IV. Más hechos de los apóstoles

(1791)

Estamos a finales de Cuaresma. El Rey decide que el domingo de Pascua no desea recibir la comunión de manos de un sacerdote «constitucional». Ni tampoco desea provocar las iras de los patriotas.

Por tanto decide pasar la Pascua tranquilamente en Saint-Cloud, lejos del vigilante ojo de la ciudad.

Sus planes llegan a oídos de algunos.

Domingo de Ramos en el Ayuntamiento.

—Lafayette.

Era la voz que el general había venido a asociar con todas las calamidades. Danton se colocó frente a él y le dirigió la palabra, obligándole a contemplar su grotesco rostro:

—Lafayette, esta mañana un sacerdote refractario, un jesuita, dirá misa en las Tullerías.

—Estás mejor informado que yo —respondió Lafayette, notando que se le secaba la boca.

—No lo toleraremos —dijo Danton—. El Rey ha aceptado los cambios que se han producido en la Iglesia. Los ha suscrito. Si sigue adelante con sus planes, habrá represalias.

—Cuando la familia real parta hacia Saint-Cloud —respondió Lafayette—, la Guardia Nacional acordonará la zona de su partida, y si es necesario les proporcionaré una escolta. No te interpongas en mi camino, Danton.

Danton sacó del bolsillo de su casaca un pedazo de papel enrollado.

—Es un cartel redactado por el batallón de cordeliers —dijo—. ¿Te gustaría leerlo?

—¿Obra del incisivo señor Desmoulins?

Lafayette miró el papel.

—¿Exiges a la Guardia Nacional que impida al Rey partir de las Tullerías? —preguntó, mirando fijamente a Danton—. Mis órdenes serán otras. Por lo tanto, les instas a que se amotinen.

—Es una forma de expresarlo.

Danton observó el congestionado semblante del general, que parecía a punto de estallar.

—No pensaba que la intolerancia religiosa fuera uno de tus vicios, Danton. ¿Qué más te da quién administre al Rey la comunión? Según él, debe procurar salvar su alma. ¿Qué te importa a ti eso?

—Me importa el hecho de que el Rey rompa sus promesas y se burle de la ley. No es una insignificancia el que se proponga abandonar París y partir para Saint-Cloud, y de Saint-Cloud pasar a la frontera, donde se colocará a la cabeza de los emigrados.

—¿Quién te ha comunicado sus intenciones?

—Puedo adivinarlas.

—Te expresas como Marat.

—Lamento que pienses eso.

—Solicitaré una reunión de urgencia de la Comuna. Pediré que se declare la ley marcial.

—Adelante —contestó Danton—. ¿Sabes cómo te llama Camille Desmoulins? El Don Quijote de los Capetos.

Una sesión de urgencia. El señor Danton influyó en los dóciles y pacíficos miembros de la Comuna para que votaran contra la ley marcial. Lafayette, en un arrebato de furia, ofreció al alcalde Bailly su dimisión. El señor Danton hizo notar que el alcalde no tenía competencias para aceptarla; si el general deseaba dimitir, tendría que visitar cada una de las cuarenta y ocho Secciones y comunicarles su intención.

Para más inri, el señor Danton había llamado cobarde al general Lafayette.

Las Tullerías, el lunes de Semana Santa, a las once y media de la mañana.

—Es una locura —afirma el alcalde Bailly—, hacer venir aquí al batallón de los cordeliers.

—Querrás decir el batallón número 3 —le rectificó Lafayette. Cerró los ojos, pues tenía jaqueca.

La familia real subió a la carroza, y allí permaneció. La Guardia Nacional desobedeció las órdenes de Lafayette. No permitieron que se abrieran las puertas de palacio. La multitud no dejaría que pasara la carroza. La Guardia Nacional se negaba a obligar a la multitud a dispersarse. La gente se puso a cantar el Ça Ira. El primer mayordomo de la alcoba real fue atacado. El Delfín rompió a llorar. El año pasado, y el antepasado, sus lágrimas podían haber despertado la compasión de la muchedumbre. Pero si sus padres no querían someter al niño a aquel sufrimiento, que lo hubieran dejado en palacio.

Lafayette insultó a sus hombres. Permaneció sentado sobre su caballo blanco, temblando de ira, mientras el animal relinchaba y sacudía la cabeza nervioso.

El alcalde pidió orden, pero fue en vano. Dentro de la carroza, los monarcas se miraron preocupados.

—¡Cerdo! —gritó un hombre al Rey—. Te pagamos veinticinco millones al año, así que tienes que obedecernos.

—Proclama la ley marcial —ordenó Lafayette a Bailly.

Bailly no se movió.

—Haz lo que te ordeno.

—No puedo.

La paciencia de todos se agotaba. Al cabo de casi dos horas, los Reyes se habían hartado. Al entrar de nuevo en las Tullerías, la Reina se giró hacia Lafayette y dijo:

—Como habrá podido comprobar, no somos libres.

Era la una y cuarto de la tarde.

EPHRAIM, UN AGENTE AL SERVICIO DE FEDERICO GUILLERMO DE PRUSIA,

A LACLOS, AL SERVICIO DEL DUQUE DE ORLÉANS

Durante unas horas, nuestra posición fue brillante. Incluso llegué a pensar que su augusto patrono se disponía a colocar a su primo en el trono; pero estaba equivocado. Lo único que me satisface de este asunto es el hecho de haber hundido a Lafayette, lo cual no es poco. Lamento que nuestras 500.000 libras han sido desperdiciadas; no podemos disponer todos los días de semejante suma de dinero, y el rey de Prusia se cansará de pagar.

Un hermoso día de junio, Philippe se hallaba en el camino de Vincennes, conduciendo a Agnès de Buffon en su ligero carruaje. Les seguía a corta distancia un nuevo vehículo, de grandes dimensiones, conocido como «berlina».

El duque lo detuvo con un restallido del látigo.

—Hola, Fersen. No corra tanto, hombre, que se va a partir el cuello.

El amante de la Reina era un conde sueco, alto y enjuto.

—Estoy probando mi nuevo carruaje, señor.

—¿De veras? —Philippe observó las elegantes ruedas color limón, la carrocería verde oscuro y los adornos de nogal.

—¿Se marcha de viaje? Es un poco grande, ¿no? ¿Va a llevarse a todas las chicas del coro de l’Opéra?

—No —le contestó Fersen, inclinando la cabeza respetuosamente—. Se las dejo a usted.

El duque observó el carruaje mientras se alejaba por el camino.

—Me pregunto… —dijo a Agnès—. Sería muy típico del Rey utilizar ese ardid para huir a la frontera.

Agnès sonrió. Se echaba a temblar de pensar que Philippe pudiera llegar a ser Rey algún día.

—Y no te hagas el inocente conmigo, Fersen —dijo el duque, con la mirada fija en la carretera—. Todos sabemos lo que haces cuando no estás en las Tullerías. Su última amiguita es una acróbata de circo, imagínate. Aunque cualquier cosa es mejor que esa arpía austríaca.

El niño, Antoine, se despertó a las seis y observó la luz del sol que se filtraba a través de los postigos. Cuando se cansó, comenzó a berrear.

Gabrielle acudió apresuradamente.

—Eres un pequeño tirano —murmuró.

El niño alzó los brazos para que su madre lo cogiera. Gabrielle lo sacó de la cuna y lo llevó a su dormitorio. Las dos camas estaban separadas del resto de la habitación por una cortina que servía para delimitar el territorio privado del matrimonio, del patriótico circo en el que se había convertido su dormitorio. Lucile tenía el mismo problema, dijo. Quizá deberían mudarse a otra vivienda más grande. Pero no, todo el mundo conocía la casa de Danton, este no querría mudarse. Además, era muy complicado trasladarse de casa.

Gabrielle se metió en la cama, estrechando a su hijito entre sus brazos. Su padre estaba acostado en la otra cama, profundamente dormido.

