XII. Ambivalencia

(1794)

La situación es la siguiente: Danton ha solicitado a la Convención que conceda a Fabre la oportunidad de defenderse públicamente, pero esta ha rechazado su petición. Danton se niega a reconocer que ha dejado de ser el jefe de la Convención, y que Hébert dispone de poder sobre las Secciones.

—Yo no soy como Robespierre —dice Danton a Lucile—, no me dejo hundir por una derrota. A lo largo de este asunto he vencido, he perdido, y he vuelto a vencer. Hubo una época en que Robespierre sufría una derrota tras otra.

—Será por eso que les tiene tanta tirria.

—Eso no tiene importancia —contesta Danton—. El maldito comité me vigila estrechamente. Si cometen un fallo, les aplastaré.

Bravas palabras. Sin embargo, Danton ya no es el hombre que ella conocía. Algunos dicen que no se ha recuperado del todo, pero tiene buen aspecto. Otros aseguran que la serenidad y dicha que ha encontrado en su segundo matrimonio han aplacado su espíritu combativo, pero Lucile sabe que son tonterías. A su entender, es su primer matrimonio lo que todavía le afecta. Desde la muerte de Gabrielle parece como si a Danton le faltara algo, como si hubiera perdido su dureza. Es difícil expresarlo, y desde luego confía en equivocarse pues está convencida de que es preciso obrar con mano dura.

Sigamos analizando la situación. Robespierre ha conseguido que los jacobinos no repudien a Camille, pero al precio de humillarse, de casi romper a llorar en la tribuna, ante la divertida mirada de los presentes. Hébert ha escrito un artículo en su periódico ridiculizando al «hombre errado» que protege a Camille, por motivos indescifrables que sólo él conoce.

El Club de los Cordeliers trata de impedir que Camille siga utilizando el nombre de la sociedad en su panfleto. No es que importe, puesto que Desenne se niega a seguir imprimiendo más números, y ningún otro impresor, por apetitosas que sean las ventas, se atreve a hacerlo.

—Vamos a ver a Robespierre —dice Danton a Lucile—. Coge al niño y nos presentaremos en su casa para organizar la emotiva escena de la reconciliación. Obligaremos a Camille a que nos acompañe y se disculpe ante él. Representaréis vuestro papel de «familia republicana» ejemplar, y Max se sentirá satisfecho. Yo me mostraré amable y conciliador, pero me abstendré de darle palmadas en la espalda, pues sé que le horrorizan.

Lucile sacude la cabeza.

—Camille se negará a acompañarnos. Está muy ocupado escribiendo.

—¿Qué es lo que escribe?

—La verdadera historia de la Revolución, según dice. La «Historia secreta» secreta.

—¿Qué piensa hacer con ella?

—Probablemente quemarla. ¿Qué otra cosa iba a hacer?

—Desgraciadamente, todo cuanto digo parece complicar las cosas.

—No sé por qué dices eso, Danton. —Robespierre había estado leyendo a Rousseau, a su Rousseau, y se quitó las gafas—. No creo que lo que puedas decir a estas alturas… —Pero no terminó la frase. Durante unos instantes su rostro adquirió un aire desnudo, desvalido; luego se puso de nuevo las gafas y asumió una expresión opaca e inescrutable—. Sólo quiero decirte una cosa. Rompe totalmente con Fabre, repúdialo. En caso contrario, no cuentes conmigo. Pero si lo haces, podemos empezar a hablar. Acepta los consejos del comité, y garantizaré personalmente tu seguridad.

—¿Mi seguridad? ¿Acaso me estás amenazando?

Robespierre lo miró con aire pensativo y respondió:

—Vadier. Collot. Hébert. Saint-Just.

—Prefiero ser yo mismo quien garantice mi seguridad, Robespierre, utilizando mis propios métodos.

—Tus métodos te destruirán —replicó Robespierre, cerrando el tomo de Rousseau—. Procura no arrastrar también a Camille.

—Cuida de que Camille no te destruya a ti —le espetó Danton, furioso.

—¿Qué quieres decir?

—Hébert se dedica a ridiculizar a Camille y afirma que vuestra amistad se sale de lo corriente.

—Por supuesto que se sale de lo corriente.

O bien Robespierre no comprende a Danton, o bien se niega a comprenderlo. Se trata de una torpeza profesional, cultivada, que constituye una de sus armas.

—Hébert está investigando a fondo la vida privada de Camille.

Robespierre extendió una mano hacia Danton en un gesto tan teatral que parecía habérselo enseñado Fabre.

—Deberían erigirte una estatua en esa postura —dijo Danton—. Sabes de sobra a lo que me refiero. Sé que no os tratabais durante la época de Annette, pero te aseguro que tu amigo nos relataba unas historias muy divertidas sobre las tardes que pasaba lánguidamente en el salón de Annette, y algunas noches en File de la Cité, cometiendo actos contra natura entre las declaraciones juradas. No llegaste a conocer a maître Perrin, ¿verdad? Hubo otros, por supuesto —añadió Danton, soltando una carcajada—. No me mires así, nadie cree que Camille esté enamorado de ti. Le gustan los hombres feos, corpulentos y mujeriegos. Le gusta, en suma, lo que no puede conseguir. Al menos, eso creo.

Robespierre alargó la mano para coger la pluma, pero se detuvo.

—¿Has estado bebiendo, Danton?

—No. No más de lo que suelo beber a estas horas del día. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque supuse que habías estado bebiendo. Trataba de justificar tu conducta —contestó Robespierre. Sus ojos, semiocultos detrás de sus gafas tintadas de azul, se clavaron brevemente en los de Danton. La repentina ausencia de emoción hacía resaltar la dureza de sus pronunciadas facciones—. Creo que nos hemos desviado del tema. Estábamos hablando de Fabre —dijo, extendiendo de nuevo la mano para coger la pluma, como si se tratara de un movimiento reflejo que no pudiera dominar.

(De los cuadernos privados de Robespierre: «Danton habló con desprecio de Camille Desmoulins, atribuyéndole un vicio secreto y vergonzoso»).

—Bien, ¿qué has decidido? —preguntó secamente. Su voz sonaba hueca, como Dios hablando desde el interior de una roca.

—¿Qué quieres que te diga? ¿Qué esperas que te responda? No puedo repudiarlo, qué palabra tan estúpida.

—Ha sido uno de tus más estrechos colaboradores. Comprendo que no es fácil para ti romper todo vínculo con él.

—Ha sido mi amigo.

—Ah, tu amigo —dijo Robespierre, sonriendo—. Sé lo mucho que valoras a tus amigos… Claro que Fabre no posee los defectos de Camille. Está en juego la seguridad del país, Danton. Un patriota debe estar dispuesto a anteponer la seguridad de su país incluso al bienestar de su esposa, su hijo o un amigo. No es el momento de dejarse llevar por sentimientos personales.

Danton lo miró con los ojos llenos de lágrimas, que se apresuró a enjugar. Luego abrió la boca, pero no pudo articular palabra.

