I. Una persona de suerte

(1791)

Manon Roland estaba sentada junto a la ventana, sintiendo en la mejilla el tibio sol de octubre. Lenta y deliberadamente, clavaba la aguja en la sábana que estaba remendando. Incluso en nuestras circunstancias, los sirvientes domésticos pueden realizar esas tareas. Pero si quieres que queden perfectamente es mejor hacerlas tú misma. Además, pensó, inclinando la cabeza sobre la labor, ¿qué puede ser más relajante, más corriente, en un mundo lleno de violencia, que remendar una sábana de hilo? No hay más remedio que remendar y zurcir, reparar y poner parches ahora que, como decía su marido, «nos han asestado un duro golpe».

¿Qué sucede con esas metáforas de trabajos domésticos? ¿Es ella la que se resiste a estas, o son estas las que se resisten a ella? El centro está raído, gastado, de modo que hay que ponerle un parche, Ça Ira. Manon sonrió. Tenía un excelente sentido del humor.

Sus cuidados y su fuerza de voluntad han impedido que su marido, que tiene casi sesenta años y que padece una úlcera y trastornos hepáticos, se convierta en un inválido. Había sido inspector de artículos manufacturados; actualmente, bajo la nueva administración de septiembre de 1791, su cargo ha sido abolido. Habían aplaudido la muerte del viejo régimen; no eran personas interesadas. Pero cuando uno no dispone de una pensión de jubilación y le aguarda un porvenir de discreta pobreza los aplausos carecen de entusiasmo.

Has estado enferma, piensa, febril y agotada por el verano de París, angustiada por la sangre que ha corrido por los Campos de Marte. «Ha sido demasiado para ti, querida; tienes los nervios alterados. Debemos dejarlo todo y regresar a casa, porque lo más importante es tu salud, y Le Clos te proporciona serenidad». ¿Serenidad? ¿A mí? No sé lo que es eso desde 1789.

Ese fue el motivo por el que regresaron a su pequeña propiedad en las colinas de Beaujolais, al huerto, y a las deslucidas cortinas, y a las mujeres pobres que se presentaban en la puerta trasera en busca de consejos y cataplasmas de hierbas. Aquí (Manon había leído muchas obras de Rousseau) uno vivía en armonía con la naturaleza y las estaciones. Pero la nación se estaba asfixiando, y ella deseaba… deseaba…

Irritada, Manon apartó la silla de la ventana. Toda su vida ha sido una espectadora, una mera observadora. Ese papel no le ha aportado nada, ni siquiera el don de tomarse las cosas con filosofía. En ese sentido, el estudio tampoco le ha ayudado, ni el autoanálisis, ni siquiera la jardinería. Muchos creen que en una mujer de treinta y seis años, esposa y madre, debería de haber un poco de sosiego, un poco de calma interior, pero no es así. Después de dar a luz te sigue fluyendo sangre por las venas, no leche. No puedo mostrarme pasiva ante la vida, y no creo que pueda hacerlo nunca. Bien mirado, teniendo en cuenta los últimos acontecimientos, ¿por qué habría de hacerlo?

¿Cómo podía tomarse tranquilamente la última desgracia que les había acaecido? Acaban de llegar de París y deben regresar dentro de unos días. O bien consiguen una pensión, o un nuevo cargo bajo el nuevo orden.

Roland no tenía ganas de volver. Pero Manon sentía que París la reclamaba; al fin y al cabo, había nacido allí.

La tienda de su padre estaba situada en el Quai d’Horloge, cerca del Pont-Neuf. Era grabador —una profesión respetable, clientes respetables— y tenía un carácter idóneo, firme pero al mismo tiempo obsequioso, artista y artesano, ambas cosas y ninguna de ellas.

