II. El retrato de Danton

(1791)

Georges-Jacques Danton: «La reputación es una puta, y los que hablan sobre la posteridad son unos hipócritas y unos imbéciles».

Tenemos un problema. No estaba previsto que este personaje participara en la narración. Pero el tiempo apremia; los hechos se suceden sin solución de continuidad, y dentro de poco más de dos años habrá muerto.

Danton no solía escribir. Es posible que se presentara en los tribunales con unas notas; hemos descrito tales ocasiones, ficticias pero probables. Los expedientes de esos casos se han perdido. No escribía diarios, y pocas cartas, a menos que escribiera el tipo de cartas que uno rompe en cuanto las recibe. Desconfiaba de lo que pudiera anotar en un papel pues cabía la posibilidad que más tarde cambiara de opinión. Exponía su criterio ante las mesas del comité, adornadas con la bandera tricolor, mientras otros redactaban las actas. Si era preciso abordar una cuestión en el Club de los Jacobinos, o dar rienda suelta a su ira patriótica en el de los cordeliers, el público debía aguardar hasta el sábado para hallar un resumen de sus invectivas, bastante retocadas, entre las páginas del periódico de Camille Desmoulins. En los momentos de mayor agitación —que eran frecuentes— se improvisaban nuevas ediciones que aparecían dos veces a la semana, o incluso a diario. Según Danton, la faceta más singular del carácter de Camille era su afán de escribir en todas las superficies en blanco que caían en sus manos; cuando daba con un pedazo de papel, virgen e impoluto, lo perseguía hasta cubrirlo de garabatos, y luego buscaba otro, y otro más, entre la montaña de papeles que había sobre su mesa.

Desde la matanza de los Campos de Marte, el periódico ha dejado de publicarse. Camille dice que está harto de fechas tope, de berrinches y de erratas de imprenta; su compulsión de escribir va por libre. Pero ello no representa un obstáculo pues todas las semanas sigue escribiendo tantas palabras como las que pronuncia Danton. Entre ahora y el fin de su carrera, Danton pronunciará montones de discursos, algunos de varias horas de duración. Improvisa a medida que habla. Quizá puedan oír su voz.

Regresé de Inglaterra en septiembre. La amnistía fue el último acto de la vieja Asamblea Nacional. Según dijeron, debíamos inaugurar la nueva era con un espíritu de reconciliación, o una majadería similar. No tardarán en comprobar el resultado.

Los acontecimientos del verano habían perjudicado seriamente a los patriotas, y regresé a un París monárquico. El Rey y su esposa aparecieron de nuevo en público y fueron vitoreados y aclamados. No soy rencoroso; prefiero ser amable. Huelga decir que mis amigos del Club de los Cordeliers sustentaban unas opiniones muy distintas. Hemos recorrido un largo camino desde 1788, cuando los únicos republicanos que conocía eran Billaud-Varennes y mi querido e impulsivo Camille.

La marcha de Lafayette de la capital suscitó grandes manifestaciones de júbilo, a mi juicio prematuras. (Lo lamento, no consigo acostumbrarme a llamarlo Mottié). De haber emigrado, yo mismo hubiera ordenado tres días de fuegos artificiales y amor libre en nuestra orilla del río; pero Lafayette está con los Ejércitos, y cuando estalle la guerra, lo cual sucederá dentro de seis o nueve meses, tendremos que convertirlo de nuevo en un héroe nacional.

En octubre nuestro empalagoso patriota Jérôme Pétion fue nombrado alcalde de París. El otro candidato era Lafayette. La esposa del Rey detesta al general hasta tal punto que removió ciclo y tierra para conseguir que fuera nombrado Pétion, un republicano. Esto demuestra la total incompetencia de las mujeres en materia política.

Es posible que Pétion esté en la nómina de algún monárquico que yo desconozco. Nada es imposible en estos tiempos. Sigue convencido de que la hermana del Rey se enamoró de él durante el regreso de Varennes. Se ha puesto en ridículo. Me sorprende que Robespierre, que no tolera esas cosas, no le haya amonestado. La nueva consigna popular es «¡Pétion o la muerte!». Camille se ganó numerosas miradas de reproche en el Club de los Jacobinos cuando observó en voz alta: «Viene a ser lo mismo».

Su repentino auge ha ofuscado a Jérôme, que tuvo la ocurrencia de recibir a Robespierre como si se tratara de un alto dignatario y le obligó a asistir a un banquete. Hace poco Camille dijo a Robespierre: «Ven a cenar, tenemos un champán maravilloso». A lo que Robespierre contestó: «El champán es el veneno de la libertad». ¡Hombre, esa no es forma de responder a un viejo amigo!

Mi derrota en las elecciones para la nueva Asamblea me disgustó. Fue debida —disculpen si me expreso como Robespierre— a la cantidad de gente que tengo en mi contra, y a que no conseguimos enmendar la cláusula de inmunidad parlamentaria. Si pidiera el voto al hombre de la calle, podría ser Rey.