(De los cuadernos privados de Maximilien Robespierre: «Danton se puso en ridículo, llorando dramáticamente…, en casa de Robespierre»).

—Esto es innecesario —dijo Robespierre—. E inútil.

—Eres un inválido mental —le dijo Danton con tono cansado, frío—. Me inspiras más lástima que Couthon. ¿No te das cuenta, Robespierre? ¿No te preguntas nunca por qué Dios te hizo así? Solía burlarme de ti diciendo que eras impotente, pero te falta algo más que las pelotas. A veces me pregunto si eres de carne y hueso. Hablo contigo, sé que puedo tocarte, pero estás muerto.

—Te equivocas. Estoy vivo y bien vivo —contestó Robespierre, juntando los dedos de las manos, como un testigo nervioso—. Aunque vivo a mi manera.

—¿Qué ha pasado, Danton?

—Nada. No coincidimos respecto a Fabre. La entrevista fue una pérdida de tiempo —contestó Danton, apoyando un puño en la palma de la otra mano.

Las cinco y media, en la rue Condé. De pronto sonaron unos insistentes golpes en la puerta de la vivienda inferior y Annette se tapó la cabeza con la sábana. Acto seguido se incorporó y saltó de la cama. ¿Qué había sucedido?

Mientras se ponía la bata, oyó unos gritos en la calle. Luego oyó las voces alarmadas de Claude y de Elise, su doncella. Elise era una joven bretona rolliza, supersticiosa y torpe, cuyo francés dejaba bastante que desear.

—Son los de la Sección —dijo, asomando la cabeza sin molestarse en llamar—. Quieren saber si tiene a su amante oculto en su habitación. Dicen que no trate de engañarles, que no son imbéciles.

—¿Mi amante? ¿Te refieres a Camille?

—Lo ha dicho usted, señora, no yo —respondió Elise, sonriendo estúpidamente.

La joven, vestida con un camisón, sostenía en la mano un cabo de vela. Annette pasó bruscamente junto a ella, dándole un empujón y haciendo que la vela cayera al suelo, donde se apagó al instante.

—Esa vela era mía, no suya —protestó Elise.

Annette echó a correr en la oscuridad y chocó con alguien. De pronto notó que una mano la aferraba por la muñeca y percibió un aliento impregnado de alcohol.

—¿Quién tenemos aquí? —preguntó una voz masculina, mientras Annette trataba en vano de librarse de él—. Pero si es milady, medio desnuda.

—Basta, Jeannot —dijo otra voz—. Apresúrate, necesitamos unas velas.

Alguien abrió los postigos, y la luz de las antorchas penetró en la habitación. Elise trajo unas velas. Jeannot contempló a Annette y sonrió con lascivia. Llevaba las holgadas ropas de los sansculottes y una gorra roja con una roseta tricolor encasquetada hasta las cejas. Tenía tal aspecto de patán que, en otras circunstancias, Annette se hubiera echado a reír en sus narices. Súbitamente aparecieron media docena de hombres, los cuales echaron un vistazo a su alrededor, blasfemando y frotándose las manos para entrar en calor. He aquí al Pueblo, se dijo Annette. El amado Pueblo de Max.

El individuo que había amonestado a Jeannot avanzó unos pasos. Era un muchacho de aspecto insignificante, vestido con una raída casaca negra.

—Salud y fraternidad, ciudadana. Somos los representantes de la Sección Mutius Scaevola —dijo, agitando unos papeles que sostenía en la mano. Las palabras «Sección Luxemburgo» habían sido tachadas y junto a estas habían anotado el nuevo nombre—. Traigo una orden de arresto contra Claude Duplessis, funcionario jubilado, residente en estas señas.

—Esto es una imbecilidad —contestó Annette—. Debe tratarse de un error. ¿De qué se le acusa?

—De conspiración, ciudadana. Tenemos orden de registrar la vivienda y confiscar cualquier documento sospechoso.

—¿Cómo os atrevéis a presentaros a estas horas…?

—Cuando a Père Duchesne le da uno de sus ataques de cólera —respondió uno de los hombres— no esperamos a que amanezca.

—¿Père Duchesne? Ya comprendo. Queréis decir que Hébert no se atreve a atacar a Camille, de modo que envía a gente de vuestra calaña a aterrorizar a su familia. Mostradme la orden de arresto.

Annette extendió el brazo para arrebatar los papeles de manos del joven patán, el cual retrocedió apresuradamente. Uno de los sansculottes la sujetó por la muñeca con una mano, mientras con la otra mano le arrancaba la bata de los hombros, revelando sus pechos. Tras unos segundos de forcejeo, Annette consiguió liberarse. Permaneció inmóvil, temblando de miedo pero sobre todo de indignación.

—¿Es usted Duplessis? —preguntó el joven sansculotte, dirigiendo la vista hacia la puerta.

Al oír voces, Claude se había vestido para bajar a comprobar qué sucedía. Parecía aturdido. A sus espaldas se percibía un vago olor a quemado.

—¿Es esto un interrogatorio? —preguntó Claude con voz temblorosa.

—Apresúrese —contestó el sansculotte, agitando los papeles—. No podemos permanecer aquí todo el día. Estos ciudadanos quieren terminar de una vez y regresar a sus casas.

—Les serviremos enseguida el desayuno —dijo Claude—. No merecen menos después de haber despertado a una familia respetable y haber aterrorizado a mi esposa y a mis sirvientes. ¿Adónde piensa conducirme?

—Coja una bolsa con sus enseres —le ordenó el joven—. Rápido.

Claude lo miró fríamente y se volvió.

—¡Claude! —exclamó Annette—. Recuerda que te amo.

Tras detenerse unos segundos, este salió de la habitación seguido de un coro de insultos e injurias. Annette le oyó encerrarse en su estudio, mientras los sansculottes se precipitaban contra la puerta tratando de derribarla.

—¿Cómo se llama? —preguntó Annette al joven sansculotte.

—Eso no le importa.

—Cierto, pero de todo modos lo averiguaré. Pagará por esto. Puede registrar la casa. No hallará nada que pueda interesarle.

—¿Qué clase de personas son? —oyó Annette que preguntaba uno de los hombres a Elise.

—Unos desalmados, señor, y muy arrogantes.

—¿Es cierto que ella es la amante de Camille?

—Todo el mundo lo sabe —respondió Elise—. Siempre están encerrados en el salón. Leyendo los periódicos, según dice ella.

—¿Y su marido qué hace?

—¿Ese viejo cabrón? Nada —contestó Elise.

Los hombres se echaron a reír.

—Quizá tengamos que conducirte a la Sección —dijo uno de ellos—. Para hacerte unas cuantas preguntas. Seguro que nos darás unas respuestas muy sabrosas —añadió, extendiendo la mano y pellizcándole un pecho. Elise soltó un pequeño alarido, fingiendo dolor e indignación.

Alarmada, Annette agarró al joven sansculotte del brazo y le ordenó secamente:

—Haga el favor de controlar a sus hombres. ¿Acaso están autorizados a molestar a mis sirvientes?

—Se expresa como la hermana de la Capeto —observó Jeannot.

