(1791-1792)
LUIS XVI A FEDERICO GUILLERMO DE PRUSIA
Señor, he escrito al Emperador, a la emperatriz de Rusia y a los reyes de España y Suecia para proponerles un congreso de las principales potencias de Europa, respaldado por una fuerza armada, como medio de controlar a las facciones que han brotado aquí, restablecer el orden e impedir que el mal que nos atormenta se apodere de otros estados europeos. Confío en que Su Majestad mantendrá esta iniciativa mía en el más estricto secreto.
J.-P. BRISSOT AL CLUB DE LOS JACOBINOS, 16 DE DICIEMBRE DE 1791
Un pueblo que ha alcanzado la libertad al cabo de doce siglos de esclavitud necesita una guerra para consolidarse.
MARÍA ANTONIETA A AXEL VON FERSEN
Son unos imbéciles. No comprenden que eso nos beneficiaría.
Gabrielle empezó a sentir los dolores de parto en plena noche, una semana antes de lo previsto. Georges-Jacques la oyó levantarse, y al abrir los ojos la vio junto a su cama.
—Ya ha empezado —dijo Gabrielle—. Avisa a Catherine. No creo que el niño tarde en nacer.
Georges se incorporó y la abrazó. La luz de las velas se reflejaba en el cabello oscuro de Gabrielle. Ella le acarició la cabeza y murmuró:
—Te lo ruego, confío en que después de esto todo vaya bien.
¿Cómo habían llegado las cosas a estos extremos? Georges-Jacques lo ignoraba.
—Tienes frío —dijo—, estás helada.
La ayudó a acostarse y la arropó con la colcha. Luego se dirigió al salón y echó unos troncos en la chimenea para avivar el fuego.
Georges comprendió que sobraba. En estos momentos Gabrielle necesitaba al médico y a la comadrona, a Angélique y a la señora Gély, su vecina del piso de arriba. Antes de salir de la habitación, Georges se volvió para mirar a Gabrielle mientras Louise Gély, sentada en la cama, le trenzaba el pelo. Georges preguntó a su madre si le parecía oportuno que la niña presenciara el parto. Pero Louise le oyó y contestó:
—Desde luego que es oportuno, señor Danton. Pero aunque no lo fuera, todas las mujeres tenemos que pasar por ello, y ya tengo catorce años.
—Cuando hayas cumplido cuarenta —replicó su madre—, podrás hacer lo que quieras. Vete a la cama.
Georges se inclinó sobre su esposa, la besó y le acarició la mano. Luego retrocedió para dejar pasar a Louise, pero la niña le rozó al pasar y le miró sonriendo.
Al fin amaneció. Hacía frío, y al llegar al mundo su hijo soltó un penetrante berrido mientras la nieve batía sobre la ventana y el gélido viento barría las calles desiertas.
El 9 de marzo falleció el emperador Leopoldo. Durante un par de días, hasta que el nuevo Emperador dio a conocer sus opiniones, la paz parecía posible.
—La Bolsa ha subido —dijo Fabre.
—¿Acaso te interesa la Bolsa?
—He invertido algún dinero.
—¿Qué? —exclamó la Reina—. ¿Huir en el carruaje de la hija de Necker? ¿Refugiarnos en el campamento de Lafayette? Es ridículo.
—Dicen que es nuestra última oportunidad, señora —contestó el Rey—. Mis ministros me aconsejan…
—Vuestros ministros están locos.
—Podría ser peor. Todavía tratamos con caballeros.
—No podría ser peor —replicó enérgicamente la Reina.
El Rey la miró con tristeza y dijo:
—Si esta Administración cae…
Y cayó.
21 de marzo.
—¿Creéis que seréis capaz de mantener este Gobierno a flote, Dumouriez? —inquirió el Rey. No dejaba de pensar que ese hombre había pasado dos años en la Bastilla. Charles Dumouriez inclinó la cabeza—. No debemos… —se apresuró a decir el Rey—. Sé que sois un jacobino. Me consta. (¿Quién sugerís, señora?).
—Señor, soy un soldado —respondió Dumouriez—. Tengo cincuenta y tres años. Siempre he servido a Vuestra Majestad fielmente. Soy uno de los más leales súbditos de Vuestra Majestad y…
—Sí, sí —contestó el Rey.
—… yo ocuparé el cargo de ministro de Asuntos Exteriores. Conozco bien Europa. He servido en calidad de agente de Vuestra Majestad…
—No dudo de vuestras aptitudes, general.
Dumouriez suspiró. Antes, el Rey te dejaba al menos terminar la frase. A Luis ya no le interesaban los asuntos de Estado, le aburrían los detalles. Interrumpía continuamente a sus ministros, les dejaba con la palabra en la boca. Si querían salvar a los Reyes, era mejor que estos no conocieran los pormenores.
Dumouriez temía que rechazaran su plan, como habían rechazado el de Lafayette.
—Para ministro de Finanzas, Clavière —dijo.
—Era amigo de Mirabeau —observó el Rey secamente. Dumouriez no sabía si ello significaba que le caía bien o no—. ¿Y para la cartera de Interior?
—Es complicado. Los mejores hombres están en la Asamblea, y los diputados no pueden ser ministros. Os ruego que me concedáis un día.
