(1792)
Gabrielle: sólo puedo afirmar lo que he oído decir, lo que me han contado. Sólo puedo estar segura de la gente que conozco, y a veces tampoco me fío mucho. Cuando vuelvo la vista atrás y recuerdo el verano, temo que lo que pueda decir les parezca ridículamente ingenuo.
Uno crece y evoluciona, aunque no se convierta en una persona con una voluntad de hierro. Pero uno cree que ciertos rasgos de su carácter no cambiarán nunca, que siempre defenderá ciertas creencias, que seguirán sucediendo cosas, que su pequeño universo le protege y ampara. ¡Qué equivocados estamos!
Debo retroceder a cuando nació nuestro hijo. El parto fue más sencillo que los dos anteriores, al menos más rápido. Fue otro varón; guapo, sano, con buenos pulmones y el cabello negro y espeso de Antoine y del niño que perdí hace años. Le pusimos el nombre de François-Georges. Mi marido me hacía continuos regalos, flores, figuras de porcelana, joyas, encaje, perfume y libros que no suelo leer. Un día me sentí tan abrumada que rompí a llorar y le grité que no había hecho nada extraordinario, que cualquier mujer era capaz de dar a luz y que dejara de comprarme cosas. Cuando conseguí calmarme, los ojos me escocían y me dolía la garganta. Después no recordaba nada. De no haber sido por Catherine, que me refirió lo que había dicho, jamás lo habría creído.
Al día siguiente vino a verme el doctor Souberbielle.
—Su marido me ha dicho que no se encuentra usted bien —dijo. Añadió que estaba fatigada debido al parto, que no era nada serio y que pronto me restablecería.
Pero yo insistí en que no me recuperaría nunca.
Cada vez que daba de mamar al niño, cada vez que sentía la leche fluir de mis pechos, se me humedecían los ojos. Mi madre vino a visitarme, con su acostumbrado aire decidido y enérgico, y dijo que era preferible que confiara el niño a una nodriza, puesto que ambos nos hacíamos desgraciados. Es mejor que los niños estén fuera de París, dijo, en lugar de pasarse las noches berreando y despertando a sus padres.
Por supuesto, dijo, cuando te casas, los dos primeros años vives en otro mundo. Mientras tienes un buen marido, un hombre que te gusta, te sientes satisfecha. Durante un par de años consigues resolver tus problemas, te engañas pensando que no estás sometida a las reglas a las que están sometidos los demás.
—¿Por qué tienen que existir reglas? —pregunté. Parecía Lucile. Eso es lo que ella hubiera preguntado—. Ella también va a tener un hijo. Y luego, ¿qué?
Mi madre no me pidió que le aclarara lo que pretendía decir. Se limitó a darme unas palmaditas en el hombro y dijo que yo no era de esas mujeres que organizan un escándalo. Esos días necesitaba que me lo recordaran con frecuencia, so pena de que lo olvidara y montara un escándalo de órdago. Mi madre me dio otra palmadita —esta vez en la mano— y siguió hablando sobre las jóvenes de hoy en día. Son unas románticas, dijo, creen que cuando un hombre les jura fidelidad eterna lo dice en serio. En sus tiempos, las muchachas sabían que no era así. Era preciso llegar a un acuerdo práctico.
Mi madre se encargó de contratar a la nodriza, una mujer prudente y agradable, que vivía en l’Isle-Adam. Puede que fuera prudente y agradable, pero a mí no me hacía gracia confiarle a mi hijo. Lucile me acompañó un día para conocerla, pues deseaba contratarla también. Un arreglo perfecto. Muy práctico. A Lucile le faltaban dos semanas para dar a luz. Todos se desvivían por ella. Su marido y su madre le habían prohibido que amamantara a su hijo, pues tenía obligaciones más importantes, fiestas a las que asistir, etcétera. Además, el general Dillon no quería que se le deformara el pecho.
En realidad no culpo a Lucile, aunque parezca que siento rencor por ella. No es cierto que sea la amante de Fréron, aunque este siente hacia ella una pasión que lo tiene obsesionado y hace que todos nos sintamos incómodos. Con Hérault, por lo que he podido comprobar, sólo se dedica a coquetear, sin pasar de ahí. A veces, Hérault parece un poco cansado de ese juego; supongo que ha tenido muchas aventuras con damas de la Corte. En parte, Lucile coquetea con él para vengarse de Caroline Rémy, que fue a verla cuando estaba recién casada y le insinuó que se entendía con Camille. Lo cierto es que di un suspiro de alivio cuando me enteré de que Lucile estaba en estado. Al menos, pensé, eso aplazará las cosas. Me conformaba con eso. Vigilo muy de cerca a Georges. Observo sus ojos clavados en Lucile. No creo que ella lo rechazara. Si creen que me equivoco, es porque no conocen bien a Georges. Quizá sólo le hayan oído pronunciar un discurso. O se hayan cruzado con él en la calle.
En cierta ocasión, al hablar con la madre de Lucile para desahogarme, cometí una torpeza.
—¿Cree que ella…? —pregunté, sin estar segura de lo que quería decir—. ¿Cree que Camille la hace sufrir?
La señora Duplessis arqueó las cejas, como suele hacer cuando quiere dar la impresión de que es muy lista, y contestó:
—No más de lo que ella le hace sufrir a él.
Pero luego, cuando estaba a punto de marcharme, desalentada y temerosa de lo que el futuro me tenía reservado, la señora Duplessis apoyó una mano cargada de anillos en mi brazo —recuerdo perfectamente ese gesto, era como un pellizco— y dijo una de las pocas verdades que ha dicho en su vida esa mujer tan afectada:
—Debe comprender que ya no tengo ningún control sobre esos asuntos.
Yo me sentí tentada de responder: «Señora, ha criado a usted un monstruo», pero hubiera sido injusto.
—Me alegro de que vaya a tener un niño —fue lo único que acerté a decir.
—Reculer pour mieux sauter[2] —contestó la señora Duplessis.
Durante el verano, como los anteriores desde 1788, nuestra casa estaba llena de gente que entraba y salía; nombres extraños, rostros extraños; algunos se volvían menos extraños a medida que pasaban las semanas, y otros, francamente, más extraños. Georges se ausentaba con frecuencia, y aparecía en el momento más inesperado; cenaba con sus amigos en el Palais-Royal, en restaurantes y en casa. Invitábamos a unos hombres llamados brissotinos, aunque Brissot acudía rara vez. Circulaban numerosos rumores sobre la esposa del ministro del Interior, a quien llamaban «reina Coco», un mote que se había inventado Fabre. Otros se presentaban a últimas horas de la noche, después de las reuniones con los jacobinos en el Club de los Cordeliers. Uno de los que acudían con asiduidad era René Hébert, a quien la gente llamaba Père Duchesne, por el apodo con que firmaba en su escandaloso periódico. «No tenemos más remedio que soportar a esa gente», decía Georges. Odiaba a los aristócratas y a las prostitutas, y parecía confundir ambas cosas en su mente. Querían armar a toda la ciudad, contra los austriacos y contra los monárquicos. «Ya llegará el momento oportuno», decía Georges.
Se expresaba como un hombre que dominaba la situación, pero que hace sus cálculos, que sopesa los pros y los contras. Sólo había cometido un error, el verano anterior, cuando tuvimos que huir. Quizá les parezca que no tiene importancia. Unas pocas semanas fuera de París, una amnistía, y luego las cosas continúan. Pero imagínense a mí, aquella noche de verano en Fontenay, despidiéndome de él, sonriendo y tragándome las lágrimas, sabiendo que partía a Inglaterra y temiendo no volver a verlo. Eso demuestra que uno no sabe nunca lo que el futuro le depara. La vida es mucho más complicada de lo que uno imagina. Existen muchas formas de perder a un marido, tanto en sentido real como figurado. Yo, según parece, operaba a todos los niveles.
Los rostros aparecen y desaparecen… Billaud-Varennes, que solía trabajar a tiempo parcial para Georges, se ha unido a un actor llamado Collot, que según Camille es la peor persona del mundo. (Eso lo dice sobre mucha gente). Son tal para cual, con la misma cara de amargados. Robespierre evita a Hébert, se muestra frío con Pétion y apenas dirige la palabra a Vergniaud. «Debemos evitar los divismos», dice Brissot. Chaumette no se habla con Hérault, cosa que a este le tiene sin cuidado. Fabre examina a todo el mundo a través de su monóculo. Fréron no deja de hablar sobre Lucile. Legendre, nuestro carnicero, dice que no entiende a los brissotinos. «Soy un hombre inculto —dice—, pero tan patriota como el que más». François Robert es muy amable con todo el mundo porque confía en hacer una gran carrera; desde el verano pasado, cuando lo encerraron en la cárcel, ha perdido su agresividad.
