V. Quemar los cadáveres

(1792)

7 de agosto.

—¿Que se ha ido? —preguntó Fabre—. ¿Que Danton se ha ido?

Catherine Motin puso los ojos en blanco y contestó:

—Escuche con atención. La señora Danton ha ido a Fontenay, a casa de sus padres, y el señor Danton ha ido a Arcis. Si no me cree, pregúnteselo al señor Desmoulins. Yo misma he hablado con él.

Fabre atravesó apresuradamente la Cour du Commerce hasta llegar a la rue des Cordeliers, entró en el mismo edificio por la otra puerta y subió la escalera. ¿Por qué no practican Georges-Jacques y Camille un agujero en el tabique?, pensó. Sería más sencillo si viviéramos bajo el mismo techo.

Lucile estaba sentada con los pies apoyados en un sillón, leyendo una novela y comiendo una naranja.

—Toma —le dijo, ofreciéndole un gajo.

—¿Dónde se ha metido? —preguntó Fabre.

—¿Georges-Jacques? Se ha ido a Arcis.

—Pero ¿por qué, por qué, por qué? ¡Dios bendito! ¿Dónde está Camille?

—Tumbado en la cama. Creo que está llorando.

Fabre entró en el dormitorio, comiéndose el gajo de naranja, y se precipitó sobre Camille.

—Te lo ruego —dijo este, cubriéndose el rostro con las manos—. No me golpees, Fabre, estoy enfermo. No lo soporto.

—¿Qué demonios se propone Danton? Tú debes de saberlo.

—Ha ido a ver a su madre. No me he enterado hasta esta mañana. No ha dejado un mensaje, ni una carta, nada. Esto es un desastre.

—¡El muy cabrón! —exclamó Fabre—. Apuesto a que no piensa volver.

—Voy a suicidarme —dijo Camille.

Fabre se levantó de la cama y regresó al cuarto de estar.

—No consigo sacarle nada en limpio. Dice que va a suicidarse. ¿Qué vamos a hacer?

Con un gesto contrariado, Lucile introdujo el marcador entre las páginas y dejó la novela. Era del todo evidente que no iban a dejar que siguiera leyendo.

—Georges me aseguró que volvería, y no tengo motivos para dudar de él. ¿Por qué no le escribes una carta? Dile que no podéis hacer nada sin él, lo cual es cierto. Dile que Robespierre ha dicho que no puede hacer nada sin él. Y cuando hayas terminado, vete a ver a Robespierre y dile que se pase por aquí. Quizá consiga evitar que Camille se suicide.

El 9 de agosto, a las nueve de la mañana, Danton regresó tal como había prometido.

—No os enojéis conmigo. Tenía que resolver unos asuntos. Estamos metidos en una aventura muy arriesgada.

—Siempre te escudas en que tenías que resolver unos asuntos —dijo Fabre.

—Es que cada vez soy más rico —contestó Danton. Luego besó a su mujer en la cabeza y dijo—: Deshaz mi equipaje, Gabrielle.

—¿Estás seguro de lo que dices? ¿Que lo deshaga o que lo haga? —preguntó Fabre.

—Creíamos que te habías largado otra vez —dijo Camille.

—¿Qué quieres decir con eso de «otra vez»? —inquirió Danton, sujetando a Camille por la muñeca y tirando de él hasta el otro lado de la habitación, donde se encontraba su hijo. Cogió al pequeño en brazos y dijo—: Te he echado mucho de menos, cariño. Hace dos días que no te he visto. ¿Qué haces aquí? Deberías estar en el campo.

—No cesaba de llorar y de pedirme que regresáramos a casa —contestó Gabrielle—. Anoche no conseguí que se durmiera hasta prometerle que hoy volveríamos para que te viera. Mi madre vendrá a recogerlo esta tarde.

—Una mujer espléndida, espléndida. Nunca olvidaré lo que hace por nuestro hijo, sin importarle el riesgo al que se expone.

—Deja de sonreír con aire satisfecho —dijo Camille—. Me pones enfermo.

—Es el aire del campo —respondió Danton—. Me da vitalidad. Deberías salir de París más a menudo. Pobre Camille. —Danton obligó a su amigo a apoyar la cabeza sobre su hombro y le acarició el cabello—. Estás muy asustado.

Mediodía.

—Sólo faltan doce horas —dijo Danton—. Os doy mi palabra.

Las dos de la tarde. Se ha presentado Marat. Tiene un aspecto más desaliñado que nunca. Su tez, quizá debido a su trabajo, ha adquirido el color de un periódico de mala calidad.

—Podíamos habernos encontrado en otro lugar —dijo Danton—. No te pedí que vinieras aquí. No quiero que mi esposa y mi hijo te vean y sufran pesadillas.

—Más adelante serás tú quien me invitarás a que venga. Quién sabe, quizá decida ser más aseado cuando hayamos implantado la república. Bien —dijo tras una breve pausa—, sospecho que los brissotinos están tratando de llegar a un acuerdo con la Corte. Han hablado con María Antonieta, cosa que puedo probar. Nada de cuanto hagan puede perjudicarnos a estas alturas, pero la cuestión es qué vamos a hacer con ellos más tarde.

Estas dos palabras surgen en todas las conversaciones: más tarde.

Danton sacudió la cabeza.

—Me cuesta creerlo —contestó—. La mujer de Roland no se prestaría a un trato con ellos. Fue ella quien hizo que los destituyeran, ¿recuerdas? No me la imagino hablando con María Antonieta.

—¿Acaso crees que miento? —preguntó Marat.

—Reconozco que algunos estarían dispuestos a negociar. Aspiran a recuperar sus cargos, lo cual demuestra que no existe lo que hemos dado en llamar brissotinos.

—Sólo cuando nos conviene —dijo Marat.

Las cuatro de la tarde, en la rue des Cordeliers:

—No puedes despedirte sin más ni más —protestó Camille—. No puedes presentarte como si tal cosa y decir me alegro de haberte conocido durante veinte años, me marcho a que me maten.

—Sí que puedo —respondió Louis Suleau, nervioso—. Claro que puedo.

Ha tenido mucha suerte, el cronista de Los hechos de los Apóstoles. En 1789 y 1790, las masas, esas masas a las que el abogado de la Lanterne incitaba a la violencia, pudieron haberlo matado.

—Cada vez que paso junto a una farola —escribió Suleau—, tengo la sensación de que se inclina hacia mí, como deseando que me cuelguen de ella.

Camille lo miró en silencio, estupefacto, aunque debía haberlo supuesto.

Louis había cruzado la frontera, había estado en los campamentos de emigrados; ¿por qué había de regresar a París a menos que se propusiera cometer un acto suicida?

—Tú también has corrido muchos riesgos —dijo Louis—. No necesito explicarte por qué se hace. He renunciado a convertirte en un monárquico. Al menos tenemos eso en común, defendemos nuestros principios a capa y espada. Estoy dispuesto a morir para defender el palacio pero, quién sabe, quizá gane el Rey. Es posible que venzamos nosotros.

—Vuestra victoria significaría mi muerte.

—No es eso lo que deseo —contestó Louis.

—No seas hipócrita. Por supuesto que lo deseas. No puedes emprender un determinado camino sin arrostrar las consecuencias.

—No se trata de emprender un determinado camino, sino de mantenerme leal a mis principios.

—¿Leal a ese imbécil? Nadie que pretenda que se le tome en serio estaría dispuesto a morir por Luis Capeto. Es absurdo.

—No sé… —contestó Louis, volviéndose—, quizás en el fondo esté de acuerdo contigo. Pero ya no puede evitarse.

Camille hizo un gesto de impaciencia.

—Claro que puede evitarse. Regresa a tu casa y quema todas las pruebas que puedan acusarte. Ten presente que a medida que ha avanzado la Revolución han surgido nuevos delitos. Coge sólo lo indispensable, para no dar la sensación de que te marchas. Más tarde puedes darme las llaves de tu casa y yo me ocuparé de todo… a partir de la semana que viene. No vuelvas aquí, hemos invitado a unos marselleses a cenar. Vete a casa de Annette Duplessis y espérame allí. Prepara un documento haciendo constar tus últimas voluntades. Díctalo, no lo escribas de tu puño y letra; mi suegro lo escribirá y te aconsejará cómo hacerlo. No lo firmes, y no lo pierdas. Entretanto, te conseguiré un pasaporte.

—Estás muy acostumbrado a dar órdenes. Supongo que también estás acostumbrado a ordenar que eliminen a la gente que os molesta.