El Rey asintió. Dumouriez se inclinó de nuevo.
—General… —dijo el Rey con un tono muy poco majestuoso. Dumouriez, un hombre de baja estatura pero de aspecto elegante, se volvió—. No estaréis contra mí, ¿verdad?
—¿Contra vos, Majestad? ¿Lo decís porque asisto a las reuniones de los jacobinos? —Dumouriez trató de mirar a Luis a los ojos, pero este tenía la vista clavada a su izquierda—. Las facciones tan pronto surgen como desaparecen. La lealtad es una tradición que siempre persistirá.
—Desde luego —respondió Luis distraídamente—. Aunque no considero que los jacobinos sean una facción sino más bien un poder… Antes teníamos a la Iglesia dentro del Estado, ahora tenemos ese club. ¿De dónde proviene ese Robespierre?
—Creo que de Artois, señor.
—Me refiero en un sentido más profundo… ¿De dónde proviene? —insistió Luis con tono impaciente. De los dos hombres, parecía el más viejo—. Os he reconocido enseguida. Sois lo que llamamos un aventurero. El señor Brissot es un caprichoso, le gusta seguir las modas de la época. Y el señor Danton es uno de esos brutales demagogos que hallamos en nuestros libros de historia. Pero el señor Robespierre… Me gustaría saber qué pretende. Quizá podría concedérselo.
El general Dumouriez se inclinó nuevamente y salió de la habitación sin que Luis reparara en ello.
En el otro extremo del pasillo, Brissot esperaba a su general favorito.
—Tienes tu Gobierno —dijo Dumouriez.
—Pareces deprimido —respondió Brissot—. ¿Ha sucedido algo?
—No, sólo que el Rey me ha colgado unos cuantos epítetos.
—¿Te ha ofendido? No está en situación de hacerlo.
—No he dicho que me haya ofendido.
Los dos hombres se miraron durante unos segundos, recelando el uno del otro. Luego Dumouriez tocó a Brissot en el hombro y dijo con aire desenfadado:
—Un ministerio jacobino, querido amigo. Algo que hasta hace poco parecía impensable.
—¿No habéis hablado sobre la guerra?
—No me pareció oportuno forzar el asunto. Pero creo que puedo garantizarte que las hostilidades estallarán dentro de un mes.
—Tiene que haber guerra. El mayor desastre sería la paz. ¿No estás de acuerdo?
Jugueteando con el bastón que sostenía entre las manos, Dumouriez contestó:
—¿Cómo no voy a estarlo? Soy un soldado. Debo pensar en mi carrera. Es una magnífica oportunidad para resolver algunas cosas.
—Inténtalo —dijo Vergniaud—. La Corte se llevará un buen susto. Me entusiasma la idea.
—Robespierre… —dijo Brissot.
Robespierre se detuvo.
—Hola, Vergniaud. Pétion. Brissot. —Tras nombrarlos a todos, parecía satisfecho.
—Queremos hacerte una propuesta.
—Conozco vuestras propuestas. Nos proponéis convertirnos de nuevo en esclavos.
Pétion alzó la mano para aplacarlo. Estaba más gordo que cuando Robespierre lo había conocido, y su rostro exhibía una expresión de triunfo.
—Creo que no es necesario que perdamos el tiempo debatiendo en la cámara —sugirió Vergniaud—. Podríamos mantener conversaciones privadas.
—No deseo mantener conversaciones privadas.
—Créeme, Robespierre —dijo Brissot—, nos gustaría que nos apoyaras en el tema de la guerra. La intolerable injerencia en nuestros asuntos internos…
—¿Por qué os empeñáis en luchar contra Austria e Inglaterra, cuando nuestro enemigo está en casa?
—¿Quieres decir allí? —inquirió Vergniaud señalando con la cabeza hacia los aposentos del Rey, en las Tullerías.
—Sí, allí, aparte de todos los que nos rodean.
—Con nuestros amigos en el ministerio —dijo Pétion—, no nos resultará difícil ocuparnos de ellos.
—Debo irme —dijo Robespierre, alejándose apresuradamente.
—Se está volviendo morbosamente receloso —observó Pétion—. Antes éramos amigos. Para decirlo sin rodeos, temo que acabe perdiendo la razón.
—Tiene muchos partidarios —dijo Vergniaud.
Brissot siguió a Robespierre y lo agarró por el codo.
—Un buen cazador de ratas —observó Vergniaud.
—¿Qué? —preguntó Pétion.
Brissot caminaba apresuradamente tras Robespierre.
—Hablábamos del ministerio, Robespierre. Te ofrecemos un cargo.
Robespierre se soltó y se alisó la manga de la casaca.
—No quiero ningún cargo —contestó sombríamente—. No existe ningún cargo que me convenga.
—¿En el cuarto piso? —preguntó Dumouriez—. ¿Es tan pobre ese Roland que vive en un cuarto piso?
—En París todo está muy caro —respondió Brissot a la defensiva, jadeando por el esfuerzo.
—No tenías que seguirme corriendo si eso te fatiga —dijo Dumouriez con tono irritado—. Te hubiera esperado. No tengo intención de entrar solo. ¿Estás seguro de que debemos hacerlo?