Y yo nunca afirmo nada que no sea capaz de demostrar.

Me disgustó por mí mismo y por mis amigos. Se habían esforzado en apoyarme —Camille, por supuesto, y sobre todo Fabre—, pues actualmente represento el único cauce de expresión del genio que debía inundar nuestra época. Pobre Fabre, pero es útil y, a su manera, muy hábil. Y totalmente consagrado al progreso de Danton, un rasgo que le honra.

Deseaba ser diputado para serles útil. Me refiero a que les habría ayudado a realizar sus ambiciones políticas y a aumentar sus ingresos. No finjan escandalizarse. Les aseguro, como dicen nuestras esposas, que siempre ha sido así. Nadie aspira a alcanzar un cargo público a menos que exista una recompensa.

Después de las elecciones pasé un tiempo en Arcis. Gabrielle iba a dar a luz en febrero, y necesitaba descansar. En Arcis no hay nada que hacer excepto ocuparse de las labores agrícolas, lo cual, que yo sepa, no la seduce lo más mínimo. Así pues me pareció oportuno ausentarme una temporada. Robespierre estaba en Arras (puliendo su acento provinciano, supongo) y pensé que si él podía abandonar su puesto yo también podía hacerlo. París no es un lugar especialmente agradable. Brissot, que tiene muchos amigos en la nueva Asamblea, estaba ocupado recabando apoyo para una política de guerra contra las potencias europeas, una política tan arriesgada e ineficaz que me mostré de lo más elocuente cuando discutí con él sobre ese asunto.

Tengo bajo mi techo en Arcis a mi madre, mi padrastro, mi hermana soltera, Pierrette, mi vieja nodriza, mi tía abuela, mi hermana Anne-Madeleine, su marido Pierre y sus cinco hijos. En mi casa hay un constante ajetreo, pero me satisface poder ocuparme de mi familia. He firmado cinco contratos de compra de terrenos, incluyendo un terreno boscoso, he arrendado una granja y he comprado más ganado. Cuando estoy en Arcis, no siento deseos de regresar a París.

Mis amigos en la ciudad decidieron que debía presentar mi candidatura para un cargo público. Para ser más exactos, querían que ocupara el cargo de fiscal del Estado. No es un cargo de gran envergadura, pero mi candidatura era una forma de anunciar que había vuelto al ruedo político.

Para explicarme dicho plan, Camille y su esposa llegaron a Arcis cargados con unas bolsas repletas de recortes de prensa, cartas y panfletos, y los últimos rumores que circulan por la capital. Gabrielle saludó a Lucile con escaso entusiasmo. Estaba en el sexto mes de su embarazo, cansada y poco atractiva. Lucile, naturalmente, se presentó con un guardarropa completo de prendas adecuadas para el campo. Cada día está más guapa, pero, como dice Anne Madeleine, excesivamente delgada.

Mi familia, que consideraban a los parisienses parecidos a los pieles rojas, los recibieron educada pero fríamente. Luego, al cabo de un par de días, Anne Madeleine simplemente los agregó a sus cinco hijos, a quienes daba de comer cuando tenían hambre y llevaba a marchas forzadas por el campo para domesticarlos. Un día, después de cenar, Lucile comentó que creía estar embarazada. Mi madre miró a Camille y contestó que no le parecía probable. En aquel momento decidí que había llegado el momento de regresar a París.

—¿Cuándo regresarás a casa? —preguntó Anne Madeleine a su hermano.

—Dentro de unos meses, para que conozcáis al niño.

—Quiero decir para siempre.

—La situación del país…

—¿Qué tiene eso que ver con nosotros?

—En París ocupo una cierta posición.

—Sólo nos dijiste que eras abogado, Georges-Jacques.

—En el fondo es lo que soy.

—Supusimos que cobrarías unos honorarios muy elevados en París. Pensamos que debías ser el abogado más importante del país.

—No tanto.

—Pero eres un hombre importante. No sabíamos a qué te dedicabas.

—¿A qué me dedico? No hagas caso de Camille, exagera.

—¿No tienes miedo?

—¿De qué?

—Tuviste que huir. ¿Qué sucederá la próxima vez cuando las cosas se compliquen? La gente como nosotros puede permanecer en la cumbre durante uno o dos años, pero la popularidad no es eterna.

—Nosotros pretendemos cambiar las cosas.

—¿No podrías regresar ahora? Tienes tierras, tienes cuanto deseas. Regresa con tu esposa y deja que tus hijos se críen con los míos, como debe ser, y trae a esa joven para que dé a luz aquí. ¿Ese niño es tuyo, Georges?

—¿El hijo de Lucile? Por supuesto que no.

—Lo digo por la forma en que la mirabas. ¿Cómo voy a saber lo que sucede en París?