—No seas idiota, Louis.

—Agradezco tu ofrecimiento, pero no puedo aceptarlo.

—En tal caso vuelve aquí a las nueve —le suplicó Camille—. Nadie te verá. Al menos tendrás una oportunidad de escapar.

—Es demasiado arriesgado para ti, Camille, podrías tener serios problemas.

—¿No vendrás?

—No.

—Entonces dejemos el asunto.

—Temo que pueda sucederte algo malo. No me debes nada. Nos encontramos, mejor dicho, nos colocamos en bandos opuestos. Jamás supuse, jamás soñé que nuestra amistad duraría tantos años, teniendo en cuenta las circunstancias.

—Solías reírte y decir que la gente estaba por encima de la política.

—Lo sé. «Libertad, alegría y democracia real». Yo creía en esa consigna, pero ya no creo en ella. No habrá realeza ni libertad, y las guerras y guerras civiles se encargarán de eliminar la alegría. Ten presente que a partir de ahora, a partir de mañana, la lealtad personal apenas contará en las vidas de la gente.

—Me pides que lo acepte porque debido a la Revolución —o a lo que esta debería representar— he de observar cruzado de brazos cómo una persona a la que estimo es destruida por su obcecación y estupidez.

—No quiero que lo pienses, más tarde.

—No dejaré que lo hagas. Mandaré que te arresten esta noche. No permitiré que te suicides.

—No me harías un favor. Hasta ahora he conseguido zafarme de la Lanterne, y no quiero que me saquen de la prisión y me linchen. Es una muerte innoble. Sé que podrías mandar que me arrestaran. Pero eso sería una traición.

—¿Contra qué?

—Contra los principios.

—¿Acaso represento yo un principio para ti, o tú para mí?

—Pregúntaselo a Robespierre —contestó Louis con tono cansado—. Pregunta al hombre de conciencia qué es más importante, tu amigo o tu país, pregúntale qué valor concede a la vida de un individuo comparada con la causa. Pregúntale qué es más importante para él, sus viejos amigos o sus nuevos principios. Pregúntaselo, Camille. —Louis se levantó y añadió—: No estaba seguro de si debía regresar aquí, no quería ponerte en un aprieto.

—Nadie puede ponerme en un aprieto. No existe ninguna autoridad que pueda ponerme en un aprieto.

—Supongo que tienes razón. Lamento no haber conocido a tu hijo, Camille.

Louis le tendió la mano. Camille se volvió.

—El padre Bérardier está en la cárcel. ¿Puedes conseguir que lo liberen?

Camille respondió sin volverse:

—La cena con los marselleses terminará a eso de las ocho y media, suponiendo que no se pongan a cantar. A partir de entonces estaré con Danton, aunque no puedo precisarte dónde. Puedes ir a su casa a cualquier hora. Ni él ni su esposa te traicionarán.

—No conozco a Danton. Lo he visto, por supuesto, pero no he hablado nunca con él.

—Eso no importa. Dile que quiero que te aloje en su casa. Que eres uno de mis caprichos.

—¿No quieres mirarme siquiera?

—No.

—¿Acaso finges ser la mujer de Lot?

Camille se giró con una sonrisa. La puerta se cerró sigilosamente.

—Creo que es preferible que no regrese a Fontenay —dijo Angélique—. Me alojaré en casa de Victor. ¿Te gustaría ir a ver a tu tío?

—No —contestó Antoine.

—Es un luchador nato, quiere permanecer al pie del cañón —dijo Danton, echándose a reír.

—¿Crees que estarán a salvo en casa de Victor? —preguntó angustiada Gabrielle.

—Sí, sí. De otro modo, no dejaría que fueran. Hola, Lolotte.

Lucile atravesó la habitación, apoyó las manos en los hombros de Danton y dijo:

—No te preocupes. Ganaremos. Lo sé.

—Has bebido demasiado champán.

—Admito que me he concedido ese capricho.

—Ojalá fueras mía para poder concederme ciertos caprichos contigo —murmuró Danton, bajando la cabeza y aspirando el aroma de su pelo.

Lucile soltó una carcajada y se apartó.

—¿Cómo es posible que os lo toméis a broma? —preguntó Gabrielle—. ¿Cómo podéis reíros?

—¿Por qué no habríamos de reírnos? —replicó Lucile—. Ya tendremos tiempo de llorar.

—¿Qué es lo que quieres llevarte? —preguntó Angélique al niño—. ¿Quieres llevarte tu peonza? Sí, será mejor que te la lleves.

—No dejes que se enfríe —dijo Gabrielle automáticamente.

—Pero si hace un calor sofocante…

—Está bien, mamá. Tienes razón.

—Acompáñalos hasta la esquina —dijo Danton—. Todavía es de día.

—No me apetece.

—Anda, vamos —dijo Lucile, obligando a Gabrielle a levantarse de la silla.

Angélique estaba algo molesta. Pese a los años que llevaba casada, su hija aún no había aprendido a saber cuándo los hombres deseaban librarse de las mujeres. No sabía si se trataba de un defecto congénito o de una postura deliberada ante la presente situación. Al alcanzar la puerta, Angélique se volvió y dijo:

—Supongo que es innecesario advertirte que tengas mucho cuidado, Georges.

Luego se despidió de Camille y salió acompañada por su hija, su nieto y Lucile.

—Vaya forma de expresarlo —observó Danton, que miraba a través de la ventana a su hijo dando saltos por la Cour de Commerce, de la mano de su madre y de su abuela—. Quiere alcanzar la esquina sin que sus pies rocen el suelo.

—Ha sido una excelente idea —dijo Camille.

—Pareces preocupado, Camille.

—Louis Suleau vino a verme.

—Ah.

—Está decidido a unirse a la resistencia en el palacio.

—Es un idiota.

—Le dije que si cambiaba de opinión podía acudir aquí. Era lo correcto, ¿no?

—Arriesgado, pero moralmente impecable.

—¿Algún problema?

—Hasta ahora, no. ¿Has visto a Robespierre?

—No.

—Si lo ves, dile que se mantenga alejado de mí. No quiero que se interponga en mi camino. Es posible que tenga que hacer unas cosas que ofendan su delicado sentido de la ética. —Tras unos minutos de pausa, Danton añadió—: Faltan tan sólo unas horas.

En las Tullerías, los cortesanos se preparaban para la ceremonia de coucher del Rey. Se saludaron ceremoniosamente, según la antigua tradición. Uno de los nobles se encargaba de recibir las medias reales, todavía calientes; a otro le correspondía la tarea de preparar el lecho; otro recibía de manos de un sirviente —al igual que había hecho su padre antes que él— el camisón real, tras lo cual ayudaba al obeso Monarca a ponérselo.

Cuando se disponían a seguir a Luis hasta la alcoba real, observando rigurosamente el orden que les correspondía, el Rey se volvió de pronto y les cerró la puerta en las narices.

Los aristócratas se miraron perplejos. De pronto comprendieron la gravedad de la situación.

—Esto no tiene precedentes —murmuraron.

Lucile acarició la mano de Gabrielle para darle ánimos. Había una docena de personas en la casa y numerosas armas de fuego amontonadas en el suelo.

—Trae más luces —ordenó Danton a Catherine.

Al cabo de unos minutos apareció la rolliza sirvienta con unas velas que arrojaban sombras sobre el techo y las paredes.

—¿Puedo quedarme en tu casa, Gabrielle? —preguntó Louise Robert, abrigándose con el chal como si tuviera frío.

Gabrielle asintió.

—¿Es necesario conservar aquí estas armas? —preguntó.

—Sí. No se te ocurra tocar nada —contestó Danton.

Lucile se acercó a su marido y le dijo algo en voz baja. Luego se volvió y llamó a Georges. Le dolía la cabeza debido al champán que había bebido, y sentía un nudo en la garganta. Sin mirarla, Danton interrumpió su conversación con Fréron, pasó el brazo por la cintura de Lucile y la atrajo hacia él.

—Lo sé, lo sé —dijo—. Pero debes ser fuerte, Lolotte, no eres una niña, debes ocuparte de los demás.

Danton mostraba una expresión distante. Ella reclamaba su atención, quería que su imagen quedara grabada en su mente, ser su primera prioridad. Pero él parecía estar muy lejos de allí, en las Tullerías, en el Ayuntamiento, mientras sus labios emitían unas palabras automáticas de consuelo.

—Te ruego que cuides de Camille —dijo ella—. No dejes que le suceda nada malo.

