XI. Los viejos cordeliers

(1793-1794)

Había terminado otro diario, no uno de los cuadernos rojos sino uno pequeño y marrón. Las primeras obras eran deplorables, pensó Lucile, y decidió arrancar buena parte de las hojas y quemarlas.

Lo que escribía actualmente en sus diarios oficiales —según los consideraba ella— era muy distinto de lo que anotaba en los pequeños cuadernos marrones. Los diarios oficiales habían adquirido un creciente tono anodino, salpicado de algún comentario o párrafo brillante destinado a confundir al lector. Los diarios privados los reservaba para las reflexiones oscuras y precisas; unas reflexiones insulsas, escritas con una diminuta caligrafía. Cuando terminaba un diario lo envolvía en un paquete sellado; sólo rompía el sello, generalmente al cabo de un año, para guardar otro diario.

Un día frío y nuboso, uno de eso días en que la gente camina apresuradamente por las calles y los edificios se yerguen inmensos y relucientes, Lucile entró en Saint-Sulpice y se dirigió al altar mayor, donde tres años antes había contraído matrimonio. En la pared había unas letras pintadas en rojo que proclamaban: EDIFICIO NACIONAL: LIBERTAD, IGUALDAD, FRATERNIDAD O MUERTE. La Virgen, con el rostro irreconocible, sostenía en sus brazos a un niño decapitado.

Quizá si no hubiera conocido a Camille, pensó Lucile, hubiera llevado una vida normal. Nadie me hubiera enseñado a pensar. Cuando tenía once años, todo indicaba que iba a llevar una vida de lo más común. Pero un día, cuando tenía doce, Camille se presentó en casa, y me enamoré de él desde el primer instante en que lo vi.

Es como si su vida se reescribiera ante sus propios ojos.

Camille estaba trabajando en casa, bajo una débil luz. Subsistía a base de alcohol y dormía tres horas diarias.

—Te estropearás la vista —le dijo Lucile automáticamente.

—Ya está estropeada —contestó Camille, dejando la pluma—. Mira, un periódico.

—¿Vas a hacerlo?

—En realidad se trata más bien de una serie de panfletos, puesto que soy el único autor. Desenne se encargará de imprimirlo. En el primer número (ten, échale un vistazo) dedico un amplio artículo al Gobierno británico. Señalo que, tras el reciente discurso de Robespierre en defensa de Danton, cualquiera que critique a Danton es como si entregara públicamente un recibo por las guineas del señor Pitt. —Camille se detuvo para anotar esta última frase—. No pretendo entablar una polémica, pero será un duro golpe para los detractores de Danton y preparará el camino para solicitar clemencia en los tribunales y la libertad de algunos sospechosos.

—¿Crees que es oportuno, Camille?

—Desde luego, si cuento con el respaldo de Danton y Robespierre. ¿No estás de acuerdo?

—Lo importante es que estén de acuerdo ellos —respondió Lucile, uniendo las manos. No le había relatado la visita de Fouquier.

—Lo están —le aseguró Camille—. Aunque Robespierre se muestra cauto, necesita que le den un empujoncito.

—¿Qué ha dicho sobre el asunto de Barnave?

—No existe tal «asunto Barnave». Fui a despedirme de él. No estaba de acuerdo en que lo ejecutaran y se lo dije. —Eso es lo que Fouquier no alcanzó a oír, pensó Lucile—. Aunque mi absolución no le sirviera de mucho, le agradecí que me perdonara por haber contribuido a que fuera juzgado y condenado.

—¿Y qué dijo Max?

—Creo que lo comprendió. En realidad, no tiene nada que ver con él. Conocí a Barnave en la casa de mi primo de Viefville, en Versalles. Apenas hablé con él, pero él se fijó en mí, como si tuviera la impresión de que volveríamos a vernos. Aquella noche decidí ir a casa de Mirabeau. —Camille cerró los ojos—. Haremos una tirada de 50.000 ejemplares.

Por la tarde Louise fue a ver a Lucile. Se sentía sola, aunque no quería reconocerlo. Si se quedaba en casa, tendría que soportar la compañía de su madre. Angélique se había llevado a los niños unos días al campo; en su ausencia, y cuando su marido no estaba en casa, Louise se comportaba como una adolescente, brincando por la casa, subiendo y bajando deprisa por las escaleras. Cuando se quejaba de que no tenía nada que hacer, Danton contestaba: «Ve a comprarte algo». Pero no le apetecía comprarse nada y no se atrevía a reformar la vivienda. Suponía que su marido prefería que todo siguiera igual como lo había dejado Gabrielle.

Hace dieciocho meses, hubiera podido acudir por las tardes como esposa de Danton a los salones por los que corrían los rumores más mordaces de la capital, para sentarse con aire envarado entre las esposas de los ministros y diputados de París, unas mujeres engreídas de treinta y tantos años que habían leído las últimas novedades literarias y hablaban sobre las aventuras sentimentales de sus maridos con manifiesto aburrimiento. Pero ese no era el estilo de Louise. Por otra parte, le bastaba y sobraba con tener que atender a las visitas que recibían. En esas ocasiones, o no sabía qué decir o resultaba demasiado franca. Las cosas que decían le parecían tan triviales que estaba convencida de que debían encerrar un doble sentido que a ella se le escapaba. No tenía más remedio que participar en esos juegos de sociedad. En consideración a su posición social, le habían facilitado un «libro de normas», pero aún no había aprendido a dominarlas.

Así pues, donde mejor se encontraba era en la casa de los Desmoulins. Últimamente Lucile estaba siempre en compañía de su familia y de algunos buenos amigos; según decía, las estupideces de la alta sociedad le aburrían. Louise se sentaba en el cuarto de estar, tratando de reconstruir el pasado reciente con los retazos de la conversación. A diferencia de ella, que siempre le hacía preguntas personales, Lucile jamás le interrogaba sobre su vida privada. Algunas veces hablaban sobre Gabrielle, suavemente, como si todavía estuviera viva.

—Te noto un poco deprimida —le dijo Louise.

—Tengo que terminar de escribir esto —respondió Lucile—. Luego estaré contigo y trataré de animarme.

Louise jugó un rato con el niño, un bebé que parecía un muñeco y que era imposible que fuera hijo de Danton. El niño hablaba sin parar en un lenguaje incomprensible, como si supiera que era hijo de un político. Cuando la nodriza se lo llevó para acostarlo, Louise cogió la guitarra y la rasgueó suavemente.

—Creo que no tengo el menor talento —confesó a Lucile.

—Deberías empezar por tocar las piezas más fáciles. Pero no me hagas caso, yo no practico nunca.

—Antes solías acudir por las tardes a las exposiciones de arte y a los conciertos, pero últimamente te dedicas únicamente a leer y a escribir cartas. ¿A quién escribes?

—A varias personas. Mantengo correspondencia con el ciudadano Fréron, un viejo amigo de la familia.

—Le tienes un gran afecto, ¿no es cierto? —inquirió Louise con curiosidad.

—Sobre todo cuanto está fuera —contestó Lucile sonriendo.

—¿Te casarías con él si te quedaras viuda?

—Ya está casado.

—Pero podría divorciarse. O quizá muriera su esposa.

—Eso sería una gran casualidad, ¿no te parece? ¿A qué vienen esas preguntas?

—Existen muchas enfermedades. Nunca se sabe.

—Eso solía pensar yo al principio de casada, cuando tenía miedo de todo.

—Pero si te quedaras viuda, ¿no volverías a casarte?

—No.

—No creo que Camille quisiera eso.

—No sé qué te hace pensarlo. Es muy egoísta.

—Si tú murieras, estoy segura de que él volvería a contraer matrimonio.

—Al cabo de una semana —dijo Lucile—. En caso de que mi padre también falleciera. De acuerdo con esas perspectivas que planteas, es decir, que la gente muriera como moscas, no sería nada improbable.

—Pero deben de existir otros hombres con los que te gustaría casarte.

—No se me ocurre ninguno. Excepto Georges.

Así era como Lucile ponía fin a las conversaciones cuando creía que Louise se inmiscuía demasiado en su intimidad, recordándole brutalmente cómo estaban las cosas. No disfrutaba con ello, pero sabía que otras personas tenían menos escrúpulos. Louise permaneció en silencio, contemplando las ruinas del año, bajo la luz gris azulada, tratando de tocar unas piezas que le resultaban muy difíciles. Camille estaba en su despacho, trabajando. El único sonido que se percibía en la vivienda eran los acordes disonantes de la guitarra.

A las cuatro apareció Camille con un montón de papeles y se sentó en el suelo, frente al fuego. Lucile cogió los papeles y se puso a leerlos. Al cabo de un rato alzó la cabeza y dijo:

—Es muy bueno, lo mejor que has escrito.

—¿Quieres leerlo, Louise? —preguntó Camille—. Contiene muchos elogios a tu marido.

—Georges no quiere que me meta en asuntos de política.

—No le importaría si estuvieras bien informada. Lo que no le gustan son tus estúpidos y vulgares prejuicios.

—Es una niña, Camille —dijo Lolotte suavemente—. ¿Cómo quieres que esté informada?

A las cinco apareció Robespierre.

