I. Conspiradores

(1792)

—¡Suegro! —exclama Camille, sonriendo. Luego señala a Claude y añade—: Nunca se debe tirar nada. Cualquier objeto, por viejo y gastado que esté, puede resultar útil. Ahora, ciudadano Duplessis, cuéntame, en frases breves, en verso o en divertidas canciones, cómo dirigir un ministerio.

—Esto es peor que la peor de las pesadillas —responde Claude.

—Descuida, no me han ofrecido un ministerio, al menos hasta ahora; tendrían que producirse muchas catástrofes antes de que eso ocurra. La noticia es que Danton ha sido nombrado ministro de Justicia y Guardasellos, y Fabre y yo somos sus secretarios.

—Un actor —dice Claude—. Y tú. Danton no me gusta, pero lo lamento por él.

—Danton es el jefe del Gobierno provisional, y yo le ayudaré a dirigir el ministerio. Fabre no quiere molestarse. Tengo que escribir de inmediato a mi padre para comunicárselo. No, le escribiré desde el ministerio. Me sentaré ante mi enorme mesa y le escribiré la carta en una hoja con el membrete del ministerio.

—¿No crees que deberías felicitarle, Claude? —pregunta Annette.

Claude se estremece.

—Quisiera subrayar un detalle, un tecnicismo. El ministro de Justicia es también el Guardasellos, pero es una sola persona. Siempre ha tenido un solo secretario. Siempre.

—Georges-Jacques no es tacaño —replica Camille—. Nos instalaremos en la Place Vendôme. Residiremos en un palacio.

—Querido papá —dice Lucile—, no te lo tomes así.

—No lo comprendes —responde Claude—. Ha llegado donde se proponía, se ha convertido en el Sistema. Cualquiera que desee organizar una revolución tendrá que hacerlo contra él.

Claude se siente más trastornado que el día que cayó la Bastilla. A Camille le sucede lo mismo cuando piensa en lo que acaba de decir Claude.

—Eso no es cierto —protesta Camille—. Todavía quedan muchas batallas por ganar. Debemos luchar contra los hombres de Brissot.

—Te gustan las batallas, ¿no es cierto? —pregunta Claude.

Durante unos instantes imagina que está sentado en un café, charlando con unos amigos, y de pronto suelta «mi yerno, el secretario». Pero lo cierto es que ha desperdiciado su vida. Ha trabajado duramente durante treinta años y jamás ha mantenido una estrecha amistad con un secretario; en cambio ahora, por culpa de su mujer y su hija, se ve obligado a mantener una estrecha relación con un impresentable joven que resulta ser su yerno y además secretario del ministro. Claude observa enojado la forma en que las dos mujeres se apresuran a felicitar y besar al secretario. No le costaría nada acercarse a él y darle unas palmaditas en la cabeza; al fin y al cabo en más de una ocasión ha visto al secretario sentado, con el cuello torcido, mientras el ministro, disertando sobre un tema patriótico, le acariciaba distraídamente el cabello. ¿Se atreverá el nuevo ministro a hacerlo delante de sus funcionarios públicos? A Claude le repugnan esas muestras de afecto. Dirige a su yerno una mirada asesina. Le irrita verlo allí sentado, con la cabeza agachada y los ojos clavados en la alfombra. ¿En qué estará pensando? Probablemente en algo que no debería pensar un secretario.

Camille contempla fijamente la alfombra, pero está pensando en Guise. La carta que se propone escribir ya está escrita en su mente. Flota invisiblemente, a través de la Place des Armes. Se desliza a través de la puerta de la casita blanca. Insinúa su presencia en el estudio de su padre. Allí, sobre la mesa, yace la Enciclopedia de Derecho; su padre debe de haber alcanzado ya las últimas letras del alfabeto.

En efecto, este es el volumen VI. Sobre él yace una carta de París. ¿Quién la ha escrito? Él mismo. Es la letra de la que se quejan sus editores, su inimitable caligrafía. De pronto se abre la puerta y aparece su padre. ¿Qué aspecto tiene? El mismo que cuando Camille lo vio por última vez: delgado, con el pelo canoso, severo y remoto.

Su padre ve la carta. Pero, un momento, ¿cómo ha llegado hasta ahí, qué hace sobre la Enciclopedia de Derecho? Esta escena resulta bastante inverosímil, a menos que imaginemos la llegada de la carta y a su madre, a Clément o a quien sea, llevándola al estudio de su padre sin echarle una ojeada.

Está bien, empecemos de nuevo.

Jean-Nicolas sube la escalera, seguido por Camille (en forma de espectro). Jean-Nicolas sostiene una carta en sus manos. La mira; la letra le resulta familiar. Sí, es la letra casi ilegible de su primogénito.

¿Desea leerla? No, no especialmente. Pero el resto de la familia le pregunta qué noticias ha recibido de París.

Jean-Nicolas saca la carta del sobre y la lee, no sin cierta dificultad. De pronto se le ilumina el semblante.

¡Es asombroso! ¡Es increíble! El mejor amigo de mi amigo (uno de sus dos mejores amigos) ha sido nombrado ministro. Mi hijo será su secretario. Vivirá en un palacio.

Jean-Nicolas estrecha la carta contra su pecho, por encima del chaleco, a la izquierda, contra su corazón. Hemos juzgado mal a Camille. Ese chico es un genio. Correré a contárselo a todo el mundo, se pondrán verdes de envidia. El padre de Rose-Fleur se pondrá enfermo. Su hija podría ser ahora la esposa del secretario.

Pero no, piensa Camille, las cosas no sucederán de ese modo. ¿Se apresurará su padre a escribirle una carta de felicitación? ¿Se encasquetará el sombrero y correrá a comunicar la noticia a sus vecinos? Ni mucho menos. Observará la carta y murmurará: «Dios mío, ¿qué cosa indigna habrá hecho mi hijo para merecer ese favor?». ¿Se sentirá orgulloso? No. Se sentirá receloso, apenado, experimentará un vago dolor en la región lumbar y se acostará.

—¿En qué piensas, Camille? —pregunta Lucile.

—En que es imposible complacer a ciertas personas —responde Camille.

Lucile y su madre se apresuran a tranquilizarlo, manifestándole su cariño y admiración, mientras dirigen a Claude miradas de reproche.

—Si hubiera fracasado —dice Danton—, me habrían tratado como a un criminal.

Habían transcurrido doce horas desde que Camille y Fabre lo habían despertado para encomendarle el gobierno de la nación. Había tenido un confuso sueño en el que se le aparecía un laberinto de habitaciones y puertas. Había abrazado a Camille, murmurando incoherentes palabras de gratitud, aunque quizás hubiera sido más oportuno un toque de nolo episcopari, un toque de humildad ante el destino que se erguía ante a él. No, estaba demasiado cansado para fingir. Le habían encomendado la tarea de gobernar los destinos de Francia, lo cual le parecía lo más natural del mundo.

Al otro lado del río, el problema más acuciante era cómo desembarazarse de los cuerpos, vivos y muertos, de la Guardia Suiza. Sobre el palacio se elevaba una columna de humo.

—¿Que va a encargarse de guardar los sellos? ¿Estás seguro de lo que haces? —le había preguntado Gabrielle—. Pero si Camille lo pierde todo…

Robespierre estaba sentado en un sillón de terciopelo en casa de los Danton, con un aspecto pulcro y aseado, como recién sacado de una caja. Tras advertir a Gabrielle que no recibiría a nadie —«únicamente a mis secretarios de Estado»—, Danton se disponía a escuchar la valiosa opinión de Robespierre.

—Necesito tu ayuda.

—Cuenta con ella, Georges-Jacques.

Robespierre le escuchaba muy serio y atento; esta mañana, cuando todos se habían despertado sintiéndose distintos, él seguía siendo el mismo.

—Te lo agradezco —contestó Georges-Jacques—. ¿Aceptas un cargo en el ministerio?

—Lo lamento. No puedo.

—¿Por qué? Te necesito. De acuerdo, tienes que ocuparte de los jacobinos, ocupas un escaño en la nueva Comuna, pero todos tenemos que… —El nuevo ministro se detuvo, haciendo un gesto de resolución con sus poderosos puños.

—Si lo que necesitas es un jefe de la Administración Pública, te recomiendo que nombres a François Robert. Lo hará perfectamente.

—Estoy seguro de ello.

¿Acaso imaginabas, pensó Danton, que iba a ofrecerte un cargo de funcionario? Por supuesto que no; quería ofrecerte un cargo no oficial aunque excelentemente remunerado, como consejero político, mi tercer ojo, mi tercer oído. ¿Cuál es el problema? Quizá seas una de esas personas que encajan mejor en la oposición que en el Gobierno. ¿Es eso, o es que no quieres trabajar para mí?

Robespierre alzó la cabeza y miró sonriendo a Danton.

—Espero que comprendas mi decisión.

—Como gustes —responde Danton.

Danton era consciente de su refinado acento de abogado, de las expresiones que solía utilizar; y de su otra voz, la de la calle, no menos artificial. En cambio Robespierre sólo tenía una voz, seca, normal; jamás se le ocurriría fingir ni hacerse pasar por lo que no era.

—Supongo que ahora te encargarás de todo en la Comuna —dijo Danton, tratando de suavizar el tono de su voz—. Fabre es miembro, estará a tus órdenes.

—No soy tan aficionado como tú a dar órdenes —respondió irónicamente Robespierre.

—Tu primer problema es la familia Capeto. ¿Qué vas a hacer con ellos?

Robespierre se miró las uñas y contestó:

—Alguien sugirió mantenerlos bajo vigilancia en el palacio del Ministerio de Justicia.

—¿Ah, sí? Supongo que me cederéis el desván o el cuarto de los trastos para que instale en él mi despacho.

—Les advertí que no te gustaría la idea —contestó Robespierre, como buscando una confirmación a sus sospechas.

—Encerradlos en la torre del Temple.

—Sí, esa es la opinión de la mayoría de la Comuna. Aunque creo que sería algo triste para los niños, comparado con lo que están acostumbrados.

¿Fuiste alguna vez un niño, Maximilien?, pensó Danton.

—Me han asegurado que estarán cómodos —continuó Robespierre—. Podrán pasear por el jardín. ¿Crees que a los niños les gustaría tener un perrito para jugar con él?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —le espetó Danton—. De todos modos, existen otros problemas más urgentes que los Capeto. Tenemos que poner a la ciudad en pie de guerra. Tenemos que emitir órdenes de registro y requisa. Tenemos que detener a los monárquicos que todavía estén armados. Las cárceles están llenas.

—Eso es inevitable. Supongo que los que se han opuesto a nosotros debemos considerarlos como criminales, ¿no? Debemos otorgarles algún estatus, catalogarlos de alguna forma. Y si los consideramos unos criminales, debemos ofrecerles un juicio, aunque no sé exactamente de qué vamos a acusarlos.

—De haberse quedado rezagados, rebasados por los acontecimientos —contestó Danton—. Por supuesto, como jurista que soy, entiendo que no pueden ser juzgados por un tribunal ordinario, sino por un tribunal especial. Debemos informar a las provincias de lo que sucede. ¿Alguna sugerencia al respecto?

—Los jacobinos quieren emitir una…

—¿Versión?

