cualquier objeción —responde Hermann secamente.
—Tengo derecho a defenderme —insiste Desmoulins—. Me opongo a que Renaudin forme parte del jurado.
—¿Por qué motivo?
—Porque me ha amenazado. Podría citar a varios centenares de testigos presenciales.
—Esa es una objeción frívola.
El informe del comité de Policía referente al asunto de la Compañía de las Indias Orientales es leído en voz alta. Transcurren dos horas. Luego se leen los cargos contra los acusados. Pasa otra hora. El público aguarda impaciente tras las barreras situadas al fondo de la sala del Tribunal.
—Dicen que la fila de curiosos llega hasta la Casa de la Moneda —murmura Fabre.
Lacroix se vuelve a los estafadores implicados en el fraude y dice:
—Qué ironía…
Fabre se pasa la mano por el rostro. Ocupa el sillón que normalmente se reserva para el principal acusado. Por la noche, cuando los presos fueron trasladados a la cárcel de la Conciergerie, apenas podía caminar, y dos guardias tuvieron que ayudarle a subir a un carruaje. De vez en cuando se pone a toser, sofocando las palabras de Fabricius Pâris, momento que el secretario del Tribunal aprovecha para recuperar el resuello y observar el impasible rostro de su jefe, Danton. Fabre se cubre la boca con un pañuelo. Ofrece un aspecto sudoroso y exangüe. En ocasiones, Danton se gira para mirarlo, o para contemplar a Camille. A través de la ventana penetran unos rayos de sol que se proyectan sobre las losas negras y blancas del suelo. A medida que la tarde languidece, se va formando un inmerecido halo sobre la cabeza de Diez de Agosto Leroy. En el Palais Royal, las lilas están en flor.
Danton:
—Esto es una infamia. Exijo que se me permita defenderme. Exijo que se me autorice a escribir a la Convención. Exijo que se designe una comisión. Camille Desmoulins y yo mismo deseamos denunciar los métodos dictatoriales utilizados por el comité de Salvación…
Los aplausos sofocan sus palabras. El público lo aclama enardecido y canta «La Marsellesa». El tumulto se extiende hasta la calle. El presidente intenta inútilmente imponer orden en la sala, agitando la campana hacia los acusados con gesto amenazador. Lacroix responde agitando el puño. No pierdas los nervios, advierte Fouquier al juez. Cuando Hermann consigue por fin hacerse oír, suspende la sesión. Los prisioneros son conducidos a sus celdas.
—¡Cabrones! —exclama Danton—. Mañana los desollaré vivos.
—¿Que me he vendido? ¿Yo? No hay dinero en el mundo para comprarme.
Es el segundo día.
—¿Quién es este?
—¿Otro? —inquiere Philippeaux—. ¿Quién es?
—El ciudadano Lhuillier —responde Danton—. Es fiscal, mejor dicho, lo era. ¿Qué haces aquí, ciudadano?
Lhuillier ocupa un lugar entre los acusados. No pronuncia palabra, parece estar conmocionado.
—¿Qué delito ha cometido ese hombre, Fouquier?
Tras mirar al acusado, Fouquier repasa la lista de nombres que sostiene y habla en voz baja con sus ayudantes.
—Pero tú dijiste que… —insiste Fleuriot.
—Te dije que lo citaras a declarar, no que lo arrestaras —contesta Fouquier—. No puedo encargarme de todo.
—Ha metido la pata —dice Philippeaux—. Pero ya se le ocurrirá algo.
—Creo que tu primo es un incompetente, Camille —observa Hérault—. Es una vergüenza para el colegio de abogados.
—¿Cómo conseguiste este cargo, Fouquier? —pregunta su primo.
—Maldita sea —masculla el fiscal, rebuscando entre sus papeles. Luego se dirige a Hermann y dice en voz baja—: La hemos jodido. Pero procura que nadie se entere. Nos convertiríamos en el hazmerreír de la ciudad.
Hermann suspira.
—Todos estamos bajo una gran tensión, pero intenta moderar tu lenguaje. Déjalo donde está, y el último día del juicio ordenaré al jurado que lo absuelva por falta de pruebas.
El vicepresidente Dumas apesta a alcohol. La multitud que abarrota la entrada de la sala está aburrida e impaciente. Al cabo de un rato comparece otro prisionero.
—Pero si es Westermann… —murmura Lacroix.
El general Westermann, vencedor de la Vendée, se sitúa ante los acusados.
—¿Quiénes son esos hombres? —inquiere con aire beligerante, señalando a Chabot y a sus amigos.
—Varios elementos criminales —contesta Hérault—. Tú conspiraste con ellos.
—¿De veras? —pregunta Westermann, alzando la voz—. ¿Es que me tomas por imbécil, Fouquier? Antes de la Revolución ejercí como abogado en Estrasburgo. Sé como funciona esto. No me habéis asignado un abogado defensor. No me habéis sometido a un interrogatorio preliminar. No se me ha imputado cargo alguno.
—Eso es una mera formalidad —responde Hermann.
—Todos estamos aquí por una mera formalidad —tercia secamente Danton.
Los acusados sueltan una sonora carcajada. El comentario de Danton es transmitido a los espectadores que se encuentran al fondo de la sala. El público rompe a aplaudir, mientras unos patriotas sansculottes agitan sus gorras rojas, entonan el Ça Ira y aclaman (equivocadamente) al abogado de la Lanterne.
—Si no guarda silencio, haré que lo desalojen de la sala —grita Hermann a Danton.
—¡Adelante! —replica Danton, levantándose de un salto—. Eres un desgraciado. Tengo derecho a hablar. Todos tenemos derecho a hablar. Yo mismo creé este Tribunal. Conozco mis derechos.