Danton la miró, serio, como tratando de buscar las palabras adecuadas. Quería ofrecerle una respuesta sincera.

—No dejes que se aparte de ti —insistió ella—. Te lo suplico, Georges.

Fréron le tocó el codo, pero ella se apartó bruscamente.

—Descuida, Lolotte, procuraremos protegernos mutuamente —dijo Fréron—. Es lo mejor que podemos hacer.

—No quiero nada de ti, Conejo —replicó Lucile—. Ocúpate de tus asuntos.

—Escucha —dijo Danton, clavándole sus azules ojos. Ella pensó que iba a decirle: «Te hablo como si fueras una mujer hecha y derecha», pero no lo dijo—. Cuando te casaste con Camille ya sabías dónde te metías. Debes elegir entre una vida segura o una vida consagrada a la Revolución. No temas, ¿acaso crees que voy a correr riesgos innecesarios?

Danton miró el reloj, y Lucile lo imitó. Mediremos nuestra supervivencia por ese reloj, pensó Lucile. Era su regalo de bodas a Gabrielle. Las manecillas estaban rematadas por una delicada flor de lis. En 1786 y 1787, Georges era un abogado de la Corona; Camille estaba enamorado de Annette; Lucile tenía dieciséis años. Danton le rozó la frente con sus grotescos labios y dijo:

—La victoria sería pura ceniza.

Podía haber hecho un trato con ella. Pero no era de ese tipo de hombres.

—Por lo que a mí respecta —dijo Fréron—, no me importaría que todo terminara esta noche. —Luego miró a Lucile y añadió—: Mi vida carece de sentido.

La voz de Camille sonó acremente solícita a través de la habitación:

—Conejo, no pensé que pudieras sentirte así. ¿Puedo hacer algo por ti?

Alguien soltó una risita. No puedo remediar que estés enamorado de mí, pensó Lucile. Deberías ser más sensato; a Hérault no se le ocurriría decir que su vida carece de sentido, ni a Arthur Dillon; saben perfectamente que sólo se trata de un juego. Pero esto no es un juego; esto no tiene nada que ver con el amor. Lucile saludó a Camille con la mano, dio media vuelta y se dirigió a la alcoba. A través de la puerta que había dejado entreabierta se filtraba la luz de otras habitaciones y unos retazos de la conversación. Se tumbó en un diván y al cabo de pocos minutos se quedó dormida, sumida en un letargo cuajado de extraños y confusos sueños.

—La cámara del Gran Consejo, señor —dijo Pétion. Se dirigía a los aposentos reales, con la banda de alcalde rodeando su voluminoso torso. Los aristócratas retrocedieron para cederle el paso.

Al cabo de unos momentos llegó a las galerías exteriores.

—¿Puedo preguntar qué hacen ustedes aquí, caballeros? —dijo, como si se dirigiera a una pandilla de simios y no esperara una respuesta.

El primer simio que se adelantó era un anciano de unos ochenta y cinco años, frágil y tembloroso, que lucía sobre su pecho unas condecoraciones que Pétion no pudo identificar. Se inclinó cortésmente y le dijo:

—Señor alcalde, uno no se sienta dentro ni cerca de los aposentos reales, a menos que el Rey lo ordene específicamente. ¿No lo sabía?

El anciano miró significativamente a sus colegas. De su escuálida cintura colgaba una espada. Todos los simios llevaban una. Pétion lanzó un bufido y se marchó.

El Rey parecía aturdido; estaba acostumbrado a dormir varias horas seguidas, a su horario habitual. María Antonieta se hallaba sentada en un sillón, muy tiesa, con su pronunciada mandíbula de los Habsburgo fuertemente apretada; ofrecía el aspecto que Pétion había imaginado. Pierre-Louis Roederer, un alto funcionario del departamento del Sena, se hallaba de pie junto al sillón de la Reina. En sus manos sostenía tres grandes volúmenes mientras hablaba con el marqués de Mandat, comandante en jefe de la Guardia Nacional.

Pétion se inclinó, aunque no profundamente ni de forma servil.

PÉTION: ¿Qué son esos libros, Roederer? Esta noche no necesitará consultar ningún libro de leyes.

ROEDERER: Pensé que quizá fuera preciso declarar la ley marcial dentro de los límites de la ciudad, e ignoraba si el departamento tiene autoridad para hacerlo.

SEÑORA ELISABETH: ¿La tiene?

ROEDERER: No lo creo, señora.

PÉTION: Yo sí tengo esa autoridad.

ROEDERER: Lo sé, pero no sabía si estaba usted… retenido.

EL REY [suspirando]: Como el 20 de junio.

PÉTION: Olvídese de sus libros de leyes. Tírelos. Quémelos. Cómaselos. O consérvelos para golpear a la gente con ellos. Son más contundentes que los mondadientes que llevan todos.

MANDAT: Pétion, ¿se da cuenta de que es usted legalmente responsable de defender el palacio?

PÉTION: ¿Defenderlo contra qué?

LA REINA: Han organizado la insurrección en sus propias narices.

MANDAT: No disponemos de municiones.

PÉTION: ¿Se han acabado?

MANDAT: No tenemos suficientes.

PÉTION: Ha sido una negligencia por su parte.

Gabrielle se sentó junto a Lucile, que se despertó sobresaltada.

—Soy yo —dijo Gabrielle—. Se han marchado.

Louise Robert se sentó en el suelo a sus pies, le cogió las manos y las estrujó.

—¿Tocarán a rebato? —preguntó Lucile.

—Sí, muy pronto.

Incapaz de soportar la tensión, Lucile se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar.

Danton regresó a medianoche. Al oír unos pasos, Gabrielle se levantó, alarmada, y se dirigió al cuarto de estar, seguida por las otras dos mujeres.

—¿Ya estás de vuelta?

—Te dije que si todo salía bien regresaría a medianoche. ¿Por qué no crees nunca nada de lo que te digo?

—¿Significa eso que todo va bien? —preguntó Louise. Danton miró enojado a las tres mujeres. Se estaban convirtiendo en un problema.

—Por supuesto, de otro modo no estaría aquí.

—¿Dónde está François? ¿A dónde lo has enviado?

—¿Cómo voy a saber dónde está? Si se encuentra donde lo dejé, estará en el Ayuntamiento. Que yo sepa, el edificio no está ardiendo ni asediado por los guardias.

—¿Pero qué es lo que están haciendo?

—Hay un grupo numeroso de patriotas en el Ayuntamiento —respondió Danton con aire resignado—. Dentro de poco ocuparán el lugar de los miembros de la Comuna y se proclamará la Comuna Insurrecta. De este modo los patriotas asumirán de facto el control de la ciudad.

—¿Qué significa de facto? —preguntó Gabrielle.

—Significa que lo harán ahora y lo legalizarán más tarde —contestó Lucile.

—Lo has expresado perfectamente —dijo Danton, echándose a reír—. Es evidente que el matrimonio ha mejorado mucho tu cultura.

—No es necesario que emplee ese tono condescendiente con nosotras, Danton —protestó Louise—. Comprendemos perfectamente el plan, sólo queríamos saber si funciona o no.

—Trataré de dormir un rato —dijo Danton.

Tras esas palabras, entró en la alcoba y cerró la puerta de un portazo. Sin quitarse la ropa, se tumbó en la cama y miró al techo, esperando oír el toque a rebato, la señal de alarma que haría que las gentes se lanzaran a las calles. El reloj dio la hora. Era el 10 de agosto.

Unas dos horas más tarde oyeron unos golpes en la puerta. Gabrielle se levantó y fue a abrir, seguida de Lucile. En el rellano había un reducido grupo de hombres. Uno de ellos se adelantó y dijo:

—Soy Antoine Fouquier-Tinville. Vengo en busca de Danton, señora.

Se expresaba con la exquisita cortesía de quien está habituado a frecuentar los salones de la alta sociedad.

—¿Quiere que lo despierte? —preguntó Gabrielle.

—Sí, es necesario que nos acompañe. Ha llegado la hora.

Gabrielle indicó la alcoba. Fouquier-Tinville se inclinó ante Lucile y dijo:

—Buenos días, prima.

Lucile asintió nerviosa. Fouquier tenía el mismo pelo oscuro y abundante que Camille, al igual que su tez olivácea; pero su cabello era liso, y su rostro, de labios finos y apretados, mostraba una expresión dura. Ambos sin duda guardaban cierto parecido. Pero cuando uno conocía a Camille sentía deseos de tocarlo, mientras que su primo no inspiraba la misma reacción.