—Si deseas expresarlo así… Lógicamente, la gente tiene que estar informada sobre lo ocurrido. Camille se encargará de redactarlo. El club lo publicará y distribuirá a toda la nación.

—Camille es un experto en esas lides —dijo Danton.

—Luego debemos empezar a preparar las elecciones. Dada la situación, no veo cómo podemos impedir que regresen los hombres de Brissot.

El tono de Robespierre extrañó a Danton.

—¿No crees que podamos trabajar con ellos?

—Creo que sería un grave error intentarlo siquiera. Su política no puede ser más clara. Están a favor de las provincias y contra París. Son unos federalistas. Pretenden dividir a la nación en pequeñas zonas. Si eso llegara a suceder, si se salieran con la suya, el pueblo francés no podría defenderse contra el resto de Europa.

—Cierto.

—Por consiguiente, su política tiende hacia la destrucción de la nación. Es una política traidora, daría el triunfo a nuestro enemigo. Quizás haya sido el enemigo quien ha inspirado dicha política, quién sabe.

—Un momento —dijo Danton—. Veamos si lo he entendido bien. Según tú, primero provocarían la guerra y luego procurarían que la perdiéramos, ¿no es así? Si pretendes que crea que Pétion, Brissot y Vergniaud son agentes de los austriacos, tendrás que presentarme pruebas legales. —Y ni siquiera entonces te creería, pensó Danton.

—Intentaré complacerte —contestó Robespierre, con aire de un alumno aplicado—. Entretanto, ¿qué vamos a hacer con el duque?

—Pobre Philippe —respondió Danton—. Merece un cargo. Creo que deberíamos animar a los parisienses a que lo nombren diputado de la nueva Asamblea.

—Querrás decir la Convención Nacional —le rectificó Robespierre—. Si te empeñas…

—Y luego está Marat.

—¿Qué quiere?

—No me ha pedido nada, pero debemos tenerlo en cuenta. Tiene multitud de seguidores entre el pueblo.

—Es cierto —contestó Robespierre.

—¿Lo aceptarías en la Comuna?

—¿Y la Convención? La gente dice que Marat es demasiado extremista, y Camille también, pero no podemos prescindir de ellos.

—¿Extremistas? —repitió Danton—. Es una época extremista. Los ejércitos son extremistas. Nos hallamos en un momento crucial.

—No lo pongo en duda. Dios nos protege. Tenemos ese consuelo.

Danton lo miró estupefacto.

—Lamentablemente —dijo al cabo de unos instantes—, Dios no nos ha proporcionado todavía ninguna pica.

Robespierre se giró. Es como jugar con un erizo, pensó Danton, en cuanto le tocas el hocico se enrolla y te pinchas con las púas.

—Yo no deseaba esta guerra —dijo Robespierre.

—Desgraciadamente ha estallado, y no podemos fingir que no es nuestra.

—¿Confías en el general Dumouriez?

—No nos ha dado ningún motivo para desconfiar.

—Pero eso no es suficiente —replicó Robespierre—. ¿Qué ha hecho para convencernos de que es un patriota?

—Es un soldado, y supongo que será leal al Gobierno de turno.

—Esa suposición resultó ser infundada en 1789, cuando los guardias franceses se pasaron al bando del pueblo. Perseguían sus intereses naturales. Dumouriez y nuestros aristocráticos oficiales no tardarán en hacer lo mismo. Me pregunto qué hará Dillon, el amigo de Camille.

—No he dicho que la lealtad de los oficiales esté asegurada, sino que el Gobierno lo da por sentado hasta que no demuestren lo contrario. De no ser así, sería imposible tener un Ejército.

—¿Me permites que te dé un consejo? —preguntó Robespierre, mirando fijamente a Danton. Seguro que no me va a gustar, pensó Danton—. Hablas demasiado del «Gobierno». La Revolución te ha hecho un revolucionario, y en las revoluciones los viejos presupuestos se vienen abajo. En tiempos de paz y estabilidad es posible que un Estado ignore a sus enemigos, pero en tiempos como estos debemos identificarlos y tomar medidas para defendernos de ellos.

¿Cómo?, se preguntó Danton. ¿Razonando con ellos? ¿Convirtiéndolos? ¿Matándolos? Pero tú no quieres que matemos a nadie, ¿verdad, Max? No lo aceptas.

—La diplomacia puede poner límites a la guerra —dijo Danton—. Mientras sea el jefe del Gobierno, haré cuanto pueda por mantener a raya a Inglaterra. Pero cuando deje de serlo…

—¿Sabes que diría Marat? Diría: «¿Y por qué tienes que dejar de serlo?».

—Deseo ser miembro de la Convención. Ese es mi escenario, donde puedo ser más útil. No quiero pasarme la vida sujeto a una mesa de despacho. Como bien sabes, un diputado no puede ser ministro.

—Escucha —respondió Robespierre, sacando del bolsillo el pequeño volumen de El contrato social.

—¿Acaso me vas a contar un cuento? —preguntó Danton.

Robespierre abrió el librito por una página señalada y dijo:

—Escucha atentamente: «La inflexibilidad de las leyes puede, en determinadas circunstancias, hacer que estas sean peligrosas y causen la ruina de un Estado en crisis… Si el peligro es tal que el aparato de las leyes representa un obstáculo, se nombra un dictador, el cual suprime las leyes».

Robespierre cerró el libro y miró interrogativamente a Danton.

—¿Es una afirmación categórica o una recomendación facultativa? —preguntó Danton.

Robespierre guardó silencio.

—Esas frases no me impresionan, aunque las haya escrito el mismo Jean-Jacques.

—Quiero prepararte para los argumentos que te expondrán los demás.

—Observo que has señalado el párrafo. En adelante, no te molestes en andarte con rodeos. Pregúntame directamente lo que desees saber.

—No he venido aquí para provocarte. He señalado el párrafo porque he reflexionado mucho sobre él.

—¿Y qué conclusiones has sacado? —preguntó Danton.

—Me gusta… —Robespierre dudó unos instantes y luego prosiguió—: Me gusta analizar todas las circunstancias. No debemos ser doctrinarios. Por otra parte, el pragmatismo puede fácilmente degenerar en una falta de principios.

—A los dictadores siempre acaban matándolos —dijo Danton.

—Pero ¿y si antes de morir han salvado a su país? «Es inevitable que un hombre muera por el pueblo».

—Olvídalo. No tengo el menor deseo de convertirme en un mártir. ¿Y tú?

—De todos modos, son meras hipótesis. Pero tú y yo, Danton… —dijo Robespierre con aire pensativo—. Tú y yo no nos parecemos.

—Me pregunto qué opina Robespierre sobre mí —dijo Danton a Camille.

—Opina que eres maravilloso —contestó Camille sonriendo, tratando de disimular su inquietud—. Siempre habla muy bien de ti.

—Me gustaría saber qué piensa Danton de mí —dijo Robespierre.

—Te tiene en gran estima —respondió Camille, esbozando una sonrisa forzada—. Cree que eres maravilloso.

La vida va a cambiar. Lo que han presenciado hasta ahora no es nada comparado con los cambios que van a producirse.

Todo lo que no aprueben, lo tacharán de «aristocrático», término que puede aplicarse a la comida, a los libros, a las obras teatrales, a las formas de expresarse, a los peinados y a instituciones tan venerables como la prostitución y la Iglesia católica.

Si la «libertad» fue la consigna de la primera Revolución, la «igualdad» es la consigna de la segunda. Lo de la «fraternidad» posee una cualidad menos contundente.

Todas las personas han pasado a ser simples «ciudadanos» o «ciudadanas». De ahora en adelante la Place Louis XV se llamará Place de la Révolution, y la científica máquina para decapitar a la gente será instalada allí y se denominará «guillotina», en honor del doctor Guillotin, el célebre experto en salud pública. La rue Monsieur-de-Prince se llamará rue Liberté, la Place de la Croix-Rouge se convertirá en la Place de la Bonnet-Rouge. Nôtre Dame se convertirá en el Templo de la Razón. Bourg-la-Reine se llamará en adelante Bourg-la-République. Y, andando el tiempo, la rue des Cordeliers se convertirá en la rue Marat.

El divorcio será un trámite sencillísimo.

Durante un tiempo, Annette Duplessis seguirá paseando por los jardines de Luxemburgo. Dentro de unos meses instalarán allí una fábrica de cañones, cuyo patriótico ruido y hedor será increíble, y sus patrióticos desperdicios serán arrojados al Sena.

La Sección de Luxemburgo se convertirá en la Sección Mutius Scaevola. Los romanos están muy de moda, al igual que los espartanos. Los atenienses no tanto.

En una localidad provinciana, la obra titulada El casamiento de Fígaro, de Beaumarchais, será prohibida, al igual que años atrás la había prohibido el Rey. En ella su autor describe un estilo de vida caduco; por otra parte, exige que los actores luzcan trajes aristocráticos.

Los trabajadores se denominan sansculottes porque llevan pantalones en lugar de calzones. Visten también un chaleco de rayas tricolores, una casaca de lana tosca, llamada carmagnole, y el gorro rojo de la «libertad», aunque ignoramos qué tiene que ver la libertad con el hecho de llevar un gorro.

El objetivo de los ricos y poderosos es ser aceptados como sansculottes en espíritu, sin ponerse ese ridículo uniforme. Sólo Robespierre y un puñado de hombres mantienen viva la llama de la esperanza para los peluqueros franceses en paro. Muchos miembros de la nueva Convención llevan el pelo peinado hacia adelante y un flequillo, como las estatuas de los héroes de la antigüedad. Se ven botas de montar a todas horas, incluso en los recitales de arpa. Los caballeros tienen un aire de estar dispuestos a aplastar una columna prusiana, cualquier día de la semana, después de cenar.

Las corbatas se hacen más anchas, como si estuvieran destinadas a proteger la garganta. El personaje que luce las corbatas más anchas es el ciudadano Antoine Saint-Just, miembro de la Convención Nacional y del Comité de Salvación Pública. En los tenebrosos días de 1794 aparecerá una obscena versión femenina de la misma: una fina cinta escarlata, colocada alrededor de un cuello blanco y desnudo.

El Gobierno impone controles económicos y límites a los precios. Estallarán huelgas debido a los precios del café y el azúcar. Un mes no habrá leña, otro faltará jabón, o velas. Crecerá el mercado negro, y se aplicará la pena de muerte a los acaparadores y traficantes.

Asimismo, correrán persistentes rumores sobre ci-devant condes y marqueses, los emigrados que han regresado al país. Alguien ha visto a un marqués trabajando de limpiabotas, mientras su esposa hace de costurera. Un duque está empleado como mayordomo en su propia casa, que actualmente pertenece a un banquero judío. A algunos les gusta creer que esos rumores son ciertos.

En la Asamblea Nacional se producen unos deplorables incidentes en que los caballeros, dejándose arrastrar por los nervios, desenvainan la espada. En la Convención y en el Club de los Jacobinos, las peleas a puñetazos y navajazos están a la orden del día. Los duelos han dado paso a los asesinatos.

Los ricos —es decir, los nuevos ricos— viven tan bien como solían vivir bajo el régimen anterior. Camille Desmoulins, en una conversación semiconfidencial en el Club de los Jacobinos una tarde de 1793, dijo:

—No sé por qué se queja la gente de que no consiguen ganar dinero. A mí no me cuesta ningún esfuerzo.