—¿Es que no oye la campana?
—Un hombre que va a ser condenado a muerte no presta atención a una campana.
Las voces de la galería se hacen más fuertes e insistentes. Fouquier abre la boca, pero el griterío sofoca sus palabras. Hermann cierra los ojos mientras observa desfilar ante sus párpados todas las firmas del Comité de Salvación Pública. Al cabo de quince minutos se restituye el orden.
De nuevo el fraude de la Compañía de las Indias Orientales. Los fiscales saben que tienen un caso sólido, de modo que se ciñen al asunto. Fabre, que estaba sentado con la cabeza agachada, la alza unos instantes y luego la deja caer de nuevo.
—Convendría que lo viera un médico —murmura Philippeaux.
—Su médico personal está ocupado. Forma parte del jurado.
—No irás a morirte ahora, Fabre…
Fabre sonríe débilmente. Danton nota el temor que se ha apoderado de Camille, el cual está sentado rígidamente entre Lacroix y él. Camille ha pasado toda la noche escribiendo porque está convencido de que al final no tendrán más remedio que dejarlo hablar. Hasta el momento los jueces lo han hecho callar cada vez que ha abierto la boca.
Cambon, el experto en materia de finanzas del Gobierno, sube al estrado para hablar sobre beneficios e intereses, procedimientos bancarios y divisas. Es el único testigo llamado a declarar en el juicio. Inopinadamente, Danton lo interrumpe:
—¿Crees que soy monárquico, Cambon?
Cambon lo mira y sonríe.
—¿Lo habéis visto? Se ha reído. Quiero que conste que el ciudadano Cambon se ha reído de mi pregunta.
HERMANN: La Convención te acusa, Danton, de proteger a Dumouriez, de no revelar sus intenciones y de apoyar sus planes para destruir la libertad, marchando sobre París con una fuerza armada para aplastar al Gobierno republicano y restaurar la monarquía.
DANTON: ¿Puedo responder?
HERMANN: No. Ciudadano Pâris, lea el informe del ciudadano Saint-Just, me refiero al informe que este entregó a la Convención y al Club de los Jacobinos.
Han transcurrido dos horas. Los acusados se han separado en dos grupos; los seis políticos y el general tratan de imponer cierta distancia entre ellos y los ladrones, pero la maniobra resulta complicada. Philippeaux escucha con atención y toma algunas notas. Hérault parece sumido en sus meditaciones, como si no le importara lo que sucede a su alrededor. De vez en cuando el general protesta irritado y pide a Lacroix que le aclare algún punto, que el mismo Lacroix tampoco alcanza a comprender.
Durante la primera parte de la lectura del informe la multitud se muestra impaciente. Pero a medida que el público se da cuenta del alcance del mismo, un profundo silencio se apodera del Tribunal, deslizándose sigilosamente a través de la sala como un animal que regresa a su guarida. El reloj da la hora. Hermann carraspea y Fouquier, sentado ante su mesa, de espaldas a los acusados, estira las piernas. De improviso, Desmoulins pierde los nervios. Alza la mano con gesto vacilante y se aparta un mechón de la frente. Mira ansiosamente los rostros a su izquierda y derecha. Apoya el puño derecho en la palma de la mano izquierda y se muerde los nudillos. Luego apoya ambas manos en el borde del banquillo. Sentencia del ciudadano Robespierre, muy útil en los casos criminales: «Quienquiera que muestre temor es culpable». Danton y Lacroix cogen las manos de Camille y se las sujetan con fuerza.
Pâris ha terminado de leer el informe. Ronco, extenuado, deposita el documento en la mesa y se sienta. Parece a punto de sufrir un ataque de nervios.
—Puede usted hablar, Danton —dice Hermann.
Danton se pone en pie preguntándose que contendrán las notas de Philippeaux, pues no ha oído una sola alegación que pueda refutar, ni un solo cargo que pueda derribar por tierra y pisotear. Si le acusaran de algo específico, diciendo, por ejemplo: «Georges-Jacques Danton, se le acusa de que el día 10 de agosto de 1792 cometió usted tal delito de traición y conspiración…». Pero le exigen que justifique toda su carrera, toda una vida consagrada a la Revolución, para defenderse de esas monstruosas calumnias y falsedades. Sin duda Saint-Just ha estudiado detenidamente los artículos de Camille contra Brissot para perfeccionar su técnica. Durante unos segundos a Danton se le ocurre que, de habérselo propuesto, Camille hubiera conseguido destrozar su carrera con su afilada pluma.
Al cabo de quince minutos, Danton se complace en escuchar su potente voz resonando en la sala del Tribunal. El largo silencio ha concluido. La multitud rompe a aplaudir de vez en cuando, obligándolo a interrumpirse. Luego reanuda su discurso, con voz aún más fuerte y potente. Fabre ha sido un excelente maestro en el arte de la oratoria. Danton imagina que su voz es un instrumento físico de ataque, una fuerza similar a un batallón, una explosión de lava que brota de la boca de un inagotable volcán, abrasándolos, sepultándolos vivos. Sepultándolos vivos…
—¿Puede usted explicarnos por qué, en Valmy, nuestras tropas no persiguieron a las fuerzas prusianas que se batían en retirada? —le interrumpe un jurado.
—Lamento no poder complacerlo. Soy abogado, no un experto en asuntos militares.
Fabre se incorpora, como si de pronto se sintiera más relajado.