Gabrielle siguió a los hombres hasta la alcoba. Lucile se giró hacia Louise Robert para hacer un comentario, pero al observar la violencia que reflejaba su rostro se quedó muda.

—Si le sucede algo a François, le clavaré un cuchillo a ese cerdo.

Lucile la miró atónita. ¿Acaso se refería al Rey? No, a Danton. Lucile no sabía qué decir.

—¿Te has fijado en ese hombre, en Fouquier-Tinville? Camille dice que todos sus parientes son así.

De pronto oyeron la voz de Danton, que sonaba intermitente, entre las de los otros hombres:

—Fouquier… mañana a primera hora… pero aguarda… llegar a las Tullerías a la hora convenida… Pétion debe de saberlo… un cañón en el puente… dile que se apresure.

Al cabo de un rato salió, ajustándose la corbata y pasándose la mano por la hirsuta barbilla.

—Tienes un aspecto duro y recio, Georges-Jacques —dijo Lucile—. Un auténtico hombre del pueblo.

Danton sonrió. Apoyó una mano sobre su hombro y se lo estrujó cariñosamente.

—Me voy al Ayuntamiento. De otro modo no harán más que venir aquí a molestar… —Al alcanzar la puerta se detuvo, pero decidió no besar a su mujer para impedir que estallara de nuevo en sollozos—. Ocúpate de todo, Lolotte. No os preocupéis.

Tras esas palabras, bajaron precipitadamente la escalera.

—¿Estás bien, pequeñajo?

—Soy inmune a las balas y a tu sentido del humor —respondió Marat.

—Tienes un aspecto atroz.

—La Revolución no me valora por mis cualidades decorativas, Danton. Ni a ti. Somos hombres de acción. —Como de costumbre, Marat mostraba una irónica y enigmática expresión—. Haz que venga Mandat.

—¿Todavía está en el palacio? Mensaje para Mandat —dijo Danton, dándose la vuelta—. Mi enhorabuena. La Comuna le pide que se presente urgentemente en el Ayuntamiento.

El rugido de la multitud que se había congregado en la Place de Grève era cada vez más ensordecedor. Danton echó un poco de coñac en un vaso y tomó un trago. Luego se aflojó la corbata que se había anudado con tanto esmero en casa, en la Cour du Commerce, y notó el acelerado pulso de su cuello. Tenía la boca seca y sentía náuseas. Tras tomar otro trago le desapareció la sensación de náuseas que sentía.

La Reina extendió la mano, y Mandat se la besó.

—Jamás regresaré —dijo este. Estaba convencido de ello—. Estas son mis órdenes al comandante del batallón de guardias de la Place de Grève. Atacar desde la retaguardia y dispersar a la multitud que marcha sobre palacio.

Acto seguido estampó su firma en el documento. Su caballo le esperaba. El comandante del batallón recibió la orden a los pocos minutos. Al llegar al Ayuntamiento, Mandat se dirigió directamente a su despacho. Le ordenaron que redactara un informe, pero por lo que a él respectaba no había ninguna autoridad a quien presentar dicho informe. Durante unos instantes pensó en echar el cerrojo a la puerta de su despacho, pero le pareció poco digno de un soldado.

—Gracias, Rossignol —dijo Danton, examinando la orden firmada por Mandat que le había entregado el comisario de policía del distrito—. Vamos a pedir a Mandat que explique a la nueva Comuna por qué ha desplegado a las fuerzas armadas contra el pueblo.

—Me niego rotundamente —dijo Mandat.

—¿Te niegas?

—Esas gentes no son el gobierno municipal. No son la Comuna. Son unos rebeldes. Unos criminales.

—Yo les eximo de sus crímenes —respondió Danton, agarrando a Mandat por la pechera de la casaca y sacándolo por la fuerza de la habitación. Rossignol se apresuró a quitarle el espadín al marqués, esbozando una mueca.

Mandat miró aterrado y furioso el grupo de hombres que lo aguardaban en el pasillo.

—Todavía no ha llegado el momento —dijo Danton—. Dejádmelo a mí, no necesito vuestra ayuda. Te sigues negando, ¿Mandat? —preguntó, soltando una carcajada al tiempo que lo arrastraba hacia la estancia donde se había reunido la nueva Comuna. Era como un juego de niños, brutal y sencillo al mismo tiempo.

Las cinco de la mañana. María Antonieta:

—No hay esperanza.

Las cinco de la mañana. Gabrielle se puso a tiritar.

—Voy a vomitar —dijo.

Louise Robert corrió en busca de una palangana mientras Lucile sostenía a Gabrielle y le apartaba el cabello de la frente.

Tras unos segundos de inútiles esfuerzos, la ayudaron a tumbarse en un sofá, depositaron la palangana en el suelo, junto a ella, colocaron unos cojines debajo de su cabeza y le aplicaron unas gotas de colonia en las sienes.

—Supongo que lo habéis adivinado —dijo Gabrielle—. Estoy encinta de nuevo.

—¡Oh, Gabrielle!

—Lo que suele decirse en estos casos es «enhorabuena» —dijo en un leve tono recriminatorio.

—Pero hace muy poco que has dado a luz —observó Lucile.

—Qué le vamos a hacer —replicó Louise, encogiéndose de hombros—. O te quedas en estado o utilizas preservativos.

—¿Qué son preservativos? —preguntó Gabrielle, mirando perpleja a sus amigas.

—¡Qué ingenua eres! —exclamó Louise con tono burlón—. ¿Qué significa de facto? ¿Qué son preservativos? Nuestra pequeña Gabrielle es una inculta, Lucile.

—Lo lamento —dijo Gabrielle—. En ocasiones no entiendo lo que decís.

—No importa —contestó Lucile—. Imagino que Rémy sabe mucho sobre preservativos. Son unos objetos de los que los hombres casados no quieren saber nada. Especialmente Georges-Jacques, supongo.

—No es necesario que nos aclares tus suposiciones, señora Desmoulins —terció Louise—. Al menos en este contexto.

—No me importa quedarme en estado —dijo Gabrielle, conmovida—. Georges siempre se alegra al saber que vamos a tener un hijo. Y una termina por acostumbrarse.

—Si sigues así, acabaréis teniendo ocho o nueve hijos —dijo Louise—. ¿Cuando nacerá el niño?

—Creo que en febrero. Faltan muchos meses.

—Vete a casa y procura dormir un par de horas.

El siniestro resplandor de las antorchas a las tres de la mañana; las blasfemias de los hombres enzarzados en una batalla campal, y el ruido del cañón mientras lo trasladan de un lugar a otro.

—¿Dormir? —contestó Camille—. Eso sería una novedad. ¿Estarás en el palacio?

—No, ¿por qué iba a estar en el palacio? —replicó Danton, exhalando unas vaharadas etílicas—. Santerre está al mando de la Guardia Nacional, y tenemos a Westermann, que es un profesional. ¿Cuántas veces tengo que repetirte que no es necesario exponerse a ciertos riesgos?

Camille se apoyó en el muro y se tapó la cara con las manos.

—Unos abogados obesos y fofos sentados en su despacho —dijo—. ¡Qué emocionante!

—Es lo que suele hacer la gente normal —respondió Danton. Deseaba rogarle que lo tranquilizara, que le dijera que lo conseguirían, que sobrevivirían hasta el amanecer—. Vete a casa Camille. Me repugna verte con el pelo sujeto con ese cordel.

El marqués de Mandat había sido interrogado por la nueva Comuna y encerrado en una habitación del Ayuntamiento. Al amanecer, Danton ordenó que lo trasladaran a la cárcel de Abbaye. A través de la ventana observó cómo el preso descendía las escaleras del edificio, flanqueado por unos guardias.

De pronto hizo una señal a Rossignol, quien se asomó a la ventana y mató a Mandat de un tiro.

—Vamos —dijo Lucile—. Cambio de escenario.

Las tres mujeres cogieron sus cosas, cerraron las puertas, bajaron la escalera y salieron a la Cour du Commerce. Habían decidido ir a casa de Lucile, a la prisión que les aguardaba en otro lugar. No había un alma en la calle y soplaba un aire fresco. Dentro de una hora empezaría a apretar el calor. Jamás me había sentido con tanta vitalidad como en estos momentos, pensó Lucile, tratando de coordinar sus pasos con los de Gabrielle, que caminaba arrastrando los pies, apoyada en su hombro derecho como un peso muerto, y con los de Louise, flaca y demacrada, que andaba a paso ligero. Qué pareja, pensó Lucile, la una traicionada por su marido y la otra una insoportable mandona.