Las iglesias son saqueadas, las estatuas destrozadas. Los santos con ojos de piedra alzan un dedo amputado en un truncado gesto de bendición. Si uno quiere salvar una estatua de la Virgen, tiene que encasquetarle un gorro rojo y convertirla en una diosa de la Libertad. Así es como se salvan todas las vírgenes. ¿Quién quiere a esas feroces mujeres que se dedican a la política?

Debido a los cambios en los nombres de las calles, la gente anda desorientada. El calendario también ha sufrido modificaciones; enero ha sido abolido, adiós al aristocrático junio. La gente se pregunta: «¿En que fecha estamos hoy realmente?».

1792, 1793, 1794. Libertad, igualdad, fraternidad o muerte.

Lo primero que hizo Danton al llegar al Ministerio de Justicia fue convocar a los funcionarios públicos más antiguos.

—Les aconsejo —dijo sonriendo—, que acepten una jubilación anticipada.

—La voy a echar mucho de menos —dijo Louise Gély a Gabrielle—. ¿Quiere que vaya a visitarla en la Place Vendôme?

—La Place des Piques —corrigió Gabrielle, sonriendo con tristeza—. Por supuesto. De todos modos, no tardaremos en regresar aquí porque Georges sólo ha aceptado el cargo ya que se trata de una emergencia, y cuando la situación se haya normalizado… —Pero no terminó la frase. No quería tentar a la suerte.

—No tenga miedo —dijo Louise, abrazándola con ternura—. Debería estar orgullosa de su marido. Mientras él sea el jefe de Gobierno, tendremos la seguridad de estar a salvo del enemigo.

—Eres muy valiente, Louise…

—Danton está convencido de ello.

—A veces me pregunto si un hombre puede abarcar tantas cosas.

—Ese no es el problema —contestó Louise. A veces resultaba difícil no enojarse con Gabrielle—, sino de que este sea el mejor de los dirigentes.

—Pensaba que mi marido no te caía bien.

Louise la miró perpleja.

—Jamás he dicho tal cosa. Le estoy muy agradecida por haber ayudado a mi padre.

El señor Gély ocupaba un cargo en el Ministerio de Marina.

—No tiene importancia —respondió Gabrielle—. Ha colocado a todos sus amigos y antiguos empleados. Incluso a Collot d’Herbois, al que no podemos soportar.

—Confío en que se lo agradezcan —dijo Louise, cosa que dudaba—. Ha ofrecido cargos a sus amigos, a gente que no le cae bien, a personas sin la menor importancia, creo que si pudiera ofrecería un cargo a toda la ciudad. Me pregunto por qué ha enviado al ciudadano Fréron a Metz…

—Supongo que se debe a que el consejo ejecutivo de Metz necesita a alguien que les ayude a dirigir su revolución —se apresuró a contestar Gabrielle, aunque no estaba muy segura de ello.

—Metz está en la frontera.

—Así es.

—Pensaba que lo había hecho como un favor al ciudadano Desmoulins. ¿No es cierto que Fréron seguía a su esposa a todas partes, dedicándole piropos y miradas de cordero degollado? A Danton no le gustan estas cosas. Sin duda se alegrará de habérselo quitado de en medio.

Gabrielle hubiera preferido no mantener esa conversación con Louise. Incluso una niña de catorce años se daba cuenta de esas cosas.

Cuando llegó la noticia del golpe del 10 de agosto a su cuartel general, Lafayette trató de organizar los Ejércitos para marchar sobre París y derrotar al Gobierno provisional. Sólo un puñado de oficiales se mostraron dispuestos a respaldarlo. El 19 de agosto, el general atravesó la frontera junto a Sedan, y fue arrestado por los austriacos.

Los inquilinos del Ministerio de Justicia solían desayunar juntos para organizar un plan del día. Danton saludó a todos excepto a su esposa; al fin y al cabo, ya la había visto antes. Ambos pensaban que había llegado el momento oportuno de ocupar habitaciones separadas, pero ninguno tenía el valor de proponerlo. Así pues siguieron utilizando el lecho conyugal, y amaneciendo bajo un pesado dosel y rodeados por gruesos cortinajes de terciopelo.

Lucile llevaba esa mañana un vestido gris perla. Ofrecía un aspecto curiosamente puritano, pensó Danton; se imaginó que se inclinaba sobre ella y que la besaba salvajemente en los labios.

Nada afectaba el apetito de Danton, ni un arrebato de pasión, ni una crisis nacional ni el histórico polvo de los cortinajes del lecho. Lucile no probó bocado pues estaba tratando de recuperar su figura tras el parto.

—Te vas a quedar esquelética —le dijo Danton.

—Trata de parecerse a su marido —observó Fabre—. No quiere reconocerlo, pero por alguna razón que sólo ella conoce eso es justamente lo que hace.

Camille bebía una taza de café a sorbitos. Su esposa lo miró de soslayo mientras abría la correspondencia con un abrecartas.

—¿Dónde están François y Louise? —preguntó Fabre—. Debe de haberlos retenido algo. Son una pareja la mar de curiosa; todavía se despiertan juntos en el mismo lecho en el que iniciaron su vida conyugal.

—¡Basta de impúdicos cotilleos antes de desayunar! —exclamó Danton.

Camille dejó la taza de café sobre la mesa y dijo:

—Algunos de nosotros no podemos empezar el día sin haber ingerido nuestra ración cotidiana de escándalos y perversos chismorreos.

—Confiemos en que el austero ambiente de este lugar influya en nuestro ánimo —contestó Danton—. Incluido Fabre. Esto no será como vivir entre los cordeliers, quienes aplaudían todas tus pequeñas depravaciones.

—No soy un depravado —protestó Fabre—. El depravado es Camille. A propósito, supongo que no tendrás ningún inconveniente en que Caroline Rémy se instale aquí.

—No me parece correcto —respondió Danton.

—¿Por qué? A Hérault no le importa, puede venir a visitarla aquí.

—Me importa un comino lo que opine Hérault. No dejaré que conviertas este lugar en un prostíbulo.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Fabre. Miró a Camille en busca de apoyo, pero este estaba leyendo su correspondencia.

—Si te divorcias de Nicole y te casas con Caroline, puedes traerla a vivir aquí.

—¿Casarme con ella? —preguntó Fabre—. Estás loco.

—Si te parece una idea tan impensable, ello demuestra que esa mujer no debería tratarse con nuestras esposas.

—Ya comprendo —contestó Fabre, que estaba de un humor agresivo. No podía dar crédito a lo que oía. El ministro y su colega, el otro secretario, se habían beneficiado ese verano en numerosas ocasiones de Caroline—. De modo que hay una ley para ti y otra para mí.

—No sé a qué te refieres. ¿Acaso me propongo mantener a una amante aquí?

—Sí —masculló Fabre.

Camille soltó una carcajada.

—Te ruego que comprendas —dijo Danton—, que si Caro se traslada aquí, los ministerios y la Asamblea se enterarán de ello al cabo de una hora y lloverán las críticas, especialmente sobre mí.

—Muy bien —respondió Fabre, enojado—. Cambiemos de tema. ¿Quieres saber lo que dice Condorcet sobre tu nombramiento, ministro, en el periódico de hoy?

—Espero que no nos deleites todas las mañanas refiriéndonos lo que opinan y dicen los brissotinos —terció Lucile—. Pero continúa.

Fabre abrió el periódico y leyó:

—«El primer ministro tenía que ser alguien que contara con la confianza de los agitadores responsables de haber derrocado la monarquía. Tenía que ser un hombre con suficiente autoridad personal para controlar a los más nefastos instrumentos de esta beneficiosa, gloriosa y necesaria Revolución». Se refiere a nosotros, Camille. «Tenía que ser un hombre que poseyera la suficiente elocuencia, espíritu y carácter para estar a la altura del cargo que ostenta y de los miembros de la Asamblea Nacional que deben tratar con él. Sólo Danton reunía esas cualidades. Yo voté a favor de él, y no me arrepiento de mi decisión». Fabre se inclinó hacia Gabrielle y añadió: —¿No estás impresionada?

—Hay algo que no me convence en ese artículo —dijo Camille.

—Tiene un tono paternalista —declaró Lucile, arrebatando el periódico de manos de Fabre—. «Los miembros que deben tratar con él». Parece como si vayan a encerrarte en una jaula y se aproximen a ti con unos palos y temblando de miedo.

—Como si nos importara el que Condorcet se arrepintiera o no de su decisión —dijo Camille—. En primer lugar, no tenía elección. Las opiniones de los brissotinos carecen de importancia.

—Te equivocas. Cuando se elija a los diputados de la Convención Nacional tendrán una gran importancia —respondió Danton.

—Me gusta eso del carácter —dijo Fabre—. ¿Imaginas lo que hubiera dicho si te llega a ver arrastrando a Mandat por todo el Ayuntamiento?

—Olvidemos ese episodio —contestó Danton.

—Pensaba que había sido uno de tus momentos más gloriosos, Georges-Jacques.

Camille distribuyó las cartas en montoncitos y dijo:

—No he recibido noticias de Guise.

—Quizás estén impresionados por tu nuevo domicilio.

—Supongo que no me creen. Pensarán que es una de mis mentiras habituales.

—¿Acaso no leen los periódicos?

—Sí, pero desde que soy periodista no se fían de ellos. Mi padre está convencido de que acabarán ahorcándome.

—Quizá tenga razón —dijo Danton con tono burlón.

—Puede que esto te interese. He recibido carta de mi querido primo Fouquier-Tinville —dijo Camille, examinando la esmerada caligrafía de su pariente—. Halagos, envidia, servilismo, envidia, mi querido primo Camille, envidia y más envidia… «el nombramiento de los patrióticos ministros… conozco bien su reputación, pero no tengo la suerte de que ellos me conozcan a mí…».

—Yo sí lo conozco —dijo Danton—. Un tipo útil. Hace lo que le ordenan.

—«Confío en que intercederás en mi favor ante el ministro de Justicia para que me ofrezca un cargo… Como sabes, soy padre de familia numerosa y no ando sobrado de dinero…». —Camille arrojó la carta frente a Danton—. Permite que interceda en favor de tu humilde y leal servidor Antoine Fouquier-Tinville. La familia lo considera un abogado muy competente. Puedes darle un cargo si te apetece.

Danton cogió la carta y se echó a reír.

—Qué tono tan servil… Hace tres años no te habría dado ni los buenos días, Camille.

—Tienes razón. Si me lo hubiera encontrado en la calle ni siquiera me hubiera dirigido la palabra, hasta que cayó la Bastilla.

—No obstante —dijo Danton tras leer la carta—, tu primo puede sernos útil en el tribunal especial que montaremos para juzgar a los perdedores. Déjame reflexionar, ya le encontraré un trabajo.

—¿Quiénes envían esas cartas? —preguntó Lucile.

—Estas son de felicitación, y estas otras obscenas —contestó Camille, indicando con la mano los dos montoncitos de cartas. Lucile observó su mano; parecía casi transparente—. Solía entregárselas a Mirabeau. Las coleccionaba.

—¿Puedo verlas?

—Más tarde —contestó Danton—. ¿Recibe Robespierre ese tipo de cartas?

