(1793)
El Rey y la Reina, el tirano y la tirana, habían sido ajusticiados. Pero su muerte no produjo la ansiada sensación de libertad interior que muchos esperaban, entre ellos Lucile. Había pedido reiteradamente a Camille que le relatara los pormenores de los últimos instantes de la Reina, pues deseaba saber si esta se había ganado un puesto en las páginas de la historia, pero él no quería hablar de ello. Le dijo que, como ella sabía perfectamente, nada era capaz de inducirle a asistir a la ejecución. Hipócrita, contestó Lucile, deberías presenciar el resultado de tus actos. Camille la miró perplejo. Ya sé cómo muere la gente, respondió. Acto seguido le hizo una profunda e irónica inclinación, al estilo del viejo régimen, cogió su sombrero y salió. Rara vez discutían, pero se vengaba de ella con sus misteriosas ausencias, las cuales solían durar de diez minutos a varios días.
Volvió al cabo de una hora y dijo a Lucile que le apetecía invitar a unos amigos a cenar. Jeanette refunfuñó por no haberle avisado antes, pero siempre se encuentra comida suficiente si uno tiene dinero y sabe dónde comprarla. Camille desapareció de nuevo, y cuando Jeanette salió a comprar descubrió el motivo de la celebración: por la tarde se habían enterado en la Convención de que los austriacos habían sido derrotados en una larga y cruenta batalla en Wattignies.
Así pues, aquella noche alzaron sus copas por la reciente victoria y los nuevos comandantes. Hablaron del avance contra los insurrectos de la Vendée y del triunfo de los rebeldes en Lyon y Burdeos.
—Según parece, la República está prosperando mucho —observó Lucile, dirigiéndose a Hérault.
—En efecto, las noticias son excelentes —respondió este. Pero estaba preocupado; había solicitado al comité que lo enviaran a Alsacia, donde se reuniría con Saint-Just, y debía partir pronto, quizá al día siguiente.
—¿Cómo se te ha ocurrido semejante idea? —preguntó Lucile—. Nos aburriremos mucho sin ti. Me alegro de que pudieras venir esta noche. Pensaba que quizá estuvieras ocupado en el comité.
—Últimamente tengo poco trabajo allí. No me cuentan nada. Me entero de las noticias a través de los periódicos.
—¿No confían en ti? —preguntó Lucile, alarmada—. ¿Qué ha sucedido?
—Pregúntaselo a tu marido. Es el confidente del Incorruptible.
Al cabo de unos minutos se despidió de Lucile, diciendo que debía ultimar los preparativos del viaje. Camille se levantó y besó a Hérault en la mejilla.
—Regresa pronto —le dijo—, echaré de menos nuestros velados intercambios de insultos.
—No creo que regrese pronto —contestó Hérault, tratando de reprimir su emoción—. Al menos, en la frontera podré hacer un trabajo útil y veré al enemigo y averiguaré quiénes son. París se ha convertido en un lugar para depredadores.
—Discúlpame —dijo Camille—. Te estoy haciendo perder el tiempo. ¿Me devuelves mi beso?
—Si subierais juntos la escalera del cadalso —dijo una voz—, os pelearíais sobre cuál de vosotros debía preceder al otro.
—Supongo que yo —replicó Camille—. Aunque no sé muy bien cómo funciona eso. Es mi primo quien decide el orden de las ejecuciones.
De pronto se oyó un ruido como si alguien se hubiera atragantado.
—No tiene gracia —dijo Fabre, depositando la copa sobre la mesa y tosiendo—. Lo encuentro de muy mal gusto.
Se produjo un silencio, que Hérault aprovechó para despedirse de todos los presentes. Cuando se hubo marchado, reanudaron la conversación con forzada hilaridad, conducida por Fabre. La velada terminó temprano. Más tarde, cuando se acostaron, Lucile preguntó a su marido:
—¿Qué ha pasado? Nuestras veladas nunca fracasan.
—Debe de ser porque se avecina el fin de nuestra civilización —respondió Camille. Luego añadió con tono cansado—: Probablemente se debe a que Georges está ausente.
Tras besar a su esposa se dio la vuelta en la cama, pero Lucile sabía que estaba despierto, escuchando los sonidos de la ciudad por la noche y escrutando la oscuridad con sus negros ojos.
Está preocupado, pensó Lucile. Al menos, desde que Saint-Just partió de París, Camille pasaba más tiempo en compañía de Robespierre. Robespierre lo conocía; si sucedía algo malo, él lo averiguaría y se lo comunicaría a Lucile.
Al día siguiente Lucile fue a visitar a Eléonore. Si era cierto que Eléonore era la amante de Robespierre, ello no parecía haberla convertido en una mujer más satisfecha y amable. A los pocos minutos soltó sin rodeos:
—No sé cómo se las arregla, pero el caso es que Camille consigue que Max haga lo que quiere, cosa que nadie ha logrado jamás. De una forma muy amable y educada, por supuesto. —Eléonore se inclinó hacia adelante como para transmitir a Lucile su inquietud—. Se levanta temprano y se ocupa de la correspondencia. Luego acude a la Convención. Va a las Tullerías por asuntos del comité. Más tarde se da una vuelta por el Club de los Jacobinos. Las sesiones del comité comienzan a las diez de la noche y no regresa hasta el amanecer.
—Trabaja mucho. Pero ¿qué esperabas? Robespierre es así.
—Dice que nos casaremos en cuanto se haya resuelto la crisis. Pero yo no lo creo, jamás se casará conmigo.
Hacía unas semanas, Lucile y su madre habían visto en la calle a Anne Théroigne. Apenas la había reconocido. Estaba muy estropeada y tenía el rostro hundido, como si le faltaran algunos dientes. Al pasar junto a ellas las miró con curiosidad, pero no se detuvo. Lucile sintió lástima por ella, era una víctima de los tiempos que corrían. «Nadie adivinaría que había sido una mujer muy atractiva», observó Annette. Lucile sonrió. Hacía poco había celebrado su cumpleaños, según dijo, sin mayores problemas. La mayoría de los hombres todavía la miraban con interés.
Solía reunirse de nuevo con Camille por las tardes. Este acudía rara vez a la Convención. Muchos de los «montañeses» habían partido en distintas misiones; buena parte de los diputados de derechas, los que habían votado contra la ejecución del Rey, habían abandonado sus cargos públicos y se habían marchado de París. Más de setenta diputados habían firmado una protesta contra la expulsión de Brissot, Vergniaud y sus secuaces; estaban presos, y sólo los buenos oficios de Robespierre habían impedido que comparecieran ante el Tribunal. François Robert había caído en desgracia, y Philippe Égalité esperaba ser juzgado; Collot d’Herbois estaba en Lyon, azuzando a los rebeldes. Danton gozaba del aire del campo. Saint-Just y el marido de Babette, Philippe Lebas, se habían reunido con los Ejércitos; el trabajo del comité solía retener a Robespierre en las Tullerías. Camille y Fabre se habían cansado de contar los escaños vacíos. Entre los escasos diputados que quedaban, apenas tenían amigos con los cuales charlar ni enemigos con los que pelearse. Y Marat había muerto.
Unos días después de la cena celebrada en casa de los Desmoulins, Théroigne se presentó en la rue des Cordeliers. Estaba demacrada, sucia y desesperada.
—Deseo ver a Camille —dijo.
Había adquirido la costumbre de hablar sin mirar a la cara de su interlocutor, como si recitara un monólogo privado. Camille, que estaba sentado sin hacer nada, sumido en sus pensamientos, oyó su voz.
—Tienes un aspecto muy deteriorado —dijo al verla—. Si eso es cuanto puedes hacer para realzar tus encantos femeninos, debo confesar que me gustabas más antes.
—Veo que sigues teniendo unos modales exquisitos —respondió Théroigne, contemplando un grabado en la pared—. ¿Quién es esa mujer a la que van a cortar la cabeza?
—María Estuardo, el personaje histórico favorito de mi esposa.
—Qué curioso —dijo Théroigne secamente.
—Siéntate —le dijo Lucile—. ¿Te apetece algo? ¿Una bebida caliente? —La mujer le daba lástima; sintió deseos de ofrecerle algo de comer, de peinarla, de advertir a Camille que no le hablara en ese tono—. ¿Prefieres que os deje solos? —preguntó.
—No es necesario, puedes marcharte o quedarte, como gustes.
Bajo la luz de la lámpara, Lucile observó que tenía la cara llena de cicatrices. Sabía que hacía unos meses unas mujeres le habían dado una paliza en la calle. Dios mío, cuánto debe de haber sufrido, pensó Lucile, profundamente conmovida.
—No os entretendré —dijo Théroigne—. Supongo que sabes a lo que he venido.
—No —contestó Camille.
—Ya conoces mi forma de pensar. Los seguidores de Brissot serán juzgados esa semana. Yo soy una seguidora de él —dijo con tono frío, desapasionado—. Creo en ellos y en lo que representan. No me gusta tu política ni la de Robespierre.
—¿Es esto lo que has venido a decirme?
—Quiero que acudas al comité de la Sección y me denuncies. Yo iré contigo. No negaré nada. Repetiré cuanto acabo de decirte.
—¿Qué te sucede, Anne? —preguntó Lucile.
—Quiere morir —dijo Camille, sonriendo.
—Así es —murmuró Théroigne.
Lucile se acercó a ella pero Anne la apartó bruscamente. Camille miró a su esposa con aire de reproche. Lucile se sentó de nuevo.
—Es muy sencillo —dijo Camille—. No tienes más que salir a la calle y gritar: «¡Viva el Rey!». No tardarán en arrestarte.
Anne alzó su huesuda mano y se tocó una cicatriz blanca que le atravesaba la ceja.
—Me lo hicieron cuando pronuncié un discurso —dijo—. Me golpearon con un látigo. Me dieron patadas en el vientre y me pisotearon. Creí que iban a matarme. Hubiera sido una muerte atroz.
—¿Por qué no te arrojas al río?
—Denúnciame. Vayamos ahora mismo. Sé que te gustaría hacerlo. Quiero que te vengues de mí.
—Es cierto —contestó Camille—, deseo vengarme de ti, ¿pero por qué habrías de morir de forma civilizada? Puede que odie a los hombres de Brissot, pero no merecen que sus nombres se vean mezclados con los de una basura como tú. No, Théroigne, mereces morir en la calle, como Louis Suleau. Me tiene sin cuidado quién te mate. Sólo espero que sufras una lenta agonía.
Théroigne permaneció inmóvil, sin inmutarse.
—Te lo ruego —dijo humildemente, sin alzar la vista de la alfombra—. Te lo suplico.
—Vete —respondió Camille.
Théroigne se dirigió hacia la puerta, con la cabeza gacha.
—¡No te marches, Anne! —exclamó Lucile—. ¿Pero no ves que va a matarse? —añadió, dirigiéndose a Camille.
—No —respondió este.
—Eres perverso —murmuró Lucile—. Si existe el infierno, te abrasarás en él.
La puerta se cerró bruscamente. Lucile se levantó y se abalanzó sobre Camille. Quería herirlo para vengar el daño que había causado a aquella desgraciada que había acudido a ellos en busca de ayuda. Camille la sujetó por las muñecas y la miró fríamente, mientras Lucile temblaba de furia y las lágrimas rodaban por sus mejillas.
—Lo siento —dijo Lucile—. Sé que no puedes hacer lo que te pidió, es absurdo, pero debe de existir el medio de ayudarla. En el fondo, todo el mundo desea vivir.
—Te equivocas. Todos los días se llevan detenidos a un montón de ciudadanos. Esperan a que aparezca una patrulla y se ponen a dar vivas al Delfín o gritan exigiendo que Robespierre sea guillotinado. Hay muchas formas de morir. Théroigne sólo tiene que escoger la que mejor le convenga.