—Esto es una infamia. Puede estar seguro de que dentro de unas horas lo sabrá la Convención.

Jeannot escupió en el suelo.

—No son más que una pandilla de picapleitos —dijo—. ¿Esto es una Revolución? No habrá Revolución hasta que hayan muerto esos cabrones.

—Descuida —replicó su compañero—, a este ritmo no tardarán en desaparecer todos.

Al cabo de unos instantes apareció Claude, seguido de un par de sansculottes. Llevaba un abrigo y se estaba poniendo los guantes, lenta y minuciosamente.

—Imagínate —dijo, dirigiéndose a Annette—, me acusan de quemar unos papeles. Lo más gracioso es que insistieron en interponerse entre mi persona y la ventana, debajo de la cual había un ciudadano con una pica. Como si un hombre de mi edad fuera a arrojarse por la ventana de un primer piso y privarse de la compañía de tan amables caballeros. —Uno de los hombres lo agarró del brazo, pero Claude lo apartó bruscamente—. Puedo caminar sin que me sostengan. Permítanme que me despida de mi esposa.

Acto seguido, Claude se inclinó y besó la mano de Annette.

—No llores, cariño —dijo—. Envía un recado a Camille.

Al otro lado de la calle se había detenido un flamante carruaje cuyo ocupante miraba a través de la ventanilla cubierta por una discreta cortina.

—Qué desagradable —dijo Père Duchesne, el fabricante de hornos—. Hemos elegido una noche muy poco propicia. Me temo además que nos hemos equivocado de casa. Pero corren tantos rumores… Habría merecido la pena levantarse temprano para ver cómo sacaban a Camille de su cómodo e incestuoso lecho, protestando vivamente y pataleando. Me hubiera gustado arrestarlo por alterar el orden público. En cualquier caso, esto le dará un buen susto. Me pregunto a quién acudirá esta vez para que le proteja.

Una hora más tarde, Annette se hallaba en la rue Marat.

—Han destrozado la casa —dijo—. Y aunque Elise tiene muchos defectos, no podía permitir que unos rufianes la manosearan. Dame una copa de coñac, Lucile. La necesito. —Cuando su hija salió de la estancia, Annette murmuró—: Oh, Camille, Camille… A Claude se le ocurrió quemar unos papeles. Supongo que todas las cartas que me has escrito se han convertido en humo. En caso contrario, a estas horas ya habrían caído en manos del comité de la Sección.

—De todos modos —dijo Camille—, eran muy castas.

—Pero deseaba conservarlas —contestó Annette, echándose a llorar.

Camille le acarició la mejilla.

—Te escribiré otras cartas —dijo para tranquilizarla.

—¡Quiero recuperarlas! —insistió Annette—. ¿Cómo puedo preguntarle a Claude si las ha quemado? En tal caso, debía de saber dónde las guardaba. ¿Crees que las habrá leído?

—No. Claude es incapaz de semejante cosa. Es distinto de nosotros —respondió Camille, sonriendo—. No te preocupes, en cuanto consiga que regrese a casa se lo preguntaré.

—Te veo muy animado, querido —observó Lucile cuando regresó con el coñac.

Annette lo miró. Es cierto, pensó mientras apuraba la copa de un trago, es indestructible.

El discurso de Camille ante la Convención fue breve, audible y alarmante. Algunos murmuraron que los parientes de los políticos podían ser tan sospechosos como cualquier otro ciudadano, pero la mayoría del público se estremeció cuando Camille describió la irrupción de los sansculottes en casa de Duplessis. Habían tenido suerte de no vivir esa experiencia, dijo Camille; quizá no tardarían en vivirla.

Al contemplar los bancos medio vacíos, los diputados comprendieron que tenía razón. Hubo aplausos cuando se refirió a las salvajes depredaciones de un antiguo cajero de teatro; un murmullo de aprobación cuando deploró un sistema que permitía que un personaje tan detestable prosperara. Cuando Camille abandonó la tribuna, Danton se puso en pie y exigió que terminaran los arrestos.

En las Tullerías.

—Saluda de mi parte al ciudadano Vadier y dile que está aquí el abogado de la Lanterne —dijo Camille.

Vadier fue sacado por unos funcionarios de una sesión del comité de Policía.

—Si me cierras el periódico tendrás que habértelas conmigo —le dijo Camille, sonriendo amablemente y empujando a Vadier contra la pared.

—¡Abogado de la Lanterne! —protestó Vadier—. Creí que te habías propuesto enmendar tu conducta.

—Llámalo nostalgia —respondió Camille—. O costumbre. Llámalo como quieras, pero no te librarás de mí hasta que hayas respondido a unas cuantas preguntas.

Vadier se acarició con aire malhumorado la larga nariz de inquisidor y juró sobre la cabeza del Supremo Hacedor que no sabía nada del asunto. No obstante, reconoció que era posible que los funcionarios de la Sección se hubieran excedido en su celo, que Hébert hubiera actuado movido por el rencor; no, no tenía pruebas contra ningún Claude Duplessis, funcionario jubilado.

—Hébert es un idiota —dijo, mirando a Camille con odio y considerable alarma—, por haber dado a las gentes de Danton la posibilidad de hacer uso de su fuerza.

Robespierre abandonó, parpadeando y preocupado, una reunión del Comité de Salvación Pública, requerido por un urgente mensaje. Al ver a Camille se apresuró a agarrarlo del brazo, dictó una rápida lista de instrucciones a un secretario y mencionó sus deseos de ver a Père Duchesne en el infierno. Los curiosos que presenciaron la escena notaron su tono, las prisas y, sobre todo, el apretón de manos. Tomaron rápida nota de las señales de su rostro, para intentar descifrarlas más tarde. De inmediato, casi imperceptiblemente —entre miradas interrogantes y gestos ambiguos, como si trataran de olfatear los vientos políticos que soplaban— comenzaron a circular toda clase de especulaciones y rumores. Al mediodía, Hébert mostraba una expresión bastante menos satisfecha; de hecho se sintió profundamente alarmado hasta mucho después de que Claude Duplessis hubiera sido liberado, y permaneció oculto hasta varias semanas más tarde, cuando oyó una patrulla al amanecer, y comprobó que no tenía amigos.

El nuevo calendario no funcionaba. En Nivôse apenas nevó, y la primavera se presentó antes de Germinal. Llegó moderadamente temprano, de forma que las floristas se congregaron en las esquinas de las calles y las modistas empezaron a confeccionar unos sencillos trajes patrióticos para el verano de 1794.

En los jardines de Luxemburgo colgaban de los árboles unos espléndidos estandartes verdes entre las fundiciones de cañones. Fabre d’Églantine observó el cambio de estaciones, desde su celda en el Edificio Nacional que había sido antaño el palacio de Luxemburgo. Los días fríos, ventosos y luminosos le producían dolores en el pecho. Cada mañana se miraba en el espejo que había pedido que le enviaran de casa, observando que su rostro parecía más afilado y sus ojos sospechosamente brillantes, con una brillantez que no tenía nada que ver con sus perspectivas.