—Sí, algunas. Maurice Duplay inspecciona su correspondencia. Los Duplay constituyen una maravillosa presa para una imaginación calenturienta. Todas esas hijas, y los dos chicos… Según me ha informado Maurice, en ellas mencionan mi nombre con frecuencia. Pero no puedo hacer nada para remediarlo.

—Robespierre debería casarse —dijo Fabre.

—No sirve de nada —respondió Danton. Luego se giró hacia su esposa y le preguntó—: ¿Qué vas a hacer hoy, cariño?

Gabrielle guardó silencio.

—Tu alegría de vivir es admirable —dijo Danton con tono sarcástico.

—Echo de menos mi hogar —contestó Gabrielle, contemplando fijamente el mantel. No le gustaba airear su vida privada.

—¿Por qué no vas de compras? —sugirió su marido—. Vete a la modista.

—Estoy encinta de tres meses. La ropa no me interesa.

—No seas malo con ella, Georges-Jacques —terció Lucile.

Gabrielle la miró furiosa y le espetó:

—No necesito que me defiendas, zorra. —Luego se levantó y añadió—: Disculpadme.

Tras esas palabras, salió precipitadamente de la habitación.

—Olvídalo, Lolotte —dijo Danton—. Está nerviosa.

—Gabrielle tiene el temperamento de las personas que escriben esas cartas —dijo Camille—. Todo lo ve bajo un prisma pesimista.

—Ya puedes satisfacer tu morbosa curiosidad —dijo Danton a Fabre, indicando las cartas—. Pero llévatelas de aquí.

Fabre se inclinó profundamente ante Lucile y salió con expresión fría y digna.

—No le gustarán —observó Danton—. Ni siquiera pueden gustarle a Fabre.

—Maximilien recibe proposiciones de matrimonio —soltó Camille inopinadamente—. Recibe dos o tres a la semana. Las conserva en su habitación, sujetas con una cinta. Tiene la manía de guardarlo todo.

—¿No será una de tus fantasías? —le preguntó Danton.

—No, te lo aseguro. Las oculta debajo del colchón.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Danton, echándose a reír.

—No se lo cuentes a nadie —contestó Camille—, porque Max sospechará que te lo he dicho yo.

En aquel momento apareció de nuevo Gabrielle, seria y tensa.

—Cuando hayáis terminado, me gustaría hablar un momento con mi marido, si no tenéis inconveniente.

Danton se levantó y dijo, dirigiéndose a Camille:

—Hoy puedes hacer de ministro de Justicia, mientras yo me ocupo de lo que Gabrielle llama «los asuntos extranjeros». ¿Qué querías decirme, cariño?

—¡Maldita sea! —exclamó Lucile, cuando los Danton se hubieron marchado—. Me ha llamado zorra.

—No lo ha dicho en serio —respondió Camille—. Se siente desgraciada, confundida.

—Y nosotros no hacemos nada para ayudarla.

—¿A qué te refieres?

Camille acarició suavemente la mano de su esposa mientras ambos se miraban fijamente. Ninguno estaba dispuesto a renunciar a su jueguecito.

Los aliados habían aterrizado en Francia.

—París es una ciudad tan segura —comunicó Danton a la Asamblea—, que he traído a mis hijos y a mi anciana madre a la capital, a mi casa de la Place des Piques.

Más tarde se encontró con el ciudadano Roland en los jardines de las Tullerías y dieron un paseo bajo los árboles. Sobre el rostro de su colega caían los rayos del sol que se filtraban entre las hojas.

—Quizás ha llegado el momento de marcharse —dijo Roland con voz temblorosa—. El Gobierno debe permanecer unido a toda costa. Si nos trasladáramos más allá del Loira, cuando ocupen París…

Danton se giró y lo miró enfurecido.

—Cuidado, Roland —dijo—, pueden oírte. Si tanto te asusta la lucha, huye, pero yo me quedo para gobernar el país. Jamás ocuparán París. Antes le prenderemos fuego.

Como saben, el pánico es contagioso. Danton está convencido de que existe un mecanismo que lo pone en marcha, un proceso que forma parte de la mente humana o del alma. Sin embargo, confía en que, mediante ese mismo proceso, a lo largo de las vías por las que se extiende el pánico también puede extenderse el valor. En cualquier caso, está resuelto a permanecer al pie del cañón, a modo de ejemplo.

La señora Recordain estaba sentada en una silla, contemplando admirada el palacio del ministro de Justicia. De pronto olfateó el aire, alarmada.

Habían empezado a cavar trincheras alrededor de las murallas de París.

Durante las primeras semanas, Marat solía acudir con frecuencia al ministerio. No se molestaba en bañarse para tales ocasiones, ni anunciaba su visita con antelación. Recorría los pasillos con paso apresurado y decía con cara de pocos amigos: «Vengo a ver al ministro, o al secretario», como si estuviera dispuesto a pelearse con quien intentara impedírselo.

Una mañana se topó con dos funcionarios que conversaban junto a la puerta del despacho del secretario Desmoulins. Parecían nerviosos e irritados. Ninguno de ellos trató de detener al doctor Marat sino que lo miraron como diciendo: «Adelante, el secretario merece recibir la visita de un tipejo como tú».

Era una habitación espaciosa, espléndidamente amueblada, en la que Camille no acababa de encajar. De las paredes colgaban unos retratos de viejos ministros que observaban con expresión vacía, debajo de sus empolvadas pelucas, al ocupante de la mesa que antaño les había pertenecido, como si la presencia de Camille les dejara totalmente indiferentes.

—Longwy ha caído —dijo Marat.

—Lo sé. Me lo han señalado en ese mapa, porque ni siquiera sabía dónde quedaba eso.

—Dentro de unos días caerá Verdun —continuó Marat, sentándose frente a Camille—. ¿Qué problemas tienes con tus funcionarios? Me he encontrado a dos ahí fuera, murmurando.

—Aquí me asfixio —contestó Camille—. Ojalá me hubiera quedado en la redacción del periódico.

Marat, en aquellos momentos, en lugar de publicar sus opiniones en el periódico, las escribía en unos carteles que pegaba por toda la ciudad. Ciertamente, no era un estilo sutil, que alentara las simpatías de la gente.

—A ti y a mí, querido amigo, nos van a matar de un tiro.

—Quizá tengas razón.

—Llegado el momento, ¿qué harás? ¿Suplicar misericordia?

—Probablemente —contestó Camille con franqueza.

—Pero tu vida es muy valiosa. La mía también, aunque supongo que muchos no estarían de acuerdo con esta afirmación. Tenemos un deber hacia la Revolución, no podemos rendirnos. Brunswick se ha movilizado. ¿Qué dice Danton? La situación es grave, pero no desesperada. Danton no es idiota, e imagino que no ha perdido las esperanzas. Sin embargo, tengo miedo. El enemigo dice que está dispuesto a arrasar la ciudad. El pueblo sufrirá, como quizá jamás ha sufrido en nuestra historia. ¿Imaginas cómo se vengarán los monárquicos?

Camille sacudió la cabeza, dando a entender que trataba de no pensar en ello.

—Provenza y Artois regresarán. María Antonieta regresará, para ocupar de nuevo su lugar. Los sacerdotes regresarán. Los niños que ahora están en la cuna sufrirán por lo que hicieron sus padres. —Marat se inclinó hacia adelante, con la espalda encorvada y la mirada fija en Camille, como si estuviera pronunciando un discurso desde la tribuna del Club de los Jacobinos—. La nación se convertirá en un matadero.

Camille apoyó los codos en la mesa y observó a Marat, sin saber qué responder.

—No sé cómo podemos detener el avance del enemigo —le dijo Marat—. De eso se ocuparán Danton y los soldados. Lo que me concierne es la defensa de esta ciudad, los traidores que hay entre sus muros, los subversivos, los monárquicos que llenan nuestras cárceles. Esas prisiones no son seguras; tenemos a gente encerrada en conventos, en hospitales, no hay espacio para ellos, ni forma de encerrarlos en un lugar seguro.

—Es una lástima que derribáramos la Bastilla —dijo Camille.

—¿Y si logran escapar? —preguntó Marat—. No, no es imposible, el arma que representa la cárcel exige cierto consentimiento por parte de la víctima, cierta colaboración. Supón que se niegan a colaborar… Cuando nuestras tropas partan hacia el campo de batalla, dejando a la ciudad en manos de las mujeres, los niños y los políticos, los aristócratas saldrán de las cárceles, localizarán los escondites donde guardan las armas…

—¿Los escondites? Nos seas estúpido. ¿Por qué crees que la Comuna ha registrado todas las casas…?

—¿Estás seguro de que las han registrado todas?

Camille sacudió la cabeza.

—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó—. ¿Matar a los presos en las cárceles?

—Por fin —respondió Marat—. Creí que nunca íbamos a llegar a este punto.

—¿A sangre fría?

—Como sea.

—¿Y tú te encargarías de organizarlo, Marat?

—No, sucedería espontáneamente. La gente, aterrada, llevada por el odio hacia el enemigo…

—¿Espontáneamente? —repitió Camille—. No lo creo probable.

Sin embargo, pensó: tenemos una ciudad que corre un peligro inmediato, tenemos un populacho enfurecido, tenemos un mar de odio inútil contra las instituciones del Estado que fluye a través de las plazas públicas, y tenemos a las víctimas, el objetivo de ese odio, tenemos a los traidores a mano, dispuestos a lo que sea… Bien pensado, no es tan descabellado.

—Venga, hombre —dijo Marat—. Los dos sabemos cómo suceden esas cosas.

—Hemos empezado a juzgar a los monárquicos —contestó Camille.

—¿Crees acaso que disponemos de uno o dos años? ¿De un mes, de una semana?

—No, tienes razón. Pero jamás… quiero decir que jamás hemos cometido nada semejante, Marat. Sería un asesinato, lo mires como lo mires.

—No seas hipócrita. ¿Qué crees que hicimos en 1789? Fueron los asesinatos los que te convirtieron en el personaje que eres hoy, que te sacaron del anonimato y te colocaron en este despacho. ¡Los asesinatos! ¿Qué significa eso? Se trata simplemente de una palabra.

—Hablaré de ello con Danton.

—Sí, hazlo.

—Pero dudo de que acepte tu plan.

—Allá él. De todos modos sucederá. Podemos ejercer cierto control sobre ello o bien dejar que se nos escape de las manos. Danton tendrá que elegir entre ser el amo o el sirviente. ¿Qué crees tú que elegirá?

—Manchará su buen nombre. Su honor.

—Ay, Camille —murmuró Marat—. ¡Su honor! ¡Mi pobre Camille!

Camille se reclinó en la silla y alzó la cabeza, contemplando los cuadros que cubrían las paredes. Los ministros tenían los ojos enrojecidos, sin duda debido a su avanzada edad. ¿Tenían esposa, hijos? ¿Sentimientos? Debajo de sus elegantes chalecos ¿se movían sus costillas con el latir de sus corazones? Los retratos lo observaban impasibles, en silencio. Los funcionarios se habían alejado de la puerta. Camille oyó el tictac de un reloj.

—El pueblo llano no tiene honor —dijo Marat—. No se puede permitir ese lujo.

—Supón que los otros ministros tratan de impedirlo.

—¿Los otros ministros? No me hagas reír. ¿Qué otros ministros? Si son unos eunucos.

—A Danton no le gustará esa idea.