En ocasiones Hermann trata de interrumpirlo, pero Danton prosigue sin hacerle caso. Cada vez que consigue derrotar al Tribunal, la multitud lo aclama y vitorea. Los teatros están vacíos; es el único espectáculo que interesa al público. Danton es perfectamente consciente de ello y sabe que la masa lo respalda, pero si Robespierre se presentara de improviso, ¿acaso no le aclamarían también? Père Duchesne era su héroe, pero cuando su creador, de camino hacia el cadalso, les suplicó misericordia, se burlaron de él despiadadamente.
Al cabo de una hora la voz de Danton suena con la misma potencia que al principio. No da muestras de sentirse cansado. Tiene los pulmones de un atleta. Pero no ofrece argumentos ni entra en polémicas sino que se limita a hablar para salvar la vida. Esto es lo que se había propuesto y lo que confiaba conseguir: enfrentarse verbalmente a ellos. Pero a medida que transcurre el tiempo comienza a oír una voz interior que dice: «Te han permitido enfrentarte a ellos porque el asunto ya está decidido: eres un hombre muerto». Súbitamente, a una pregunta de Fouquier, grita enfurecido:
—¡Muéstrame a mis acusadores, muéstrame alguna prueba! Desafío a quienes me acusan a que se presenten aquí, ante mí, a mirarme a la cara. Muéstrame a esos hombres. Muéstramelos y los arrojaré a las tinieblas de las que jamás debieron salir. ¡Salid, sucios reptiles, impostores! ¡Os arrancaré la máscara y os entregaré al pueblo para que se vengue de vosotros!
Transcurre otra hora. Danton tiene sed, pero no se atreve a pedir un vaso de agua para no perder la concentración. Hermann, sentado frente a un montón de tomos de derecho, lo observa con la boca ligeramente entreabierta. Danton tiene la garganta seca, como si se hubiera tragado todo el polvo de su provincia natal, todos los campos verdes y amarillos que rodean Arcis.
Hermann pasa una nota a Fouquier que dice lo siguiente: «DENTRO DE MEDIA HORA SUSPENDERÉ LA SESIÓN».
Al fin, por más que se esfuerza en negárselo a sí mismo, Danton comprende que su voz ha perdido potencia. No puede quedarse ronco, mañana tiene que proseguir la lucha. Al cabo de unos momentos saca un pañuelo y se enjuga la frente.
—El testigo está agotado —se apresura a decir Hermann—. Se suspende la sesión hasta mañana.
Danton traga saliva y, con un último esfuerzo, responde:
—Mañana reanudaré mi defensa.
Hermann asiente.
—Mañana declararán nuestros testigos.
—Sí, mañana.
—¿Tiene la lista de las personas que deseamos llamar a declarar?
—Sí.
El público aplaude con fervor. Danton mira a sus compañeros.
—Sigue hablando, Georges —murmura Fabre—. Si te detienes ahora, no te permitirán volver a hablar. Continúa, es nuestra única oportunidad de salvarnos.
—No puedo. Debo dejar que mi voz se recupere —contesta Danton, ocupando su silla y quitándose la corbata—. La jornada ha concluido.
14 de Germinal, al atardecer, en las Tullerías.
—Estarás de acuerdo conmigo —dijo Robespierre—, en que no habéis llegado muy lejos.
—Deberías haber oído el tumulto —contestó Fouquier, paseándose nervioso de un lado al otro de la habitación—. Tememos que la multitud nos lo arranque de las manos.
—Descuida, no permitiremos que eso suceda. Además, la gente no siente una simpatía especial por Danton.
—Con todo respeto, ciudadano Robespierre…
—Lo sé, porque no sienten ninguna simpatía especial hacia nadie. Me consta, soy un buen juez de la psicología humana. Les gusta presenciar el espectáculo. Esto es todo.
—Es imposible avanzar. Danton no cesó de apelar a la masa.
—Eso fue un error. Debisteis someterlo a un severo interrogatorio. Hermann no debió permitirle que lanzara un discurso.
—Debéis impedir que continúe —dijo Collot.
Fouquier inclinó la cabeza. Recordaba una frase de Danton: «Los tres o cuatro criminales que están destruyendo a Robespierre…».
—Desde luego —contestó.
—Si la situación no mejora —dijo Robespierre—, envíanos una nota. Trataremos de ayudaros.
—¿Cómo?
—Después del juicio de Brissot promulgamos la norma de los tres días. Pero era demasiado tarde y no nos resultó de gran utilidad. De todos modos, nada nos impide aplicar nuevos procedimientos. No debemos permitir que este juicio se prolongue excesivamente.
Un salvador aplastado, corrompido, pensó Fouquier; le han destrozado el corazón.
—De acuerdo, ciudadano Robespierre —dijo—. Gracias, ciudadano Robespierre.
—La Desmoulins nos está causando muchos problemas —terció Saint-Just.
—¿Qué clase de problemas puede causaros la pequeña Lucile? —inquirió Fouquier.
—Tiene dinero. Conoce a mucha gente. Está desesperada y trata de utilizar sus influencias.
—Os aconsejo que reanudéis el juicio a las ocho de la mañana —dijo Robespierre—. Quizá consigáis burlar a la multitud.
CAMILLE DESMOULINS A LUCILE DESMOULINS
He caminado a lo largo de cinco años por los precipicios de la Revolución sin despeñarme, y aún estoy vivo. He soñado con una república que todo el mundo habría reverenciado; jamás imaginé que los hombres pudieran ser tan feroces e injustos.
—Tal día como hoy, hace un año, fundé el Tribunal Revolucionario. Pido perdón a Dios y a los hombres.
El tercer día.
—Procederemos a interrogar a Emmanuel Frei —dice Fouquier secamente.
—¿Dónde están mis testigos?
Fouquier finge sorpresa.
—La cuestión de los testigos corresponde al comité, Danton.