—¿Cómo estás, ciudadana Danton? —preguntó a Louise como si fuera una persona adulta. Luego besó a Lucile en la mejilla y dio unas palmaditas a Camille en la cabeza. La nodriza entró con el niño para que Max saludara a su ahijado—. ¿Cómo estás, muchachote?

—No se lo preguntes —dijo Camille—. Es capaz de soltarte un discurso de cinco horas, totalmente incomprensible, como solía hacer Necker.

—No me parece que tenga aspecto de banquero —observó Robespierre, abrazando al niño—. ¿Crees que será miembro del colegio de abogados de París?

—No, será poeta —respondió Camille—. Se instalará en el campo y se dedicará a vivir bien y a divertirse.

—Es probable. Dudo que su aburrido abuelo consiga conducirlo por el camino recto. —Robespierre depositó al pequeño en brazos de su padre y se sentó en una silla junto al fuego—. Cuando las pruebas estén listas, dile a Desenne que me las envíe. Me gustaría leer el manuscrito, pero no consigo entender tu letra.

—Quiero que corrijas las pruebas, pero no toques la puntuación.

—No temas, Camille d’Églantine —contestó Robespierre socarronamente—. A nadie le interesa la puntuación sino el contenido.

—Es evidente que jamás conseguirás un premio literario.

—Creí que eras el cuerpo y alma del nuevo periódico, y que te habías entregado a él con fervor.

—Así es, pero la puntuación no deja de ser importante.

—¿Cuándo saldrá el segundo número?

—Está previsto que aparezca cada cinco días (el 5 de diciembre, el 10, ci-devant Navidades, etcétera) hasta que alcancemos nuestros objetivos.

Tras dudar unos instantes, Robespierre dijo:

—Confío en que me lo muestres todo, porque no quiero que me atribuyas cosas que no he dicho ni opiniones que no sostengo.

—¿Me crees capaz de ello?

—Sí. Hasta tu hijo te mira con recelo, como si te conociera. ¿Qué nombre vas a poner al periódico?

El viejo cordelier. Georges-Jacques solía referirse a nosotros como «los viejos cordeliers».

—Me gusta. Eso coloca a los nuevos cordeliers en su lugar —dijo Robespierre, dirigiéndose a las mujeres—. Los nuevos cordeliers no representan nada, se limitan a criticar y tratar de destruir lo que hacen los demás. Pero los viejos cordeliers sabían qué clase de revolución querían imponer y arriesgaron sus vidas para conseguirlo. Cuando vuelvo la vista atrás me doy cuenta de que vivíamos una época realmente heroica, aunque entonces no nos lo pareciera.

—¿Es cierto que en aquellos tiempos te llamaban «la Vela de Arras», ciudadano Robespierre? —inquirió Louise.

—¡Te refieres a aquellos tiempos como si se tratara del reinado de Luis XIV! —exclamó Robespierre—. Supongo que tu marido te habrá hablado de ello.

—Desde luego, aunque reconozco mi ignorancia en el tema.

Camille y su mujer se miraron como si sintieran deseos de estrangular a Louise.

—Pues sí —contestó Robespierre—, es cierto. A Mirabeau lo llamaban «la antorcha de Provenza». Lo hacían para que me sintiera insignificante.

—Eso fue lo que me dijo Georges. ¿Por qué crees entonces que aquellos tiempos eran heroicos?

—¿Qué te hace pensar que todos los héroes son personas que hacen mucho ruido y llevan a cabo grandes gestas?

—No había pensado en ello. Supongo que porque lo he leído en los libros.

—Alguien debería aconsejarte en materia de lectura.

—Es una mujer casada —terció Lucile—. Es demasiado mayor para que la eduquen.

—Lo lamento, no pretendía ofenderte —dijo Louise.

Robespierre sonrió, dando por zanjada la conversación con la ignorante jovencita.

—Recuerda mi advertencia, Camille —dijo—. No podemos restarle poder al Tribunal. Si lo hacemos y nuestras tropas sufren un revés en la guerra, sucederá lo mismo que en septiembre. La gente se tomará la justicia por su mano. El Gobierno debe ser fuerte, enérgico, de lo contrario, ¿qué van a pensar los patriotas que están en el frente? Un Ejército fuerte merece un Gobierno fuerte que lo respalde. Debemos preservar nuestra unidad. La fuerza puede derrocar a un rey, pero sólo la prudencia es capaz de mantener una república.

Camille asintió, comprendiendo que Robespierre acababa de pronunciar el boceto de un discurso. Lamentaba haberse burlado de Max y de haberlo acusado de pretender ser Dios; no era Dios, Dios no era tan vulnerable como él.

Cuando Max se marchó, Camille se dirigió enojado a Louise.

—Me siento como un huevo en las fauces de un perro. Deberías avergonzarte. Espero que tu marido te azote despiadadamente.

—Supuse que no tenía importancia. No pretendía ofenderlo —se disculpó Louise.

—Uno no olvida nunca esas cosas.

Al cabo de unos minutos llegó Danton.

—El viejo cordelier en persona —dijo Lucile.

—No sabía que estuvieras aquí —dijo Danton, dirigiéndose a su esposa—. ¿Se ha marchado ya nuestro amigo? Qué lástima que no nos hayamos encontrado.

—Lo sabes de sobra —respondió Camille—. Apuesto a que te ocultaste en el portal hasta verlo salir.

—Trabajamos mejor separados —replicó Danton, sentándose en un sillón y estirando las piernas—. ¿Qué te preocupa? —preguntó a Camille.

—Me repite continuamente que tenga cuidado, como advirtiéndome que no haga nada que no haría él mismo, pero no me dice qué es lo que no debo hacer.

Lucile se arrodilló junto a Camille, que estaba sentado en el suelo. Los dos miraban a Georges con adoración mientras jugaban con su hijito. Son unos hipócritas, pensó Louise con rencor, es como si esperaran que apareciera alguien con un cuaderno y un lápiz y les hiciera un dibujo.

Lucile, pese a sus aires de mosquita muerta, ha tenido un montón de amantes… ¡Qué falta de decoro!

—A Max no le gusta que le fuercen a emitir una opinión sobre determinados temas. Pero a veces hay que arriesgarse. A mí no me importa ser el primero en arriesgarme. ¿Crees que eso es un sentimiento heroico, Louise?

—¿Acaso tienes vocación de héroe? —replicó esta.

Todos se rieron de su ocurrencia.

5 de diciembre.

—A la salud de los viejos cordeliers —dijo Fabre, alzando su copa. Tenía el rostro encendido—. Confiemos en que el segundo número prospere como el primero.

—Gracias —respondió Camille, bajando la vista y adoptando un aire modesto—. No imaginé que el público dispensara al periódico semejante acogida. Me siento abrumado.

El diputado Philippeaux —uno de los misteriosos diputados que se halla siempre en una misión, a quien Camille había conocido la semana anterior— se inclinó y le dio unas palmaditas en la mano.

—Es un magnífico periódico —afirmó resueltamente—. Por eso ha tenido tanto éxito. Yo también solía redactar un panfleto, pero usted sabe expresar las cosas mejor que yo. Sabe llegar al corazón de la gente —añadió el diputado, tocándose la corbata—, mientras que yo apelo a su conciencia. He visto cosas atroces, verdaderas matanzas…

Philippeaux no encontraba palabras para describir las atrocidades que había presenciado. Ocupaba un asiento en la Planicie, no en la Montaña, y solía expresar unas opiniones moderadas. Hasta ahora.

—Nuestro amigo no soporta presenciar una matanza —dijo Fabre—. Si ve a un brissotino con una pequeña daga oculta entre sus papeles es capaz de perder el conocimiento. Aunque con gran elegancia, por supuesto.

Es asombrosa la resistencia de Fabre. Camille también es muy resistente. Una parte de su cuerpo le pesa como el plomo, mientras que la otra está dispuesta a lanzarse a la batalla, enfurecer a la gente hasta el extremo de hacerles perder la razón o sumirlos en un profundo trance sentimental. Se siente ligero, joven. El pintor Hubert Robert (cuya especialidad son las ruinas pintorescas) lo acosa constantemente. Boze, otro pintor, no cesa de dirigirle miradas de reproche; de vez en cuando se acerca a él y le alborota el cabello con sus manazas de artista, como si deseara inmortalizarlo.

Lo importante es que actualmente cada cual puede expresarse como quiere. La Revolución no avanza de forma implacable; su política y su lenguaje se han vuelto más flexibles, más sutiles, más elegantes.

Según dijo Mirabeau: «La libertad es una zorra a la que le gusta que la follen en un colchón sembrado de cadáveres». Camille sabe que es cierto, pero trata de hallar una forma más suave de exponerlo a sus lectores.

Ahora puede mostrar su verdadera naturaleza sin temor al ridículo, una naturaleza tan distinta de la de Hébert como el día y la noche. No tiene que hacer concesiones al lenguaje callejero, utilizar palabras malsonantes ni hacerse pasar por el heredero de Marat; aunque todavía recuerda el rollizo cuerpo de Simone, medio desvanecida en sus brazos, y la hermosa joven que asesinó a su amigo. Pero olvidémonos de Marat y su amargura. Camille pretende crear una nueva atmósfera al estilo de Ultima Thule, sencilla, traslúcida, luminosa. El aire de París es como la sangre reseca; Camille (con el permiso de Robespierre) nos traerá un soplo de aire fresco, suave como la seda y embriagador como el vino.