A las siete sonó el timbre de la puerta. Gabrielle sintió que el corazón le daba un vuelco, temiéndose que fueran malas noticias. Oyó a Catherine protestar y al cabo de unos instantes la puerta del dormitorio se abrió bruscamente.

—¡Fabre! —exclamo Gabrielle—. ¿Qué ha pasado? ¿Han llegado los austriacos?

Fabre se precipitó sobre Danton y empezó a sacudirlo para despertarlo.

—Se han ido, Danton. El Rey, su esposa, su hermana, el Delfín. Todos.

Danton se incorporó inmediatamente.

—Lafayette estaba a cargo de la seguridad —dijo—. O se ha vendido a la Corte, traicionándonos, o es un majadero. De todos modos, lo tengo acorralado. Dame mis ropas, mujer.

—¿Adónde vamos? —preguntó Fabre.

—En primer lugar, al Club de los Cordeliers. Localiza a Legendre y dile que reúna a unos cuantos hombres. Luego iremos al Ayuntamiento, y después a la Escuela de Equitación.

—¿Y si no logran detenerlos? —inquirió Fabre.

—¿Qué más da? —respondió Danton—. Lo importante es que la gente los haya visto huir.

Siempre da con la respuesta oportuna, pensó Fabre.

—¿Sabías que iba a suceder esto? ¿Deseabas que sucediera?

—Estoy seguro de que los atraparán. Luis es un desgraciado —dijo Danton—. A veces siento lástima de él.

Grace Elliot: «No dudo de que Lafayette les ayudó a huir, y más tarde, temiendo ser descubierto, los traicionó».

Georges-Jacques Danton, dirigiéndose a los miembros del Club de los Cordeliers: «Al defender la monarquía hereditaria, la Asamblea Nacional ha reducido a Francia a la esclavitud. Debemos abolir el nombre y la función del Rey; debemos convertir este reino en una república».

Alexandre de Beauharnais, presidente de la Asamblea: «Señores, el Rey ha huido durante la noche. Procedamos con el orden del día».

La multitud aclamó a Danton cuando este llegó a la Escuela de Equitación, acompañado por una pequeña escolta militar.

—¡Viva Danton, nuestro padre! —gritó una voz.

Danton se quedó atónito.

Más tarde, el señor Laclos llegó a la rue des Cordeliers. Observó a Gabrielle atentamente, no con una mirada lujuriosa, sino como si la estuviera estudiando. Ella se ruborizó. Todo el mundo ha debido darse cuenta de que me he engordado, pensó. Laclos lanzó un pequeño suspiro.

—Hace mucho calor, ¿no le parece, señora Danton? —preguntó, quitándose los guantes. Luego se dirigió a Danton y añadió—: Debemos hablar de ciertos asuntos.

Tres horas más tarde volvió a ponerse los guantes y se marchó.

París sin el Rey. Un imbécil había colgado una pancarta en las Tullerías que decía: SE ALQUILA LOCAL. Danton no cesaba de hablar de la república. En el Club de los Jacobinos, Robespierre se puso en pie para contestarle, ajustándose la corbata con sus delgados dedos de uñas mordidas:

—¿Qué es una república? —preguntó.

Danton debe definir claramente el término. Maximilien de Robespierre no acepta nada a ojos cerrados.

El duque descargó un violento puñetazo en la frágil mesa, incrustada con un dibujo de rosas, cintas y violines.

—No me hables como si tuviera tres años —rugió.

Félicité de Genlis tenía mucha paciencia. Sonrió decidida. Si fuera necesario estaba dispuesta a discutir todo el día con el duque.

—La Asamblea te ha pedido que aceptes el trono en caso de que quede vacante —dijo.

—¡Y dale! —contestó el duque—. Eso ya lo sabemos. No te pongas pesada.

—No te exaltes, querido. En primer lugar, permíteme decirte que no es probable que el trono quede vacante. Tengo entendido que el viaje de tu primo se ha visto bruscamente interrumpido. En estos momentos está de regreso a París.

—Sí —contestó el duque, sonriendo satisfecho—. El muy idiota. ¡Mira que dejarse atrapar! Han enviado a Barnave y a Pétion para que los escolten. Espero que el diputado Pétion le diga al Rey lo que todos pensamos de él.

—Como sabes —continuó Félicité—, la actual Asamblea ha redactado la nueva constitución, que está lista para ser firmada por el Rey. La Asamblea desea instaurar un clima de estabilidad. Los cambios han sido tan rápidos y profundos que la gente está deseosa de que se restituya el orden. Es posible que dentro de un mes Luis sea colocado de nuevo en el trono, como si nada hubiera sucedido.

—¡Pero se ha fugado! ¡Es el Rey de este país, y se ha fugado de él!

—Puede que la Asamblea no interprete sus actos de este modo.

—¿Acaso existe otra interpretación? Perdona, soy un hombre torpe y sencillo…

—No. Pero son muy ingeniosos. Sobre todo los abogados.

—No me fío de ellos —dijo Philippe—. Son una pandilla de embaucadores.

—Piensa un poco, querido. Si Luis es restituido en el trono, no debes dar la impresión de que estás ansioso de ocupar su puesto.

—Pero lo estoy —respondió Philippe. ¿Qué demonios se proponía Félicité? ¿Acaso no era esto lo que había provocado todos los disturbios de los últimos años? ¿Acaso no había soportado, para llegar a ser Rey, la compañía de gentes que no eran caballeros, que no sabían cazar, que no sabían distinguir a un purasangre de un podenco? ¿Acaso no había tolerado, para llegar a ser Rey, los paternalistas consejos del imbécil de Laclos? ¿Acaso no había sentado a su mesa, para llegar a ser Rey, a ese bruto de Danton, que no paraba de mirar descaradamente a su amante Agnès y a su ex amante, Grace? ¿Acaso para llegar a ser Rey no había cesado de pagar, pagar y pagar?

Félicité cerró los ojos. Cuidado, se dijo. Habla con cuidado, pero habla: por la nación, por los hijos de este hombre, a los que he criado. Y por nosotros.

—Reflexiona, querido.

—¿Qué reflexione? —explotó el duque—. Muy bien, no te fías de mis seguidores. Yo tampoco. Ya les tengo calados.

—Lo dudo.

—¿Crees que voy a dejar que esos cretinos me manipulen a su antojo?

—No eres el hombre capaz de frenar sus ambiciones, Philippe. Te tragarán vivo, a ti, a tus hijos y a todas las personas de tu entorno. ¿No te das cuenta de que unos hombres que son capaces de destruir a un Rey pueden destruir a otro? ¿Crees que tendrían el menor escrúpulo en deshacerse de ti cuando ya no les sirvas? Te utilizarán hasta que puedan prescindir de ti. ¿Recuerdas cuando cayó la Bastilla? Luis te decía que fueras aquí y allá, que regresaras a Versalles, que te fueras de Versalles… Te tenía dominado. Te quejabas de no tener libertad. Ahora, desde el momento en que digas: «Sí, quiero ser Rey», volverás a renunciar a tu libertad. A partir de ese día, vivirás encerrado en una cárcel. No una cárcel con barrotes y cadenas, sino una cárcel dorada que el señor Danton construirá para ti. Una cárcel con una asignación anual, con protocolo, con fiestas, con representaciones de ballet, con bailes de disfraces y carreras de caballos.

—El ballet no me gusta —dijo el duque—. Me aburre.

Félicité se alisó la falda y observó sus manos. Las manos de una mujer siempre traicionan su edad, pensó. Durante un tiempo existía la esperanza de un mundo más justo, más limpio. Nadie había tenido más esperanzas que ella, ni se había esforzado más para alcanzarlas.

—Una cárcel —repitió—. Te engañarán, te mantendrán distraído y ocupado mientras ellos se reparten el pastel. Ese es su objetivo.

Philippe se la quedó mirando.

—Te crees más lista que yo, ¿no es así? —preguntó.