Jeanette, la sirvienta, fingió asombro al ver a las tres mujeres.

—Prepara una cama para la señora Danton —le ordenó Lucile.

Jeanette ayudó a Gabrielle a acostarse en un sofá del cuarto de estar, mientras Louise Robert le quitaba las horquillas dejando que su espesa mata oscura cayera sobre el brazo del sofá hasta rozar el suelo.

Lucile se arrodilló junto a ella, como un penitente, y empezó a cepillarle el pelo. Gabrielle yacía con los ojos cerrados, fuera de combate. Louise Robert se instaló cómodamente en la chaise-longue azul, mientras Jeanette la cubría con una manta.

—Tu madre siente un cariño muy grande por esta tumbona —dijo Louise, dirigiéndose a Lucile—. Siempre dice que es la mar de útil.

—Si me necesitáis, llamadme —dijo Lucile, encaminándose a la alcoba a través de la cocina, donde cogió una botella que contenía tres dedos de champán. Se sintió tentada de bebérselo, pero desistió al recordar que hacía varios días que habían descorchado la botella.

La mera idea de ingerir aquel horrible líquido la hizo estremecerse. Jeanette se acercó a ella sigilosamente, y Lucile se sobresaltó.

—Acuéstese un rato —dijo la sirvienta—. Le sentará bien.

Lucile la miró con expresión resuelta, como dándole a entender que lo amaba demasiado para tumbarse en la cama y exponerse a caer dormida.

A las seis de la mañana el Rey decidió pasar revista a la Guardia Nacional. Bajó al patio del palacio vestido con una casaca de color púrpura y con el sombrero bajo el brazo. Ofrecía un aspecto lamentable.

Al aparecer el Monarca, los nobles apostados frente a los aposentos reales se hincaron de rodillas, reiterándole su lealtad; pero los guardias lo insultaron, y un artillero agitó el puño en sus narices.

Rue Saint-Honoré.

—¿Te apetece desayunar? —preguntó Eléonore Duplay.

—No, gracias, Eléonore.

—¿Por qué no comes algo, Max?

—Porque nunca como nada a estas horas —contestó Robespierre—. A estas horas me dedico a la correspondencia.

En aquel momento apareció Babette, fresca, rolliza y lozana.

—Papá te envía esto. Danton ha firmado unas proclamas en el Ayuntamiento.

Robespierre le indicó que dejara el documento sobre la mesa. Sin tocarlo siquiera, miró la firma. «En nombre de la nación… DANTON».

—De modo que Danton se cree con derecho a hablar en nombre de la nación —dijo Eléonore, observando atentamente a Robespierre.

—Danton es un excelente patriota. Aunque… esperaba que me mandara llamar.

—Seguramente no quieren arriesgar tu vida.

—No es eso —contestó Robespierre—. Creo que Danton no quiere que estudie sus métodos, por decirlo así.

—Es posible —respondió Eléonore.

Estaba dispuesta a mostrarse de acuerdo con él en todo, a decir lo que fuera con tal de que permaneciera en su casa, a salvo, hasta el día siguiente, y el otro, y los que hicieran falta.

Hacia las siete y media de la mañana los patriotas apuntaron sus fusiles hacia el palacio. Iban armados con todos lo que la Comuna Insurrecta había encontrado: mosquetones, sables, alfanjes, y las sagradas picas. Las voces de miles de rebeldes empezaron a entonar «La Marsellesa».

¿Qué es lo que pretenden?, se preguntó Luis.

Camille durmió una hora con la cabeza apoyada en el hombro de su esposa.

—Hola, Danton —dijo Roederer, contemplando la figura que acababa de aparecer—. Estás borracho.

—He echado unos tragos para mantenerme despierto.

—¿Qué quieres? —«¿Qué pretendes de mí?», quería decir Roederer. Estaba aterrado—. No soy un monárquico, Danton, te lo aseguro. Estuve en las Tullerías porque recibí órdenes de que fuera allí. Espero que tú y tus comandantes os deis cuenta de lo que estáis haciendo. Será una matanza terrible. Los suizos no cejarán, lucharán hasta el fin.

—Eso me han dicho —respondió Danton—. Quiero que regreses allí ahora mismo.

—¿Que regrese allí? —preguntó Roederer, estupefacto.

—Para sacar al Rey.

—¿Para sacar al Rey?

—Deja de repetir lo que digo, imbécil. Quiero que saques al Rey para obligarlo a abandonar la defensa del palacio. Regresa inmediatamente y ordena a Luis que comunique a María Antonieta que a menos que abandonen el palacio morirán dentro de unas horas, que abandonen la resistencia y se sometan totalmente a la protección de la Asamblea.

—¿Quieres salvarlos? ¿Te he entendido bien?

—Creo haberme expresado con claridad.

—Pero ¿cómo quieres que lo consiga? No me escucharán.

—Diles que cuando la multitud entre en el palacio no podré hacer nada por ellos. Ni el propio diablo podría salvarlos.

—Entonces… ¿deseas salvarlos?

—¡Y dale! Es preciso salvar al Rey y al Delfín a toda cosa. Los otros no son tan importantes, aunque no me gusta que maltraten a las mujeres.

—De acuerdo —dijo el abogado, como si de pronto empezara a comprender la situación—. Entendido, Danton.

Danton agarró a Roederer por la pechera de la casaca con una mano mientras con la otra lo sujetaba del cuello.

—Sácalos del palacio o responderás ante mí. Te estaré vigilando, Roederer.

Roederer, aterrado, trató de liberarse. La habitación empezó a girar.

Voy a morir, pensó, sintiendo que se asfixiaba. Al cabo de unos instantes, Danton lo arrojó al suelo.

—Han sonado los primeros disparos de cañón. Han empezado a atacar el palacio.

Roederer se incorporó y contempló la imponente columna humana que se alzaba ante él, rematada por un rostro de mirada feroz.

—Sácalos del palacio —le ordenó Danton.

—Creo que me llevaré un cepillo de ropa —dijo Camille—. Debemos distinguirnos de la chusma, según dice Danton. —Acto seguido se colocó la banda tricolor y preguntó—: ¿Estoy presentable?

—Podrías tomarte una taza de chocolate con un canapé. Suponiendo que quede alguno. Pero ¿qué va a suceder ahora? —preguntó Lucile, alarmada.

Louise y Gabrielle aguardaban ansiosas a que les diera noticias, pero hasta el momento Camille se había mostrado muy poco comunicativo.

—Georges-Jacques ha decidido permanecer en el Ayuntamiento para controlar las operaciones. François también está allí, trabajando en un despacho contiguo al de Georges.

—¿Estará a salvo? —preguntó Louise.

—A menos que se produzca un terremoto, o un eclipse solar, o que la luna se tiña de rojo, o que los cielos desaparezcan como cuando enrollas un pergamino, o que haga su aparición el séptimo ángel con los cuatro jinetes del Apocalipsis —todo lo cual reconozco que puede suceder—, no creo que le pase nada malo. Todos estaremos a salvo, siempre y cuando ganemos.

—¿Y el palacio? —preguntó Gabrielle.

—Supongo que en estos momentos están matando a gente en el palacio.

MARÍA ANTONIETA: Aún hay unos guardias que nos defienden.

ROEDERER: Señora, todo París marcha sobre el palacio. ¿Acaso deseáis ser responsable de la matanza del Rey, de vos misma y de vuestros hijos?

MARÍA ANTONIETA: Dios me libre.

ROEDERER: El tiempo apremia, majestad.

LUIS: Caballeros, os ruego que abandonéis la defensa del palacio y os retiréis. Ni vosotros ni yo podemos hacer nada. Vámonos.