—A propósito —dijo el diputado Philippeaux—, ¿sabéis que De Sade ha sido arrestado?

—A su regreso de una misión —dijo Robespierre—, el diputado Philippeaux se dedica a atacar la forma en que nuestros generales conducen la guerra. Los comandantes de la Vendée —añadió, abriendo el panfleto publicado por Philippeaux—, son los comandantes que Hébert se ha metido en el bolsillo, los cuales resultan altamente sospechosos. A excepción de Westermann, que es amigo de Danton. No contento con eso —prosiguió Robespierre, subrayando ciertas frases con una pluma—, Philippeaux lanza graves acusaciones contra el comité, por ser el máximo responsable de la guerra. Insinúa que ya habría terminado si ciertas personas no estuvieran interesadas en que continuara para forrarse con ella los bolsillos.

—Philippeaux suele reunirse frecuentemente con Danton y Camille —dijo el miembro del comité—. Me limito a constatar un hecho, no pretendo insinuar nada con ello.

—Es el tipo de tesis que compartiría Camille —observó Robespierre—. ¿Tú qué opinas? Yo no sé qué creer.

—¿Dudas de la buena fe de algunos de tus colegas del comité?

—Francamente, sí —contestó Robespierre—. Estoy convencido de que es necesario que el comité siga funcionando. He oído ciertas historias procedentes de Lyon sobre nuestro amigo Collot. Según dicen, ha interpretado las instrucciones de castigar a los rebeldes como órdenes de aniquilar al populacho.

—No hay que hacer caso de los rumores.

Robespierre juntó las manos y contestó:

—Collot es un actor, o un productor teatral, ¿me equivoco? Antiguamente habría tenido que conformarse con representar obras sobre terremotos y asesinatos en masa. Ahora puede permitirse el lujo de representar sus sueños. Tras cuatro años de Revolución, ciudadanos, no vemos sino codicia por doquier, mezquindad, egoísmo, una brutal indiferencia hacia el sufrimiento ajeno y una diabólica sed de sangre. Sinceramente, no logro entender a la gente —dijo Robespierre, apoyando la frente en las manos mientras su colega lo contemplaba atónito—. ¿Qué piensa hacer Danton? No estará alentando al diputado Philippeaux…

—Supongo que lo haría si viera en ello alguna ventaja. Es preciso que el comité silencie a Philippeaux.

—No es necesario —contestó Robespierre, señalando un párrafo con la pluma—. ¿Has visto los ataques que lanza contra Hébert? Hébert se encargará de hacerlo callar. Dejemos que por una vez haga algo de provecho.

—Pero has permitido que Camille atacara a Hébert en el segundo número de su periódico —dijo su colega—. Ya entiendo. Los dos son miembros de facciones extremistas contra el centro. Eres muy astuto, Robespierre.

DECRETO DE LA CONVENCIÓN NACIONAL

A partir de ahora el consejo ejecutivo, los ministros, los generales y todos los órganos del Estado serán supervisados por el Comité de Salvación Pública.

Camille:

—No veo por qué me felicitáis por el tercer número. No tiene ningún mérito. Es como una traducción. Un día en que leía a Tácito, a propósito del reinado del emperador Tiberio, comenté a De Sade que esto era lo mismo. De Sade se echó a reír pero me dio la razón. Nuestras vidas se han convertido en lo que dice el analista: familias enteras han sido aniquiladas por el verdugo, muchos hombres han preferido suicidarse a verse arrastrados por las calles como vulgares delincuentes; otros han denunciado a sus amigos para salvar el pellejo; los sentimientos humanos están corrompidos, la piedad se considera un crimen. Recuerdo la impresión que me produjo leer eso, hace mucho años; supongo que Robespierre también lo recordará.

»No había más que añadir. Bastaba con llamar la atención del público sobre dicho texto, sustituir los nombres de los romanos por nombres de ciudadanos y ciudadanas franceses, personas que conocías, que vivían en tu misma calle, cuya suerte habías presenciado y que podía haberte tocado a ti.

»Lógicamente, he tenido que retocar un poco el texto, meterle mano, como diría Hébert. No se lo he enseñado a Robespierre. Sí, imagino que le chocará. Pero yo creo que será un impacto saludable. A fin de cuentas, si está de acuerdo con lo que digo, no puede sustraerse a la parte de responsabilidad que le corresponde. No pretendo decir que Robespierre sea una especie de Tiberio, pero si sigue frecuentando la compañía de ciertos personajes —me refiero concretamente a Saint-Just— no sé cómo acabará. Tácito describe al emperador como un hombre “sin piedad, sin ira; encerrado en sí mismo e incapaz de experimentar la menor emoción”.

»Eso suena familiar.

EL NÚMERO 3 DE EL VIEJO CORDELIER

Desde el momento en que las palabras se convirtieron en delitos contra el Estado, sólo había un paso para que una simple mirada, el dolor, la compasión, los suspiros e incluso el mismo silencio se transformaran en una ofensa…

Fue un delito contra el Estado el que Libonius Drusus preguntara a la adivina si algún día sería rico… Fue un delito contra el Estado el que uno de los descendientes de Casius conservara en su casa un retrato de su antepasado. Mamercus Scauro cometió un delito al escribir una tragedia en la que ciertos versos tenían un doble significado. Fue un delito contra el Estado el que la madre del cónsul Furius Geminus llorara la muerte de su hijo… En ocasiones era necesario celebrar la muerte de un amigo o de un pariente para escapar con vida.

Que uno era popular… Seguramente se proponía organizar una facción política. Sospechoso.

Que uno decidía retirarse de la vida pública… Sospechoso.

Que uno era rico… Sospechoso.

Que era pobre… Sin duda ocultaba una fortuna. Sospechoso.

Que se mostraba melancólico… Seguramente le deprimía el estado de la nación. Sospechoso.

Que se mostraba alegre… Sin duda se alegraba de las calamidades nacionales. Sospechoso.

Que era un filósofo, orador o poeta… Sospechoso.

—No me enseñaste eso —dijo Robespierre fríamente.

La brisa arrastraba las hojas muertas. Robespierre cogió una al vuelo y la sostuvo entre el índice y el pulgar, de forma que sus venas destacaban bajo la luz del atardecer. Había hecho un espléndido día. El crepúsculo, de un rojo encendido, poseía una cualidad líquida. Los últimos rayos de sol acariciaban la superficie del río de una forma más siniestra que pintoresca.

—Es como la sangre —observó Camille—. No te he ocultado nada. Imagino que tienes las obras de Tácito en tu biblioteca.

—No te hagas el ingenuo.

—Debes reconocer que era una analogía muy apropiada. De lo contrario, no habría tenido tanto éxito entre los lectores. Es una excelente descripción de la forma en que vivimos actualmente.

—¿Era preciso exhibir ese penoso cuadro ante Europa? ¿No podías haberte callado? ¿Es que pretendes convertirte en el periodista favorito del emperador? ¿Esperas que el señor Pitt te felicite por tu artículo, que lancen fuegos artificiales en Moscú y que en los campamentos de emigrados del Rin brinden a tu salud? —inquirió Robespierre con tono desapasionado, sereno, como si sus preguntas fueran perfectamente razonables—. Bueno, responde —insistió, apoyándose en el parapeto del puente y volviéndose para mirar a Camille.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Camille—. Tengo frío.

—Prefiero hablar contigo al aire libre. No me fío de los espacios cerrados.

—Reconócelo. Te corroe la sospecha de una conspiración. ¿Crees que la guillotina será capaz de derribar paredes y puertas?

—No me corroe nada. Sólo siento el deseo de hacer lo que mejor convenga a este país.

—Entonces pon fin al Terror —contestó Camille, temblando levemente—. Posees la autoridad moral para hacerlo. Eres el único que puede hacerlo.

—¿Y provocar la caída del Gobierno, el hundimiento del comité? —preguntó Robespierre en voz baja—. No puedo hacerlo. No puedo correr ese riesgo.

—Caminemos un poco —dijo Camille—. Pero podríamos cambiar el comité. Collot y Billaud-Varennes no son dignos de tu confianza.

—Sabes perfectamente por qué están en el comité. A través de ellos aplacamos a la izquierda.

—Había olvidado que no somos la izquierda.

—¿Quieres que nos dediquemos a organizar insurrecciones?

Camille se detuvo y contempló el río.

—Si fuera necesario, ¿por qué no? —respondió, tratando de dominar su nerviosismo y los acelerados latidos de su corazón. A Robespierre no le gustaba que nadie le llevara la contraria, y Camille no solía hacerlo—. ¿Por qué no hablamos claramente de una vez por todas?

—¿Es eso lo que desea Danton? ¿Más violencia?

—¿Qué crees que hacen todos los días en la Place de la Révolution, Max?

—Prefiero sacrificar a los aristócratas que a nuestros compañeros. Siento una profunda lealtad por la Revolución y los hombres que la llevaron a cabo. Pero tú la has difamado ante toda Europa.