—Mucho más, querido, mucho más.

—Siempre he reconocido mis limitaciones —dijo él, bajando la vista.

—Lo cual demuestra que eres más sabio que la mayoría de los hombres. Y más sabio que esos manipuladores que tanto admiras.

Eso complació a Philippe. Pensó vagamente que quizá conseguiría engañarlos.

—¿Qué debo hacer, Félicité? Dímelo, te lo ruego.

—No tengas más tratos con ellos. Defiende tu buen nombre. Niégate a hacer de títere.

—¿Pretendes… pretendes… que me presente en la Asamblea y les diga no, no quiero el trono, quizá pensasteis que lo ambicionaba, pero estabais equivocados?

—Coge este papel. Siéntate. Escribe lo que yo te dicte.

Félicité se apoyó en el respaldo de la silla. Tenía las palabras preparadas en la mente. Es muy precario, pensó. Si consiguiera apartarlo de toda influencia ajena, impedir que ellos lo persuadan… Pero eso es imposible. He tenido suerte de tenerlo a solas durante una hora.

Era preciso obrar con rapidez, antes de que Philippe cambiara de opinión.

—Firma aquí. Ya está.

Philippe arrojó la pluma sobre la mesa, manchando las rosas, las cintas y los violines.

—Laclos me matará —gimió.

Félicité le acarició la cabeza como si tranquilizara a un niño con dolor de barriga y cogió el papel para corregir la puntuación.

Cuando el duque comunicó a Laclos su decisión, este se inclinó ante él y respondió: «Como guste, milord», y se retiró. Más tarde se preguntó por qué le había hablado en inglés. Al llegar a su casa, agarró una botella de coñac y se la bebió entera.

Cuando llegó a la vivienda de Danton, atravesó la sala de estar tambaleándose y sujetándose en los muebles, hasta dejarse caer en un sillón.

—Ten paciencia —dijo—. Estoy a punto de pronunciar una frase profunda.

—Me marcho —dijo Camille.

No le interesaba lo que pudiera decir Laclos. Prefería no conocer los detalles de los líos de Danton; y aunque sabía que debía considerar a Philippe simplemente como un medio para alcanzar un fin, resultaba muy difícil cuando todo el mundo se había portado también con uno. Cada vez que un cordelier se presentaba en su casa, gritando a voz en cuello, recordaba el regalo de bodas que quería hacerle el duque, consistente en una vivienda de doce habitaciones, y le entraban ganas de romper a llorar.

—Siéntate, Camille —dijo Danton.

—Puedes quedarte —dijo Laclos—, pero no se te ocurra repetir lo que voy a contaros.

—Adelante —dijo Danton.

—Mis observaciones se dividen en tres partes. Una, Philippe es un cretino integral. Dos, Félicité es una puta asquerosa.

—De acuerdo —contestó Danton—. ¿Y la tercera?

—Un golpe de Estado —respondió Laclos, mirando a Danton sin alzar la cabeza.

—Vamos, no te excites.

—Obliga a Philippe, hazle comprender que debe cumplir con su deber. Colócalo en una posición en la que… —recitó Laclos, mientras movía la mano derecha como si partiera un trozo de carne.

—¿Qué es lo que pretendes exactamente? —preguntó Danton.

—La Asamblea decidirá restituir a Luis en el trono. Porque lo necesitan para que su bonita constitución funcione. Porque son hombres del Rey, Danton, porque el maldito Barnave ha sido comprado. —De pronto, Laclos fue presa de un ataque de hipo—. Y si no lo había sido, lo habrán comprado ahora, después del viajecito desde la frontera con la puta austríaca. Tienen unas ideas delirantes. ¿Has visto la proclamación de Lafayette?: «Los enemigos de la Revolución se han apoderado de la persona del Rey». Hablan de secuestro —dijo Laclos, asestando un puñetazo en el reposabrazos del sillón—. Dicen que condujeron a ese imbécil gordinflón hasta la frontera contra su voluntad. Son capaces de decir cualquier cosa con tal de salvarse. Cuando pretenden engañar tan miserablemente al pueblo, ¿acaso no es hora de derramar un poco de sangre, Danton?

Laclos se miró los pies y prosiguió:

—La voluntad del pueblo debe incidir en la Asamblea. La gente jamás perdonará a Luis por haberlos abandonado. Por tanto, dignum et justum est, aequum et salutare que la Escuela de Equitación haga lo que le ordenemos. Por consiguiente, les haremos una petición. Puede redactarla el mismo Brissot. Pediremos que Luis sea depuesto. La petición estará respaldada por los cordeliers. Quizá consigamos convencer a los jacobinos para que la firmen. El 17 de julio, toda la ciudad se congregará en los Campos de Marte para celebrar la toma de la Bastilla. Nosotros aprovecharemos para conseguir que miles de personas firmen nuestra petición. Luego la llevaremos a la Asamblea. Si la rechazan, la gente invadirá la Asamblea para imponer su sagrada voluntad, etcétera, etcétera. Más tarde, con calma, redactaremos la doctrina que ha impulsado la acción.

—¿Sugieres que empleemos a las fuerzas armadas contra la Asamblea?

—Sí.

—¿Contra nuestros representantes?

—No representan nada.

—¿Que se produzca un baño de sangre?

—¡Maldito seas! —gritó Laclos enfurecido—. ¿Acaso hemos llegado hasta aquí para rendirnos? ¿Crees que puedes organizar una revolución sin derramamiento de sangre?

—No he dicho eso.

—Ni siquiera Robespierre cree que seas capaz de hacerlo.

—Sólo quería que me aclararas tus intenciones.

—Ya.

—¿Y si conseguimos deponer a Luis?

—Nos repartimos el botín.

—¿Con Philippe?

—Ha rechazado el trono en una ocasión. Pero esta vez, aunque tenga que estrangular a Félicité con mis propias manos, le obligaré a cumplir con su deber. Nosotros gobernaremos el país, Danton. Nombraremos a Robespierre, que es un hombre honesto, ministro de Finanzas. Repatriaremos a Marat y dejaremos que se las entienda con los suizos. Haremos…

—Esto no es serio, Laclos.

—Lo sé, lo sé —respondió este, tratando de ponerse en pie—. Sé lo que pretendes. Un mes después del ascenso de Philippe el Ingenuo, el cuerpo del señor Laclos es hallado tendido en la calle, muerto. A causa de un accidente de tráfico. Dos meses más tarde, el rey Philippe es hallado tendido en la calle, muerto, debido también a un accidente de circulación. Es que aquel tramo está en muy mal estado. Los herederos de Philippe mueren accidentalmente y se produce el fin de la monarquía y el advenimiento del reinado del señor Danton.

—Tienes una imaginación muy viva.

—Dicen que cuando uno se excede en la bebida empieza a ver serpientes por todas partes —respondió Laclos—. Serpientes, dragones y cosas así. ¿Lo harías, Danton? ¿Te arriesgarías conmigo?

Danton no respondió.

—Creo que sí —dijo Laclos, oscilando levemente y extendiendo los brazos—. Triunfo y gloria. Luego quizá me matarías. Pero no me importa correr ese riesgo con tal de que mi nombre figure en los libros de historia. Me aterra el anonimato. Me aterra una miserable y mediocre vejez, saris todo, como dice el poeta inglés. «Ahí va el desgraciado de Laclos. Escribió un libro cuyo título no recuerdo». Me marcho —dijo con aire digno—. Sólo te pido que reflexiones.

Al salir se topó con Gabrielle.

—Una mujer encantadora —farfulló Laclos. Luego lo oyeron bajar atropelladamente la escalera.

—Supuse que querrías saberlo —dijo Gabrielle—. Han regresado.

—¿Los Capeto? —preguntó Camille.

—Sí, la familia real. —Gabrielle salió y cerró la puerta sigilosamente tras ella.

El calor y el silencio se habían adueñado de la ciudad.