RELATO DE THOMAS BLAIKIE, UN JARDINERO ESCOCÉS

EMPLEADO EN LA CORTE FRANCESA

Todo parecía presagiar la gran catástrofe del 10 de agosto. Mucha gente deseaba un cambio. Corrían rumores de que vendrían unos marselleses para atacar las Tullerías. Todo estaba planeado. Las Tullerías estaban custodiadas por unos guardias suizos y muchos otros, vestidos con trajes suizos, que esperaban intervenir a favor del Rey. La noche anterior nos informaron sobre lo que iba a suceder, aunque no podíamos imaginar lo que pasaría. La noche del 9 se cayó una botella de la estantería, hiriéndome en la pierna y dejándome cojo, de modo que me vi obligado a sentarme en nuestra terraza, situada frente a los Campos Elíseos y a las Tullerías, donde, hacia las nueve, oí el primer disparo de cañón, seguido de otros más. Al estallar el tumulto, la gente echó a correr. Cuando el Rey abandonó a sus guardias y se marchó a la Asamblea Nacional, esos desgraciados que le habían estado defendiendo fueron asesinados como conejos. Si el Rey hubiera permanecido en el palacio, la mayor parte de las Secciones estaban dispuestas a defenderlo; pero cuando comprobaron que se había ido a la Asamblea, atacaron a los pobres guardias suizos… Muchos de esos antropófagos se detenían en la calle para mostrarnos pedazos y miembros de los suizos que habían asesinado, algunos de los cuales conocíamos… Se jactaban de lo que habían hecho, descargando su ira sobre los cadáveres, desmembrándolos e incluso rasgándoles la ropa, como si fueran monumentos a su triunfo… Era como si la locura se hubiera apoderado de la gente… Es imposible describir los actos de barbarie que se cometieron ese día…

—Camille —dijo un joven guardia nacional al que jamás había visto, temblando de nervios, como si temiera que Camille fuera a propinarle un bofetón—, hemos capturado a una patrulla suiza que llevaba nuestros uniformes. Los hemos encerrado en la sala de guardia en la Cour de Feuillants. Algunos ciudadanos pretenden lincharlos. Nuestro comandante ha pedido refuerzos para desalojar el patio, pero todavía no han llegado. Apenas podemos contener a la muchedumbre. ¿Por qué no habla con esa chusma y trata de convencerla?

—¿Para qué? —preguntó Fréron.

—Las personas no deberían morir como perros, señor —respondió el muchacho, sin cesar de temblar.

—Ahora voy —dijo Camille.

Cuando alcanzaron el patio, Fréron señaló a una mujer y dijo:

—Mira, ahí está Théroigne.

—Sí —contestó Camille sin inmutarse—. La matarán.

Théroigne marchaba a la cabeza de la multitud, como si dirigiera su propia toma de la Bastilla. La muchedumbre, rabiosa y desorganizada, contaba ahora con un cabecilla. Era demasiado tarde para los prisioneros encerrados en la sala de guardia, pues por encima del griterío, por encima de la voz de la mujer, se oía el ruido de cristales rotos y madera que saltaba hecha añicos. Théroigne los azuzaba mientras trataban de derribar la puerta y cargaban, como bestias enjauladas, contra los barrotes de hierro de la ventana. Pero no pretendían salir sino entrar. Al toparse con las bayonetas en un estrecho corredor, habían retrocedido momentáneamente, pero luego siguieron avanzando, destrozándolo todo a su paso. Parecían bestias devoradoras de piedras. El edificio no podía resistir el asedio. Portaban hachas y todo tipo de herramientas, que utilizaban salvajemente. La multitud que invadía el patio gritaba consignas patrióticas, blandiendo el puño y esgrimiendo sus armas.

Al ver el uniforme de los guardias, las bandas tricolores, la multitud les abrió paso. Pero poco después el joven guardia apoyó una mano sobre el hombro de Camille y dijo:

—Es demasiado tarde. No puede hacer nada.

Théroigne iba vestida de negro; llevaba una pistola colgada del cinto y sostenía un sable en la mano. Estaba radiante. «¡Van a sacar a los prisioneros!», gritó la multitud. Cuando apareció el primero, Théroigne, que se había colocado frente a la puerta del edificio, hizo una señal a unos hombres que estaban junto a ella, los cuales alzaron sus hachas y espadas.

—¡Que alguien la detenga! —gritó Camille, liberándose del guardia que trataba de retenerlo y abriéndose paso a codazos entre la multitud. Fréron corrió tras él y apoyó una mano sobre su hombro, pero Camille lo apartó violentamente. La multitud retrocedió, para recrearse en el espectáculo de dos patrióticos funcionarios dispuestos a despedazarse.

A los pocos segundos sonó un grito feroz, parecido al de un animal. Théroigne bajó el brazo, como un verdugo, y las hachas y espadas se precipitaron sobre los prisioneros, mientras la gente los golpeaba y pisoteaba salvajemente, preparándolos para la muerte que les aguardaba.

Camille había conseguido avanzar unos metros, seguido por los guardias nacionales. El cuarto prisionero que salió fue Louis Suleau. A un grito de Théroigne, la multitud retrocedió, empujando a los que estaban a sus espaldas. Inmovilizado, Camille observó impotente mientras Théroigne se acercaba a Louis Suleau y le decía algo en voz baja. Louis alzó la mano, como dando a entender que ya nada importaba. Su gesto quedó grabado en la mente de Camille. Fue el último que hizo. Luego, Théroigne le apuntó con la pistola. Camille no oyó el disparo. Al cabo de unos segundos se encontraron rodeados de cadáveres y cuerpos agonizantes. El cadáver de Louis —quizá respiraba todavía— fue engullido por la multitud, que agitaba los brazos y las espadas. Fréron gritó algo al joven guardia nacional, y este, rojo de angustia y confusión, desenvainó el sable para abrirles paso entre la multitud, sobre los charcos de sangre que cubrían el suelo.

—No pudo usted hacer nada, Camille —repetía el joven guardia—. Debió haber acudido antes. De todos modos, eran monárquicos, no hubiera podido salvarlos.

Lucile había salido a comprar pan para el desayuno. Era inútil pedir a Jeanette que fuera, pues estaba demasiado nerviosa y no hacía sino correr aturdida de un lado al otro por la vivienda.

Lucile cogió una cesta y una chaqueta, aunque hacía calor, para guardar en el bolsillo de esta un pequeño cuchillo. Nadie sabía que tenía ese cuchillo, del que no se separaba un instante. Puedo vivir en la orilla derecha del Sena, se dijo. Puedo estar casada con un destacado funcionario del Tesoro. Puedo estar sentada cómodamente, bordando unas rosas en un pañuelo de hilo. Sin embargo en estos momentos me encuentro en la rue des Cordeliers persiguiendo una baguette, armada con un afilado cuchillo.

De camino a la panadería se cruzó con unos vecinos. ¿Quién iba a decir que nuestra Sección tenía tantos monárquicos?, pensó. «Eres la puta de un asesino», le espetó un hombre. Lucile siguió adelante, esbozando una irritante sonrisita que había aprendido de Camille, una sonrisa burlona, desafiante. Imaginó que sacaba el cuchillo del bolsillo y que hundía su hoja en el vientre de aquel repugnante individuo. Al regresar se topó con otro vecino que la escupió en la cara.

Tras limpiarse la saliva del rostro, subió la escalera, entró en la vivienda y se sentó, sosteniendo en el regazo la cesta de pan.

—¿Va a comerse eso? —le preguntó Jeanette, estrujando angustiada el delantal.

—Por supuesto. Me ha costado mucho conseguirlo. Procura dominarte, Jeanette, y prepara un poco de café.

—Creo que Gabrielle va a desmayarse —dijo Louise, desde el cuarto de estar.

Es posible que Lucile no llegara a desayunar; más tarde, no lograba recordarlo. Entre Louise y ella acostaron a Gabrielle en la cama, le aflojaron la ropa y la abanicaron. Lucile abrió la ventana, pero el ruido procedente de la calle enervaba a Gabrielle y la cerró de nuevo. Hacía un calor sofocante. Al cabo de unos minutos Gabrielle cayó dormida, mientras Louise y Lucile se entretenían leyendo en voz alta, chismorreando, discutiendo suavemente y relatando la historia de su vida. Las horas fueron discurriendo lentamente, hasta que regresaron Camille y Fréron.

Fréron se desplomó en una silla, exhausto.

—Los cadáveres… —dijo, indicando con la mano la altura que alcanzaban los montones de cuerpos que tapizaban las calles—. Lucile, lamento comunicarte que Louis Suleau ha muerto. Vimos cómo lo mataban ante nuestros propios ojos.

Deseaba que Camille dijera: «Fréron me salvó la vida», o al menos que Fréron le había impedido cometer una estupidez. Pero Camille sólo dijo:

—Por el amor de Dios, Conejo, ya lo escribirás en tus memorias. Si vuelves a hablar de ello, te juro que te retuerzo el pescuezo.

Al ver a Camille, Jeanette se tranquilizó y preparó café. Gabrielle entró en el cuarto de estar, aturdida, abrochándose el corpiño del vestido.