—¿Crees que la lealtad consiste en ocultar la verdad, fingir que prevalecen la razón y la justicia? —La luz se había ido esfumando y se había levantado un fuerte viento nocturno que les azotaba el rostro y la ropa con manos frías e insistentes—. ¿Por qué hicimos la Revolución? Creí que la habíamos hecho para protestar contra la opresión, para liberarnos de la tiranía. Pero esto es una tiranía. Muéstrame una tiranía peor en la historia del mundo. La gente mata por poder, por codicia, por sed de sangre, pero muéstrame otra dictadura que mate con eficacia, que celebre la virtud y que exhiba sus quimeras sobre las fosas de los muertos. Afirmamos que todo cuanto hacemos está encaminado a preservar la Revolución, pero la Revolución no es más que un cadáver con vida.

Robespierre agarró a Camille del brazo, aunque procurando rehuir su mirada.

—Todo lo que has dicho es cierto —murmuró—, pero no sé cómo impedirlo. —Tras una pausa añadió—: Regresemos a casa.

—Dijiste que no querías hablar en casa.

—No hay necesidad de hablar. Ya lo has dicho todo.

HÉBERT, LE PÈRE DUCHESNE

He aquí, mis bravos sansculottes, a un valiente del que os habéis olvidado. Es una ingratitud por vuestra parte pues nuestro amigo, antaño conocido como el abogado de la Lanterne, afirma que sin él jamás se hubiera producido la Revolución. ¿Creéis acaso que me refiero al intrépido personaje que constituía el terror de los aristócratas? No, me refiero a un individuo que confiesa ser una persona pacífica. Por sus palabras se deduce que tiene menos arrojo que una paloma; es tan sensible que apenas oye pronunciar la palabra «guillotina» se echa a temblar. Es una lástima que no sea un buen orador, pues demostraría al Comité de Salvación Pública que no sabe cómo dirigir los destinos del país. Sin embargo, el señor Camille compensa sus deficiencias como orador escribiendo penetrantes artículos para satisfacción de los moderados, los aristócratas y los monárquicos.

OÍDO EN EL CLUB DE LOS JACOBINOS

EL CIUDADANO NICOLAS [interrumpiendo]: ¡Cuidado, Camille, la guillotina te acecha!

EL CIUDADANO DESMOULINS: Cuidado Nicolás, te acecha la sombra de tu considerable fortuna. Hace un año te alimentabas de manzanas asadas, y ahora te has convertido en el impresor del Gobierno.

(Risas).

Hérault de Séchelles regresó de Alsacia a mediados de diciembre. Había cumplido su misión. Los austriacos habían emprendido la retirada, y la frontera estaba segura; Saint-Just le seguiría dos días más tarde, con una estela de gloria.

Fue a visitar a Danton, pero este no estaba en casa. Le dejó un recado, rogándole que se reuniera con él, pero Danton no acudió a la cita. Fue a casa de Robespierre, pero los Duplay lo arrojaron con cajas destempladas.

Se detuvo frente a una ventana en las Tullerías para observar a los carros mortuorios que transportaban a los reos al cadalso; a veces los seguía hasta el final del trayecto, mezclándose con la multitud de curiosos. Oyó a esposas denunciar a sus maridos ante el Tribunal, y a maridos denunciar a sus esposas; a madres que ofrecían a sus hijos a la Justicia Nacional, y a hijos que traicionaban a sus padres. Vio a mujeres a punto de parir, y otras dando de mamar a sus hijos, aguardando los macabros carros que las conducirían a la guillotina. Vio a hombres y mujeres tropezar y caer de bruces en charcos formados por la sangre de sus amigos, y a los verdugos alzarlos violentamente del suelo. Vio a la multitud regodearse ante el espectáculo de unas cabezas separadas del tronco.

—¿Por qué contemplas esas cosas? —le preguntó alguien.

—Para aprender a morir.

El 29 de Frimaire, Tolón cayó en manos de las tropas republicanas. El héroe del momento era un joven oficial de artillería llamado Bonaparte.

—Si sigue la misma suerte que otros oficiales —dijo Fabre—, antes de tres meses le habrán cortado la cabeza.

Tres días más tarde, el 2 de Nivôse, las fuerzas gubernamentales aplastaron a los restos del ejército rebelde de la Vendée. Numerosos campesinos fueron arrestados y ejecutados; no quedó nada, excepto la salvaje caza del hombre a través de los campos, los bosques y las ciénagas.

En la estancia verde con espejos plateados, los dispares y sectarios miembros del Comité de Salvación Pública trataban de resolver sus diferencias. Estaban ganando la guerra y manteniendo la precaria paz en las calles de París.

«La Revolución marcha bajo los auspicios de este comité», declaró al pueblo.

Había oscurecido.

Eléonore creyó que la habitación estaba vacía. Cuando Robespierre se volvió, la joven sufrió un sobresalto. El rostro de Robespierre, oculto entre las sombras, estaba pálido.

—¿No vas a ir al comité? —preguntó Eléonore suavemente. Robespierre se volvió y clavó la mirada en la pared—. ¿Quieres que encienda la lámpara? Contéstame, te lo ruego. Me angustia verte en este estado.

Eléonore se colocó detrás de él y apoyó una mano en su hombro.

—No me toques —dijo él, apartándose bruscamente.

—¿Acaso he hecho algo malo? —preguntó Eléonore pacientemente—. Te comportas como un niño. No puedes permanecer toda la noche aquí, en esta habitación fría y a oscuras.

Robespierre permaneció en silencio. Eléonore salió de la habitación, dejando la puerta entreabierta. Al cabo de un momento regresó con una vela, que encendió en la chimenea. Luego se arrodilló frente al hogar para atizar las llamas, mientras su oscura melena se desparramaba por sus hombros.

—No quiero ninguna luz —dijo Robespierre.

Eléonore colocó otro tronco en la chimenea.

—Eres capaz de dejar que se extinga el fuego —dijo—. Siempre lo haces. Acabo de regresar de clase de pintura. El ciudadano David hizo hoy unos comentarios muy elogiosos sobre mi trabajo. ¿Quieres verlo? Te traeré la carpeta.

Eléonore alzó la cabeza para mirarlo, con las manos apoyadas en los muslos.

—Levántate —le ordenó Robespierre—. No eres una sirvienta.

—¿Ah, no? —respondió ella fríamente—. ¿Entonces qué soy? Tus principios no te permitirían hablarle a una sirvienta como me hablas a mí.

—Hace cinco días —dijo Robespierre—, propuse a la Convención que estableciéramos un comité de Justicia para examinar los veredictos del Tribunal y revisar los casos de los detenidos encarcelados bajo sospecha de traición. Me pareció una medida oportuna, pero me equivoqué. Acabo de leer el cuarto número de El viejo cordelier. Toma, échale un vistazo —dijo, entregándole el panfleto.

—No puedo leerlo en esta penumbra —respondió Eléonore, encendiendo unas velas y acercando una al rostro de Robespierre—. Tienes los ojos enrojecidos. Has estado llorando. No creía que las críticas de la prensa te hicieran llorar. Supuse que te eran indiferentes.

—Lo que me preocupa no son las críticas —contestó Robespierre—, sino las exigencias. Mira, aquí aparece mi nombre —añadió, señalando un párrafo—. ¿Quién ha mostrado más compasión que yo, Eléonore? Setenta y cinco simpatizantes de Brissot están en la cárcel. Me he enfrentado a los comités y a la Convención para salvarles la vida. Pero eso no le basta a Camille. Quiere obligarme a… descender a la arena. Léelo.

Eléonore cogió el panfleto, arrimó una silla a la mesa y se puso a leer a la luz de la vela:

—«Robespierre, mi viejo camarada, sin duda recordarás la lección de historia y filosofía que nos enseñaron en la escuela: que el amor es más fuerte y poderoso que el temor». —«El amor es más fuerte y poderoso que el temor», se repitió Eléonore en voz baja, mirando a Robespierre—. «Te has aproximado a ese concepto en la medida propuesta por ti durante la sesión del 30 de Frimaire. Lo que propones es el establecimiento de un comité de Justicia. Sin embargo, bajo la República, la misericordia es considerada un delito».

Eléonore se detuvo y miró de nuevo a Robespierre.

—La prosa —dijo este—, es limpia, sencilla, sin ningún alarde. Es totalmente sincero. Antes sólo era sincero a medias. Era su estilo.

—«Liberad de la cárcel a los 200.000 presos que consideráis “sospechosos”. La Declaración de los Derechos del Hombre no prevé el encarcelamiento bajo sospecha.

»Parecéis decididos a eliminar a la oposición mediante el uso de la guillotina, pero es una empresa absurda. Cuando destruís a un rival en el cadalso, creáis otros diez enemigos entre sus parientes y amigos. No hay más que ver al tipo de personas que habéis encarcelado: mujeres, ancianos, amargados y egocéntricos, devorados por el rencor y la envidia, los desechos de la Revolución… ¿Creéis realmente que constituyen un peligro? Los únicos enemigos que quedan entre vosotros son los que están demasiado enfermos o son demasiado cobardes para luchar; todos los hombres sanos y valerosos han huido al extranjero, o han muerto en Lyon o en la Vendée. Los que quedan no merecen vuestra atención. Creedme, la libertad quedaría más firmemente consolidada, y de paso obligaríais a Europa a doblegarse, si establecierais un comité de Misericordia».