—¿Qué tiene que ver en ello el comité? Estoy en mi legítimo derecho. Si no han sido convocados los testigos, exijo reanudar mi defensa.
—Pero debemos escuchar a los otros acusados.
—¿De veras?
Danton mira a sus compañeros. Fabre se está muriendo. Es muy probable que antes de que la guillotina le corte la cabeza algo estalle en su pecho y se ahogue en su propia sangre. Philippeaux ha pasado la noche en vela hablando de su hijo de tres años, cuyo recuerdo lo atormenta. La expresión de Hérault demuestra claramente que está fuera de combate; no quiere tratos con el Tribunal. Camille se halla sumido en una depresión nerviosa. Insiste en que Robespierre fue a visitarlo a la cárcel y le ofreció salvar su vida a cambio de que declarara en favor del ministerio fiscal; su vida, su libertad y su rehabilitación política. Nadie vio a Robespierre hablar con él en su celda, pero Danton se inclina por creer que es cierto.
—Muy bien —contesta Danton—. Adelante, Lacroix.
Lacroix se levanta de un salto. Presenta el aspecto tenso y exaltado de un participante en un juego peligroso.
—Hace tres días presenté mi lista de testigos. Ninguno de ellos ha sido llamado a declarar. Exijo al fiscal que explique, en presencia del público, que puede comprobar mis esfuerzos por defenderme, por qué se me ha denegado este derecho.
No pierdas la calma, se dice Fouquier.
—Eso nada tiene que ver conmigo —responde el fiscal con aire inocente—. No tengo ningún reparo a que los testigos del acusado sean llamados a declarar.
—En tal caso, ordene que los llamen.
La violencia se palpa en el ambiente. Camille se levanta y apoya la mano en el hombro de Lacroix, como si apenas pudiera sostenerse en pie.
—He incluido a Robespierre en mi lista de testigos —dice con voz temblorosa—. ¿Tiene la bondad de llamarlo a declarar, Fouquier?
Fouquier, sin moverse ni pronunciar palabra, produce la impresión de estar a punto de atravesar la sala y propinar un puñetazo a su primo, cosa que no sorprendería a nadie. Al cabo de unos segundos, Camille se sienta de nuevo. Pero Hermann está asustado. Hermann, según piensa Fouquier, es un picapleitos de provincias. Si eso es cuanto puede ofrecer el colegio de abogados de Artois, él, Fouquier, es más que capaz de alcanzar la cumbre de su carrera. Bien mirado, ya ha alcanzado la cumbre de su carrera.
Con paso firme y decidido, Fouquier se dirige a los jueces.
—La multitud está más soliviantada que ayer —dice Hermann—. Los presos se muestran más arrogantes. No debemos proseguir.
—No podemos continuar así —dice Fouquier, dirigiéndose a los acusados—. Esto es un escándalo, tanto para el Tribunal como para el público. Solicitaré a la Convención que nos recomiende cómo proceder con este juicio, y seguiremos sus instrucciones al pie de la letra.
—Esto puede ser decisivo —murmura Danton a Lacroix—. Cuando los miembros de la Convención se enteren de esta farsa, confío en que recuperen el juicio y nos permitan defendernos debidamente. Tengo muchos amigos en la Convención.
—¿Tú crees? —responde Philippeaux—. Supongo que te refieres a que ciertos miembros te deben favores. Dentro de unas horas no estarán obligados a saldar su deuda. ¿Cómo sabemos que les contarán la verdad? Lo más probable es que se dejen intimidar por Saint-Just.
ANTOINE FOUQUIER-TINVILLE A LA CONVENCIÓN NACIONAL
La sesión ha resultado tormentosa desde el principio. Los acusados insisten, de forma violenta, en que llamemos a declarar a sus testigos. Protestan por haberles sido denegado su legítimo derecho a defenderse. Pese a la firme postura adoptada por el presidente y el resto del Tribunal, sus reiteradas demandas obstaculizan el caso. Por otra parte, han manifestado claramente que no cesarán en su rebelde actitud hasta que llamemos a declarar a sus testigos. Así pues, en virtud de la autoridad que os asiste, os pido que nos recomendéis la forma en que debemos responder a la petición de los acusados, toda vez que la ley no admite ningún pretexto válido para negarles tal derecho.
Las Tullerías.
Robespierre, visiblemente enojado, golpea la mesa con los dedos.
—Retírate —ordena a Laflotte, el informador.
Cuando este cierra la puerta, Saint-Just se apresura a decir:
—Creo que con esto zanjaremos el asunto.
Robespierre contempla con aire ausente la carta de Fouquier.
—Informaré a la Convención de que hemos conseguido sofocar una peligrosa conspiración —dice Saint-Just.
—¿Estás convencido de ello? —pregunta Robespierre.
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero a lo de la peligrosa conspiración. No comprendo esas habladurías sobre Lucile. ¿Se trata acaso de un rumor que circula por la cárcel? ¿Es cierto? ¿Se lo ha inventado Laflotte o lo ha dicho porque deseabais oírselo decir?
—Los informadores siempre dicen lo que uno desea oír —replica Saint-Just—. Era justamente lo que necesitábamos.
—¿Pero es cierto? —insiste Robespierre.
—Lo sabremos cuando comparezca ante el Tribunal. Entretanto, las circunstancias nos obligan a apoyarnos en ello. Personalmente, me parece más que plausible. Mucha gente la ha visto pasearse por la ciudad desde la mañana en que fue arrestado Camille. No tiene un pelo de tonta, y al fin y al cabo Dillon es su amante.
—No.
—¿No?
—Lucile no tiene amantes.
—Pero si es del dominio público… —contesta Saint-Just, soltando una carcajada.