Sabía que las iniciativas de Danton no habían prosperado, que este no se trataba con Robespierre. Danton, ve a ver a Robespierre, exigió Fabre a la pared de su celda: suplícale, engáñale, exígele, oblígale a ceder. A veces yacía despierto, imaginando oír los pasos de la masa de simpatizantes de Danton atravesando la ciudad; pero sólo oía el silencio. El carcelero le informó que Camille había hecho las paces con Robespierre, añadiendo que él y su mujer no creían que Camille fuera un aristócrata, que el ciudadano Robespierre era amigo leal del trabajador, y que su buena salud constituía la única garantía de azúcar en los comercios y de leña a precios razonables.

Fabre repasó mentalmente todos los favores que había hecho a Camille; lo cierto es que no eran muchos. Pidió que le enviaran su Enciclopedia y su pequeño telescopio de marfil; con esos objetos como única compañía, se dispuso a aguardar la muerte natural o no natural.

El 17 de Pluviôse no llovió. Robespierre habló ante la Convención, destacando las líneas maestras de su futura política, sus planes para una República de la Virtud. Al terminar su discurso sonó un murmullo de consternación. Parecía más fatigado de lo habitual, quizá por haber hablado durante varias horas desde la tribuna. Tenía los labios exangües, los ojos enrojecidos y con profundas ojeras. Algunos de los supervivientes de aquella época mencionaron la súbita postración de Mirabeau. Sin embargo, Robespierre apareció puntualmente para asistir a la siguiente sesión del comité, escrutando los rostros de los presentes para comprobar si alguien daba muestras de sentirse decepcionado.

El 22 de Pluviôse se despertó en plena noche, con dificultades para respirar. Se sentó con esfuerzo ante su escritorio, pero había olvidado lo que deseaba escribir. De golpe, las náuseas le obligaron a hincarse de rodillas en el suelo. No vas a morirte, se dijo, mientras luchaba por expulsar el aire atrapado en sus pulmones; no debes, no puedes morirte. Has sobrevivido a cosas peores.

Cuando pasó el ataque, se levantó del suelo. No lo haré, dijo su cuerpo; has acabado conmigo, me has matado, me niego a servir a semejante amo.

Si permanezco aquí, pensó Robespierre, me tumbaré en el suelo y caeré dormido, pillaré un resfriado y todo habrá terminado.

No debiste tratarme como si fuera tu esclavo, protestó el cuerpo, abusando de mí, imponiéndome unos absurdos ayunos, una vida casta y pocas horas de sueño. ¿Qué vas a hacer ahora? Ordena a tu intelecto que se levante del suelo, obliga a tu mente a que mañana se mantenga despierta.

Tras grandes esfuerzos, consiguió agarrarse a la pata de una silla y después al respaldo. Observó su mano deslizándose sobre la madera, como un objeto distante. Le estaba venciendo el sueño. Soñó con la casa de su abuelo. Alguien comentó que no había barriles para conservar en ellos la cerveza elaborada aquella semana; toda la madera disponible había sido utilizada para construir el cadalso. ¿El cadalso? Robespierre se apresuró a sacar del bolsillo la carta que le había escrito Benjamin Franklin, en la que le decía: «Eres una máquina eléctrica».

Eléonore lo halló al amanecer. Ella y su padre montaron guardia junto a la puerta hasta que, a las ocho, llegó el doctor Souberbielle. El médico habló lenta y pausadamente, como si se dirigiera a un sordomudo:

—No puedo garantizarle los resultados.

Robespierre murmuró unas palabras. Souberbielle se inclinó para oírle.

—¿Debo hacer mi testamento? —preguntó Robespierre.

—No creo que sea necesario —contestó el doctor sonriendo—. ¿Dispone usted de muchos bienes?

Robespierre sacudió la cabeza. Luego cerró los ojos y sonrió débilmente.

—No se trata de nada grave —les tranquilizó Souberbielle—. Son dolencias sin importancia. En septiembre temimos perder a Danton. Tantos años trabajando duramente, y de pronto el pánico consiguió reducir a un hombre fuerte como él a un estado de total postración. Robespierre no es fuerte, pero no se morirá, por supuesto. Nadie se muere por ese tipo de cosas; lo único que sucede es que su vida empieza a ser más complicada. ¿Que cuánto tiempo tardará en recuperarse? Necesita reposo, eso es lo más importante. Yo diría que un mes. Si se levanta antes, no me hago responsable.

Fueron a visitarlo algunos miembros del comité. Robespierre se sentía tan aturdido que le llevó unos minutos reconocerlos, pero entonces se dio cuenta de que pertenecían al comité.

—¿Dónde está Saint-Just? —murmuró. El médico le había recomendado que no se cansara ni forzara la voz. Los miembros del comité se miraron.

—Lo ha olvidado —dijeron—. Lo has olvidado —le dijeron—. Ha partido hacia la frontera. Regresará dentro de diez días.

—¿Y Couthon? Podíais haberlo subido en brazos por la escalera.

—Está indispuesto —respondieron—. Couthon también está indispuesto.

—¿Va a morirse?

—No, pero su parálisis ha empeorado.

—¿Regresará mañana?

—No.

Entonces, ¿quién gobernará el país?, se preguntó Robespierre. Saint-Just.

—Danton… —empezó a decir. No se esfuerce, le había recomendado el médico. Si no hace esfuerzos, le costará menos respirar. Robespierre se llevó la mano al pecho, aterrado. No podía seguir sus consejos. Se estaba asfixiando.

—¿Vais a darle mi cargo a Danton?

Los miembros del comité se miraron de nuevo. Robert Lindet se inclinó sobre él y preguntó:

—¿Es eso lo que deseas?

Robespierre sacudió la cabeza con vehemencia. Le parecía oír a Danton diciendo: «Unos actos contra natura entre las declaraciones juradas… ¿Nunca te preguntas por qué Dios te hizo así?». Buscó con la mirada a ese sólido abogado normando, un hombre sin teorías, sin pretensiones, un desconocido para las masas.

—No debéis dárselo —dijo Robespierre al cabo de unos instantes—. No debe gobernar. Carece de vertu.

Lindet lo miró perplejo.

—Durante un tiempo no estaré con vosotros —dijo Robespierre—. Luego estaré de nuevo con vosotros.

—Esas palabras le suenan —observó Collot—, pero no recuerda dónde las ha oído. Descuida, aún no ha llegado el momento de tu apoteosis.

—Sí, sí, sí —dijo Lindet suavemente.

Robespierre miró a Collot. Se está aprovechando de mi debilidad, pensó.

—Dadme un trozo de papel —murmuró. Quería escribir una nota diciendo que en cuanto se recuperara, Collot debía ser «reducido».

Los miembros del comité conversaron amablemente con Eléonore. No creían, como afirmaba el doctor Souberbielle, que dentro de un mes Robespierre se hubiera restablecido. De todos modos, le aseguraron que en caso de que falleciera, ella sería considerada a todos los efectos como su viuda, al igual que Simone Evrard era considerada la viuda de Marat.