Había sido bautizada con el nombre de Marie-Jeanne, pero siempre la habían llamado Manon. Sus hermanos y hermanas habían muerto. Debía existir alguna razón (pensó Manon cuando tenía ocho o nueve años) por la cual el Señor no se la había llevado también a ella, algún propósito determinado. Solía observar a sus padres detenidamente, calibrando con la implacable mirada de un niño sus limitaciones, sus esfuerzos por presentar una fachada digna y refinada. Sus padres se sentían un tanto intimidados por ella, y la cuidaban y protegían con excesivo celo. Tomaba clases de música.

Cuando cumplió diez años, su padre compró varios tratados sobre la educación de los niños, pensando que cualquier libro en cuyo título figurara la palabra «educación» era justamente lo que ella necesitaba.

Un día cometieron la imprudencia de dejar a esa niña, tan bonita e inteligente, por la que sus padres se desvivían, sola en el taller. El aprendiz (quince años, alto, con las manos ásperas y el rostro cubierto de pecas) parecía un muchacho bien educado, inofensivo. Era por la tarde, y estaba trabajando a la luz de una lámpara. Manon estaba de pie junto a él, observándolo. De pronto el chico le cogió la mano, la retuvo unos instantes entre las suyas, jugueteando con ella y sonriendo, y luego la obligó a tocarle por dentro de la bragueta.

Manon palpó un extraño pedazo de carne, duro, húmedo, hinchado, que se estremecía bajo su tacto. El joven le apretó la muñeca y al girarse hacia ella, Manon vio lo que había tocado. «No se lo digas a nadie», murmuró él. Manon apartó la mano bruscamente, arqueando las cejas hasta que rozaron los rizos que le caían sobre la frente, y salió del taller dando un portazo.

Cuando subía por la escalera oyó que su madre la llamaba. Quería que hiciera un recado o que la ayudara en la cocina, no lo recordaba con exactitud. El caso es que hizo lo que le pidió su madre, aunque se sentía mareada y le dolía el vientre. Pero no dijo una palabra. En realidad, no sabía qué decir.

A lo largo de las siguientes semanas —y eso era lo que posteriormente no alcanzaba a comprender, porque le parecía increíble que fuera una niña viciosa— regresó varias veces al taller. Sí, aprovechó todas las ocasiones que se le presentaron. Ella trataba de justificarse, trataba de cerrar los ojos ante su verdadera naturaleza. Es simple curiosidad, se decía, la curiosidad natural de una niña excesivamente protegida por sus padres. Pero luego se decía que eso eran meras excusas.

Por las noches el chico del taller cenaba con la familia. Dado que era muy joven y que estaba lejos de su casa, la madre de Manon se preocupaba de él. Manon procuraba no mostrarse diferente en su presencia; temía que empezaran a especular, a hacerle preguntas. Al fin y al cabo, si lo hacen, se decía, no tengo nada que ocultar. Pero empezó a pensar que la vida era injusta, que a veces a uno le reprochaban una falta que no había cometido. Todos los niños reciben de vez en cuando un bofetón sin venir a cuento o son castigados injustamente. La vida de los adultos, pensaba Manon, es distinta, más racional. Pero ahora que estaba a punto de convertirse en una persona adulta se daba cuenta de que todo parecía más arriesgado, la gente menos propensa de lo que había supuesto a mostrarse razonable. Una persistente voz interior le repetía: aunque no tengas la culpa, puedes parecer culpable.

Un día el chico murmuró:

—No te he enseñado nada que no haya visto tu madre.

Manon alzó la cabeza y abrió la boca para responder a su impertinencia, pero en aquel momento apareció su madre con un plato de pan y un bol de ensalada, y ambos callaron y bajaron los ojos tímidamente, como buenos niños, para dar gracias al Señor por la ensalada, el queso y el pan.

En el taller, al que Manon acudía con frecuencia, había una palpable tensión entre ellos, un alambre invisible a punto de romperse. A Manon le gustaba atormentarlo entrando y saliendo continuamente, protegida por la presencia de otras personas. No cesaba de pensar en aquel extraño pedazo de carne, ciego y tembloroso, que tenía vida propia, como algo recién nacido.