Ni Roland ni Marat acuden nunca a esas reuniones.
La segunda semana de junio estalló una crisis de Gobierno. En lugar de cooperar con los ministros, el Rey entorpecía su labor, y la esposa de Roland le escribió una insultante carta recordándole sus deberes. No soy quién para decir si estuvo acertada o no, pero existen ciertas ofensas que un Rey no puede tolerar sin dejar de ser Rey. Luis debió entenderlo así, pues destituyó de inmediato a sus ministros.
Los amigos de mi marido hablaban sobre el ministerio patriótico. Decían que era una calamidad nacional. Tienen el arte de convertir las calamidades a su favor.
El general Dumouriez no fue destituido. Al parecer, contaba con el apoyo de la Corte. Un día vino a vernos. Yo me sentí muy violenta. Georges no hacía más que pasearse de un lado al otro de la habitación, gritando. Dijo al general que iba a dar un buen susto a la Corte, y que el Rey debía divorciarse de la Reina y mandarla de regreso a Austria. Cuando el general se marchó, estaba blanco como la cera. Al día siguiente presentó su dimisión y se incorporó de nuevo al Ejército. Según dijo Camille, Georges estaba mucho más asustado que los austriacos.
Un día Lafayette envió una carta a la Asamblea, ordenándoles que suprimieran los clubes, que cerraran el Club de los Jacobinos y el de los Cordeliers o… ¿qué? ¿Qué iba a hacer? ¿Marchar con su Ejército sobre París?
—Si se atreve a aparecer —dijo Georges—, le haré pedazos y arrojaré sus restos a la alcoba de la Reina.
La Asamblea jamás se atrevería a cerrar los clubes, pero yo sabía que los patriotas se vengarían por el mero hecho de que Lafayette lo hubiera insinuado. Todas esas crisis parecen obedecer a un esquema. Louise Gély preguntó a mi marido:
—¿Va a haber «un día», señor Danton?
—¿Tú qué opinas? —contestó Georges, divertido—. ¿Crees que debería producirse una segunda Revolución?
Louise se volvió hacia mí y preguntó con tono burlón:
—¿Acaso tu marido pretende ser Rey?
Las visitas de los personajes públicos a nuestra casa debían organizarse cuidadosamente de forma que Chaumette no se topara con Vergniaud, que Hébert no se cruzara con Legendre. Era muy pesado para mí, y no digamos para los sirvientes. En el aire flotaba una palpable tensión y todos nos temíamos que un día se produciría un desastre… Hace poco vino Robespierre a charlar un rato con nosotros. Ofrecía el aspecto de costumbre, como un maniquí recién sacado de una caja, tan formal, tan pulcro, tan educado. Aparte de una casaca verde aceituna a rayas, lucía una sonrisa que de un tiempo a esta parte exhibe constantemente; una sonrisa tensa que esboza (según dice Camille) para no insultar a la gente. Se interesó por el pequeño François-Georges y empezó a contar un cuento a Antoine que según le dijo terminaría dentro de un par de días. Menos mal, pensé, parece que vamos a sobrevivir… Lo que choca en un hombre tan aseado y meticuloso es lo mucho que le gustan los niños, al igual que los gatos y los perros. Al parecer, somos las personas adultas quienes le preocupamos.
Era muy tarde. Pétion fue el último en marcharse. Yo me había retirado discretamente. Al cabo de un rato oí abrirse la puerta del estudio. Mi marido dio a Pétion una palmada en el hombro y dijo:
—Es preciso elegir el momento oportuno.
—No temas —contestó el alcalde—. No me precipitaré. Dejaremos que los acontecimientos sigan su curso.
Está solo, pensé, se han ido todos. Pero al acercarme al estudio oí al otro lado de la puerta la voz de Camille:
—Creí que ibas a adoptar las tácticas de un toro. Las tácticas de un león. Eso fue lo que dijiste.
—Lo haré. Pero aún no estoy preparado.
—Los toros no suelen decir que no están preparados.
—Recuerda que soy un experto en toros. En realidad no dicen nada, por eso tienen éxito.
—¿Ni siquiera gritan un poco?
—Los que tienen éxito, no.
Tras unos momentos de silencio, Camille observó:
—No lo dejes al azar. Si quieres que maten a alguien, no lo dejes al azar.
—¿Por qué voy a querer que maten al Rey? Si el distrito de Saint-Antoine desea que lo maten, ya se encargarán ellos. Mañana, o cuando lo crean oportuno.
—O nunca. ¿A qué viene ese fatalismo? Los acontecimientos pueden ser controlados —dijo Camille con voz tranquila y cansada.
—Prefiero no precipitar las cosas —insistió Georges—. Antes debo ajustar cuentas con Lafayette. No quiero verme obligado a luchar en todos los frentes al mismo tiempo.
—Pero no podemos desaprovechar esta oportunidad.
—Si están decididos a matarlo, lo harán —respondió Georges, bostezando.
Yo me alejé apresuradamente. No tenía valor para seguir escuchando. Abrí la ventana y me asomé. No recordaba un verano tan asfixiante como aquel. Había algunas personas y carruajes por la calle, como de costumbre, y una patrulla de guardias nacionales. Al acercarse detuvieron el paso y uno de los guardias dijo: «Ahí vive Danton». Me extrañó el comentario porque todos sabían dónde vivíamos. Me retiré de la ventana y los oí alejarse.
Me dirigí de nuevo al estudio de Georges y abrí la puerta. Él y Camille estaban sentados frente a la chimenea, que se había apagado, mirándose en silencio.
—¿Os interrumpo?
—No —respondió Camille—, simplemente nos estábamos mirando. Espero que no te disgustara lo que nos oíste decir hace unos minutos cuando escuchabas detrás de la puerta.
—¿Eso hacía? —preguntó Georges, soltando una carcajada—. No me di cuenta.
—Es como Lucile. Abre mis cartas y luego se pone furiosa. Es mi pobre prima, Rose-Fleur Godard, la que últimamente nos causa problemas. Me escribe cada semana desde Guise. Su matrimonio atraviesa por momentos difíciles. Dice que lamenta no haberse casado conmigo.
—Yo le aconsejaría que se resignara —dije.
Los tres nos echamos a reír, y la tensión se rompió. Miré a Georges. Jamás veo en mi marido el rostro que horripila a la gente. Para mí es un rostro bondadoso. Camille ofrecía el mismo aspecto juvenil que cuando Georges lo trajo al café, hacía seis años. Se levantó y me dio un beso en la mejilla. Sin duda no les había entendido bien, había malinterpretado sus palabras. Existe cierta diferencia entre un político y un asesino. Pero al despedirse de Camille, Georges dijo:
—Piensa en los pobres imbéciles.
—Sí —contestó Camille—. Ahí sentados, esperando que los maten.
El día que estalló el motín no salí, ni tampoco Georges. No apareció nadie hasta bien entrada la tarde. Luego nos explicaron lo que había sucedido.
Un numeroso grupo de ciudadanos de Saint-Antoine y Saint-Marcel, encabezados por los agitadores de los Clubes de los Jacobinos y los Cordeliers, habían irrumpido en las Tullerías, armados. Uno de los cabecillas era Legendre, quien insultó al Rey a la cara y luego estuvo sentado tranquilamente en mi salón, jactándose de ello. Quizás el Rey y la Reina estaban destinados a morir debajo de sus cuchillos y sus picas, pero no sucedió así. Al parecer permanecieron durante horas sobre el alféizar de una ventana, junto con el Delfín, su hermana y Elisabeth, la hermana del Rey. La multitud se burló de ellos, como si fueran unos fenómenos de feria. Obligaron al Rey a encasquetarse «el gorro de la libertad». Esas gentes —esa chusma— entregaron al Rey una botella de vinazo y le obligaron a beber a la salud de la nación. El lamentable espectáculo duró varias horas.
Al final de la jornada, la familia real seguía viva de milagro. Dios se había apiadado de ellos. El que debía de haberlos protegido —Pétion, el alcalde de París—, no apareció hasta la tarde. Cuando no tuvo más remedio que hacer acto de presencia, se dirigió a las Tullerías con un grupo de diputados y obligó a la muchedumbre a desalojar el palacio.
—¿A que no adivináis lo que sucedió entonces? —preguntó Vergniaud. Yo le ofrecí un vaso de vino blanco frío. Eran las diez de la noche—. Cuando todos se hubieron marchado, el Rey se quitó el gorro rojo, lo arrojó al suelo y lo pisoteó. —Vergniaud me dio las gracias por el vaso de vino y prosiguió—: Lo más curioso es que la esposa del Rey se comportó con inusitada dignidad. Lamentablemente, la gente no está tan en contra de ella como estaba.