—Las crisis me emocionan —dijo Camille. Una breve pausa. Danton lo miró fijamente—. En el futuro me encargaré de recordarte tus recientes alegatos republicanos. Estaba pensando en ello cuando se presentó Laclos. Lo lamento, pero creo que Philippe tendrá que desaparecer. Puedes utilizarlo y deshacerte de él más tarde.

—Eres tan frío y desalmado como… —Danton se detuvo. No se le ocurría nadie que fuera tan frío y desalmado como Camille, mientras decía, apartándose el pelo de la frente con un delicado gesto, «puedes utilizarlo y deshacerte de él más tarde»—. ¿Naciste con ese gesto, o lo aprendiste de una prostituta?

—Primero deshazte de Luis y luego ya nos pelearemos.

—Quizá lo perdamos todo —dijo Danton.

Pero lo tenía decidido. En ocasiones, cuando de pronto estallaba y arremetía contra alguien de forma absurda e irrazonable, su mente se movía fríamente, con calma, en una determinada dirección. Lo había decidido.

Estaba resuelto a hacerlo.

La familia real había sido interceptada en Varennes; habían recorrido doscientos sesenta kilómetros para nada. Seis mil personas rodeaban las dos carrozas durante la primera etapa del viaje. Un día más tarde se unieron a la comitiva tres diputados de la Asamblea Nacional. Barnave y Pétion viajaron con la familia en la berlina. El Delfín charló animadamente con Barnave y jugueteó con los botones de su casaca, en los que figuraba la leyenda «Vivir en libertad, o morir».

—Debemos demostrar carácter —repetía la Reina sin cesar.

Al final del viaje era evidente el futuro del diputado Barnave. Mirabeau había muerto y él lo sustituiría como consejero secreto de la Corte. Pétion creía que la rolliza hermana del Rey, Elisabeth, se había enamorado de él.

Es cierto que durante el largo viaje de regreso la ilustre dama se había quedado dormida con la cabeza apoyada en su hombro. Durante dos meses, Pétion no dejó de hablar de ello.

Un día de asfixiante calor, el Rey entró de nuevo en París. Una inmensa y silenciosa multitud recibió a la familia real. La berlina estaba llena de polvo de la carretera, y a través del cristal de la ventanilla se distinguía el rostro tenso y preocupado de una mujer de cabellos grises: María Antonieta. Al fin llegaron a las Tullerías. Cuando la familia real se hubo instalado en palacio, Lafayette apostó a sus guardias y corrió a presentarse ante el Rey.

—A sus órdenes, Majestad —dijo.

—Al parecer soy más bien yo quien está a tus órdenes —respondió el Monarca.

Cuando atravesaron la ciudad, los soldados apostados a lo largo del recorrido presentaron armas pero con las culatas al revés, como si se tratara de un funeral.

CAMILLE DESMOULINS, RÉVOLUTIONS DE FRANCE, NÚMERO 83

Cuando Luis XVI entró de nuevo en sus aposentos en las Tullerías, se dejó caer en un sillón y exclamó: «¡Uf, qué calor! ¡Qué viaje más pesado! Sin embargo, hacía tiempo que me había propuesto partir». Más tarde, observando a los guardias nacionales que se encontraban presentes, dijo: «He cometido una torpeza, lo reconozco. Pero ¿quién no tiene algún capricho? Traedme otro pollo». En aquel momento entró un mayordomo, y el Monarca observó: «Hete aquí, y henos aquí». Le trajeron el pollo y Luis XVI comió y bebió con un apetito digno de un marajá de la India.

HÉBERT HA CAMBIADO DE PARECER SOBRE LA FAMILIA REAL

Os encerraremos en Charenton y a vuestra puta en el hospital. Cuando estéis a buen recaudo y ya no dispongáis de privilegios ni riquezas, podéis darme un hachazo si conseguís escapar.

Père Duchesne, Número 61

Desde donde se encontraba, apoltronado en un sillón, Danton podía ver a Louise Robert, gesticulando y a punto de romper a llorar. Su marido había sido arrestado y estaba en la cárcel.

—Debes exigir su liberación —decía Louise—. Oblígales a dejarlo libre.

—¿Qué se ha hecho de la dura y fuerte patriota republicana? —preguntó él.

—Déjame pensar —contestó Louise—. Debo reflexionar.

Danton observó la habitación a través de los párpados entornados. Lucile, cuyo infantil semblante expresaba una profunda tensión, jugueteaba con su anillo de casada. De un tiempo a esta parte Danton pensaba mucho en ella; el suyo era el primer rostro que veía al entrar en una habitación. Danton se decía que era una infamia, una deslealtad hacia la madre de sus hijos.

(FRÉRON: Hace años que la amo.

DANTON: Tonterías.

FRÉRON: ¿Qué sabes tú?

DANTON: Te conozco.

FRÉRON: Tú también estás enamorado de ella. Al menos eso dice todo el mundo.

DANTON: Pero no le digo que la amo. Puede que se trate de un sentimiento más crudo. Soy más sincero que tú.

FRÉRON: ¿Serías capaz…?

DANTON: Naturalmente.

FRÉRON: Pero Camille…

DANTON: Camille no diría una palabra. Uno tiene que aprovecharse de las oportunidades que la vida le ofrece.

FRÉRON: Es cierto).

Fréron observaba a Danton, tratando de adivinar sus pensamientos. El asunto había salido mal. Se habían enterado de su plan en el Ayuntamiento; Félicité, que siempre se las arreglaba para enterarse de todo, probablemente se lo había comunicado a Lafayette.

Lafayette había movido sus tropas hacia las Tullerías; el rubio idiota todavía disponía de hombres y armas, y controlaba la situación. Había acordonado la Escuela de Equitación para proteger a los diputados de cualquier incursión, y había impuesto el toque de queda. Los jacobinos —exhibiendo su moderación, su timidez—, habían rechazado su ayuda. A Fréron le hubiera gustado poder olvidarse del asunto.

—No creo que podamos dar marcha atrás, Danton —dijo.

—¿Tanto te cuesta convencerte, Conejo? —contestó Danton. Al oír su voz todos se volvieron, inquietos, nerviosos—. Regresa al Club de los Jacobinos, Camille.

—No quieren escucharme —respondió Camille—. Dicen que la ley no les permite apoyar semejante petición, que la declaración del Rey es un asunto que compete a la Asamblea. Así que de qué sirve que vaya… Robespierre preside la reunión, pero el lugar está lleno de partidarios de Lafayette. ¿Qué puede hacer? Aunque quisiera apoyarnos, lo cual es… —Camille se detuvo un momento y luego prosiguió—: Robespierre quiere trabajar dentro de los márgenes de la ley.

—Y yo no tengo ningún deseo de infringirla —puntualizó Danton.

Tras dos días de discusiones, no habían llegado a ninguna conclusión. La petición había sido preparada entre la Asamblea, los jacobinos y los cordeliers, impresa, enmendada (a veces disimuladamente) e impresa de nuevo. Esperaban tres mujeres, Fréron, Fabre, Legendre y Camille. Danton recordaba lo que le había dicho Mirabeau en el Ayuntamiento: «Usted no trabaja con las personas, Danton, sino sobre ellas». ¿Cómo iba a imaginar que la gente estaría tan dispuesta a acatar sus órdenes? Jamás lo había sospechado.

—Esta vez os apoyaremos —dijo a Camille—. Fréron, reúne a cien hombres armados.

—Los ciudadanos de este distrito siempre están dispuestos a coger las picas.

Danton miró enojado a Fréron por haberlo interrumpido. Camille se sentía violento por las cosas que decía Fréron, su falsa amabilidad, sus ganas de complacer.

—¡Picas! —exclamó Fabre—. Espero que se trate simplemente de una expresión. Yo no siempre estoy dispuesto a coger una pica. Ni siquiera tengo una pica.

—¿Acaso crees, Conejo, que vamos a clavar a los jacobinos a sus bancos? —preguntó Camille.