Pasaron varios días. Souberbielle le permitió recibir más visitas, leer un poco y escribir, pero sólo cartas personales. También le autorizó a ser informado sobre las noticias del día, siempre y cuando no fueran preocupantes; pero todas las noticias eran preocupantes.

Al cabo de unos días regresó Saint-Just. Todo va bien en el comité, dijo a Robespierre, vamos a aplastar a las facciones. ¿Está decidido Danton a negociar la paz?, le preguntó Robespierre. Sí, contestó Saint-Just. Pero nadie le apoya. Los buenos republicanos hablan de victoria.

Saint-Just tenía veintiséis años. Era un hombre apuesto, dotado de una fuerte personalidad. Se expresaba con frases cortas y concisas. Hábleme del futuro, le rogó Robespierre. Saint-Just le habló sobre la espartana república soñada por él. A fin de crear una nueva raza de hombres, le dijo, los niños serían apartados de sus padres cuando cumplieran los cinco años, para ser instruidos como granjeros, soldados o abogados. ¿También las niñas?, inquirió Robespierre. No, las niñas no son importantes, permanecerán en casa con sus madres.

Robespierre movió nerviosamente las manos sobre la colcha. Pensó en su ahijado, de un día de edad, mientras su padre le acariciaba la cabeza con sus largos dedos; su ahijado, hacía unas semanas, agarrado del cuello de su casaca, pronunciando un discurso. Pero Robespierre se sentía demasiado débil para discutir. La gente decía que Saint-Just estaba enamorado de Henriette Lebas, la hermana de Philippe, el marido de Babette. Pero él no lo creía; no creía que Saint-Just estuviera enamorado de nadie.

Esperó a que Eléonore saliera de la habitación. Se sentía más fuerte, capaz de dar órdenes.

—Deseo ver a Camille —dijo a Maurice Duplay.

—¿Crees que es una buena idea?

Duplay envió recado a casa de Camille. Curiosamente, Eléonore no parecía satisfecha ni disgustada.

Cuando acudió Camille, no hablaron sobre política ni de los últimos años. En un momento dado, cuando Camille mencionó a Danton, Robespierre giró la cabeza, como si no deseara hablar de él. Charlaron sobre el pasado, su pasado común, con la forzada jovialidad que muestra la gente cuando hay un cadáver en la casa.

Cuando se quedó a solas nuevamente, Robespierre soñó con la República de la Virtud. Cinco días antes de caer enfermo había definido claramente sus límites. Deseaba una república donde imperara la justicia, el bienestar de la comunidad, la capacidad de sacrificio. Veía un pueblo libre, amable, bucólico e instruido. Las tinieblas de la superstición habían desaparecido de la vida de la gente como aguas pantanosas absorbidas por la tierra. En su lugar había florecido el culto racional, jocundo, al Ser Supremo. Las gentes eran felices; sus corazones no estaban angustiados ni su carne atormentada por preguntas sin respuesta ni deseos insatisfechos. Los hombres abordaban los asuntos del poder con rigor e inteligencia; instruían a sus hijos y cultivaban sus tierras. Los perros y los gatos, incluso los animales del campo, eran respetados por lo que eran. Las muchachas, adornadas con guirnaldas y vestidas con vaporosos vestidos de lino pálido, se movían majestuosamente entre columnas de mármol blanco. Robespierre contempló el oscuro resplandor de los olivares, y el cielo azul.

—Mira —dijo Robert Lindet, mostrándole un pedazo de pan que llevaba envuelto en un periódico—. Tócalo, pruébalo.

Robespierre lo desmenuzó con los dedos. Tenía un olor acre, a moho.

—Supuse que no estabas enterado, dado que sólo te alimentas de naranjas —dijo Lindet—. En estos momentos abunda el pan, pero como verás, es incomible. En las lecherías no hay leche, y los pobres suelen beber mucha leche. En cuanto a la carne, la gente tiene suerte de conseguir un pequeño pedazo que echar al caldo. Las mujeres se levantan a las tres de la mañana para hacer cola frente a las carnicerías. Esta semana la Guardia Nacional ha tenido que intervenir en varias peleas entre mujeres que intentaban conseguir carne.

—Si persiste esta situación —contestó Robespierre, pasándose una mano por la frente—, no sé cómo acabaremos. La gente se moría de hambre bajo el viejo régimen. ¿Dónde ha ido a parar toda la comida, Lindet? La tierra sigue produciendo.

—Danton dice que hemos bloqueado el comercio con nuestros reglamentos. Dice —y no le falta razón— que los campesinos no llevan sus productos a las ciudades por temor a ser acusados de especuladores y que los linchen. Hemos requisado lo que hemos podido, pero la gente prefiere ocultar sus productos y dejar que se pudran. Los hombres de Danton dicen que si elimináramos los controles, el mercado empezaría a moverse de nuevo.

—¿Y tú qué opinas?

—Los agitadores de las Secciones apoyan los controles. Dicen a la gente que es la única forma de hacer las cosas. La situación es seria.

—¿Y bien?

—Espero tus instrucciones.

—¿Qué opina Hébert?

—Discúlpame. Dame el periódico —contestó Lindet. Al abrirlo cayó una lluvia de migas al suelo—. «Los carniceros que tratan a los sansculottes como perros y sólo les dan huesos para roer deberían ser guillotinados como todos los enemigos del pueblo llano».

—Muy constructivo —observó Robespierre despectivamente.

—Por desgracia, la masa no ha adquirido mucha sabiduría desde 1789. Ese tipo de sugerencia les parece una solución muy acertada.

—¿Hay mucho descontento entre el populacho?

—En cierto sentido, sí. No exigen libertad, ni se muestran interesados en estos momentos en reivindicar sus derechos. En Navidad, las propuestas de Camille y la libertad de los sospechosos eran unos temas muy populares, pero ahora sólo piensan en la escasez de comida.

—Sin duda Hébert se aprovechará de ello —dijo Robespierre.

—Hay mucha agitación en las fábricas de armas. No podemos permitirnos el lujo de que estallen huelgas. El Ejército carece de provisiones.

—Los agitadores deben ser aprehendidos —contestó Robespierre—, en las calles, en las fábricas, donde sea. Comprendo que la gente tiene problemas, pero no podemos perder el control de la situación. Es preciso sacrificarse en aras de la nación. A la larga, todo se arreglará.

—Saint-Just y Vadier mantienen un control férreo sobre el comité de Policía. Lamentablemente —dijo Lindet—, sin una decisión política de alto nivel no podemos hacer nada contra los auténticos agitadores.

—Hébert.

—Trata de provocar una insurrección. El Gobierno caerá. Lee el periódico. Existe cierto movimiento entre los cordeliers

—No hace falta que me lo digas —contestó Robespierre—, lo sé de sobra. Las arengas para levantar el ánimo, las reuniones secretas. Hébert es el único capaz de socavar la influencia de Danton. Me desespera verme obligado a permanecer en la cama, impotente, mientras todo se desmorona a mi alrededor. ¿No crees que la gente se mostrará leal con el comité, después de haberles salvado de una invasión y de que intentamos que no se mueran de hambre?