Georges se enfureció. Sus ataques de furia constituyen un espectáculo digno de verse. Se arrancó la corbata y comenzó a pasearse de un lado al otro de la habitación, sudando y gritando de tal forma que hasta los cristales de las ventanas temblaban.
—Esta maldita revolución no ha servido para nada. ¿Qué hemos sacado de ella los patriotas? ¡Nada! —Nos miró a todos como si estuviera dispuesto a pegar a quien se atreviera a contradecirlo. A lo lejos oímos unas voces que procedían del río.
—Si eso es cierto… —empezó a decir Camille. Pero no consiguió terminar la frase. No le salían las palabras—. Si esta revolución está condenada, como he creído siempre… —Al cabo de unos segundos se cubrió la cara con las manos, incapaz de proseguir.
—Vamos, Camille —dijo Georges—, no podemos esperar a que concluyas la frase. Fabre, golpéale la cabeza contra la pared a ver si reacciona.
—Eso es lo que intento decir, Georges-Jacques. No disponemos de más tiempo. —No sé si fue la amenaza o que de pronto vio el futuro con toda claridad, pero el caso es que Camille recobró la voz y empezó a hablar con frases breves y concisas—: Debemos comenzar de nuevo. Debemos organizar un golpe de Estado. Debemos destituir a Luis. Debemos asumir el control de la situación. Debemos proclamar la república. Debemos hacerlo antes de que finalice el verano.
Vergniaud parecía incómodo. Nos miró a todos, acariciando el brazo del sillón.
—Dijiste que no estabas preparado, Georges-Jacques —dijo Camille—, pero ya no hay tiempo que perder.
Manon destituida. Recordaba una frase de Danton: «Las fronteras naturales de Francia». Pasaba horas examinando los mapas de los Países Bajos, del Rin. ¿Acaso no había sido una de las más fervientes defensoras de la política de guerra? Era menos sencillo hallar las fronteras naturales de un ser humano…
Esos estúpidos patriotas la culpaban a ella, por supuesto; decían que por culpa de su carta, Luis había destituido a sus ministros. La cosa no tenía sentido. Era un pretexto que se había inventado Luis. La acusaban de entremetida, de haber dictado la política a Roland. Era injusto; siempre habían trabajado juntos, ella y su marido, aunando sus talentos y energías; ella sabía lo que su marido pensaba antes de que lo dijera.
—Roland no pierde nada —dijo Manon— al ser interpretado a través de mí.
Los otros se miraron, como de costumbre. Manon sentía deseos de abofetear a aquellos estúpidos. Buzot era el único que parecía comprenderla. Le cogió la mano y se la acarició, murmurando:
—No les hagas caso, Manon. Los verdaderos patriotas sabemos lo que vales.
Estaba convencida de que su marido ocuparía de nuevo un cargo público. Pero tendrían que luchar para conseguirlo. El 20 de junio, la llamada «invasión» de las Tullerías había sido un fracaso, una broma. Había sido mal organizada de principio a fin, como tantas otras cosas.
Por las tardes solía ir a escuchar los debates de la Escuela de Equitación desde la galería pública. Un día apareció una joven vestida con un traje de amazona escarlata y una pistola en el cinto. Alarmada, Manon buscó al ujier, pero a nadie parecía preocupar su presencia. La joven se reía animadamente, rodeada de un enjambre de seguidores. Tenía un aire desenvuelto y de vez en cuando se pasaba la mano por el cabello corto y rizado, como un hombre. Sus admiradores aplaudieron y aclamaron a Vergniaud y a otros diputados. Luego sacaron una bolsa de manzanas, se las comieron y lanzaron los restos al suelo.
Vergniaud se acercó a saludar a Manon y ella lo felicitó por su discurso, aunque con ciertas reservas; lo halagaban demasiado.
—Esa es Théroigne —dijo Vergniaud, señalando a la joven vestida de amazona—. ¿Es posible que no la conozca? Pronunció un discurso en el Club de los Jacobinos en primavera, relatando sus peripecias entre los austriacos. Le cedieron la tribuna. No hay muchas mujeres que puedan decir lo mismo.
Vergniaud se detuvo, temeroso de haber metido la pata.
—No se inquiete —le tranquilizó Manon—. No le pediré que me permitan pronunciar un discurso. No soy una arpía.
—Al fin y al cabo, —dijo Vergniaud—, ¿quiénes son esas chicas? No son más que prostitutas.
Manon sintió deseos de propinarle un puñetazo. Pero él le ofrecía la oportunidad de que formara parte de nuevo de la conspiración, de reincorporarse a su grupo.
—Unas vulgares prostitutas —contestó ella, sonriendo.
El niño de Lucile se había desplazado hacia la izquierda y le había asestado una vigorosa patada. Lucile se sentía tan incómoda que apenas podía incorporarse, y menos aún mostrarse amable con su visita.
—¿No tienes calor con ese vestido rojo? —preguntó a Théroigne—. ¿No va siendo hora que lo jubiles?
Observó que tenía el dobladillo descosido, que estaba desteñido y cubierto de polvo.
—Camille me evita como a la peste —se lamentó Théroigne, paseándose de un lado al otro de la habitación—. Apenas me ha dirigido la palabra desde que he regresado a París.
—Está muy ocupado —respondió Lucile.
—Sí, está muy ocupado jugando a los naipes en el Palais-Royal y cenando con sus amigos aristócratas. ¿Cómo va a perder el tiempo charlando con una vieja amiga cuando es mucho más divertido beber champán y acostarse con esas imbéciles?
—Incluyéndote a ti —dijo Lucile.
—No, no me incluyo —respondió Théroigne, deteniéndose—. Jamás me he acostado con Camille, ni con Jérôme Pétion, ni con ninguno de la docena de hombres que mencionan los periódicos.
—No hay que fiarse de lo que dicen los periódicos —dijo Lucile—. Siéntate, te lo ruego, me estás mareando.
Théroigne permaneció de pie.
—Louis Suleau es capaz de publicar cualquier cosa —dijo—. Ese periódico suyo, Los Hechos de los Apóstoles, es una basura. No me explico cómo aún no le han pegado un tiro.
Lucile emitió un débil gemido, fingiendo que empezaba a experimentar los dolores del parto. Théroigne no le hizo caso.
—No me explico cómo consigue Camille salirse siempre con la suya —dijo—. Cuando Suleau se burló de mí, Camille le siguió la corriente y entre los dos se inventaron más calumnias, más amantes, exponiéndome al escarnio público. Pero nadie se atreve a decir a Camille que es imposible que sea amigo de Suleau y al mismo tiempo un patriota. ¿Cómo es posible, Lucile?
—No lo sé —respondió Lucile—. Es un misterio. Ya sabes que en todas las familias hay una oveja negra. Quizá en las revoluciones ocurra lo mismo.
—He sufrido mucho, Lucile. Me han tenido prisionera. ¿Es que nadie puede comprender eso?
Dios mío, pensó Lucile, no voy a poder quitármela de encima en toda la tarde. Al ver que Théroigne estaba a punto de romper a llorar, se puso de pie y la obligó suavemente a sentarse en la chaise-longue de terciopelo azul.
—Tráenos algo frío y unos dulces, Jeanette —ordenó a la sirvienta. Lucile observó que la joven tenía las manos calientes y húmedas—. ¿Te encuentras mal? —le preguntó—. ¡Pobre Anne, qué te han hecho! —Mientras le aplicaba un pañuelo húmedo en la frente imaginó que era una especie de ángel, de santa, atendiendo a una embustera.
—Ayer traté de hablar con Pétion —dijo Théroigne—, pero fingió no verme. Quiero ofrecer mi apoyo a los hombres de Brissot, pero hacen como que no existo. Pero sí existo.
—Naturalmente —respondió Lucile—. Por supuesto que existes.
Théroigne bajó la cabeza. Las lágrimas se habían secado en sus mejillas.
—¿Cuándo nacerá tu hijo? —preguntó.
—Según los médicos, la semana que viene.
—Yo tuve una hija.
—¿De veras? ¿Cuándo?
—Murió.
—Lo lamento.
—Ahora tendría… no lo recuerdo. Los años pasan volando. Una pierde la noción del tiempo. Murió en la primavera antes de la toma de la Bastilla. No…, falleció en 1788. Apenas la veía. Cuidaba de ella una mujer a quien enviaba dinero todos los meses desde Italia, Inglaterra o donde estuviera. Pero eso no significa que sea dura, Lucile, no quiere decir que no la quisiera. La quería mucho. Era mi hija.