—No son más que habladurías.
—Todo el mundo sabe que es una casquivana —afirma Saint-Just con tono jovial—. Cuando residían en la Place de Piques, no se recataba en mostrarse como la amante de Danton. También tuvo una aventura con Hérault.
—Te equivocas.
—Sólo quieres ver lo que te interesa.
—Estoy convencido de que no tiene amantes.
—¿Cómo explicas entonces su relación con Dillon?
—Dillon es amigo de Camille.
—De acuerdo, si lo prefieres diremos que Dillon es el amante de Camille. Me da lo mismo.
—Te estás excediendo —protesta Robespierre.
—Mi deber es servir a la República —contesta Saint-Just con vehemencia—. Esas sórdidas intrigas me tienen absolutamente sin cuidado. Lo único que deseo es proporcionar al Tribunal el medio de acabar con ellos.
—Escúchame atentamente —dice Robespierre, mirando fríamente a Saint-Just—. No podemos volvernos atrás, porque si vacilamos se volverán contra nosotros y acabaremos en el banquillo de los acusados. Sí, tal como lo has expresado tan elegantemente, debemos acabar con ellos, pero eso no significa que me guste. Ve a la Convención. Diles que a través de Laflotte has descubierto que se fraguaba una conspiración en las cárceles. Que Lucile Desmoulins, financiada por… financiada por las potencias enemigas, junto con el general Dillon, ha conspirado para liberar a los prisioneros de la cárcel de Luxemburgo, provocar una revuelta armada frente a la Convención y asesinar a los miembros del comité. Luego solicita a la Convención que promulgue un decreto para silenciar a los presos y conseguir que el juicio concluya hoy, o mañana a lo sumo.
—Tengo una orden de arresto contra Lucile Desmoulins. Convendría que la firmaras también tú.
Robespierre toma la pluma y firma el documento sin mirarlo siquiera.
—Ya no importa —murmura—. Estoy seguro que ella no desea vivir. A propósito, Saint-Just…
El joven se vuelve hacia Robespierre, el cual permanece sentado detrás de su mesa con las manos juntas, pálido pero sin perder la compostura.
—Cuando todo haya terminado y Camille esté muerto, no quiero oír el epitafio que le dediques. Os prohíbo que pronunciéis su nombre en mi presencia. Una vez que haya muerto, deseo pensar en él a solas.
DECLARACIÓN PRESTADA POR FABRICIUS PÂRIS, SECRETARIO
DEL TRIBUNAL REVOLUCIONARIO, DURANTE EL JUICIO
DE ANTOINE FOUQUIER-TINVILLE, EN 1795
Incluso Fouquier y su digno colaborador, Fleuriot, pese a su infamia, se sentían impresionados por esos hombres, hasta el extremo de que el deponente creyó que no se atreverían a sacrificarlos. No conocía los odiosos medios empleados con tal fin, ni que hubieran ideado lo de la conspiración en la cárcel de Luxemburgo para vencer los escrúpulos de la Convención Nacional y obtener un decreto de proscripción. Amar y Voulland [del comité de Policía] fueron los encargados de traer el fatal decreto. El deponente se encontraba en la sala de testigos cuando llegaron. Sus semblantes expresaban rabia y el temor de que sus víctimas consiguieran escapar con vida. Voulland saludó al deponente y dijo: «Hemos cazado a esos canallas que conspiraban en la cárcel de Luxemburgo». Luego mandaron llamar a Fouquier, el cual se hallaba en la sala del Tribunal. Cuando este apareció, Amar le dijo: «Te traemos algo que sin duda simplificará las cosas». Fouquier sonrió satisfecho y entró de nuevo en la sala del Tribunal con aire de triunfo…
—Van a asesinar a mi esposa.
La dramática frase de Camille deja helados a todos los presentes. Acto seguido se levanta y trata de precipitarse sobre Fouquier mientras Danton y Lacroix lo sujetan. Camille grita algo a Hermann y se desploma de nuevo en la silla. Vadier y David, del comité de Policía, conversan en voz baja con el jurado. Fouquier, rehuye la mirada de los acusados y lee el decreto emitido por la Convención Nacional:
El presidente utilizará todos los medios permitidos por la ley a fin de hacer que se respete su autoridad y la autoridad del Tribunal Revolucionario, y sofocar todo intento por parte de los acusados de alterar el orden público o entorpecer el curso de la justicia. Por consiguiente, decreta que todas las personas acusadas de conspiración que se resistan u ofendan a la justicia nacional sean proscritas y juzgadas sin más formalidades.
—¡Dios mío! —murmura Fabre—. ¿Qué significa eso?
—Significa —responde Lacroix fríamente—, que a partir de ahora serán ellos quienes dicten las normas. Si exigimos que llamen a declarar a nuestros testigos, que nos interroguen o que nos permitan hablar, el juicio concluirá de inmediato. Para expresarlo más gráficamente, la Convención Nacional nos ha asesinado.
Cuando el fiscal termina de leer el decreto, alza la cabeza y mira a Danton. Fabre está inclinado hacia adelante, tosiendo y sosteniendo ante sus labios una toalla empapada en sangre. Hérault, sentado detrás de él, apoya una mano en su hombro y le ayuda a enderezarse. El aristócrata muestra una expresión de absoluto desprecio hacia esa chusma incapaz de comportarse debidamente.
—Que atiendan al prisionero —ordena Fouquier al alguacil—. Desmoulins también parece a punto a desmoronarse.
—Se suspende la sesión —dice Hermann.
—El jurado… —dice Lacroix—. Todavía hay esperanza.
—No —contesta Danton—. Ya no hay esperanza.