—Es un excelente administrador… —contestó Brissot, tratando de recuperar el resuello— con un impecable expediente de servicios… y unas opiniones muy juiciosas… y una esposa… grandes aptitudes… una absoluta entrega… a nuestros objetivos.
—Comprendo —dijo Dumouriez. No creía que tuvieran muchos objetivos en común.
Les abrió la puerta Manon. Estaba un poco despeinada, y había pasado un día muy aburrido.
El general le besó la mano con la caballerosidad del viejo régimen.
—¿Está en casa su marido? —inquirió.
—Está acostado.
—Creo que podemos hablar con la señora —dijo Brissot.
—Yo creo que no —replicó Dumouriez. Luego se giró hacia ella y añadió—: Tenga la bondad de ir a despertarlo. Queremos hacerle una proposición que creo le interesará. —Se detuvo y echó un vistazo alrededor de la habitación—. Tendrían que mudarse. Si lo desea, querida señora, puede empezar a empaquetar su vajilla y las pertenencias.
—No es posible —dijo Manon. Tenía un aspecto muy juvenil y estaba a punto de romper a llorar—. Te burlas de mí. No te creía capaz de hacerme eso.
El rostro de su marido presentaba un tono menos ceniciento que de costumbre.
—Querida, no creo que el señor Brissot esté dispuesto a bromear con un tema tan serio como la composición de su Gobierno. El Rey me ha ofrecido el Ministerio del Interior. Nosotros…, yo he aceptado.
Vergniaud también estaba acostado, en casa de la señora Dodun, en el número 5 de la Place Vendôme. Pero se levantó para recibir a Danton. Por lo que sabía de Danton era un hombre admirable, salvo que trabajaba demasiado.
—Pero ¿por qué ese tal Roland? —preguntó Danton.
—Porque no había otro —contestó Vergniaud con tono fatigado. Estaba aburrido del tema. Estaba cansado de que la gente le preguntara quién era Roland—. Porque es dócil y fácil de manipular. Tiene fama de discreto. ¿A quién hubieras elegido tú? ¿A Marat?
—Los Roland afirman ser republicanos. Tú también, según tengo entendido.
Vergniaud asintió impasible. Danton lo miró detenidamente. Era un hombre de treinta y nueve años, alto pero sin empaque. Su pálido y carnoso semblante presentaba unas marcas de viruela, y su prominente nariz parecía fuera de lugar entre sus pequeños y profundos ojillos, como si ambos rasgos pertenecieran a otro rostro. No era un hombre que destacara entre la multitud, pero en la tribuna de la Asamblea o en el Club de los Jacobinos —mientras su público lo escuchaba en silencio y los visitantes que ocupaban las galerías estiraban el cuello para verlo— era otro hombre. Se transformaba en un hombre apuesto cuya voz y presencia transmitían honradez y autoridad. Allí poseía el empaque de un aristócrata, y sus ojos castaños expresaban un profundo amor propio.
«Ese tipo está pagado de sí mismo», observó Camille. «A mí me complace ver a un hombre esmerarse en hacer bien su trabajo», respondió Danton.
De todos los amigos de Brissot, según Danton, Vergniaud era sin duda el mejor. Me caes bien, pensó, pero eres perezoso.
—Un republicano en el ministerio… —dijo.
—… no es necesariamente un ministro republicano. En fin, ya veremos —contestó Vergniaud, jugueteando distraídamente con unos papeles que había sobre su mesa. Danton interpretó ese gesto como un cierto desdén hacia las personas de las que estaban hablando—. Tendrás que ir a visitarlo, Danton, si quieres progresar en la vida. Presenta tus respetos a la señora Roland —añadió, sonriendo ante la expresión de Danton—. ¿Temes verte en un apuro? ¿En compañía de Robespierre? Tendrá que hacerse a la idea de que habrá guerra. Su popularidad ha descendido notablemente.
—El problema no es la popularidad.
—Tienes razón, eso no afecta a Robespierre. Pero ¿qué vas a hacer tú, Danton?
—Seguir adelante, Vergniaud. Me gustaría que te unieras a nosotros.
—¿Quiénes sois «nosotros»?
Danton abrió la boca para contestar, pero de pronto se detuvo al darse cuenta de la ínfima calidad de los nombres que podía ofrecer. Al cabo de unos segundos, dijo:
—Hérault de Séchelles.
Vergniaud lo miró sorprendido.
—¿Sólo vosotros dos? ¿Habéis excluido súbitamente de vuestra confianza a los señores Camille Desmoulins y Fabre d’Églantine? ¿Legendre está demasiado ocupado con su carnicería? Imagino que esas personas os son útiles. Pero no deseo unirme a una facción. Yo estaba a favor de la guerra, y me senté con los que también estaban a favor de ella. Pero no soy un «brissotino», aunque no sé muy bien lo que significa eso. Soy independiente.
—Ojalá lo fuéramos todos —contestó Danton—. Pero no es tan fácil.