Lucile se sentó de nuevo y apoyó las manos en su abultado vientre. Su rostro denotaba tensión. Había algo en el tono de Théroigne —algo difícil de descifrar— que indicaba que se había inventado esa historia.
—¿Cómo se llamaba tu hija? —preguntó Lucile.
—Françoise-Louise —le contestó Théroigne, mirándose las manos—. Un día hubiera ido a buscarla.
—Lo sé —dijo Lucile. Y tras un breve silencio, preguntó—: ¿Quieres hablarme de los austriacos?
—Eran muy extraños —contestó Théroigne, echando la cabeza hacia atrás y soltando una carcajada un tanto forzada. Resultaba alarmante la facilidad con que pasaba de un tema a otro, de un estado de ánimo a otro—. Estaban empeñados en conocer todos los detalles de mi vida, desde el día que nací. «¿Dónde estaba usted en tal fecha de tal año?», me preguntaban. «No lo recuerdo», contestaba yo. Entonces sacaban un papel, un recibo firmado por mí, la lista de la lavandería o el resguardo del prestamista, y decían: «Permítanos que le refresquemos la memoria, señorita». Me atemorizaban con sus preguntas y papeles. Era como si durante toda mi vida, desde que había aprendido a escribir, esos malditos austriacos me hubieran estado siguiendo y espiando.
Si la mitad de eso es cierto, pensó Lucile, ¿qué saben sobre Camille, o sobre Georges-Jacques?
—Eso es imposible —dijo.
—Entonces ¿cómo te lo explicas? Me enseñaron un papel, un documento que había firmado con un profesor de canto italiano, que prometió promocionar mi carrera. Tuve que reconocer que era mi letra; recordaba haberlo firmado. Habíamos acordado que me daría clases de canto para perfeccionar mi técnica y que yo le pagaría con el dinero que sacara de mis conciertos. Firmé ese documento una tarde lluviosa en Londres, en Soho, en la casa que ocupaba mi profesor en la calle Dean. ¿Cómo es posible que ese papel fuera a parar de la calle Dean a manos del comandante de la prisión de Kufstein? ¿Cómo llegó hasta allí, a menos que alguien me estuviera siguiendo durante todos estos años? —Théroigne soltó otra carcajada nerviosa—. Debajo de mi firma decía: «Anne Théroigne, Soltera» —me preguntó el austriaco—. ¿Acaso se ha casado en secreto?
—Eso demuestra que no lo saben todo sobre ti —dijo Lucile—. ¿Cómo era Kufstein?
—Como algo que hubiera salido de debajo de una roca —contestó Théroigne. Hablaba con calma, como una monja haciendo repaso de su vida—. Desde la ventana de mi celda divisaba las montañas. Tenía una mesa y una silla pintadas de blanco. —De pronto frunció el ceño, como esforzándose en recordar—. Al principio, cuando me encerraron, me dedicaba a cantar todas las canciones, arias y tonadas que conocía. Cuando terminaba el repertorio, empezaba de nuevo.
—¿Te hicieron daño?
—No. Fueron muy amables, muy… tiernos. Cada día me traían comida y me preguntaban qué me apetecía comer.
—Pero ¿qué querían de ti, Anne? —preguntó Lucile. Le hubiera gustado añadir: «… por qué no eres una persona importante».
—Me acusaron de haber organizado los motines de octubre, y querían saber quién me había pagado por ello. Dijeron que fui a Versalles a horcajadas sobre un cañón, y que conduje a las mujeres a palacio blandiendo una espada. No es cierto, como bien sabes. Cuando llegaron, yo ya estaba en Versalles. Había alquilado una habitación para asistir todos los días a los debates de la Asamblea Nacional. Es cierto que hablé con las mujeres, y con los guardias nacionales. Pero cuando irrumpieron en el palacio, yo estaba acostada.
—Sin duda habrá algún testigo presencial —señaló Lucile. Théroigne no captó la ironía en sus palabras—. Déjalo, era una broma. Debes comprender que, desde que cayó la Bastilla, no importa lo que hayas hecho realmente, sino lo que la gente cree que hiciste. Uno no puede desprenderse de su pasado tan fácilmente. Cuando te conviertes en un personaje conocido la gente te atribuye acciones y palabras que jamás has cometido ni pronunciado, pero no tienes más remedio que aceptarlo. Si dicen que ibas a horcajadas en un cañón, pues ibas a horcajadas en un cañón.
—¿Ah, sí? No creo…
—Me refiero a que… —Maldita sea, pensó Lucile, es bastante obtusa—. No lo hiciste, pero ellos están convencidos de lo contrario. ¿No lo comprendes?
Théroigne sacudió la cabeza.
—Me interrogaron sobre el Club de los Jacobinos. Querían saber a quiénes pagaban para decir ciertas cosas. Yo no sé nada sobre los jacobinos, pero me no creyeron.
—Algunos pensamos que no volveríamos a verte nunca más.
—La gente me dice que debería escribir un libro sobre mis experiencias. Pero no soy culta, soy incapaz de escribir un libro. ¿Crees que Camille podría escribirlo por mí?
—¿Por qué te soltaron los austriacos, Anne?
—Me llevaron a Viena. Vi al canciller, al primer ministro del Emperador, en sus aposentos privados.
—No has contestado a mi pregunta.
—Luego me llevaron de regreso a Lieja, a la ciudad donde nací. Estoy acostumbrada a viajar, pero esos viajes eran un infierno. Trataron de ser amables conmigo, pero yo sólo quería tenderme junto a la carretera y morir. Cuando llegamos a Lieja me dieron un poco de dinero y me dijeron que podía ir a donde quisiera. Les pregunté si podía volver a París, y dijeron que sí.
—Ya lo sabemos —dijo Lucile—. La noticia apareció publicada en diciembre en Le Moniteur. Tengo guardado ese número en algún sitio. Francamente, nos sorprendió enterarnos de que ibas a volver. Corrían rumores de que los austriacos te habían ahorcado. Pero en lugar de ello te soltaron y te dieron dinero. ¿Y te extraña que Camille te rehuya?
Como buena abogada, ha cerrado el caso. Y sin embargo es difícil creer —como creen todos aunque no lo confiesen— que esa chica haya accedido a actuar de espía. Si le quitas la pistola y el traje escarlata de amazona, parece totalmente inofensiva, incluso un poco loca.
—Deberías alejarte un tiempo de París, Anne —dijo Lucile—. Vete a un lugar tranquilo. Hasta que hayas recuperado las fuerzas.
Théroigne la miró perpleja.
—Te olvidas, Lucile, que en una ocasión dejé que los periodistas me expulsaran de aquí, dejé que Louis Suleau me echara de París. ¿Y qué me pasó? Alquilé una habitación en una posada en un lugar tranquilo como tu dices, lejos de la capital, donde oía cantar a los pájaros, justo lo que necesitaba para recuperarme. Comía con apetito y dormía como un tronco. Pero una noche me desperté y vi que habían entrado unos hombres en mi habitación, unos desconocidos, que me llevaron por la fuerza.
—Creo que debes irte —dijo Lucile.
El temor le atenazaba la garganta; lo sentía en su vientre, y temía por la suerte de su hijo.
—Lafayette está en París —dijo Fabre.
—Eso me han dicho.
—¿Lo sabías, Danton?
—Yo lo sé todo, Fabre.
—¿Cuándo vas a despedazarlo?
—Modérate, Fabre.
—Pero dijiste…
—De vez en cuando conviene mostrarse agresivo. Anima a los demás. Dentro de un par de días iré a visitar a mis suegros en Fontenay.
—Comprendo.
—El general tiene unos planes muy concretos. Marchar sobre los jacobinos y cerrarles el club. Represalias por el 20 de junio. Confía en que la Guardia Nacional le respalde. Nadie podría probar que yo tuviera nada que ver con el 20 de junio…
—Hummm —respondió Camille.
—… pero prefiero ahorrarme problemas. La cosa no pasará a mayores.
—Pero esto es muy serio.
—No, puesto que conocemos sus planes —contestó Danton, tratando de mostrarse paciente.
—¿Cómo lo sabemos?
—Me lo dijo Pétion.
—¿Y quién informó a Pétion?
—María Antonieta.
—¡Dios!
—Sí, son unos estúpidos. No se dan cuenta de que Lafayette es la única persona dispuesta a ayudarles. A veces me pregunto si merece la pena tener tratos con ellos.
—¿A qué te refieres? —preguntó Camille.