Lucile se levantó y corrió a encerrarse en la alcoba. Jadeaba y sentía una opresión en el pecho. Con todas esas furiosas pasiones que laten en nuestras mentes y nuestros cuerpos, el día menos pensado se desplomarán estas paredes y la casa se vendrá abajo. Sólo quedarán unos cascotes, un montón de huesos y unas briznas de hierba, y la gente leerá nuestros diarios para averiguar quiénes éramos.
9 de Brumaire, en el palacio de Justicia.
Brissot había envejecido. Tenía un aspecto más frágil, andaba con la espalda encorvada y se había quedado calvo. De Sillery también había envejecido; ¿qué había sido de su pasión por el juego? No se hubiera atrevido a apostar sobre el resultado del juicio; esto no era algo abstracto, sino muy concreto. De vez en cuando se preguntaba qué le había llevado a convertirse en un brissotino. En estos momentos debía haber estado sentado junto a Philippe; a Philippe le quedaba otra semana de vida.
—¿Me recuerdas, Brissot? —preguntó, inclinándose hacia adelante—. Fuimos testigos en la boda de Camille.
—Es cierto —respondió Brissot—. También lo fue Robespierre.
Vergniaud, que solía vestirse de forma un tanto desaliñada, ofrecía esta noche un aspecto impecable, como para demostrar que la cárcel y el juicio no habían hecho mella en él. Permanecía inmutable pues no quería dar a sus enemigos la satisfacción de verlo hundido. ¿Dónde estaba esta noche Buzot?, se preguntó. ¿Dónde estaba el ciudadano Roland? ¿Dónde estaba Pétion? ¿Muertos o vivos?
El reloj dio las diez y cuarto. Había anochecido y llovía. Cuando el jurado entró de nuevo en el Tribunal, los letrados se precipitaron hacia ellos. El ciudadano Fouquier, acompañado por su primo, atravesó la amplia sala con el suelo de mármol, hacia la luz, para leer los veintidós veredictos antes de poder irse a casa a cenar y beberse una botella de vino.
Su primo Camille estaba nervioso y pálido, y le temblaba la voz. Durante los seis días que duró el juicio, Fouquier había citado ante el jurado numerosas frases entresacadas de los artículos de Camille, acusaciones de una conspiración federalista, de intrigas monárquicas. De tanto en tanto, cuando los acusados oían una de esas célebres frases, se volvían al unísono para contemplar a Camille. Era como si lo hubieran ensayado. Había sido muy duro para su primo, pensó Fouquier. Ya había ordenado los carros para conducir a los veintidós acusados al cadalso.
Había algo teatral en aquella escena, pensó Fouquier, como si un pintor le hubiera dado unas pinceladas: el negro y blanco de las baldosas, la oscilante llama de las velas, el alegre colorido de la bandera tricolor. Las velas iluminaban el rostro de su primo, que tomó asiento. El portavoz del jurado se puso en pie. Un secretario sacó de una carpeta varias sentencias de muerte. Alguien que estaba sentado detrás del fiscal preguntó:
—¿Qué sucede, Camille?
De pronto sonó un grito. Los acusados se levantaron apresuradamente. Los guardias se precipitaron hacia ellos y los letrados arrojaron los papeles y se levantaron de sus asientos. Alguno de los acusados, Charles Valazé, se había desplomado en el suelo. Unas mujeres de entre el público se pusieron a chillar, tratando de averiguar lo sucedido, mientras los guardias intentaban contener a los espectadores.
—¡Que forma de terminar! —dijo un jurado.
Vergniaud, sin descomponerse, indicó al doctor Lehardi, uno de los acusados, que se acercara. Lehardi se arrodilló junto a Valazé y extrajo de su vientre una daga ensangrentada. Fouquier se apresuró a arrebatársela, diciendo:
—Es inaudito. Podría haberme asesinado a mí.
Brissot estaba sentado hacia delante, con la barbilla apoyada en el pecho. La sangre de Valazé había formado un charco rojo sobre las baldosas negras y blancas. Dos gendarmes cogieron el cuerpo de Valazé, que parecía haberse encogido, y lo sacaron fuera de la sala.
Pero el drama aún no había concluido. El ciudadano Desmoulins, al tratar de abandonar la sala del Tribunal, había perdido el conocimiento y se había caído redondo al suelo.
17 de Brumaire: la ejecución de Philippe, conocido como el ciudadano Égalité. Su última comida consistió en un par de chuletas, unas ostras y una buena botella de Burdeos. Para dirigirse al cadalso se puso un chaleco de piqué blanco, una casaca verde y unos calzones amarillos, siguiendo el más puro estilo inglés.
—Te ruego que te apresures, amigo —le dijo a Sanson.
Los gastos del verdugo han aumentado notablemente desde que comenzó el Terror. Tiene que pagar a siete ayudantes con el dinero de su sueldo, y pronto tendrá que alquilar media docena de carros al día. Antes se arreglaba con dos ayudantes y un carro. El salario que ofrece no atrae a la gente. Él mismo tiene que comprar la cuerda con que atar a los clientes, y las cestas en las que posteriormente son depositados los cadáveres. Al principio todos creían que la guillotina era la gran solución, pero cuando uno tiene que cortar veinte o treinta cabezas al día se plantean unos problemas importantes. ¿Acaso saben los señores del Gobierno la cantidad de sangre que sale de un cuerpo decapitado? La sangre lo echa todo a perder, especialmente las ropas del señor Sanson. La multitud que presencia el espectáculo no se da cuenta, pero a veces este se ensucia hasta las rodillas.
Es un trabajo muy duro. Cuando te toca un cliente que ha intentado matarse antes y ha perdido el conocimiento, debido al veneno ingerido o a la pérdida de sangre, uno puede partirse la espalda tratando de colocarlo debajo de la cuchilla. Recientemente el ciudadano Fouquier insistió en que guillotinaran a un cadáver, lo cual era absurdo. Por otra parte, cuando un reo es inválido o deforme resulta muy complicado atarlo a las tablas y el gentío, que apenas alcanza a ver nada, se aburre y comienza a abuchear. Entretanto se forma una larga cola, y los que están al final de la misma empiezan a gritar y a desmayarse. Si todos los clientes fueran jóvenes, varones, estoicos y estuvieran en buena forma, Sanson tendría pocos problemas, pero este tipo de reos no abunda. Los ciudadanos que viven cerca se quejan de que el verdugo no echa suficiente serrín para limpiar la sangre, cuya hedor es insoportable. La máquina es bastante silenciosa y eficiente, pero es preciso pagar al afilador de la cuchilla.
Sanson trata de que la operación sea lo más rápida y eficaz posible. Fouquier no debería quejarse tanto. Decapitar a los brissotinos, por ejemplo, que eran veintiuno más el cadáver, le llevó treinta y seis minutos exactamente. Sanson no pudo contratar a un experto para que cronometrara el tiempo que le llevó, pero pidió a un amigo suyo que lo hiciera, por si el fiscal se quejaba de que tardaba demasiado.
En los viejos tiempos el verdugo era una persona estimada y respetada. Se promulgó una ley especial para impedir que la gente lo insultara. Contaba con un público fiel que acudía a verlo trabajar, que apreciaba su pericia. La gente iba a presenciar las ejecuciones voluntariamente; pero algunas ancianas, que se distraían tejiendo prendas de punto para los soldados, recibían un dinero por asistir, que se apresuraban a gastárselo en vino; y los guardias nacionales, que estaban obligados a asistir, al cabo de unos días se hartaban de presenciar aquel macabro espectáculo.
En cierta ocasión el verdugo mandó celebrar misa por el alma de un condenado; pero actualmente eso está prohibido. Los condenados no son más que unos números que figuran en una lista. Antes, la muerte en la guillotina estaba rodeada de cierta distinción, era especial, individual. El día de la ejecución, uno madrugaba, rezaba, se ponía un traje morado, adoptaba un aire marmóreo y se colocaba una flor en el ojal. Pero ahora te traen a los clientes en unos carros como si fueran ganado, aterrados y estupefactos por la rapidez con que pasan de ser juzgados a ser ejecutados; en lugar de un arte, es más bien como trabajar en el matadero.
«Escribo estas palabras mientras escucho unas risas en una celda junto a la mía…».
Desde el primer día en que entró en la cárcel, Manon no había dejado de escribir. Deseaba dejar constancia de su inocencia, su credo, su autobiografía. Al cabo de un rato le dolía la muñeca, los dedos se le agarrotaban debido al frío y sentía deseos de llorar. Cuando dejaba de escribir para meditar sobre el pasado, en lugar de tratar de hallar la forma de expresarlo, sentía un profundo vacío en su interior. «… No nos queda nada». Yacía en su jergón, contemplando la oscuridad, tratando de reunir fuerzas para un último acto heroico.
Todos los días temía que le comunicaran que su marido había sido capturado, que estaba detenido en una cárcel provincial, que se dirigía a París para ser juzgado con ella. Pero ¿y si apresaban a François-Léonard? Quizá no le informaran de ello. Ese era el precio de su discreción, de su buena conducta; habían sido tan discretos, se habían comportado de forma tan ejemplar, que ni siquiera sus mejores amigos podían sospechar que existiera algo entre Buzot y ella.
Ocupaba una celda fría y desnuda pero limpia. Le servían la comida en una bandeja, pero Manon decidió declararse en huelga de hambre. Poco a poco fue reduciendo la cantidad de comida que ingería, hasta que la trasladaron al hospital de la prisión. Allí le ofrecieron la oportunidad de testificar en el juicio de los brissotinos, para lo cual necesitaba alimentarse y recuperar las fuerzas.
Puede que fuera un truco. Durante los días que duró el juicio, la trasladaron al palacio de Justicia, donde la retuvieron en una pequeña habitación, fuertemente custodiada. Pero no llegó a ver a los acusados, ni a los jueces ni al jurado. Uno de sus guardianes le informó sobre el suicido de Valazé. Una muerte lleva a otra muerte. ¿Qué fue lo que dijo Vergniaud sobre la bonita joven de carácter apacible que había asesinado a Marat? «Nos ha matado, pero nos ha enseñado a morir».
Habían aplazado el juicio de Manon, quizá porque confiaban en capturar a Roland y juzgarlos juntos. Manon pudo haber solicitado clemencia, pero su vida no merecía sacrificar todo cuanto ella había defendido. Por otra parte, ¿quién se apiadaría de ella? ¿Danton? ¿Robespierre? Camille Desmoulins había asistido al juicio de los brissotinos y había afirmado, según le habían dicho a Manon: «Eran mis amigos; los han matado mis escritos». Pero sin duda se había arrepentido de haberse arrepentido, antes de que unas manos jacobinas lo recogieran del suelo donde había caído desmayado.
El día en que la trasladaron a la prisión de la Conciergerie, Manon comprendió que no volvería a ver a su marido ni a su hija. Las celdas se hallaban situadas debajo de la sala del Tribunal. Esta era la última etapa; aunque capturaran a Roland, ella habría muerto antes de que él llegara a París. Manon compareció ante el Tribunal el 8 de noviembre, 18 de Brumaire según las cuentas de ese charlatán de Fabre d’Églantine. Lucía un vestido blanco, y sobre su melena castaña se reflejaban los últimos rayos de sol. Fouquier se mostró expeditivo. Aquella misma tarde la trasladaron en un carro al cadalso. Mientras el viento le azotaba las mejillas, Manon temblaba de frío y terror. Empezaba a oscurecer, pero a lo lejos vio la silueta de la máquina, la siniestra geometría del filo de la cuchilla, recortándose contra el cielo.