—Confiaba en poder ahorrarte esto —respondió Lindet, sacando un pedazo de papel del bolsillo. Era una nota oficial en la que constaba el horario laboral y los salarios de los talleres gubernamentales. Las esquinas del papel estaban rotas, como si hubiera sido arrancado de la pared.

Robespierre se lo cogió de las manos. El aviso estaba firmado por seis miembros del Comité de Salvación Pública. Debajo de las firmas, toscamente escrito con pintura roja, aparecían las siguientes palabras:

CANÍBALES, LADRONES, ASESINOS

Robespierre dejó caer el papel sobre la colcha.

—Ni siquiera a los Capeto los trataban así —dijo, apoyando la cabeza en las almohadas—. Es mi deber perseguir a los individuos que han engañado y manipulado a esos desgraciados. Te juro que a partir de ahora guiaré la Revolución con mano firme.

Cuando Lindet se hubo marchado, Robespierre permaneció pensativo, reclinado sobre las almohadas, contemplando las sombras que se proyectaban en el techo a medida que oscurecía. Al cabo de un rato entró Eléonore con una vela. Echó unos troncos en la chimenea y recogió los papeles desparramados sobre el escritorio y el lecho. Luego colocó de nuevo los libros en la estantería, rellenó la jarra de agua que había en la mesita de noche y corrió las cortinas.

—¿Te encuentras mejor? —preguntó a Robespierre, acariciándole el rostro suavemente.

—Mucho mejor —contestó él, sonriendo.

De improviso Eléonore se sentó a los pies de la cama, como si se hubiera quedado sin fuerzas.

—Temimos que fueras a morirte —dijo, cubriéndose la cara con las manos—. Parecías un cadáver cuando te hallamos tendido en el suelo. ¿Qué sería de nosotros si murieras? No podríamos continuar adelante sin ti.

—Pero no he muerto —contestó Robespierre con tono afectuoso pero enérgico—. Ahora sé perfectamente lo que debo hacer. Mañana acudiré a la Convención.

Era el 21 de Ventôse, es decir, el 11 de marzo. Habían transcurrido treinta días desde que se había retirado de la vida pública. De golpe le parecía como si durante los últimos años hubiera permanecido encerrado en una concha en la que apenas penetraba un poco de luz y algunos murmullos, como si su enfermedad la hubiera partido en dos y la mano de Dios le hubiera sacado de ella, limpio y purificado.

12 de marzo.

—La Convención ha renovado durante un mes el mandato del comité —dijo Robert Lindet—. Nadie se opuso —añadió con tono solemne, como si pronunciara un discurso desde la tribuna.

—Hummm —respondió Danton.

—Es lógico que nadie se opusiera —terció Camille, paseándose de un lado al otro de la habitación—. Los miembros de la Convención se levantaban cuando sonaban los aplausos de la galería, que imagino que el comité se había ocupado de llenar.

—En efecto —contestó Lindet—. No se dejó nada al azar. ¿Te alegrará la muerte de Hébert? —preguntó, dirigiéndose a Camille—. Supongo que sí.

—¿Crees que es un resultado inevitable? —preguntó Danton.

—El Club de los Cordeliers exige una insurrección, durante un «día». Al igual que Hébert en su periódico. Ningún gobierno, desde hace cinco años, ha conseguido sofocar una insurrección.

—Pero no estaban presididos por Robespierre —contestó Camille.

—Exactamente. O la reprimirá antes de que estalle o la aplastará por la fuerza de las armas.

—Es un hombre de acción —dijo Danton, soltando una carcajada.

—Como lo eras tú hace un tiempo —dijo Lindet.

Danton extendió el brazo en un dramático gesto.

—Yo soy la oposición.

—Robespierre amenazó a Collot. Si Collot hubiera mostrado la menor simpatía hacia las tácticas de Hébert, en estos momentos estaría en la cárcel.

—¿Qué tiene eso que ver conmigo?

—Saint-Just ha estado acosando a Robespierre durante toda una semana. Robespierre siente un profundo respeto hacia él; a su parecer, Saint-Just es incapaz de cometer un error. Creemos que a la larga acabarán peleándose, pero en estos momentos eso es mera especulación. Según Saint-Just, si Hébert se marcha, Danton también debe irse. Para equilibrar las facciones.

—No se atreverán a echarme. Yo no soy una facción, Lindet. Soy uno de los principales protagonistas de la Revolución.

—Saint-Just cree que eres un traidor, Danton. Busca pruebas que confirmen tus tratos con el enemigo. ¿Cuántas veces quieres que te lo repita? Por absurdo que parezca, está convencido de ello. Lo ha manifestado ante el comité. Collot y Billaud-Varennes lo apoyan decididamente.

—Pero el importante es Robespierre —se apresuró a decir Camille.

—Deduzco que debisteis pelearos la última vez que os visteis, Danton. Robespierre tiene el aire de un hombre que está tratando de tomar una difícil decisión. No te ataca, pero tampoco te defiende como hacía antes. Durante la sesión de hoy permaneció muy callado. Algunos creen que es porque todavía no está completamente restablecido, pero hay algo más. Tomó nota de todo cuanto se dijo y observó estrechamente a todos los presentes. Si Hébert cae, tú también debes irte.

—¿Irme?

—Así es.

—¿Es ese el mejor consejo que puedes darme, amigo Lindet?

—Deseo que sobrevivas. Robespierre es un profeta, un soñador. Y los profetas no se han distinguido como jefes de Gobierno, como es bien sabido. Cuando él haya desaparecido, ¿quién conducirá los destinos de la república si no lo haces tú?

—¿Un soñador? ¿Un profeta? Eres muy persuasivo —le contestó Danton—. Si sospechara que ese esquelético y demacrado eunuco se había propuesto hundirme, le partiría el pescuezo.

Lindet se sentó.

—Trata de convencerlo tú, Camille —dijo.

—Verás, mi postura es un tanto… ambivalente.

—Un término muy acertado para describirte —observó Danton.

—Saint-Just habló hoy contra ti en el comité, Camille. Al igual que Collot y Barère. Robespierre les dejó hablar y luego dijo que la culpa la tenían las malas compañías que frecuentabas. Barère dijo que estaba harto de oír esa excusa y le hizo entrega de unos documentos, al parecer muy comprometedores para ti, que a su vez le había entregado Vadier, del comité de Policía. Robespierre los ocultó debajo de unos papeles, colocó los codos sobre ellos y se apresuró a cambiar de tema.

—¿Suele hacer esas cosas con frecuencia?

—Sí.

—Apelaré al pueblo —dijo Danton—. Imagino que tendrá una idea de qué clase de gobierno desea tener.

—Hébert ya ha apelado al pueblo —respondió Lindet—. El comité lo llama insurrección planificada.

—Hébert no posee mi protagonismo en la Revolución. Ni de lejos.

—No creo que al pueblo le importe —dijo Lindet—. No creo que les importe si tú, Hébert o Robespierre os hundís o conseguís manteneros a flote. La gente está agotada. Asisten a los juicios para divertirse. Son más entretenidos que el teatro. La sangre es real.