—Llámalo una muestra de determinación, no de fuerza —dijo Danton—. No conviene enojar a Robespierre. Pero, Conejo —añadió Danton cuando aquel había alcanzado la puerta—, concede a Camille quince minutos para que intente convencerlos. Un plazo decoroso…

Las personas que rodeaban a Danton reanudaron sus tareas. Las mujeres se levantaron, con aspecto nervioso y preocupado, y se alisaron la falda. Gabrielle trató de mirarlo a los ojos durante unos instantes. Cuando está angustiada, su tez adquiere un tono amarillento, pensó Danton. Un día notó —como uno nota que el cielo está encapotado, o la hora que señalan las manecillas de un reloj— que ya no la amaba.

Por la tarde la Guardia Nacional obligó a la gente a abandonar las calles. Habían aparecido los batallones voluntarios, pero también muchas compañías regulares de Lafayette.

—Es muy curioso —dijo Danton—. Hay muchos patriotas entre los soldados, pero la obediencia ciega es una vieja y persistente costumbre.

Y puede que debamos recurrir a esa vieja costumbre, pensó, si el resto de Europa nos ataca. Trató de no pensar en ello; de momento su problema no era ese sino pensar en las próximas veinticuatro horas.

Gabrielle se acostó pasada la medianoche. Le costaba conciliar el sueño. Oyó las pisadas de los caballos en la calle. Oyó sonar la campana de la puerta, en la Cour du Commerce, y el murmullo de voces de la gente que entraba y salía. Debían ser las dos, o las dos y media, cuando al fin se dio por vencida. Se incorporó y encendió una vela. La cama de Georges estaba vacía e intacta. Hacía mucho calor y tenía el camisón pegado al cuerpo. Se levantó de la cama, se quitó el camisón y se lavó con agua tibia. Luego se puso un camisón limpio, se dirigió al tocador y se puso unas gotas de colonia en las sienes y en el cuello, para refrescarse. Los pechos le dolían. Se deshizo la trenza, se peinó sus largos y ondulados cabellos, y volvió a trenzarlos. Su rostro mostraba, a la luz de las velas, una expresión sombría. A continuación se dirigió a la ventana. Nada: la rue des Cordeliers estaba desierta. Se puso las zapatillas, salió de la alcoba y se dirigió al comedor. Al abrir los postigos, la luz de la Cour du Commerce invadió la estancia. A sus espaldas parecían moverse unas sombras. La habitación, de forma octagonal, estaba llena de papeles, que la brisa agitaba levemente. Gabrielle se asomó a la ventana para dejar que la brisa le acariciara el rostro. No había un alma por las calles, pero oyó un ruido sordo. Supuso que debía ser la prensa de Guillaume Brune, o quizá la de Marat. ¿Qué estarían haciendo a esas horas? Viven de palabras, pensó Gabrielle, no necesitan dormir.

Al cabo de un rato cerró los postigos y se dirigió a la alcoba en la oscuridad. Al pasar frente al estudio de su marido oyó la voz de este al otro lado de la puerta.

—Sí, te entiendo perfectamente. Nosotros ponemos a prueba nuestra fuerza, y Lafayette la suya. Él es quien tiene los fusiles.

—Es simplemente un aviso —contestó una voz que Gabrielle no reconoció—. Bienintencionado, desde luego.

—Son las tres —dijo Georges—. No voy a salir corriendo como si me persiguieran los acreedores. Nos reuniremos aquí al amanecer. Luego ya veremos.

Las tres. François Robert estaba sumido en un melancólico letargo. No era la peor celda —no había ratas y era fresca—, pero hubiera preferido encontrarse en otro lugar. No comprendía qué hacía allí, tan sólo estaba imprimiendo la petición. Él y Louise tenían que publicar un periódico; pasara lo que pasara, el Mercure National debía salir a la calle. Probablemente Camille iría a verla para ofrecerle su ayuda. Ella nunca se la pediría.

¡Dios bendito! ¿Qué era aquel ruido? Parecía como si alguien calzado con unas botas con la puntera metálica tratara de derribar la puerta a patadas. Luego oyó las pisadas de otras botas y una estentórea voz que decía:

—Algunos de esos cerdos tienen cuchillos.

Seguidamente oyó de nuevo unos pasos y una voz ebria entonando unas estrofas de una canción popular compuesta por Fabre. Las botas con la puntera metálica se detuvieron frente a la puerta de su celda y, tras unos segundos de silencio, oyó una voz que gritaba: «¡A la Lanterne!».

François Robert se echó a temblar. El abogado de la Lanterne ya debía de estar allí.

—¡Muera la puta austríaca! —gritó el cantante borracho—. ¡Que cuelguen a la puta del Capeto! ¡Que cuelguen a la bestia de Babilonia, que le corten las tetas!

Entre los fríos muros de la prisión sonó una estremecedora carcajada, seguida de una voz juvenil, aguda e histérica:

—¡Viva el Amigo del Pueblo!

Luego, François oyó una voz que no reconoció, y otra cerca de esta mascullando:

—Dice que tiene diecisiete prisioneros y no sabe dónde meterlos.

—Es como para morirse de risa —contestó la voz juvenil.

Al cabo de unos instantes la luz naranja de una antorcha invadió la celda. François se levantó.

Por la puerta asomaron unas cabezas, por fortuna adheridas a unos cuerpos.

—¿Puedo marcharme?

—Sí, sí —contestó un soldado con tono irritado—. Tengo que acomodar a más de cien personas, gente que vagaba por las calles sin una justificación legítima. Siempre podemos volver a arrestarte dentro de unos días.

—¿Qué hiciste? —inquirió la voz juvenil.

—Es profesor de derecho —contestó el tipo de las botas con la puntera metálica, al cual pertenecía la voz ebria—. ¿No es así, profesor? Un buen amigo mío —añadió, apoyando la mano en el hombro de François y echándole su pestilente aliento a la cara—. ¿Dónde está Danton? Él es el cabecilla.

—Si tú lo dices —respondió François.

—Lo he visto —anunció el soldado a sus colegas—. Me dijo, en vista de lo que sabes sobre prisiones, cuando sea el jefe de esta ciudad te encomendaré la misión de arrestar a todos los aristócratas y cortarles la cabeza. Percibirás un buen sueldo, me dijo, pues se trata de un servicio público.

—Eso es un cuento —replicó el joven—. Danton nunca ha hablado contigo. Estás borracho. El verdugo es el señor Sanson, como lo fueron su padre y su abuelo. ¿Acaso piensas sustituirlo? No me creo que Danton te dijera eso.

François Robert había regresado a casa. Las manos le temblaban tan violentamente que apenas era capaz de sostener la taza de café.

—Jamás imaginé que eso iba a afectarme de este modo —dijo, esbozando una mueca al tratar de sonreír—. Mi liberación fue una experiencia tan traumática como mi arresto. Olvidamos cómo es la gente, Louise, su ignorancia, su violencia, su manía de sacar conclusiones precipitadamente.

Louise recordó la escena con Camille, dos años atrás: los héroes de la Bastilla por las calles, el café enfriándose junto al lecho, la expresión de pánico en sus ojos separados y de mirada helada.

—Los jacobinos se han dividido —dijo Louise—. Los de la derecha van a formar otro club. Todos los amigos de Lafayette se han esfumado, toda la gente que solía apoyar a Mirabeau. Sólo queda un puñado de hombres, Pétion, Buzot, Robespierre…

—¿Qué dice Robespierre?

—Que se alegra de que las disensiones hayan salido al descubierto. Que empezará de nuevo, esta vez con patriotas.

Louise cogió la taza de manos de François e hizo que apoyara la cabeza sobre su pecho, mientras le acariciaba el pelo y el cuello.

—Robespierre irá a los Campos de Marte —dijo—. Dará la cara, no lo dudes. Pero no esperes ver allí a los amigos de Danton.