Una mañana, a finales de marzo, Camille se despertó con un pensamiento que no cesaba de girar en su mente. Había estado hablando con unos soldados —entre ellos el general Dillon—, los cuales dijeron que si de todos modos iba a estallar la guerra era inútil oponerse a la opinión pública y tratar de nadar contra corriente. ¿Acaso no era preferible encabezar un movimiento irresistible que morir aplastado por este?
Camille despertó a su esposa y dijo:
—No me encuentro bien.
A las seis y media estaba en el cuarto de estar de Danton, paseándose nervioso de un lado a otro. Danton le dijo que era un imbécil.
—¿Por qué tengo que estar siempre de acuerdo contigo? ¿Por qué no puedo sostener unos puntos de vista distintos de los tuyos? Puedo pensar lo que quiera… siempre y cuando coincida con lo que piensas tú.
—Vete —contestó Danton—. No soy tu padre.
—¿Qué significa eso?
—Significa que te expresas como un adolescente de quince años y que estás tratando de pelearte conmigo. De modo que vete a casa unos días y peléate con tu padre. De ese modo nos evitaremos unas consecuencias políticas poco recomendables.
—Escribiré…
—Te lo prohíbo. No me provoques. Márchate antes de que te convierta en el primer mártir brissotino. Ve a ver a Robespierre, quizá te reciba de mejor grado.
Robespierre estaba enfermo. El frío tiempo primaveral hacía que le doliera el pecho, y su estómago rechazaba la comida.
—Así que has decidido abandonar a tus amigos —dijo, respirando trabajosamente.
—Eso no tiene por qué afectar a nuestra amistad —contestó Camille.
Robespierre apartó la cara.
—Me recuerdas a… ¿cómo se llama ese rey inglés?
—Jorge —contestó Robespierre secamente.
—Me refería a Canuto.
—Vete —dijo Robespierre—. No quiero discutir contigo esta mañana. Debo conservar mis fuerzas para otras cosas más importantes. Pero si lo escribes en el periódico, jamás volveré a fiarme de ti.
Camille salió de la habitación.
Eléonore Duplay estaba en el pasillo, junto a la puerta de la habitación. Camille dedujo que había estado escuchando la conversación pues sus ojos reflejaban una inusitada vivacidad.
—Ah, eres Cornélia —dijo.
Jamás había hablado a una mujer en ese tono. Era una chica capaz de suscitar crueldad hasta en un ratón.
—De saber que ibas a disgustarlo de ese modo no te habría dejado pasar. No vuelvas a poner los pies en esta casa. No te recibirá.
Eléonore miró desafiante a Camille de arriba abajo.
—¿Acaso tú y tu impresentable familia os creéis que os pertenece? —le espetó Camille—. ¿Creéis que porque accede a alojarse en vuestra casa tenéis derecho a decidir a quién puede ver? ¿Creéis que podéis mantenerlo alejado de su mejor amigo?
—Te sientes muy seguro de ti mismo, ¿no es cierto?
—Dentro de lo razonable —replicó Camille—. Qué transparente eres, Cornélia. Sé exactamente cuáles son tus planes. Sé lo que piensas. Crees que se casará contigo. Olvídalo, querida. No lo hará.
Esa fue la única chispa de satisfacción que obtuvo aquel día. Lucile le esperaba en casa, con aire triste, sentada con las manos apoyadas en su voluminoso vientre. La vida había dejado de ser divertida. Había llegado a un punto en que las mujeres la miraban con simpatía y los hombres la observaban como si fuera un viejo sofá.
—Max ha enviado una nota —dijo Lucile—. La he abierto. Dice que lamenta lo sucedido esta mañana, que se precipitó, y te ruega que lo perdones. Georges vino a pedirte disculpas.
—Tuve una fantástica pelea con Eléonore. Esos Duplay son unos depredadores. Me pregunto qué sería de mí si Danton y Robespierre se pelearan algún día.
—Tú tienes tu propio criterio.
—Sí, pero la cosa no es tan fácil.
El 26 de marzo la Reina transmitió al enemigo todos los pormenores de los planes de guerra de Francia. El 20 de abril, Francia declaró la guerra a Austria.
25 de abril de 1792: ejecución científica y democrática de Nicolas-Jacques Pelletier, asaltante de caminos.
La multitud es mayor que la que acude a presenciar una ejecución ordinaria, y en el aire flota un ambiente de expectación. Los verdugos, como es lógico, han practicado con unos muñecos; se dan ánimos mutuamente para no cometer un error. Pero no hay problema, la máquina se encarga de todo. Está montada sobre un patíbulo y consiste en una gran estructura negra dotada de una pesada cuchilla. El reo sube al patíbulo acompañado por los guardias. No sufrirá porque han acabado los tiempos de barbarie en Francia, superados por un siniestro instrumento, aprobado por un comité.
Los verdugos se apresuran a rodear al reo, lo sujetan a una tabla y la deslizan hacia adelante; la cuchilla cae rápidamente, con un ruido sordo, y el suelo se tiñe de sangre. La multitud suspira, y las gentes se miran incrédulas. Todo ha terminado demasiado pronto, privándoles del espectáculo de ver morir al reo. Uno de los ayudantes de Sanson lo mira, y el maestro verdugo asiente. El joven levanta la bolsa de cuero en la que ha caído la cabeza del ajusticiado y muestra al público su macabro contenido. Alza la cabeza para que pueda verla la multitud, girándose lentamente para mostrar el rostro de expresión vacía. La muchedumbre se siente satisfecha. Unas mujeres levantan a sus hijos en brazos para que puedan ver el espectáculo. A continuación colocan el cuerpo del reo en una cesta para que se lo lleven, con la cabeza entre los pies.