—Pues a tener tratos con ellos, aprovecharnos de lo que podamos.
—No lo dices en serio. Tú no tienes tratos con ellos.
—¿Te parece que hablo en serio, Fabre?
—Sí.
—¿Te preocupa, Fabre?
—No en el sentido de tener escrúpulos. Más bien me asusta un poco. Me preocupan las posibles complicaciones.
—No en el sentido de tener escrúpulos —repitió Danton—. Le asusta un poco. Qué hermoso concepto. Camille, si mencionas esta conversación a Robespierre, no volveré a dirigirte la palabra. Dios mío.
Danton se alejó sacudiendo la cabeza.
—¿Mencionar qué? —replicó Camille.
El plan de Lafayette: una gran revista de la Guardia Nacional durante la cual el general inspeccionará las tropas y el Rey estará presente para que le rindan armas. Cuando se haya retirado el Monarca, Lafayette arengará a los batallones porque, ¿acaso no es su primer y más glorioso comandante, acaso no tiene autoridad para asumir de nuevo el control? Luego, en nombre de la constitución, en nombre de la monarquía, en nombre del orden público, el general Lafayette procederá a restaurar el orden en la capital. Lo cierto es que no cuenta con el entusiasta apoyo del Rey. Luis teme que fracase, teme las consecuencias, y la Reina ha dicho fríamente que prefiere morir asesinada que ser salvada por Lafayette.
Pétion se mueve con presteza. Una hora antes de que comience la revista, la anula, dejando que todo se venga abajo y que la confusión dé al traste con otros planes de mayor envergadura. El general desfila por las calles acompañado de sus ayudantes, siendo aclamado por los viejos patriotas. Tras analizar la situación, emprende el camino que lo conduce fuera de París hasta el puesto militar en la frontera. En el Club de los Jacobinos, el diputado Couthon se acerca en su silla de ruedas a la tribuna para denunciar al general como «un canalla»; Maximilien Robespierre lo llama «el enemigo de la patria»; los señores Brissot y Desmoulins lo cubren de vituperios. Los cordeliers regresan de las breves vacaciones que muchos han tenido la prudencia de tomarse y queman la efigie del general, acuñando consignas para el futuro mientras las llamas devoran al muñeco vestido con uniforme militar.
—Si Lucile consigue sobrevivir —dijo Annette—, ¿te portarás bien?
Era una hermosa mañana de julio, hacía sol y soplaba una agradable brisa. Camille miró por la ventana, vio la rue des Cordeliers, a sus vecinos trajinando de un lado para el otro, como de costumbre; oyó el sonido de las prensas en la Cour du Commerce, vio a unas mujeres charlando en la esquina, mientras intentaba imaginar otro tipo de vida o cualquier clase de muerte.
—He dejado de hacer tratos con Dios —contestó—. De modo que no intentes hacer un trato conmigo, Annette.
Annette lo miró fijamente. Estaba pálido, tembloroso, incapaz de aceptar el hecho de que su esposa iba a dar a luz y que iba a sufrir. Le asombraba que Camille fuera incapaz de afrontar y aceptar las cosas más normales.
—No os tomáis el matrimonio en serio —dijo Annette, sin poder resistir la tentación de atormentarlo un poco—. Ninguno de los dos. Pero esto no es un juego.
—Si llegara a sucederle algo malo me moriría —contestó Camille.
—Sí. —Annette se levantó de la silla. Se había acostado a medianoche y la habían despertado a las dos—. Sí, te creo.
Entró a ver a su hija. Lucile estaba muy animada. No sabe lo que le espera, pensó Annette. ¿Podría haberle ahorrado este trance? Por supuesto. Podía haber seguido, hacía siete años, los dictados de su corazón. En tal caso, Camille la recordaría ahora, suponiendo que la recordara, como una mujer que formaba parte de su pasado, una mujer que le había costado mucho conquistar. Sin embargo él ya no formaría parte de su vida sino que sería un personaje famoso cuyas andanzas leería en los periódicos. Pero Annette había preferido aferrarse a su preciosa virtud, su hija estaba casada con el abogado de la Lanterne y a punto de dar a luz, mientras ella observaba día a día —yendo y viniendo entre la rue Condé y la rue des Cordeliers— la destrucción de una apasionada historia de amor como las que aparecen en las novelas. La gente podía llamarlo como quisiera, pero ella lo llamaba una historia de amor. Y había vivido lo suficiente para saber de qué iba el asunto.
—Será mejor que salgas de aquí —dijo—. Vete a dar un paseo. El aire fresco te sentará bien. ¿Por qué no vas a ver a Max? Es un hombre prudente y sensato.
—Hummm —respondió Camille, tenso y angustiado—. Como todos los solteros. Avísame inmediatamente. ¿Me lo prometes?
—Annette dijo que era preferible que me fuera, que sembraba el pánico. Espero que no te importe que me presente a estas horas.
—No, en realidad te esperaba —contestó Robespierre—. Somos amigos, debemos ayudarnos mutuamente. Tengo que irme a trabajar, pero regresaré dentro de un par de horas. La familia se ocupará de ti. ¿Te apetece charlar con una de las chicas?
—No —contestó Camille—. He renunciado a charlar con chicas. Es demasiado arriesgado.
A Robespierre le resultaba difícil sonreír, de modo que se limitó a estrujar la mano de Camille. Un gesto curioso pues no solía tocar a la gente. Camille supuso que estaba tan nervioso como él.
—Pareces casi tan preocupado como yo, Max. Si yo siembro el pánico, tú transmites una sensación de desastre.
—No te preocupes, todo irá bien —contestó Robespierre con tono poco convincente—. Estoy seguro. Es una mujer fuerte y sana, no hay motivo para temer nada malo.
—Es triste —lamentó Camille—. Ni siquiera soy capaz de rezar por ella.
—¿Por qué?
—No creo que Dios escuche ese tipo de plegarias. En el fondo, es un egoísmo por mi parte.
—Dios atiende todo tipo de plegarias.
Los dos hombres se miraron, ligeramente alarmados.
—Estamos a merced de la providencia —dijo Robespierre—. Estoy convencido de ello.
—Yo no estoy tan seguro. Aunque la idea me tranquiliza.
—Si no estamos a merced de la providencia, ¿qué hacemos aquí? ¿Para qué sirve la Revolución? —preguntó Robespierre, alarmado.
Para que Georges-Jacques se lucre, pensó Camille.
—Para proporcionarnos el tipo de sociedad que Dios desea que tengamos —contestó el propio Robespierre—. Para proporcionar justicia e igualdad a los hombres.
Este Max está convencido de todo cuanto dice, pensó Camille.
—Yo no sé qué clase de sociedad desea Dios que tengamos. Parece como si hubieras ordenado al sastre que te confeccionara un Dios a medida, o que hubieras pedido a Gabrielle que lo tejiera a tu gusto.
—¿Un Dios a medida? —repitió Robespierre, perplejo—. No dejas de sorprenderme con tus singulares ocurrencias —dijo, apoyando las manos en los hombros de Camille. Los dos amigos se abrazaron—. Bajo la providencia, seguiremos haciendo el imbécil —dijo Robespierre—. Regresaré dentro de un par de horas y charlaremos sobre teología o lo que te apetezca. Si sucede algo, avísame inmediatamente.
Camille se quedó solo. Las conversaciones toman a veces un sorprendente rumbo, pensó, echando un vistazo a la habitación de Robespierre. Era pequeña y austera, con un camastro como los que suelen utilizar las personas que padecen insomnio y un escritorio de madera de tilo, pulcro y ordenado. Sólo había un libro sobre él, un pequeño ejemplar de El contrato social, de Rousseau. Era el libro que Robespierre solía llevar en el bolsillo de la casaca. Hoy se lo había olvidado. Su rutina se había visto alterada.
Camille cogió el libro y lo hojeó. Poseía cierta magia que había contagiado a Robespierre. Era un volumen especial. De pronto se le ocurrió una idea. Agitó el libro ante una audiencia imaginaria y dijo, imitando el acento de Robespierre:
—Víctima de la bala de un asesino, este ejemplar de El contrato social me salvó la vida. Observad, camaradas patriotas, cómo el proyectil quedó alojado en la tapa de paño barato de la obra inmortal del inmortal Jean-Jacques. Bajo la providencia… —Cuando se disponía a referirse a los complots e intrigas que amenazaban a la nación, sintió que le temblaban las rodillas y se sentó en una silla con el asiento de paja. Era exactamente igual que la silla en la que se había encaramado el día en que pronunció un discurso ante la muchedumbre en el Palais-Royal. Creo que no podría vivir con una silla como esta, pensó. Me aterra.