Me presenté a las elecciones y fui derrotado por un hombre llamado Gerville. Al cabo de unos días Gerville fue nombrado ministro del Interior, lo cual me allanó el camino. En las siguientes elecciones mi rival fue Collot d’Herbois, un dramaturgo de escaso éxito, al que supongo que debo considerar mi camarada revolucionario. Puede que los electores duden de mi capacidad para ocupar el cargo, pero Collot posee el juicio de un perro rabioso. Obtuve una amplia mayoría.

Piensen lo que quieran. Mis rivales dicen, entre otras cosas, que la Corte influyó en mi victoria. Puesto que Luis Capeto conserva la prerrogativa de nombrar a sus ministros, es lógico que así fuera.

Para expresarlo de otro modo, dicen que «estoy en la nómina de la Corte». Es una afirmación un tanto vaga, una acusación imprecisa, y a menos que puedan aportar nombres, fechas y cifras concretas, no me siento obligado a hacer comentario alguno. Pero si le preguntan a Robespierre, les asegurará que soy un hombre íntegro. Hoy en día esa es la mejor garantía. Dado su conocido temor al dinero, lo llaman el Incorruptible.

Si mi figura les inspira simpatía, consideren una feliz coincidencia el nombramiento de Gerville como ministro del Interior. En caso contrario, consuélense pensando que a mi amigo Legendre le ofrecieron una importante cantidad de dinero por cortarme el cuello. Me lo contó el mismo Legendre, lo que demuestra que debió ver ciertas ventajas a largo plazo que le llevaron a rechazar la sustanciosa oferta.

Mi nuevo salario resultó muy útil, y mi estatus como destacado funcionario público me dio prestigio. Supuse que mi mujer y yo podíamos gastar un poco de dinero sin levantar críticas (qué equivocado estaba), de modo que mantuve a Gabrielle ocupada durante las últimas semanas de su embarazo eligiendo alfombras, una nueva vajilla y un nuevo servicio de té para nuestra vivienda, que acabamos de redecorar.

Pero imagino que no les interesan los detalles sobre nuestra nueva mesa de comedor, sino saber quiénes ocupan los escaños de la nueva Asamblea. Abogados, por supuesto. Terratenientes, como yo mismo. A la derecha, los partidarios de Lafayette. En el centro, un nutrido grupo independiente. A la izquierda están los que nos interesan. Mi buen amigo Hérault de Séchelles es diputado, y hemos reclutado a unos cuantos hombres para el Club de los Cordeliers. Brissot está entre los elegidos para París, y muchos de sus amigos aspiran a ocupar importantes cargos públicos.

Debo hacer una aclaración sobre los «amigos de Brissot». Es incorrecto llamarlos así puesto que muchos de ellos no pueden ver a Brissot ni en pintura. Pero formar parte «del grupo de Brissot» constituye una etiqueta que nos resulta muy útil. En la vieja Asamblea, Mirabeau solía señalar a la izquierda y gritar: «¡Silencio, esas sucias voces!». Robespierre me confió un día que convendría que todos los «amigos de Brissot» se sentaran juntos en el Club de los Jacobinos, de modo que nosotros pudiéramos hacer lo mismo.

¿Queremos silenciarlos? No lo sé. Si pudiéramos resolver de una vez por todas el absurdo dilema de guerra o paz —lo cual no es sencillo— apenas existiría nada que nos dividiera. Hay un gran número de hombres excepcionales de la región de la Gironda, entre ellos los abogados más importantes de Burdeos. Pierre Vergniaud es un excelente orador, el mejor de la Asamblea, si bien posee un tipo de oratoria un tanto anticuada, muy distinta de nuestro agresivo estilo.

Como es lógico, los «amigos de Brissot» están también fuera de la Asamblea. Está Pétion —que actualmente ocupa el cargo de alcalde, como ya he dicho— y Jean-Baptiste Louvet, el novelista, que ahora escribe para varios periódicos, y supongo que recordarán a François Buzot, el joven taciturno que se sentaba con Robespierre en el extremo izquierdo de la vieja Asamblea. Entre ellos poseen varios periódicos, así como numerosos cargos de influencia en la Comuna y en el Club de los Jacobinos. No alcanzo a comprender qué hacen con Brissot, a menos que necesiten su energía nerviosa como fuerza motriz. Está aquí, allá, expresa una opinión instantánea, ofrece un apresurado análisis, redacta un editorial en un abrir y cerrar de ojos. Siempre se halla ocupado organizando un comité, lanzando un proyecto, trazando un plan, siguiendo la pista de algo, sin descansar un instante. Un día vi a Vergniaud, un hombre alto y sosegado, observándolo bajo sus pobladas cejas mientras dejaba escapar un suspiro de cansancio. Lo entiendo perfectamente. En ocasiones, Camille también me agota. Pero debo reconocer que Camille, incluso en las circunstancias más difíciles, sabe hacerme reír. Incluso es capaz de hacer reír al Incorruptible. Sí, lo he visto con mis propios ojos, y Fréron asegura que él también ha visto al Incorruptible reír a mandíbula batiente mientras por sus mejillas se deslizaban unos gruesos lagrimones.