En total, incluyendo mostrar la cabeza al público (lo que no siempre será necesario), el espectáculo ha durado cinco minutos. El maestro verdugo calcula que, en caso necesario, podrían hacerlo en la mitad de tiempo. Él y sus ayudantes y aprendices sostienen distintos puntos de vista sobre la máquina. Es muy práctica, sin duda, y el reo no siente el menor dolor. Pero parece demasiado fácil, la gente creerá que no se necesitan unas aptitudes especiales para utilizarla, que a partir de ahora cualquiera puede ser un verdugo. La profesión se siente menospreciada. El año pasado, la Asamblea debatió la cuestión de la pena capital, y el popular diputado Robespierre solicitó que fuera abolida. Decían que estaba convencido de que su petición tendría éxito. Pero ese hombre prudente y juicioso, el señor Sanson, opina que el señor Robespierre no coincide con la opinión pública en esta materia.
HE AQUÍ EL PRESUPUESTO PRESENTADO POR EL SEÑOR GUÉRDON,
ANTIGUO MAESTRO CARPINTERO DEL PARLAMENTO DE PARÍS
Escalones | 1.700 | libras |
Tres cuchillas (dos de reserva) | 600 | libras |
Polea y gargantas de cobre | 300 | libras |
Contrapeso de hierro (de la cuchilla) | 300 | libras |
Cuerda y aparejo | 60 | libras |
Construcción y prueba de la máquina | 1.200 | libras |
Modelo a pequeña escala para pruebas a fin de prevenir accidentes | 1.200 | libras |
—————— | ||
TOTAL | 5.360 | libras |
Al recomendar entusiásticamente el nuevo invento a la Asamblea, el doctor Guillotin, experto en salud pública, dijo: «Con esta máquina puedo cortarles la cabeza en un santiamén sin que sufran». (Risas).
Danton: anoche Robespierre fue a buscar a Camille a su casa. Yo estaba allí con Lucile. Era una visita totalmente inocente. La sirvienta, Jeanette, estaba despierta. Además, ¿qué voy a hacer con una mujer que está en estado de seis meses? ¿Dónde estaba Camille? Todo el mundo tiene que estar en casa cuando acude Robespierre. El joven Maximilien parecía algo enojado. Lucile me miró. No sabía dónde podía encontrarse.
—Se me ocurren varios sitios —dije—, pero no te recomiendo que vayas allí, Max.
Robespierre se sonrojó. Debe de tener una imaginación muy viva, pensé. De hecho, supuse que Camille estaría al otro lado del río, soltando un discurso ante esos extraños grupos de mujeres que él y Marat frecuentan: la Sociedad de jóvenes señoritas dedicadas a asesinar a marquesas, Pescaderas para la democracia, etcétera. Creía sinceramente que, puesto que el Incorruptible contaba con tal cantidad de seguidoras femeninas, las damas perderían la cabeza y se precipitarían sobre él si aparecía mientras adoraban a Camille.
Robespierre preguntó si nos importaba que esperara a Camille, pues debía hablar con él urgentemente.
—¿No puedes hablar con él por la mañana?
—Sigo un horario un tanto especial —me explicó Robespierre—. Lo mismo que Camille. Cuando necesito hablar con él, suelo encontrarlo sin dificultad.
—Esta vez no —contesté. Lucile me miró como implorando mi ayuda.
Esperamos a Camille durante más de una hora. Resulta muy difícil hablar de cosas intrascendentes con Maximilien. De golpe, Lolotte le pidió que fuera el padrino de su hijo. Max se mostró muy complacido. Lucile le recordó que le tocaba a él elegir el nombre del niño. Max dijo que tenía el presentimiento de que sería un varón, y que debíamos ponerle el nombre de un gran hombre, de alguien que se hubiera distinguido por sus virtudes republicanas. Solíamos referirnos a la república no como un fenómeno político sino como un estado de ánimo. Tras barajar varios nombres griegos y romanos, Robespierre decidió Horace.
—¿Y si es una niña? —pregunté yo.
Lucile se apresuró a decir que le parecía un nombre muy adecuado; pero al mirarla vi que estaba pensando, no lo utilizaremos, no le llamaremos así. De segundo nombre, dijo Lucile, podíamos ponerle Camille. Robespierre contestó sonriendo:
—Un nombre muy honroso, desde luego.
Luego nos miramos, sin saber qué decir. Yo tenía la incómoda sensación de que el honroso Camille se había ido de putas.
Apareció hacia las dos de la mañana. Al preguntar cuál de los dos había llegado antes y responderle que había sido yo, me miró fijamente, aunque no parecía disgustado. Lucile no le preguntó dónde había estado. Es un tesoro. Mientras me despedía, Robespierre empezó a hablar de un asunto relacionado con la Comuna, como si fueran las dos de la tarde, y en unos términos increíblemente duros.