—Se diría que estás desesperado —terció Camille.

—Te equivocas. Me limito a ocuparme del abastecimiento de comida, tal como me encargó que hiciera el comité.

—Eres muy leal al comité.

—En efecto. Por consiguiente, es preferible que no vuelva.

—Si consigo salir vencedor, recordaré tus buenos oficios, Lindet.

Robert Lindet asintió e hizo una pequeña y burlona reverencia. Pertenecía a otra generación; no era obra de la Revolución. Obstinado y prudente, trataba simplemente de sobrevivir un día tras otro, de lunes a martes, según sus propias palabras.

En las Secciones estalla una violenta disputa verbal, y frente al Ayuntamiento se organiza una manifestación sin importancia.

El 23 de Ventôse, Saint-Just leyó un informe ante la Convención poniendo al descubierto un complot entre ciertos jefes de facciones, inspirado por agentes extranjeros, destinado a destruir al gobierno representativo y matar de hambre a los ciudadanos de París. El 24 de Ventôse, a primeras horas de la mañana, Hébert y sus secuaces fueron arrestados en sus domicilios por la policía.

ROBESPIERRE: No alcanzo a comprender el propósito que según nuestros amigos pueda tener esta entrevista.

DANTON: ¿Cómo va el juicio?

ROBESPIERRE: No ha habido ningún problema. Confiamos en que concluya mañana. ¿O no te refieres al juicio de Hébert? Fabre y Hérault comparecerán ante el Tribunal dentro de unos días. Ignoro la fecha exacta, pero Fouquier te informará.

DANTON: Supongo que no estarás tratando de atemorizarme. Hablemos sin rodeos.

ROBESPIERRE: No tengo nada contra ti. Sólo te pido que rompas todo trato con Fabre. Lamentablemente, existen ciertas personas que dicen que si Fabre va a juicio, tú también deberías ser juzgado.

DANTON: ¿Y tú qué opinas?

ROBESPIERRE: Tus actividades en Bélgica eran sospechosas. Sin embargo, creo que el principal culpable es Lacroix.

DANTON: Camille…

ROBESPIERRE: No quiero hablar de Camille.

DANTON: ¿Por qué?

ROBESPIERRE: La última vez que nos vimos te referiste a él con desprecio.

DANTON: Como gustes. El caso es que en diciembre estabas dispuesto a reconocer que era preciso mitigar el Terror, que las personas inocentes…

ROBESPIERRE: Me disgustan esas frases emotivas. Supongo que al decir «inocentes» te refieres a «personas que por una u otra razón me caen bien». No se trata de eso sino de lo que descubre el Tribunal. En ese sentido, ninguna persona inocente ha sufrido.

DANTON: ¡Dios mío! No puedo creer lo que estoy oyendo. ¿Cómo te atreves a decir que ninguna persona inocente ha sufrido?

ROBESPIERRE: Espero que no vayas a echarte a llorar. Es el tipo de artimaña al que recurren gentes como Fabre y los actores, pero a ti no te sienta bien.

DANTON: Apelo a ti por última vez. Tú y yo somos las únicas personas capaces de gobernar este país. De acuerdo, reconozco que no nos tenemos simpatía, pero me consta que no sospechas de mí, al igual que yo no sospecho de ti. A algunos les gustaría que nos destruyéramos mutuamente, pero por mi parte no lo conseguirán. Te propongo que nos aliemos.

ROBESPIERRE: Nada me complacería más. Deploro las facciones. También deploro la violencia. Sin embargo, prefiero destruir a las facciones mediante la violencia que ver cómo la Revolución cae en manos de gentes capaces de pervertirla.

DANTON: ¿Te refieres a las mías?

ROBESPIERRE: Hablas siempre sobre la inocencia, pero me gustaría saber dónde están esas personas inocentes. Yo no las veo.

DANTON: Para ti todo el mundo es culpable.

ROBESPIERRE: Supongo que si tuviera tu moral y tus principios, el mundo sería un lugar muy distinto. No habría necesidad de castigar a nadie. No existirían delincuentes. Nadie cometería ningún delito.

DANTON: No te soporto ni a ti ni a tu ciudad. Me llevo a mi esposa y a mis hijos a Sèvres. Si me necesitas, ya sabes dónde encontrarme.

Sèvres, 22 de marzo, o sea, 2 de Germinal.

—Por fin habéis llegado. Hace un tiempo espléndido —dijo Angélique, besando a sus nietos y abrazando a Louise. Esta la besó en la mejilla—. ¿Cómo es que no os han acompañado Camille y su familia? Los viejos podían haber venido también, tenemos sitio de sobra.

Louise tomó buena nota de que había descrito a Annette Duplessis como una «vieja».

—Queríamos estar solos —contestó.

—¿Ah, sí? —dijo Angélique. Era un deseo que no alcanzaba a comprender.

—¿Cómo está mi amigo Duplessis? —preguntó el señor Charpentier—. Espero que se haya recuperado de su amarga experiencia.

—Está perfectamente —respondió Danton—, aunque muy envejecido. Supongo que es lógico, teniendo un yerno como Camille.

—Tú también has hecho que me salgan algunas canas, Georges.

—¡Cómo pasa el tiempo! —suspiró Angélique—. Recuerdo a Claude como un hombre muy apuesto. Estúpido, pero guapísimo. Me gustaría revivir los últimos diez años, ¿no estás de acuerdo, nuera?

—No —contestó Louise.

—Tendría seis años —dijo Danton—. Pero yo daría cualquier cosa por poder volver a vivirlos. Cambiaría muchas cosas.

—Te faltaría la perspectiva que proporcionan los años —dijo la señora Charpentier.

—Recuerdo una tarde —dijo el señor Charpentier—. Debía ser hacia 1786 o 1787. Duplessis entró en el café y le invité a cenar. Él rechazó mi invitación, aduciendo que estaban muy ocupados en el Tesoro, pero me aseguró que en cuanto pasara la crisis la aceptaría con mucho gusto.

—¿Y bien? —preguntó Louise.

—Todavía lo espero —contestó Charpentier, sonriendo.

Dos días más tarde, el tiempo empeoró. El cielo amaneció encapotado, hacía frío y soplaba viento. Los Charpentier se apresuraron a encender las chimeneas antes de que llegaran unos visitantes de París —el diputado Fulano de Tal y el ciudadano Zutano de Cual, de la Comuna—, quienes se encerraron con Danton en la sala de estar. La conversación fue breve, pero todos los ocupantes de la casa pudieron oír sus voces crispadas. Al cabo de un rato los visitantes se despidieron, diciendo que debían regresar precipitadamente a París. Ofrecían un aire firme y decidido, casi agresivo, que Angélique consideró el presagio de una crisis.

Cuando interrogó a su yerno sobre esas misteriosas visitas, este, sentado con la espalda encorvada y aspecto taciturno, guardó un momento de silencio.

—Han venido a pedirme que regrese para intentar conseguir el apoyo de la Convención —respondió al fin—. Westermann me ha enviado una carta. ¿Te acuerdas de mi amigo, el general Westermann?