—No tiene por qué gustarle —contestó Marat enérgicamente—. Basta con que comprenda que es necesario. Hasta un niño comprendería que es necesario. ¿Gustarle? ¿Crees que me gusta a mí?

Camille no contestó.

Al cabo de unos instantes, Marat dijo:

—Lo cierto es que me tiene sin cuidado. Absolutamente sin cuidado.

Los preliminares para las elecciones de la Convención han comenzado. La vida continúa como siempre. El pan es horneado todos los días. Se ensayan obras teatrales.

Lucile ha recuperado a su hijito. Súbitamente suenan unos berridos a través de los amplios salones, debajo de los techos abovedados, entre los documentos y los libros encuadernados en piel, en unos lugares donde jamás han resonado las voces ni los berridos de un niño.

Verdun cae el 1 de septiembre. Si el enemigo decidiera marchar sobre París, se hallaría tan sólo a dos días de marcha.

Robespierre piensa con frecuencia en Mirabeau, el cual solía decir, haciendo un amplio gesto con la mano: «Mirabeau hará esto», o «el conde Mirabeau responderá…», refiriéndose a sí mismo como si fuera un personaje en una obra dirigida por él. Es consciente de que lo observan atentamente. Robespierre actúa. O Robespierre no actúa. Robespierre observa mientras es observado.

Se había negado a actuar de juez en el tribunal especial creado por Danton.

—¿Todavía te opones a la pena de muerte? —le preguntó Danton, enojado.

Sin embargo, Danton había hecho gala de su misericordia. Había muy poco trabajo para el ciudadano Sanson. Habían ejecutado a un oficial de la Guardia Nacional —mediante la guillotina— y al secretario de la Lista Civil, pero habían perdonado la vida a un aristocrático periodista. Camille apoyó las manos sobre los hombros de Danton y le convenció de que era un mal precedente ejecutar a periodistas. Danton se echó a reír y respondió:

—Como quieras. Puedes revocar el veredicto; seguiremos aplazando indefinidamente la ejecución, y al final no se llevará a cabo. Haz lo que creas más conveniente. Tienes el sello con mi firma.

Era arbitrario, afirmó Fabre, el que la vida de un hombre dependiera de que Camille recordara una victoria en un intercambio de insultos con él en 1789, y que se sintiera magnánimo, y que hiciera el papel de puta barata para divertir a Danton y ponerlo de buen humor al final de una dura jornada. (Un secreto, dijo Fabre, que Camille hubiera podido vender a la esposa de Danton). A Fabre le disgustaba el incidente, no por la pasión que sentía por la justicia, según dijo Robespierre, sino porque no poseía unas dotes similares para conseguir sus fines. ¿Acaso Robespierre era el único que pensaba que la ley no debía ser vulnerada de esa forma? Le producía náuseas, ofendía su intelecto. Pero ese sentimiento provenía de los viejos tiempos, antes de la Revolución. La justicia se había convertido en sirviente de la política: ningún otro cargo era compatible con el de la supervivencia. Sin embargo, le hubiera disgustado profundamente oír a Danton exigir a gritos que cortaran la cabeza a los detenidos. En todo caso, a Danton le faltaba carácter, era sensible a los halagos, y no sólo por parte de Camille.

Brissot. Vergniaud. Buzot. Condorcet. Roland. Roland y Brissot de nuevo. En su sueño, esperan, riendo, atraparlo en una red. Y Danton se niega a actuar…

Esos son los conspiradores. ¿Por qué teme una conspiración, se pregunta (pues es un hombre razonable), cuando nadie más parece temerla?

Temo las consecuencias de lo que en el pasado contribuí a provocar, se dice. En mi interior se agitan otros conspiradores: el corazón que late aceleradamente, la cabeza que no cesa de dolerme, las tripas a las que les cuesta hacer la digestión y los ojos que se sienten heridos por la luz del sol. Detrás de ellos está el jefe de los conspiradores, la parte oculta de la mente. Las pesadillas le despiertan a las cuatro y media de la mañana, y no logra conciliar el sueño de nuevo.

¿Con qué fin conspira el individuo que hay en su interior? ¿Para tomarse una noche libre y leer una novela? ¿Para tener más amigos, para que le quieran más? La gente comenta extrañada el hecho de que Robespierre luzca unas gafas tintadas que le dan un aspecto de lo más siniestro.

Danton lucía una casaca escarlata. Al ponerse en pie en la Asamblea, sus colegas lo aclamaron con fervor; algunos incluso sollozaban. Las voces y exclamaciones del público que llenaba las galerías se oían al otro lado del río.

Respirando tal como le había enseñado a hacer Fabre, su voz sonaba inmensa y poderosa. A través de su mente discurrían dos líneas de pensamiento: la organización de los planes, el despliegue de los Ejércitos y las maniobras diplomáticas. Mis generales son capaces de contenerlos durante quince días; luego (repetía mentalmente), luego ya se me ocurrirá otra cosa. Los venderé a la Reina si está dispuesta a comprarlos, o a mi madre, o me rendiré, o me cortaré las venas.

La segunda línea de pensamiento: las acciones surgen de palabras. ¿Cómo pueden unas palabras salvar al país? Las palabras generan mitos, y la gente lucha por defender esos mitos. Louise Gély: «Hay que guiarles, enseñarles lo que deben hacer. Una vez que han aprendido a afrontar la situación, todo resulta muy sencillo». Tiene razón. La situación no puede ser más sencilla. Hasta una niña de catorce años lo comprende. Es preciso utilizar palabras sencillas. Pocas, y breves. Danton se yergue, extiende un brazo y dice:

—Hay que mostrar arrojo. Siempre hay que mostrar arrojo. De esta forma salvaremos a Francia.

En aquel momento alguien escribió: «Ese hombre, pese a su grotesco aspecto, resulta hermoso».

Danton se sentía como un emperador romano, presente en su propia deificación. Los dioses vivientes caminan por las calles; los avatares cargan los cañones; los iconos cargan los dados.

Legendre: «El enemigo se hallaba a las puertas de París. Apareció Danton, y salvó al país».

Es muy tarde. El rostro de Marat presenta, a la luz de las velas, un tono lívido, como el de un ahogado. Fabre se ríe. Tiene una botella de coñac junto a él. En la habitación hay aproximadamente una docena de personas. No se han saludado por su nombre, y evitan mirarse a los ojos. Es posible que dentro de un año ni siquiera recuerden quién estuvo allí y quién no. El jefe de una Sección está sentado junto a una ventana abierta, porque a sus compañeros les molesta el olor de su pipa.

—No será una arbitrariedad —dice un miembro de la Comuna—. Utilizaremos a patriotas de confianza, hombres de las Secciones, a quienes facilitaremos unas listas completas. Podrán entrevistar a todos los prisioneros que aún no hayan sido liberados, y condenar a los otros. ¿Qué os parece?

—Me parece bien —responde Marat—. Siempre y cuando la sentencia sea la misma.

—¿A qué viene esa farsa? —pregunta Camille al miembro de la Comuna—. ¿No sería mejor entrar en las cárceles y matarlos a todos?

—De todos modos, eso es lo que acabará sucediendo —contesta Marat—. Pero debemos seguir los trámites establecidos y actuar rápidamente, ciudadanos. El pueblo está sediento de justicia.

—Estamos un poco cansados de tus consignas, Marat —protesta Camille.

El sansculotte que fuma en pipa se la quita de la boca y dice:

—Esto no te va, te sientes incómodo, ¿no es cierto, Camille? ¿Por qué no te marchas a casa?

—Porque este asunto me concierne, concierne al ministro —responde Camille, golpeando con un dedo los documentos que yacen sobre la mesa.

—Si te sirve de consuelo —insiste el sansculotte—, considéralo una continuación de lo que hicimos el 10 de agosto. Aquel día iniciamos algo, ahora lo vamos a terminar. ¿De qué sirve fundar una república si uno no puede tomar las medidas pertinentes para defenderla?

—No hago más que repetírselo —terció Marat—. Pero es inútil, está obcecado.

En el centro de la mesa, como un trofeo, está el sello con la firma del ministro de Justicia. Es el único requisito que se precisa para liberar a un hombre o a una mujer de la cárcel. Por supuesto, el ciudadano Roland, en calidad de ministro del Interior, debería participar en los asuntos que afectan a las prisiones. Pero todos piensan que Roland ni lo sabe ni le importa; que le importa pero no lo sabe; que lo sabe pero no le importa; que le importa pero no se atreve a intervenir. De todos modos, ¿qué importa Roland? Si tiene que tomar otra decisión importante se expone a sufrir un ataque al corazón.

—Examinemos las listas —dice el ciudadano Hébert.

Existen unas dos mil personas encerradas en las cárceles; es difícil calcular la cifra exacta. Los nombres que tachen hoy de las listas serán liberados esta noche; los demás deberán comparecer ante un improvisado tribunal.

Cuando llegan al nombre de un sacerdote, un tal Bérardier, Camille dice:

—Quiero que lo soltéis.

—Es un sacerdote obstinado, que se ha negado a jurar lealtad a la constitución.

—No me importa, quiero que lo soltéis —insiste Camille con firmeza.

Los demás se encogen de hombros y estampan el sello sobre el documento. Camille es imprevisible, es mejor no ponerlo nervioso; además, siempre existe la posibilidad de que cierta persona sea un agente del Gobierno. Danton ha redactado una lista de personas que desea que sean liberadas, la cual ha entregado a Fabre. Camille le pide que se la muestre; Fabre se niega. Camille acusa a Fabre de haberla modificado. Fabre le pregunta que por quién le toma. Silencio. Fabre insinúa que Camille ha conseguido la liberación de un abogado de mediana edad que había sido uno de sus amantes a principios de 1780, cuando Camille era un joven muy atractivo y próspero. Camille replica que es posible, pero que en todo caso es preferible a salvar la vida de alguien a cambio de dinero, que es lo que suele hacer Fabre.

—Es fascinante —dice Hébert—. ¿Continuamos?

Unos mensajeros aguardan junto a la puerta para transmitir las órdenes urgentes de liberación. Es difícil, cuando la pluma se detiene junto a un nombre, asociarlo al cadáver al que quizá pertenezca, mañana o pasado mañana. En la habitación no se respira un ambiente de rencor sino más bien de cansancio y hastío. Camille toma varios tragos del coñac de Fabre. Hacia el amanecer se crea un clima de tibia camaradería.

Quedaba por resolver la cuestión de quién iba a encargarse de matarlos. Era evidente que no lo harían los hombres que sostenían las listas en sus manos, ni siquiera el sansculotte que fumaba en pipa. Al fin decidieron reclutar a unos cuantos carniceros y ofrecerles una determinada cantidad por hacer el trabajo. No se trataba de una idea descabellada ni macabra, sino prudente y humanitaria.

Sin embargo, a medida que fueron extendiéndose los rumores sobre un complot de los aristócratas, sembrando el pánico en la ciudad, tuvieron que echar mano de unos entusiastas principiantes. Carecían de experiencia, y los carniceros se burlaron de sus escasos conocimientos de anatomía. A menos que se propusieran torturar y mutilar a sus víctimas, claro está.

A mediodía, todos están agotados y nerviosos.

—Creo que ha sido una pérdida de tiempo quedarnos en vela toda la noche repasando estas listas —dice Fabre—. De todos modos, se harán un lío y matarán a quienes no deben matar.