—¿Has leído suficiente? —preguntó Robespierre.

—Sí. Tratan de obligarte a intervenir —respondió Eléonore—. Supongo que Danton está detrás de esto.

Robespierre guardó silencio durante unos minutos. Al fin dijo:

—Cuando éramos niños, un día dije a Camille: «No te preocupes. Yo cuidaré de ti». Si nos hubieras visto, Eléonore, te habrías compadecido de nosotros. No sé qué habría sido de Camille de no haber sido por mí —dijo Robespierre, cubriéndose el rostro con las manos—. Ni de mí, de no haber sido por él.

—Pero ya no sois unos niños —respondió Eléonore suavemente—. Y este afecto del que hablas ya no existe. Camille se ha pasado al bando de Danton.

Robespierre alzó la cabeza y la miró. Es transparente, pensó ella, y le gustaría que el mundo también fuera transparente.

—Danton no es mi enemigo —dijo Robespierre—. Es un patriota, he apostado mi reputación a su patriotismo. ¿Pero qué es lo que ha hecho durante estas últimas semanas? Pronunciar unos cuantos discursos. Una ampulosa retórica que le proporciona popularidad pero que no significa nada. Se considera el más prestigioso estadista, pero no ha arriesgado nada. Ha arrojado a mi pobre Camille al horno mientras él y sus amigos se arriman a él para calentarse las manos.

—No te disgustes, no adelantas nada con ello —dijo Eléonore, echando una ojeada de nuevo al panfleto—. Camille insinúa que el comité ha abusado de sus poderes. Es evidente que Danton y sus amigos se consideran un Gobierno alternativo.

—Así es —contestó Robespierre, sonriendo con tristeza—. Danton me ofreció un cargo en cierta ocasión. Sin duda volvería a hacerlo. Confían en poder convencerme.

—¿En poder convencerte? Pero si son una pandilla de sinvergüenzas. No te creo capaz de unirte a esos canallas. Lo único que pretenden es utilizar tu nombre, tu reputación de hombre honesto.

—¿Sabes lo que me gustaría? —preguntó Robespierre—. Me gustaría que Marat estuviera vivo. Jamás creí que un día pronunciaría estas palabras. Pero Camille le habría escuchado.

—Esto es una herejía —dijo Eléonore, leyendo un párrafo en voz alta y lentamente, como si sopesara cada palabra—. Los jacobinos lo expulsarán del club.

—Yo lo impediré.

—¿Cómo?

—Yo lo impediré.

—Te culparán por esto —protestó Eléonore, agitando el periódico—. ¿Crees que puedes protegerlo?

—¿Protegerlo? ¡Dios! Antes hubiera sacrificado incluso mi vida por él, pero ahora… creo que tengo la obligación de seguir vivo.

—¿Una obligación hacia quién?

—Hacia la gente. En caso de que me necesiten.

—Tienes razón. Estás obligado a seguir vivo. Vivo y en el poder.

—Con qué facilidad brotan esas palabras de tus labios, Eléonore… —dijo Robespierre, sacudiendo la cabeza—. Se diría que las has oído toda tu vida. Collot ha regresado de Lyon. Ha terminado su gran obra, según la llama él. Su senda del bien es clara, recta y ancha. Es muy fácil ser un buen jacobino. Collot no tiene ninguna duda, ningún escrúpulo en su mente; en realidad no creo que tenga gran cosa en la cabeza. ¿Detener el Terror? Él cree que ni siquiera hemos comenzado.

—Saint-Just llega la semana que viene. No querrá hablar con vosotros de vuestra época de estudiantes, Max. No aceptará disculpas.

Robespierre alzó la barbilla en un gesto de desafío.

—No vamos a ofrecerle disculpas —dijo—. Conozco a Camille. Es más fuerte de lo que crees. No visible ni manifiestamente, pero lo conozco bien. Es increíblemente vanidoso, ¿y por qué no? Su vanidad se remonta al 12 de julio, a los días anteriores a la caída de la Bastilla. Sabe exactamente lo que hizo, los riesgos que arrostró. ¿Me hubiera arriesgado yo como hizo él? Por supuesto que no. No habría tenido sentido, nadie hubiera reparado en mí. ¿Se hubiera arriesgado Danton? Por supuesto que no. Era un joven respetable, abogado, padre de familia. El caso, Eléonore, es que al cabo de cuatro años seguimos impresionados por algo que sucedió en una fracción de segundo.

—¡Qué estupidez!

—No. Todas las cosas importantes se deciden en una fracción de segundo. Camille se subió en una silla ante miles de personas, exponiendo su vida, y les habló. Comparado con eso, todo lo demás es secundario.

Eléonore se levantó.

—¿Irás a verlo?

—¿Ahora mismo? No. No quiero encontrarme con Danton. Probablemente lo estarán celebrando.

—Me parece lógico —respondió Eléonore—. Puede que el reinado de la superstición haya terminado, pero es Navidad.

—Es increíble —dijo Danton, echando la cabeza hacia atrás y apurando otro vaso de vino. En aquellos momentos no tenía aspecto de un prestigioso estadista—. Han organizado unas manifestaciones frente a la Convención para pedir que se establezca un comité de Misericordia. Frente a las oficinas de Desenne se ha formado una nutrida multitud solicitando una nueva edición del periódico. Su precio es de dos sous y lo están revendiendo a veinte francos. Eres un desastre inflacionista, Camille.

—Lamento no haber advertido a Robespierre sobre el contenido del periódico.

—¡De acuerdo! —exclamó jovialmente Danton, el popular dirigente de una nueva fuerza política—. Que alguien vaya en busca de Robespierre, aunque tenga que traerlo a rastras. Es hora de quitarle hierro a la Revolución —dijo, apoyando la mano en el hombro de Camille—. La gente está cansada de muertes y ejecuciones, tal y como demuestra su reacción a tus escritos.

—Hubiéramos debido cambiar el comité este mes. Deberías formar parte de él.

Al cabo de unos minutos se reanudó el murmullo de voces a su alrededor. Todos esperaban que Danton se pronunciara al respecto.

—No hay necesidad de precipitarse —dijo—. Lo haremos el mes que viene. Lo importante es crear un ambiente propicio al cambio. No debemos forzar las cosas, sino que la gente se convenza por sí misma. —Camille y Fabre se miraron disimuladamente—. ¿Qué sucede? —preguntó Danton, dirigiéndose a Camille—. ¿A qué viene esa cara de tristeza? Acabas de obtener tu mayor triunfo. En nombre de la República te ordeno que seas feliz.

Al poco rato llegaron Annette y Claude. Annette ofrecía un aspecto cansado y retraído, pero Claude parecía dispuesto a pronunciar un importante discurso.

—Sí —dijo, dirigiéndose al aire sobre la cabeza de su yerno—, reconozco que en el pasado no me he prodigado en elogios, pero ahora deseo felicitarte sinceramente. Ha sido un gesto muy valeroso.

—¿Tú qué opinas? ¿Crees que me cortarán la cabeza por ello?

De pronto se hizo un tenso y prolongado silencio. Nadie pronunció una palabra ni se movió. Por primera vez en muchos años, Claude miró a Camille a los ojos y preguntó:

—¿Quién iba a querer hacerte daño?

—Mucha gente —le respondió Camille—. Por ejemplo Billaud, porque siempre me estoy burlando de él. O Saint-Just, porque está empeñado en dominarme y yo me resisto. Todos los miembros del Club de los Jacobinos que no me han perdonado el que defendiera a Dillon. Hace diez días sacaron a relucir el tema del juicio de Brissot, indignados porque me desmayé sin habérselo comunicado previamente. Y Barnave… ¿Qué derecho tenía yo a ir a la Conciergerie para hablar con ese traidor?

—Pero Robespierre salió en tu defensa —dijo Claude.

—Sí, fue muy amable. Les dijo que yo era propenso a sufrir esos arranques emotivos. Les aseguró que me conocía desde que tenía diez años y que había sido siempre igual. Al descender de la tribuna se dirigió a mí y sonrió, pero su mirada expresaba un profundo disgusto.

—Pero te dedicó encendidos elogios —dijo Lucile.

—Por supuesto. Los del club se sintieron conmovidos, halagados de que les permitiera asomarse a su intimidad, mostrándoles unos retazos de su naturaleza humana.

—¿A qué te refieres? —preguntó Claude.

—Me remito a lo que siempre he sostenido sobre él. Está claro que es Jesucristo. Incluso ha dejado que lo adoptara un carpintero. Me pregunto qué hará en la próxima reunión, cuando exijan que yo sea expulsado.

—Pero nada puede sucederte mientras Robespierre siga en el poder —dijo Claude—. No es posible. Es de todo punto imposible.

—¿Porque me protege? Es muy molesto sentirse protegido.