No pretendo insinuar que el grupo de Brissot constituya algo tan definitivo como un partido. Pero se ven con frecuencia y llevan una intensa vida «de salón». El verano pasado solían reunirse en casa de un viejo estúpido llamado Roland, un provinciano casado con una mujer bastante más joven que él. Su esposa resultaría pasablemente atractiva de no ser por su incesante ardor. Es el tipo de mujer a la que gusta rodearse de muchachos jóvenes y coquetear con ellos para suscitar sus celos. Es probable que ponga los cuernos a su marido, aunque dudo que sea ese su objetivo principal. No son sus apetitos carnales los que desea satisfacer. Al menos, eso creo. Por fortuna, no la conozco bien.

Robespierre cenaba con frecuencia en casa de los Roland, por lo que deduzco que son gente altruista. Un día le pregunté si solía llevar la voz cantante en las conversaciones, a lo que respondió: «No pronuncio una palabra; me limito a permanecer sentado en un rincón, mordiéndome las uñas». Tiene sus momentos, este Maximilien.

Vino a visitarme a principios de diciembre, poco después de regresar de Arras.

—Espero no importunarte —dijo, asomándose tímidamente al cuarto de estar para cerciorarse de que no había nadie con quien no deseaba toparse—. ¿Te importa que haya traído al perro?

Yo me apresuré a retirar la mano que había apoyado sobre su hombro.

—Me sigue a todas partes —dijo a modo de disculpa.

El perro —que tenía el tamaño de un pequeño asno— se tumbó a sus pies, con la cabeza apoyada entre las patas, sin apartar los ojos de su amo. Era blanco con manchas negras y se llamaba Brount.

—Lo tenía en el campo —dijo Maximilien—. Decidí traerlo a París porque Maurice Duplay quiere que tenga un guardaespaldas y no me gusta la idea de que un tipo me siga a todas partes. Supuse que el perro…

—Has hecho bien —respondí.

—Está muy bien educado. ¿De veras crees que es una buena idea?

—Claro. Al fin y al cabo, yo utilizo a Legendre.

—Cierto —dijo Maximilien, moviéndose inquieto en el sillón. El perro levantó las orejas. Max no sabe captar mi sentido del humor—. Es cierto que existía una conspiración para asesinarte.

—Imagino que más de una.

—No te dejes intimidar por ellos, Danton. Siento un profundo respeto por ti.

Lo miré atónito. No esperaba semejante confesión. Luego charlamos un rato sobre su estancia en Arras. Me habló sobre su hermana Charlotte, que es su más devota seguidora en público, pero que en privado no deja de meterse con él. Era la primera vez que me hablaba sobre su vida personal. Lo que sabía de él me lo había contado Camille. Supongo que al regresar a París y comprobar que los nuevos líderes son unos desconocidos, me considera un viejo camarada de armas. Yo me consolé pensando que me había perdonado por los chistes que hacía a sus expensas cuando rompió su compromiso con Adèle.

—¿Qué te parece la nueva Asamblea? —le pregunté.

—Supongo que es mejor que la anterior —contestó secamente.

—Pero…

—Esos tipos de Burdeos parecen muy pagados de sí mismos. No alcanzo a comprender sus motivaciones —contestó Max. Acto seguido se puso a hablar de Lazare Carnot, un militar al que había conocido hacía años y que actualmente es diputado; Carnot es el primer soldado al que le oía ensalzar, y probablemente el único—. ¿Conoces a Couthon?

En efecto, lo conocía. Couthon es inválido y tiene a un sirviente que lo pasea en una silla de ruedas; cuando tropiezan con unos escalones, el sirviente lo transporta sobre sus espaldas. Luego, un alma caritativa acerca la silla y el sirviente instala de nuevo en ella al pobre Couthon. Pese a ser inválido, ha gozado, como Robespierre, de una brillante carrera como abogado de los pobres. Couthon está paralítico y sufre constantes dolores, pero Robespierre asegura que eso no le ha amargado. Sólo Robespierre podría creerlo.

Temía, según me confesó, a los partidarios de la guerra, es decir, a los «amigos de Brissot».

—Acabas de regresar de Inglaterra, Danton. ¿Crees que se proponen luchar contra nosotros?

Le aseguré que sólo lo harían si les provocábamos.

—¿No crees que una guerra sería desastrosa, Danton?

—Sin duda. No tenemos dinero. Nuestro Ejército está dirigido por unos aristócratas cuyas simpatías se inclinan hacia el enemigo. Nuestra Marina es una calamidad. Vivimos en un clima de disensión política.