Camille recuerda las palabras de Marat: o controlamos nosotros la situación, o se nos escapará de las manos. Las noticias que llegan son cada vez más alarmantes. Durante toda su vida se verán atormentados por los remordimientos; jamás lograrán recuperar su nombre. Sin embargo, ni lo planeamos ni deseábamos que sucediera, piensa Camille. Simplemente, nos lavamos las manos, confeccionamos una lista y nos fuimos a acostar a casa mientras los otros provocaban un baño de sangre y ellos pasaban a convertirse de héroes en aves de rapiña, en unos salvajes, unos caníbales.

Al principio trataron de imponer cierto orden, cierto parecido, aunque risible, de legalidad. Un grupo de sansculottes, tocados con su inevitable gorro rojo, armados, sentados ante una gigantesca mesa, contemplan al sospechoso que tienen ante sí. En el patio aguardan los verdugos, armados con alfanjes, hachas y picas. Al fin deciden liberar a la mitad de los sospechosos, por un motivo fundado, por sentimentalismo o porque en el último momento comprueban que no es quien creían que era. A medida que transcurre el día, la identificación de los reos se hace cada vez más complicada; unos alegan haber perdido sus documentos, otros que se los han robado. Pero si estás en la cárcel será por algún motivo, ¿no?, por un motivo que perjudica al bienestar del pueblo. Como dijo uno: «A mí todos los aristócratas me parecen iguales».

Algunos ya saben que están condenados a muerte; algunos todavía tienen tiempo de rezar, otros mueren gritando y luchando con sus asesinos hasta el fin. Uno de los verdugos irrumpe en el tribunal e increpa a los jueces:

—¡Utilizad la cabeza! No damos abasto, necesitamos un respiro.

De modo que los jueces perdonan la vida a un nutrido grupo de prisioneros.

—Puedes irte, quedas libre.

Junto a la puerta les espera un individuo, sosteniendo un hacha. Lo último que oyen antes de morir es la palabra «libre».

A media tarde: Prudhomme, el joven periodista, esperó a que finalizara la reunión presidida por Danton. Ignoraba que Danton se había reído de las declaraciones del Supervisor de Prisiones y que hubiera insultado al secretario particular de Roland. Desde aquel aciago día de 1791, cuando unos guardias nacionales lo habían confundido con Camille y casi lo habían matado, Prudhomme se creía con todo el derecho de interesarse por Danton y sus amigos.

Danton lo miró como si no lo reconociera.

—Están asesinando indiscriminadamente a los prisioneros —le informó Prudhomme.

—¡Que se jodan los prisioneros! Debieron haberlo pensado antes —contestó Danton.

Acto seguido dio media vuelta y se alejó.

Camille estudió detenidamente a Prudhomme, sin conseguir trasladar las pálidas cicatrices de este a su propio rostro.

—No te preocupes —dijo nervioso. Parecía inquieto, como si se sintiera culpable; era el efecto que le causaba Prudhomme más que la situación en sí. Dio a Prudhomme unas palmaditas en la mano y añadió—: Todo está organizado. No tocarán a ningún inocente. Si una Sección avala a un prisionero, será puesto en libertad. Es…

—¡Camille! —gritó Danton—. ¡Ven aquí inmediatamente!

Camille sintió deseos de golpear a Danton. O a Prudhomme. Su actitud oficial era: no sé nada de esto.

La princesa de Lamballe fue asesinada en la prisión de La Force. Es posible incluso que la violaran. Después de que le arrancaran casi todos los órganos para ensartarlos en unas picas, le cortaron la cabeza y la llevaron a un peluquero, a quien obligaron, a punta de cuchillo, a que peinara los bonitos rizos de la princesa. Luego marcharon en procesión hasta la torre del Temple, donde estaban encerrados los Capeto. Clavaron la cabeza en una pica y la alzaron hasta la ventana superior.

—Saluda a tu amiga —exhortaban a la mujer que estaba encerrada en la celda.

VOLTAIRE

La razón debe implantarse primero en las mentes de los dirigentes; luego va descendiendo hasta alcanzar al pueblo, el cual ignora su existencia, pero que, al percibir la moderación de sus gobernantes, acaba imitándolos.

Nueve formas mediante las cuales uno se convierte en partícipe del pecado de otra persona:

Por consejo

Por orden

Por consentimiento

Por provocación

Por halagos o elogios

Por ocultación

Por participar directamente en el pecado

Por el silencio

Por defender la fechoría

Cuando Robespierre hablaba, los miembros del comité de vigilancia de la Comuna dejaban sus plumas y lo miraban fijamente. No jugueteaban con sus papeles ni se sonaban la nariz ni se distraían. Si tenían tos, procuraban reprimirla. Todos estaban serios. Robespierre esperaba que le dedicaran toda su atención, y ellos obedecían.

Existía un complot, según les explicó, destinado a colocar al duque de Brunswick en el trono de Francia. Por increíble que esto pudiera parecer —echó un vistazo alrededor de la sala, pero nadie se atrevió a manifestar la menor incredulidad— tal era la aspiración del comandante de las fuerzas aliadas, que algunos franceses alentaban, Brissot entre ellos.

Billaud-Varennes, el antiguo secretario de Danton, se apresuró a respaldar las declaraciones de Robespierre. A Max no le gustaba Billaud, el cual se jactaba de reconocer a un conspirador simplemente mirándole a los ojos.

Los funcionarios de la Comuna emitieron de inmediato órdenes de arresto contra Brissot y Roland. Robespierre se fue a casa.

Eléonore Duplay se lo encontró cuando cruzaba el patio.

—¿Es verdad que están matando a todos los presos en las cárceles? —le preguntó la joven.

—Lo ignoro —respondió Max.

—Pero forzosamente tienes que saberlo —insistió Eléonore—. No pueden hacer nada sin consultártelo.

Robespierre la atrajo hacia sí, no en un gesto de cariño, sino porque deseaba influir en la expresión de su rostro.

—Suponiendo que fuera cierto, querida Eléonore, querida Cornélia, ¿acaso llorarías por ellos? Piensa en las personas que los austriacos están asesinando en estos momentos, expulsándolos de sus granjas, quemando sus hogares… ¿Por quiénes llorarías?

—No dudo de que hayas tomado la decisión acertada —contestó la joven—. Tú jamás te equivocas.

—Bueno, ¿por quiénes llorarías? —insistió Robespierre. Tras un breve silencio respondió él mismo a la pregunta—. Supongo que por todos.

Danton examinó los papeles que yacían en la mesa del fiscal. A fin de cuentas, siempre terminaba enterándose de todo.

Cuando vio las dos órdenes de arresto, las cogió y luego volvió a dejarlas sobre la mesa. Mientras las contemplaba, cavilando lentamente, empezó a temblar de pies a cabeza, como la mañana en que le comunicaron que su primer hijo había muerto. ¿Quién había estado todo el día en la Comuna? Robespierre. ¿Quién mandaba allí? Él, y Robespierre. ¿Quién había ordenado que se emitieran esas órdenes? Robespierre. Podía pedir que le mostraran las actas, para leer y juzgar las palabras que habían conducido a dictar las dos órdenes de arresto, para averiguar quiénes eran los culpables. Pero era tan imposible que la Comuna hubiera hecho eso sin la aprobación de Robespierre, como que Roland y Brissot fueran arrestados y no murieran aquella misma noche. Debo moverme rápidamente, pensó Danton.

Louvet, el frágil y atractivo novelista, amigo de Manon Roland, le tocó el codo y dijo:

—Robespierre denunció a Brissot…

—Eso veo —contestó Danton, cogiendo las órdenes. Luego se volvió hacia Louvet y dijo con tono feroz—: ¿Cómo habéis sido tan idiotas? ¿Cómo he podido ser yo mismo tan idiota? Ve a ocultarte en alguna parte.

A continuación dobló los documentos y los guardó en el bolsillo interior de la casaca.

—El pequeñajo tendrá que pasar sobre mi cadáver para recuperar estos papeles —dijo.

—Debemos librar otra guerra —dijo Louvet, rojo de ira—. O matamos a Robespierre, o él nos matará a nosotros.

—No me pidas que te salve —respondió Danton, empujándolo hacia el otro lado de la habitación—. Bastante tengo con salvar mi propio pellejo y ocuparme de los malditos alemanes.

Pétion cogió las órdenes de arresto y las dejó de nuevo sobre la mesa, como había hecho Danton.

—¿Las ha autorizado Robespierre? Vaya, vaya, vaya… —dijo—. ¿Crees que lo sabía, Danton? ¿Crees que sabía que iban a matarlos?

—Por supuesto que lo sabe —contestó Danton, sentándose y cubriéndose la cara con las manos—. Mañana se habrá disuelto el Gobierno. Dios sabe qué pretendía con ello. O ha perdido la razón, o ha sido un gesto calculado, deliberado. En cuyo caso lo que pretende es alcanzar el poder, y desde 1789 nos ha estado mintiendo, no directamente, sino indirectamente… ¿Tú que crees, Pétion?

Pétion, aterrado, parecía hablar consigo mismo:

—Creo que… es mejor que la mayoría de nosotros, desde luego, pero la tensión de los últimos acontecimientos… —Le consideraban amigo de Brissot; su natural antipatía hacia este no había impedido que le colgaran la etiqueta. Desde el 10 de agosto, los brissotinos habían gobernado por consentimiento tácito. Fingían haber invitado a Danton a participar en el Gobierno, cuando lo cierto es que este les había devuelto los cargos y era él quien imponía su voluntad en todas las reuniones del gabinete, instalado en el enorme sillón que tiempo atrás había ocupado Capeto—. ¿Crees que Robespierre quiere matarme?

Danton se encogió de hombros. Lo ignoraba. Pétion se volvió, como si se sintiera avergonzado de sus pensamientos.

—Manon dijo esta mañana: «Robespierre y Danton sostienen la espada de Damocles sobre todos nosotros…».

—¿Y qué le contestaste? —inquirió Danton.

—Al fin y al cabo, ciudadana, Robespierre no es más que un insignificante oficinista.

Danton se levantó y dijo:

—No es cierto que sostengo la espada de Damocles sobre vuestras cabezas. Puedes decírselo de mi parte. Pero no voy a arriesgar el cuello.

—No comprendo qué hicimos para merecer esto —se lamentó Pétion.

—Yo sí. Me refiero a que si fuera Robespierre, lo comprendería perfectamente. Hace tanto tiempo que estáis obsesionados con alcanzar ciertas ventajas políticas que habéis olvidado por qué anhelabais alcanzar ese poder. Me niego a defenderos, al menos en público. Hace meses que Camille intenta prevenirme contra Brissot. Lo mismo que Marat, aunque a su manera. Y Robespierre también ha hablado. Creíamos que lo único que hacía era hablar.

—Robespierre debe de haber descubierto que lo has bloqueado.

—No es un dictador.

Los afables rasgos de Pétion habían adquirido una intensa palidez.

—¿Crees que te agradecería que lo salvaras de las consecuencias de una acción imprudente, fruto de un arrebato de ira?

—¿Ira? Robespierre no conoce el significado de esa palabra. Me equivoqué al decir que había perdido la razón. No conseguirías que enloqueciera ni aunque lo encerraras en una mazmorra durante cincuenta años. Todo cuanto necesita lo tiene en la cabeza. —Danton apoyó unos instantes la mano en el hombro de Pétion—. Estoy seguro de que nos sobrevivirá a todos.