—Basta —dijo Danton, depositando el vaso en la mesa e inclinándose hacia delante. Estaba totalmente sobrio, aunque hacía unos minutos no lo parecía—. Ya conoces mi política, sabes lo que intento conseguir. Ahora que los panfletos han cumplido su objetivo, nuestra labor consiste en evitar que Robespierre se disguste, por lo que te ruego que mantengas la boca cerrada, Camille. No merece la pena correr ningún riesgo. Dentro de dos meses la oposición moderada habrá cristalizado en torno a mí. Lo único que tengo que hacer es existir.

—Pero en mi caso, eso resulta problemático —respondió Camille.

—¿Me crees incapaz de proteger a mis seguidores?

—¡Estoy harto de que me protejan! —le gritó Camille—. ¡Estoy harto de complacerte y aplacar a Robespierre, estoy harto de suavizar las cosas entre vosotros y doblegarme ante vuestra voluntad y vuestra monstruosa y arrogante vanidad! ¡No lo resisto más!

—En ese caso —replicó Danton—, me temo que tu utilidad en el futuro se presenta bastante limitada.

El comité de Justicia propuesto por Robespierre cayó víctima al día siguiente de la revolucionaria meticulosidad de Billaud-Varennes, quien manifestó a los jacobinos sin rodeos, en presencia de Robespierre, que era una estupidez.

Esa noche Robespierre no pegó ojo. No era la derrota lo que le mantuvo en vela sino la humillación. No recordaba una sola ocasión en que sus deseos no hubieran sido acatados; mejor dicho, sí la recordaba, pero vagamente, como algo perteneciente a una pasada encarnación. La Vela de Arras había iluminado otro mundo.

Permaneció sentado junto a la ventana, en el piso superior de la casa, contemplando los ángulos negros de los tejados y las estrellas. Sintió deseos de rezar, pero no existían palabras capaces de conmover a la implacable y enérgica deidad que se había adueñado de su vida. Se levantó tres veces para comprobar si había cerrado la puerta con llave y había corrido el cerrojo. La oscuridad comenzaba a disiparse. La calle estaba poblada de sombras. «En el reino del emperador Tiberio…». Los fantasmas de los difuntos, mostrando sus lívidos rostros, arrastrando sus largas sombras y apestando como los animales de circo, suplicaban que les dejara entrar.

Al día siguiente Camille fue a casa de los Duplay. Tras interesarse por la salud de Eléonore, preguntó a esta qué tal le iba el trabajo.

—A Lucile le gustaría venir a verte, pero teme importunarte debido a tus clases. ¿Por qué no vienes a visitarnos un día?

—Lo haré —contestó Eléonore fríamente—. ¿Cómo está el niño?

—Muy bien. Perfectamente.

—Se parece a ti.

—Eres muy amable, Cornélia. Eres la primera persona en dieciocho meses que me ha dicho eso. ¿Puedo subir?

—Max ha salido.

—Vamos, Cornélia, sabes que eso no es cierto.

—Está ocupado.

—¿Te ha pedido que no dejes subir a nadie, o sólo a mí?

—Necesita estar solo para pensar. Anoche no pegó ojo. Me preocupa su salud.

—¿Está muy enfadado conmigo?

—No está enfadado. Creo que está… conmocionado. Le duele que le consideres culpable de esta ola de violencia, que se lo reproches públicamente.

—Le advertí que me reservaba el derecho de expresar mi opinión cuando el país se convirtiera en una tiranía. Nuestras conciencias son de propiedad pública. ¿De qué otra forma iba a expresar mi opinión?

—Le alarma que te hayas colocado en una situación tan comprometida.

—Ve a decirle que estoy aquí.

—No quiere verte.

—Ve a decírselo, Eléonore.

—De acuerdo —contestó esta tras unos instantes de vacilación.

Eléonore subió a avisar a Max, dejando a Camille en el vestíbulo. Estaba incómodo y le dolía la garganta. Cuando alcanzó la mitad de la escalera, Eléonore se detuvo unos segundos para reflexionar; luego llamó a la puerta de la habitación de Robespierre y dijo:

—Camille ha venido a verte.

Max no respondió. Eléonore oyó el crujir de una silla.

—¿Estás ahí? Camille está abajo. Insiste en verte.

Max abrió la puerta. Estaba sudando.

Eléonore imaginó que había estado ocultándose. Se comporta como un chiquillo, pensó.

—No dejes que suba. Te advertí que no quería verlo. ¿Por qué no haces caso de lo que te digo? —dijo Robespierre, tratando de contener su agitación.

Eléonore se encogió de hombros.

—De acuerdo.

Robespierre apoyó la mano en la manecilla de la puerta, moviéndola automáticamente.

—Se lo diré —dijo Eléonore, volviéndose como si temiera que Camille subiera y tratara de entrar por la fuerza en la habitación de Robespierre—. Ya veremos si me hace caso.

—¿Qué se habrá creído? —preguntó Robespierre—. ¿Qué demonios espera?

—Personalmente, me parece absurdo que te niegues a verle. Los dos sabéis que te ha colocado en una situación muy comprometida. Sabes que vas a defenderlo, y él también lo sabe. No se trata de que logréis resolver vuestras diferencias. Por supuesto que lo haréis. Eres capaz de arriesgar tu buen nombre, de sacrificar tus principios, con tal de defender a Camille.

—Eso no es cierto, Eléonore —contestó Robespierre suavemente—. Lo dices porque estás celosa. No es cierto y quiero que él lo comprenda. ¿Qué aspecto tiene? —preguntó, nervioso.

Eléonore lo miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Normal.

—¿Está disgustado? ¿Tiene mala cara?

—No.

—¡Dios mío! —murmuró Robespierre, retirando su sudorosa mano de la mano de la manecilla y limpiándosela en la manga de la chaqueta—. Tengo que lavarme las manos.

Eléonore cerró la puerta suavemente y bajó la escalera, enjugándose las lágrimas.

—No quiere verte —dijo—. Ya te lo advertí.

—Supongo que cree que lo hace por mi bien —contestó Camille, soltando una risita nerviosa.

—Ponte en su lugar. Has intentado utilizar el afecto que siente por ti para obligarlo a apoyarte en una iniciativa que no comparte.

—¿No comparte mis ideas políticas? ¿Desde cuándo?

—Desde que ayer fue derrotado. En todo caso, eso es cosa vuestra. Él nunca me cuenta sus cosas, y yo no entiendo de política.

Camille la miró con tristeza.

—Muy bien. Puedo existir sin su aprobación —dijo, dirigiéndose hacia la puerta—. Adiós, Cornélia. Supongo que no volveremos a vernos.

—¿Por qué? ¿Adónde vas?

Al alcanzar la puerta, Camille se volvió de pronto, agarró a Cornélia por la cintura con la mano izquierda, le estrujó un pecho con la derecha y la besó en los labios mientras unos operarios los miraban perplejos.

—Te compadezco —dijo Camille, y salió apresuradamente.

Eléonore se apoyó en la pared, observándolo mientras se alejaba y acariciándose los labios con los dedos. Durante las horas siguientes sintió la presión de su mano sobre su pecho, pensando que en realidad nunca había tenido un amante.

UNA CARTA A CAMILLE DESMOULINS,

FECHADA EL 11 DE NIVÔSE DEL AÑO II

No soy un fanático, un entusiasta ni un hombre dado a los elogios, pero en caso de que viva más que tú te erigiré una estatua y grabaré en ella: «Ciertos desalmados pretendían obligarnos a aceptar una libertad formada por barro y sangre. Camille, por el contrario, ha hecho que la amemos, ofreciéndonos una libertad tallada en mármol y cubierta de flores».

—No es cierto, por supuesto, —dijo Camille a Lucile—, pero la conservaré entre mis papeles.

—Te agradezco que hayas hecho un esfuerzo por acercarte a hablar conmigo —dijo Hérault—. Pudiste haberte marchado sin dirigirme la palabra. Empezaré a pensar que te inspiro compasión, como Barnave. A propósito, ¿sabes que ha regresado Saint-Just?

—No.

—Quizá sea preferible no enemistarse con Hébert.

—Mi quinto panfleto saldrá dentro de unos días —contestó Camille—. Estoy firmemente decidido a librar al público de ese cretino afectado, estúpido y obsceno. Aunque sea lo último que haga en la vida.

—Puede que sea así —dijo Hérault, esbozando una sonrisa forzada—. Sé que gozas de una posición privilegiada, pero a Robespierre no le gusta sentirse derrotado.

—Él es partidario de la clemencia. Hay que aceptar los reveses en la política. Ya hallaremos otro medio.

—¿Cómo? Imagino que a él le parece algo más que un simple revés. No dispone de una base de poder, excepto en opinión de los patriotas. Tiene muy pocos amigos. Ha situado a algunos de sus seguidores en el Tribunal, pero no tiene a ningún ministro ni general en el bolsillo, no se ha granjeado las simpatías de esa gente. Su poder reside enteramente en nuestras mentes, y estoy seguro de que él lo sabe. Si ha sido derrotado una vez, puede serlo otras.

—¿Por qué tratas de atemorizarme?

—Porque me divierte —contestó Hérault fríamente—. No logro comprenderte. Te aprovechas de sus sentimientos de afecto hacia ti, aunque siempre dice que debemos dejar a un lado nuestros sentimientos personales.

—Todos decimos eso. ¿Qué otra cosa íbamos a decir? Pero nadie lo cumple.