Luego se levanta para dirigirse por última vez al público. Incluso en esos momentos, da la impresión de ser indestructible.
—Seré Danton hasta que muera —dice—. Mañana dormiré en la gloria.
Rue Marat.
Lucile había escrito de nuevo a Robespierre. Cuando oyó a la patrulla detenerse frente al edificio rompió la carta. Al asomarse a la ventana y ver a los guardias desenfundar sus armas, pensó: «¿Es que imaginan que oculto a un ejército en casa?».
Cuando llamaron a la puerta ya tenía preparada una bolsa en la que había metido ropas y algunas pertenencias. Había destruido sus diarios, la auténtica crónica de su vida. El gato se frotó contra sus piernas y Lucile se inclinó para acariciarlo.
—Estate quietecito —dijo—. No pasa nada.
Cuando los guardias les mostraron la orden de arresto, Jeanette rompió a llorar.
—Despídeme del niño, de mis padres y de Adèle —le dijo Lucile, tratando de consolarla—. Saluda también a la señora Danton y dile que deseo que tenga mejor suerte de la que ha gozado hasta ahora. Creo que no merece la pena que registren mi casa —añadió, dirigiéndose a los guardias—. Ya se han llevado todo cuanto pudiera interesar al comité, y otras muchas cosas sin importancia. Podemos irnos cuando gusten.
—¡Señora, señora! —exclamó Jeanette, agarrándose al brazo de un oficial—. Permítame que le diga una cosa antes de que se la lleven.
—Apresúrese.
—Vino una joven de Guise. Mire —dijo Jeanette, sacando una tarjeta de un cajón del escritorio—. Dejó esta tarjeta con sus señas. Deseaba hablar con usted.
En la tarjeta se podía leer, escrito con letra grande y angulosa: «ciudadana Tailland», y más abajo, entre paréntesis, «Rose-Fleur Godard».
—Ofrecía un aspecto lamentable, señora. El anciano señor Desmoulins está enfermo. Había venido sola desde Guise. Me dijo que hacía poco que se habían enterado de los arrestos.
—De modo que al fin decidiste venir… —murmuró Lucile—. Demasiado tarde, Rose-Fleur.
Antes de salir, Lucile cogió una capa. Hacía una tarde templada y frente al edificio aguardaba un coche cerrado, pero temía que hiciera frío en la cárcel. A fin de cuentas, era lo más lógico.
—Adiós, Jeanette —dijo—. Cuídate mucho. No te preocupes y procura olvidarnos.
UNA CARTA DIRIGIDA A ANTOINE FOUQUIER-TINVILLE
Réunion-sur-Oise, antiguamente Guise
11 de Germinal, año II
Ciudadano y compatriota:
Camille Desmoulins, mi hijo, es un republicano de corazón, por principio y, por decirlo así, por instinto. Era un republicano convencido y de corazón antes del 14 de julio de 1789, y lo ha seguido siendo desde entonces.
Te suplico, ciudadano, una sola cosa: investiga, y haz que el jurado investigue, la conducta de mi hijo.
Tu compatriota y conciudadano, a quien cabe el honor de ser el padre del primero y más leal de los republicanos, se despide deseándote salud y fraternidad. Firmado,
Desmoulins
—Oye, Lacroix, ¿crees que si legara mis piernas a Couthon y mis pelotas a Robespierre, el comité me perdonaría la vida?
El cuarto día.
El fiscal interroga a los hermanos Frei. Dan las diez, las once de la mañana. Hermann, con una mano apoyada en el decreto de la Convención, observa a los acusados y estos le observan a él. En los rostros de todos ellos se observan señales de tensión y fatiga. Hermann ha visto el texto de una carta remitida por el comité al comandante de la Guardia Nacional, la cual dice así:
«No debe, bajo ningún concepto, arrestar al fiscal ni al presidente del Tribunal».
Hacia el anochecer, Fouquier se dirige a Danton y a Lacroix:
—Dispongo de varios testigos dispuestos a declarar contra ustedes. Sin embargo, no voy a llamarlos. Serán juzgados única y exclusivamente por las pruebas documentales que se han presentado.
—¿Qué demonios significa eso? —pregunta Lacroix—. ¿A qué documentos se refiere? ¿Dónde están?
Fouquier no responde. Danton se pone en pie y dice:
—Desde ayer, ninguno de nosotros confiamos en que aquí se observe la ley, pero usted me prometió que podría reanudar mi defensa. Tengo derecho a ello.
—Sus derechos, Danton, han sido suspendidos —responde Hermann. Luego se dirige al jurado y pregunta—: ¿Disponen de suficientes pruebas para alcanzar un veredicto?
—Sí.
—En tal caso, el juicio queda cerrado.
—¿Qué significa eso? Pero si no ha leído nuestras declaraciones. No ha llamado a nuestros testigos. El juicio ni siquiera ha comenzado.
Camille se pone también en pie. Hérault extiende la mano para detenerlo, pero Camille consigue zafarse. Luego avanza unos pasos hacia los jueces, sosteniendo unos papeles en la mano.
—Insisto en hablar. Hasta este momento me habéis negado el derecho a hacerlo. No podéis condenar a alguien sin escuchar su defensa. Exijo que se me permita leer mi declaración.
—Le prohibimos leerla.
Camille estruja los papeles en la mano y los arroja con asombrosa precisión contra la cabeza del presidente, el cual se apresura a agacharse ignominiosamente.
—¡Los prisioneros han ofendido la justicia nacional! —exclama Fouquier, levantándose de un salto—. Según los términos del decreto, serán desalojados de la sala mientras el jurado se retira a deliberar.