Cuando Danton entró en su casa, envuelto en una voluminosa casaca roja, su esposa le dirigió una mirada de rencor y se apartó de él. Luego cruzó los brazos sobre su vientre, como para ocultar el hecho de que se hallaba en estado.

—¿Por qué me haces eso, Gabrielle? —preguntó Danton—. Si supieras… Si supieras a cuánta gente he salvado.

—Aléjate de mí —contestó ella—. No soporto siquiera tu presencia.

Danton llamó a una de las sirvientas y le ordenó:

—Atiende a mi esposa.

Luego irrumpió en la casa de los Desmoulins. Sólo estaba Lucile, sentada plácidamente con un gato acurrucado en su regazo. Se había llevado todo a la Place des Piques: el niño, el gato y hasta el piano.

—Quería hablar con Camille —dijo Danton—. Pero no importa.

Luego se arrodilló junto a Lucile. El gato se encaramó de un salto en el brazo opuesto del sillón. He visto a ese gato acercarse ronroneando a Robespierre, pensó Danton. Los gatos son muy listos.

Lucile le acarició la mejilla y la frente tan suavemente que él apenas sintió el tacto de su mano.

—Deja que te lleve a la cama —dijo Danton, aunque no quería decir precisamente eso.

Lucile sacudió la cabeza.

—Me das miedo, Georges. Además, ¿sería en tu cama o en la nuestra? Son unos lechos imponentes. Sobre la tuya tienes una coronita, pero la nuestra está adornada con un montón de querubines. Siempre chocamos con sus puños y sus pies.

—Te lo ruego, Lucile. Te necesito.

—No, en el fondo te disgustaría romper con tu vieja rutina. Me lo has pedido amablemente y yo me he negado, como gente civilizada que somos. Hoy no es el día indicado. Más tarde lo confundirías todo con Robespierre. Me odiarías, y no podría resistirlo.

—No te odiaría —contestó Danton. De pronto le preguntó bruscamente—: ¿Qué sabes de Robespierre?

—Te asombraría la de cosas de las que se entera una si escucha atentamente.

—¿Entonces Camille sabía… sabía lo que se proponía Robespierre…?

Lucile le acarició de nuevo y dijo con tono casi reverencial:

—No hagas tantas preguntas, Georges.

—¿No te disgusta lo que hemos hecho?

—Quizá sí, pero sé que formo parte de ello. A Gabrielle le repugna, está convencida de que has condenado tu alma y la de ella. Pero yo… creo que cuando vi a Camille por primera vez, yo tenía entonces doce o trece años, y pensé: «Ese es un tipo de cuidado». Ahora es inútil que me queje. Gabrielle se casó con un joven y simpático abogado. Yo no.

—No puedes convencerme de eso… de que sabías lo que te esperaba.

—Uno puede saberlo. Y no saberlo.

Danton le cogió la mano y la apretó con fuerza.

—Lolotte, no podemos seguir así. Yo no soy Fréron, ni Dillon. No soy el primer hombre con el que coqueteas, no permitiré que te diviertas a costa mía.

—¿Y?

—Estoy decidido a poseerte.

—¿Me estás amenazando?

—Supongo que sí —contestó Danton, levantándose.

—Esta es una nueva fase de mi existencia —dijo Lucile, mirándole con una expresión dulce y confiada—. Pero has olvidado las artes ortodoxas de la persuasión, Georges. ¿Es así como pretendes seducirme? ¿Mirándome con rabia y estrujándome la mano hasta partírmela? ¿Por qué no me diriges miradas lánguidas? ¿Por qué no suspiras? ¿Por qué no me escribes un soneto?

—Porque he comprobado que a los otros no les ha servido de nada —respondió Danton—. Vamos, Lucile, esto es absurdo.

La muy arpía, pensó Danton, sé que me desea tanto como yo a ella. Mientras ella pensó: Esto le distrae, le impide pensar en cosas más graves.

Danton cogió los documentos y regresó a sus habitaciones. El gato se acurrucó de nuevo en el regazo de Lucile, mientras ella contemplaba el fuego, como una vieja solterona.

Es posible que la cifra de muertos ascienda a mil cuatrocientos. Comparado con las bajas que suelen producirse en un campo de batalla, es una insignificancia. Pero reflexionen (como hace Lucile): tan sólo poseemos una vida.

Las elecciones a diputado en la Convención Nacional se llevaron a cabo según el sistema habitual de doble votación. Cuando los novecientos electores de la segunda vuelta acudieron a la sala de reuniones del Club de los Jacobinos, contemplaron los montones de cadáveres que tapizaban las calles.

Se realizaban varios escrutinios, hasta que un candidato obtenía mayoría absoluta. Era un proceso muy largo. Un candidato podía presentarse en más de un distrito electoral. No era necesario que fuera ciudadano francés. La cantidad de candidatos confundía a veces a los electores, pero Robespierre siempre estaba dispuesto a asesorarlos. Abrazó a Danton, tímidamente, cuando este obtuvo el 91% de votos; o si no llegó a abrazarlo, le dio unas palmaditas en el brazo. Sonrió complacido ante los aplausos que le dispensaron cuando él mismo derrotó a Pétion, obligándole a ocupar un escaño correspondiente a una ciudad de provincias; era muy importante para él que los diputados de París formaran un sólido bloque antibrissotino. Se sintió al mismo tiempo satisfecho e inquieto cuando el electorado de París eligió a su hermano menor, Augustin, pues le preocupaba que el nombre de su familia tuviera una exagerada influencia. No obstante, Augustin había trabajado con ahínco en favor de la revolución en Arras, y era justo que se trasladara ahora a la capital. Me servirá de ayuda y apoyo, pensó Max, sonriendo satisfecho. Durante unos instantes, parecía haber rejuvenecido.

El periodista Hébert no obtuvo más de seis votos en los escrutinios. Robespierre sonrió de nuevo satisfecho, y los tensos músculos de su mandíbula se relajaron. Hébert cuenta con un amplio número de seguidores entre los sansculottes, aunque posee un espléndido carruaje; Hébert, en propia persona, no es tan importante como la imagen detrás de la que se oculta y, afortunadamente, Père Duchesne, el fabricante de hornos, no exhalará el humo de su abominable pipa sobre los escaños de la Convención.

Pero no todo discurrió suavemente… El científico inglés, Priestley, iba adquiriendo creciente apoyo, en una rebelión del electorado contra Marat.

—Lo que se precisa no es un talento excepcional —dijo Robespierre—, y mucho menos un talento extranjero, sino hombres que posean sótanos ocultos para fomentar la Revolución. Y para ocultar a los carniceros —añadió.

No lo dijo en son de ironía. Legendre fue elegido al día siguiente, al igual que Marat.

Su protegido, Antoine Saint-Just, se instalaría al fin en París, y el duque de Orléans se sentaría junto a los hombres a quienes había pagado y apoyado en otros tiempos. Tras devanarse los sesos buscando un apellido que le conviniera, el duque adoptó el que le había impuesto medio en broma el pueblo, pasando a convertirse en Philippe Égalité.

El 8 de septiembre sufrieron un pequeño sobresalto.

—Ese tal Kersaint, un brissotino que se las da de intelectual —dijo Legendre—, ha obtenido suficientes votos para impedir que Camille resulte elegido en la primera vuelta. ¿Qué vamos a hacer?

—No te preocupes —le tranquilizó Danton—. Es mejor que elijan a un intelectual.

Estaba convencido de que los electores se resistirían a poner en manos de Camille los destinos de la nación. En cualquier caso, Kersaint no era un intelectual propiamente dicho sino un oficial de la Marina procedente de Bretaña, que había formado parte de la antigua Asamblea.

—Ten por seguro, ciudadano Legendre —le dijo Robespierre—, que si existe una conspiración para impedir que Camille resulte elegido, yo mismo la aplastaré.

—Un momento… —contestó Legendre, nervioso, pero no terminó la frase. No había mencionado la palabra «conspiración», pero el ciudadano Robespierre tenía unos reflejos rapidísimos—. ¿Qué piensas hacer?

—Propondré que de aquí a que concluyan las elecciones dediquemos una hora al día a debatir públicamente los méritos de los candidatos.

—Ah —dijo Legendre, soltando un suspiro de alivio. Durante unos momentos temió que Robespierre emitiera una orden de detención contra Kersaint. La semana anterior, uno sabía con qué tipo de hombre tenía que habérselas; esta semana era una incógnita. De todos modos, Robespierre subió varios puntos ante el bueno de Legendre.

—Será mejor que redactes una lista de los méritos de Camille y la distribuyas por toda la ciudad —dijo Danton, sonriendo—. No todos somos tan ingeniosos como tú. No sé cómo vas a justificar a Camille, salvo bajo el rótulo de «talento excepcional».

—¿Acaso no quieres que sea elegido? —le preguntó Robespierre.

—Por supuesto. Me gusta charlar con alguien durante los aburridos debates.

—No te lo tomes a broma, esto es muy serio.

—Preferiría que no hablarais de mí como si estuviera ausente —respondió Camille.

En el siguiente recuento de votos, el ciudadano Kersaint, que antes había obtenido 230 votos, descubrió misteriosamente que sólo había alcanzado 36.

Robespierre se encogió de hombros.

—Uno hace lo que puede para convencer a la gente. Eso es todo —dijo—. Enhorabuena, querido amigo.

De pronto imagina a Camille a los doce o trece años de edad, violento, divertido, propenso a estallar en llanto.

Entretanto, miles de voluntarios marchan al frente cantando, con unas hogazas de pan y unas salchichas ensartadas en las puntas de las bayonetas. Las mujeres les lanzan besos y ramos de flores. ¿Recuerdan los tiempos en que el sargento de reclutamiento iba a las aldeas? Ahora nadie se oculta. La gente rasca los muros de sus sótanos para extraer salitre para fabricar pólvora.

—¿Picas? —preguntó Camille.

—Picas —respondió Fabre con aire solemne.

—No quiero ponerme en plan legalista, pero no entiendo por qué el Ministerio de Justicia tiene que comprar picas. ¿Lo sabe Georges-Jacques?

—¿Acaso pretendes que le enseñe todas las facturas que recibimos?

—Lo cierto —dijo Camille, pasándose la mano por el pelo—, es que hemos gastado mucho dinero durante estas últimas semanas. Me preocupa pensar que ahora que somos todos diputados no tardarán en elegir a nuevos ministros, los cuales querrán saber en qué hemos gastado el dinero. Yo, sinceramente, no tengo la menor idea. ¿Y tú?

—Todo lo que te cause un problema —dijo Fabre—, anótalo en el apartado de «fondos secretos». Así nadie te hará preguntas porque se trata de algo secreto, ¿comprendes? No te preocupes. Todo irá bien, siempre y cuando no pierdas el Gran Sello. No lo habrás perdido, ¿verdad?

—No. Creo haberlo visto esta mañana.

—Bien. ¿Qué te parece si nos ocupamos ahora de nuestros propios asuntos financieros? ¿Qué hay del dinero que necesita Manon para que su ministerio edite los boletines de noticias?

—Georges le dijo que me pidiera amablemente que los editara yo.