Tenía que redactar un discurso. Demostraría que poseía un admirable autocontrol si pudiera hacerlo, pensó, pero no me veo capaz. Se levantó y se acercó a la ventana. Los operarios de Maurice Duplay trabajaban en el patio. Al notar que los observaba, le saludaron con la mano. Pensó en bajar a conversar con ellos, pero temía encontrarse con Eléonore. O con la señora Duplay, la cual lo atraparía en el cuarto de estar y le ofrecería unos dulces mientras hablaría sin descanso. Le aterraba ese cuarto de estar, con sus numerosos «artículos» de nogal —no cabía otra palabra para describirlos—, su tapicería de terciopelo rojo de Utrecht, sus apolillados cortinajes y su estufa esmaltada que exhalaba una densa humareda. Era una habitación a la que iban a morir todas las esperanzas. Camille se imaginó cubriendo la cara de Eléonore con un cojín rojo y asfixiándola.
Al fin decidió redactar el discurso. Tras escribir un párrafo lo tachó y volvió a empezar. El tiempo transcurría lentamente. De pronto oyó unos golpecitos en la puerta.
—¿Puedo pasar, Camille?
—Adelante.
Relájate, no te pongas nervioso, se dijo.
—¿Está ocupado? —preguntó Elisabeth Duplay.
—Tengo que escribir un discurso pero no puedo concentrarme. Mi esposa…
—Lo sé —contestó la joven, cerrando la puerta suavemente. Babette. La bobalicona—. ¿Quiere que me quede a charlar un rato con usted?
—Sería un placer —respondió Camille.
—No mienta —dijo Babette, soltando una carcajada—. No sería un placer, se aburriría.
—Si temiera aburrirme, te lo diría.
—Tiene fama de ser un hombre encantador, pero viene pocas veces a vernos. Nunca se muestra encantador con mi hermana Eléonore. Debo reconocer que Eléonore me crispa los nervios, pero soy la menor, y en mi familia nos han enseñado a ser educadas con nuestros mayores.
—Eso está bien —contestó Camille.
Lo dijo en serio. No comprendía por qué se reía tanto Babette. Pero de pronto notó que cuando se reía estaba más guapa. Mucho más que sus hermanas.
La muchacha se sentó en el borde de la cama y dijo:
—Max nos ha hablado mucho de usted. Me encantaría conocerlo mejor. Creo que es usted la persona que él más quiere en el mundo, a pesar de que son muy distintos.
—Debe de ser mi encanto —respondió Camille—. Es evidente, ¿no es cierto?
—Max es muy amable con nosotros. Es como un hermano. Nos defiende ante nuestro padre. Nuestro padre es un tirano.
—Todos los hijos piensan lo mismo —contestó Camille. La frase le chocó. ¿Cómo se comportaría él con su hijo? Cuando este fuera un adolescente, él sería un hombre de mediana edad. Se preguntó qué haría su padre cuando su madre le dio a luz. Imaginó que estaría ocupado con su Enciclopedia de la ley. Mientras su madre gritaba de dolor, su padre estaría confeccionando un índice.
—¿En qué piensa? —le preguntó Babette.
Camille no pudo reprimir una sonrisa. ¿Acaso le estaba sugiriendo que deseaba conocerlo más íntimamente? Las mujeres solían hacer esa pregunta después del acto sexual, pero tenían que ensayarla de jovencitas.
—En nada —contestó, como de costumbre. Se sentía incómodo—. ¿Sabe tu madre que estás aquí, Elisabeth?
—Prefiero que me llame Babette, como todo el mundo.
—Vaya, vaya…
—No sé si lo sabe. Creo que ha ido a comprar el pan —contestó la joven, alisándose la falda e instalándose más cómodamente sobre la cama—. ¿Por qué lo pregunta?
—Quizá te esté buscando.
—Ya me llamará.
Se produjo un breve silencio, mientras la muchacha le observaba fijamente.
—Su esposa es muy guapa —dijo.
—Sí.
—¿Se alegraba de estar embarazada?
—Al principio sí, pero al final se le hizo largo y pesado.
—Supongo que a usted también se le haría largo y pesado.
Camille cerró los ojos. Estaba casi seguro de hallarse en lo cierto. Al cabo de unos segundos volvió a abrirlos. Quería cerciorarse de que la joven no se había movido.
—Debo irme.
—Pero Camille… —Babette lo miró con aire ingenuo—. ¿Y si le envían recado de que ha nacido el niño y usted no está?
—En ese caso será mejor que charlemos en otro sitio.
—¿Por qué?
Porque es evidente que tratas de seducirme, pensó. Si nos quedamos aquí, dentro de un momento te habrás quitado la ropa.
—Lo sabes perfectamente.
—¿Qué tiene de malo conversar en un dormitorio? La gente puede celebrar una fiesta en un dormitorio, incluso una conferencia.
—Desde luego. Debo irme.
—¿Acaso teme que suceda algo? ¿Le parezco atractiva?
No puedes decir, yo no dije eso. Te expones a que se eche a llorar, a que tu respuesta la traumatice, a que acabe siendo una solterona. Está bien, no puedes decir eso, pero puedes decir cosas peores.
—¿Haces esto a menudo, Elisabeth?
—No suelo subir mucho por aquí. Max está siempre muy ocupado.
Muy ingeniosa, pensó Camille. La abanderada de un ejército de rollizas vírgenes de clase media, el tipo de chica que te causaba problemas cuando tenías dieciséis años, y que podría causártelos ahora.
—No te deseo —dijo.
—Eso no importa.
—¿Cómo dices?
—Que eso no importa. —Babette saltó de la cama, se acercó a él sin hacer ruido y, apoyando una mano en su hombro, añadió—: Tú estás aquí. Yo estoy aquí. —Se quitó las horquillas del pelo y lo miró, con las mejillas encendidas y enmarcadas por su melena castaña—. ¿Todavía quieres irte?
Camille sabía que bajaría tras él hasta el cuarto de estar, donde se encontrarían (conocía esas siniestras reuniones familiares) a Eléonore, al sobrino y a Maurice Duplay. De pronto se vio reflejado en el espejo y observó que su rostro expresaba una mezcla de furia, confusión y sentimiento de culpabilidad. Babette retrocedió y se apoyó en la puerta, sonriendo. Había dejado de ser el miembro más insignificante de la familia.
—Esto es absurdo —respondió Camille—. Es increíble.
Babette lo miró fijamente. Tenía la expresión de un cazador furtivo inspeccionando una trampa.
—No deseas vivir una romántica aventura —dijo Camille—. Sólo deseas ver sangre.
—Así pues, ¿no tenemos nada en común? —preguntó ella.
Era prácticamente una niña, pero enérgica y decidida. Cuando Camille la obligó a apartarse de la puerta, la pañoleta que cubría sus hombros cayó al suelo. La modista de la señora Duplay no es precisamente una artista, pensó Camille mientras contemplaba el blanco y voluminoso pecho de Babette.
—Estoy muy excitada —dijo ella, cogiéndole la mano y aplicándola sobre el pulso que latía en su cuello—. Me has tocado, me has acariciado.
Su rostro incitaba a la violencia. Camille sintió deseos de abofetearla, pero temía que se pusiera a gritar. Debo prevenir a la gente contra esta pequeña zorra, pensó, repasando mentalmente la lista de personas a las que debía prevenir contra ella.
—No temas, no entrará nadie —dijo ella—. Echaremos el cerrojo. Bésame.
Camille recogió la pañoleta del suelo y se la colocó sobre los hombros, clavándole los dedos en los brazos.
—Avisaré a tus hermanas —dijo—. Creo que no te encuentras bien.
—Me haces daño —protestó Babette.
—No es cierto. Péinate.
La joven lo miró con una curiosa expresión, no de rencor sino de rabia. Luego se apartó bruscamente y corrió hacia la ventana. Tenía las mejillas arreboladas y respiraba con dificultad. Camille la sujetó por los hombros y dijo con tono enérgico:
—Basta. Domínate, vas a desmayarte.
—Sí, y tú no sabrás cómo explicarlo. Podría gritar. Nadie te creería.
De pronto cesó el ruido de las sierras, y los operarios que trabajaban en el patio alzaron la vista hacia la casa. Camille no alcanzaba a ver sus rostros, pero imaginaba su expresión de perplejidad. Vio a Maurice Duplay dirigirse lentamente hacia la casa, y al cabo de unos segundos oyó la voz brusca e inquisidora, de una mujer, seguida de la de Duplay, menos perentoria. Luego sonó un pequeño grito femenino y unos pasos apresurados en la escalera.