La multitud comienza a dispersarse para ocupar un lugar en la ruta de la muerte y junto al cadalso. Anoche Fouquier encargó que enviaran tres carros para conducir a los reos, los cuales llegan hacia media tarde.
Dos guardias ayudan a Fabre a ponerse en pie.
—Debemos conducirlos a sus celdas mientras el jurado se retira a deliberar.
—Quitadme las manos de encima —protesta Hérault con peligrosa cortesía—. Ven, Danton, es inútil que nos quedemos aquí. Acompáñanos, Camille.
Pero Camille no está dispuesto a rendirse fácilmente. Un guardia se acerca a él, convencido de que el acusado se resistirá.
—Le ruego que nos acompañe sin oponer resistencia —dice—. No queremos hacerle daño, pero si se niega lo conduciremos por la fuerza.
Danton y Lacroix suplican a Camille que les acompañe, pero este se agarra al banquillo de los acusados.
—No quiero lastimarlo —repite el guardia.
Al oír las voces, un grupo de espectadores se acerca para presenciar la escena. Camille se burla del guardia, que intenta en vano convencerlo de que lo acompañe por las buenas. Al cabo de unos minutos llegan refuerzos. Fouquier observa alarmado a su primo.
—¡Lleváoslo de aquí! —grita Hermann, arrojando un libro sobre la mesa—. ¡Lleváoslos a todos!
Uno de los guardias agarra violentamente a Camille del pelo y lo derriba. De pronto oyen el ruido de un hueso al partirse, seguido de un grito. Lacroix vuelve la cabeza, impresionado.
—Quiero que Robespierre se entere de esto —dice Camille, mientras lo arrastran por el suelo de mármol—, quiero que lo recuerde toda su vida.
—La mitad del comité de Policía está en la sala del jurado —comunica Hermann a Fouquier—. Propongo que nos reunamos con ellos. Si a alguien le queda alguna duda, muéstrale los documentos del Foreign Office británico.
Al abandonar la sala del Tribunal, Fabre nota que le fallan las fuerzas.
—Deteneos —suplica a los guardias que le sostienen.
Estos le ayudan a apoyarse en la pared mientras Fabre trata de recuperar el resuello. Frente a él pasan tres guardias arrastrando el cuerpo inánime de Camille. Tiene los ojos cerrados y sangra por la boca. Al verlo, Fabre rompe a llorar.
—¡Cabrones! —exclama—. ¡Cabrones, cabrones, cabrones!
Fouquier contempla a los miembros del jurado. Souberbielle rehuye su mirada.
—Creo que ya han llegado a un veredicto —dice a Hermann—. ¿Estás satisfecho, Vadier?
—No estaré satisfecho hasta que les hayan cortado la cabeza.
—Me han informado que se ha congregado una gran multitud frente al Tribunal, pero al parecer se muestra pasiva. Tal como dice Robespierre, no sienten simpatía hacia ninguno. Todo ha terminado.
—¿Es necesario que los acusados entren de nuevo en la sala?
—No —responde Fouquier, entregando un documento a un alguacil—. Condúcelos a un despacho. Esta es la sentencia de muerte. Léesela mientras los ayudantes de Sanson les cortan el cabello. Las cuatro —añade, tras consultar el reloj—. El verdugo ya debe de estar preparado.
—Me importa un carajo vuestra sentencia. No quiero oírla. El veredicto no me interesa. El pueblo juzgará a Danton, no vosotros.
Danton continúa hablando, de modo que ninguno de los otros acusados oye al funcionario pronunciar sus sentencias de muerte. En el patio de la prisión, los ayudantes de Sanson charlan animadamente.
Lacroix está sentado en un banco de madera. El verdugo le arranca el cuello de la camisa y le corta el pelo.
—Uno ha perdido el conocimiento —dice un guardia.
Detrás de la reja de madera que separa a los prisioneros del patio, el verdugo alza la mano para demostrar que lo ha entendido. Chabot está cubierto con una manta. Su rostro presenta un color azulado, y apenas mueve los labios. Está en coma.
—Encargó que le enviaran arsénico —dice el guardia—. No pudimos impedir que se lo tomara.
—Confieso que a mí también se me ocurrió —dice Hérault a Danton—. Pero al final pensé que, en estas circunstancias, suicidarme equivalía a reconocer mi culpabilidad, y dado que insisten en cortarle a uno cabeza, me parecía un espectáculo de muy mal gusto. Había que dar ejemplo a esa chusma, ¿no te parece? En cualquier caso, es preferible cortarse las venas.
En aquel momento estalla una violenta disputa entre Camille y uno de los guardias.
—Querido Camille, no merece la pena —dice Hérault.
—Nos está causando muchos problemas —responde uno de los guardias.
Al fin consiguen atarle las manos a la espalda. Se les ocurre propinarle un puñetazo para dejarlo inconsciente, pero temen que Sanson se enoje y les acuse de comportarse como unos aficionados. Camille tiene la camisa hecha jirones y un morado debajo del pómulo izquierdo. Danton se arrodilla junto a él.
—Tenemos que atarle las manos, ciudadano Danton.
—Un segundo.
Danton quita el medallón que lleva Camille colgado del cuello, el cual contiene un mechón de Lucile, y lo deposita en sus manos.
—Ya estoy listo —dice a los guardias.
—¿Qué tal esas chicas belgas? —le pregunta Lacroix, dándole un codazo en las costillas—. ¿Fue divertido?
—Sí. Pero no para las belgas.
Hérault permanece impasible, aunque un poco pálido, al montarse en el carro que lo conducirá al cadalso.
—Menos mal que no tengo que viajar acompañado de unos ladrones —dice.