—La mitad de nuestros oficiales, o quizá más, han emigrado. Si estalla la guerra, tendrán que luchar los campesinos con azadones. O con picas, si disponemos del dinero para comprarlas.

—Es posible que beneficie a algunos —observé yo.

—Sí, a la Corte. Creen que el caos provocado por la guerra nos obligará a apoyarnos de nuevo en la monarquía, y que cuando nuestra Revolución haya quedado aplastada volveremos a ellos de rodillas, implorándoles que nos ayuden a olvidar que una vez fuimos libres. Si consiguieran eso, ¿qué les importaría que las tropas prusianas quemaran nuestras casas y asesinaran a nuestros hijos? Al contrario, les produciría una inmensa satisfacción.

—Robespierre…

Pero era imposible detenerlo.

—De modo que la Corte apoyará la guerra, incluso en contra de la camarilla de María Antonieta. Hay hombres en la Asamblea, que se llaman patriotas, dispuestos a aprovechar la menor oportunidad para distraer la atención de la lucha revolucionaria.

—¿Te refieres a los hombres de Brissot?

—Sí.

—¿Por qué crees que pretenden, según dices, distraer la atención de la lucha revolucionaria?

—Porque temen al pueblo. Quieren contener la Revolución, sofocarla, porque temen que el pueblo ejerza su voluntad. Desean una revolución que satisfaga sus propios intereses. Quieren forrarse los bolsillos. La gente quiere la guerra porque saca provecho de ella.

Sus palabras me dejaron perplejo. No es que yo no hubiera pensado en ello, pero me asombraba que Robespierre, tan puro y noble, hubiera llegado a la misma conclusión.

—Hablan —dije— de una cruzada para traer la libertad a Europa. De que tenemos el deber de difundir el evangelio de la fraternidad.

—¿Difundir el evangelio? ¿Quién quiere a unos misioneros armados?

—Eso me pregunto yo.

—Hablan como si les preocupara el bienestar del pueblo, pero acabarían convirtiéndose en una dictadura militar.

Yo asentí. Maximilien tenía razón, pero no me gustó la forma en que se expresaba; hablaba como si se tratara de un hecho incontestable.

—¿No crees que Brissot y sus amigos obran de buena fe? Creen que una guerra uniría al país, consolidaría la Revolución y haría que el resto de Europa nos dejara en paz.

—¿Lo crees tú? —respondió Robespierre.

—Personalmente, no.

—¿Acaso te consideras un imbécil? ¿Lo soy yo?

—No.

—La cosa no puede estar más clara. Dada la situación de Francia, pobre y desarmada, la guerra significa la derrota. La derrota significa o un dictador militar que salvará lo que pueda y establecerá otra tiranía, o el hundimiento total y el regreso de una monarquía absoluta. Podría significar ambas cosas, una después de la otra. Al cabo de diez años no quedaría uno solo de nuestros logros, y para tus hijos la libertad representaría tan sólo el sueño de un anciano. Ten por seguro que eso es lo que sucederá, Danton. Nadie puede afirmar honradamente lo contrario. Si insisten en afirmarlo, no son honrados, no son patriotas, y su política de guerra es una conspiración contra el pueblo.

—Es lo mismo que acusarlos de traidores.

—En efecto. Unos traidores en potencia. Por consiguiente, debemos reforzar nuestra postura contra ellos.

—En caso de que pudiéramos ganar la guerra, ¿estarías a favor de ella?

—Detesto la guerra —contestó Robespierre, esbozando una sonrisa forzada—. Detesto todo tipo de violencia innecesaria. Detesto incluso las discusiones, las disensiones entre la gente, aunque sé que son inevitables. —Hizo un pequeño gesto como para borrar toda controversia—. ¿Te parezco poco razonable, Georges-Jacques?

—No, lo que dices es lógico. Pero… —No sabía cómo terminar la frase.

—La derecha trata de hacerme pasar por fanático. Al fin conseguirán convertirme en un fanático.

Robespierre se levantó para marcharse. El perro se incorporó de un salto y me miró con cara de pocos amigos cuando estreché la mano de su amo.

—Me gustaría charlar contigo de manera informal —dije—. Estoy cansado de hablar en sitios públicos, de no tener ocasión de conocerte mejor. Ven a cenar esta noche.

—Te lo agradezco —respondió—, pero estoy muy ocupado. Podemos vernos en casa de Maurice Duplay.

Tras esas palabras se marchó, el hombre razonable, mientras su perro le seguía escaleras abajo gruñendo en la penumbra.

Me sentía deprimido. Cuando Robespierre dice que detesta la idea de la guerra, se trata de una reacción emocional, a las cuales no soy inmune. Comparto su desconfianza hacia los soldados; somos recelosos y envidiosos como sólo pueden serlo los escritores. Día a día, el movimiento en favor de la guerra adquiere mayor intensidad. Debemos ser los primeros en atacar, dicen, antes de que nos ataquen. En cuanto comiencen a batir los tambores, será imposible razonar con ellos. Confieso que si debo asumir una postura contra corriente, prefiero hacerlo junto a Robespierre. Puede que bromee a expensas suyas, pero conozco su energía y su honestidad.