Camille sintió pánico. La creerán a ella, pensó, no a mí. Miró hacia el patio y vio a un pequeño grupo de operarios congregados frente a la ventana.
En aquel momento se abrió bruscamente la puerta y entró Maurice Duplay con paso decidido y la camisa arremangada. El buen jacobino Duplay extendió los brazos y pronunció una frase absolutamente original, algo que jamás había dicho nadie hasta entonces.
—Tiene usted un hijo, Camille. Su esposa está perfectamente y desea que regrese a casa enseguida.
Camille miró hacia la puerta, tratando de dominar su temor, y vio un mar de rostros que sonreían satisfechos. No es necesario que digas nada, pensó, creerán que te sientes demasiado conmovido para articular palabra. Tras alisarse la ropa, Babette se giró hacia él y dijo alegremente:
—Enhorabuena. Qué gran momento para usted.
—Maximilien ha tenido un ahijado —dijo la señora Duplay, sonriendo—. Confío en que Dios le dé también un hijo.
Maurice Duplay abrazó a Camille. Fue un abrazo tremendo, violento, patriótico. De jacobino a jacobino. Mientras el maestro carpintero lo estrujaba contra su pecho, Camille observó la blanca piel de Babette que asomaba bajo la pañoleta y sintió deseos de decir: su hija es una violadora. No, pensó. Es mejor no decir nada, se reirían de mí. Regresaré a casa junto a Lucile y a partir de ahora procuraré no verme envuelto en más líos de faldas.
El primer consuelo es que dura menos tiempo de lo que cree la gente, doce horas desde que empezó a sentir los primeros dolores; el segundo consuelo era este niño, diminuto, con el cabello negro, que yacía en sus brazos. Lucile experimentaba un amor tan puro y profundo que apenas podía articular palabra; la gente te previene sobre todo tipo de cosas, pensó, pero no te previene sobre esto. Se sentía tan agotada que apenas podía incorporarse o hablar.
Todo el mundo reacciona de distinta forma. Mientras su madre le sujetaba las manos con fuerza, exhortándola a ser valiente, la comadrona le decía: «Grita cuanto quieras, querida, aunque retumben las paredes». Es imposible complacer a todos. Cada vez que se disponía a lanzar un grito, sentía un espasmo que la dejaba sin resuello. Vio a Gabrielle Danton inclinarse sobre ella para decirle algo —sin duda juicioso— y en cierto momento le pareció oír la voz de Angélique murmurando unas palabras en italiano. Pero durante unos minutos —o al menos varios segundos— no sabía siquiera quién estaba allí. Se hallaba en otro mundo, un mundo implacable, rodeada de unas paredes tapizadas de rojo.
Deliberada y conscientemente, Camille borró de su mente los acontecimientos de aquella mañana. Mientras sostenía a su hijo en brazos, le prometió en silencio: seré bueno e indulgente contigo; hagas lo que hagas, por extraño o absurdo que parezca, jamás te castigaré. Claude miró al niño, confiando en que Camille no se lo entregara, y dijo:
—Me preguntó a quién se parecerá.
—Eso nos preguntamos todos —contestó Camille.
Claude cerró la boca, sin atreverse a expresar a su yerno su más sincera enhorabuena.
—¿Por qué no destituimos a Luis el 14 de julio? —preguntó el ci-devant duque de Orléans.
—Hummm —contestó el ci-devant conde de Genlis—. Eres muy aficionado a los gestos sentimentales. Hablaré con Camille y veremos si podemos arreglarlo.
El duque no captó la ironía de sus palabras.
—Cada vez que hablas con Camille —se quejó—, me cuesta una pequeña fortuna.
—Eres muy generoso. ¿Cuánto dinero has entregado a Danton a lo largo de los tres últimos años?
—No lo sé. Pero si fracasamos esta vez, ya no me quedarán recursos ni para financiar una pequeña revuelta. Cuando caiga Luis… No me robarán el trono, ¿verdad?
De Sillery se sintió tentado de hacerle notar que había desperdiciado una espléndida oportunidad (por escuchar, habría añadido, a mi esposa Félicité, la alcahueta); pero Félicité y su hija Pamela habían partido hacia Inglaterra en otoño. Su buen amigo Jérôme Pétion las había visto atravesar sanas y salvas el Canal de la Mancha.
—Veamos —dijo—. ¿Has sobornado a los brissotinos, a los rolandinos, a los girondinos?
—¿Acaso existe alguna diferencia entre unos y otros? —preguntó Philippe, alarmado—. Yo pensaba que eran la misma cosa.
—¿Estás seguro de poder ofrecer a Georges Danton más dinero del que puede brindarle la Corte, más dinero del que sacará de una república?
—No imaginé que las cosas hubieran llegado a ese punto —observó el duque con una mueca de fastidio, olvidando que él mismo había contribuido a ello.
—No pretendo desanimarte, pero entiendo que Danton opina que debemos esperar a que lleguen los voluntarios de Marsella.
Esos marselleses son unos fervientes patriotas, minuciosamente elegidos, que marchan hacia la capital para celebrar la toma de la Bastilla, cantando una nueva canción patriótica, resueltos a no cejar en su empeño. Cuando llegue el momento oportuno, constituirán una eficaz punta de lanza para las Secciones.
—Respecto a esos marselleses… ¿a quién debo pagar por sus servicios?
—A un joven político llamado Charles Barbaroux.
—¿Cuánto quiere? ¿Podemos fiarnos de él?
—¡Maldita sea! —De Sillery cerró los ojos. Estaba cansado—. Lleva en París desde el 11 de febrero. Se reunió con los Roland el 24 de marzo.
Laclos debía tener una carpeta llena de informes sobre el arrogante Barbaroux, al que sin duda catalogaba de «donjuán».
—¿No te preguntas alguna vez si todo esto merece la pena? —preguntó De Sillery.
Era una pregunta que Philippe no sabía contestar. En principio le parecía que todo merecía la pena, todas las maquinaciones e intrigas, cualquier acto vergonzoso, incluso provocar un baño de sangre, con tal de llegar a ser Rey de Francia. Pero Félicité le había confundido, aunque tenía razón; no merecía la pena llegar a ser Rey para que al día siguiente le asesinaran a uno. Durante años la gente que le rodeaba le había obligado a emprender un determinado camino y ahora era demasiado tarde para tomar otro. Además, estaba prácticamente arruinado.
—¡Maldito Danton! —dijo—, incluso permití que se acostara con Agnès.
—Nadie «le permite» nada —respondió Charles-Alexis—. Danton toma lo que le apetece.
—Pero también tendrá que dar —dijo Philippe—. La gente le exigirá algo. ¿Qué puede ofrecerles?
—El derecho al voto. Es algo que jamás han tenido.
—Supongo que eso les complacerá. Se lanzarán a la calle a votar —dijo el duque, suspirando—. De todos modos, el 14 de julio hubiera sido una fecha muy oportuna.
El año 1789 fue el más feliz de mi vida, pensó, expresando el pensamiento en voz alta.
—Eras muy joven e inexperto —apostilló Charles-Alexis.
El 10 de julio se proclamó el estado de excepción. Las bandas militares sonaban en toda la ciudad, y los puestos de reclutamiento estaban adornados con la bandera tricolor. Desde la ventana de su habitación, Lucile oyó a Danton gritar y arengar a los ciudadanos. El niño estaba acostado en la cuna, con expresión de fastidio. Cuando se hubo recuperado del parto, Lucile se trasladó a la granja de Bourg-la-Reine. Camille fue el fin de semana y escribió un discurso muy largo.
El 24 de julio se reunió el Consejo General de la Comuna para escucharlo. Era el manifiesto de Danton en el que defendía el sufragio universal y la responsabilidad universal, el derecho de los ciudadanos de todas las Secciones a reunirse a cualquier hora, armarse y movilizarse contra la subversión y un ataque inminente. Cuando Camille predijo que la monarquía no tardaría en caer, Danton cruzó los brazos y miró a sus colegas con fingido aire de asombro.
—Gracias —dijo Pierre Chaumette—. Es lo que deseábamos oír.
René Hébert se frotó las manos, expresando su satisfacción por el giro que habían tomado los acontecimientos.
Frente al Ayuntamiento se había congregado una gran muchedumbre. Cuando apareció Camille, estallaron en vítores. Danton apoyó una mano en su hombro, deseoso de participar en tan ferviente manifestación de popularidad.
—Las cosas han cambiado mucho desde hace un año —observó Camille—, cuando teníamos que ocultarnos porque nos perseguían.