—No he visto a François desde primeras horas de la mañana —dijo Camille a Louise. Se expresaba con tono desapasionado, sin tartamudear—. No he visto a Georges-Jacques. Está en el Ayuntamiento, firmando unos decretos, de modo que sé que se halla a salvo. Luis Capeto y su familia han abandonado el palacio y se encuentran en la Escuela de Equitación. La Asamblea está reunida en sesión permanente. Creo que ni siquiera los guardias suizos saben que el Rey se ha marchado, y estoy seguro de que las personas que han atacado el palacio tampoco lo saben. No sé si debemos comunicárselo. —Camille se levantó y estrechó durante unos instantes a Lucile entre sus brazos—. Voy a cambiarme de ropa porque está manchada de sangre, y luego he de salir de nuevo.

—Temo que la reacción aparezca más tarde —dijo Fréron cuando Camille hubo abandonado el cuarto de estar—. Lo conozco bien. No está preparado para afrontar estas cosas.

—Te equivocas —replicó Lucile—. Yo creo que disfruta con ellas.

Quería preguntarle cómo había muerto Louis Suleau, cómo y por qué. Pero no era el momento indicado. Tal como había dicho Danton, no es una estúpida jovencita sino la voz del sentido común. María Estuardo, cuyo retrato cuelga en la pared, se acerca al verdugo. María, núbil, luciendo una atractiva figura, esboza una tímida sonrisa cristiana. Los cojines de seda rosa están un tanto raídos, según hubiera observado Camille; la chaise-longue azul parece haber sido testigo de más de una escena interesante. Lucile Desmoulins tiene veintidós años, es esposa, madre y ama de casa. En medio del sofocante calor estival —mientras una mosca revolotea a su alrededor, un hombre silba en la calle y un niño llora en el piso de abajo— siente que su alma, insignificante, pecadora y mortal, está en paz. Hace un tiempo hubiera rezado unas oraciones para los muertos. Pero ahora piensa: ¡De qué coño sirve! Son los vivos los que me importan.

Cuando Gabrielle hubo recuperado las fuerzas, dijo que quería regresar a casa. Las calles estaban atestadas de gente. El portero, aterrado, había cerrado la verja que daba a la Cour du Commerce. Gabrielle golpeó la puerta violentamente, hizo sonar la campana y gritó para que alguien le abriera, pero fue en vano.

—Podemos entrar por detrás si el panadero nos abre la puerta de su casa y nos deja pasar por la cocina —dijo.

Pero el panadero no les dejó entrar ni en la panadería. Se puso a gritar y propinó a Gabrielle un empujón, lastimándola y derribándola al suelo. Louise y Lucile la arrastraron hacia la verja, donde al cabo de unos minutos las rodearon un grupo de hombres. Lucile metió la mano, acarició la hoja del cuchillo y dijo:

—Sé quiénes sois, conozco vuestros nombres. Si dais un paso más, haré que os corten la cabeza y la ensarten en una pica.

De pronto se abrió la verja, y unas manos las ayudaron a entrar en el edificio. Subieron apresuradamente la escalera y penetraron en casa de los Danton.

—Esta vez no nos moveremos de aquí —dijo Lucile, enojada.

Gabrielle sacudió la cabeza, como si se sintiera perdida y totalmente exhausta. Al otro lado del río sonaba un constante tiroteo.

—Dios mío, parece como si hubiera permanecido tres días encerrada en una tumba —dijo Louise Robert al verse reflejada en un espejo después de haber ayudado a Lucile a acostar de nuevo a Gabrielle.

—¿Por qué crees que los Danton duermen en lechos separados? —preguntó a Lucile en voz baja.

Lucile se encogió de hombros.

—Porque Georges sueña que está luchando contra no sé quién y no cesa de agitar los brazos y las piernas —respondió Gabrielle, medio adormilada.

—¿Contra sus enemigos? ¿Contra sus acreedores? ¿Contra sus inclinaciones? —preguntó Lucile.

Louise Robert registró el tocador de Gabrielle, halló una cajita de colorete y se lo aplicó generosamente en las mejillas, como hacían las damas de la Corte. Luego ofreció la cajita a Lucile, pero esta la rechazó diciendo:

—Vamos, Louise, sabes perfectamente que no lo necesito.

Después del mediodía, en las calles reinaba el más absoluto silencio. Es como si hubiera llegado el fin del mundo y estuviéramos esperando que el sol se eclipsara, pensó Lucile. Pero el sol no se había eclipsado sino que caía a plomo sobre las banderas tricolores, sobre las cabezas de los marselleses, sobre los desfiles victoriosos y los leales cordeliers, los cuales habían tenido la precaución de permanecer encerrados todo el día y ahora se habían lanzado a la calle, entonando canciones en defensa de la república, exigiendo la muerte de los tiranos y ensalzando a Danton.

De pronto sonaron unos golpes en la puerta. Lucile se apresuró a abrir y vio a un hombre alto y corpulento, que se tambaleaba ligeramente, apoyado en el vano de la puerta. Era un desconocido.

—Disculpe, señor —dijo Louise Robert—, pero creo que no nos conocemos.

—Están destrozando los espejos del palacio —respondió el desconocido—. Los cordeliers son los amos. —Acto seguido arrojó un objeto a Gabrielle, que lo atrapó en el aire. Era un cepillo de plata maciza—. Del tocador de la Reina.

Gabrielle observó que tenía grabadas las letras «M A». De improviso, el hombre agarró a Lucile por la cintura y la levantó en el aire. Apestaba a vino, tabaco y sangre. Tras besarla en el cuello con avidez —un beso proletario— la depositó de nuevo en el suelo y se marchó precipitadamente.

—Caramba —dijo Louise—, tienes una legión de admiradores. Probablemente lleva aguardando dos años para poder besarte.

Lucile se limpió el cuello con un pañuelo. No eran admiradores míos los vecinos con los que me topé esta mañana, pensó. Luego añadió, bajando la voz e imitando el tono de Rémy:

—Yo suelo decirles: «Chicos, no os peleéis por mí. Celebremos la libertad, igualdad y fraternidad».

El cepillo de la Reina yacía donde lo había dejado caer Gabrielle, en la alfombra del cuarto de estar.

A última hora de la tarde las mujeres oyeron la voz de Danton en la calle. Llegó acompañado de Fabre, el genio de la época, de Legendre, el carnicero, de Collot d’Herbois, la-peor-persona-del-mundo, de François Robert y de Westermann. Caminaba apoyado en Legendre y Westermann, tambaleándose, sin afeitar, agotado y apestando a coñac. «¡No nos rendiremos!», repetían sin cesar. Era una consigna sencilla y directa. Danton estrechó a Gabrielle entre sus brazos con fuerza, como si quisiera protegerla contra todo mal, y ella sintió que le temblaban las rodillas.

Luego la sentó en un sillón.

—La pobrecilla no se sostenía en pie —dijo Louise Robert mirando aliviada a François. Su piel resplandecía bajo el colorete.

—¡Marcharos todos! —exclamó Danton—. ¡Idos a casa!

Acto seguido entró en el dormitorio y se arrojó sobra la cama. Lucile entró tras él y le acarició la espalda.

—Estoy demasiado cansado —dijo Danton, sonriendo—. Ah, Georges-Jacques, Georges-Jacques, la vida consiste en una serie de maravillosas oportunidades. ¿Qué pensaría de ti en estos momentos maître Vinot?

—Quiero saber dónde está mi marido.

—¿Camille? —preguntó Danton—. En la Escuela de Equitación, organizando su plan de vida. No, Camille no es como el resto de los humanos, no necesita dormir.

—La última vez que lo vi —dijo Lucile—, estaba conmocionado.

—Sí —contestó Danton, poniéndose serio. Cerró los ojos unos instantes y volvió a abrirlos—. Esa arpía, Théroigne, asesinó a Suleau a veinte metros de donde estaba Camille. No hemos visto a Robespierre en todo el día. Puede que se ocultara en la bodega de Duplay… —añadió con voz cansada—. Suleau iba a la Escuela con Camille, al igual que Max. ¡Qué pequeño es el mundo! Camille es un joven muy trabajador, llegará lejos. Mañana sabremos… —Pero no pudo terminar la frase. Cerró los ojos y dijo—: Eso es todo.