Sin embargo… Cuando siente algo en su corazón, se sienta para descifrar la lógica de ese sentimiento en su mente. Luego nos asegura que la parte mental fue anterior a la otra, y nosotros le creemos.

Fui a verlo a casa de Duplay, pero primero envié a Camille a echar un vistazo. El maestro carpintero lo había ocultado cuando estaba en peligro, y todos supusimos que cuando la situación se normalizara, etcétera…, pero lo cierto es que se quedó en su casa.

Tras cerrar la puerta que daba a la rue Saint-Honoré, entré en casa de Duplay, un lugar tranquilo, casi rural. El patio estaba lleno de operarios, pero estos se movían discretamente y soplaba una brisa fresca y pura. Maximilien ocupaba una habitación en la primera planta, sencilla pero agradable. No me fijé en los muebles, supongo que no tendrían nada de particular. Cuando fui a verlo me mostró una amplia estantería, nueva y bien acabada, aunque algo tosca.

—Me la ha hecho Maurice —dijo con aire de satisfacción.

Examiné los libros. Prácticamente todas las obras de Jean-Jacques Rousseau, junto a otros autores modernos y unas viejas ediciones de Cicerón y Tácito. Me pregunté si en caso de que estallara la guerra tendría que ocultar mis volúmenes de Shakespeare y Adam Smith. Deduje que Robespierre no lee otra lengua moderna que la suya, lo cual es una lástima. A Camille las lenguas modernas no le merecen el menor respeto; está estudiando hebreo y busca a alguien que le dé clases de sánscrito.

Camille me había advertido sobre los Duplay.

—Son… una gente… espantosa —dijo. Pero aquel día fingía ser Hérault de Séchelles, de modo que no le hice caso—. En primer lugar está Maurice, el paterfamilias. Tiene entre cincuenta y cincuenta y cinco años, es calvo y terriblemente serio. Temo que sólo consiga sacar lo peor de nuestro querido Robespierre. La mujer es extraordinariamente poco agraciada. Luego hay un hijo llamado también Maurice, y un sobrino, Simón, ambos jóvenes y completamente imbéciles.

—Háblame de las tres hijas —dije—. ¿Son atractivas?

Camille soltó un aristocrático gemido.

—Victoire parece un mueble. No abrió la boca…

—No me sorprende. Cuando te pones hablar no hay quien meta baza —contestó Lucile con aire divertido.

—Luego está la pequeña, Elisabeth —la llaman Babette—, que resulta tolerable si te gustan las bobaliconas. Y por último está la mayor, que me siento incapaz de describir.

No era cierto, por supuesto. Al parecer, Eléonore era una joven feúcha, simple y pretenciosa; estudiaba bellas artes con David, y prefería el clásico nombre de «Cornélia» al suyo propio. Confieso que ese detalle me pareció risible.

A fin de redondear el cuadro, Camille comentó que las cortinas de la habitación de Robespierre parecían estar hechas con uno de los viejos vestidos de la señora Duplay, pues eran del tipo de tejido que una mujer como ella elegiría para su vestimenta personal. Camille siguió hablando de los Duplay durante varios días, pero no conseguí sacar nada en limpio.

Supongo que son buena gente, que se han esforzado en alcanzar una posición acomodada. Duplay es un ferviente patriota que no teme hablar claro en el Club de los Jacobinos, aunque no se jacta de ello. Maximilien parece sentirse a gusto en su casa. En cuanto pudo abandonó su cargo de fiscal del Estado, aduciendo que le impedía ocuparse de otros trabajos. Actualmente no tiene despacho, ni sueldo, y deduzco que debe vivir de sus ahorros. Tengo entendido que ciertos patriotas ricos y desinteresados le remiten de vez en cuando dinero, que él, por supuesto, se apresura a devolver junto con una nota de agradecimiento.

En cuanto a las hijas, la que según Camille parece un mueble es muy tímida, y Babette posee cierto atractivo adolescente. Reconozco que Eléonore…

Procuran que Robespierre se sienta a gusto en su casa, de lo que me alegro sinceramente. Es un confort un tanto austero comparado con el nivel al que estamos acostumbrados; me temo que hace que mostremos nuestro lado menos favorable cuando nos burlamos de los Duplay y, según dice Camille, de su «comida buena y sencilla, y sus hijas simples y feas».