Declaración de un testigo presencial:
«Robespierre avanzó lentamente… Llevaba unas gafas que servían para ocultar su tic nervioso. Estaba pálido. Hablaba despacio, con acento mesurado. Pronunciaba unas frases tan largas que cada vez que se detenía para quitarse las gafas y frotarse los ojos, pensábamos que había concluido su discurso. Pero tras mirar al público fijamente, volvía a ajustarse las gafas y añadía unas cuantas frases a sus largas parrafadas».
Últimamente, cuando se acercaba a un colega, este se sobresaltaba y lo miraba como si se sintiera culpable. Era como si hubiera comunicado a los demás el temor que él mismo experimentaba. Dado que tenía un caminar ligero, no sabía qué hacer para advertirles de su presencia, si toser, tropezar o chocar con algún mueble. Sabía que sus compañeros sospechaban que los estuviera acechando, y cuando se topaban con él, todas sus dudas y recelos ascendían a la superficie.
Durante las reuniones del comité, Robespierre solía permanecer en silencio pues no quería imponer sus opiniones. Sin embargo, cuando se abstenía de hacer algún comentario sabía que los otros sospechaban que los estaba vigilando y tomando nota de lo que decían. Era cierto; tomaba muchas notas. A veces, cuando expresaba su opinión, Carnot le contradecía secamente y Robert Lindet le miraba con aire solemne, como si albergara serias reservas. Robespierre, enojado, increpaba a Carnot para obligarlo a callar. ¿Quién se creía que era? No tenía ningún derecho a hablarle así por el mero hecho de que hacía tiempo que se conocían. Sus colegas se miraban con aprehensión. En ocasiones sacaba de la carpeta de Carnot unos documentos, unos informes en los que los comandantes se quejaban de que sus hombres padecían disentería o no tenían zapatos, o que los caballos morían por falta de forraje. Tras leerlos los extendía sobre la mesa, como un jugador depositando sus naipes, sin dejar de mirar a Carnot; me pregunto, decía, si realmente te esfuerzas en resolver esos problemas. Carnot se mordía el labio, rehuyendo su mirada.
Cuando hablaba un colega suyo, Robespierre lo escuchaba con su puntiaguda barbilla apoyada entre las manos, y el rostro inclinado hacia el techo. No podían contarle nada nuevo relativo a los hechos cotidianos, a la política, a cómo manejar a la Convención y obtener una mayoría. Con frecuencia recordaba su época escolar, cuando estudiaba a la sombra de otros personajes más llamativos que él; recordaba Arras, donde se sentía acosado por todos, por su familia, por los magistrados locales, marginado por sus compañeros debido a sus ideas políticas.
No era como Danton; no deseaba regresar a casa. Esta era su casa: las calles barridas por la lluvia e iluminadas por la luz de las farolas. Pero a veces, mientras sus colegas debatían un tema, durante unos instantes imaginaba que se encontraba en otro lugar; recordaba los prados verdegrisáceos, las silenciosa plazas de los pueblos y las ramas de los álamos doblegándose bajo el viento otoñal.
20 de Brumaire. En un edificio público conocido antiguamente como Nôtre-Dame se celebra el «Festival de la Razón». Todos los adornos religiosos, como los llama la gente, han sido retirados del edificio, y en la nave han erigido un templo griego de cartón. Una actriz de la Opéra representa el papel de diosa de la Razón, la cual es entronizada mientras el público canta el Ça Ira.
Presionado por los hébertistas, el obispo de París comparece ante la Convención y anuncia su ateísmo militante. El diputado Julien, que había sido un pastor protestante, aprovecha la ocasión para comunicar también el suyo.
El diputado Clootz (un radical) declaró:
—Un hombre religioso es una bestia depravada. Se parece a los animales que son criados para ser esquilados y asados en beneficio de los comerciantes y carniceros.
Robespierre regresó pálido y furioso de la Convención. Alguien va a pagar las consecuencias, pensó Eléonore.
—Si Dios no existe —dijo Robespierre—, si no existe un Ser supremo, ¿qué consuelo puede hallar la gente que ha sufrido y vivido siempre en la miseria? ¿Acaso creen esos ateos que pueden eliminar la pobreza, que pueden transformar la República en un paraíso en la Tierra?
Eléonore se volvió, sabiendo que no iba a recibir un beso.
—Saint-Just sí lo cree —contestó.
—No podemos garantizar el pan a la gente. No podemos garantizar justicia. ¿Es que vamos a arrebatarles también la esperanza?
—Parece como si Dios sólo sirviera para llenar un vacío en la política —dijo Eléonore.
Robespierre la miró desconcertado.
—Puede que sea así —respondió lentamente—. Quizá tengas razón. Antoine está convencido de que se puede conseguir todo por el mero hecho de desearlo, que cada individuo es el artífice de sí mismo, capaz de convertirse en una persona mejor, más virtuosa; luego, a medida que los individuos cambian, la sociedad cambia también. Ese proceso lleva… no sé, quizás una generación. El problema es que te olvidas de ello cuando te sientes agobiado por el trabajo, preocupado porque no puedes suministrar botas a los soldados, y piensas: «Todos los días fracaso en algo». Al final, toda tu vida te parece un gigantesco fracaso.
Eléonore apoyó una mano sobre su brazo y dijo suavemente:
—No es un fracaso, cariño. Es el único triunfo que se ha producido en el mundo.
Robespierre sacudió la cabeza.
—Ya no veo las cosas en términos tan absolutos. Ojalá pudiera. A veces tengo la sensación de que estoy perdiendo el norte. Danton lo comprende, con él puedo hablar de esto. Dice que todo éxito va acompañado de algún fracaso, que así es la política.
—Danton es un cínico —dijo Eléonore.
—No, esa es su opinión. Uno trata de guiarse por sus principios, pero hay que adaptarse a cada situación. En cambio Saint-Just opina lo contrario. Según él, toda circunstancia nos ofrece la oportunidad de aplicar nuestros principios.
—¿Y tú qué opinas?
—Yo… —contestó Robespierre, alzando las manos en señal de impotencia—, no sé qué pensar. Pero en esta cuestión tengo unas ideas muy claras. No admito la intolerancia, el fanatismo, no puedo aceptar que la fe de unas gentes sencillas se vea pisoteada por unos imbéciles que no tienen ni idea de lo que significa la palabra fe. Dicen que los curas son unos fanáticos, pero los fanáticos son ellos, los que pretenden impedir que celebren misa.
Así que «no lo admites», pensó Eléonore. Eso significa que, si no ceden, deberán comparecer ante el Tribunal. Personalmente, ella no creía en Dios, al menos no en un Dios benéfico.
Robespierre subió a su habitación y escribió una carta a Danton. Cuando terminó de escribirla la leyó e hizo algunas correcciones, matizando y aclarando el significado de algunas frases. No estaba satisfecho con ella, de modo que la rompió en pedacitos y escribió otra. Quería pedir a Danton que regresara a París para ayudarle a aplastar a Hébert. Deseaba decirle que necesitaba su ayuda, pero no quería que lo interpretara como una petición de auxilio; necesitaba un aliado, pero no estaba dispuesto a dejarse dominar por él.
La segunda carta tampoco le satisfizo. ¿Por qué no se le había ocurrido pedir a Camille que la escribiera? Precisamente, aquel día Camille había expresado con exquisita sencillez y concisión lo que pensaba: «No necesitamos rosarios ni relicarios, pero cuando las cosas se ponen feas necesitamos un consuelo, y cuando la situación se agrava, necesitamos aferramos a la idea de que, a la larga, existe alguien capaz de perdonarnos».
Robespierre permaneció sentado, con la cabeza inclinada hacia delante, pensativo. Sonríe. ¿Qué hubiera dicho el padre Bérardier? He aquí a dos buenos chicos católicos. No importa que haga años que no asiste a misa, que Camille considere una especie de deber infringir todos los mandamientos de la ley de Dios. Al fin uno se encuentra de nuevo en el punto de partida. O no, depende. Robespierre recordaba al padre Proyart, quien solía abofetear a Camille por llevarse a misa el tomo de las Vidas paralelas de Plutarco. «Acabo de descubrir un pasaje de lo más excitante…», decía Camille. En aquellos días, Plutarco pasaba por ser un autor «excitante». No era de extrañar que Camille se desmandara en cuanto dejó a los curas. Nos pedían que fuéramos más que humanos. Yo traté de ser lo que ellos deseaban que fuera, aunque no era consciente de ello, aunque creía vivir según otro credo muy distinto.
Al cabo de un rato Robespierre intentó por tercera vez escribir una carta a Danton. Pero era inútil. Al fin, desesperado, sacó la libreta titulada DANTON y la leyó. Cuando terminó no había sacado nada en limpio y se sentía más deprimido.
Jean-Marie Roland se ocultaba en Ruán. El 10 de noviembre, el día en que le notificaron que su esposa había sido ejecutada, abandonó la casa donde se ocultaba y echó a caminar, empuñando la espada. Tras recorrer unos cinco kilómetros, se detuvo en un camino desierto, junto a un huerto, y se sentó debajo de un manzano. Este era el lugar indicado.
El suelo estaba duro como una piedra, y el árbol tenía un tacto frío. Se aproximaba el invierno. Roland se hizo un corte, a modo de ensayo; al ver su propia sangre sintió náuseas. Pero este era el lugar indicado.
El cuerpo fue hallado al cabo de unas horas por un transeúnte que al principio creyó que se trataba de un anciano que se había dormido. Era imposible determinar cuántas horas llevaba muerto, o si había tardado mucho en morir después de haberse clavado la delgada hoja de la espada en el vientre.
El 11 de noviembre, bajo una pertinaz lluvia, el alcalde Bailly fue ejecutado; a petición popular se erigió una guillotina en los Campos de Marte, donde en 1791 Lafayette había abierto fuego contra la multitud.
—Ha venido a verte un marqués —dijo Lucile a su marido.
Camille, que estaba leyendo La ciudad de Dios, alzó la vista y se apartó un mechón de la frente.
—Eso es imposible.
—Un antiguo marqués.
—¿Tiene aire respetable?
—Sí. ¿Lo hago pasar? Os dejaré solos.
De pronto, a Lucile había dejado de interesarle la política. Las últimas palabras pronunciadas por Vergniaud antes de morir no cesaban de rondarle por la cabeza: «La Revolución, como Saturno, devora a sus hijos». Se había convertido en una de las muchas consignas bajo las que había vivido. («¿Es que la autoridad paterna no cuenta para nada?». «No entiendo por qué se queja la gente de que hoy día no se puede ganar dinero, a mí no me cuesta ningún esfuerzo». «Eran mis amigos, y mis escritos los han matado»). La persiguen en sueños, brotan de sus labios casi sin darse cuenta a lo largo de una conversación, constituyen la moneda corriente de los últimos cinco años. («Todo está organizado, no tocarán a ningún inocente». «Detesto los gobiernos firmes». «No hay nada de qué preocuparse, el señor Danton se ocupará de nosotros»). Lucile ha dejado de asistir a los debates de la Convención, donde se sentaba en la galería reservada al público y comía dulces con Louise Robert. En cierta ocasión acudió al Tribunal para oír al primo Antoine acosando a sus víctimas; fue un espectáculo lamentable.
—Se produjo una confusión sobre mi identidad —dijo De Sade a Camille—. Debí haberles remitido mis credenciales como funcionario de la Sección de Piques. Fue un error, un error que a veces basta para que alguien te denuncie como sospechoso. —De Sade extendió su mano suave y delicada y cogió el libro de Camille—. ¿Una lectura piadosa? —preguntó—. Vaya… ¿No habrá tenido esto algo que ver…?
—¿Con el hecho de haberme desmayado? No, no. Me divierto escribiendo un libro sobre los padres de la Iglesia.
—En fin, dicen que sobre gustos no hay nada escrito —respondió De Sade—. Opino que los autores debemos apoyarnos.