Un día se quedaron solos. Manon procuró guardar las distancias, para no volver a caer en una trampa. Esta vez el chico se le acercó por detrás, mientras ella miraba por la ventana. La sujetó por los brazos, la obligó a retroceder y ambos se sentaron en una silla estratégicamente situada. Manon tenía la falda arremangada y el chico la tocó entre las piernas. Luego la rodeó con un brazo fuerte y cubierto de pecas, inmovilizándola, y empezó a acariciarse. Ella observó los movimientos de su mano mientras permanecía sentada sobre sus rodillas, de espaldas a él, como una muñeca inerme, con los labios entreabiertos. El chico siguió acariciándose hasta alcanzar el placer. Manon no sabía qué era el placer, pero supuso que el chico había alcanzado el punto álgido en su actividad pues de repente la soltó y murmuró unas palabras sin atreverse a mirarla a la cara, sosteniéndola de espaldas a él para no ver si se sentía complacida u horrorizada, si reía o estaba tan escandalizada que ni siquiera era capaz de gritar.

Manon salió corriendo del taller. Poco después —ante la insistencia de su madre que quería saber lo que había sucedido— se lo contó todo. Lloraba desconsoladamente y las rodillas le temblaban de tal forma que tuvo que sentarse. Su madre la miró horrorizada. Luego la obligó a ponerse de pie, sujetándola con fuerza, y la sacudió mientras no cesaba de formularle preguntas: qué hizo el chico, dónde te tocó, cuéntamelo todo, cada palabra que te dijo, no temas decírselo a tu madre (temblando de ira y con el rostro desencajado). ¿Te obligó a tocarlo? ¿Estás sangrando, Manon? Cuéntamelo todo, todo…

Manon berreaba como una niña de tres años mientras su madre la arrastraba de la mano por las calles. Al llegar a la iglesia su madre llamó insistentemente a la puerta, como si deseara confesarse de un crimen o que el sacerdote acudiera a administrar la extremaunción a un pariente agonizante. Cuando el sacerdote les abrió la puerta, su madre obligó a Manon a arrodillarse en un confesionario y la dejó a solas, en la penumbra, con el anciano y asmático sacerdote. El cura se inclinó hacia adelante para escuchar atentamente el relato, entre convulsivos sollozos, de una niña que, al parecer, había sido violada.

Lo más curioso fue que no echaron al aprendiz. Temían que se produjera un escándalo. Temían que la gente se enterara de lo sucedido. Manon siguió viendo al chico todos los días, aunque este ya no comía con la familia. Manon había comprendido al fin que era culpable; no se trataba de lo que la gente pudiera decir o pensar, sino de una reconciliación interior que, al menos en aquellos momentos, resultaba imposible. Su madre trató de tranquilizarla diciendo que podía haber sido mucho peor; al fin y al cabo estaba intacta, aunque Manon no comprendía el significado de esa palabra. Trata de no pensar en ello, le aconsejó su madre; un día, cuando seas mayor y estés casada, no te parecerá tan grave. Pero por más que se esforzaba —lo cual empeoraba las cosas— no podía dejar de pensar en ello. Cada vez que recordaba el episodio se sonrojaba y estremecía, moviendo al mismo tiempo la cabeza en un pequeño gesto espasmódico e involuntario.

Cuando cumplió veintidós años, su madre murió. Por las mañanas se ocupaba de la casa y por las tardes estudiaba italiano y botánica; rechazaba los sistemas de Helvetius y se aplicaba en matemáticas. Por las noches leía historia clásica; luego permanecía sentada, con los ojos cerrados y las manos descansando sobre el libro, soñando con la Libertad. Meditaba detenidamente en el Hombre, en el progreso y la nobleza de espíritu, en el sentido de la fraternidad y sacrificio, en todas las virtudes espirituales.