Posteriormente observé algo extraño en el ambiente de aquella casa. Algunos de nosotros nos reímos cuando los Duplay empezaron a coleccionar retratos de su nuevo hijo para decorar sus paredes, y Fréron me preguntó si no me parecía extraordinariamente vanidoso por parte de Robespierre el permitirlo. Supongo que a todos nos gusta que nos hagan nuestro retrato, incluso a mí, que no soy precisamente el sueño de un pintor. Pero eso era distinto. Cuando me sentaba con Robespierre en el pequeño cuarto de estar, donde a veces recibía a las visitas, me sentía observado no sólo por su persona en carne y hueso sino por multitud de imágenes pintadas al óleo, dibujadas al carbón y bustos tridimensionales en barro cocido. Cada vez que iba a verlo —lo que no sucedía a menudo— me encontraba con un nuevo retrato suyo. Me sentía francamente incómodo, no sólo por los retratos y a los bustos sino por la forma en que los Duplay lo miraban. Comprendo que se sintieran orgullosos de alojar en su casa a un personaje famoso, pero me chocaba que todos ellos, el padre, la madre, el joven Maurice, Simón, Victoire, Eléonore y Babette lo contemplaran con auténtica devoción. Yo que él me preguntaría qué pretende esa gente de mí y qué perdería si se lo concedo.

Toda melancolía que pudiéramos sentir hacia fines de 1791 quedó disipada por la continua y divertida comedia que representa el abogado Desmoulins ante los tribunales.

Él y Lucile gastan mucho dinero, aunque, como la mayoría de los patriotas, tienen pocos sirvientes y se han desembarazado del carruaje para no ser criticados. (Yo sí tengo un carruaje; confieso que el confort personal me preocupa más que la aprobación de las masas). ¿Que qué hacen con el dinero? Invitan con frecuencia a cenar a sus amigos; Camille es aficionado al juego, y Lolotte lo gasta en las cosas en que suelen gastarlo las mujeres. Sin embargo, el regreso de Camille al ejercicio de la abogacía se debió no tanto a la falta de dinero como a la necesidad de exhibirse en una nueva arena.

En los viejos tiempos, Camille afirmaba que su tartamudeo era un serio obstáculo en su profesión. Hasta que uno se acostumbraba a ello puede resultar violento, irritante o embarazoso. Pero, como bien dice Hérault, Camille ha conseguido arrancar unos sorprendentes veredictos a los aturullados jueces. En más de una ocasión he observado que el tartamudeo de Camille aparece y desaparece. Desaparece cuando está enojado o desea hacer hincapié en algo; aparece cuando cree que alguien pretende abusar de su buena fe, o cuando desea demostrar que es una buena persona, aunque un tanto torpe. Al cabo de ocho años de amistad, en ocasiones asume esa actitud conmigo y espera que yo le crea, lo cual demuestra su natural optimismo. No sin cierto éxito, debo confesarlo; hay días en que me divierte tanto su fingida torpeza que incluso le abro las puertas.

Todo transcurrió normalmente hasta Año Nuevo, cuando Camille se hizo cargo de la defensa de la pareja implicada en el asunto del casino del Passage Radziwill. Camille protestó por la injerencia del Estado en lo que consideraba una cuestión moral estrictamente privada; no sólo dio a conocer públicamente su opinión sino que la exhibió en unas pancartas colocadas en toda la ciudad. Brissot —un hombre con una lamentable vocación de entrometido, tanto en su filosofía política como en su vida privada— se sintió indignado por el asunto. Atacó a Camille verbalmente y ordenó a uno de sus colaboradores que lo atacara en la prensa. Camille declaró que hundiría a Brissot.

—Escribiré su autobiografía —dijo—. No necesito adornar los hechos. Es un plagiario y un espía, y si hasta ahora no he hecho esas revelaciones ha sido por sentimentalismo y un profundo sentido de la amistad.

—Mentira —respondí—. No lo has hecho por temor a lo que él pudiera revelar sobre ti.

—Cuando lo haya aplastado… —dijo Camille.

Llegados a este punto, decidí intervenir. Puede que no estemos de acuerdo en la cuestión de la guerra, pero si queremos alcanzar un poder político formal, debemos reconocer que nuestros aliados naturales son Brissot y los hombres de la Gironda.

Permítanme arrojar más luz sobre la vida privada de Camille. La promesa de fidelidad a Lucile duró unos tres meses, aunque por sus vagas afirmaciones deduzco que no está enamorado de otra mujer y que volvería a hacer lo que hizo para casarse con ella. Ni él ni ella muestran la típica frialdad de las personas que están aburridas la una de la otra; por el contrario, dan la impresión de una joven pareja acomodada, pletórica de vitalidad, que se divierte de lo lindo. A Lucile le gusta ejercer sus poderes sobre todos los hombres atractivos, e incluso sobre los que, como yo, no podemos ser descritos como tales. Tiene a Fréron y a Hérault embelesados. ¿Recuerdan ustedes al general Dillon, al romántico irlandés tan amigo de Camille? En ocasiones Camille lo lleva a casa después de una partida —el general comparte su pasión por el juego— y se lo entrega a Lucile como si fuera el más maravilloso regalo, lo cual es cierto, pues Dillon, junto con Hérault, es considerado uno de los hombres más apuestos de París, además de elegante, amable y educado. Aparte de la satisfacción que proporciona a Lucile coquetear con sus admiradores, imagino que alguien —tal vez la perversa Rémy— la ha asegurado que el medio de retener a un marido infiel es darle celos. Si esa es su idea, ha fracasado estrepitosamente. Fíjense en esta conversación:

LUCILE: Hérault trató de besarme.