Robespierre: existían personas como Lucile. Lo había dicho Rousseau. Robespierre dejó el libro, después de señalar la página.
Prueba del amable carácter de esa mujer es que todos los que la aman se aman entre sí, tras haber conseguido que el poderoso sentimiento que les inspira conjure los celos y la rivalidad. Jamás vi la menor muestra de antagonismo entre quienes la rodean. Deténgase el lector un momento, y si logra recordar a otra mujer que merezca esas alabanzas, le recomiendo que no deje que se le escape.
Sin duda era aplicable a Lucile. La vida discurría con inusitada tranquilidad en casa de los Desmoulins. Desde luego, es posible que ocultaran algo a Camille. La gente suele ocultarle cosas.
Le habían pedido que fuera el padrino del niño, o algo por el estilo, pues suponemos que no lo bautizarían según el rito romano. Fue Lucile quien se lo había pedido una noche en que apareció (tarde, era casi medianoche) y la encontró a solas con Danton. Confiaba en que esos rumores no fueran ciertos. Confiaba en poder creer que no eran ciertos.
La sirvienta se retiró en cuanto apareció él, lo cual le hizo gracia a Danton.
Había cosas que Robespierre necesitaba hablar con Danton, y podía haberlas dicho delante de ella. Pero Danton estaba de un extraño humor, medio agresivo y medio bromista. No había sido capaz de descifrar su estado de ánimo, y habían charlado de cosas intrascendentes. De pronto sintió como una fuerza física que lo empujaba. Era la voluntad de Danton. Quería que se fuera. Aunque parezca absurdo, Robespierre se agarró al brazo del sillón. Fue entonces cuando Lucile sacó a relucir el tema del niño.
Llevaban algún tiempo tratando de elegir un nombre para él. Quizá fuera por puro sentimentalismo, pero Robespierre recordaba los versos que solía escribir Camille. Cuando preguntó a Lucile si seguía escribiendo poesías, ella contestó que no. Es más, cuando descubría una de sus viejas poesías, Camille decía que eran peores que las de Saint-Just, y las quemaba. Durante unos instantes Robespierre se sintió profundamente ofendido, como si su juicio hubiera sido cuestionado.
Lucile se disculpó y fue a hablar con Jeanette.
—Horace-Camille —dijo Danton, con aire pensativo—. ¿Crees que le dará suerte en la vida?
Robespierre esbozó una débil sonrisa, consciente de ello. Si las siguientes generaciones lo recordaban, la gente comentaría su débil y fría sonrisa, del mismo modo que comentaría el volumen, la vitalidad y las cicatrices de Danton. Puede que su sonrisa pareciera sarcástica, condescendiente o de reproche. Pero era la única que encajaba con su rostro.
—Creo que Horace era… —dijo—… un gran poeta y un buen republicano. Aparte de sus últimos versos, que probablemente escribió para halagar a Augusto.
—Sí… —respondió Danton—. Los escritos de Camille te halagan, aunque quizá no debería utilizar la palabra halagar.
Robespierre sintió deseos de apretar las mandíbulas y rechinar los dientes.
—Ya he dicho que me parece un nombre honroso.
Danton se repantigó en el sillón y estiró sus largas piernas. Luego dijo, lenta y deliberadamente:
—Me pregunto qué estará haciendo en estos momentos el honroso caballero.
—Lo ignoro.
—¿Lo ignoras?
—¿Qué supones que estará haciendo?
—Seguramente algo inconfesable en un burdel.
—¿Qué derecho tienes a pensar eso? No sé a qué te refieres.
—Mi querido Robespierre, no espero que sepas a lo que me refiero. De hecho, me chocaría que lo supieras. Me sentiría decepcionado.
—Entonces ¿por qué insistes en el tema?
—Apuesto a que no tienes ni idea de la mitad de las cosas que hace Camille, ¿me equivoco?
—Es asunto suyo. Pertenece a su vida privada.
—¿A su vida privada? ¿Acaso no es un personaje público?
—Sí.
—Entonces debería comportarse correctamente. Ser virtuoso. Según tú. Pero no lo es.
—No me interesa saber…
—Pero yo insisto en decírtelo. Por el bien público. Camille…
En aquel momento regresó Lucile.
—Prometo contarte los pormenores en otra ocasión, Maximilien —dijo Danton, echándose a reír—. Para que reflexiones sobre ello.
[En el Club de los Jacobinos se celebra una sesión. Habla el señor Robespierre.]
DESDE EL PÚBLICO: ¡Déspota!
DANTON: [presidente]: Silencio. Orden. El señor Robespierre no ha ejercido jamás ningún despotismo en este foro salvo el despotismo de la razón.
DESDE EL PÚBLICO: ¡El demagogo se ha despertado!
DANTON: No soy un demagogo. He permanecido en silencio mucho tiempo, no sin grandes esfuerzos. Me propongo desenmascarar a quienes se jactan de haber servido al pueblo. Ha llegado el momento de poner al descubierto a quienes, durante los últimos tres meses, han impugnado el valor de un hombre de cuyo coraje es testigo la Revolución…
Robespierre a los jacobinos, el 10 de mayo de 1792: Cuanto más os empeñáis en aislarme y marginarme, más justificación hallo en mi conciencia, y en la justicia de mi causa.