Leyó Historia natural, de Buffon; había ciertos párrafos que se sentía obligada a omitir, y unas páginas que se saltaba rápidamente pues contenían datos que ella no deseaba conocer.

Un día, siete o ocho años después de que el aprendiz abandonara el taller de su padre, volvió a encontrarse con él casualmente. Hacía poco que se había casado y se había convertido en un joven común y corriente. Fue un encuentro breve, apenas tuvieron tiempo de conversar, aunque a ella le hubiera gustado. Al despedirse, él murmuró:

—Confío en que me hayas perdonado. No pretendía hacerte ningún daño.

En 1776, su vida cambió. Fue el año en que los norteamericanos proclamaron su independencia, y ella procuraba reprimir sus afectos y emociones. Había recibido varias ofertas de matrimonio, en su mayoría de jóvenes comerciantes, que ella había rechazado cortésmente pero con firmeza. Evitaba pensar en el matrimonio, y su familia empezó a pensar que nunca se casaría.

Pero en enero de ese año apareció en escena Jean-Marie Roland. Era alto, instruido, hombre de mundo, con la amabilidad de un padre y la seriedad de un profesor. Pertenecía a la pequeña nobleza, pero era el más joven de cinco hijos; poseía únicamente unas pocas tierras y el dinero que ganaba. Era un administrador nato. En su calidad de inspector, había viajado por toda Europa. Conocía todo lo referente a los procesos de teñido, confección de encaje y utilización de la turba como combustible, así como la fabricación de pólvora, la curación de la carne de cerdo y el esmerilado del vidrio; era un entendido en física, libre comercio y la Grecia antigua. Tenía una insaciable sed de aprender, de adquirir conocimientos. Al principio Manon no reparó en sus viejas chaquetas cubiertas de polvo, en sus raídas camisas ni en sus zapatos desprovistos de hebillas y atados con cintas; cuando al fin se dio cuenta de ello, le pareció encantador conocer a un hombre que no poseía ni un ápice de vanidad. Con ella se mostraba educado, amable y formal.

Solía besarle la mano cortésmente. Se sentaba frente a ella. Jamás intentaba propasarse. En ocasiones era como si una estatua de san Pablo se inclinara hacia ella y le pellizcara la barbilla.

Se intercambiaron cartas, unas largas y absorbentes epístolas que les llevaba varias horas redactar y una hora leer. Al principio escribían sesudos ensayos sobre temas de interés general. Al cabo de unos meses abordaron el tema del matrimonio, su aspecto sacramental y su utilidad social.

Roland se marchó a Italia, donde permaneció un año, y posteriormente publicó una obra de seis volúmenes que recogía sus experiencias y aventuras en aquel país.

En 1780, cuatro años después de haber iniciado una seria y tímida relación, contrajeron matrimonio.

La noche de bodas no pudieron comunicarse por carta. Manon no sabía lo que iba a suceder; no quería pensar en el aprendiz ni en sus caricias, ni construir una teoría sobre lo que, al fin y al cabo, había sucedido a sus espaldas. De modo que no estaba preparada para ver el cuerpo de Roland, su pecho hundido con sus escasos pelos grises; ni las prisas con las que se arrojó sobre ella, ni el dolor de la penetración. Al notar que Roland comenzaba a jadear, Manon levantó la cabeza y preguntó: «¿Estás bi…?». Pero él ya se había quedado dormido, con la boca abierta.

Al día siguiente, al despertarse, Roland se disculpó:

—¿Eras totalmente inexperta? Mi pobre Manon, de haberlo sabido…

Un hijo (pensaban ambos) justifica plenamente un matrimonio: Eudora, nacida el 4 de octubre de 1781.