Era un hombre menudo, de cincuenta y pocos años, rollizo, con el pelo rubio salpicado de canas, medio calvo, y con ojos de un azul pálido. Se había engordado recientemente, pero aún se movía con elegancia. Llevaba un traje oscuro y exhibía la tensa y concentrada expresión de un político «terrorista». En la mano sostenía unos papeles sujetos con una vistosa cinta tricolor.
—¿Se trata quizá de unas ilustraciones obscenas? —inquirió Camille.
—¡Por supuesto que no! —exclamó De Sade, mirándole con aire escandalizado—. Te consideras moralmente superior a mí, ¿no es cierto, señor abogado de la Lanterne?
—Me considero moralmente superior a la mayoría de la gente. Conozco todas las teorías, y poseo todos los escrúpulos éticos. El único fallo reside en mi conducta. Devuélveme el tomo de san Agustín, por favor.
De Sade depositó el libro sobre una mesita, con el santo boca abajo.
—Confieso que me pones nervioso —dijo el marqués, sentándose en una silla. Camille sonrió satisfecho—. Supuse que querrías confesarme tus preocupaciones.
—No… —contestó Camille tras unos instantes—. No deseo hacerlo. Pero si quieres, puedes contarme las tuyas. Te escucho.
—Tomemos por ejemplo la caída de la Bastilla —dijo De Sade—. Es un arma de doble filo, ¿no crees? Te hizo famoso, y te felicito por ello. Demuestra que los perversos siempre prosperan, y que incluso los semiperversos tienen ciertas ventajas. Por otra parte, supuso un gran adelanto para la humanidad, quienesquiera que sean. En cuanto a mí, me quitaron de en medio antes de que comenzara todo, con tal rapidez que me dejé el manuscrito de mi última novela. Salí de la cárcel el Viernes Santo, al cabo de once años, Camille, y no pude hallar mis papeles en ningún sitio. Me llevé un gran disgusto.
—¿Cómo se titula tu novela?
—Los 120 días de Sodoma.
—Pero han pasado cuatro años desde que saliste de cárcel. Has tenido tiempo de sobra para escribirla de nuevo.
—Mi primer manuscrito era una obra de arte, un prodigio de la imaginación que en estos tiempos tan insulsos me resultaría prácticamente imposible reproducir.
—¿Qué quieres de mí? Supongo que no has venido a hablar de tus novelas.
El marqués suspiró.
—No, he venido para expresar mi opinión sobre los tiempos que corren. Me entusiasmó lo ocurrido en el juicio de Brissot. El hecho de que recobraras el sentido, por así decirlo, en brazos de unos fornidos caballeros. ¿Crees que habría sido posible no ejecutar a los brissotinos?
—Antes no lo creía, pero ahora me inclino a pensar que sí.
—¿A pesar de que Marat fue asesinado?
—Es probable que la muchacha actuara sola. Ella afirmó que no tenía cómplices, aunque nadie la creyó. El juicio de Brissot duró varios días. Todos los acusados tuvieron ocasión de defenderse. Acudieron numerosos testigos a declarar. Los periódicos se hicieron eco de cuanto se dijo en el Tribunal. De no ser por la insistencia de Hébert, el juicio aún no habría concluido.
—Cierto —contestó Sade.
—Pero en el futuro los acusados no gozarán de esos derechos. Se considera que no son expeditivos, que no son republicanos. Temo que el hecho de reducir la duración de los juicios pueda acarrear serias consecuencias. Estamos ejecutando a personas que no deberían morir. Pero las ejecuciones continúan.
—Y los juicios ante el Tribunal Revolucionario —dijo Sade—. Me gustan los duelos, las venganzas, los crímenes pasionales, pero este aparato de Terror funciona fríamente, sin la menor pasión.
—Disculpa, pero no te entiendo.
—Tus primeros artículos eran despiadados, carentes del acostumbrado sentimentalismo. Esperaba grandes cosas de ti. Pero de pronto has empezado a retractarte. Te has arrepentido, ¿no es cierto? En septiembre me nombraron secretario del comité de mi Sección. No me refiero al pasado septiembre sino a cuando matamos a los prisioneros. Había algo puro, revolucionario y hermoso en la forma en que corría la sangre. La velocidad, el temor… Ahora hay un jurado que emite un veredicto, el verdugo le corta el pelo al reo y este es conducido al cadalso en un carro. Los abogados exponen sus argumentos antes de que se pronuncie la sentencia de muerte. Opino que la muerte debe de ser algo natural, no algo sobre lo que se discute.
—No entiendo a qué viene todo eso.
—Supongo que para ti, al menos en tu presente estado de ánimo, representa el único proceso legal aceptable. Más aceptable si se trata de un juicio justo, y menos si los testigos son acosados y se acorta la duración del mismo. Pero a mí me resulta totalmente inaceptable. Cuanto más discuten, peor. No lo soporto. —De Sade hizo una pausa—. ¿Estás escribiendo algo, aparte de la obra teológica?
El marqués miró a Camille con sus pálidos y tímidos ojos de liebre, temeroso de que hubiera interpretado erróneamente sus palabras.
Camille vaciló.
—Me propongo escribir un libro, pero depende del apoyo que reciba. Es complicado. Sabemos que las conspiraciones proliferan, dominan nuestras vidas. No nos atrevemos a expresarnos libremente ante nuestros amigos, no confiamos en nuestras esposas, en nuestros padres ni en nuestros hijos. ¿Te suena melodramático? Esto parece Roma durante el reinado del emperador Tiberio.
—No lo sé —respondió De Sade—. Pero si tú lo dices, será verdad. He visitado Roma. Es una solemne pérdida de tiempo. Han construido una serie de capillas alrededor del Coliseo, han destrozado la plaza. Vi al Papa. La personificación de la vulgaridad. No obstante, supongo que Tiberio era mucho peor. ¿Qué te parecen mis opiniones?
—¿Sobre el Papa?
—Sobre el Terror.
—Yo que tú me abstendría de expresarlas.
—Pero yo no soy tú. He afirmado durante una reunión de mi Sección que es preciso impedir que continúe el Terror. Supongo que no tardarán en arrestarme. Luego, ya veremos qué sucede. No son las muertes lo que no soporto, querido ciudadano Camille, sino los juicios en la sala del Tribunal.
Danton regresó el 20 de noviembre. En el bolsillo llevaba unas cartas de Robespierre, de Fabre y de Camille. Las de Robespierre tenían un tono histérico, las de Fabre eran lacrimógenas, y las de Camille simplemente curiosas. Danton resistió la tentación de doblarlas y utilizarlas como filacterias.
Tras instalarse de nuevo en la vivienda, Louise lo miró con aire de reproche y dijo:
—Supongo que no irás a salir.
—No ocurre todos los días que el ciudadano Robespierre requiera mi compañía en sus francachelas.
—No has dejado de pensar en París durante todo el tiempo que hemos permanecido en el campo. Te morías de ganas de regresar.
—Mírame —respondió Danton, cogiéndole las manos—. Sé que soy un imbécil. Cuando estoy aquí, deseo estar en Arcis. Cuando estoy en Arcis, deseo estar aquí. Pero quiero que comprendas que la Revolución no es un juego que puedo abandonar cuando lo desee. —Danton se puso serio y ciñó a su esposa por la cintura. Estaba loco por ella—. En Arcis evitamos el tema, preferíamos hablar de cosas menos complicadas. Pero no se trata de un juego, ni de algo a lo que me dedico para mi propio beneficio o gratificación. —Sus dedos rozaron suavemente los labios de Louise, para silenciarla—. Antes sí lo era, pero ahora debemos obrar con prudencia, cariño. Debemos pensar en el futuro del país. Y en el nuestro.
—De modo que eso es lo que has estado haciendo. Pensar.
—Sí.
—¿Y ahora vas a ver a Robespierre?
—No directamente —contestó, separándose de ella. Estaba de un humor excelente—. Necesito informarme bien antes de ir a verlo. Robespierre pierde la paciencia e insulta a los que no se mantienen perfectamente informados sobre los últimos acontecimientos.
—¿Y eso te molesta?
—En realidad, no —respondió besándola. Ambos se sentían más animados, aunque Danton presentía, y le dolía, que Louise le tuviera miedo—. ¿No te alegras de estar de nuevo en casa?
—Sí, en nuestra casa y en nuestro barrio. No puedo vivir con tu madre, Georges. Quiero disponer de nuestra propia casa.
—De acuerdo.
—¿Te ocuparás inmediatamente de ello? Confío en que no permaneceremos mucho tiempo en París.
—No —contestó Danton tras una breve pausa—. No permaneceremos mucho tiempo.
Durante el corto recorrido hasta la esquina, Danton saludó a media docena de personas, dio unas palmaditas en la espalda a otras y se apresuró antes de que alguien consiguiera detenerlo para hablar con él. Al anochecer la noticia había circulado por toda la ciudad: Danton había regresado. Cuando se disponía a entrar en el edificio donde vivían los Desmoulins, se dio cuenta de un detalle que le llamó la atención. Al retroceder y alzar la cabeza vio un letrero que decía: RUE MARAT.
Durante unos momentos sintió deseos de dar media vuelta, regresar a su casa y ordenar a los sirvientes que no se molestaran en deshacer el equipaje pues a la mañana siguiente regresaban a Arcis. Mientras contemplaba las ventanas superiores, en las que brillaba una luz, pensó: si entro allí, jamás conseguiré liberarme. Si subo me comprometeré a unirme a Max para aplastar a Hébert, y probablemente al Gobierno. Me comprometeré en sacar a Fabre de los apuros en los que se encuentra, aunque no sé cómo me las arreglaré. Volveré a correr el peligro de ser asesinado; comenzarán de nuevo las violentas disputas, las denuncias.
Pero no podía permanecer en la calle toda la noche analizando los últimos cinco años de su vida sólo porque habían cambiado el nombre de la calle; no podía dejar que ello modificara el futuro. No, pensó —viendo las cosas, por primera vez, con meridiana claridad—, no puedo marcharme, regresar a la granja en Arcis. He mentido a Louise; no puedo renunciar a la política.
—Gracias a Dios —dijo Lucile, dándole un beso en la mejilla—. Pensaba que tendría que ir a buscarte personalmente.
Danton había decidido interrogarla sobre Camille y Robespierre, pero en lugar de ello se limitó a decir:
—Qué guapa estás. Había olvidado lo hermosa que eres.
—¿En cinco semanas?
—No, nunca puedo olvidar eso —contestó Danton, abrazándola—. Te agradezco que me echaras de menos. ¿Por qué no fuiste a vernos en Arcis? Nos hubiéramos alegrado de tu visita.
—No creo que Louise ni tu madre se hubieran alegrado.
—Se llevan fatal.
—Lo lamento.
—Ha sido un desastre. Louise es muy joven, está acostumbrada a vivir en la ciudad. A mi madre le parece demasiado delicada. ¿Cómo estás?
—Me siento… confusa —contestó Lucile.
Trató de liberarse de él, pero Danton la sujetó con fuerza por la cintura. ¡Qué mujer tan fuerte y tan admirable!, pensó Danton. No le tiene miedo a nada.
—¿No estarás de nuevo en estado, Lolotte?
—Dios me libre —respondió ella.
—¿Quieres que te dé otro hijo?
—Te olvidas que tienes una esposa —le recriminó Lucile.
—En mi vida hay espacio para más de una mujer.
—Pensaba que habías renunciado a mí.
—Jamás. Es una cuestión de honor.
—Supuse que habías renunciado a mí antes de partir.
Ya he recobrado las fuerzas, pensó Danton.
—Es inútil tratar de enmendarse. No puedes dejar de amar a alguien.
—Tú no me amas. Sólo deseas acostarte conmigo y contárselo luego a tus amigos.