Luego saludó a sus partidarios con la mano y les lanzó un beso. La gente se echó a reír y se precipitó sobre él para tocarlo, como si fuera un amuleto. Arrojaron los gorros al aire y empezaron a cantar Ça Ira en una de sus más salvajes versiones. Acto seguido entonaron la nueva canción titulada La Marsellesa.
—Son unos animales muy curiosos —dijo Danton—. Confiemos en que dentro de un par de semanas cumplan con su deber.
El duque de Brunswick, comandante en jefe de los aliados, emitió un manifiesto, una declaración de intenciones. Pidió a los franceses que depusieran las armas y que no ofrecieran resistencia a las fuerzas invasoras, cuyo fin era restaurar el orden y la autoridad. Toda ciudad que se resistiera sería arrasada. Todos los diputados, los guardias nacionales y los funcionarios públicos de París debían considerarse personalmente responsables de la seguridad del Rey y de la Reina. Si la familia real sufría alguna agresión, todos ellos serían procesados en consejo de guerra y condenados tan pronto como los aliados entraran en París. Si se repetía el ataque de junio contra las Tullerías, la ciudad de París quedaría totalmente destruida y sus habitantes exterminados por los piquetes de ejecución.
Danton estaba con Caroline Rémy en la ventana superior del Palais-Royal mientras Camille leía a la muchedumbre la declaración de los aliados.
—Es un excelente orador —dijo Caroline—. Debo reconocer que Fabre ha hecho un maravilloso trabajo.
—Brunswick nos ha proporcionado lo que necesitábamos —dijo Danton—. Decir a las masas que van a ser ejecutadas, que los alemanes van a arrojarlos en unas fosas colectivas… ¿Qué tienen que perder?
Rodeó con un brazo la cintura de Caroline, y esta le acarició la mano. Afuera, la gente empezó a gritar, desafiando a Europa entre risotadas y exclamaciones de furia.
[El café de Zoppi, en la rue des Fossés-Saint-Germain. Un día en la larga historia de conspiraciones en cafeterías.]
DANTON: Creo que ya se conocen todos ustedes.
LEGENDRE: Continúa. Esto no es un baile.
DANTON: Si alguien tenía alguna duda, era Legendre. Este corpulento caballero se llama Westermann. Proviene de Alsacia, y hace algún tiempo que nos conocemos. Es un antiguo oficial del Ejército.
FABRE [a Camille]: Hace tiempo que lo abandonó. Es un delincuente de poca monta.
CAMILLE: Justo lo que nos faltaba.
DANTON: Este es Antoine Fouquier-Tinville.
LEGENDRE: Me recuerda a alguien.
DANTON: Fouquier-Tinville es primo de Camille.
LEGENDRE: Guarda un ligero parecido con él.
FABRE: Yo no lo advierto.
HÉRAULT: Quizá sean primos lejanos.
FABRE: Uno no tiene por qué parecerse a sus parientes.
HÉRAULT: Dejadlo hablar.
FABRE: ¿Qué tiene usted que decir, primo de Camille?
FOUQUIER: Fouquier.
HÉRAULT: No pretenderá usted que nos aprendamos su nombre. Le llamaremos siempre «el primo de Camille». Es más fácil para nosotros, y más humillante para usted.
FRÉRON [a Fouquier]: Su primo es un personaje muy singular.
FABRE: Es un asesino múltiple.
FRÉRON: Un satanista.
FABRE: Prepara pócimas venenosas.
HÉRAULT: Estudia hebreo.
FRÉRON: Es un adúltero.
HÉRAULT: Es una vergüenza.
[Pausa]
FABRE: ¿Lo veis? Su primo no le importa lo más mínimo.
FRÉRON: ¿Dónde está su orgullo de familia?
FOUQUIER: [con indiferencia]: Es posible que todo ello sea cierto. Hace mucho que no he visto a Camille.
FRÉRON: En parte es cierto. Lo del adulterio y el hebreo.
FABRE: Quizá sea un satanista. Una vez le vi hablando con De Sade.
HÉRAULT: De Sade no es un satanista.
FABRE: Yo pensaba que lo era.
HÉRAULT: ¿Por qué estudias hebreo, Camille?
CAMILLE: Por mi trabajo con los Padres de la Iglesia.
DANTON: ¡Dios!
CAMILLE [susurrándole a Hérault al oído]: Notarás que tiene los ojos muy juntos. Su primera esposa murió en circunstancias misteriosas.
HÉRAULT [bajando la voz]: ¿Es eso cierto?
CAMILLE: Nunca miento.
DANTON: El señor Fouquier ha manifestado que está dispuesto a hacer cualquier cosa.
HÉRAULT: Es evidente que está emparentado con Camille.
LEGENDRE: Vamos al grano de una vez. [A Fouquier]: Me tratan como a un imbécil porque no he recibido una educación tan esmerada como ellos. Su primo hace comentarios despectivos sobre mí en idiomas extranjeros.
FOUQUIER: ¿En idiomas que usted no habla?
LEGENDRE: Así es.
FOUQUIER: Entonces ¿cómo lo sabe?
LEGENDRE: ¿Es usted abogado?
FOUQUIER: Sí.
DANTON: Creo que será aproximadamente dentro de una semana.
Mousseaux, la residencia del duque de Orléans: entre los comensales se advertía una cierta falta de animación, por no decir que imperaba un ambiente decididamente frío. Charles-Alexis parecía incómodo, no se sabe si debido al paté o porque se sentía intimidado por los monárquicos. El duque recorrió con la vista las pechugas de pollo, deshuesadas y rellenas con espárragos y hierbas, y la posó sobre Robespierre. Ofrecía el mismo aspecto que en 1789, pensó el duque: la misma casaca de impecable corte (de hecho se trataba de la misma casaca) y el cabello perfectamente empolvado. Esto debe de resultarle algo distinto del ambiente en casa del carpintero, pensó Philippe. Se preguntaba si allí se sentaría tan tieso a la mesa, sin apenas probar bocado, tomando mentalmente nota de cuanto se decía. Junto a su copa de vino había una de agua. El duque se inclinó hacia adelante, casi tímidamente, y le tocó el brazo.
PHILIPPE: Creo que… es posible que las cosas se hayan torcido… Los monárquicos tienen mucha fuerza… el peligro es inminente. He decidido partir para Inglaterra. Le ruego que me acompañe.
DANTON: Soy capaz de cortarle el cuello a cualquiera que pretenda dejarnos en la estacada. Todo está organizado. Seguiremos adelante con nuestros planes.
PÉTION: Mi querido Danton, existen ciertos problemas.
DANTON: Y tú eres uno de ellos. Tus hombres sólo quieren que el Rey les devuelva sus ministerios. Es lo único que les interesa.
PÉTION: No sé a quiénes te refieres cuando dices «mis hombres». No soy miembro de ninguna facción. Las facciones y los partidos perjudican la democracia.
DANTON: Díselo a Brissot. No me lo digas a mí.
PÉTION: En estos momentos están organizando la defensa del palacio. Hay trescientos caballeros dispuestos a defenderlo.
DANTON: ¿Caballeros? Estoy aterrado.
PÉTION: Te lo digo para que lo sepas.
DANTON: Cuantos más, mejor. Cuando se desmayen, caerán los unos sobre los otros.
PÉTION: No disponemos de muchos cartuchos.
DANTON: Le pediré algunos a la policía.
PÉTION: ¿Oficialmente?
DANTON: Soy fiscal del Estado. Me considero perfectamente capacitado para conseguir algo tan sencillo como unos cartuchos.
PÉTION: Hay novecientos guardias suizos custodiando el palacio. Tengo entendido que son leales a Capeto y que no abandonarán la lucha.
DANTON: Asegúrate de que no consigan hacer acopio de municiones. Vamos, Pétion, son unos simples tecnicismos.
PÉTION: Además existe el problema de la Guardia Nacional. Sabemos que muchos guardias nos respaldan, pero no pueden amotinarse, tienen que obedecer órdenes, de lo contrario nos encontraremos en una situación imprevisible. Cometimos un error cuando dejamos que el marqués de Mandat asumiera el mando. Es un convencido monárquico.
[Cuando sea Rey tendremos que dejar de utilizar esa palabra de forma despectiva, pensó Philippe.]
PÉTION: Debemos eliminar a Mandat.
DANTON: ¿A qué te refieres, a que lo asesinemos? Pues adelante, hombre. Los muertos no hablan.
[Silencio.]
DANTON: Meros tecnicismos.
CAMILLE DESMOULINS
A efectos de instaurar la libertad y la seguridad de la nación, un día de anarquía resulta más eficaz que diez años de Asambleas Nacionales.
SEÑORA ELISABETH
No hay nada que temer. El señor Danton nos protegerá.