—Entonces, ¿quién llevará la petición? ¿Quién va a representar a los cordeliers?

Dios mío, no, pensó François.

Al amanecer, Danton le dio unas palmadas en la espalda y dijo:

—Buen chico. No te preocupes, nos ocuparemos de tu esposa. Los cordeliers no olvidarán tu gesto, François.

Al amanecer se habían reunido en el estudio de Danton, empapelado de rojo. Los sirvientes dormían tendidos en el suelo de la primera planta de la casa. Dormían el sueño de los sirvientes, pensó Gabrielle. Les llevó café a los hombres, rehuyendo su mirada. Danton entregó a Fabre una copia del Amigo del Pueblo.

—Dice, Dios sabe con qué fundamento —le informó—, que Lafayette se propone abrir fuego contra el pueblo. Por consiguiente, Marat asegura que hará asesinar al general. Resulta que la noche en que nos avisaron…

—¿No puedes evitarlo? —preguntó Gabrielle—. ¿No puedes impedir que suceda?

—¿Quieres que envíe a la multitud a casa? Es demasiado tarde. Han salido a celebrarlo. Para ellos, la petición sólo constituye una parte del asunto. Y no puedo responder por Lafayette.

—En ese caso, ¿debemos prepararnos para partir, Georges? No me importa, pero dime lo que quieres hacer. Dime lo que está sucediendo.

Danton parecía inquieto. Su intuición le decía que ese día las cosas saldrían mal y que era preferible largarse cuanto antes. Echó un vistazo a su alrededor, buscando a alguien que sirviera como la voz de su intuición. Fabre abrió la boca, pero Camille le interrumpió:

—Hace dos años, Danton, podías cerrar la puerta de tu estudio para ocuparte del caso de la empresa naviera que tenías entre manos. Pero ahora las cosas han cambiado.

Danton lo miró con aire pensativo y asintió. Luego siguieron aguardando. Ya había amanecido; era el comienzo de otro día soleado y caluroso.

Campos de Marte, el día de la celebración. La gente va endomingada; las mujeres se pasean con sombrillas y perritos sujetos con una cadena. Los niños se agarran a las faldas de sus madres con dedos pegajosos. Un grupo de personas han comprado unos cocos y no saben qué hacer con ellos. El sol se refleja en el acero de las bayonetas mientras la gente se saluda fraternalmente, alzan a los niños en brazos, se empujan y gritan alarmados al verse separados de sus familias. Debe de tratarse de un error. Han izado la bandera roja de la ley marcial. ¿Qué hace esa bandera ondeando el día en que se celebra la toma de la Bastilla? De pronto suena la primera descarga. La muchedumbre retrocede horrorizada, tropieza, cae bajo los cascos de los caballos, mientras la hierba se tiñe de sangre. Todo termina en diez minutos. Se ha dado un escarmiento. Un soldado desmonta del caballo y vomita.

Hacia media mañana llegaron las primeras noticias. Al parecer, los muertos ascendían a cincuenta. Puede que fuera una exageración, pero en cualquier caso el balance de víctimas, resultaba difícil de encajar. El estudio empapelado de rojo se había vuelto pequeño, asfixiante. Habían echado el cerrojo a la puerta, la misma que habían cerrado hacía dos años, la que había permanecido cerrada a cal y canto el día en que las mujeres marcharon sobre Versalles.

—Para expresarlo sin rodeos —dijo Danton—, ha llegado el momento de marcharse. Cuando la Guardia Nacional se dé cuenta de lo que han hecho, buscarán a un chivo expiatorio y culparán a los autores de la petición, o sea, a nosotros. —Alzó la cabeza y preguntó—: ¿Acaso disparó alguien de entre la multitud? ¿Fue ese el motivo? ¿Un ataque de pánico?

—No —contestó Camille—. Creo a Marat. Creo que, tal como nos advirtieron, todo estaba planeado.

Danton sacudió la cabeza. Le costaba creerlo. Todas las bonitas frases, las cláusulas, los retoques de la petición, las idas y venidas entre el Club de los Jacobinos y la Asamblea, para que acabara así, en una súbita y estúpida matanza. Pensaba que las tácticas de los abogados bastarían para ganar la batalla; quizás estallara la violencia, pero sólo como último recurso. Había procurado jugar de acuerdo con las normas. Se había mantenido dentro de los límites de la ley. Confiaba en que Lafayette y Bailly jugaran también de acuerdo con las normas, que contendrían a la multitud, que los dejarían en paz. Pero estamos penetrando en un mundo donde las normas tienen que redefinirse, pensó, y hay que estar preparado para lo peor.

—Los patriotas consideraban la petición como una oportunidad —dijo Camille—. Al igual que Lafayette, según parece, que lo consideró la oportunidad de desencadenar una matanza.

Sabían que eran las palabras de un periodista. La vida real nunca es tan clara y concisa. Pero a partir de entonces se llamaría así: «La matanza de los Campos de Marte».

Danton sintió rabia. La próxima vez, pensó, emplearemos las tácticas de un toro, de un león, pero de momento debemos emplear las tácticas de una rata acosada y perseguida.

A última hora de la tarde. Angélique Charpentier se paseaba por el jardín de su casa en Fontenay-sous-Bois, sosteniendo una cesta de flores. Trataba de comportarse de forma decorosa, pero sentía deseos de precipitarse sobre los parásitos que se ocultaban entre las lechugas. Es el calor, se dijo, este tiempo tormentoso. Todos tenemos los nervios de punta.

—¿Estás ahí, Angélique? —preguntó la oscura y esbelta silueta que se recortaba sobre el sol.

—¿Qué haces aquí, Camille?

—¿Te importa que entremos en casa? Los otros llegarán dentro de una hora. Georges-Jacques pensó que este era un lugar seguro, aunque sé que te disgusta que nos reunamos aquí. Ha habido una matanza. Lafayette ha disparado contra la multitud cuando celebraban la toma de la Bastilla.

—¿Está herido Georges?

—No. Ya conoces a Georges. Pero la Guardia Nacional nos busca.

—Confío en que no se presenten aquí.

—No creo que aparezcan hasta dentro de unas horas. En la ciudad reina el caos.

Angélique lo cogió del brazo. Esta no es la vida que yo deseaba, pensó, ni la que deseaba para Gabrielle.

Mientras se dirigían apresuradamente hacia la casa, Angélique se quitó la pañoleta de lino blanco que llevaba sobre los hombros para protegerse del sol y se alisó el pelo. ¿Cuántos serían?, pensó preocupada. Había que darles de cenar. Era como si la ciudad se hallara a miles de kilómetros de distancia. A esa hora de la tarde, los pájaros permanecían en silencio, y en el aire flotaba el intenso aroma de las flores.

En aquel momento apareció su marido François, con aire alarmado. Pese a la temperatura, ofrecía el aspecto pulcro y singular de costumbre. Iba en mangas de camisa, pero llevaba corbata y una peluca castaña. Sólo le faltaba la servilleta sobre el brazo.

—¿Estás ahí, Camille? —preguntó.

Durante unos momentos, Camille tuvo la sensación de que había retrocedido media década. Deseaba encontrarse en el fresco ambiente del Café de l’École, entre cuyos muros resonaban las voces de los parroquianos; el café fuerte, Angélique esbelta, maître Vinot hablando sin parar sobre su Plan de Vida.

—¡Mierda! —exclamó—. No sé adónde iremos a parar.

Todos fueron apareciendo a lo largo de la tarde, de uno en uno. Camille se les había adelantado. Cuando llegó Danton lo encontró sentado en la terraza, leyendo el Nuevo Testamento y bebiendo limonada.

Fabre les informó que François Robert seguía vivo. Legendre había visto a unas patrullas merodeando por el distrito de los cordeliers, destrozando las prensas mientras los buitres que seguían a las patrullas se llevaban varios artículos de su tienda.