—Un golpe militar —dijo Angélique, aterrada—. ¿Quién sufrirá esta vez, Georges?

—De eso se trata. Si no puedo resolver la situación sin que se produzca derramamiento de sangre, prefiero dejar el asunto en manos de otra persona. No quiero más muertes sobre mi conciencia. Ya no estoy seguro de nada, y no quiero arriesgar la vida de un solo inocente. ¿Tan difícil resulta de comprender? —Angélique sacudió la cabeza—. Mis amigos en París no lo entienden. Lo interpretan como unos escrúpulos absurdos, un capricho, pereza o falta de coraje. Pero lo cierto es que estoy harto de todo.

—Confío en que Dios te perdone, Georges —murmuró Angélique—. Sé que no eres un hombre de fe, pero rezo todos los días por ti y por Camille.

—¿Qué le pides a Dios? —preguntó Danton—. ¿Que nos conceda un triunfo político?

—No, que os juzgue con misericordia.

—Todavía no estoy listo para ser juzgado. Deberías incluir a Robespierre en tus oraciones. Aunque estoy seguro de que a menudo habla con Dios.

A media tarde llegó otro carruaje. Seguía lloviendo a cántaros. Los niños estaban en una habitación superior de la casa, jugando y gritando a voz en cuello. Angélique andaba muy atareada de un lado para el otro, y su yerno estaba sentado junto a la chimenea, conversando con un perro que yacía empapado a sus pies.

Louise miró a través de la empañada ventana y murmuró:

—Oh, no…

Acto seguido se recogió la falda y salió corriendo de la habitación.

El agua caía a mares, fuentes y canales de las ropas de Legendre, el carnicero.

—¡Vaya tiempecito! —exclamó—. Si doy un paso más me ahogo.

—No caerá esa breva —contestó una voz tras él.

Legendre se volvió, ronco, con el rostro encendido, sacudiendo los pies, hacia su compañero de viaje.

—Pareces una rata —dijo a Camille.

Angélique besó afectuosamente a Camille y oprimió la mejilla contra sus negros rizos. Murmuró unas palabras en italiano mientras aspiraba el aroma de lana mojada.

—No sé que voy a decirle —masculló Camille.

Angélique le abrazó, y de pronto vio, con toda claridad, los rayos de sol proyectándose oblicuamente sobre las mesitas de mármol, percibió el tintineo de las copas y las tazas, el olor del café recién molido, el murmullo del río y el leve perfume del cabello empolvado. Permanecieron abrazados unos instantes, inmóviles, mirándose fijamente, aterrorizados, mientras las densas nubes se deslizaban impulsadas por el viento y la torrencial lluvia los envolvía como una pesada capa.

Legendre se sentó y dijo:

—Puedo asegurarte que Camille y yo no hemos emprendido esta gira campestre por capricho. Por tanto, diré lo que he venido a decir. No soy un hombre culto…

—Siempre dice lo mismo —apostilló Camille—. Como si no lo supiéramos.

—No tienes más remedio que enfrentarte a este asunto, no puedes fingir que sucedió en tiempos de los emperadores romanos.

—Continúa —dijo Danton.

—Robespierre se ha propuesto acabar contigo.

Danton permaneció de pie frente al hogar, con las manos a la espalda. Camille sacó una lista de nombres y se la entregó.

—Estos son los trece que fueron ejecutados el 4 de Germinal —dijo—. El jefe de los cordeliers, Proli, amigo de Hérault, un par de banqueros y por supuesto Père Duchesne. Debió ser juzgado por sus hornos, podrían haberlo convertido en una especie de procesión de carnaval. El día de su ejecución no estaba poseído por uno de sus célebres ataques de cólera. Murió gritando.

—Supongo que tú habrías hecho lo mismo de encontrarte en su lugar —dijo Legendre.

—Seguramente —replico Camille fríamente—. Pero a mí no me van a cortar la cabeza.

—Cenaron juntos —dijo Legendre, mirando a Danton.

—¿Cenaste con Robespierre? —inquirió este.

Camille asintió.

—Bien hecho. Yo no hubiera sido capaz de probar bocado en presencia de ese hombre. Probablemente habría vomitado.

—A propósito —dijo Camille—, ¿sabes que Chabot trató de envenenarse? Al menos, eso dicen.

—Tenía en su celda un frasco de veneno preparado por Charras y Duchatelle, los farmacéuticos —dijo Legendre—. Decía «uso externo», de modo que se lo bebió.

—Chabot es capaz de beberse cualquier cosa —dijo Camille.

—O sea que no consiguió suicidarse…

—No te burles —respondió Legendre—. No hay tiempo que perder. Saint-Just no cesa de acosar a Robespierre.

—¿De qué piensa acusarme?

—De nada y de todo. Desde haber apoyado a Orléans hasta haber tratado de salvar a Brissot y a la Reina.

—Lo de costumbre —dijo Danton—. ¿Qué me aconsejáis?

—La semana pasada te habría aconsejado que le plantaras cara. Pero ahora te recomiendo que trates de salvar el pellejo. Márchate cuanto antes.

—¿Y tú, Camille?

Camille lo miró con tristeza.

—Mantuvimos una entrevista muy civilizada —contestó—. Estuvo muy amable. Incluso se tomó unas copas. Sólo bebe cuando… cuando trata de sofocar sus voces interiores, por así decirlo. Le pregunté por qué se negaba a hablar de ti, Danton, y contestó que eso era un tema sub judice. Creo que debes marcharte al extranjero.

—¿Al extranjero? No. Cuando partí hacia Inglaterra en 1791 recuerdo que nos despedimos en el jardín de Fontenay y tú me insultaste. Este es mi país. No me moveré de aquí. Un hombre no puede transportar a su patria en las suelas de los zapatos.

El aullido del viento resonaba en las chimeneas. Los perros de todas las granjas de la vecindad ladraban furiosamente.

—Solías referirte con frecuencia a la posteridad —dijo Camille—. Ahora te enfrentas a ella.

El chaparrón había dado paso a una persistente y grisácea llovizna que empapaba las casas y los campos.

En París, la luz difusa y oscilante de las farolas ilumina las calles. Saint-Just está sentado junto a las brasas del hogar, en una estancia débilmente iluminada. Tiene gustos espartanos, y los espartanos no son amigos del confort. Ha comenzado a redactar su informe, su lista de acusaciones; si Robespierre lo viera ahora lo rompería, pero dentro de unos días no vacilará en utilizarlo.

A veces Saint-Just se vuelve hacia la puerta, imaginando que ha entrado un intruso. Pero está solo. Es mi destino, se dice, que se está forjando en las sombras de esta habitación. Es el ángel de la guarda que me protegía cuando era niño. Es Camille Desmoulins, mirando por encima de mi hombro, burlándose de mi sintaxis. Se detiene un momento. Los fantasmas no existen, piensa, tratando de dominar su aprensión. Luego reanuda su tarea.

La pluma vuela sobre el papel, mientras escribe la larga lista de cargos con su curiosa y diminuta caligrafía.