—¿Por qué lo hiciste, Camille?

—¿Es que no lo sabes?

—No tengo la menor idea. Supongo que querías adelantarte de nuevo a la opinión pública.

—¿Eso crees? La gente afirma que es una obra de arte, que nunca he escrito nada mejor. ¿Crees que me enorgullezco de las ventas del periódico?

—Yo en tu lugar me sentiría orgulloso.

—Sí, los panfletos han tenido un gran éxito. Pero el éxito ya no me importa nada. Estoy harto de tanta injusticia, ingratitud y falsedad.

Un excelente epitafio, pensó Hérault, en caso de que llegues a necesitar uno.

—Dile a Danton de mi parte —si ello le sirve de consuelo, cosa que dudo— que la campaña de clemencia cuenta con mi simpatía y apoyo.

—Danton y yo nos hemos peleado.

—¿Que os habéis peleado? —repitió Hérault, frunciendo el entrecejo—. ¿Qué diablos pretendes, Camille?

—Nada… —contestó este, apartando un mechón que le caía sobre la frente.

—¿Has vuelto a meterte con su esposa?

—No, no. Ni mucho menos. Siempre procuramos dejar nuestros sentimientos personales a un lado.

—Entonces, ¿por qué os habéis peleado? ¿Por algo trivial?

—Todo cuanto hago es trivial —contestó Camille con tono irritado—. ¿Acaso no te habías dado cuenta de que soy una persona débil y trivial? ¿Quieres que transmita a Danton algún otro mensaje?

—Sólo que creo que es hora de que tome una decisión.

—¿Temes que aprueben la política de clemencia demasiado tarde y que no consigas salvarte?

—Cada día que pasa es demasiado tarde para que alguien se salve.

—Seguramente tendrá sus motivos para demorarse. Todas esas oscuras coaliciones… Fabre está convencido de que lo sé todo sobre Georges, pero se equivoca. Creo que ni yo ni nadie soportaríamos saberlo todo sobre él.

—A veces te expresas como Robespierre.

—Hace mucho que nos conocemos. Eso es justamente con lo que cuento, con nuestra amistad.

—Esta mañana he recibido una carta de mis colegas del comité. Me acusan de revelar a los austriacos nuestras actas de sesiones secretas —dijo Hérault, haciendo una mueca—. Tendrán que añadir algo más a las pruebas documentales antes de presentar el caso ante el Tribunal, pero eso no representará ningún problema para Saint-Just. Trató de hundirme en Alsacia. No soy un estúpido, pero confieso que es mucho más astuto que yo.

—Debe de ser un defecto de nacimiento.

—Cierto. Voy a presentar mi dimisión del comité. Comunícaselo a Georges. Y felicítale el Año Nuevo de mi parte.

SAINT-JUST: ¿Quién ha pagado a Camille para que escriba eso?

ROBESPIERRE: No, no, te equivocas. Esta situación le disgusta profundamente…

SAINT-JUST: Tengo que reconocer que es un consumado actor. Según parece, os ha engañado a todos.

ROBESPIERRE: ¿Por qué crees que todo lo hace de mala fe?

SAINT-JUST: Te niegas a ver la realidad, Robespierre. O bien Camille obra de mala fe y es un contrarrevolucionario, o se ha ablandado políticamente y es un contrarrevolucionario.

ROBESPIERRE: Es muy fácil para ti decir eso. No estabas aquí en 1789.

SAINT-JUST: Tenemos un nuevo calendario. El año 1789 no existe.

ROBESPIERRE: No puedes juzgar a Camille, porque no sabes nada de él.

SAINT-JUST: Me remito a los hechos. En cualquier caso, hace años que conozco a Camille. Vagaba como un barco a la deriva hasta que se labró un nombre como prostituta literaria. Se vende al mejor postor. Por eso Danton y él tienen tantas cosas en común.

ROBESPIERRE: No comprendo cómo puedes decir esas cosas de un hombre que simplemente exige clemencia.

SAINT-JUST: ¿No? Entonces explícame cómo es que, de un tiempo a esta parte, asiste a todas las cenas y banquetes ofrecidos por aristócratas. ¿Puedes explicarme por qué la gente como la Beauharnais le envían cartas de gratitud y adulación? ¿Puedes explicarme por qué se producen tantos disturbios civiles?

ROBESPIERRE: No se trata de disturbios civiles, sino de legítimas peticiones a la Convención.

SAINT-JUST: Todos los manifestantes invocan su nombre. Es el héroe del momento.

ROBESPIERRE: Es la segunda vez que ocurre.

SAINT-JUST: La gente suele aprovecharse de las personas egocéntricas con fines muy siniestros.

ROBESPIERRE: ¿Por ejemplo?

SAINT-JUST: Para conspirar contra la República.

ROBESPIERRE: Camille no es un conspirador. Son imaginaciones tuyas.

SAINT-JUST: Me refiero a Danton. Ha conspirado con Orléans, con Mirabeau, con Brissot, con Dumouriez, con la Corte, con Inglaterra y con todos nuestros enemigos extranjeros.

ROBESPIERRE: ¿Cómo te atreves a decir eso?

SAINT-JUST: Rompe con él. Oblígalo a comparecer ante el Tribunal para responder a estos cargos.

ROBESPIERRE: Permíteme que te ponga un ejemplo. Sí, frecuentaba a Mirabeau. Supongo que te refieres a eso. Mirabeau cayó en desgracia, pero cuando Danton lo conoció era considerado un patriota. No era un delito tener tratos con él, por más que tú te empeñes.

SAINT-JUST: Supongo que no te dejaste engañar por Riquetti.

ROBESPIERRE: No.

SAINT-JUST: En tal caso debiste advertir a Danton.

ROBESPIERRE: No me hizo caso. Pero eso tampoco es un delito.

SAINT-JUST: ¿No? Cualquier individuo que no odie a los enemigos de la Revolución me resulta sospechoso. Si no fue un delito, fue algo peor que una torpeza. Había dinero de por medio. Siempre lo hay en los asuntos en los que se halla implicado Danton. No puedes negarlo. Reconoce que el patriotismo de Danton se basa en el dinero. ¿Dónde están las joyas de la Corona?

ROBESPIERRE: Roland era responsable de ellas.

SAINT-JUST: Roland ha muerto. Sigues negándote a aceptar la realidad. Existe una conspiración. Este asunto de la clemencia no es sino un ardid para sembrar la disensión entre los patriotas y ganar unos cuantos adeptos. Pierre Philippeaux, con sus ataques contra el comité, forma parte de la intriga, la cual está encabezada por Danton. Estoy convencido de ello. En el próximo número de El viejo cordelier aparecerá un ataque contra Hébert porque tienen que quitárselo de encima antes de alcanzar el poder. También contendrá un ataque contra el comité. Estoy seguro de que se proponen organizar un golpe militar. Tienen a Westermann y a Dillon de su parte.

ROBESPIERRE: Han arrestado de nuevo a Dillon por participar en un complot para rescatar al Delfín. Personalmente, no me parece probable.

SAINT-JUST: Esta vez Camille no conseguirá salvarlo, aunque nadie puede garantizar la seguridad de nuestras cárceles.

ROBESPIERRE: ¡Nuestras cárceles! La gente dice que si no aumenta el suministro de carne asaltarán las cárceles y se comerán a los prisioneros.

SAINT-JUST: La chusma es ignorante y está desesperada.

ROBESPIERRE: ¿Y qué esperabas? Había olvidado preocuparme por el suministro de carne.

SAINT-JUST: Creo que nos estamos desviando del tema.

ROBESPIERRE: Danton es un patriota. Muéstrame alguna prueba contra él.

SAINT-JUST: Eres un hombre muy obstinado, Robespierre. ¿Qué clase de pruebas quieres que te muestre?

ROBESPIERRE: ¿Cómo sabes qué tipo de cartas recibe Camille?

SAINT-JUST: A propósito, cuando te di la lista de las personas con las que ha conspirado Danton, olvidé incluir a Lafayette.

ROBESPIERRE: Bueno, supongo que él completa la lista, ¿no es así?

SAINT-JUST: Sí.

Durante la primera semana del nuevo año alguien remitió a Robespierre ciertos documentos que demostraban sin ningún género de duda la participación de Fabre en el fraude de la Compañía de las Indias Orientales, un asunto que el mismo Fabre, con la colaboración del comité de Policía, había investigado a lo largo de más de dos meses. Robespierre examinó los documentos durante media hora, temblando de rabia y humillación, tratando de dominarse. Cuando oyó la voz de Saint-Just, sintió deseos de levantarse y abandonar la habitación; pero sólo había una salida.

SAINT-JUST: ¿Qué opinas ahora? Camille tenía que estar enterado.

ROBESPIERRE: Protegía a un amigo. No debió hacerlo. Debió decírmelo.

SAINT-JUST: Fabre te engañó.

ROBESPIERRE: Las conspiraciones a las que se refería eran ciertas.

SAINT-JUST: Así es. Todos los que ha nombrado han obrado según predijo. ¿Qué podemos pensar sobre unos individuos tan pérfidos?

ROBESPIERRE: Ahora conocemos la verdad.