—Hay días en que mi cariño hacia el pueblo soberano disminuye ligeramente —dijo. Había visto a los guardias nacionales apalear brutalmente a un joven periodista llamado Prudhomme—. Pensé en regresar por él, pero nos dijiste que no debíamos arriesgarnos —añadió mirando a Danton, como implorando su aprobación.

Danton asintió sin hacer ningún comentario.

—¿Por qué atacaron a Prudhomme?

—Porque en el fragor de la lucha creyeron que habían atrapado a Camille —contestó Fabre.

—Yo hubiera regresado a buscar a Camille —dijo Legendre.

—No te creo —respondió Camille, alzando la vista del Evangelio según san Mateo.

En aquel momento apareció Gabrielle, cansada y atemorizada, y con suficiente equipaje para resistir un asedio en toda regla.

—Ve a la cocina —le ordenó Angélique, cogiendo las bolsas que transportaba—. Hay que preparar las verduras. Tienes cinco minutos para arreglarte y luego ponte a trabajar. —Se mostraba cruel para mantenerla ocupada, para distraerla.

Pero Gabrielle no estaba en condiciones de ponerse a preparar las judías verdes. Se sentó a la mesa de la cocina, sosteniendo a Antoine en el regazo, y rompió a llorar.

—Está a salvo —dijo su madre—. Seguro que estará trazando un nuevo plan. Lo peor ya ha pasado.

Pero Gabrielle no dejaba de llorar.

—¿Te has vuelto a quedar encinta? —le preguntó Angélique, abrazando a su hija mientras esta seguía sollozando desconsoladamente, acariciándole el cabello y sintiendo que le ardían las mejillas, como si tuviera fiebre. Qué momento para averiguarlo, pensó. El pequeño Antoine empezó a berrear. Los hombres estaban sentados en la terraza, charlando y riendo. Angélique supuso que estarían haciendo humor negro.

Excepto Georges, que dio buena cuenta de la comida, ninguno tenía mucho apetito. Apenas probaron el pato; la salsa se cuajó; las verduras se enfriaron en la bandeja. El último que llegó fue Fréron, descalabrado, maltrecho pero sobrio. Tras tomarse un par de copas les relató la historia. Lo habían pillado en el Pont-Neuf y le habían dado una paliza de muerte. Por fortuna habían pasado unos soldados del batallón de los cordeliers, quienes al reconocerlo organizaron un tumulto para distraer a los guardias mientras él huía. De no ser por ellos, en estos momentos estaría muerto.

—¿Ha visto alguien a Robespierre? —preguntó Camille.

Todos sacudieron la cabeza. Camille cogió un cuchillo y acarició la hoja con aire pensativo. Suponía que Lucile estaría en la rue Condé; no habría cometido la imprudencia de permanecer sola en casa. Dos días atrás le había dicho: «Debemos ponernos de acuerdo sobre el papel de las paredes. ¿Qué te parece un dibujo floreado?». «Hazme una pregunta real», le había contestado Camille. De pronto presintió que debía regresar inmediatamente.

—Me marcho a París —dijo, poniéndose en pie.

Tras un breve silencio, Fabre le preguntó:

—¿Por qué no te metes en la cocina y te degüellas? Te enterraremos en el jardín.

—Es una locura, Camille —dijo Angélique con tono de reproche, inclinándose sobre la mesa y agarrándole de la muñeca.

—Debo redactar un discurso —replicó Camille—. Para los jacobinos, o lo que quede de ellos. Para establecer nuestra línea de conducta y controlar la situación. Además, tengo que ir en busca de mi esposa y de Robespierre. Me largaré antes de que me atrapen. Conozco las vías de huida que utiliza Marat.

Todos le miraron atónitos. Les resultaba difícil recordar —entre una y otra crisis— que Camille había conseguido mantener a raya a la policía en el Palais-Royal, que había esgrimido una pistola amenazando con descerrajarse un tiro. Hasta a él mismo le parecía increíble. Pero los hechos eran irrefutables. Se había convertido en el abogado de la Lanterne. Estaba encasillado en un papel, que recitaba sin la menor dificultad, sin tartamudear, siempre y cuando se atuviera al guión.

—Quiero hablar a solas contigo —le dijo Danton, indicando la puerta que conducía al jardín.

—¿Secretos entre compañeros? —preguntó molesto Fréron.

Nadie respondió. Silenciosa, respetuosa, consciente del estado de ánimo de los presentes, Angélique empezó a recoger los platos. Gabrielle farfulló unas palabras y abandonó el comedor.

—¿Adónde irás? —preguntó Camille.

—A Arcis.

—Te perseguirán.

—Lo sé.

—¿Y luego?

—A Inglaterra. Tan pronto como… —Danton soltó una palabrota—. Hablemos claramente, quizá no sea posible. No regreses a París. Quédate aquí esta noche. Debemos arriesgarnos, es preciso que durmamos unas horas antes de emprender viaje. Escribe una nota a tu suegro y pídele que se encargue de poner en orden tus asuntos. ¿Has hecho testamento?

—No.

—Pues hazlo y escribe a Lucile. Mañana al amanecer partiremos para Arcis. Nos ocultaremos allí durante unos días, hasta que podamos huir a la costa.

—No entiendo mucho de geografía —respondió Camille—, pero ¿no sería mejor huir desde aquí?

—Debo resolver unos asuntos, firmar unos papeles.

—Da la impresión de que no piensas regresar.

—No discutas. Las mujeres pueden seguirnos en cuanto sea factible. Incluso puedes pedir a tu suegra que se reúna con vosotros si no puedes vivir sin ella.

—¿Crees que los ingleses se alegrarán de vernos? ¿Crees que nos recibirán en Dover con un banquete y una banda militar?

—Tenemos contactos.

—Es cierto —contestó Camille con tono burlón—, pero ¿dónde se mete Grace Elliot cuando uno la necesita?

—No es necesario que viajemos bajo nuestros nombres auténticos. Tengo documentos falsos, y conseguiré otros para ti. Nos haremos pasar por hombres de negocios, soy un experto en telares. Una vez en Inglaterra, nos pondremos en contacto con nuestros seguidores y buscaremos alojamiento. El dinero no será problema… ¿Qué sucede?

—¿Cuándo planificaste esto?

—De camino hacia aquí.

—De modo que lo tenías todo planeado… Esa ha sido siempre tu intención, ¿no es cierto? Aprovecharte de la situación cuando todo iba bien y largarte en cuanto las cosas se pusieran feas, ¿no es así? ¿Acaso te propones vivir en Hampshire como un caballero rural? ¿Es esa tu máxima aspiración?

—No queda más remedio —contestó Danton. Tenía jaqueca, y las incesantes preguntas de Camille le producían más dolor de cabeza. Sentía deseos de decir: «Te conozco bien, desde que eras un mocoso tímido y apocado».

—No puedo creer… —dijo Camille, temblando de rabia— que seas capaz de huir.

—Si vamos a Inglaterra podemos comenzar de nuevo. Trazar un plan.

Camille lo miró con tristeza. En realidad era una expresión que reflejaba más que tristeza, pero Danton estaba tan fatigado mentalmente ante la perspectiva de comenzar de nuevo que era incapaz de percibirla.

—Ve tú —dijo Camille—. Yo me quedo aquí. Me ocultaré el tiempo que haga falta. Cuando lo crea oportuno, te enviaré un recado. Confío en que regreses. No sé si lo harás, pero si me aseguras que regresarás creeré en tu palabra. No existe otra solución. Si no regresas, iré a Inglaterra. No tengo intención de continuar nuestra labor sin ti.

—Tengo esposa, un hijo y…

—Sí, lo sé. Gabrielle está encinta.

—¿Te lo ha dicho ella?

—No, no tiene tanta confianza conmigo.

—A mí tampoco me lo ha dicho.