CAMILLE: No me extraña, has estado coqueteando con él. ¿Dejaste que lo hiciera?

LUCILE: No.

CAMILLE: ¿Por qué?

LUCILE: Porque tiene papada.

¿Qué son entonces? ¿Una simpática, fría y amoral pareja que ha decidido no complicarse mutuamente la vida? No es eso lo que ustedes pensarían si vivieran en nuestra calle, ni lo que pensarían si vivieran en la casa de al lado. A mi juicio han apostado muy alto y ambos vigilan al otro esperando que le fallen los nervios y abandone la partida. Lo cierto es que cuantos más admiradores colecciona Lucile, más parece divertirse Camille. ¿Por qué? Me temo que tendrán ustedes que suplir con su imaginación las deficiencias de la mía. Al fin y al cabo, ya deberían conocerlos.

En cuanto a mí, bueno, espero que les guste mi esposa, a quien la mayoría de la gente encuentra encantadora. Nuestras pequeñas actrices —Rémy y sus amigas— son tan acomodaticias y agradables que Gabrielle puede permitirse el lujo de ignorarlas. Jamás cruzan el umbral de esta casa. Por otra parte, ¿de qué podría acusarlas Gabrielle? No son unas prostitutas, ni mucho menos; se escandalizarían si les ofrecieran dinero. Lo que les gusta es salir y que les hagan regalos, y ser vistas del brazo de personajes cuyos nombres aparecen en la prensa. Como suele decir mi hermana Anne Madeleine, las personas como nosotros tenemos nuestro momento, y cuando ese momento pase y nos olviden, se pasearán del brazo de otros hombres. Me gustan esas chicas. Porque me gustan las personas que no se hacen ilusiones.

Tengo que hablarles un día de Rémy, siquiera como un gesto de amistad hacia Fabre, Hérault y Camille.

Debo decir, en mi descargo, que durante mucho tiempo fui fiel a Gabrielle; pero en estos tiempos no abunda la fidelidad. Recuerdo con frecuencia todo lo que hemos vivido juntos, el profundo y sincero amor que siento hacia ella; la amabilidad de sus padres, y el niño que enterramos. Pero también recuerdo su tono de frío reproche, sus impenetrables silencios. Un hombre tiene que realizar el trabajo que se le ha encomendado, y debe hacerlo como juzgue conveniente, y (al igual que las actrices) debe adaptarse a los tiempos en que vive; Gabrielle esto no lo comprende. Lo que me enoja es su aire de víctima. Dios sabe que jamás la he maltratado.

Así pues, frecuento a algunas actrices y amigas del duque. Quizá crean ustedes que presumo de conquistador. Con la señora Elliot mantengo simplemente una relación de negocios. Hablamos de política, de política inglesa aplicada a los asuntos de Francia. Pero últimamente he observado un calor especial en el tono de voz y en la mirada de Grace. Es una consumada actriz; no creo que me encuentre insoportable.

Con Agnès es distinto. La visito cuando el duque se halla fuera de la ciudad. Cuando el duque sospecha que me gustaría ver a Agnès, se ausenta de la ciudad. Es un arreglo que funciona a las mil maravillas, tanto es así que parece urdido por el propio Laclos, salvo que este ha caído en desgracia y se encuentra exiliado en provincias. ¿Pero por qué tendría que dejarse conquistar la amante de un príncipe de la sangre —un auténtico personaje de novela— por un abogado que goza de pésima reputación, gordo y feo como el pecado?

Porque el duque prevé que en el futuro necesitará a un amigo: a Danton.

Sin embargo, confieso que me cuesta dejar de pensar en Lucile. Es una muchacha llena de pasión, sentido del humor e inteligencia. Ella tampoco goza de buen nombre. Todos creen que es mi amante, y no tardará en serlo; a diferencia de sus otros admiradores, no tolero que se burlen de mí.

Dentro de unas semanas Gabrielle me dará otro hijo. Celebraremos el feliz acontecimiento y nos reconciliaremos, lo cual significa que Gabrielle aceptará la situación. Cuando Lucile haya tenido el niño —que es hijo de su marido—, Camille y yo llegaremos a un acuerdo, lo cual no nos resultará demasiado difícil. Creo que 1792 será probablemente mi año.

En enero pasaré a ocupar el cargo de fiscal del Estado.

Confío en tener ocasión de volver a dialogar con ustedes.