—Más vale eso que no acostarme contigo y alardear de ello, como hace todo el mundo.
—Sí —respondió Lucile, apoyando la cabeza en su pecho—. Qué tonta soy.
—Cierto. Tú situación es irrecuperable. Nuestras esposas jamás se fiarán de ti. Por una vez en la vida, sé honesta y acuéstate conmigo.
—¿Has venido a verme por eso?
—No, pero…
—Me alegro. No tengo la menor intención de complacerte. Además, hace un rato que Camille se ha encerrado en el dormitorio a reflexionar.
Danton la besó en la coronilla.
—Mírame —dijo. De pronto recordó que hacía treinta minutos que había dicho eso mismo a su esposa—. Cuéntame lo que sucede.
—No sabría por dónde empezar.
—Yo te ayudaré.
—Gracias.
Camille yacía con la cabeza sepultada entre los brazos.
—¿Eres tú, Lolotte? —preguntó sin alzar la vista.
Danton se sentó junto a él y le acarició el pelo.
—Hola, Georges.
—¿No te sorprende verme?
—Nada me sorprende ya —contestó Camille suspirando—. Sigue acariciándome la cabeza, es lo más agradable que me han hecho desde hace tiempo.
—Cuéntamelo todo.
—¿Recibiste mi carta?
—Sí, pero no entendí nada.
—Ya. Es lógico —contestó Camille, incorporándose.
Danton lo miró asombrado. En tan sólo cinco semanas la precaria madurez que había adquirido a lo largo de los últimos cinco años se había evaporado; la persona que lo miraba a través de los ojos de Camille era el joven apocado y desaliñado de 1788.
—Philippe ha muerto.
—¿El duque? Ya lo sé.
—Charles-Alexis también ha muerto. Valazé se clavó un cuchillo frente a mí.
—También lo sé. Me lo comunicaron en Arcis. Pero dejemos eso durante unos minutos. Ahora quiero que me hables de Chabot y de los demás.
—Chabot y dos amigos suyos han sido expulsados de la Convención. Están arrestados. El diputado Julien se ha marchado, ha huido. Vadier ha empezado a hacer ciertas preguntas.
—¿De veras?
El jefe del comité de Seguridad General tenía fama de ser muy eficiente a la hora de interrogar a sospechosos. Lo llamaban «el Inquisidor». Era un hombre de unos sesenta años, con un rostro alargado y amarillento, y unas manos largas, nudosas y amarillentas.
—¿Qué clase de preguntas? —inquirió Danton.
—Sobre ti. Sobre Fabre y tu amigo Lacroix.
Danton llevaba en el bolsillo la deprimente confesión de Fabre. Este no parecía darse cuenta de lo que había hecho. Sí, había manipulado un documento gubernativo, de su mismo puño y letra, añadiendo una modificación al texto; pero luego otra mano, anónima, había añadido una tercera modificación… Era como el cuento de nunca acabar. El hecho es que Fabre se había convertido en un falsificador, en un simple delincuente común. Todo parecía indicar que Robespierre no tenía la menor idea de lo sucedido.
—Vadier cree que está a punto de descubrir unas pruebas muy perjudiciales contra ti, Georges —dijo Camille—. Yo procuro no tropezarme con él. El comité de Policía ha interrogado a Chabot. Este, como era de prever, dijo que sospechaba que existía una conspiración y que había fingido participar en ella para descubrir a los culpables. Nadie le creyó. Han encargado a Fabre que redacte un informe sobre el asunto.
—¿Que Fabre ha descubierto el asunto relacionado con la Compañía de las Indias Orientales? —preguntó Danton, atónito.
—Así es, junto con ramificaciones políticas. A Robespierre no le interesan los trapicheos en la Bolsa, sino quién está detrás de ellos y quién dio las instrucciones.
—¿Pero por qué no denunció Chabot a Fabre inmediatamente? ¿Por qué no lo acusó de participar en el asunto desde el principio?
—¿Y qué iba a ganar con ello? Sólo hubiera conseguido que arrestaran también a Fabre. Chabot prefirió guardar silencio, creyendo que Fabre le devolvería el favor.
—¿Cree realmente Chabot que Fabre conseguirá zafarse de la justicia?
—Quieren que utilices tu influencia para librarlo del apuro.
—Qué lío —dijo Danton.
—Y aún hay más. Chabot ha denunciado a Fabre, y a todos los demás… Lo único que nos salva es que nadie cree una palabra de lo que dice Chabot. Vadier me estuvo interrogando.
—¿A ti? Qué impertinencia.
—Todo fue muy informal. De patriota a patriota, ¿comprendes? Me aseguró que nadie imaginaba ni remotamente que yo hubiera participado en nada turbio, pero que quizá me había pasado de la raya. Su intención era obligarme a confesar y descargar mi conciencia.
—¿Y qué contestaste?
—Nada. Le miré con cara de asombro y dije que no sabía de qué estaba hablando. Aquel día no conseguí dominar mi tartamudeo. De paso, dejé caer el nombre de Max. Vadier teme enojarlo. Sabía que si seguía presionándome, me quejaría a él.
—Bien hecho —contestó Danton, pero comprendió que se hallaba ante un grave problema. No se trataba de qué iba a hacer con Fabre, sino que lo más importante era la conciencia de Camille.
—He mentido a Robespierre —dijo Camille—, al menos implícitamente. Esto no me gusta, Georges. Me coloca en una situación delicada que puede entorpecer mis próximos pasos.
—Continúa.
—Me temo que tengo otra mala noticia. Hébert dice que Lacroix ganó una fortuna el año pasado, cuando ambos partisteis a Bélgica en una misión. Asegura que posee pruebas. Ha convencido a los jacobinos para que soliciten a la Convención que obliguen a Lacroix y a Legendre a regresar de una misión en Normandía.
—¿De qué acusa a Legendre?
—De ser tu amigo. Le he dicho a Robespierre que es preciso impedir que continúe el Terror.
—¿Y qué te ha contestado?
—Que está de acuerdo. Ya sabes que siempre ha odiado la violencia. He sido yo quien he tardado en convencerme… Le dije que Hébert era demasiado poderoso. Está atrincherado en el Ministerio de la Guerra y en la Comuna, y su periódico es distribuido entre las tropas. Hébert no está de acuerdo en que haya que detener el Terror. Ello afecta a su orgullo. Dijo que si quiero detenerlo, antes tendré que pasar sobre su cadáver. Dije a Robespierre que le daba veinticuatro horas de plazo para que lo meditara y que luego estudiaríamos la forma de atacar a Hébert. Luego regresé a casa y redacté un panfleto contra Hébert.
—Nunca cambiarás.
—¿Cómo dices?
—Antes te lamentabas de tu participación en la caída de la Gironda.
—Pero ahora se trata de Hébert —protestó Camille—. No me confundas. Hébert es el obstáculo que nos impide detener el Terror. Si lo matamos, no tendremos que matar a nadie más. El caso es que creí que Robespierre se avendría a razones. Al principio se mostraba nervioso y preocupado. Cuando fui a verlo de nuevo, dijo: «Hébert es muy poderoso, pero está en lo cierto respecto a ciertas cosas. Podría sernos muy útil si sabemos manipularlo». —El muy taimado, pensó Danton. ¿Qué demonios se propone?—. «Es mejor —siguió diciendo Robespierre—, que lleguemos a un acuerdo con él. De este modo evitaremos que se derrame más sangre». En aquellos momentos deseé que Saint-Just estuviera a mi lado. Creí haberlo convencido, pero… —Camille alzó las manos en un gesto de impotencia—. Saint-Just le habría inducido a pasar a la acción.
—Robespierre es incapaz de pasar a la acción. No sabe lo que es eso. «Evitaremos que se derrame más sangre». La violencia le parece deplorable. Sus escrúpulos me sacan de quicio. Ese idiota es incapaz de freír un huevo.
—No te pongas así —dijo Camille.
—¿Qué pretende que hagamos?
—Max se niega a expresar su opinión. Ve a verlo, pero no discutas con él.
Así es como solían hablar de mí, pensó Danton. De improviso, abrazó a Camille. Su cuerpo parecía curiosamente precario, como si se compusiera de sombras y ángulos. Camille sepultó la cabeza en su hombro y dijo:
—Eres el tipo más sorprendente y cínico que he conocido.
Durante unos instantes ambos guardaron silencio. Luego, apoyando las manos en los hombros de Danton. Camille se apartó y lo miró.
—¿No se te ha ocurrido pensar que Max siente el mismo desprecio hacia ti que tú hacia él?
—¿Crees que me desprecia?
—Estoy convencido de ello.
—Debo confesar que no se me había ocurrido.
—No todo el mundo está dominado por tus apetitos, y los que no lo están, lógicamente se sienten superiores a ti. Robespierre se esfuerza en comprenderte y justificar tu conducta. No es un hombre tolerante, pero es caritativo. O quizás es al revés.
—Estoy harto de tratar de analizar su carácter —contestó Danton—. A fin de cuentas, no tiene importancia.
Había decidido regresar a casa y pasar una hora charlando con Louise. Se detuvo en la esquina de la Cour du Commerce. Se había acostumbrado a conversar con ella, a contarle los acontecimientos de la jornada, esperando a que ella hiciera algún comentario. Le contaba cosas que jamás habría revelado a Gabrielle. Era justamente su ignorancia en esos temas, su falta de interés, lo que la convertía en una interlocutora muy valiosa y útil. Pero en aquellos momentos no había nada que decir. Danton sentía un inmenso peso en su interior. Consultó su reloj. Era posible, aunque no probable, que hallara al Incorruptible en su casa a estas horas, y mientras daba un paseo hasta el otro lado del río pensaría lo que iba a decirle. Tras echar una ojeada a las ventanas de su casa, siguió andando con paso firme y decidido.
Habían empezado a encender las farolas, que oscilaban colgadas de una cuerda en los estrechos callejones entre las casas, o bien de unos soportes de hierro. Habían instalado más farolas desde la Revolución, quizá como medida contra los conspiradores, los traidores, la oscura noche del duque de Brunswick. Un día, en 1789, cuando se disponían a colgar a un aristócrata de una farola, Danton les había preguntado: «¿Creéis que la luz brillará con más fuerza a partir de ahora?». Y Louis Suleau, al expresar su asombro por estar todavía vivo, una vez había dicho: «Cada vez que paso junto a una farola, tengo la sensación de que se inclina hacia mí, como deseando que me cuelguen de ella».
Vio a dos jóvenes campesinos, sonrientes, ateridos de frío, que vendían unos conejos a los parroquianos. Portaban los esqueléticos animales, que habían cazado en los campos con trampas, colgados de un palo, como unos fardos sanguinolentos. Alguien se los robará, pensó Danton, y se quedarán sin dinero y sin conejos. Al cabo de un rato vio a dos muchachas que discutían acaloradamente en el portal de un comercio, con las manos apoyadas en las caderas. Las aguas del río, sucias y hediondas, se deslizaban como una temible plaga al encuentro del invierno que se aproximaba, mientras la gente caminaba apresuradamente hacia sus casas para protegerse de los peligros de la ciudad y la noche.
El carruaje era nuevo y extraordinariamente elegante; pese a la oscuridad, Danton advirtió que estaba recién pintado y pulido. De pronto oyó el crujir de unos arneses y el cochero lo detuvo junto a él. Danton vio un semblante pálido y redondo que lo observaba desde el interior del vehículo.
—Mi querido Danton, qué sorpresa.
Danton se detuvo de mala gana. Los caballos aspiraron el húmedo y frío aire del anochecer.
—Enseguida te he reconocido por tu envergadura —dijo Hébert, asomando la cabeza por la ventanilla—. ¿Qué haces caminando a estas horas por la calle? Es muy arriesgado.