—Este carro está reservado a los revolucionarios más distinguidos —responde Danton—. ¿Crees que conseguirás llegar, Fabre, o tendremos que enterrarte en el camino?
Fabre alza la cabeza con grandes esfuerzos y contesta:
—Se han llevado todos mis papeles, Danton.
—Sí, es lo que suelen hacer.
—Quería terminar La naranja maltesa. Contenía unos versos muy hermosos. El manuscrito irá a parar a manos del comité, y Collot fingirá haberlo escrito él.
Danton soltó una carcajada.
—Lo pondrán en escena en el Italiens —prosigue Fabre—, bajo el nombre de ese cabrón.
El Pont-Neuf, el Quai de Louvre. El carro avanza traqueteando. Danton separa las piernas para mantener el equilibrio y sujetar a Camille. Camille no cesa de llorar, no por él sino por Lucile, o quizá por los dos, por las numerosas cartas que se han escrito, por su repertorio de gestos, tics y bromas, y por su hijo. Todo se ha perdido, no queda nada.
—No te estás comportando a la altura de Hérault —le reprocha Danton suavemente.
Danton contempla los rostros de los curiosos, mudos, indiferentes, que entorpecen el paso de los carros.
—Tratemos de morir con dignidad —dice Hérault.
De improviso, Camille se despierta del coma en el que le había sumido su dolor y exclama:
—¡Vete a la mierda! ¡Deja de comportarte como un ci-devant!
Quai de l’École. Danton contempla la fachada del edificio y murmura: «Gabrielle», como si confiara en ver asomarse un rostro detrás de una cortina, una mano agitándose en un afectuoso gesto de saludo.
Rue Saint Honoré. La calle interminable. Al final de la misma, al pasar frente a la fachada de la casa de los Duplay, algunos condenados profieren palabrotas e insultos. Camille trata de dirigirse a la multitud. Henri Sanson se gira y lo mira alarmado. Danton se vuelve sobre Camille y murmura:
—No pierdas la calma. Olvídate de esa chusma.
El sol se oculta en el horizonte. Cuando nos ejecuten habrá anochecido, piensa Danton. En un rincón del carro, vestido como un sansculotte, el abate Kéravenen recita en silencio unas oraciones para los reos. Cuando el carro dobla hacia la Place de la Révolution, alza la mano para impartir una absolución condicional.
Existe un punto que —según dictan las reglas convencionales y la imaginación— no podemos traspasar; quizás esté aquí, al pie del cadalso, donde se detienen los carros para depositar su mercancía, carne todavía fresca, viva, palpitante. Danton deduce que, por ser el más ilustre de los condenados, lo ejecutarán en último lugar, junto a Camille. Sin embargo, en esos momentos piensa menos en la eternidad que en impedir que su amigo se desmorone durante los quince minutos que faltan para que la Cuchilla Nacional los separe.
Pero, naturalmente, se equivoca. En primer lugar hacen bajar del carro a Hérault.
—Adiós, amigos míos —dice simplemente.
A continuación le toca el turco a Camille, lo cual es lógico. Es preferible quitárselo rápidamente de enmedio antes de que soliviante a las masas.
Camille ha recuperado de pronto la serenidad. Es una lástima que Hérault no llegue a ver los benéficos resultados de su ejemplo. Camille mira a Henri Sanson y asiente para indicar que está preparado.
—Como diría Robespierre, es preciso sonreír. En cierta ocasión, el padre de ese hombre se querelló contra mí por haberlo difamado. Pero es inútil guardar rencor a nadie.
Al verlo sonreír, Danton siente un nudo en la garganta. «Carne todavía fresca, palpitante, muerta…». Ve a Camille decir unas palabras a Sanson. Este coge el medallón de manos de Camille y le promete entregárselo a Annette. Los últimos deseos de un reo son sagrados, y él es un hombre de palabra. Durante unos segundos, Danton aparta la vista. Luego contempla la escena que se desarrolla ante sus ojos, cada gota de sangre que cae, cada muerte, hasta que le toca el turno.
—Eh, Sanson.
—¿Qué deseas, ciudadano Danton?
—Muestra mi cabeza a la multitud. Merece la pena que la contemplen.
Rue Saint Honoré: un día, hace mucho tiempo, su madre estaba sentada junto a la ventana, haciendo una labor de encaje. La luz penetraba por la ventana, iluminándolos a ambos. El niño observaba atentamente el dibujo que su madre iba tejiendo, los espacios entre los hilos.
—Enséñame a hacerlo —rogó a su madre.
—Los niños no hacen esas cosas —contestó ella, prosiguiendo su labor.
El niño se sintió de pronto discriminado, excluido.
Ahora, cuando contempla una labor de encaje —aunque su vista está muy debilitada— le parece ver cada uno de los hilos que forman el dibujo. A veces, cuando está sentado ante la mesa del comité, recuerda esa remota imagen de su infancia. Ve a la joven sentada junto a la ventana, con el vientre abultado, preñada de muerte; ve la luz del sol reflejada sobre sus cabellos, mientras sus hábiles manos siguen tejiendo, como si volaran…
THE TIMES, 8 DE ABRIL DE 1794
Cuando al fin se produjo la reconciliación entre Robespierre y Danton, ya dijimos que esta se debía más al temor que los dos célebres revolucionarios sentían el uno hacia el otro que a un afecto mutuo. Añadimos que estábamos convencidos de que dicha reconciliación duraría hasta que uno de ellos, el más hábil y astuto, consiguiera destruir a su rival. Ha llegado ese momento, fatal para Danton… No alcanzamos a comprender por qué Camille Desmoulins, que gozaba de la protección de Robespierre, ha perecido aplastado por el triunfo de ese dictador.