Unos retazos de la vida de los ministros brissotinos:
El general Dumouriez apareció en el Club de los Jacobinos, del que era miembro. Ofrecía el aspecto de un soldado, y su rostro, poco expresivo, reflejaba una cierta inquietud y curiosidad. Sobre sus empolvados cabellos lucía un gorro de lana rojo, el gorro de la Libertad. Había acudido a presentar sus respetos ante el altar del patriotismo (o una metáfora similar) y en busca de fraternales consejos.
Los ministros jamás se habían comportado de ese modo.
Los patriotas observaron preocupados el rostro de Robespierre, que denotaba desprecio.
El señor Roland, ministro del Interior, se dirigió a las Tullerías para ser presentado al Rey. Los cortesanos lo miraron horrorizados. El señor Roland no se había percatado de que llevaba una media zurcida. El maestro de ceremonias se acercó a Dumouriez y murmuró fríamente:
—¿Cómo puede ser presentado al Rey? No lleva hebillas en los zapatos.
—¿Que no lleva hebillas? —preguntó el general con tono burlón—. Entonces todo está perdido, señor.
—Mi querida señora Danton —dijo Hérault de Séchelles—, ha sido una cena excelente. ¿Le parecería imperdonable que habláramos ahora de política?
—Mi esposa es una mujer práctica —respondió Danton—. Sabe que la política es lo que nos da de comer.
—Estoy acostumbrada a ello —dijo Gabrielle.
—¿Le interesan los asuntos de Estado, estimada señora Danton? ¿No le parecen aburridos?
Gabrielle no sabía qué decir, pero sonrió y contestó dulcemente:
—Hago lo que puedo.
—Eso es lo que deberíamos hacer todos —dijo Hérault. Luego se giró hacia Danton y prosiguió—: Si Robespierre insiste en empeorar las cosas, allá él. Esa gente, los brissotinos, rolandinos o girondinos, llámalos como quieras, son quienes nos gobiernan actualmente. No forman un grupo cohesionado. No tienen una política, excepto la de la guerra, la cual ha empezado desastrosamente.
—Pero poseen un gran celo —respondió Danton—. Son excelentes oradores. Carecen de dogmatismo. Y esa espantosa mujer.
—¿Cómo le sienta la celebridad a esa pequeña criatura?
—Cenamos con ellos anoche. No me lo recuerde —le contestó Danton con una mueca de disgusto.
La noche anterior él y Fabre habían pasado dos horas cenando con el ministro del Interior. Dumouriez también estaba presente. De vez en cuando murmuraba: «Me gustaría hablar en privado contigo, Danton». Pero no había tenido oportunidad de hacerlo. La esposa del ministro se había encargado de organizarlo todo. El ministro estaba sentado a la cabeza de la mesa; apenas despegó los labios, y Danton tenía la impresión de que el auténtico ministro se hallaba en su estudio, mientras ante sus ojos tenía a un modelo de cera vestido con una vieja casaca negra. Se sintió tentado a clavarle un tenedor en el pecho para ver si gritaba, pero se contuvo y siguió comiendo en silencio. Tomaron una insípida y harinosa sopa, seguida de una diminuta porción de pollo acompañada de unos nabos que, aunque pequeños, eran más duros que el pollo.
Manon Roland bajó por la escalinata de mármol, observando su rechoncha y atractiva figura reflejada en los muros de cristal veneciano. Pero el vestido que lucía aquel lunes por la noche era de tres temporadas atrás, y llevaba una pañoleta sobre los hombros. No había que rendirse jamás.
Había comunicado a su marido que no estaba dispuesta a renunciar a sus hábitos de ciudadana particular. No era partidaria de los patronazgos, y sus visitantes (por estricta invitación) debían observar sus normas. Los grandes salones permanecerían cerrados y a oscuras pues no pensaba recibir en ellos a sus invitados. Había montado un pequeño estudio junto al despacho del ministro. Allí pasaba los días, sentada ante su mesa, ayudando al ministro. Si alguien deseaba hablar con este en privado sin ser molestados por una multitud de funcionarios públicos y gentes que acudían a pedirle un favor, ella le enviaba recado y el ministro podía conversar con el visitante en su estudio, mientras ella permanecía sentada discretamente en un rincón, con las manos apoyadas en el regazo, sin perder una palabra de lo que decían.
Ella había impuesto las normas según las cuales debía regirse el ministerio. Dos veces a la semana ofrecerían una cena. La comida sería sencilla y no servirían alcohol. Los invitados debían retirarse a las nueve en punto. «Nosotros nos encargaremos de iniciar el éxodo», dijo Fabre. No invitarían a ninguna mujer, pues con su estúpida cháchara sobre la moda y los últimos cotilleos harían descender el elevado tono y propósito de las reuniones de la señora Roland.