—¿Es que no tengo aspecto de saber cuidar de mí mismo?
—Por supuesto que sí, pero la ciudad está llena de ladrones armados. ¿Quieres que te acompañe a algún sitio?
—No, a menos que estés dispuesto a regresar a donde has venido.
—Desde luego. Sube.
—¿Conoces las señas de Robespierre? —preguntó Danton al cochero.
—¿Cuándo has regresado? —inquirió Hébert. Danton tuvo la satisfacción de notar un leve temblor en su voz.
—Hace dos horas.
—¿Cómo está tu familia? Espero que bien.
—Eres una persona extremadamente desagradable, Hébert —respondió Danton, instalándose en el asiento frente a él—, de modo que no trates de disimular.
Hébert soltó una risita nerviosa.
—Supongo que te has enterado sobre ciertos discursos que he pronunciado —dijo.
—En los que atacabas a mis amigos.
—Yo no lo expresaría en estos términos —protestó Hébert—. Al fin y al cabo, si no tienen nada de qué avergonzarse… Les ofrezco la oportunidad de demostrar que son unos buenos patriotas.
—Ya lo han demostrado.
—Ninguno de nosotros tiene por qué temer que se investigue su conducta. No vayas a suponer que te estaba criticando a ti.
—No creo que te atrevieras a hacerlo.
—De hecho, pensé que una alianza táctica entre nosotros…
—Antes prefería formar una alianza táctica con un reptil.
—Piensa en ello —insistió Hébert, sin rencor—. A propósito, ¿te has enterado de que Camille se desmayó en el Tribunal? El pobre está un poco pachucho últimamente.
—Le transmitiré tus saludos.
—Eligió un momento muy inoportuno. La gente dice, comprensiblemente, que se arrepiente de su participación en la caída de Brissot. Es un sentimental, como solía decir Marat. Aunque lo cierto es que su conducta actual no encaja con otras actuaciones suyas. Me refiero concretamente a los linchamientos de 1789. Hummm… Bien, ya hemos llegado. Para expresarlo sin rodeos, te diré que este mes he observado que Robespierre se muestra bastante escurridizo. Cuídate mucho.
—Gracias por haberme acompañado, Hébert.
Tras esas palabras, Danton se apeó del coche. Hébert asomó de nuevo su blanco semblante por la ventanilla y dijo:
—Trata de convencer a Camille de que se tome unas vacaciones.
—Está muy ocupado, pero no dudo de que se tomaría el día libre si se tratara de asistir a tu funeral.
La untuosa sonrisa se borró del rostro de Hébert.
—¿Significa eso una declaración de guerra? —preguntó.
Danton se encogió de hombros.
—Puedes interpretarlo como te parezca. Ya puedes partir —ordenó al cochero.
Danton se detuvo unos momentos para observar al carruaje mientras este se alejaba, y soltó un par de palabrotas. Le hubiera gustado asestar un buen puñetazo a Père Duchesne. Las hostilidades comienzan en este punto.
—¿Qué tal le va a tu hermana en su matrimonio? —preguntó Danton a Eléonore.
—Supongo que bien —respondió esta, enrojeciendo—. Philippe Lebas no es gran cosa.
Qué estúpida, desgraciada y rencorosa eres, pensó Danton.
—No te molestes en acompañarme —dijo.
Llamó a la puerta de la habitación de Robespierre, pero nadie respondió. Al entrar encontró a Robespierre sentado a su mesa, escribiendo en un pequeño cuaderno. Este alzó la cabeza y lo miró con aire hosco.
—¿Por qué hacías ver que no estabas?
—Lo lamento, Danton —contestó Robespierre, ruborizándose ligeramente—. Creí que era Cornélia.
—¡Pues menuda forma de tratar a tu amiga! Siéntate y relájate. ¿Qué estás escribiendo? ¿Una carta de amor a otra mujer?
—No, yo…, no importa. —Robespierre cerró el cuaderno apresuradamente y unió las manos, como si estuviera rezando—. Hace una semana me hubieras sido de gran ayuda, Danton. Vino a verme Chabot. ¿Qué opinas de Chabot?
Danton reflexionó unos instantes.
—Creo que es un bufón que debajo de la gorra de la libertad tiene la sesera hueca.
—Ese matrimonio…, los hermanos Frei serán arrestados mañana. Fue el matrimonio lo que le hizo caer en una trampa.
—¿Te refieres a la dote? —preguntó Danton.
—Exactamente. Esos presuntos hermanos eran millonarios. Y a Chabot le gusta todo eso, es muy susceptible al lujo. ¿Y por qué no? Ha pasado muchas penurias.
Danton miró a Robespierre y pensó: «Se está ablandando».
—Compadezco a esa chica judía —dijo Robespierre.
—Dicen que no es hermana de ninguno de esos dos individuos. Según parece, la sacaron de un burdel de Viena.
—A la gente le gusta murmurar. La sirvienta de Chabot, a la que él arrojó de su casa, ha tenido un hijo suyo. Ese es el hombre que en septiembre habló de forma tan conmovedora en el Club de los Jacobinos sobre los derechos de los hijos ilegítimos.
Es difícil adivinar qué disgusta más a Robespierre, pensó Danton, si la traición, la especulación o el sexo.
—Decías que Chabot fue a verte.
—Sí —contestó Robespierre, sacudiendo la cabeza y sonriendo, como si no acabara de entender la condición humana—. Llevaba un paquete que, según dijo, contenía 100.000 francos.
—Debiste haberlos contado.
—Puede que fueran recortes de periódico. Se puso a hablar de conspiraciones, como de costumbre. Le pregunté si tenía pruebas y respondió afirmativamente, pero que todo estaba escrito con tinta invisible. —Robespierre soltó una carcajada y prosiguió—: Me dijo: «Este dinero me ha sido confiado para sobornar al Comité de Salvación Pública, de modo que he decidido entregártelo a ti. ¿Podrías facilitarme un salvoconducto para salir del país?». Una escena lamentable. Mandé que lo arrestaran a la mañana siguiente. Está en la prisión de Luxemburgo. Cometimos el error de darle una pluma y tinta, tal como nos pidió, y cada día envía una larga misiva, tratando de justificar su conducta, al comité de Policía. En sus cartas cita tu nombre con frecuencia.
—Supongo que no lo escribirá con tinta invisible —replicó Danton—. A propósito… —añadió, sacando la carta de Robespierre del bolsillo y arrojándola sobre la mesa—. ¿Qué es eso de eliminar a Hébert?
—Camille y yo estuvimos hablando sobre él. Estamos francamente asustados.
—¿Y por eso me habéis hecho volver?
—Lamento haberte estropeado las vacaciones. ¿Estás mejor?
—Perfectamente. Pero no entiendo el problema.
—Creo que en Año Nuevo nuestra posición será muy favorable, siempre y cuando consigamos recuperar Tolón y librarnos de los fanáticos antirreligiosos que pululan por París. Tu amigo Fabre se está ocupando muy eficazmente de esos presuntos hombres de negocios. Mañana espero conseguir que los jacobinos expulsen a cuatro indeseables del club.
—¿A quiénes te refieres?
—A Proli, el austriaco que trabajó para Hérault, y a tres amigos de Hébert. Les horroriza ser expulsados del club, y ello servirá de ejemplo a otros.
—Debo advertirte que los últimos miembros que fueron expulsados del club fueron arrestados automáticamente. ¿Es así como Camille y tú os proponéis acabar con el Terror?
—Creo que dentro de un par de meses la situación habrá mejorado, pero aún quedan muchos agentes extranjeros que debemos poner al descubierto.
—Aparte de eso, ¿estás a favor de regresar a un proceso judicial normal y redactar una nueva constitución?
—El problema es que todavía estamos en guerra. Ya sabes lo que ha dicho la Convención: «El Gobierno de Francia será un gobierno revolucionario hasta que se instaure la paz».
—«El Terror está a la orden del día».
—Una frase un tanto exagerada, quizá. Cualquiera diría que el populacho está muerto de miedo. Y no es así. Los teatros permanecen abiertos.
—Para representar dramas patrióticos, que me aburren soberanamente.
—Son más edificantes que las obras que ponían antes.
—¿Y tú qué sabes? Nunca has puesto los pies en un teatro.
—Pero lo imagino. No puedo estar al tanto de todo. No tengo tiempo para asistir al teatro. Volviendo a lo que decíamos, debes comprender que personalmente no me gusta lo que está sucediendo, pero debo reconocer que políticamente ha sido necesario. Si dependiera de Camille, hubiera demolido todo el sistema, pero Camille es un teórico y yo debo ocuparme de los asuntos prácticos del comité y aceptar las cosas tal como están. Creo que externamente nuestra situación ha mejorado mucho, pero internamente todavía persiste la crisis, tenemos los rebeldes de la Vendée y una capital llena de conspiradores. La Revolución no está todavía plenamente consolidada.
—¿Qué demonios pretendes?
Robespierre lo miró con aire impotente.
—No lo sé.
—¿Que no lo sabes?
—No sé qué hacer. Estoy rodeado de gente que afirma tener la solución, pero esta se basa en más matanzas. Existen en la actualidad más facciones que antes de que ejecutáramos a Brissot. Procuro mantenerlas alejadas las unas de las otras, para evitar que se destruyan mutuamente.
—Si quisieras poner fin a las ejecuciones, ¿cuántos miembros del comité te apoyarían?
—Sin duda Robert Lindet y probablemente Couthon y Saint-André. Quizá Barère, nunca sé lo que piensa Barère. —Robespierre contó con los dedos los miembros restantes—. Collot y Billaud-Varennes se opondrán a una política moderada.
—El ciudadano Billaud —dijo Danton con aire pensativo—, el fuerte y duro miembro del comité. Solía aparecer por mi despacho, en los años 1786 y 1787, y yo le daba trabajo para que pudiera subsistir.
—Imagino que jamás te lo ha perdonado.
—¿Y Hérault? —preguntó Danton—. Te has olvidado de él.
—No me he olvidado, no —contestó Robespierre, rehuyendo la mirada de Danton—. Creo que sabe que ya no goza de nuestra confianza. Supongo que habrás roto todo vínculo con él.
Déjalo pasar, pensó Danton, déjalo pasar.
—¿Y Saint-Just?
Tras unos instantes de vacilación, Robespierre contestó:
—Lo consideraría una muestra de debilidad.
—¿No podrías tratar de influir en él?
—Quizá. Ha tenido mucho éxito en Estrasburgo. Está convencido de seguir una política adecuada. Cuando has estado en el frente con las tropas, una cuantas vidas en París no te parecen tan importantes. En cuanto a los otros… probablemente conseguiré que me respalden —dijo Danton.
—Entonces elimina a Collot y a Billaud-Varennes.
—Es imposible. Cuentan con el respaldo de todos los hombres de Hébert.
—Pues elimina a Hébert.
—Con eso regresaríamos a la política del Terror —contestó Robespierre—. Pero todavía no has expuesto tu postura en este asunto. Debes de tener alguna opinión al respecto.
Danton soltó una carcajada.
—Si me conocieras mejor, no estarías tan seguro de ello. No quiero precipitarme. Te aconsejo que hagas lo mismo —sugirió Danton a Robespierre.
—Sabes que te atacarán en cuanto aparezcas de nuevo en público. Hébert ha hecho ciertas insinuaciones sobre tu misión en Bélgica. Me temo que tu enfermedad fue considerada por muchos como un pretexto. Algunos sostenían que habías emigrado a Suiza con la fortuna que habías obtenido con tus turbios negocios.
—En tal caso, lo que necesitamos es un poco de solidaridad.
—En efecto. Puedes estar seguro de que intercederé por ti siempre que pueda. Trata de conseguir que Camille se ponga a escribir de nuevo. Eso le distraerá. Le aconsejé que no asistiera a los juicios. Tiene un temperamento muy emotivo.