Manon tenía la habilidad —de la que se sentía muy orgullosa— de comprender en pocos minutos los detalles esenciales de un complicado asunto. Si le hablabas de un tema —pongamos por ejemplo las Guerras Púnicas o la fabricación de velas de sebo—, al cabo de un día te ofrecía una exhaustiva descripción del mismo, y a la semana era capaz de montar su propia fábrica o de trazar un plan de batalla para Escipión el Africano. Le gustaba ayudar a Roland en su trabajo, disfrutaba con ello. Empezó en el nivel más bajo, copiando párrafos que él deseaba estudiar. Luego pasó a confeccionar índices, cosa que hacía de forma minuciosa y competente; a continuación aplicó su memoria retentiva y persistente curiosidad a sus proyectos de investigación. Por último —dado que Roland escribía con gran fluidez, gracia y dominio del idioma— Manon empezó a ayudarle a redactar sus informes y cartas. «Déjame que pula ese informe mientras tú meditas sobre el primer párrafo», le suplicaba. «Qué inteligente eres, querida —decía él—. No sé cómo me las arreglaría sin ti».

Pero yo deseo —piensa ella— más que simples alabanzas, deseo una vida sosegada; y al mismo tiempo deseo ocupar un escenario más grande e importante. Conozco el lugar asignado a la mujer, del que me siento satisfecha y lo respeto, pero deseo conquistar el respeto de los hombres. Deseo su respeto y su aprobación. Yo también hago planes, razono, tengo mis propias ideas sobre el estado de Francia. Manon hubiera deseado transmitir esas ideas, mediante un proceso imperceptible, a los cerebros de los legisladores de la nación, como se las transmitía a su marido.

Recordaba un día de julio: el zumbido de las moscas que revoloteaban por la habitación, el rostro amarillento de su marido asomando entre las blancas sábanas, y su suegra, una tirana de ochenta y cinco años, sentada en un rincón, descabezando un sueñecito. Manon se vio con un vestido gris, una mente gris, envejecida y extenuada por el calor, deslizándose por las habitaciones con una taza de té de hierbas, mientras afuera el verano seguía avanzando inexorablemente.

—¿Señora?

—No hagas ruido. ¿Qué quieres?

—Han traído noticias de París.

—¿Se ha puesto alguien enfermo?

—No, señora. Ha caído la Bastilla.

La taza se le cayó de las manos y se hizo añicos. Más tarde pensó que lo había hecho adrede. Roland se despertó bruscamente, levantó la cabeza y preguntó alarmado:

—¿Ha sucedido alguna desgracia, Manon?

La anciana se despertó y miró a Manon con aire de reproche ante sus entusiastas muestras de júbilo.

Manon empezó a escribir artículos de prensa, primero para el Lyon Courier y luego para El patriota francés, el periódico editado por Brissot. (Durante los dos últimos años, su marido y Brissot habían mantenido correspondencia). Firmaba con el seudónimo de «una dama de Lyon», o «una dama romana». En junio de 1790 recibió una encantadora carta, aunque escrita con una letra casi ilegible, en la que su autor le pedía permiso para reproducir uno de sus artículos en el Révolutions de France et du Brabant. Manon accedió de inmediato, sin conocer el carácter del editor del periódico.

En París se le presentó la gran oportunidad, que Manon no desaprovechó, de ser útil a los patriotas. Llevaba años soñando con ello, de día y de noche, durante sus largas horas de estudio, mientras estaba embarazada de Eudora, mientras observaba a los enterradores en un cementerio de Amiens. El salón de la señora Roland. Algunos detalles del sueño quizás habían resultado decepcionantes, pues los hombres eran pesos ligeros, frívolos, estúpidos, y ella tenía que morderse los labios para no decirles lo que pensaba. Sin embargo, era un comienzo. Pronto regresarían a París.