—Iré a hablar con nuestros amigos —dijo Camille, indicando la casa— y haré que se sientan avergonzados. Esta misma noche regresarán a París, puedes estar seguro de ello. Eso distraerá a los guardias y te dará oportunidad de escapar. El importante eres tú. No debí decir lo que dije antes. Pediré a Fabre que acompañe a Lucile a Bourg-la-Reine; puede ocultarse allí durante un par de semanas.

—No sé si confiaría la seguridad de mi esposa a Fabre.

—Entonces, ¿a quién? ¿A Conejo? ¿A nuestro valeroso carnicero?

Los dos amigos se miraron sonriendo.

—¿Recuerdas lo que solía decir Mirabeau? —preguntó Camille—. «Vivimos en una época de grandes acontecimientos y hombres insignificantes».

—Ten cuidado —dijo Danton—. Y de todos modos no te olvides de tu testamento. Yo me ocuparé de tu mujer.

Camille soltó una carcajada. Danton se volvió. No quería verlo partir.

Robespierre había caído contra una barrera al iniciarse el ataque. La conmoción había sido más intensa que el dolor. Había visto cadáveres por doquier. Tras retirarse las tropas, había observado cómo se llevaban a los heridos, y los absurdos despojos diseminados por el campo de batalla civil: sombreros adornados de flores, un zapato, muñecas y peonzas.

Al cabo de unos minutos echó a andar. No estaba seguro de la dirección que había tomado, pero tenía prisa por regresar a la rue Saint-Honoré, al Club de los Jacobinos, para tomar posesión del territorio. Casi lo había conseguido, cuando de pronto alguien le interceptó el paso.

Robespierre levantó la cabeza. El individuo llevaba una camisa rota, un gorro manchado de polvo y los restos de un uniforme de la Guardia Nacional.

Lo más curioso era que se reía a mandíbula batiente, mostrando unos dientes afilados como los de un perro.

En la mano sostenía un sable con una cinta tricolor atada a la empuñadura.

Detrás de él había otros dos hombres, armados con bayonetas.

Robespierre permaneció inmóvil. Nunca llevaba pistola, pese a que Camille se lo había aconsejado en numerosas ocasiones. «De todos modos, no la utilizaría —le había contestado—. Soy incapaz de matar a nadie».

Era cierto. En cualquier caso, era demasiado tarde.

Se preguntó si moriría rápidamente o sufriría una lenta agonía. Sea como fuere, no dependía de él. No podía hacer nada para defenderse.

Dentro de unos momentos, pensó, descansaré para siempre. Me quedaré dormido.

La espantosa calma que sentía en su corazón se reflejaba en su rostro.

El individuo con cara de perro extendió el brazo, lo agarró por la pechera de la casaca y le ordenó:

—Arrodíllate.

De improviso alguien le empujó desde detrás y lo derribó al suelo.

Robespierre cerró los ojos.

No imaginé que sería de este modo, pensó.

En medio de la calle.

Entonces oyó que alguien pronunciaba su nombre, no desde el otro lado de la eternidad sino en su mismo oído.

Acto seguido, dos pares de manos lo ayudaron a incorporarse.

Luego oyó el ruido de un desgarrón, unas blasfemias, un grito y el contacto de un puño contra un rostro humano. Al abrir los ojos, vio al individuo con cara de perro sangrando por la nariz y a una mujer, tan alta como su agresor, de cuya nariz manaba también un chorro de sangre.

—De modo que te dedicas a atacar a las mujeres, ¿eh? Veamos qué puedo hacer con estas tijeras.

La mujer sacó de entre los pliegues de la falda unas tijeras de sastre. Otra mujer, detrás de ella, sostenía en la mano una pequeña hacha, como la que suele utilizarse para partir leña.

Mientras Robespierre trataba de recuperar el resuello aparecieron una docena de mujeres armadas con barras de hierro, astas de picas y cuchillos, gritando «¡Robespierre!». Al cabo de unos instantes salieron numerosas personas de las tiendas y las casas para presenciar la escena.

Los hombres armados con bayonetas habían sido obligados a emprender la retirada. El individuo con cara de perro lanzó un escupitajo de sangre y saliva, alcanzando el rostro de la mujer que sostenía las tijeras.

—¡Escupe, aristócrata! —gritó esta—. Muéstrame a Lafayette y lo abriré en canal y lo rellenaré con castañas. ¡Robespierre! —gritó de nuevo—. Si tenemos que tener un Rey, queremos que sea él.

—¡El rey Robespierre! —corearon todas las mujeres—. ¡El rey Robespierre!

El hombre era alto y calvo, llevaba un delantal limpio de algodón y sostenía un martillo en la mano mientras agitaba el otro brazo para abrirse paso entre la multitud.

—Soy uno de los vuestros —gritó—. Mi casa está cerca de aquí.

Las mujeres retrocedieron.

—Es el carpintero Duplay —dijo una—, un buen patriota, un buen maestro carpintero.

Duplay blandió el martillo en las narices de los guardias mientras las mujeres lo vitoreaban.

—No sois más que basura —dijo a los guardias—. ¡Atrás, cerdos! —Luego agarró a Robespierre del brazo y repitió—: Mi casa está muy cerca. Acompáñame.

Las mujeres les abrieron paso, tratando de tocar a Robespierre. Este siguió a Duplay a través de una pequeña puerta y entraron en casa del carpintero.

En el patio había un grupo de operarios, charlando.

—Volved al trabajo, muchachos —dijo su patrono—. Y poneos la camisa en señal de respeto a nuestro huésped.

—No es necesario —protestó Robespierre.

No quería que alteraran sus costumbres por él. En un arbusto junto a la puerta había un petirrojo cantando. El aire olía a madera recién cortada. Al otro lado del patio estaba situada la vivienda. Robespierre sabía lo que hallaría al otro lado de la puerta. El carpintero Duplay apoyó una mano en su hombro y dijo:

—Estás a salvo, muchacho.

Una mujer alta y poco agraciada, con un sencillo vestido negro, salió de una puerta lateral.

—¿Qué sucede, padre? —preguntó—. Hemos oído unos gritos en la calle. ¿Ha pasado algo?

—No, Eléonore. Entra y dile a tu madre que el ciudadano Robespierre se alojará en nuestra casa.

El 18 de julio, un destacamento de policía se dirigió por la rue des Cordeliers hacia la redacción del Révolutions de France con orden de cerrar dicho periódico. No hallaron al editor, pero sí a su ayudante, el cual sacó una pistola. Tras intercambiar unos disparos, los policías golpearon salvajemente al ayudante del editor y lo detuvieron.

Cuando la policía llegó a casa de los Charpentier, en Fontenay-sous-Bois, encontraron sólo a un hombre que, debido a su edad, confundieron con Georges-Jacques Danton. Era Victor Charpentier, el hermano de Gabrielle. Cuando descubrieron su error, el joven yacía herido en un charco de sangre, pero en aquella época la policía no se molestaba en disculparse por haber cometido un error. Al cabo de unos días se emitieron unas órdenes de arresto contra Danton, abogado; Desmoulins, periodista; Fréron, periodista; y Legendre, maestro carnicero.

Camille Desmoulins permanecía oculto cerca de Versalles. Danton se apresuraba en Arcis a poner sus asuntos en orden. Había concedido a su cuñado plenos poderes, autorizándole inter alia a vender los muebles y anular el contrato de arriendo de la vivienda de París si lo juzgaba oportuno. Posteriormente adquirió una casa situada junto al río e instaló en ella a su madre, disponiendo al mismo tiempo que esta recibiera una pensión anual vitalicia. A primeros de agosto, partió para Inglaterra.

LORD GOWER, EL EMBAJADOR BRITÁNICO, EN UNOS DESPACHOS

Danton ha huido, y el señor Robespierre, el gran denunciateur y accusateur publique, está a punto de denunciarse a sí mismo.

EL RÉVOLUTIONS DE PARÍS PUBLICA LO SIGUIENTE

¿Qué será de la libertad? Algunos aseguran que se ha acabado…