—Lo dices como si te sorprendiera, como si lo conocieras desde hace poco.
—Siempre me sorprende la intensidad de sus emociones. Son incontenibles, como los desastres naturales.
—Lo cual puede ser una ventaja o un inconveniente.
—Esa es una frase muy cínica, Danton.
—¿Tú crees? Quizá tengas razón.
—¿Acaso contemplas con cinismo el afecto que Camille siente por ti?
—No, se lo agradezco. Uno siempre agradece que sus amigos le quieran.
—Sí, es un rasgo que todos hemos podido observar en ti —contestó Robespierre, mirándole fijamente.
—¿Todos?
—No, me refiero a Camille y a mí.
—¿Soléis hablar de mí con frecuencia?
—Hablamos sobre todos y sobre todo. Pero eso ya lo sabes. Estamos muy unidos.
—Acepto el tirón de orejas. La amistad que nos une a Camille es firme y sólida. No todos pueden decir lo mismo.
—Es lógico.
—Te complace hacerte el obtuso.
—Sí —contestó Robespierre, apoyando la barbilla en las manos—, porque he tenido que ceder en muchas ocasiones para conservar mi amistad con Camille. Me paso el día diciendo: «No me digas…» y «oculta eso debajo de la alfombra antes de que entre en la habitación».
—No sabía que eras consciente de eso —observó Danton.
—Oh, sí. No soy un hipócrita, pero fomento la hipocresía en los demás.
—Es lógico. Robespierre no miente ni estafa, no roba ni se emborracha ni fornica. No es hedonista ni especulador ni rompe sus promesas —dijo Danton, sonriendo—. ¿Pero de qué sirve tanta bondad? La gente no trata de imitarte, sólo trata de engañarte.
—¿Tú crees? —contestó Robespierre sonriendo levemente—. Deberías haber dicho «tratamos», Danton.
DE LOS CUADERNOS PERSONALES DE MAXIMILIEN ROBESPIERRE:
¿CUÁL ES NUESTRO PROPÓSITO?
Utilizar nuestra constitución en beneficio del pueblo.
¿Quiénes se oponen a nosotros?
Los ricos y los corruptos.
¿Qué métodos suelen emplear?
La calumnia y la hipocresía.
¿Qué factores alientan la utilización de esos medios?
La ignorancia de las personas comunes y corrientes.
¿Cuándo accederá la gente a la educación?
Cuando tengan suficiente para comer, y cuando los ricos y el Gobierno dejen de sobornar a lenguas y plumas traidoras para que los engañen; cuando los intereses de ricos y Gobierno se identifiquen con los del pueblo.
¿Cuándo sucederá eso?
Nunca.
FABRE: ¿Qué piensas hacer?
DANTON: No permitiré que te humillen. Eso repercutiría en mí mismo.
FABRE: ¿Te has trazado algún plan?
DANTON: Sí, pero no quiero que vayas por ahí diciendo que me he trazado un plan. Deseo reconciliarme con la derecha en la Convención. Robespierre dice que debemos estar unidos, no permanecer separados en facciones, y tiene razón. Los patriotas no deben atormentarse entre sí.
FABRE: ¿Esperas que te perdonen por haberles cortado la cabeza a sus colegas?
DANTON: Camille lanzará una campaña de prensa en favor de la clemencia. En última instancia quiero conseguir una paz negociada, los controles de la economía y el regreso a un Gobierno constitucional. Es un programa que no se puede hacer en un país que se está desmoronando, así que debemos reforzar el comité, mantener a Robespierre en su cargo, eliminar a Collot, a Billaud-Varennes y a Saint-Just.
FABRE: ¿Reconoces, pues, que estabas equivocado? No debiste abandonar el comité el verano pasado.
DANTON: Sí, debí haber seguido tu consejo. En todo caso, lo importante es reconocer nuestros errores. Todos nos equivocamos al considerar a Hébert un periodista de poca monta sin el menor talento. Antes de que pudiéramos darnos cuenta, se había metido en el bolsillo a varios ministros y generales, por no hablar de la chusma. No será fácil aplastarlo.
FABRE: ¿Y te propones acabar luego con el Terror?
DANTON: Sí. Las cosas han llegado demasiado lejos.
FABRE: Coincido contigo. Quiero librarme de Vadier.
DANTON: ¿Es eso lo único que te importa?
FABRE: Vamos, hombre. ¿Qué significado tiene para ti? No te estarás ablandando, ¿verdad?
DANTON: Quizá sí. De todos modos, me esfuerzo en que mis intereses coincidan con los intereses nacionales.
FABRE: ¿Te gustaría gobernar nuevamente el país, Georges?
DANTON: No lo sé. Aún no tengo decidido lo que me gustaría hacer.
FABRE: Pues ya va siendo hora de que te decidas. Vas a tener que bregar con todos ellos. Es un juego peligroso. Tendrás que permanecer alerta. No puedes correr el riesgo de equivocarte, nos hundirías a todos. No sé… te noto distinto, como si hubieras perdido vigor y entusiasmo.
DANTON: Es por culpa de Robespierre, me confunde. Tengo la sensación de que oculta algo.
FABRE: Te aconsejo que no te pelees con Camille. Es muy amigo de él.
DANTON: Sí. Se me ha ocurrido que si Camille vuelve a meterse en un apuro, Robespierre tendrá que defenderlo, lo cual le obligará a adoptar una postura definida.
FABRE: Es una excelente idea.
DANTON: Haga lo que haga Camille, Robespierre siempre lo protegerá.
FABRE: De eso podemos estar seguros.
Fabre d’Églantine: cuando el nombre de uno encarna una mentira, busca consuelo en su realidad inmediata, trata de hallar otras fuentes de autoestima.
Cuando estalló el escándalo de la Compañía de las Indias Orientales, me mantuve al margen hasta que conseguí alzar la cotización. Entonces, cuando el precio me convino, cometí un delito. Pero un delito insignificante. Les ruego que se muestren benévolos conmigo y me crean. Les aseguro que no lo hice únicamente por dinero.
Quería que dijeran: eres un hombre poderoso, Fabre. Quería comprobar qué precio ponían a mi protección. No era mi talento para las finanzas lo que querían comprar. Camille ha comentado a menudo que tengo la cabeza llena de serrín. Ciertamente, siempre he pensado que mi vida se parece a una mala tragicomedia. Lo que ambicionaban era mi influencia, el estatus que otorga ser amigo íntimo de Danton. Indirectamente, estoy convencido de que creían poder comprar también a Danton. Al fin y al cabo, mis colegas en dicha empresa ya habían tenido tratos con él. No vayan a creer ustedes que el asunto de la Compañía de las Indias fue un caso aislado. Las estafas y fraudes constituían una extensión lógica de los negocios turbios, a un paso de la especulación monetaria y los contratos fraudulentos del Ejército. Pero fue un paso que me colocó al otro lado de la ley, y en estos tiempos no conviene estar al otro lado de la ley, sea la ley que sea. Ahora, el estúpido poeta está en un lado, y del otro están Danton y el Incorruptible, compañero inseparable de sus aventuras juveniles, los cuales me contemplan sonrientes y satisfechos.
Me temo que esto no puede terminar bien. En cierto momento —quizás ustedes no se dieran cuenta de ello— Danton y yo renunciamos a nuestros intereses personales. Cuando digo cierto momento me refiero exactamente a eso, a unos pocos segundos durante los cuales tomamos una decisión; no digo que después nos comportáramos de forma totalmente distinta, ni mejor. Cuando planeamos cómo ganar en Valmy, acordamos no hablar nunca de ello, ni siquiera para salvar nuestras vidas.
Ahora —desde el mismo momento en que reconocimos que había algo que no haríamos— comenzamos a ir dando tumbos hacia nuestra perdición, igual que dos borrachos a primeras horas de la mañana. Porque cada convicción que sostiene el oportunista le cuesta el doble de caro; cada vez que deposita su confianza en alguien, sufre lo indecible. Valmy cambió el rumbo de la República; a partir de entonces, los franceses pudieron mantener la cabeza bien alta en toda Europa.
Danton jamás abandonaría a sus amigos. Pueden estar seguro de ello. Dicho de otro modo, cada senda que he recorrido en los últimos años conduce directamente a Danton. Todas las acusaciones que Hébert lanza contra Lacroix sobre su misión belga implican también a Danton. Hébert lo sabe. Vadier acabará descubriéndome. Quiere hundir a Danton. ¿Por qué? Supongo que porque ofende su sentido del pudor. Vadier es un moralista, como creo que lo es Fouquier. Es una tendencia que deploro. Sólo Dios sabe los riesgos que hemos corrido, sólo Dios sabe lo que ha hecho Danton. Dios y Camille. Me consta que Dios no dirá una palabra.
Cuando empecé a denunciar las conspiraciones, para desviar la curiosidad sobre mi persona, ¿cómo iba a adivinar que Robespierre se aprovecharía de cuanto yo dijera? Robespierre buscaba una conspiración en el mismo corazón del patriotismo, y yo, sin querer, le proporcioné una.
Una vez asumida su existencia, cada palabra y cada acto parecen venir a confirmarla, hasta el punto que a veces me pregunto: «¿Y si Robespierre tuviera razón, y yo fuera un idiota? ¿Y si una intriga de tres al cuarto que creí que se había fraguado en un café del Palais-Royal se hubiera convertido en una gigantesca conspiración con ramificaciones que alcanzan a Whitehall?».
No, prefiero no pensar en ello. Temo volverme loco.
En cierto modo, me gustaría que me arrestaran. Puede que suene absurdo, pero es el único medio de impedir que las cosas se compliquen más.
Me duele la cabeza, el pensar en ello me deprime. Lo que me enerva es la espera, la pausa en la caza; mi lema en la vida ha sido siempre seguir adelante. Puede que sea una técnica de Vadier, o quizá confíen en descubrir algo nuevo, algo peor; o quizás esperen a que Danton salga públicamente en mi defensa.
Me temo que si las cosas continúan así nunca terminaré La naranja maltesa. Es una buena obra, contiene unos versos bastante notables. Tal vez constituya el éxito que siempre he ansiado y me ha rehuido.
Últimamente Danton se parece más a un oso de peluche un tanto tronado que a un estadista resuelto a enderezar la nación. Las ejecuciones le han afectado profundamente. Se pasa el día cavilando; cuando le preguntas qué hace, responde que está cavilando.
En cuanto a Camille, jamás le acusarán de corrupción, ni siquiera lo intentarán. Según el Conejo, él y Duplessis suelen pasar muchas tardes en su confortable granja, comentando los pormenores de los trucos sucios que ha tramado Camille. Es lo único que tienen en común.
Pero no deseo criticar a nadie. Lo cierto es que cuando veo a Camille con ese aspecto tan desvalido, con sus absurdos aires de fragilidad e impotencia, me entran ganas de decirle: «Yo también sufro». Robespierre se arrancaría el pelo y vomitaría si supiera que la culpa de ello la tiene De Sade. A menos que Danton intervenga rápidamente…, pero no creo que lo haga.
Es preferible que no se precipite, si lo que pretende es dar un golpe. Supongo que el hecho de salvar mi vida no representa para él más que un beneficio accidental. Como habrán podido comprobar, soy una persona básicamente modesta.
Desde hace un par de semanas no me encuentro bien. Dicen que tendremos un invierno templado. Confiemos en que sea cierto. Tengo una tos rebelde. Pensé en ir a ver al doctor Souberbielle, pero temo oír su veredicto. Me refiero a su veredicto médico; el doctor es uno de los jurados del Tribunal, pero contra el otro veredicto yo no podría hacer nada.
He perdido el apetito, me duele el pecho. En fin, es posible que dentro de poco todo eso carezca de importancia.