Aquel lunes había sido una jornada difícil. Robespierre había rechazado la invitación. Pierre Vergniaud la había aceptado. A Manon no le caía bien Vergniaud, y en aquel entonces sus preferencias y antipatías contaban mucho. Su antipatía hacia él no se debía a diferencias políticas sino a que era perezoso y reservaba su oratoria para los grandes debates y las grandes ocasiones. Dumouriez se mostraba muy animado, pero había cometido la torpeza de referir una anécdota escandalosa, tras lo cual se había apresurado a pedir disculpas a Manon. Ella las había aceptado con una breve inclinación de cabeza, pero el general sabía que al día siguiente su trabajo se vería misteriosamente entorpecido. Manon no había tardado en aprender los mecanismos del poder.
Fabre d’Églantine había intentado conducir la conversación hacia el tema del teatro, pero Manon insistía en hablar de la maniobra, militar y política, del ci-devant marqués de Lafayette. Manon vio a Fabre mirar a Danton, el cual, a su vez, alzó la mirada hacia el techo, en el que bailaban y brincaban unas diosas desnudas. Manon se alegraba de tener sentado junto a ella a Jean-Baptiste Louvet. Al principio le inspiraba cierto recelo debido a la novela que había escrito. Pero comprendía la posición de los patriotas, bajo el viejo régimen, y estaba dispuesta a perdonar ese desliz a un joven periodista que prometía tanto. Louvet estaba inclinado hacia ella, que le escuchaba atentamente, mientras un mechón rubio le caía sobre la frente. Un auténtico partisano. Un amigo de la señora Roland.
Mientras Manon conversaba con Louvet no apartaba los ojos de Danton. Fue Dumouriez quien insistió en que lo invitara:
—Es un hombre que debemos cultivar. Tiene muchos seguidores.
—Entre las masas —contestó ella despectivamente.
—Es imposible no tener tratos con las masas.
Danton la hacía estremecerse. Su aire jovial, de fingida franqueza y amabilidad apenas ocultaba sus evidentes y monstruosas ambiciones. Todos aseguraban que era una buena persona, un hombre sencillo, aficionado al campo y al paisaje de su provincia. Manon contempló sus manos apoyadas en el mantel, con los gruesos dedos extendidos, y comprendió que era capaz de matar con aquellas manos, de partirle el cuello a una mujer o de estrangular a un hombre.
Manon se preguntó cómo se habría hecho aquella blanca cicatriz que le retorcía el labio superior de forma que, al sonreír, parecía esbozar una mueca de desprecio. ¿Qué textura tendría bajo las yemas de los dedos? Sabía que tenía esposa y, según decían, multitud de amantes, las cuales habrían recorrido con sus dedos esa cicatriz, palpándola y acariciándola.
Danton la sorprendió observándolo, y ella se apresuró a apartar la vista, temiendo haberle causado una mala impresión. Al cabo de un rato lo observó de nuevo de reojo. Adelante, mírame bien, parecía decir aquel rostro, jamás has visto a un hombre como yo.
El martes por la mañana, Danton no cesaba de repetir, con tono hastiado:
—¿Quién de nosotros va a acostarse con esa zorra? Es evidente que eso es lo que quiere.
—No es necesario que lo preguntes —respondió Fabre—. No te quitó los ojos de encima en toda la noche.
—Las mujeres son muy extrañas —contestó Danton.
—Hablando de mujeres, tengo entendido que ha regresado Théroigne. Los austriacos la han dejado marcharse. No comprendo por qué, a menos que confíen en que desprestigie la Revolución.
—Más bien creo que temían que les cortara las pelotas —dijo Danton.
—Volviendo al tema inicial, Georges-Jacques, si la señora Roland se ha encaprichado contigo, más vale que te resignes. No te andes con rodeos y frases bonitas al estilo de «Señora Roland, todos apreciamos su talento». Ve directamente al grano. Quizá consigas que convenza a todos sus amigos para que se unan a nosotros. No te resultará difícil, Georges. No creo que saque gran cosa de su decrépito marido. Parece a punto de estirar la pata.
—Yo creo que la estiró hace años —terció Camille—, y que su mujer mandó que lo disecaran y embalsamaran porque en el fondo es una sentimental. También creo que todos los ministros brissotinos están en la nómina de la Corte.
—Robespierre —dijo Fabre, asintiendo con la cabeza.
—Robespierre no lo cree —contestó Camille.
—No te enfades.
—Cree que son unos imbéciles y unos traidores, pero que no se dan cuenta de lo que hacen. En cambio yo opino que no debemos tener tratos con ellos.
—Ellos tampoco quieren tener tratos contigo. Dumouriez preguntó: «¿Dónde está vuestro amigo Camille? ¿Por qué no lo habéis traído para compartir con nosotros esta interesante velada?». La señora Roland le lanzó una mirada despectiva.
—Creo que te equivocas —dijo Danton con tono serio—. No pondría la mano en el fuego por Dumouriez y el resto, pero esa mujer no se dejaría comprar. Odia a Luis y a su esposa como si le hubieran causado un grave daño. Al lado de ella, Marat es de lo más inofensivo —añadió, soltando una carcajada.
—Entonces, ¿te fías de ellos?
—No he dicho eso. Sólo digo que creo que no son mala gente.
—¿De qué crees que quería hablar contigo Dumouriez?
La pregunta animó a Danton.
—Sin duda pretende que le haga un favor y desea conocer mi precio.