La Asamblea había iniciado la sesión a las dos de la madrugada. El debate se vio entorpecido por numerosos obstáculos: las voces de los oradores quedaban sofocadas por el intermitente ruido de los disparos, y la llegada de la familia real, hacia las ocho y media de la mañana, provocó una fuerte confusión. El día anterior habían votado en favor de suspender el debate sobre el futuro de la monarquía, pero ahora parecía como si los vestigios de la institución hubieran quedado sepultados entre los despojos del palacio. La derecha afirmó que el aplazamiento del debate fue la señal que provocó el estallido de la insurrección; la izquierda replicó que cuando los diputados abandonaron el tema renunciaron a todo derecho de convertirse en líderes de la opinión pública.

La familia del Rey y algunos amigos suyos ocuparon el palco de los periodistas, situado detrás de la tribuna del presidente. A partir de media tarde, mucha gente y numerosos delegados atravesaron los pasillos y penetraron en la Cámara. Corrían todo tipo de terribles y pintorescos rumores. La muchedumbre había destrozado los colchones y las almohadas del palacio, el cual estaba invadido de plumas que volaban por los aires. Las prostitutas desempeñaban su oficio en el lecho de la Reina, aunque esos pormenores no encajaban con otras versiones. Habían visto a un hombre tocando el violín sobre el cadáver de un individuo al que había degollado. Un centenar de personas habían sido asesinadas a golpes y cuchilladas en la rue de l’Échelle. Un cocinero había muerto abrasado. Los sirvientes habían sido sacados a rastras de debajo de los lechos, obligados a trepar por las chimeneas y arrojados por las ventanas para ser ensartados en unas picas. Habían prendido fuego a numerosas zonas del palacio, y se decía que muchos habían practicado el canibalismo.

Vergniaud, el actual presidente de la Asamblea, había renunciado a distinguir la verdad de la fantasía. Al echar un vistazo alrededor de la Cámara, contó más invasores que diputados. Cada dos por tres se abrían las puertas y aparecían hombres, sonrientes y extenuados, cargados con objetos que de no haberlos trasladado directamente a la Escuela de Equitación hubieran podido considerarse un botín. A Vergniaud le parecía excesivo colocar muebles incrustados y obras completas de Moliere a los pies de la nación. Aquello parecía una sala de subastas. Vergniaud trató de aflojarse discretamente la corbata.

En el concurrido palco de los periodistas, los hijos de los Reyes estaban medio dormidos. El Monarca, a fin de conservar las fuerzas, mordisqueaba la pata de un capón. De vez en cuando se limpiaba los dedos en su fúnebre casaca púrpura. Un diputado que ocupaba un escaño debajo de él se cubrió la cara con las manos.

—Salí a orinar, y Camille Desmoulins se precipitó sobre mí —dijo—. Me arrinconó contra la pared y me obligó a apoyar el nombramiento de Danton como Papa o algo parecido. Tengo entendido que Danton va a presentarse como candidato a Dios, y me han advertido que si no voto en favor suyo me cortarán la cabeza.

Unos bancos más atrás, Brissot charlaba con el ex ministro Roland. El señor Roland mostraba un color más macilento que de costumbre. Sostenía el polvoriento sombrero contra su pecho, como si se tratara de su última arma defensiva.

—Es preciso disolver la Asamblea —dijo Brissot— y convocar a nuevas elecciones. Antes de que concluya esta sesión, debemos nombrar un nuevo gabinete, un nuevo Consejo de Ministros. Hay que hacerlo ahora, de inmediato, alguien tiene que gobernar el país. Ocuparás de nuevo el cargo de ministro del Interior.

—¿De veras? ¿Y Servan, y Clavière?

—Recuperarán también sus cargos —contestó Brissot. Esta es mi misión en la vida, pensó, formar gobiernos—. Todo será como en junio, salvo que no existirá el obstáculo del veto real. Y tendrás a Danton de colega.

—A Manon no le gustará —dijo Roland, suspirando.

—Pues tendrá que irse acostumbrando.

—¿Qué ministerio vas a ofrecerle a Danton?

—Eso no importa —respondió Brissot—. Lo importante es que ocupe un cargo destacado.

—¿Tan grave es la situación?

—Si hubieras estado hoy en las calles, no te cabría la menor duda.

—¿Has estado tú en las calles? —preguntó Roland. Dudaba de que Brissot hubiera salido de su despacho.

—Estoy informado —respondió Brissot—. Perfectamente informado. Me han dicho que él es su hombre. Todos lo aclaman y vitorean. ¿Qué te parece?

—Me pregunto si esto es un buen comienzo para la república —dijo Roland—. ¿No corremos el riesgo de vernos acosados por la chusma?

—¿Adónde demonios se dirige Vergniaud? —preguntó Brissot.

El presidente había hecho una seña a su sustituto.

—Les ruego que me dejen pasar —dijo amablemente.

Brissot siguió a Vergniaud con la mirada. Era posible que se propusieran, organizaran y rompieran alianzas, facciones y pactos, y si no se mantenía alerta cabía la posibilidad de que dejara de ser el hombre mejor informado de Francia.

—Danton es un delincuente —dijo Roland—. Quizá deberíamos pedirle que asuma el cargo de ministro de Justicia.

Al llegar a la puerta y toparse con Camille, Vergniaud no consiguió hacer gala de su proverbial oratoria. Uno se da cuenta de la situación, dijo Camille, y ve y comprende las cosas. Al cabo de tres minutos, empezaron a fallarle las palabras.

—¿Me estoy repitiendo, Vergniaud? —preguntó Camille.

—Un poco —respondió Vergniaud—, pero lo que dices resulta muy interesante. Termina lo que ibas a decir. ¿En qué sentido?

Camille hizo un gesto vago, como si quisiera abarcar la Escuela de Equitación y las masas que gritaban en la calle.

—No comprendo por qué el Rey no está muerto. Han caído personas mucho más valiosas que él. ¿Y los diputados superfluos? ¿Acaso los monárquicos los han metido en las cárceles?

—Pero no puedes matarlos a todos —dijo el célebre orador, temblando de indignación.

—Tenemos la capacidad de hacerlo.

—Me refiero a que no debemos matarlos a todos. No creo que Danton exija cortarles a todos la cabeza.

—No estoy tan seguro de ello. Hace varias horas que no lo he visto. Creo que fue él quien ordenó que los Capeto fueran sacados del palacio.

—Es muy posible —respondió Vergniaud—. ¿Por qué crees lo que hizo?

—Lo ignoro. Quizá sea un sentimental.

—Pero no estás seguro.

—Ni siquiera estoy seguro de estar despierto.

—Creo que deberías regresar a casa, Camille. Estás ofuscado, dices cosas que no deberías decir.

—¿Tú crees? Eres muy amable. Si fueras tú quien dijeras cosas que no deberías decir, me apresuraría a tomar buena nota de ello.

—No creo que lo hicieras —contestó Vergniaud.

—Sí —insistió Camille—. No nos fiamos de ti.

—Ya lo veo. Pero no es necesario que sigas tratando de intimidar a la gente. ¿No se te ha ocurrido pensar que quizá deseemos contar con la colaboración de Danton? No por lo que pudiera llegar a hacer si se le niega el poder —lo cual me consta que sería tan terrible como insinúas—, sino porque creemos que es el único hombre capaz de salvar al país.

—No —contestó Camille—. No se me había ocurrido.

—¿Qué opinas?

—Hace tiempo que he llegado a ese convencimiento, pese a que el mayor obstáculo ha sido el propio Danton.

—¿Qué pretende Danton?

—No pretende nada. Está durmiendo.

—Dentro de unos minutos me dirigiré a la Asamblea. Sería conveniente librarnos de la chusma.

—Hasta esta tarde, cuando asumiste el poder, era el pueblo soberano. Ahora se ha convertido en chusma.

—Se han presentado unos peticionarios exigiendo la abolición de la monarquía. La Asamblea la decretará y convocará a una Convención Nacional para redactar una constitución republicana. Ya puedes irte a descansar.

—No hasta que lo oiga personalmente. Si me marcho ahora, podría venirse todo abajo.

—La vida adopta a veces un aspecto persecutorio —masculló Vergniaud—. Tratemos de seguir siendo racionales.

—Esto no es racional.

—Lo será —respondió Vergniaud—. Mis colegas han decidido alejar al Gobierno de la esfera del azar y los prejuicios, y convertirlo en un proceso razonado.

Camille sacudió la cabeza.

—Te lo aseguro —insistió Vergniaud—. ¿Qué es ese olor tan repugnante?

—Creo… —balbuceó Camille—… creo que están quemando los cadáveres.

—¡Viva la república! —exclamó Vergniaud. Luego dio media vuelta y se dirigió hacia la tribuna del presidente.