SAINT-JUST: Fabre ha estado siempre del lado de Danton.

ROBESPIERRE: Y…

SAINT-JUST: No te hagas el ingenuo.

ROBESPIERRE: Durante la próxima reunión haré que expulsen a Fabre del Club de los Jacobinos. Confiaba en él y se ha burlado de mí.

SAINT-JUST: Todos se han burlado de ti.

ROBESPIERRE: Debo reflexionar sobre mi propensión a confiar en la gente.

SAINT-JUST: Poseo ciertas pruebas que puedo mostrarte.

ROBESPIERRE: Hoy en día cualquier cosa se considera una prueba, cuando lo cierto es que muchas veces se trata de simples rumores o de vana retórica.

SAINT-JUST: ¿Por qué te empeñas en no reconocer tu error?

ROBESPIERRE: Te expresas como un sacerdote, Antoine. Es lo que suelen decir cuando acudes a confesarte, ¿no es así? He cometido un error, lo reconozco. He observado lo que hacían los otros, he escuchado lo que decían, en lugar de examinar sus corazones. Descubriré a todos los conspiradores, te lo aseguro.

SAINT-JUST: Quienesquiera que sean. Por mucho que hayan hecho por la Revolución. La Revolución se ha detenido. Han hecho que se detuviera con sus discursos sobre la moderación. Pero detenerse en una Revolución es dar un paso atrás.

ROBESPIERRE: Estás mezclando las metáforas.

SAINT-JUST: No soy un escritor. Tengo mejores cosas que ofrecer que meras frases.

ROBESPIERRE: ¿Te refieres de nuevo a Camille?

SAINT-JUST: Sí.

ROBESPIERRE: Se ha dejado engañar.

SAINT-JUST: No lo creo, ni tampoco los del comité. Consideramos que es responsable de sus actos, y opinamos que no debe escapar al castigo que merece, por mucho afecto que sientas por él.

ROBESPIERRE: ¿De qué me acusas?

SAINT-JUST: De ser débil.

ROBESPIERRE: No he llegado a ser lo que soy gracias a mi debilidad.

SAINT-JUST: Demuéstranoslo.

ROBESPIERRE: Haré que investiguen su conducta, como haría con cualquier otro. Sólo es un hombre… ¡Dios mío! Confiaba en poder evitar esto.

El quinto número de El viejo cordelier apareció el 5 de enero, el 16 de Nivôse. Contenía un duro ataque contra Hébert y su facción, equiparando sus escritos a una cloaca, acusándolos de corrupción y complicidad con el enemigo. También atacaba a Barère y a Collot, miembros del Comité de Salvación Pública.

ACTA DE SESIONES DEL CLUB DE LOS JACOBINOS (1):

EL CIUDADANO COLLOT [en la tribuna]: Philippeaux y Camille Desmoulins…

EL CIUDADANO HÉBERT: ¡Justicia! ¡Exijo que se celebre una audiencia!

EL PRESIDENTE: ¡Orden! Eso deben de decidirlo nuestros miembros.

UN JACOBINO: Todos lo hemos leído.

OTRO: Me avergonzaría reconocer que he leído el panfleto editado por un aristócrata.

OTRO: Hébert no desea leerlo, no quiere que se sepa la verdad.

EL CIUDADANO HÉBERT: No, no, no debe ser leído en voz alta. Camille trata de complicar las cosas. Trata de desviar la atención de su persona. Me acusa de robar fondos públicos, lo cual es completamente falso.

EL CIUDADANO DESMOULINS: Tengo pruebas de ello.

EL CIUDADANO HÉBERT: ¡Dios mío! ¡Quiere asesinarme!

ACTA DE SESIONES DEL CLUB DE LOS JACOBINOS (2):

EL PRESIDENTE: Exigimos a Camille Desmoulins que justifique su conducta.

UN JACOBINO: No está aquí.

OTRO: Para alivio de Robespierre.

EL PRESIDENTE: Citaré su nombre tres veces, para darle la oportunidad de justificarse ante los miembros de esta sociedad.

OTRO: Es una lástima que no tenga un gallo al que pueda convencer para que cante tres veces. Sería muy revelador ver lo que es capaz de hacer Danton.

EL PRESIDENTE: Camille Desmoulins…

UN JACOBINO: No ha tenido el valor de presentarse.

UN JACOBINO: Si no ha venido, es inútil llamarlo.

EL CIUDADANO ROBESPIERRE: En tal caso, procederemos a hablar sobre…

EL CIUDADANO DESMOULINS: Aquí estoy.

EL CIUDADANO ROBESPIERRE [en voz alta]: He dicho que procederemos a hablar sobre los delitos del Gobierno británico.

UN JACOBINO: Un tema poco comprometido.

EL CIUDADANO DESMOULINS [en la tribuna]: Supongo… Supongo que vais a decir que he cometido un error. Reconozco que puedo haberme equivocado respecto a los motivos de Philippeaux. He cometido muchos errores a lo largo de mi vida. Debo pediros que me guieis y aconsejéis, pues me siento perdido.

UN JACOBINO: Sabía que se hundiría.

OTRO: Siempre es una táctica segura.

OTRO: Fijaos en Robespierre, ya se ha puesto en pie.

EL CIUDADANO ROBESPIERRE: Pido la palabra.

EL CIUDADANO DESMOULINS: Pero Robespierre, por favor, permíteme decir…

EL CIUDADANO ROBESPIERRE: Silencio, Camille, deseo hablar.

OTRO: Siéntate, Camille, sólo conseguirás complicar más las cosas.

UN JACOBINO: Es cierto. Deja que hable Robespierre, a ver si consigue sacarte de este lío.

EL CIUDADANO ROBESPIERRE [en la tribuna]: Ciudadanos, Camille se ha comprometido a enmendar sus errores y dejar de publicar esas herejías. Ha vendido una gran cantidad de ejemplares de esos panfletos, y los aristócratas, falsos y traidores, le han adulado, lo cual se le ha subido a la cabeza.

UN JACOBINO: Observo que ha variado de estilo. Ya no hace aquellas largas pausas que solía hacer.

EL CIUDADANO ROBESPIERRE: Esos artículos son peligrosos pues alteran el orden público y alientan la esperanza de nuestros enemigos. Pero debemos distinguir entre el autor y su obra. Camille… no es más que un niño malcriado. Obra de buena fe pero frecuenta malas compañías, las cuales le han engañado. Debemos repudiar esos artículos, que ni siquiera Brissot hubiera firmado, pero no debemos repudiar a Camille. Pido a Camille —como gesto de buena voluntad— que queme esos números de El viejo cordelier en presencia de los miembros de esta sociedad.

EL CIUDADANO DESMOULINS: «Quemar no constituye una respuesta».

UN JACOBINO: Cierto. Lo ha dicho Rousseau.

OTRO: Jamás imagine que presenciaría esta escena.

OTRO: ¡Robespierre confundido por su dios Jean-Jacques! Se ha puesto verde.

OTRO: No me gustaría vivir con las consecuencias de ser tan astuto como él.

OTRO: Quizá no tenga que hacerlo.

EL CIUDADANO ROBESPIERRE: ¿Cómo puedes defender esos escritos que entusiasman a los aristócratas, Camille? Si fueras otra persona, ¿crees que merecerías que te tratáramos con tanta indulgencia?

EL CIUDADANO DESMOULINS: No alcanzo a comprenderte, Robespierre. Tú mismo has leído las pruebas de algunos de esos artículos que condenas. ¿Cómo puedes afirmar que los aristócratas leen mis escritos? La Convención y los miembros de esta sociedad los han leído. ¿Acaso son unos aristócratas?

EL CIUDADANO DANTON: Ciudadanos, sugiero que prosigáis con calma vuestras deliberaciones. Y recordad que si atacáis a Camille, atacáis la libertad de prensa.

EL CIUDADANO ROBESPIERRE: Muy bien. No quemaremos los panfletos. Quizá me equivoco al suponer que un hombre que se aferra con tal tenacidad a sus errores se ha dejado engañar. Quizá no tardemos en ver, detrás de su arrogante fachada, a los hombres que le dictan esos escritos.

[El ciudadano Fabre d’Églantine se pone en pie, dispuesto a marcharse].

EL CIUDADANO ROBESPIERRE: No te muevas, d’Églantine.

UN JACOBINO: Robespierre desea decirte algo.

EL CIUDADANO FABRE D’ÉGLANTINE: Puedo justificarme…

LOS MIEMBROS DE LA SOCIEDAD, A CORO: ¡Guillotinadle! ¡Guillotinadle!

LUCILE DESMOULINS A STANISLAS FRÉRON

23 de Nivôse, año II

Debes regresar de inmediato. No hay tiempo que perder. Trae a todos los cordeliers que puedas hallar, los necesitamos. [Robespierre] ha comprobado que cuando no piensa y actúa de acuerdo con los criterios de ciertas personas, no tiene ningún poder. [Danton] se ha vuelto débil, ha perdido el coraje. D’Églantine ha sido arrestado y se encuentra en la cárcel de Luxemburgo, acusado de delitos muy graves…

Ya no me río, ni juego a ser una gata, ni toco el piano, ni sueño. Me he convertido en un autómata.