Durante estos últimos meses, Manon se había mantenido al tanto de la situación. En un cajón cerrado conservaba cartas de Brissot, de Robespierre y del diputado François-Léonard Buzot, un joven serio y muy agradable. A través de las cartas de este se había enterado de la matanza de los Campos de Marte. En ellas le explicaba (lamenta verse obligada a resumir los hechos, pero estos se suceden tan rápidamente que no queda más remedio) que Luis, restaurado en el trono, había jurado defender la constitución; que Lafayette había dejado de ser el comandante de la Guardia Nacional y había abandonado París para ocupar un cargo militar en provincias. Se había instituido la nueva Asamblea Legislativa, a la que no podían acceder los antiguos diputados, por lo que Buzot había regresado a su casa en Evreux. De todos modos, podían seguir escribiéndose y sin duda un día volverían a encontrarse. Su amigo común, Brissot, se había convertido en diputado; el viejo y querido amigo Brissot, que trabajaba con tanto ahínco. Robespierre no se había marchado a su casa natal sino que había permanecido en París para reconstruir el Club de los Jacobinos, formado por los nuevos diputados, a los que instruía en las normas y procedimientos de los debates que se producían en la Asamblea. Un hombre diligente, Robespierre, aunque la había decepcionado.

El día de la matanza, Manon le había enviado recado, ofreciéndose a ocultarlo en su casa. No había recibido respuesta, y posteriormente se enteró de que se había alojado en casa de la familia de un comerciante, con la que actualmente seguía viviendo. Manon se sintió profundamente decepcionada al verse privada de vivir aquella emocionante y arriesgada experiencia. Se imaginaba enfrentándose a un regimiento, replicando a los soldados de la Guardia Nacional.

Durante su exilio también había seguido con interés la carrera del señor Danton y sus amigos. Se alegró al saber que Danton había partido para Inglaterra, donde confiaba que permanecería. Manon siguió teniendo información sobre las andanzas de este, y en cuanto empezaron a circular rumores de una amnistía, el señor Danton regresó apresuradamente. Tuvo el valor de presentar su candidatura a diputado de la Asamblea Legislativa, y en medio de uno de las reuniones electorales (según habían contado a Manon), apareció un oficial con una orden de arresto contra él. Tras ser insultado y agredido por la multitud que acompañaba siempre al abogado en todas sus actividades, el oficial fue trasladado a la cárcel de Abbaye, donde permaneció encerrado durante tres días en la celda reservada a Danton.

La amnistía había sido aprobada; pero los electores no se dejaron engañar por las pretensiones de Danton. Despechado, este se había recluido durante un tiempo en su provincia, para meditar, y ahora había decidido convertirse en fiscal. Con suerte, tampoco conseguiría ocupar ese cargo. Francia no estaba dispuesta (según confiaba Manon) a dejarse gobernar por gentes de su calaña.

En cuanto al futuro… Le irritaba pensar que en París la gente vitoreaba de nuevo al Rey y a la Reina simplemente porque habían estampado su firma en la constitución, como si hubieran olvidado los años de tiranía y rapacidad, la traición en el camino de Varennes. Luis estaba confabulado con las potencias extranjeras, Manon no dudaba de ello. La guerra acabará estallando, pensó, y nosotros debemos ser los primeros en atacar. (Manon volvió la sábana del revés para rematar el zurcido). Debemos luchar como república, como hicieron Atenas y Esparta. (Acto seguido cortó el nudo con las tijeras). Luis debe ser depuesto. O mejor aún, asesinado.

De este modo, el reinado de los aristócratas habría acabado para siempre.

Un reinado cruel…

Años atrás, su abuela la había llevado a una casa en el Marais para visitar a una aristócrata a la que conocía. Un mayordomo les abrió la puerta y les hizo pasar. La vieja aristócrata estaba sentada en un sofá, luciendo un espléndido vestido de seda y con las mejillas pintadas de colorete. De pronto apareció un perrito y al ver a las intrusas comenzó a ladrar y a dar brincos. La aristócrata le dio un pequeño azote e indicó a la abuela de Manon que se sentara en una banqueta junto a ella. Por alguna misteriosa razón, la anciana llamaba a su abuela por su nombre de pila.