—Es cierto. Yo estaba presente. Manon contestó que su marido hablaría contigo para asegurarse de que eras la persona adecuada. Nuestro ministro se puso como una furia.

Los dos amigos se echaron a reír.

—Bien, un bono de la Tesorería… —dijo Camille, revolviendo entre los papeles que había sobre la mesa—. Esto me lo enseñó Claude. Nunca preguntan nada si lleva la firma de Danton.

—Lo sé —contestó Fabre.

—¿Dónde habré puesto el sello con su firma? Se lo presté a Marat. Confío en que me lo devuelva.

—A propósito de la reina Coco —dijo Fabre—. ¿No has notado nada nuevo en ella?

—¿Cómo voy a notarlo? Se niega a verme.

—Lo había olvidado. Pues bien, he observado cierta ligereza en su paso, cierto rubor en sus mejillas… ¿No te sugiere nada?

—Que está enamorada.

Fabre ha cumplido cuarenta años. Es un hombre elegante, pálido y enjuto. Tiene la mirada y las manos de un actor. De vez en cuando, por las noches, relata algunos episodios autobiográficos, no necesariamente en orden cronológico. No es de extrañar que nada le sorprenda ni impresione. En cierta ocasión, en Namur, con ayuda de unos oficiales amigos suyos, se fugó con una joven de quince años llamada Catiche. Según dice, lo hizo para proteger de su propio padre la virginidad de la joven. La reservaba para él mismo… El caso es que los detuvieron. Los padres de Catiche la casaron apresuradamente, y Fabre fue sentenciado a morir en la horca. ¿Cómo consiguió escapar? Hace tantos años de aquello, y han pasado tantas cosas, que apenas lo recuerda.

—Georges-Jacques, en comparación con Fabre, tú y yo hemos vivido una vida de monjes —comenta Camille.

—Es cierto —responde el ministro.

—No es para tanto —dice Fabre modestamente.

Fabre acompaña al ministro en sus visitas a los distintos ministerios, golpeando con sus enormes manazas las espaldas y las mesas de sus compañeros, alcanzando acuerdos con ellos por medio de todo tipo de métodos y maniobras. El poder le sienta bien, como una vieja casaca; sus ojillos lanzan peligrosos destellos cuando alguien trata de discutir con él. Fabre alimenta su ego de forma descarada; ambos se sienten cómodos en su mutua compañía. Por las noches se toman unas copas mientras comentan los asuntos del ministerio. Al amanecer, Danton se encuentra a solas con el mapa de Europa.

Fabre es un hombre limitado, se queja Danton, me hace perder el tiempo. Pero su compañía es agradable, y el ministro está acostumbrado a él, siempre está a su lado cuando lo necesita.

Una mañana, el ministro, sentado con la barbilla apoyada en las manos, con aire pensativo, preguntó a Fabre:

—¿Has planeado alguna vez un robo, Fabre?

Fabre lo miró alarmado.

—No —dijo Danton, sonriendo—. Ya sé que eres aficionado a las pequeñas estafas. Hablaremos de ello más tarde. Necesito tu ayuda porque quiero robar las joyas de la Corona. Sí, será mejor que te sientes.

—¿Podrías explicarte mejor?

—Desde luego, aunque no admito peros ni exclamaciones de incredulidad. Utiliza la imaginación. Como hago yo. Tomemos al duque de Brunswick.

—El duque de Brunswick…

—Ahórrame tu diatriba jacobina… Me la sé de memoria. El caso es que Brunswick, como hombre, siente cierta simpatía hacia nosotros. El manifiesto de julio no fue obra de él; los austriacos y los prusianos le obligaron a firmarlo. Es un hombre inteligente, franco. No malgasta el tiempo llorando por los Borbones. Por otra parte, es un hombre muy rico. Es un gran soldado. Pero a los ojos de los aliados es un mercenario.

—¿Cuáles son sus aspiraciones?

—Brunswick sabe tan bien como yo que Francia no está preparada para un Gobierno republicano. Puede que el pueblo no quiera a Luis ni a sus hermanos, pero quieren un rey, porque están acostumbrados a los reyes, y más pronto o más tarde la nación caerá bajo el gobierno de un rey, o de un dictador que se convertirá en un rey. Si no me crees, pregúntaselo a Robespierre. En otras circunstancias —tras establecer una constitución— quizás habríamos buscado en Europa a un tipo razonablemente presentable, con empaque, para que hiciera ese papel. Brunswick sin duda lo expresaría de otra forma, pero es evidente que aspira a desempeñar ese papel.

—Eso ya lo dijo Robespierre. —(Y tú, pensó Fabre, fingiste no creerlo)—. Pero luego, en julio, con el manifiesto…

—Brunswick arruinó sus oportunidades. Manchó su historial. ¿Por qué lo obligaron los aliados a firmar el manifiesto? Porque lo necesitan. Pretendían que lo odiáramos, para hundir sus ambiciones personales, y lo contrataron a su servicio.

—Y lo consiguieron. ¿Y qué?

—La situación no es… irreversible. He estado pensando en cómo sobornar a Brunswick. He pedido al general Dumouriez que inicie las negociaciones.

Fabre lo miró atónito.

—Ha sido una imprudencia. Ahora estamos en sus manos.

—Es posible, pero no se trata de esto. Se trata de los resultados para Francia, no la cuestión que tenemos pendiente el general y yo. Porque… al parecer podemos sobornar a Brunswick.

—Es humano, ¿no? No es Robespierre, ni siquiera el virtuoso Roland, como llaman los periódicos al ministro del Interior.

—No te burles —dijo Danton, sonriendo—. Es cierto que tenemos a unos cuantos santos de nuestro lado. Cuando hayan muerto, los franceses podrán ir a la guerra llevando sus reliquias para protegerse en vez de cañones, de los cuales andamos un poco escasos.

—¿Cuánto quiere Brunswick?

—Quiere brillantes. ¿Sabías que los colecciona? Ya conocemos la codicia que inspiran los diamantes, ¿no es cierto? Sólo tenemos que fijarnos en el ejemplo de la esposa de Capeto.

—No puedo creer… —empezó a decir Fabre.

Danton lo interrumpió bruscamente:

—Robaremos las joyas de la Corona. Enviaremos a Brunswick las piedras que ha pedido, y recuperaremos las otras. Para utilizarlas en el futuro.

—¿Pero es posible robarlas?

—¿Acaso crees que me habría metido en esto si no lo creyera posible? —replicó Danton enojado—. El robo en sí mismo no presenta mayores problemas para unos profesionales con un poco de ayuda por nuestra parte. Los agentes de seguridad cometerán una torpeza, la investigación tropezará con ciertos obstáculos…

—Pero todo eso; la seguridad de las joyas, la investigación, concierne al Ministerio del Interior, es competencia de Roland.

—Obligaremos al virtuoso Roland a participar en nuestro plan. Después de que le hayamos referido algunos detalles sobre este, no podrá traicionarnos sin traicionarse a sí mismo. Yo mismo me ocuparé de ello, no te preocupes. Pero le contaremos sólo lo imprescindible, de forma que no sabrá con seguridad quién está implicado en el asunto. Si las cosas se ponen feas, le echaremos la culpa a él. A fin de cuentas, como muy bien dices, el asunto concierne a su ministerio.

—Pero él se defenderá alegando que fuiste tú quien lo ideó todo…

—Quizá no tenga tiempo de defenderse.

—Eres otro hombre, Danton —dijo Fabre, estupefacto.

—No, Fabre, soy un repugnante patriota, como he sido siempre. Pretendo comprar una batalla, una batalla para nuestros pobres soldados desnutridos y descalzos. ¿Qué tiene eso de malo?

—Eso significa…

—Eso significa que no tengo tiempo para discutir los pormenores. No quiero ponerme a discutir contigo si está justificado o no. La salvación del país es la justificación.

—¿La salvación del país? —repitió Fabre—. ¿Para qué?

Danton lo miró irritado.

—Si dentro de quince días un soldado austriaco te agarra por el pescuezo y te pregunta si quieres vivir, ¿le contestarás «para qué»?

—Tienes razón —murmuró Fabre, dándose la vuelta—. Lo importante es sobrevivir. ¿De modo que Brunswick está dispuesto a perder una batalla, y arriesgarse y manchar su prestigio?

—Se hará de forma que su prestigio permanezca intacto. Sabe perfectamente lo que debe hacer. Lo mismo que yo. Necesitamos unos delincuentes profesionales, Fabre. Pero no deben saber para quién trabajan. Luego… nos desharemos de ellos —dijo Danton, haciendo un significativo gesto con la mano—. Dejaremos que Roland conduzca a la policía por la senda equivocada. Se trata de un asunto muy grave, por supuesto, y los procesados serán condenados a muerte.

—¿No temes que hablen durante el juicio? Tendremos que dejar que la policía capture a alguno de ellos.

—Asegúrate, en la medida de lo posible, de que no puedan revelar ningún detalle importante. Es preciso que exista un manto de ofuscamiento entre los distintos niveles de esta conspiración, y entre los conspiradores. Encárgate de ello. Si alguien empezara a sospechar que el Gobierno está envuelto en el asunto, dejaríamos que las pistas condujeran a Roland. Hay dos personas que no deben saber nada de ello. Una es la esposa de Roland. No entiende nada de política y es muy indiscreta. Lo malo es que Roland se lo cuenta todo.

—La otra persona es Camille —dijo Fabre—. Porque temes que se lo cuente a Robespierre, y que Robespierre nos acuse de traidores por hacer un trato con Brunswick.

Danton asintió.

—No puedo exigir a Camille que elija entre la amistad que le une a Robespierre y la que le une a mí. Quizá lo elegiría a él.

—Pero ambos pueden enterarse de lo que nos llevamos entre manos.

—Es un riesgo que debemos correr. Puedo comprar una batalla, y al hacerlo confío en invertir el proceso de la guerra. Posteriormente tendré que abandonar el cargo. Estaría expuesto a ser chantajeado, por Brunswick o por…

—El general Dumouriez.

—Exactamente. Sé que esto no te gusta, Fabre. Pero reflexiona. Ignoro cuánto dinero has estafado al ministerio durante las últimas semanas, pero imagino que será una cantidad sustancial. Sin embargo, siempre y cuando tus ambiciones no rebasen el límite de lo razonable, estoy dispuesto a cerrar los ojos. Quizá pienses que una vez que haya abandonado el cargo ya no te seré de ningún provecho. La guerra es muy lucrativa, Fabre. Siempre estarás cerca del poder. Dispondrás de información confidencial… Yo sé cuánto vales para mí.

Fabre volvió la cara, ofuscado.

—¿No temes…, no te importa que todo se base en mentiras y más mentiras?

—Es peligroso decir esas cosas. No me gustan.

—No me refería a ti… sino a mí —se apresuró a contestar Fabre, sonriendo.

Por primera vez desde que se conocían, Danton observó que Fabre se sentía desconcertado, confuso, como si de pronto hubiera perdido el control sobre su vida.

—No tiene importancia —dijo Fabre—, no pretendía ofenderte, Danton.

—No debes hablar sin pensar lo que dices. Nadie debe conocer jamás la verdad sobre este asunto. Los franceses van a ganar una batalla, esto es todo. Tu silencio es el precio del mío, y ninguno de nosotros podemos romper ese silencio, ni siquiera para salvar nuestras vidas.