DANTON DIRIGIÉNDOSE A LA CONVENCIÓN PARA SOLICITAR
UNA PENSIÓN ESTATAL PARA LOS SACERDOTES QUE NO DISPONEN
DE MEDIOS DE SUBSISTENCIA
Si un sacerdote carece de medios de subsistencia, ¿qué queréis que haga? Sólo le queda el recurso de morirse, unirse a los rebeldes de la Vendée o convertirse en vuestro enemigo irreconciliable… Es preciso atemperar las reivindicaciones políticas con las de la razón y la cordura… La intolerancia y la persecución deben cesar. [Aplausos.]
DANTON: Hay que echar a Chaumette. Le obligaré a tragarse su Taller de la Razón. Es preciso acabar con esas farsas antirreligiosas. Todos los días tenemos que presenciar en la Convención una aburrida procesión de clérigos sollozando. El abjurar de su fe lleva más tiempo que una misa solemne. Todo tiene un límite. Yo estoy harto.
CAMILLE: Mientras estabas en el campo se presentaron un día unos sansculottes con una calavera, asegurando que era la calavera de Saint Denis. Dijeron que era una reliquia de una época presidida por las supersticiones, y querían desembarazarse de ella. Yo me la hubiera quedado. Quería enseñársela a Saint-Just.
DANTON: ¡Imbéciles!
LOUISE: Jamás hubiera pensado que el ciudadano Robespierre era un hombre religioso.
DANTON: No lo es, al menos no en el sentido tradicional. Pero le disgusta esta persecución religiosa y no quiere que eleven el ateísmo a una política. Hay una cosa que le gustaría mucho más que dirigir la Revolución. Le gustaría ser Papa.
CAMILLE: ¡Pero si es la encarnación de la vulgaridad! No, él se propone llegar más alto.
DANTON: ¿San Maximilien?
CAMILLE: Nunca habla de Dios, habla sobre el Ser Supremo. Creo adivinar a quién se refiere.
DANTON: ¿A Maximilien?
CAMILLE: Exacto.
DANTON: No debes burlarte de la gente. Saint-Just dice que los que se burlan de las autoridades son sospechosos.
CAMILLE: ¿Qué suerte aguarda a quienes se burlan de Saint-Just? La guillotina es poco para ellas.
VADIER: (REFIRIÉNDOSE A DANTON)
Nos zamparemos a los otros y reservamos a ese enorme rodaballo relleno para el final.
DANTON: (REFIRIÉNDOSE A VADIER)
¿Vadier? Devoraré sus sesos y utilizaré su cráneo para cagar en él.
Robespierre pronuncia una alocución en el Club de los Jacobinos. Ha convertido el tono mesurado y las dramáticas pausas, que no se corresponden con el sentido de la frase, en una depuradísima técnica de hipnótico efecto.
—Danton, te acusan de… haber emigrado, de haber partido a Suiza con el botín de tu… corrupción. Algunos dicen incluso que encabezabas una conspiración para entronizar a Luis XVII, a condición de que… te nombraran regente. Yo… he observado a los colegas políticos de Danton (con los cuales no siempre he estado de acuerdo), los he observado atentamente, y en ocasiones… con recelo. Es cierto que… al principio Danton se resistía a sospechar de… Dumouriez, que no se mostró implacable con… Brissot y sus cómplices. Pero aunque no siempre… coincidiéramos…, ¿acaso debo deducir que ha traicionado a su país? Que yo sepa, siempre lo ha servido con gran celo. Si hemos venido aquí para juzgar a Danton, debéis juzgarme también a mí… Pido a todos aquellos que tengan algo que decir contra Danton… que se adelanten. Los que se pongan en pie, sin duda son más… patrióticos… que nosotros.
—¿Puedes dedicarme unos minutos? —le preguntó Fouquier-Tinville. Su expresión indicaba que no tenía mucho tiempo que perder—. Se trata de una cuestión familiar.
—¿Ah, sí? —contestó Lucile.
Es un tesoro, pensó Fouquier, demasiado buena para la familia.
—¿Me permites que me siente? —preguntó, y después prosiguió—: Un incidente lamentable.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó ella.
Fouquier observó, divertido, que se llevaba una delicada mano al cuello.
—Descuida, no le ha sucedido nada a Camille, al menos no lo que tú temes.
¿Y cómo sabes tú lo que yo temo?, pensó Lucile, sentándose frente al fiscal.
—Tú dirás.
—¿Recuerdas a Barnave? Era diputado de la Asamblea Nacional. Estuvo en la cárcel durante un tiempo. Hoy lo hemos guillotinado. Tenía tratos secretos con María Antonieta.
—Sí, lo recuerdo —respondió Lucile—. Pobre Tigre.
—¿Estabas al corriente del afecto que sentía tu marido por ese traidor?
—Te ruego que abandones tus modales de fiscal. No estoy siendo juzgada.
—No pretendía asustarte —respondió Fouquier.
—No me has asustado.
—Entonces lamento haberte ofendido. Estamos seguros de que Barnave era un traidor.
—¿Qué puedo decir? La traición es una falta de lealtad, lo cual significa que siempre va precedida de una cierta confianza y estima. Barnave nunca fingió ser republicano. Camille lo respetaba, creo que era un sentimiento recíproco.
—¿Acaso te extraña que Barnave respetara a mi primo? ¿Crees que es un sentimiento poco frecuente?
—Francamente, sí.
—¿Pese a su indudable talento?
—La gente no suele respetar a los escritores. Creen que son innecesarios. Como el dinero.
—Creo que no esperan que los periodistas políticos sacrifiquen mucho en aras del arte. Excepto la veracidad. De todos modos, todo esto es trivial.
—No estoy de acuerdo. Es la primera vez que tú y yo discutimos.
—Quizá no sea trivial, pero no quiero perder el tiempo con esos detalles.
La Revolución está llena de agresivas mujeres empeñadas en defender su opinión contra viento y marea, pensó Fouquier. He aquí a esta belleza de cutis blanco y perfecto, exhibiendo todos los vicios, por así decirlo, de su esposo. Se hablaba sobre esa patosa de Eléonore Duplay, e incluso de la joven esposa de Danton. Peor para ellas, pensó; lo que deberían hacer es ocuparse de sus cosas y mantenerse al margen de la política.
—Sea como sea —prosiguió—, tu marido insistió en despedirse de Barnave antes que este fuera conducido a la guillotina. Así pues, se presentó en la Conciergerie cuando Barnave se disponía a montarse en el fatídico carro. Yo me mantuve discretamente a un lado, por lo que no tuve ocasión de oír lo que decían, pero observé que tu marido se mostraba profundamente apenado por el hecho de que castigáramos a ese traidor.
—¿Acaso no es normal que uno se muestre apenado cuando van a ejecutar a un amigo tuyo, ciudadano Fouquier? ¿Acaso existe alguna ley que lo prohíbe?
Fouquier contempló a Lucile con admiración.
—Vi que se abrazaban —dijo—. No pude por menos que verlo. Por supuesto, no pretendo insinuar nada. Les recordaré que deben atar las manos de los reos, cosa que en este caso no se hizo, probablemente por negligencia. No se trata de si está permitido o no. Se trata de la impresión que produce. Muchos no dudarían en interpretar, sin duda equivocadamente, esas muestras de amistad hacia un traidor.
—¿Es que no tienes sentimientos? —preguntó Lucile suavemente.
—Me limito a cumplir con mi obligación, querida —le contestó Fouquier—. Dile a mi primo de mi parte que esa actitud es muy arriesgada. Sean cuales sean sus sentimientos, no debe hacer gala de esas exhibiciones de sentimentalismo en público.
—¿Por qué debe ocultar su pesar?
—Porque compromete a sus amigos. Si sus amigos desean modificar su política, les corresponde a ellos anunciarlo.
—Es posible que no tarden en hacerlo —replicó Lucile, furiosa.
No soporto a este tipo estirado e hipócrita, pensó. Lo único que le preocupa es que le quiten el cargo.
Fouquier esbozó una débil sonrisa.
—Me sorprendería que se pronunciaran unánimemente —dijo—. Toda relajación en la política de Terror dividiría al comité, el cual, hoy por hoy, es el que se ocupa de todo; de los ingresos del erario público, de los Ejércitos, de la distribución de comida…
—Podría alterase la composición del comité.
—¿Es ese el plan de Danton?
—¿Te dedicas a espiar para alguien?
Fouquier sacudió la cabeza.
—No soy agente de nadie, sólo de la ley. Todas las conspiraciones pasan por mis manos. La unión del comité reside, paradójicamente, en el hecho de que se conspire contra él. No sé qué sucedería si renunciáramos a la política de creer en las conspiraciones. Por otra parte, algunos de los miembros sienten una gran estima y respeto hacia esa institución. La guerra es el elemento principal en el que se basa la existencia del comité. Y dicen que Danton desea la paz.
—Robespierre también. Siempre ha deseado la paz.
—Pero no pueden trabajar conjuntamente. Robespierre exigiría el sacrificio de Lacroix y de Fabre. Danton se negaría a colaborar con Saint-Just. Una cosa es halagarse mutuamente, y otra muy distinta trabajar juntos.
—El futuro no parece muy halagüeño, por lo que veo —observó Lucile.
—Reconozco que no me siento optimista al respecto —contestó Fouquier—. Quizá se deba al tipo de trabajo que realizo.
—¿Qué aconsejarías a mi marido? Suponiendo que aceptara tus consejos.
Se miraron sonriendo, conscientes de que eso era imposible. Tras reflexionar unos instantes, Fouquier respondió:
—Le aconsejaría que hiciera exactamente lo que le diga Robespierre, ni más ni menos.
Tras esas palabras se produjo una pausa. Lucile estaba preocupada. Por primera vez, Fouquier la había hecho dudar sobre ciertas cuestiones que nunca se había planteado.
—¿Crees que Robespierre conseguirá sobrevivir? —le preguntó de sopetón.
—¿Quieres decir si creo que es demasiado bondadoso para vivir? —contestó Fouquier—. No soy adivino. Podrían acusarme de superchería. —Acto seguido se levantó y la besó en la mejilla, como un tío a su joven sobrina—. No te preocupes por él sino por ti, querida. Como hago yo.
DANTON [en la Convención Nacional]: Debemos castigar a los traidores, pero debemos distinguir entre el error y el delito. La voluntad del pueblo es que el Terror esté a la orden del día, pero este debe ir dirigido única y exclusivamente contra los auténticos enemigos de la República. Un hombre cuyo único delito sea carecer de fervor revolucionario no puede ser tratado como un criminal.
EL DIPUTADO FAYAU: Danton, sin duda inadvertidamente, ha empleado ciertas expresiones que considero ofensivas. En una época en que la gente tiene que endurecer sus corazones, Danton les pide que muestren misericordia.
LOS «MONTAÑESES»: ¡Mentira! ¡Mentira!
EL PRESIDENTE: ¡Orden!
DANTON: No he utilizado esa palabra. No sugiero que debamos mostrarnos benevolentes con los criminales. Al contrario, exijo que sean tratados con el máximo rigor. ¡Denuncio a los conspiradores!
El ex capuchino Chabot, encerrado en la prisión de Luxemburgo, se negaba a dejar que el estado de la nación enturbiara su estado de ánimo. Es cierto que echaba de menos a su novia, pero uno tiene que dormir, beber y comer. El 17 de noviembre comió un plato de sopa, cuatro chuletas, un pollo, una pera y uvas. El 18, pan, sopa, carne hervida y seis alondras. El 19 dejó de lado las alondras y pidió que le sirvieran una perdiz. El 7 de diciembre, otra perdiz; al día siguiente, un pollo con trufas.
Solía distraerse escribiendo poesías y contemplando una miniatura pintada por el ciudadano Bénard.