Manon permaneció de pie, en silencio y muerta de calor. Todavía le dolía el cuero cabelludo por los tormentos que su abuela le había infligido aquella mañana al peinarla. La vieja hablaba con tono imperativo y una voz, curiosamente, poco cultivada. Al hacer a Manon una señal para que se acercara, la niña, aturdida, le había hecho una torpe reverencia. Treinta años más tarde aún no se había perdonado por aquella reverencia.

—¿Eres religiosa? —le preguntó la anciana aristócrata, mirándola con ojos acuosos.

El perro estaba tendido pacíficamente junto a ella; sobre el brazo del sillón yacía el tapete que estaba bordando.

—Trato de cumplir con mi deber —respondió Manon, bajando la vista.

Su abuela parecía sentirse violenta. La anciana se ajustó el gorro de encaje, como si estuviera ante un espejo. Luego miró de nuevo a Manon y empezó a preguntarle sobre sus estudios. Cuando la niña respondía correctamente, con estudiada cortesía, la vieja sonreía burlonamente.

—Eres muy lista, ¿verdad? ¿Crees que eso es lo que quieren los hombres en una mujer?

Una vez concluido el catequismo —mientras Manon permanecía de pie en aquella habitación cuyo aire era casi irrespirable— la anciana pasó a enumerar sus méritos y defectos. Tenía una bonita figura, dijo la anciana, dando a entender que cuando fuera mayor sería gorda. La tez un poco apagada, aunque sin duda mejoraría con el tiempo.

—Dime, querida, ¿has comprado alguna vez un billete de lotería? —le preguntó la anciana.

—No, señora, no creo en los juegos de azar.

—¡No seas impertinente, niña! —le espetó la aristócrata. Luego la agarró por la muñeca y dijo—: Quiero que vayas a comprarme un billete de lotería. Quiero que tú misma elijas el número y me lo traigas. Creo que eres una persona de suerte.

Una vez en la calle, Manon aspiró el aire fresco y puro.

—No quiero regresar allí —le dijo a su abuela. Deseaba volver a su casa, a sus libros y a los personajes agradables y sensatos que figuraban entre sus páginas.

Incluso hoy, al cabo de tanto tiempo, cada vez que alguien pronunciaba la palabra «aristócrata» —cuando se referían a una «noble dama» o a una «dama de título»—, Manon recordaba a aquella perversa anciana aficionada a los juegos de azar. No era sólo su gorro de encaje, su fría y dura mirada ni las hirientes palabras. No, era el intenso aroma a almizcle, el perfume que disimulaba el olor dulzón de la decadencia física.

Jamás compró aquel billete de lotería. Manon estaba convencida de que la república prohibiría los juegos de azar.

París.

—No me importa que hayan contratado al mismo san Juan Bautista —dijo el juez al secretario del tribunal—. Han infringido las leyes de caza y voy a condenarlos a seis meses. ¿Por qué cree usted que Desmoulins ha vuelto a ejercer la abogacía?

—Por dinero —contestó el secretario.

—Creía que Orléans pagaba bien.

—El duque está acabado —dijo el secretario alegremente—. La señora de Genlis está en Inglaterra, Laclos ha regresado a su regimiento y las amantes tratan de conquistar a Danton. Por supuesto, obtienen el dinero de los ingleses.

—¿Cree que los ingleses han comprado a los amigos de Danton?

—Creo que les pagan, pero esa es otra cuestión. Son una pandilla de sinvergüenzas. Antiguamente, cuando en este país sobornabas a un hombre podías fiarte de su honradez.

El juez parecía impaciente. Cuando el secretario empezaba a soltar aforismos, siempre llegaban tarde a casa.

—Volvamos a lo nuestro —dijo el juez.

—Ah, sí, maître Desmoulins. Siguiendo los consejos de su suegro en materia de inversiones, había comprado títulos de la Ciudad de París. Y ya sabemos cómo han acabado.

—Cierto —respondió el juez.

—Ahora que las autoridades han cerrado el periódico necesita otra fuente de ingresos.

—No creo que sea pobre.

—Tiene dinero, pero quiere más. A menos en eso se parece a todos nosotros. Tengo entendido que ha invertido en Bolsa. Mientras espera que sus inversiones le rindan dividendos, pretende recuperar su fortuna cobrando unas minutas astronómicas.

—Creí que detestaba ejercer de abogado.

—Pero ahora las cosas son distintas. Ahora, cuando tiene dificultades, tenemos que esperar a que termine la frase. Me temo que…

—Yo no —le interrumpió el juez.

—Es muy hábil.

—No lo niego.

—Cuando los señores descubren que la policía interfiere con sus placeres, les resulta muy conveniente que uno de ellos les defienda. Arthur Dillon, De Sillery y todos los demás han conseguido convencerlo.

—Los frecuenta abiertamente… Yo creía que los patriotas…

—Se lo toleran todo. Al fin y al cabo, por decirlo así, él es la Revolución. Aunque, según he oído decir, se han alzado voces de protesta. Pero esto es París, no Ginebra.

—¿Es usted también aficionado al juego?

—Eso no tiene nada que ver —contestó el secretario del tribunal—. Es posible que, al igual que maître Desmoulins, me interese limitar la injerencia del Estado en la vida privada de los individuos.

—¿De modo que está usted de acuerdo con él? —preguntó el juez—. No tardaré en verlo con las botas sobre la mesa, sansculotte con unos pantalones de confección casera, un gorro rojo y una pica apoyada en la pared.

—En estos tiempos —respondió el secretario—, todo es posible.

—Estoy dispuesto a ser tolerante, pero no le permitiré que fume en pipa, como Père Duchesne.

Camille hizo un pequeño gesto de disculpa a sus clientes y sonrió al juez. El hombre y la mujer se miraron preocupados.

«Puesto que no se librarán de ir a la cárcel —les había dicho el letrado—, podríamos utilizar su caso para abordar unos temas más amplios».

—Deseo solicitar al tribunal…

—Póngase en pie.

Tras vacilar unos instantes, el abogado se levantó y se acercó al estrado.

—Deseo solicitar permiso para exponer públicamente mi opinión.

—¿Acaso pretende usted iniciar una controversia pública? —inquirió el juez en voz baja.

—En efecto.

—No necesita mi permiso para hacerlo.

—Es una formalidad. Una cortesía.

—¿Está usted en desacuerdo con el veredicto respecto a los hechos?

—No.

—¿Respecto a la ley?

—No.

—¿Entonces?

—Me opongo a la utilización de los tribunales como instrumentos del Estado intruso y moralizador.

—¿De veras? —El juez se inclinó hacia adelante; le gustaba discutir sobre generalidades—. Dado que parece haber borrado a la Iglesia del asunto, ¿quién se encargará de que los hombres sean como deben ser si no la ley?

—¿Quién dice cómo deben ser los hombres?

—Si la gente elige a sus legisladores —cosa que hoy en día pueden hacer— ¿acaso no les asignan esa tarea?

—Pero si el pueblo y sus diputados están formados por una sociedad corrupta, ¿cómo van a ser capaces de tomar las decisiones adecuadas? ¿Cómo podrán formar a una sociedad moral cuando ni siquiera saben lo que eso significa?

—Me temo que llegaremos tarde a casa —dijo el juez—. Responder adecuadamente a esa pregunta nos llevaría seis meses. Según usted, la cuestión estriba en cómo vamos a ser buenos si somos malos…

—Antes solíamos conseguirlo por mediación de la gracia divina. Pero en la nueva constitución eso no está previsto.

—Creí que todos ustedes se habían propuesto regenerar a la humanidad —comentó el juez—. ¿No le preocupa no coincidir con sus amigos?

—Desde la Revolución, uno puede disentir, ¿no es cierto?

Camille parecía aguardar una respuesta. El juez estaba desconcertado.